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LA COSTA ESTE

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NOTAS

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Puede que El gran Gatsby sea la historia central y definitiva de una sociedad llena de dinero, corrupción y confusión moral, pocos años antes de que se desmoronara toda la economía americana como un castillo de naipes.

TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO

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EN EL MUNDO SOLO HAY UNA COSTA ESTE con mayúsculas, la que va de Washington D.C. a Maine, pasando por Nueva York, Long Island y, por supuesto, Martha’s Vineyard (ni comparación con la costa este que va de Vladivostok al mar de Bering, por si a alguien se le ocurre sugerir una alternativa). El presidente Clinton veraneaba en Martha’s Vineyard, una islota de los primeros colonizadores del Mayflower, todavía hoy esencia de los fines de semana de los wasp (protestantes anglosajones blancos), que son la sublimación del americano rico. Por eso, los Kennedy, que eran ricos pero católicos de Boston, tenían su mansión en Palm Beach, Florida norte.

A lo que voy es que la Costa Este ha sido y es la colmena de lo más granado de la alta sociedad estadounidense. Lo más granado, tal como lo describió Scott Fitzgerald en El gran Gatsby, la gran novela norteamericana del siglo XX.

Pero me adelanto: dando un paso atrás, aclararé que creo que, en la historia de la literatura contemporánea, hay escritas cuatro grandes tragedias: Madame Bovary, por supuesto, Cumbres borrascosas, origen, junto con las divertidas historias de Wodehouse, de mi vocación de escritor (no es muy importante, pero lo señalo para que quede constancia de cómo operan las raíces), Anna Karenina y El gran Gatsby.

Puede que Gatsby sea la historia central y definitiva de una sociedad llena de dinero y de corrupción, llena de confusión moral, pocos años antes, 7, del instante en que se estrellará la Bolsa de Wall Street y se desmoronará toda la economía americana como un castillo de naipes. Y pocos años después, 4, del pírrico triunfo de los ‘buenos’ en la horrible guerra mundial. Y aún menos, 2, de la entrada en vigor de la ley Seca, origen del crimen organizado, inútil fruto del movimiento de la Templanza. Consagración, en realidad, de la hipocresía religiosa bienintencionada. Los felices años veinte del charlestón, Hollywood y el cine mudo, el champán, el Ford T y la Mafia. Así era el telón de fondo del Gran Gatsby, una ciénaga, “la basura hedionda que flotaba en la estela de los sueños” de su protagonista.

Como ha dicho Mario Vargas Llosa, la gran novela se hace más grande cuanto mayor es la desintegración de la sociedad que refleja. ¿Felices años veinte? Vale la pena preguntarse si los oropeles de que se adornaban los más brillantes protagonistas de aquellos instantes, bailando y riendo en mansiones engañosamente burbujeantes, escondían la miseria de gentes sin escrúpulos, hedonistas sin barreras, una sociedad decrépita a punto de reventar. ¿Reventó? No. Ahí sigue, igual que ocurre en otras muchas sociedades desarrolladas, espejos de la americana, que conservan el vigor imbatible de lo que no morirá aunque lo merezca. Virtudes públicas y vicios privados. No se llame a engaño, lector: es una estructura que admiro, superviviente del desmoronamiento moral de una sociedad fantásticamente vital y acomodada. Felipe González lo resumió con tino cuando afirmó que prefería morir acuchillado en el metro de Nueva York a congelado en un gulag soviético.

Fitzgerald hace de su protagonista, Jay Gatsby, el epítome de esta tragedia, la exhibición del disimulo, de la riqueza, del amor insatisfecho, de la corte de aduladores y, para terminar, del asco de la vida sin colmar. Y en medio de todo ello, el cruce de amores desgraciados e imposibles que llevan a muertes que nada tienen que ver con las anécdotas que las provocan.

El mérito impagable de El gran Gatsby consiste en que el autor nunca se aleja demasiado de las raíces profundas de lo americano, del tipo del garaje y la pequeña gasolinera, de la estampa tantas veces vista de un bar de carretera con la forma de un vagón desahuciado, tortitas de maíz con nata y sirope. Me parece que contempla la vida despreocupada del Long Island de los millonarios con una mezcla de fascinación y repulsión. Y al final, Nick Carraway, el narrador en la novela, alter ego de Fitzgerald, marcha asqueado a refugiarse en el mundo provinciano y simple del Midwest americano, sí, lo han adivinado, el mismo mundo que hoy adora a Donald Trump. Eso sí, mientras tanto, Fitzgerald y su mujer Zelda huyen a pasar el invierno de la publicación de su novela en la Costa Azul.

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