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NOS HAN ROBADO EL MES DE OCTUBRE

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ALBERT BENIFLAH

ALBERT BENIFLAH

El inicio del otoño, como el de la primavera, se diluye víctima del cambio climático que solo niegan los que lo causan. Unos días de confusión que las autoridades, encima, agravan con un cambio horario inútil.

TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO

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NO ES EXACTAMENTE ASÍ, pero una canción de Sabina se lamenta de que le hayan robado el mes de abril. También se lo robaron a Alfredo Bryce Echenique, una de cuyas deliciosas novelas lleva por título No me esperen en abril. Todo es nostalgia por el robo inoportuno de la primavera, que es lo que ocurre cuando el invierno gélido no se acaba y se prolonga indefinidamente (hasta mayo). Se retrasa entonces la floración de los cerezos y la aparición de las fresas de bosque, al tiempo que no bajan a las plazas las muchachitas en flor (diría Bryce). Cuando se demora la primavera es casi una traición, como un catarro que nunca acaba, porque no permite que nuestra sangre bulla de nuevo con fuerza: retrasa un renacer que se ha hecho esperar demasiado. De hecho, lo retrasa todo, hasta las vides.

En el otro extremo de la esperanza está el melancólico otoño, el de las hojas caídas y los caminos encharcados. Doris Lessing nos consuela con un sencillo verso resignado: ¿Y qué decir de octubre, el mes ambiguo, el mes de la tensión, ese mes insufrible? Pero miente, no es insufrible, es romántico, está hecho para los poetas, estimula la ensoñación, el enamoramiento reflexivo y el cambio de armarios.

Solo que, en esta ocasión, en este 2022, también nos ha engañado. De pronto, al menos dos meses, abril y octubre, quieren traicionarnos. En lo que corresponde a este último, otoño, cuando a todos nos toca abrir los cajones y sacar la ropa del frío para preparar el invierno que viene, cuando nos disponemos a seguir la rutina de nuestras décadas, llega Cronos y nos perturba, impidiendo que nos pongamos la chaqueta de lana que teníamos colgada con naftalina en el armario, lista para ventilarla. Es un decir.

Durante todos los años de mi vida, al llegar octubre, he dejado que se me aplacaran los humores, he dejado de escribir sonetos y he preparado los primeros paseos por el bosque, con calcetines y zapatos de cordón. Siempre me acompaña mi perro que, sin los calores del verano, se dedica a husmear perezosamente debajo del manto de hojas resecas de savia. Suele ser el momento de comer un potaje de garbanzos y de redescubrir las decenas de tonalidades amarillas del otoño, las formas geométricas de las hojas marchitas. Así es la naturaleza que, con extraordinaria vitalidad, llega puntual, año tras año, a su renacimiento.

Menos este. Aquí no renace nada porque aquí no se muere nada. Se ha prolongado el verano, tradicionalmente veranillo de San Miguel, ahora veranazo de Liz Truss (ya le hubiera gustado). En lo que esto se concreta es en que hemos sobrepasado el verano de dos meses y lo hemos fijado en cinco. Un horror: por mucho que me satisfaga el calor, no me gustan la sequía y las interminables noches tropicales. Tampoco me gusta pensar que continuarán las hordas de turistas asolándonos con su invasión de pieles rosadas y sangría. ¿Qué ocurre? Pues que, poco a poco, vamos reduciendo las estaciones del año. De cuatro a dos, como en el trópico, salvo que no estamos en Bora Bora. No nos queda más remedio que acostumbrarnos hasta que, dentro de unos años, no muchos, las reduzcamos de dos a una y todo se haya convertido en verano tórrido, peor que el de la península arábiga. ¿Hay un culpable? Ya lo creo que hay un culpable: el cambio climático que todos nos creemos y padecemos, menos los que lo causan. Los que lo causan se encogen de hombros y lo achacan a la pertinaz sequía, a una glaciación o a una solanera que ocurre cada tres o cuatro mil años. Mientras tanto, las chimeneas de las fabricas siguen soltando espesas nubes de tóxico, el plástico invade nuestros mares y nos seguimos bañando en noviembre. Esto no es otoño ni es nada.

Claro que, para complicar la confusión en que nos sumen las humaredas, las autoridades no acaban de ponerse de acuerdo en la hora a la que nos tenemos que levantar de la cama, haga frío o calor. Este cambio de horario que nos acaba de caer encima, una hora más, una hora menos además de lo de Canarias, no tiene pies ni cabeza. Ni ahorra energía, ni ahorra dinero ni le sienta bien al descanso del personal. Todos, incluso las autoridades de la Unión Europea, estamos de acuerdo en que el cambio de hora cada seis meses es una solemne estupidez que para nada sirve. ¿Y por qué no se activa ya la homogeneidad del horario? Ah, porque no nos acabamos de decidir si empezar el día a oscuras conviene a los trabajadores o si es mejor que los niños vayan al cole con sol. Ya ven.

Yo pienso seguir paseando con mi perro a las 7 o a las 9, sea cual sea la hora en que se hayan convertido las 8.

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