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CHOPARD

CHOPARD

LOS TRAJES DE MAMÁ

Confesiones del autor sobre la evolución de su estilo: desde cuando era impuesto por su progenitora hasta la elegancia actual de tonalidades discretas, poco dado a la fantasía.

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TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO

CUANDO YO ERA ADOLESCENTE, MI MADRE me estrenó en la moda con unos escalofriantes horrores: en algún viaje a Extremo Oriente había descubierto una tela de tergal que tenía unas curiosas pintitas, como hilos sueltos, de puntadas naranja sobre un fondo marrón claro. Resultaba menos espantoso de como suena, pero espantoso al fin. Había un sastre, el de mi padre, en la calle Mayor de Madrid que, excepcionalmente, nos cosía a medida. En aquellos años remotos, mi hermano y yo éramos mucho más altos que la media, lo que hacía impracticable comprar de confección en los grandes almacenes, por lo que era necesario acudir al sastre. El resultado de aquellos ternos hechos a medida era poco menos que dantesco. Y la conversación, siempre la misma: –Mamá, este traje no me gusta mucho. –¿Por qué, hijo? –Las pintas naranja… –Están de moda. Además, a cierta distancia se confunden y dan uniformidad cromática a la trama. ¿Crees que yo querría que fueras por ahí haciendo el ridículo, yo, tu propia madre?

El argumento era irrebatible. No podía creer, en efecto, que mi propia madre pretendiera ridiculizarme en público, sobre todo en la temporada de guateques. Y me ponía el traje de las pintas naranja (las del de mi hermano mayor eran grises).

Mi rechazo era instintivo, porque en la adolescencia me faltaba el criterio para adivinar y fijar un estilo personal. Mi estilo propio. Claro que, a esas edades, uno carecía del deseo de adoptar un estilo independiente del de los demás.

Ya he explicado muchas veces que el estilo, la forma de vestir y comportarse con la ropa depende de dos vectores: el carácter de uno, risueño, triste, severo o enloquecido, que marca la afición por un determinado color de la indumentaria, y, por otro lado, lo que exige la moda del momento. En mi adolescencia, ambas cosas eran establecidas por la madre. Hoy en día, las dos son fijadas por el adolescente, que suele rechazar violentamente las sugerencias e imposiciones extrañas.

Es un hecho conocido, por otra parte, que la moda siempre vuelve. Las faldas podrán ser largas, cortas o de media pierna, pero Mary Quant siempre regresa con su muslo al aire y los provocativos plisados. Y no porque lo imponga el recuerdo de lo que fue la mini-falda, sino porque el estilo se ha hecho libre y el cuerpo se ha independizado de las ataduras sociales. Visten con falda corta, larga o pantalón, creo que sin demasiada influencia exterior. La mayoría se ponen lo que se ponen porque les convence y consideran que el estilo es el que eligen y el que les va como anillo al dedo. Sea cual sea su tonelaje.

Otra cosa es lo que atañe al estilo masculino. Es cierto que el ancho de los pantalones ha variado, por poner un ejemplo. Y que, estrechándose, se ha hecho feo: los jóvenes pretendidamente elegantes circulan embutidos en unos palillos de los que asoman ridículos tobillos y zapatos interminable y horrorosamente largos. Un insulto a la armonía, que responde a la ignorancia supina: son pocos los hombres capaces de enfundarse en una ropa que vaya acorde con su estructura física. No. Pantalones rasgados y rodillas al aire.

Además, mi deseo de no desentonar me ha llevado con los muchos años a preferir tonalidades discretas, telas que huyen de las célebres pintas naranja y colores que no suelen salirse del gris, azul y marrón más bien uniformes. Lejos de mí los abrigos de enormes dibujos geométricos (más de un corresponsal de televisión alardea de ellos, al tiempo que no lleva anudada una corbata y hace días que no se afeita). Lejos de mí las chaquetas y camisas que dan moaré con solo mirarlas. Bienvenidos los ternos discretos. Y es que la personalidad (y el estilo) debe marcarla el individuo, no la ropa que se pone. Es bien cierto que en el bolsillo superior de la chaqueta suelo lucir un pañuelo de seda de colores enloquecidos: es un detalle que revela mi estado de ánimo y no una inclinación mía por lo hortera.

Por supuesto que, en ocasiones (sobre todo en verano para salidas nocturnas), me pongo una chaqueta de seda de tonos crudos sobre una camisa negra, pero es casi mi única concesión a la fantasía. Me parece que a mi madre no le habría gustado. Pensaría que hago el ridículo.

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