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100 AÑOS DE SARAMAGO

NO ES SOLO POR LOS LIBROS

Una semblanza del escritor José Saramago, en el centenario de su nacimiento, construida sobre una conversación con la que fuera su mujer y traductora durante más de 20 años, Pilar del Río.

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TEXTO JUAN LUIS GALLEGO FOTOGRAFÍA JOÃO FRANCISCO VILHENA

En estas páginas y en la siguiente, José Saramago, fotografiado en Lanzarote en 1998, el año que recibió el Premio Nobel de Literatura. Las imágenes formaron parte de la exposición Una voz contra el silencio, en el Grand Hotel de Estocolmo.

Saramago y su mujer y traductora de sus libros, Pilar del Río, fijaron su residencia en la isla canaria en febrero de 1993.

LAS FOTOGRAFÍAS QUE ILUSTRAN ESTE ARTÍCULO fueron tomadas por el fotógrafo João Francisco Vilhena en Lanzarote en 1998, el año en el que José Saramago fue reconocido con el Premio Nobel de Literatura. El escritor llevaba cinco años en la isla, adonde se mudó, con su mujer y traductora de sus libros, la periodista granadina Pilar del Río, después de que el Gobierno portugués vetara la presentación al Premio Literario Europeo de su novela El Evangelio según Jesucristo (1991). “No, no tenía el corazón dividido –aclara Pilar del Río–. Él nunca dejó de ser portugués, de pagar los impuestos en Portugal y de tener casa en Portugal. Era un portugués que vivía en Lanzarote y escribía en portugués”.

Llevaba, cuando recibió el galardón, más de 20 años dedicado por completo al oficio de escribir, tras haber trabajado de cerrajero Las letras, la lectura que tanto le había apasionado desde niño, ocupaban de nuevo su vida. Empezó a realizar traducciones y a ejercer de crítico literario hasta que en 1966 volvió a publicar, en ese momento, sobre todo, colecciones de poemas. Tras varios trabajos en periódicos, con responsabilidad en suplementos culturales, volvió a quedarse sin trabajo, en un momento, además, en el que el contexto político, bajo la dictadura salazarista, no le vaticinaba a alguien como él un futuro prometedor. “Tomé la decisión de que me dedicaría enteramente a la literatura: ya era hora de saber lo que podría realmente valer como escritor”.

Así que cuando estas fotos se tomaron, Saramago ya había publicado algunas de sus novelas más representativas: Memorial del convento (1982); El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), Historia

“CON SARAMAGO TENEMOS UNA MEZCLA DE LO MEJOR QUE SOMOS: CAPACIDAD PARA PENSAR, PARA CREAR Y PARA ACTUAR HUMANAMENTE”

mecánico primero, de administrativo después y de haber publicado, con apenas 25, su primera novela, La viuda (lanzada por decisión de la editorial con el título de Tierra de pecado). Tras algún que otro escarceo literario, poemas incluidos, lo dejó: “Comenzaba a estar claro para mí –explica en la breve autobiografía colgada en la web de la casamuseo José Saramago, en la localidad canaria de Tías– que no tenía algo que decir que valiese la pena. Durante 19 años, estuve ausente del mundo literario portugués, donde debieron haber sido poquísimas las personas que se dieron cuenta de mi falta”.

Hora de la verdad Quizás sea ese uno de los pocos análisis netamente fallidos que pueden atribuírsele. Lo que ocurrió en ese periodo fue que comenzó a trabajar en una editorial y, aunque como responsable de producción, entró en contacto con algunos de los escritores portugueses más importantes de la época. del cerco de Lisboa (1989), Ensayo sobre la ceguera (1995) y Todos los nombres (1997), entre otras. La academia sueca destacó de él su capacidad “para volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”.

“Le pareció emocionante que se hubieran detenido en ese aspecto de su literatura”, recuerda Del Río.

Luego, llegó todo lo demás: La caverna (2000), El hombre duplicado (2002), Ensayo sobre la lucidez (2004), Las intermitencias de la muerte (2005)... Es difícil coincidir en los listados a no ser que se sea completamente exhaustivo; cada lector, cada crítico, cada comunidad incluso tiene sus favoritos. El propio Saramago comentó en más de una ocasión con su mujer y traductora las extrañas diferencias con que eran acogidos sus libros en cada lugar. En Portugal, recuerda Pilar del Río, el libro por antonomasia de Saramago es Memorial del convento; en España, durante años fue La balsa de piedra;

en México, y en general en Latinoamérica, es La caverna el que se lee en las escuelas y liceos...

Es imposible saber cuántos actos de homenaje están celebrando el centenario del nacimiento de Saramago, el 16 de noviembre de 1922 en Azinhaga, un pequeño pueblo al nordeste de Lisboa. En la Fundación José Saramago, que dirige Pilar del Río, con sede en la capital portuguesa, habían registrado cerca de 200 hace unas semanas. Ahora son incontables. Entre los que llegan a conocimiento de la Fundación hay lecturas, obras de teatro, ferias del libro, óperas, incluso proyecciones de sus películas favoritas, y en lugares tan dispares como una playa de Cádiz o un centro cultural en Japón. También hay libros: uno escrito por la propia Pilar del Río, La intuición de la isla (editorial Itineraria), que relata el día a día de Saramago en Lanzarote, desde el acto cotidiano de ir a comprar el pan hasta las circunstancias en que escribió cada libro o las visitas que recibía; o Saramago. Sus nombres, de Ricardo Viel (editado por la propia Fundación), que recorre sus lugares, lecturas y personas a través de sus propias palabras; o la reedición de toda su obra (por la editorial Alfaguara), con nuevas portadas del artista Manuel Estrada, incluyendo La viuda, aquella primera novela de juventud inédita hasta ahora en España.

El escritor y el hombre Tanto reconocimiento, tanto homenaje, tanta celebración ¿a un escritor? “También nosotros nos preguntamos: ¿es solo y exclusivamente por la literatura o por el humanismo implícito en esa literatura”, comenta Pilar del Río. Y añade a modo de explicación: “Pienso que con José Saramago tenemos una mezcla de lo mejor que somos: capacidad para pensar, para reflexionar, para crear y también conciencia para actuar humanamente”.

El propio Saramago describe ese humanismo, en forma de compromiso, al recordar cómo, tras la concesión del Nobel, se intensificó su actividad pública, en conferencias, reconocimientos, congresos y reuniones. “Pero, sobre todo, participé en acciones para reivindicar la dignidad de los seres humanos y del cumplimiento de la Declaración de los Derechos Humanos, en pos de una sociedad más justa, donde las personas sean prioridad absoluta, y no el mercado o las luchas por el poder hegemónico, siempre destructivas”.

Mensajes imperecederos La literatura como herramienta de transformación. “Pero en tanto en cuanto aportaba reflexión –aclara Del Río–. Él decía que nunca haría de su trabajo un vehículo ideológico. ‘Como ciudadano, tengo mi criterio, mi posición y soy dueño de mi voto, pero la literatura no es una correa de transmisión de lo que pienso”. Cuando murió, recuerda su mujer, estaba escribiendo sobre las armas, en su novela inacabada Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, para decir, en palabras de su traductora, que “si se fabrican armas, no le quepan dudas, queridos amigos, de que se van a fabricar conflictos”. En momentos en que suenan tambores de guerra, quizás sean mensajes como este, añade Pilar del Río, o los que deslizó sobre la muerte, sobre dios, sobre la vida pública, sobre la ceguera social o sobre las mujeres, a las que atribuye un irreconocido poder de observación, los que permitían recientemente al periodista Juan Cruz definir a Saramago como “una de las mentes más potentes de la literatura universal”.

La primera obra que Pilar del Río tradujo de Saramago fue Todos los nombres (1997), siempre con el mismo sistema: él escribía dos folios por día que le entregaba para que ella estudiara y tradujera e incluyera luego las correcciones oportunas, “siempre a ciegas, sin saber qué iba a pasar con los personajes, sin saber el final, sin preguntar, respetando absolutamente su ritmo y proceso”. La última que ha traducido es Claraboya, escrita por Saramago en su juventud pero publicada por fin un año después de su muerte, que le vino en 2010, a los 87 años de edad, en su casa de Lanzarote, donde el escritor había encontrado “su paraíso soñado, donde veía las estrellas con la misma intensidad que en la aldea donde había nacido. En Lanzarote, recuperó sus primeros años de vida”.

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