Saga - Revista de estudiantes de Filosofía nro. 33

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De la materia a la expresión:

“Los avatares de la obra de arte” Siguiendo la ruta trazada por Dufrenne en su Fenomenología de la experiencia estética Jhovany Garzón UNIVERSIDAD DE CALDAS

Cuerpos humillados

Un análisis entre la heteronormatividad colombiana y el deseo de autorrealización de las personas LGBTI Elizabeth Palacio UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

Sobre la cuestión acerca de

si la figura que vemos es la misma que tocamos Carlos A. Cortés UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

Culpabilidad en las violaciones atípicas Sebastián M. Pineda

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

Alejandro Solano

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

Saga Número 33

Examen de la relación entre ‘discurso filosófico’ y ‘forma de vida’ en la figura de Sócrates

Universidad Nacional de Colombia

La refutación socrática como ejercicio espiritual

Número 33

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Semestre 2017-I • Número 33 • ISSN 0124-8480 Saga es una publicación académica con frecuencia semestral, editada por estudiantes de filosofía y apoyada por la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá.

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Dedicado a: Las anteriores generaciones, quienes han encarnado heroicamente el espíritu de Saga; pues sus logros determinan nuestros próximos retos. Saga quiere agradecer especialmente al Departamento de Filosofía, a los profesores, administrativos y estudiantes, por su apoyo e interés constantes.



Índice 6

De la Materia a la Expresión: “Los avatares de la obra de arte” Jhovany Garzón

Universidad de Caldas

5 Editorial

Santiago Flórez

Universidad Nacional de Colombia

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Cuerpos humillados. Un análisis entre la heteronormatividad colombiana y el deseo de autorrealización de las personas LGBTI Elizabeth Palacio

Universidad de Antioquia

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Sobre la cuestión acerca de si la figura que vemos es la misma que tocamos Carlos Cortés

Universidad Nacional de Colombia

36

Culpabilidad en las violaciones atípicas Sebastián Pineda

Universidad Nacional de Colombia

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La refutación socrática como ejercicio espiritual Examen de la relación entre ‘discurso filosófico’ y ‘forma de vida’ en la figura de Sócrates Alejandro Solano

Universidad Nacional de Colombia


Editorial Es increíblemente difícil escribir una editorial. Empezando porque no es muy claro qué es una editorial o para qué sirve. Revisando los últimos números, la dinámica parece consistir en resaltar algún aspecto de la revista, a la vez que se hace una invitación a seguir encarnando Saga. En últimas, se trata de una especie de arenga, pensada para ser leída en el lanzamiento del número; porque, claramente, nunca más se va a leer (excepto, quizá, por algún futuro director desesperado por no saber qué es o para qué sirve la editorial que tiene que escribir). Esta es mi interpretación de lo que aquí debería hacer, y de ella lo que hice: *** Saga tiene innumerables problemas, tantos que parece estar tambaleando en el filo, en una situación que convocaría espectadores para ver la caída, si a alguien le importara. Entre estos, resalta la política de corte presupuestal del Programa de Gestión de Proyectos (PGP), el cual financia la impresión de lo que, se podría pensar, constituye el fundamento sobre el que se erige la revista, el soporte físico de nuestro ‘producto’ –la estampilla coleccionable que se entrega semestre a semestre a nuestro público–. Nuestros esfuerzos más sinceros, e ingenuos, no dan abasto a las necesidades que pretenden enfrentar. Y este es apenas el primer número que no cuenta con el apoyo económico por parte del programa para su impresión. Sin embargo, este no es el más grande de nuestros problemas; de fondo, se deja ver el abrumador fantasma que ha perseguido a Saga desde su creación: esta parece ser una revista sin lectores. Nos hemos vuelto –quién sabe desde hace cuánto– una causa monótona, un símbolo vacío para muchos. Al parecer no significamos nada, somos decoradores de bibliotecas principiantes, no más que un evento repetitivo cada semestre. Y, con todo, ninguno de estos inconvenientes –ni los demás– es extravagante o excesivo. Más allá del tono dramático, la realidad es más amable. Y si no, igualmente de esto se trata un proyecto estudiantil. No es nada nuevo, Saga lleva más de quince años en la cuerda floja –somos equilibristas–. En este largo camino, como es natural, ha tenido momentos buenos y

malos, y sería necio dejar que la cotidianidad opaque el gran momento por el que pasa. De principio, la ocasión que nos reúne ya es suficiente para adoptar una actitud de celebración: ¡hemos concretado un número más! Pero no se detiene. Nuestro nivel académico sigue sobresaliendo. Continuamos inaugurando la extensión web de la revista, trabajando duro en nuestro nuevo proyecto. Los eventos y convocatorias se avivan cada vez más. Y nuestro alcance sigue aumentando. Cabe, entonces, agradecer a las anteriores generaciones, quienes han hecho posible la situación actual. El esfuerzo de ellos es el que debe tomar crédito por los resultados que hoy disfrutamos. En cuanto a nosotros, esperamos hacer nuestra parte. *** Apostaría que Saga ya se ha enfrentado a los mismos problemas antes. Para nadie es un secreto que la filosofía no pasa por un buen momento de popularidad desde hace ya unos cuantos años. No obstante, para bien o para mal, siendo considerablemente antigua, Saga siempre va a ser joven. Nuestros esfuerzos, por pequeños que sean, no van a cesar. Seguiremos moviéndonos. Pues, como ilustra el profesor Ángel Rivera en su editorial número 30 de esta, nuestra revista, los logros de una generación implican retos para la siguiente.

Santiago Flórez Universidad Nacional de Colombia

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De la Materia a la Expresión: “Los avatares de la obra de arte”

Siguiendo la ruta trazada por Dufrenne en su Fenomenología de la experiencia estética*

* Este trabajo hace parte de mi investigación sobre fenomenología y estética, que se desarrolla en el marco de la pregunta por los alcances de una estética comparada.


ilustraciรณn || Mariana Vargas

Jhovany Garzรณn taumante@outlook.com Universidad de Caldas


Palabras clave expresión en el arte experiencia estética fenomenología estética materialidad del arte onto-estética Keywords expression in art aesthetic experience aesthetic phenomenology materiality of art onto-aesthetic

Resumen La fenomenología traspasa la materialidad del objeto estético a fin de captar su esencia tan elusiva. Tal esencia está presente en muchos niveles de existencia o modos de configuración de la obra. En el presente ensayo, se ahondará en la esencia del objeto estético. Esto desde la perspectiva del espectador, quien termina siendo acusado en su conciencia por lo que aquí llamamos los niveles constitutivos de la expresión estética. Cada nivel aporta una configuración ‘individual’ al fenómeno estético (la obra de arte), para conseguir que la obra sea una totalidad expresante. La expresión y la comprensión de los elementos de la obra son los que determinan el carácter de la experiencia estética lograda, la asimilación del mundo y la entrega al sobrecogimiento que la obra le ofrece a su espectador.

Abstract Phenomenology transcends the materiality of the aesthetic object to capture its essence as elusive, and that essence is presented at many levels of existence or configuration modes of the work. In this essay, we delve into the essence of the aesthetic object, from the perspective of the viewer, who ends up being accused in his conscience for what we call constitutive levels of aesthetic expression. Each level provides an ‘individual’ configuration to the aesthetic phenomenon (the artwork) in order to understand that the work becomes an expressive whole. The expression and understanding of the work elements determine the character of aesthetic experience gained; the assimilation of the world and surrender to awe the work offers your viewer.


De la materia a la expresión: “Los avatares de la obra de arte”

1. Objeto estético y materia Todo objeto estético es una cosa hecha de materia, independientemente del tipo de material que lo conforme: el mármol de la escultura, la pintura y la tela del cuadro, el papel del libro o el cuerpo del actor que encarna el personaje. Es, en esta condición material del objeto estético, en la que confluye el arte como fenómeno para la fenomenología. Como fenómeno es sensible y se aborda por medio del cuerpo y los sentidos. Tenemos, entonces, un objeto matérico, el cual abordamos por medio de los sentidos en el marco de un tiempo y un espacio. La fenomenología, para el caso de la fijación en la experiencia estética, se va a encargar de llegar a la esencia de esa experiencia, yendo a la cosa misma, es decir, al objeto estético. Sabiendo, así, que el objeto estético es una cosa material, debemos entender que, además, responde a una condición formal. Esto quiere decir que esa materia tiene una forma y esta se la da el creador que no es otro que el artista que le imprime una figuración, para evocar mediante ella lo representado. La forma limita la materia del objeto estético y suele ser inteligible, es decir, significativa, cuando logramos distinguir los rasgos de lo que representa. No obstante, el canon realista ha quedado en el pasado y las formas del arte actual pueden llegar a ser ininteligibles, como las figuras abstractas o las deformaciones y combinaciones de las formas, todo esto para expresar cosas más nebulosas, cosas que escapan al sentido ordinario. Lo anterior significa que la forma del objeto estético no es necesariamente figurativa. Tenemos ahora que la experiencia estética, es decir, la vivencia del espectador que ha sido tocado por el objeto estético, no se puede objetivar ni hacer inteligible a partir de la mera presencia, dado que vemos casos de obras de arte donde el objeto estético no está concentrado dentro de los límites de una materia y una forma, sino que está presente como acontecer. Hablamos de las obras de teatro, las sinfonías y las óperas. Esto último ocurre porque hay momentos en los que ese objeto estético es hecho con la intencionalidad de su autor por traernos, por medio de la materia informada, un mundo que, en su mente, fue al principio pura virtualidad. Llega el momento en el que el objeto estético supera los límites materiales y formales, además de su acontecer, para volverse obra de arte en la reflexión del espectador. Dufrenne (1982) lo dice de la siguiente forma: “una obra de arte es lo que nos queda del objeto estético cuando no es percibido, el objeto estético en el

estado de posible, esperando su epifanía” (54). Es el sentido expresivo que nos queda en el entendimiento; de la cosa que nos evocó tal sentido y es su epifanía sensible lo que sobrepasa toda presencia del objeto estético.

2. Condición material del objeto estético Para partir de un presupuesto seguro en este ejercicio fenomenológico, hay que empezar por caracterizar la obra de arte como una cosa, conformada de materia, la cual se diferencia de las demás cosas del mundo por ser un objeto estético. Este objeto, como cosa, es percibido, en primera instancia, por el cuerpo; esto quiere decir que el objeto estético es percibido en un tiempo y en un espacio. Teniendo esto claro, creemos haber fijado el fenómeno en el cual se centrará nuestra fenomenología de la estética; ese fenómeno es el objeto estético y, como la fenomenología, según la asume Dufrenne (1982), siguiendo a Sartre y a Merlau Ponty1, es el estudio de las esencias. En nuestro caso, debemos estudiar la esencia de la experiencia estética; por ello, es bastante conveniente partir del objeto estético que es el cuerpo del arte. Cuando hablamos de arte, no solo hablamos de pinturas, de esculturas, de edificios o, en fin, de un objeto fácilmente ubicable en el espacio y el tiempo; también hablamos de eventos que, como acabamos de decir, no son tan fácilmente objetualizables; tal es el caso de una representación teatral, la interpretación musical o el recital de un poema. En estos casos ¿dónde está la objetualidad? En primera instancia, debemos asumir que, aunque sean casos problemáticos para determinar su objetualidad, no por ello carecen de condición objetiva. Lo que pasa es que sus niveles de objetualidad se representan en otras dimensiones. Son casos en los que el arte no se concentra en la materialidad de un solo objeto, sino que está dado o conformado mediante varios objetos, por lo que debemos asumir su objetualidad como duración o como vivencia, evento cualitativo que marca, de algún modo, al espectador. El objeto estético es una cosa independiente del formato artístico al que pertenezca. La forma de fijar el fenómeno que representa el arte para la fenomenología de la estética que aborda Dufrenne (con base en los abordajes estéticos de Etienne Souriau2 y la fenomenología de la percepción de Merlau Ponty3) difiere del riguroso método de Husserl, donde, en lugar de de1. En la fenomenología, Dufrenne se remitirá, en algunas ocasiones, a ambos filósofos para delimitar su alcance fenomenológico, “descripción que apunta a una esencia, entendida esta, en sí misma como significación inmanente al fenómeno y dada en él” (1982 9).

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tenerse en lo puramente sensible, busca interiorizar la condición material del arte. Dufrenne (1982) considera al objeto estético en su materialidad apenas un momento inicial de la obra de arte. De acuerdo con él, por sí mismo no es todavía arte, porque falta que se consolide pasando de ser una cosa a ser una experiencia. Dado que un objeto es lo que siempre se le aparece primero al cuerpo, es el objeto estético el que afecta la sensibilidad del hombre, su corpus. En la propia etimología del término estética, aisthesis, es visible este carácter esencial, que lo vincula a la sensación. Ahora bien, el objeto estético participa de una intencionalidad porque no es un producto de la naturaleza; es, inicialmente, materia informada, que las manos y la conciencia del creador lleva a ser objeto estético cuando le imprimen una forma. Como afirma Dufrenne, “el arte es todo lo que se nos presenta como tal en el seno de una cultura” (1982 25) y de una historia. [L]a historia es para la humanidad ese ‘he ahí’ que se hunde hacia la prehistoria […]. Y así es como la obra de arte está ya ahí, solicitando la experiencia del objeto estético, y proponiéndose, como tal, a nuestra reflexión en punto de partida. (25)

La obra de arte necesariamente excede al objeto estético. Su determinación termina siendo superior al objeto y superior a la materia de que está hecha. El objeto estético se vuelve arte mediante el consenso de la tradición que ha estudiado la obra y la ha fomentado en la historia del arte. En ese momento, en ese aparecerse-nos –contraer su sentido– ocurre la evocación, la razón del porqué el objeto de materia informado que ha partido de una virtualidad –la imaginación del creador– era importante. El objeto ha sido formado a semejanza de un concepto, ya sea como la representación de un ente natural, una abstracción, el resultado de la imaginación o simplemente se trate de una mezcla de ellos; no importa su naturaleza, este objeto trae ante nosotros su mundo, un mundo virtual de sentido estético. Su interioridad se manifiesta en su exterioridad mediante la forma en la que el autor decidió plasmarla. La presencia del objeto estético hace parte de los fenómenos que podríamos denominar intencionales. Se asiste con la disposición para apreciar una muestra de las últimas obras de Picasso. Se llega con la imaginación dispuesta y con un mundo ya presente que trasciende por varios niveles significativos; entre ellos encontramos: la vida del autor, sus fijaciones artísti-

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cas e intelectuales, su época histórica, el significado de Picasso para la posterior historia de la pintura, del surrealismo al cubismo, los llamados períodos de su obra, entre otros. Estamos hablando del esteta, el intelectual del arte que no se puede deshacer de lo que, de por sí, le otorga el sentido al hecho de apreciar un cuadro. Entonces, la otra cara de la moneda es la del espectador invitado a última hora y quien tiene poco tiempo para entrar en el clima de intencionalidad. A él no le interesa del arte nada en especial, va allí para relacionarse, para empaparse de cultura, mientras socializa con sus compañeros de trabajo. No podemos afirmar que el primer plano de este sujeto sea el arte. En este caso el arte es solo la excusa, un contexto singular. Este espectador no pasa de la sola presencia de la obra de arte, lo sabe porque todo el mundo lo dice y lo acepta a su alrededor. “Era un genio”, dicen, “ha revolucionado la forma de representar con su cubismo”, todos asienten y él también. En la pared ve un cuadro lleno de cuadros y cubitos deformados de varios colores. Los cuadros tienen ojos y orejas, y si se pone a abstraer las formas se da cuenta de que es una persona y le parece gracioso. No tiene por qué saber que fue una de los primeros que se atrevió a pintar así. ¿Y eso qué? ¿Cuál es la importancia de que en el mundo del arte un artista empiece a hacer las cosas de otra manera, que aun sabiendo pintar como un maestro decida hacerse tan difícil para mostrar lo que quiere decir? Como si para decir algo diéramos rodeos absurdos. Las obras de esta época son técnicamente perfectas, al menos eso es lo que se mantiene, pero lo que dicen o representan solo vale la pena en su “nebulosidad”. Digamos que es un autor que quería decir algo que no se puede decir en una sola figura en el plano. Lo que quiere decir que solo puede ser dicho mediante figuras que evoquen muchas otras figuras, para que el significado esté completo. No solo eso, también su estilo es parte constitutiva del significado, parece decir: “¿qué gracia tiene pintar al estilo clásico, representando el mundo figurativamente?”. Si ya todo se hizo, está agotado, ya es algo que se ejecutó de la mejor forma posible, es un estilo insuperable. La cuestión es hacer2. Dufrenne acude a Souriau para darle fuerza a la idea de una estética en general. La tarea de estudiar las artes particulares, dice Dufrenne, es para los críticos de arte, mientras que la filosofía es universal y quiere hallar una correspondencia en las artes. Justamente el libro de Souriau se llama: La correspondencia de las artes. 3. El concepto de cuerpo en Merlau Ponty es uno de los aspectos que Dufrenne rescata de la propuesta de la fenomenología de la percepción, el cuerpo no solo del espectador, del creador o del ejecutor, también el cuerpo de la obra. ¿Qué tan sensible puede ser esa materia de la que está hecha la obra?, quizás tan sensible como la carne del artista, esto no es necesariamente un inspiracionismo, en términos de Dufrenne (1982), es parte de la subjetivación de la obra de arte.


De la materia a la expresión: “Los avatares de la obra de arte”

se a un estilo propio y pulirlo. Es ahí donde Picasso es un verdadero artista, en el sentido de creador, puesto que resignifica su mundo e invita a resignificar el mundo del espectador. Abre una ventana que deja ver lo excepcional que puede llegar a ser esta apertura estética, esta reflexión sensitiva. Le dice algo nuevo al arte, dialoga con la historia del arte y le aporta, la enriquece.

3. Presencia La presencia de un objeto es lo más inmediato, lo sensitivo, con lo que te chocas. El objeto es ese “ante-mí”; pero, como ya hemos visto, el objeto estético no es un objeto cualquiera, no es un objeto natural y tampoco funcional; es un objeto convencional e histórico. Para el espectador iniciado es el “he ahí” que le ha mencionado la historia –las obras de arte que existen, en su mayoría, tienen más años que cualquier hombre– son objetos trascendentes. De por sí, el clima en el cual se pueden apreciar es solemne, como para que el espectador no se confunda y piense que es algo corriente y se sienta a su nivel. El arte es, pues, una presencia excepcional. Así, ¿qué sucede cuando estamos ante la Mona Lisa en el Museo del Louvre? Por más familiar que nos resulte esa pintura, algo debe ocurrir. Por ejemplo, aunque moleste, podría ocurrírsenos recordar que ese objeto vale más que cualquier persona o, algo menos cruel, que ha pasado por las manos de los hombres más poderosos a lo largo de la historia, superando en vida a cualquier hombre sobre la tierra. Muy acertada resulta la definición de Dufrenne de la obra de arte como “cuasi – sujeto” (cf. 117). La obra es, por tanto, autoridad histórica; sin embargo, esa autoridad la debemos asumir como admiración. Es ante todo de admirar. Por muchos motivos que confluyen en el instante, en el momento de presentarse-nos, eso es lo que se llama en esta fenomenología la presencia, dialéctica entre autoridad y admiración. ¿Por qué? Porque es un objeto que algo expresa mediante la disposición formal de la materia que lo constituye. Su presencia tuvo, durante mucho tiempo, como adjetivo calificativo, ‘lo bello’ y se entiende que ese ‘bello’ del arte clásico es por la hermosura de lo representado, la naturaleza sublimada, la proporción y la simetría de los cuerpos; es poner la figura principal en el medio de la obra, y de esa forma causar admiración en el hombre. Empero el arte bello fue superado. De una u otra forma la perfección aburrió a los artistas. La simetría y la proporción aurea, que pregonaban los antiguos y que aún en el renacimiento era una categoría que definía

el arte, paulatinamente fue dejada de lado y pasó a ser una reliquia del pasado. No obstante, el arte como evento sigue teniendo presencia originaria y, si ya no causa admiración por su belleza representada, es por otras razones. Desde la segunda mitad del siglo XIX hasta ahora –no es que en ese periodo no se hicieran representaciones naturalistas, de hecho aún existe el preciosismo– el arte renunció a la belleza, renunció a la grandiosidad ostensible de la forma y proporción áurea, para alcanzar otro tipo de grandiosidad, la grandiosidad de la expresión sin más; obviamente, el artista debe tener algo singular que decir. Por su obra, demuestra que lo que expresa no tiene nada de común, debe pinchar, debe punzar el entendimiento, poner a pensar. La presencia de la obra de arte es intrigante en muchos sentidos. La presencia no agota la comprensión de la obra; de hecho, la libera, en un esplendor de sentido estético. La presencia del objeto artístico inocula la inquietud de conocer más sobre ese objeto que se libera gracias a nuestra apreciación. Es una presencia matérico formal que devela una interioridad que quiere compartirse con el espectador. La mirada de la obra es su presencia y esa mirada deja ver lo más profundo de su alma. Entonces, el espectador es perceptivo desde su conciencia y, de esa presencia, se trae datos de sentido que lo llevarán al otro nivel de la experiencia estética vital para conformar la expresión. Cuando el objeto estético se convierte en un objeto expresante para el espectador, se vuelve, también, un objeto familiar, porque empatiza al reconocer en el objeto estético una proyección de la sensibilidad humana.

4. Representación Cuando vemos El Barco de esclavos de Turner4 , pese a su figuración tan caótica, decimos que es una pintura que representa a un barco en un mar revuelto, en medio de un ocaso anaranjado. Pero también expresa algo que escaparía al espectador apenas iniciado, esto es: que Turner fue un revolucionario de la pintura, que es el pintor de la luz. Lo que representa Turner en sus obras es la naturaleza de la luz en las cosas, en territorios que se propone traducir al lienzo mediante el óleo. El espectador no tiene porqué llegar, en el primer encuentro, con la obra a esa asimilación de lo representado en su totalidad. El sentido de lo representado es algo que necesariamente debe ser contraído mediante la apreciación y la recurrencia, un ir y venir de la conciencia 4. 1840, óleo sobre lienzo, museo de Bellas Artes (Boston), Estados Unidos.

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que hace el juicio de gusto. Para el creador, lo que tiene por representar de su experiencia vital es inabarcable por su magnitud. La representación es una composición de elementos que constituyen una composición que recoge el sentimiento de lo expresado. El arte se expresa mediante lo representado. Las formas en las que está encarnado lo representado –es decir, las palabras y ritmo de unos versos, la pintura dispuesta figurativamente sobre el lienzo, el cuerpo de la bailarina danzando en el escenario o el bronce hueco de la escultura– son formatos distintos del arte, donde confluye su inminencia material y formal. Hay que ir más allá y ordenar esa materia y formas para extraer el sentido de lo representado. Hay que ir más allá de la presencia del objeto estético, más allá de sus partes y captar el todo, la duración en el tiempo y el espacio del objeto estético con todos sus accidentes. El artista representa lo que quiere narrar con su obra, le imprime su propio estilo a los temas que obsesionan su época respectiva. Por ello, la historia de la pintura fue, por muchos siglos, una constante actualización de temas clásicos por parte de los artistas, de sus estilos particulares y los de sus épocas endémicas. Por ende, es en el estilo en lo que difieren las representaciones de un mismo tema. El Cristo de Grünewald5, verdusco y famélico, expresa algo totalmente distinto al Cristo de Leonardo6, con su presencia cósmica y mística, pese a que ambas representan un mismo motivo. Lo que extrae la conciencia de cada una de ellas es distinto. La materia y los distintos elementos, como el color y la biométrica de las representaciones del Ecce Homo, dicen cosas diferentes. Por esto podemos decir, en efecto, que Grünewald representa un Cristo muy humano y Leonardo representa un Cristo sobrehumano. Y así sucesivamente podríamos revisar todas las representaciones de Cristo a lo largo de la historia y discernir estilos propios en los artistas y los cánones en los cuales estaban inmersos. El modo en el que el artista se desempeña sobre su material, la presión de su mano, la grafía, la factura y condición del movimiento dan cuenta de una inteligencia de su mano sobre el material, un modo que es solo de él y con el cual atribuye a la materia la forma y distinción de lo que pretende representar. El lienzo recoge este estilo emplazado como una membrana que recibe las vibraciones y las memoriza en información de un mundo que se trae ante sí para expresarlo como emoción particular, o sea su esencia.

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5. Reflexión

A lo largo de la historia, el arte ha necesitado justificarse. En la antigüedad y en virtud del misticismo, el arte era entendido como una aplicación de la tecnología que tenía su origen en la inspiración divina. Lo que hoy conocemos como la concentración del artista en su trabajo era, para los antiguos, el efecto de las musas en el alma del creador, quienes lograban que lo que creara fuera émulo de lo verdadero, que fuera más que una simple copia. De manera similar, en la Edad Media, por ejemplo, cuando el arte estaba estrechamente ligado al cristianismo, representaba la epifanía en el alma del artista, pero sin la esencia pagana y naturalista de los antiguos. Lo que se representaba era el cielo poblado de luz y un Dios amoroso. Esta era la biblia de los pobres a quienes, por no saber leer, la imagen les era más útil que la biblia real. La modernidad fue la que develó el problema de la justificación del arte en toda su magnitud. Hegel, quien declaró la muerte del arte, a su vez, lo dejaba como una de las formas del espíritu absoluto. ¿Qué quería decir Hegel con que el arte había muerto?7 A esto podríamos contestar que la muerte del arte es como lo ve la sociedad secularizada por efecto de las vertientes filosóficas que acuñaron justamente la modernidad, a saber: el racionalismo y el empirismo –de nada sirvieron los intentos de contención poética que ejercieron los románticos alemanes, con su ensalzamiento de la naturaleza y los valores antiguos del vitalismo panteísta–. El racionalismo, en su fase crítica, por medio de la filosofía kantiana, atiza el ímpetu de la revolución industrial. Y el campo verde en el cual crecieron los románticos entre sueños helénicos es parcelado por completo, y, mediante el paso de los años, se vuelve el albergue de fábricas emanadoras de hollín y de seres despersonalizados. Tampoco pudieron evitar la muerte del arte las obras de los prerrafaelitas, intentando reimplantar el canon de los cuatrocentistas. Entonces el arte se muere de subversión; es lo subversivo que se vuelve lo que lo divorcia de la sociedad burguesa que quiere también ideales de grandeza. Es el tiempo en el que, para la historia de la pintura, aparecen personajes tan importantes como los impresionistas y el mismo Turner, quienes, ahora, 5. 1512-1516, (tabla central del retablo de Isemheim), museo de Unterlinden, Colmar, Francia. 6. 1506-1513, óleo sobre nogal, National Gallery of London, Londres, Inglaterra. 7. Para ahondar en la cuestión de la muerte del arte véase La actualidad de lo bello de Gadamer.


De la materia a la expresión: “Los avatares de la obra de arte”

quieren representar lo profano, lo inminente del mundo. Sin embargo, no solo en la pintura se gestó esta revolución; la poesía, de la mano de Baudelaire, se volvió maldita; a la par, emergen de los ghettos de la gran ciudad los decadentes. Estos son los nuevos artistas, son como ronins, no son como los artistas del pasado que trabajaban para reyes y príncipes. Estos artistas modernos no tienen señor, son dandys tan libres como el viento, amorales y sin ningún propósito más allá de serle fiel a su propia inspiración. Lo que representan sus obras es lo que sucede en la entrega del burgués a su estilo de vida. En gran medida, los mitos fueron dejados de lado, así como los temas cristianos, para mostrarle su propio reflejo a la sociedad, como una fotografía que, por realista y cruda, la desencantaba el arte: las series de los bebedores de ajenjo, la de los bañistas a la orilla de río Sena, la de los viandantes en los populosos bulevares de París. Lo que vino después y hasta la actualidad es historia conocida, el principio del siglo XX y las vanguardias representaron la consolidación del arte emancipado.

6. Asimilación comprensiva El arte actual solo se comprende en relación con su expresividad y en que es la acción de un creador que tiene una mirada singular del mundo y la plasma en su obra. Lo que dice el artista no es lo cotidiano ni lo normal. Su mirada y su punto de vista son los que justifican su arte. Mas no siempre fue así. El arte se justificó a lo largo de los años en fuentes de convención como la religión y la cultura; sin embargo, posteriormente, para la burguesía, en medio de la secularización de la modernidad, con el racionalismo y la crítica kantiana, fue un arte huérfano, que no se identificaba con la sociedad en la cual se originaba, aunque era un arte que, de todas formas, la reflejaba; la poetizaba de cierta forma –como lo hizo Baudelaire con los lupanares parisinos, las prostitutas y los seres desahuciados–. O en las grandes novelas y relatos como los de la Comedia Humana de Balzac, que mostraban el ser y el acontecer de esa burguesía con rastros aristocráticos. Por medio de las novelas de Balzac, asistimos al origen de la sociedad de clases, donde el arte no cabía como posibilidad ecuménica de trasformación y expresión de la sensación inmediata en esta sociedad. Por ejemplo, las obras de los impresionistas fueron rechazadas por los aristócratas, quienes se ufanaban del arte del pasado y vituperaban a los artistas del presente por profanos y sin fe en el gran arte. El problema para los burgueses poderosos era que su arte endémico

no los podía mostrar tan engrandecidos como ellos se sentían. En este momento, mientras el arte está muerto para Hegel, Baumgarten creaba la estética como materia de estudio. Para la fenomenología, justamente, la muerte del arte representa su posibilidad de análisis. Si el arte ha muerto es el momento justo en que el filósofo puede alejarse lo suficiente de él para verlo en su panorama general. Con la muerte del arte, parece haber llegado su desacralización y, ahora, es explorado como cualquier objeto de investigación. Es visto por todos los lados y desde todas las miradas posibles. Del arte, se pueden identificar tendencias, sistemas, avances técnicos en la forma de asimilar la perspectiva. Los estudios con lentes y cámaras oscuras son cosas que se alcanzan a dimensionar como revoluciones estéticas, por medio del alejamiento histórico del hecho fundacional. Así, por ejemplo, está el primer pintor que supo utilizar los lentes para captar fidedignamente los múltiples matices de lo que se va a representar: Caravaggio. Según los expertos, fue uno de los que logró captar la expresión más natural de sus personajes, es decir, expresiones descuidadas. Las investigaciones de los expertos científicos teorizan sobre el uso sistemático de lentes y cámaras oscuras en varios artistas, permitiéndoles alcanzar los niveles de realismo que alcanzaron, como Vermeer, Rubens y van Dyck. En un sentido muy amplio, estas cosas ayudan a hacer más comprensible el arte. Y, mediante la innovación y las posibilidades técnicas del gran formato de la historia del arte, emergen las obras como sobresaltos, como puntos de quiebre en la historia del arte; y una vez que la historia hace tomar distancia al filósofo del arte, se va haciendo posible enunciar otros significados no advertidos antes. La representación de los mitos estuvo presente por mucho tiempo en los motivos esenciales del arte. Entonces se veía el acontecer de las obras como una epifanía divina. Se representaban entre los motivos básicos los temas cristianos y judíos, que ya de por sí representaban digamos fabulas y moralejas. Por mucho tiempo, en la cultura, las representaciones del arte estaban sobre-comprendidas8. El título de la obra evoca la moraleja como la representación de Sansón y Dalila9 . Se vuelve el arquetipo enunciador del hombre que pierde la cabeza por una mujer, de un decapitado; es también

8. Muchos temas clásicos en el arte son propios de la iconografía cristiana y cuentan con muchas versiones en los distintos formatos del arte. 9. Por ejemplo la representación de este tema de van Dyck: 1630, óleo sobre lienzo. También Rubens pintó su versión entre 1609-1610, óleo sobre lienzo, National Gallery of London.

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Juan el Bautista quien pierde la cabeza por el capricho de la malignamente pueril Salomé10.

7. Consolidación de la expresión Los planos de presencia, representación y reflexión son las etapas previas a la expresión en su totalidad. Ha pasado mucho desde que el artista imaginó una posibilidad estética, un mundo virtual cargado de motivos evocadores mediante la propia sensibilidad del artista, dispuestos de acuerdo con su estilo propio; materia dispuesta con intencionalidad, describiendo formas o la ausencia de estas. En el objeto estético y en su consolidación como obra de arte, adquiere la cualidad expresiva “el arte, pues, solo representa expresando, es decir comunicando por la magia de lo sensible, un cierto sentimiento gracias al cual lo representado puede aparecer como presente” (Dufrenne 173). Es la encarnación en la materia de un modo virtual de existencia. Solo mediante esa encarnación e in-formación del artista a la materia, que copia la esencia trascendental de las cosas y, a su vez, como en el caso de Miguel Ángel, el mármol de la escultura representaba lo impenetrable de un mundo tan real para él como la realidad (cf. Dufrenne 55). Es la forma o su ausencia lo que empieza a enunciar, a decir, a comunicar. Entre más educación estética tenga alguien, mejor puede extraer los motivos de las formas en la materia. La forma es lo que hace a la obra un ser particular, es su marca de individualidad. Si la forma que representa una obra es demasiado reproducida, pierde su calidad artística, se convierte en Kitsch, se empobrece la autonomía de su significado, se vuelve una representación popularizada que no corresponde al carácter individualizado de la obra de arte. La forma contiene los qualias, es decir, los inteligibles de la obra de arte, que son tomados y con la imaginación encastrados en un marco de comprensión de la obra. Cada quien reconoce el relato de la obra en su cabeza. Lo esencialmente comprensible de las obras es la raíz del relato, por lo que persiste en todos los espectadores una asimilación general del significado de determinada obra, aun a pesar de la variada circulación de interpretaciones que propone el arte moderno tan volátil y ecuménico. Se tienen discursos convenidos sobre la obra de Pollock, de Warhol, de Duchamp, los cuales dan cuenta de una profundidad inagotable en lo que parecen trivialidades, como si sus autores hubiesen tenido solo la intención de ser triviales. No se tiene en cuenta que lo que quisieron fue revolucionar el arte poniéndolo a reflejar lo trivial; de cierta forma,

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esto incitó a la autoconciencia del arte. Se actualiza la pregunta por lo que es o no arte. Se enuncia también que el arte no tiene responsabilidad con determinadas formas o estilos. Es una nueva declaración de principios del arte sobre las academias y un nuevo punto de inflexión en la historia del arte como la que representaron en su época los impresionistas. A pesar de que el arte se hace –por voluntad– cada vez más nebuloso e inasible, siempre va a ser una invitación a desmontar el engranaje interno de su sentido, de desarmar su mecanismo como si fuese una máquina de tracción animal. En este proceso, al artista también lo desmontan biográficamente para desentrañar sus obsesiones y poder explicar su obra. La obra, por su parte, siempre debe decir algo sobre la sociedad que la incubó y se le pide participación política e histórica, o que esclarezca conductas del hombre. Todo esto de acuerdo con la teoría desde la que se le acoja: marxismo, psicoanálisis, formalismo, estructuralismo, etc. Todas las teorías tienen algo que extraer de las obras de arte para justificarse y justificarlas. Tradicionalmente, el arte ha tenido razones que, con los años, fueron dejadas de lado: se hablaba de razón comunicativa, de razón funcional y de razón poética (Vilar 2005 108). Hoy en día, no se habla de estas razones; estas son, más bien, preceptos interiorizados que aún conviven con la experiencia estética, pero configurados en un solo concepto. Las razones comunicativas, funcional y la poética para esta fenomenología, se pueden sintetizar en expresión. La obra de arte comunica expresando. Su función es expresar y esa expresión es indefectiblemente poética. La asimilación de la expresión como esencia de la experiencia estética libera al arte de ciertas convenciones, las cuales lo obligaban a parecerse entre sí para generar tradición estética. El que el arte sea esencialmente expresivo lo libera de los conceptos que buscaban generalizar las obras como si fuesen las ovejas de un rebaño histórico; reivindica el carácter inminentemente emocional del arte, la realidad de que solo existe para ser apreciado y no tiene función alguna fuera de ella. Nadie, cuando llega a la casa de un amigo, pregunta para qué son esas cosas colgadas en la pared, ¿acaso están cubriendo una mancha o un hueco en el muro? La función es expresar en el ambiente mediante su colorido y conformación, amenizar el lugar. Haciendo referencia a como Gombrich ve las cosas, de la simple representación a la expresión lograda 10. Por ejemplo la versión de Carlo Dolci: 1665-1670, óleo sobre lienzo, Windsor Palace. O la de Caravaggio de 1609, pintura al óleo, Palacio Real de Madrid.


De la materia a la expresión: “Los avatares de la obra de arte”

de toda obra de arte hay un trecho, una brecha que solo se puede salvar mediante la reflexión, el trabajo de la imaginación para abrir puertas aún vedadas de nuestro entendimiento (cf. 1997 304-307). El arte y la imaginación forjan llaves maestras que abren sensitivamente al espectador para acoger la expresión. En estas nuevas estancias de la comprensión, el entender queda de lado y el ánimo se dispone a sentir la obra de arte, a dejarse llevar por el motor de su inminencia. Es, el movimiento sensible que propone el arte, lo que desata su expresión; es por lo que la obra sigue viva en nosotros, aun cuando el objeto no esté allí. Las llaves maestras de las que habla Gombrich son el efecto de la experiencia estética y, de esa manera, la obra abre un mundo al espectador, una posibilidad de ser. De ahí la importancia del estilo, la visión y el genio del artista, y la preponderancia en el arte moderno de la originalidad. En el cine, por ejemplo, triunfan las obras que narran mundos posibles diferentes al humano. El concepto de lo raro en el arte contemporáneo ha tendido a punzar el intelecto del observador, lo que por agudo exige de reflexión. El artista abre, mediante la materia informada que crea, una suerte de portal hacia el motivo que lo obsesiona; tal como Gombrich también señala en la obra del pintor inglés Constable (cf. 320-329). Los paisajes de Constable, el clima bucólico y pastoril. De eso es de lo que está prendada el alma del artista; es su sueño recurrente, el arte es soñar lúcidamente. Constable guardaba su lugar ideal en el alma, el olor de los leños viscosos, el molino de su padre, el traqueteo que este emitía en su acción, la campiña verde y sombreada a la distancia. Era un pintor realista y pasó mucho tiempo formándose, estudiando a los maestros y desentrañando la forma en que lograban copiar de la realidad los árboles, las rocas, las cabañas de los molineros. El ser de todo eso es su familiaridad, la forma en la que se hace sensación y portal a la realidad de escena. A Constable su pintura realista lo transportaba a su infancia y en este sentido se convierte en un sentimiento general, el de una sociedad en plena revolución industrial en tensión con una infancia en el campo. El arte de Constable es la añoranza al estilo de los románticos. Así el arte acaba cumpliendo su promesa expresiva e inminentemente sensible.

Bibliografía Dufrenne, M. Fenomenología de la experiencia estética. Vol. 1. Valencia: Editorial Fernando Torres, 1982. Gadamer, H. G. La actualidad de lo bello: El arte como juego, símbolo y fiesta. Barcelona: Paidós, 1998. Gombrich. E. H. Arte e Ilusión. Madrid: Debate, 1997. Souriau, E. La correspondencia de las artes. Elementos de estética comparada. México D.F: Fondo de Cultura Económica, 1965. Vilar, G. Las razones del arte. Madrid: Machado, 2005.

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Cuerpos humillados. Un anรกlisis entre la heteronormatividad colombiana y el deseo de autorrealizaciรณn de las personas LGBTI


ilustraciรณn || Mariana Vargas

Elizabeth Palacio Giraldo liza226@hotmail.com Universidad de Antioquia


Palabras clave dignidad humillación LGBTI reconocimiento respeto Keywords dignity humiliation LGBTI recognition respect

Resumen El presente escrito analiza, desde una perspectiva filosófica, la naturaleza de las reclamaciones que estaban al fondo de la exigencia de legalización del matrimonio igualitario en Colombia. Se muestra que la demanda interpuesta por la comunidad LGBTI en pro de la concesión de tal derecho no se restringía a la igualdad jurídica, aunque la implicaba. La exigencia que estaba en la base de este reclamo era el respeto y el reconocimiento de su dignidad como personas, de su autonomía e identidad. El derecho al matrimonio igualitario se ha concedido, pero no por ello se suplen estas exigencias y se acaba la discriminación que buena parte de la sociedad ejerce sobre estas minorías. ¿Qué hay detrás de ese rechazo?, ¿por qué la concesión de derechos no es condición suficiente para llevar una vida digna y sin humillaciones?, ¿qué requisitos se necesitan para que una vida prospere y sea digna de ser vivida?, y ¿cuáles de ellos les han sido y le siguen siendo negados a las personas homosexuales, bisexuales y transgénero por esta misma condición? Intentar dar respuesta a estos interrogantes es la pretensión que se traza en este trabajo.

Abstract This text analyses the nature of the claims which were the base of demands for marriage equality in Colombia from a philosophical perspective. We show that the demands presented by the LGBTI community in favor of the proposition of such a right did not restrict judicial equality despite its implicated. The demands which were at the base of this grievance were the respect and recognition for their dignity as human beings, their autonomy and their identity. The right to equal marriage has been granted but this has not fulfilled these demands nor has it ended the discrimination exerted by the large part of society towards these people. What is there behind this right? Why is the granting of such rights not a sufficient condition in order to deliver a life with dignity and without humiliation? Which requirements are necessary for a prosperous and decent life? And which of these have been and continue to be denied to homosexual, bisexual and transgender people? The focus of this work is to respond to these questions.


Cuerpos humillados. Un análisis entre la heteronormatividad colombiana y el deseo de autorrealización de las personas LGBTI

Lo que limita quién soy yo es el límite del cuerpo, pero el límite de mi cuerpo nunca me pertenece plenamente a mí. La supervivencia depende menos del límite establecido al yo, que de la socialidad constitutiva del cuerpo. Judith Butler, 2010

Introducción Desde el 28 de abril de 2016, en Colombia, es válido el matrimonio igualitario1. Tras promulgar la sentencia SU-214/16, Colombia se convirtió en el cuarto país en Latinoamérica (después de Brasil, Argentina y Uruguay) que avala la heterogeneidad de los vínculos maritales, otorgando la calidad de familias y de cónyuges a las parejas del mismo sexo con todas las consecuencias jurídicas que tal condición implica. La consecución de tal derecho para las personas con una orientación distinta a la heterosexual es fruto de innumerables luchas jurídicas interpuestas, en su mayoría, por personas pertenecientes a la comunidad LGBTI a lo largo de la última década. Si bien, desde el 2007, la Corte Constitucional Colombiana promulgó paulatinamente una serie de sentencias a favor de la protección jurídica de las parejas del mismo sexo2, el derecho a realizar un contrato matrimonial era lo único que reconocía la igualdad de toda unión conyugal –independientemente de las personas que conformaran dicho nexo–. Aun así, la corte concedió a las parejas homosexuales las mismas garantías jurídicas que el Estado colombiano otorgaba a las parejas heterosexual, quienes deseaban construir un proyecto de vida aunado y amparado ante la ley. El fallo está dado, las personas homosexuales ya tienen, en nuestro país, la opción de contraer nupcias civiles, logro bastante importante en la legislación colombiana. No obstante, vale hacerse ciertas preguntas que, al menos para una buena parte de la sociedad, no quedan del todo claras, pues ni siquiera se las han planteado: ¿qué había detrás de este reclamo?, ¿acaso se limitaba el reconocimiento igualitario ante la ley de las parejas del mismo sexo frente a las heterosexuales?, ¿era exclusivamente el tener la posibilidad de gozar de los derechos que otorga el contrato matrimonial la exigencia que estaba de base en el reclamo interpuesto por la comunidad LGBTI? Por supuesto, la respuesta a todos estos interrogantes es negativa, o afirmativa, solo de forma parcial. Aunque el derecho a la igualdad de condiciones era el reclamo formal que se imponía al Estado, lo que estaba al fondo de las reclamaciones interpuestas por parte de las minorías homosexuales

era la exigencia legítima que puede interponer todo ciudadano colombiano al que se le respete y proteja su dignidad, su autonomía e identidad. Esto se puso de manifiesto una y otra vez en todas las intervenciones a favor del matrimonio igualitario, durante la Audiencia Pública del pasado 28 de abril3. Marcela Sánchez, directora de Colombia Diversa, puso el reclamo en los siguientes términos: Se dice que el matrimonio es la expresión, validación y legitimación pública de un compromiso personal de dos personas. Por consiguiente, restringir el acceso de las parejas del mismo sexo a ese espacio público compartido y valorado tan positivamente, no es un mero asunto de déficit de derechos (que ya lo es) sino que involucra una forma específica de violencia mediante la cual se excluye a una población de un espacio público considerado superior en jerarquía. Estar fuera de este espacio genera humillaciones sociales, personales y avergüenza a quienes no les dejan acceder a ese privilegio. (Sánchez 2016 4)

La demanda que interpuso la comunidad LGBTI en pro de la concesión del derecho a contraer matrimonio no se restringía a la igualdad jurídica, aunque la implicaba. La negación de tal derecho daba cuenta de un menoscabo profundo de la identidad de estas personas, no solo a nivel social, sino también estatal; esto a raíz de que tal derecho era negado por su condición homosexual, condición que es un rasgo constitutivo y definitorio de su identidad. Así, al tiempo que se les otorgaba un trato jurídico diferencial, a dichas personas se les estaba negando y vulnerando el derecho a 1. La declaración de este derecho la hace la Corte Constitucional Colombiana por medio de la sentencia SU-214/16. Entre las consideraciones que allí hacen, se encuentra la siguiente: “la Corte decidió que los principios de la dignidad humana, la libertad individual y la igualdad implican que todo ser humano pueda contraer matrimonio civil, acorde con su orientación sexual (método de interpretación sistemático). Consideró que celebrar un contrato civil de matrimonio entre parejas del mismo sexo es una manera legítima y válida de materializar los principios y valores constitucionales y una forma de asegurar el goce efectivo del derecho a la dignidad humana, la libertad individual y la igualdad, sin importar cuál sea su orientación sexual o identidad de género”. Dicha sentencia es radicalmente distinta de la sentencia C-577 de 2011, en la que se establecía una figura contractual diferente al matrimonio para las personas del mismo sexo, la cual, más allá de promover la igualdad de derechos entre los ciudadanos colombianos, seguía ampliando la brecha de la inequidad. 2. Entre ellas se encuentra: (I) C-075 de 2007: concede la sustitución y repartición de bienes en caso de muerte o separación, (II) C-811 de 2007: concede el acceso al sistema de seguridad social en salud, (III) C-336 de 2008: concede el derecho a la sustitución pensional, (IV) C-798 de 2008: concede el deber y respectivo derecho de alimentos entre compañeros, (V) C-283 de 2011: concede el derecho a la porción conyugal y (VI) C-238 de 2012: concede la posibilidad de heredar. 3. Todas las intervenciones realizadas por los demandantes junto con su grabación se pueden encontrar en la página de Colombia Diversa, concretamente en el siguiente link: http://www.colombia-diversa.org/p/ matrimonio-igualitario_45.html

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llevar una vida digna, pues esta tiene como condición básica de realización que al individuo se le permita vivir libremente de acuerdo con las preferencias propias, sin humillaciones ni discriminaciones de ningún tipo4. De ahí que exista una tensión intrínseca entre los derechos civiles y los derechos humanos fundamentales; negar los primeros impide, en la mayoría de los casos, la protección efectiva de los segundos; con ello, se da lugar a que la dignidad –bien moral que ha de protegerse jurídicamente– se ponga en riesgo. Todo esto nos deja entrever la dimensión del reclamo que estaba en juego: era, en efecto, una exigencia de igualdad jurídica a la que se apelaba, mas, lo que estaba de base en dicha reclamación no era otra cosa que la vulneración física y moral a la que estaban siendo sometidas las parejas del mismo sexo, al impedírseles tomar una opción legítima de vida, el matrimonio, por razón exclusiva de su orientación sexual. Nos interesa analizar más a fondo y desde una perspectiva filosófica la naturaleza de este reclamo. Que el derecho al matrimonio igualitario se haya concedido ¿acaba la discriminación ejercida por buena parte de la sociedad a estas minorías? ¿Qué hay detrás de ese rechazo? ¿Es el respeto a los derechos propios condición suficiente para llevar una vida digna y sin humillaciones? ¿Qué requisitos se necesitan para que una vida prospere y sea digna de vivirse y cuáles de ellos les han sido y le siguen siendo negados a las personas homosexuales, bisexuales y transgénero por esta misma condición? Para llevar a cabo el propósito general de este trabajo y responder a los anteriores interrogantes, consideramos indispensable realizar, en primer lugar, un análisis ontológico de la corporeidad humana, que intente responder de otra manera a la pregunta ya planteada siglos atrás por Baruch Spinoza: “¿qué puede el cuerpo?” (2000 129) o, cuando menos, que dé cuenta de la estructura y de los rasgos fundamentales de la vida que encarna el hombre. Tal análisis ha de estar ligado a una consideración sobre el concepto de dignidad que trascienda, por tanto, el plano abstracto de las ideas y se sitúe en uno más histórico, más concreto y real. Una vez hecho esto, se podrán analizar, con mayor propiedad, las formas como se ha menoscabado la dignidad de las personas LGBTI, el origen de ese menoscabo y las secuelas que en ellas deja o ha dejado. Todo este análisis pondrá, finalmente, de manifiesto las exigencias que se precisan suplir para salvaguardar la dignidad de las personas en cuestión o, cuando menos, para contribuir, dentro de lo que es posible, a su restauración.

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La dignidad de los cuerpos precarios Son diversos los ámbitos desde los cuales se puede entender el concepto de ‘dignidad humana’. Desde el saber popular, por ejemplo, se concibe como una cualidad que le es propia a cada hombre por el solo hecho de ser tal. Esta definición no dista mucho de la que se plantea en el plano de la moral; aunque allí toma ciertos matices. Ciertamente, desde esta perspectiva, la dignidad ya no es vista como una cualidad más del ser humano, sino como la cualidad primaria, como el predicado ontológico más relevante y distintivo de la persona humana5 (cf. Cofré 2004). La noción moral de dignidad está aunada de forma indisoluble a la idea de humanidad, mas, ¿qué hace digno a lo humano de la noción de dignidad? Se dirá: “el hecho de ser humano”; entonces, la pregunta es otra: ¿qué tiene de singular el ser humano para atribuirle solo a él tal noción? Desde la moral religiosa propia del cristianismo, la respuesta a este interrogante emana de la relación hombre-Dios: en tanto hijos suyos y portadores de un alma inmortal, los hombres son dignos y merecedores de que tal dignidad se les respete. Por su parte, desde un punto de vista estrictamente moral, se considera que el hombre es digno y merecedor de respeto porque es un fin en sí mismo, porque es libre y, en esa medida, capaz de auto-determinarse –punto de vista kantiano–; visto desde otro plano, porque es un ser abierto al porvenir, el cual siempre tiene la posibilidad de direccionar su vida de una manera virtuosa, aun si hasta entonces no lo ha hecho (cf. Margalit 2010). Ahora bien, el sentido o alcance que adquiere la noción de dignidad en el plano de la moral, aun teniendo como fundamento la misma significación básica (cualidad intrínseca de todo ser humano), puede ser múltiple y radicalmente opuesto. Las perspectivas que, en este punto, se contraponen principalmente son dos: una moral autárquica o del mundo interno frente a una moral social o del reconocimiento. La primera, cuyos máximos exponentes son el estoicismo y la religión judeo-cristiana, concibe la digni4. En la sentencia T-881 de 2002, La Corte Constitucional Colombiana entiende la expresión ‘dignidad humana’, como objeto concreto de protección; de tres maneras: “(I) como autonomía o como posibilidad de diseñar un plan de vital y de determinarse según como se quiera (vivir como se quiera). (II) […] como ciertas condiciones materiales concretas de existencia (vivir bien). Y (III) como intangibilidad de los bienes no patrimoniales, integridad física e integridad moral (vivir sin humillaciones)”. 5. Cabe hacer la salvedad, puesto que ya en ámbito jurídico empieza a tomar fuerza la categoría de ‘persona no humana’, con la cual se intenta proteger legalmente a ciertas especies que poseen un alto grado de inteligencia


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dad como un bien que solo puede dañar el individuo mismo. El concepto base del estoicismo para asumir esta posición es el de autarquía. Esta se define, grosso modo, como la independencia que puede tomar un individuo respecto a su condicionamiento exterior. En palabras de Avishai Margalit, los estoicos opinan que “las condiciones ambientales son una cuestión de fortuna (moral), y [que] la autonomía de una persona no puede juzgarse en materias sobre las cuales no tenemos control” (2010 30). De ahí que, desde esta postura, incluso un esclavo pueda llevar una vida digna, ya que, en tanto agente moral, este puede gozar de una amplia autonomía espiritual que ni siquiera su opresor podrá arrebatarle; únicamente la perderá si permite que los impulsos, el placer o la causalidad natural a la que lo impele el mundo externo lo lleven a tomar por bueno lo que solo tiene un valor aparente. Por otro lado, los fundamentos cristianos, a partir de los cuales tiene lugar esta visión trascendente e intangible de la dignidad, son los valores de la obediencia y la humildad. Para el cristiano ferviente, un trato humillante no fractura en modo alguno su dignidad, siempre y cuando actúe en concordancia con lo que le prescribe su religión. Antes bien, toma esa experiencia como una prueba formativa para ser más humilde y se resigna ante ella, pues cree que esos son los designios de su Dios. Partiendo de estos enfoques morales, a la dignidad se le atribuyen las categorías de ‘inviolable’ e ‘intangible’, puesto que solo las elecciones propias pueden llegar a transgredirla; la dignidad se convierte en un bien intocable, al menos por terceros, hagan estos lo que hagan. En contraposición a esta visión trascendental y solipsista de la dignidad, se alza otra que la sitúa en el plano de lo material y que reconoce su alto grado de vulnerabilidad, así como el papel que juegan los otros tanto en la concretización de su cuidado como en su menoscabo. Esta es la concepción de dignidad que adopta el Derecho, pero también la que expone la teoría social o la moral del reconocimiento que parte de Friedrich Hegel y se amplía en el pensamiento de Axel Honneth. Desde aquí, la dignidad se comprende por vía negativa, es decir, a partir de sus condicionamientos concretos y de las múltiples formas de denegación que se le imponen. Se parte de la idea hegeliana de que la realización plena de una autoconciencia depende del reconocimiento y trato intersubjetivo que se le conceda. Bien apunta Honneth: La posibilidad de obtener […] una autoconfirmación ética la proporciona una relación de reconocimiento recíproco

en la que el ego y el alter se encuentren en un horizonte de valores y objetivos que advierten a ambos la irrenunciable importancia que las propias capacidades y actividades tienen para el otro. (2010 29)

De ahí que, desde esta perspectiva filosófica, ya no se entienda la dignidad como un bien ‘intangible’ o ‘inviolable’, o como algo que solo puede trasgredir el yo, sino más bien como una cualidad que únicamente tiene lugar dentro del marco espacio-temporal y social propio de la vida de los hombres. Esta visión material de la dignidad parte de dos premisas ontológicas básicas y fundamentales: que la vida humana, como toda vida, es corpórea, y que el hombre es, ante todo, un ser relacional. ¿Qué implica encarnar un cuerpo, que estar expuestos indisolublemente a los otros? La vida es, en efecto, una cualidad que está intrínsecamente ligada al cuerpo: no hay vida sin cuerpo, aunque bien puede haber cuerpos sin fuerza vital alguna. Ahora bien, el cuerpo humano es endeble y vulnerable, y la vida que encarna, finita6. Es, por tanto, un cuerpo potencialmente ‘dañable’; pero tal ‘dañabilidad’ no es deudora, exclusivamente, de esa condición ontológica precaria. En tanto anclado y dependiente de otros cuerpos, su vida trascurre entre el cuidado y la desprotección; siempre estará, en cierto sentido, a su fortuna o a su pesar, a merced de los otros. Esta vulnerabilidad propia de la corporeidad humana, aunada y potenciada con la que el contexto social le impone, es lo que la filósofa estadounidense Judith Butler recopila bajo la noción de ontología social. Concordamos con ella cuando afirma que: No es posible definir primero la ontología del cuerpo y referirnos después a las significaciones sociales que asume el cuerpo. […] Ser un cuerpo es estar expuesto a un modelado y a una forma de carácter social, y eso es lo que hace que la ontología del cuerpo sea una ontología social. (Butler 2010 15)

La ontología del cuerpo no está, como se tiende a pensar, al margen de la realidad social de los individuos. La condición ontológica del cuerpo humano y las 6. Es también la expresión concreta del estado psíquico del hombre y de todo un cúmulo de experiencias vividas. De ahí la distinción alemana entre cuerpo objetual (Körper) y cuerpo vivido (Leib). El cuerpo humano no se reduce a su esfera orgánica o meramente física (Körper); si bien es esto, es también un cuerpo experienciado en primera persona, un cuerpo sintiente, psíquico o emocional, un cuerpo, en suma, propiamente vivido (Leib). Decir cuerpo humano, teniendo lo anterior como base, no es pues algo radicalmente distinto a decir vida humana. El hombre lleva una vida psíquica encarnada; su cuerpo es, ante todo, como anota Margalit (2010) retomando a Wittgenstein, “un cuerpo que expresa un alma” (84).

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condiciones sociales donde este se despliega son realidades conexas e indisolubles. Butler deja esto claro al señalar el carácter dual de uno de sus rasgos más definitorios: la precariedad (precariousness), entendida asimismo, pero también como precaridad (precarity) (2010). La primera (precariousness) tiene un sentido existencial y hace referencia a la condición ontológica de todo ser humano: somos seres frágiles, finitos y siempre estamos expuestos a lo(s) otro(s)7; la dependencia de ellos es irrevocable y de esta interacción continua cabe, aunque no exclusivamente, la posibilidad de ser dañados. Por su parte, la segunda (precarity) tiene una connotación política y social; ella alude a la condición de vulnerabilidad, deliberadamente inducida, en la que se encuentran individuos, grupos y naciones enteras por falta de auxilio, protección y reconocimiento. Los cuerpos que encarnan las personas LGBTI han sido, por mucho tiempo, política y socialmente inducidos a este segundo tipo de precariedad. Por llevar una orientación distinta a la heterosexual, han sido víctimas de innumerables flagelos, de múltiples discriminaciones y tratos humillantes. Su dignidad, entendida desde la perspectiva de la moral del reconocimiento, ha sido altamente resquebrajada; el hecho de que hasta hace muy poco les estuviera vedada la posibilidad de contraer matrimonio da muestra de ello. El Estado colombiano ha sido uno de los entes que ha contribuido a potenciar la precariedad de estas personas, junto con una amplia población de nuestra sociedad. Pareciera que para nuestros entes gubernamentales no todos los ciudadanos cuentan como ciudadanos, y, asimismo, pareciera que para buena parte de la sociedad no todos los seres humanos cuentan como humanos. ¿Qué da lugar a este trato diferencial entre seres humanos y cuáles son las consecuencias que deja en aquellos que quedan excluidos de la categoría de humanidad?

Vidas humilladas: entre la norma y el deseo de autorrealización La heterosexualidad ha sido tomada por muchas sociedades como el único modelo de vida digno de respeto y valoración8; ella se convierte en estas comunidades tanto en el patrón como en la norma. Esta normatividad sexual viene dada, entre otras razones, por las significaciones sociales con las que se ha revestido el hecho de nacer encarnado en la figura de un hombre o de una mujer. Como ya se anotó, todo ser humano existe en y como un cuerpo, no obstante, cabe ser toda-

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vía más precisos: el ser humano existe encarnando un cuerpo singularmente sexuado. En el imaginario colectivo, se encuentra fuertemente arraigada la idea según la cual el hecho de nacer con uno u otro sexo otorga per se un destino natural: si se nace encarnando un cuerpo femenino –se piensa–, entonces, la libertad de acción de esta persona se limitará a ciertas actividades, entre ellas, la de entablar una relación afectiva con una persona del sexo opuesto. El razonamiento es el mismo para una persona que nace encarnando una corporalidad masculina. Esta visión naturalista y/o esencialista de la orientación sexual, que no por ello deja de ser una construcción social, hace que otras formas de vida, distintas a la ya señalada, caigan en el desprestigio, en el estigma y la desvaloración social. Hombres y mujeres homosexuales, intersexuales o transgénero, [e]n razón de una cualidad irrenunciable de su persona o de la decisión personal sobre la dirección que libremente quieren darle a su vida, son tratadas en desmedro de sus derechos por el simple hecho de ser diferentes de un patrón social arbitrario. (Fajardo 2005 17-18)

Butler (2010), con la noción de marco, y Marta Nussbaum (2006), con el concepto de lo normal, nos ayudan a pensar las raíces de estas formas sociales de discriminación. El hecho de pertenecer a una determinada cultura o grupo social sitúa a la persona dentro de ciertos márgenes (marcos) de ‘reconocibilidad’ que delimitan su campo de percepción; esto hace que, a ciertas vidas, se les incluya bajo la categoría de sujetos o seres humanos, mientras que a otras ni siquiera se las tome como vidas. Lo que da lugar a este reconocimiento selectivo son un sin número de normas sociales, de imaginarios o formas interpretación de lo real que se construyen histórica y culturalmente. Incluir la homosexualidad dentro de los márgenes de ‘reconocibilidad’ que predominan en nuestra sociedad ha sido un proceso largo y todavía inacabado. Al concebir la heterosexualidad como lo natural y nor7. Cabe aquí hacer la siguiente aclaración: la exposición ante los otros toma también un doble sentido. En efecto, ella nos abre la posibilidad de ser dañados, al tiempo que da lugar al enriquecimiento propio, al goce y, lo que es todavía más fundamental, a la construcción de la propia subjetividad. Bien apunta Butler: “el hecho mismo de estar estrechamente relacionados con los demás establece la posibilidad de ser sojuzgados y explotados […]. Pero también establece la posibilidad de sentir alivio en el sufrimiento, de conocer la justicia e incluso el amor” (2010 93-94). 8. En muchos países del mundo la homosexualidad es un delito. En Uganda, por ejemplo, se está debatiendo un proyecto de ley ‘antihomosexual’, el cual, en caso de ser aprobado, obligaría al Estado a castigar con la pena de muerte a toda persona que realice actos homosexuales.


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mal, se ha invisibilizado y discriminado ampliamente a quienes no se identifican con esa forma de vida. En nuestro país, la homosexualidad, en particular, fue vista por mucho tiempo como una aberración, como una perversión moral y patológica que era preciso erradicar, puesto que iba en contra de la naturaleza misma. Si bien desde junio de 1980 esta dejó de ser una conducta punible, en las siguientes décadas, la sociedad y el Estado mismo continuaron condenando de múltiples maneras a las personas con esta orientación. En la actualidad, se han dado logros importantes en materia de derechos e inclusión, pero el eco de esa visión conservadora, sexista y dogmática de años atrás sigue surtiendo efecto. Nussbaum muestra con acierto cómo la noción de lo normal, tan arraigada en las sociedades actuales, segrega y estigmatiza individuos y poblaciones enteras. De acuerdo con ella, en la noción de lo normal confluyen dos ideas bien distintas que se entrelazan entre sí: [p]or un lado, […] lo normal es lo usual, lo que la mayoría de las personas son o hacen. Lo opuesto a lo normal, en ese sentido, es lo “inusual”. Por otro lado, […] lo normal es lo correcto. Lo opuesto a lo “normal”, en este sentido, es “inapropiado”, “malo”, “deshonroso”. (2006 225)

Cuando a una persona se le impone la categoría de anormal bajo la normatividad de lo normal, se le deja de reconocer como tal y se abre paso, con ello, a una –por supuesto, solo aparente– legitimación del daño. La homosexualidad en Colombia ha sido vista, precisamente, más que como algo ‘inusual’, como una forma de vida ‘anormal’, ‘mala’ e ‘ignominiosa’. Una de las consecuencias de esta visión normativista, tradicionalista y discriminatoria fue el hecho, que termina solo hace muy poco –al menos en el plano jurídico–, de no reconocer los vínculos afectivos de las personas LGBTI bajo la categoría de familia. Lo que se ha entendido tradicionalmente por ‘familia’ es la unión libre de un hombre, una mujer, y los hijos que resulten de dicho vínculo9. Es, como anota el historiador Walter Bustamante, una visión heterosexual, monogámica y normativista de la familia, a la cual se le adscribe una función clara, la reproducción, entendida esta de dos maneras: reproducción de la especie y reproducción de roles de hombres como padres proveedores del sustento y roles de mujeres como madres y cuidadoras del hogar. Puesto que la homosexualidad rompe con el estatus quo que impone esta heteronormatividad, las reacciones de desconcierto y rechazo ante este modo de asumir la propia vida, a lo largo de décadas, no se han hecho esperar.

El hecho de que se haya instaurado esta visión unidimensional del ser humano a nivel sexual ha generado que prácticas deshumanizadoras, como la humillación, el desprecio y la estigmatización, se ensañen contra las personas LGBTI; incluso, ha llevado a que dichas prácticas sean avaladas socialmente como algo ‘normal’ y ‘necesario’. En el trabajo, en las escuelas, en los establecimientos públicos, etc., muchas personas han sido y siguen siendo discriminadas por su homosexualidad; se les avergüenza, se les aparta, se les trata con palabras obscenas e incluso se les llega a agredir físicamente. En estas personas, la precariedad de la que hablábamos anteriormente se ve altamente potenciada por una precaridad inducida tanto estatal como socialmente. Esto se ejemplificaba bien hasta hace muy poco, cuando aún no se les había concedido a las personas LGBTI el derecho a contraer matrimonio. Había, en ese hecho, un rechazo tanto estatal como social, al tiempo que un menoscabo de su autonomía e identidad. De ahí que el proyecto de ley que dio lugar al matrimonio igualitario fuera, en el fondo, una reclamación por la protección y el respeto de la dignidad de las personas homosexuales; más que un derecho civil, lo que se les estaba negando –legalmente– era una serie de derechos fundamentales como lo son el respeto a la integridad física y psíquica de toda persona, y el desarrollo libre y autónomo de la personalidad. Hay, pues, “una tensión dialéctica entre los derechos humanos y los derechos civiles10 establecidos” (Habermas 2010 19) en una sociedad. Negar los segundos conlleva, muchas veces, a la negación cabal de los primeros; sin embargo, su reconocimiento no da lugar necesariamente a la realización efectiva de lo que propenden los derechos humanos fundamentales. En efecto, el respeto a la dignidad de toda persona es la promesa moral por excelencia que el derecho intenta hacer real; no obstante, la concesión de los derechos no es condición suficiente para ese respeto cabal de la misma. Esto porque, como anota Habermas: “los derechos humanos se circunscriben de manera precisa solo a aquella parte de la moral que puede ser traducida al ámbito de la ley coercitiva y transformarse en una realidad política mediante la fórmula robusta de derechos civiles efectivos” (2010 11).

9. En el artículo 42 de la Constitución Política de Colombia de 1991 (2016) se señala: “La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” (p. 18). 10. Los Derechos Humanos fundamentales son aquellos derechos inherentes a toda persona sin importar su raza, sexo, credo o nacionalidad; por su parte, los derechos civiles son aquellos derechos que se reconocen constitucionalmente en cada nación.

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En ello estriba la dificultad de lograr una protección cabal de la dignidad humana por vía legal. Aunque no todos los deberes morales logran tener un estatus jurídico, casi todos ellos son esenciales para que una persona pueda llevar una vida digna. La exigencia del cumplimiento de un deber jurídico no cambia necesariamente la actitud de una persona frente a un hecho determinado y no lo convierte en un sujeto capaz de responder moralmente ante el mismo. De ahí que una vida sin humillaciones y autónomamente asumida no dependa exclusivamente de los derechos, se necesitan, además, respeto y valoración social para su logro. Si bien ya es un hecho el reconocimiento jurídico del matrimonio igualitario, no por ello las vidas individuales y en común que llevan las personas LGBTI son genuinamente protegidas y respetadas. Ni siquiera puede decirse con dicho fallo que el Estado colombiano es un ente neutral que reconoce la igualdad jurídica de todos sus ciudadanos. Fue realmente poco lo que hizo el Congreso de la República en pro de la concesión de derechos a estas minorías11. Carecemos bastante de lo que Avishai Margalit define como una Sociedad decente (2010); en sus términos, esta es una sociedad “que combate las condiciones que justifican que quienes forman parte de ella se consideren humillados. […] es decente si sus instituciones no actúan de manera que las personas sujetas a su autoridad crean tener razones para sentirse humilladas” (Margalit 2010 22). Ni el Estado ni la sociedad misma ha logrado esto por completo. Y es que el hecho de impedirle a una persona expresar su humanidad a través de la homosexualidad, transexualidad o bisexualidad, y de apostar por un proyecto de vida aunado con otra persona de su mismo sexo, constituye de facto una humillación: es coartarle su autonomía, su libertad, o lo que es lo mismo, la posibilidad de autorealizarse. La homosexualidad, como señala Simone de Beauvoir: No es ni una perversión deliberada ni una maldición fatal. Es una actitud elegida en situación, es decir, a la vez motivada y libremente adoptada. […]. Como todas las actitudes humanas, irá acompaña de comedias, desequilibrios, fracasos, mentiras, o bien, por el contrario, será fuente de experiencias fecundas, según sea vivida de mala fe, en la pereza e inautenticidad, o en la lucidez, la generosidad y la libertad (1999 365).

El sesgo cultural que todavía se tiene hacia estas personas ha impedido, con frecuencia –y lo sigue haciendo–, que en sus vidas esa multiplicidad de experiencias de las que habla Beauvoir tengan lugar. En sus

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cuerpos, y en sus formas de asumir la existencia, la estigmatización y el prejuicio se han asentado. Estos actúan como “etiqueta(s) que les hace parecer menos humanos, […] [o como] gravemente imperfectos” (Margalit 2010 91). Hay, dentro de la sociedad, un marcado rechazo a ciertas maneras de asumir la humanidad que lleva, a quienes así la vivencian, hacia la exclusión de la misma. La homosexualidad, como hemos anotado, es una de ellas. Cuando se excluye a una persona de la comunidad humana en virtud de un rasgo definitorio de su identidad –como sucede con la homosexualidad en una persona homosexual–, se le humilla y, por ende, se le trata como infrahumana. En efecto, la humillación es una práctica deshumanizadora que, en cuanto tal, presupone la humanidad del humillado. Es el acto de tratar a la persona como si no fuera humana, pero sabiendo, al mismo tiempo, aunque del modo más básico, su valor humano intrínseco. Rechazar a una persona mediante actos humillantes es, por tanto, “rechazar el modo como ésta se expresa a sí mismo como humano” (Margalit 2010 119). De ahí que en el acto de humillar haya un ataque y daño directo a la dignidad del humillado, y que esta forma de trasgresión de la dignidad constituya, de forma paralela, una ofensa y una lesión moral para el mismo: hay en dicho acto un desprecio intencional y una negación del respeto que la persona merece, todo lo cual da lugar a que el amor y la autodefinición que el sujeto tiene de sí mismo se vea ampliamente quebrantado. Honneth explica las secuelas que deja en el individuo esta deshumanización que trae consigo la humillación, deshumanización que, como vimos, no tiene lugar por una incapacidad del humillador de ver en el otro su humanidad, sino, más bien, por la falta de respeto y reconocimiento de su alteridad (1992). Lo que se fractura en el sujeto humillado son sus formas básicas de autorreferencia12, como lo son: (i) la confianza en sí mismo, (ii) el respeto hacia sí mismo y (iii) el sentimiento de valor de sí.

11. Tras derogar varios proyectos de ley en favor de la concesión de derechos a las personas LGBTI, en el 2011, la Corte Constitucional Colombiana le dio un plazo de dos años al Congreso de la República para que legislara una serie de derechos que le brindaran mayor protección jurídica a la comunidad LGBTI. Pasados los dos años, el Congreso de la República no se pronunció al respecto. La Corte Constitucional ha sido (casi) el único ente estatal que se ha mostrado a favor de estas minorías; a lo largo de más de diez años ha aunado esfuerzos para el reconocimiento y la protección de sus derechos. 12. Por esta se entiende aquella “conciencia o sentimiento que las personas tienen de sí mismas respecto a las capacidades y derechos que le corresponder” (Honneth 1998 28).


Cuerpos humillados. Un análisis entre la heteronormatividad colombiana y el deseo de autorrealización de las personas LGBTI

El menoscabo del primer modo de autorreferencia es producto de “aquellas formas de maltrato practicado en la que a las personas le son retiradas por la fuerza todas las posibilidades de libre disposición sobre su cuerpo” (Honneth 1992 81); este tipo de maltrato da lugar a una especie de muerte psíquica, puesto que afecta directamente la comprensión que la persona tiene de sí. El quebranto de la segunda forma de autoafirmación tiene lugar cuando al sujeto se le deja “estructuralmente excluido de la posesión de determinados derechos en la sociedad” (Honneth 1992 81). Aquí hay una devaluación por parte de los otros de la propia valía de la persona como sujeto moral, lo cual representa para él, a su vez, una especie de muerte social. Finalmente, la tercera forma de autorreferencia se ve fracturada por “la profanación de la dignidad de los modos de vida individuales y colectivos” (Honneth 1992 82). Con dicha profanación se desprecia directamente la individualidad de la persona o la manera como esta desea autorrealizarse; se deshonra su forma de llevar la vida, lo cual representa un alto grado ultrajante. Todas estas formas de degradación trascienden el plano de lo simbólico. Son heridas reales que se abren en el cuerpo y la psique de las personas; heridas que dejan huellas imborrables y que muchas veces no logran cerrar. Las personas LGBTI han sido centro de todos esos tipos de agravios: se les ha maltratado físicamente, se les ha negado múltiples derechos y, a toda costa, se ha tratado de anular su identidad. Su valor como personas se ha puesto en duda, incluso para ellas mismas, dado que este necesita de cierta aprobación social para ser afirmado. Todas estas ofensas morales perjudican en sumo grado al individuo, en tanto destruyen, en él, la confianza y el amor que se guarda a sí mismo, al tiempo que descalifica el mérito de sus capacidades como ser humano. La autoafirmación de la valía de la propia vida solo puede darse intersubjetivamente. El campo social que se les abre a las personas homosexuales para autorrealizarse y autoafirmarse como seres humanos valiosos sigue siendo todavía muy reducido. Se precisan fallos como el del pasado 28 de abril, donde se reconozcan y protejan los derechos de estas minorías, así como trasformaciones culturales profundas, las cuales posibiliten ver en los rostros de las personas LGBTI rostros humanos.

Hacia una reivindicación de los cuerpos LGBTI La necesidad de trasformar los imaginarios sociales que dan lugar a la discriminación y a la negación de la dignidad de las personas LGBTI es urgente. Para lograr tal objetivo, se requiere ampliar los marcos de ‘reconocibilidad’ en los que estamos inscritos, al igual que el conjunto de normas con las que nos movemos tradicionalmente. Esto ha de darse tanto a nivel estatal como social. El derecho al matrimonio igualitario, en tanto, permite lo anterior, es un logro jurídico bastante importante; como anota Honneth: Sin la suposición de cierto grado de autoconfianza, de autonomía garantizada por la ley y de seguridad sobre las propias capacidades nos es imaginable el alcance de la autorrealización, entendiendo por autorrealización un proceso de realización espontánea de los objetivos existenciales elegidos por uno mismo. (2010 31)

No obstante, esa confianza en uno mismo y el hecho de saberse como un sujeto valioso es algo que, como ya se anotó, no depende exclusivamente de la ley. Honneth (1998) lo sabe bien. El derecho es condición necesaria, pero no suficiente para llevar una vida digna. Apelando a él se pueden impedir o castigar ciertos actos humillantes, mas no quitar la mirada sesgada que tiene el humillador respecto a su víctima, ni mucho menos reparar el daño que dicha humillación causó en esta última. El reconocimiento de la dignidad del otro y de su valía como ser humano es un reclamo moral que el derecho no puede exigir. Así, puesto que el respeto de la dignidad propia y la afirmación positiva de sí mismos como seres humanos valiosos solo puede darse por vía intersubjetiva, es menester buscar otras vías de cambio social. Butler señala una. Para ella, hacernos consientes de la condición generalizada de precariedad, dependencia y sometimiento a la que tanto ontológica como social y políticamente todos estamos sometidos, nos puede llevar a ampliar los marcos de inteligibilidad de lo humano en los que estamos situados: [n]o puede ser que el otro sea destructible mientras yo no lo soy; y viceversa. Solo puede ser que la vida, concebida como vida precaria, sea una condición generalizada, que, en ciertas condiciones políticas, resulta radicalmente exacerbada o radicalmente negada (Butler 2010 77)

El reconocimiento de esta condición genera –o debería generar– que, cuando menos, las humillaciones

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que se ejercen contra otros, nos sacudan y nos lleven a responder moralmente ante ellas. Ya en la ofensa y en el desprecio moral mismos, se gestan una amplia gama de reacciones afectivas –tales como la vergüenza, la ira y la indignación–, las cuales, bien direccionadas, pueden llevar al individuo a exigir, al menos jurídicamente, el reconocimiento que le ha sido negado. Con esto, es evidente que la comunidad LGBTI se ha valido de ese sentimiento de estar siendo humillado para reclamar sus derechos. Sin embargo, no podemos dejarlos solos en la lucha, “la humillación, como la turbación, es contagiosa. Es una emoción que podemos sentir como resultado de la mera identificación con otra persona, aunque no seamos la víctima directa de esa conducta humillante” (Margalit 2010 37). Empero no se trata, dicho por Camus, [d]e una identificación psicológica, subterfugio por el cual el individuo sentirá imaginativamente que es a él a quien se hace la ofensa. […] Tampoco se trata del sentimiento de la comunidad de intereses. Podemos encontrar indignamente, en efecto, las injusticias impuestas a hombres que consideramos adversarios. […]. [Se trata simplemente] de esa especie de solidaridad que nace de las cadenas (1953 20).

Solo la indiferencia o un arraigado prejuicio pueden impedir que la indignación y esa solidaridad, de la que habla Camus, emerjan tras presenciar una conducta humillante o discriminatoria. Reconocer las privaciones que está sufriendo este tipo de minorías debería llevarnos, por lo menos, a cuestionar y alzar la voz ante las formas de exclusión que se recrean o recreamos a diario. Como señala Luis Andrés Fajardo: “en una democracia pluralista y participativa, como a la que apela la Constitución Colombiana, el cumplimiento del derecho a la igualdad debería empezar por la preocupación propia frente a los problemas de los demás” (2005). Otra vía que se abre para realizar paulatinamente las trasformaciones sociales que se precisan en nuestro tiempo es la educación. Por supuesto, no aquella que reproduce y potencia los modelos de segregación y deshumanización. Ni la escuela ni la familia no pueden continuar ajustando el cuerpo, los sentimientos, las sensaciones y los modos de ser de infantes y adolescentes a una forma única de vida. Colombia necesita, con urgencia, espacios formativos que permitan que tanto el ego como el alter puedan realizar su proyecto vital, aun en la diferencia radical.

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Sobre la cuestiรณn acerca de

si la figura que vemos es la misma que tocamos


ilustraciĂłn || Mariana Vargas

Carlos Alberto CortĂŠs cacortesp@unal.edu.co Universidad Nacional de Colombia


Palabras clave figura modalidad sensorial unidad espacial Evans Husserl Keywords figure sensory modality space unit Evans Husserl

Resumen El presente escrito tiene como objetivo sustentar una respuesta afirmativa a la pregunta de si la figura que percibimos visualmente es igual a la que tocamos. Para llevar a cabo este propósito, se mostrará la relevancia que tiene este interrogante en el ámbito filosófico y la pertinencia de abordarlo a través del examen de dos tesis husserlianas: 1) las percepciones de una modalidad sensorial pueden ‘remitir’, ‘anunciar’ o ‘denunciar’ las percepciones de otra modalidad; 2) hay un único espacio para la experiencia perceptual. El ensayo tiene dos secciones en las que se analizan las afirmaciones mencionadas: en la primera, se profundiza en la idea de remisión entre percepciones de diferentes sentidos, lo que conduce a la segunda tesis. En la segunda parte, se indican las razones por las cuales no es evidente que haya un único espacio perceptual y, a partir de Evans, se intenta justificar tal afirmación.

Abstract This document’s objective is to argue for an affirmative answer to the question: is the figure that we perceive visually the same as the figure that we perceive with touch? To accomplish this task, we’ll show the relevance that this question has in philosophical terms and mark the relevance of addressing it through the examination of two Husserlian theses: 1) perceptions of a single modality can “refer”, “anounce” or “report” or “denounce” perceptions of another modality; 2) there is a unique space for perceptual experience. The essay has two sections in which each of the mentioned claims is analyzed: in the first section, we deepen in the idea of a remission in between perceptions of different senses; which will lead us to the second thesis. In the second section, we point out the reasons why it is not evident that there is a unique perceptual space and, based on Evans, we try to justify this claim.


Sobre la cuestión acerca de si la figura que vemos es la misma que tocamos

Introducción Si en una situación cotidiana se preguntara ¿qué propiedades de los objetos podemos percibir a través de varias modalidades sensoriales?, probablemente se respondería que una de esas propiedades es la figura1 ya que esta puede ser percibida tanto por la vista como por el tacto. Con esto, muy probablemente, no se pretendería sugerir que una misma cosa tiene una figura táctil y una figura visual, sino que se afirmaría que la misma cosa tiene una única figura que puede ser vista y tocada. Más aún, si alguien dudara de esto y formulara la cuestión acerca de si la figura que vemos es la misma figura que tocamos, seguramente se pensaría que la pregunta es trivial, puesto que se suele creer que es evidente que los objetos tienen una única figura que es perceptible mediante la vista y el tacto. No obstante, en el ámbito de la filosofía de la percepción esto no es evidente. En efecto, nos encontramos con que es plausible afirmar que, por ejemplo, los objetos tienen una figura palpable y una figura visible, y que solemos creer lo contrario simplemente porque estamos acostumbrados a que la percepción de la figura visual de una cosa x está asociada con la percepción de la figura táctil de x. Dado esto, no es descabellado preguntar si la figura que vemos es la misma figura que tocamos. Para empezar, debo señalar que considero que la respuesta a este interrogante es afirmativa, y para sostener dicha postura es preciso establecer cómo sabemos que la figura que tocamos es la misma que vemos. Mi propósito en el presente texto consiste en ofrecer algunas consideraciones acerca de este interrogante. Para ello, analizaré dos tesis presentes en Ideas II de Husserl: 1) que las percepciones de una modalidad sensorial pueden ‘remitir’, ‘anunciar’ o ‘denunciar’ las percepciones de otra modalidad; 2) que hay un único espacio para la experiencia perceptual. El examen de la primera tesis me conducirá a la idea de que las percepciones visuales y las percepciones táctiles pueden relacionarse entre sí de forma tal que remitan a una única figura, en virtud de que hay un elemento común a ambas, a saber, el espacio. Esto me obligará a analizar y problematizar la segunda tesis, lo que llevaré a cabo teniendo en cuenta algunos planteamientos presentes en Ideas II de Husserl (1997) y en el artículo “La pregunta de Molyneux” de Gareth Evans2 (1996). Esto último me permitirá ofrecer algunas consideraciones finales a propósito de los interrogantes que arriba he mencionado.

Percepciones visuales que remiten a percepciones táctiles y viceversa Con el fin de analizar la primera tesis, según la cual las percepciones de una modalidad sensorial pueden ‘remitir’, ‘anunciar’ o ‘denunciar’ las percepciones de otra modalidad, precisaré la manera como se debe entenderla para establecer, de esa forma, de qué modo se responde a partir de ella la cuestión de cómo sabemos que la figura que vemos es la misma que tocamos. Desde el §18b de Ideas II es posible establecer que sabemos que vemos y tocamos la misma figura porque –y esta es la primera tesis– si tenemos una percepción óptima o favorable3 a través de una modalidad sensorial a, esa percepción nos sugiere que, si se cumplen ciertas condiciones, entonces tendremos una percepción mediante una modalidad sensorial b. Así, una percepción visual óptima de la figura de un objeto t remite a una percepción táctil de la figura de t y, a la inversa, una percepción táctil favorable de la figura de t sugiere una percepción visual de la figura de t. Por ejemplo, si en estos momentos yo estuviera viendo, bajo condiciones óptimas, la carátula de un libro cuya figura es rectangular, dicha percepción visual me anunciaría que si me muevo de determinada manera entonces podré tocar la carátula del libro con mis manos y que, al tocarla, percibiré que esta posee una figura rectangular. Si bien lo anterior constituye un primer paso para establecer que la figura que vemos es la misma que tocamos, no es suficiente. Ya que alguien podría objetar que si analizamos las percepciones visuales y las percepciones táctiles, notaremos que estas difieren tanto entre sí que es posible que, siguiendo con el ejemplo, una percepción visual de la figura del libro remita o anuncie una percepción táctil de la figura de este no porque el libro tenga una única figura rectangular que puede ser vista y tocada, sino porque estamos acostumbrados a que la percepción de la figura visual rectangular del libro esté asociada con la percepción de la figura táctil rectangular de este4. 1. En este ensayo la figura se entiende como aquella propiedad de los objetos que delimita el espacio que estos ocupan y en la que se perciben otras cualidades del objeto; por ejemplo, cuando tocamos el borde de un objeto percibimos determinada textura, y cuando lo vemos percibimos cierto color. Además, las figuras pueden ser bidimensionales (cuadrados, círculos, etc.) o tridimensionales (cubos, esferas, pirámides, etc.). 2. Aprovecho este pie de página para señalar que, si bien en el presente trabajo tengo en cuenta textos sobre fenomenología y el problema de Molyneux, este ensayo no es, en estricto sentido, sobre tales temas. 3. Una percepción óptima es aquella en la que: a) el sujeto perceptor no sufre de ninguna anomalía que dificulte o impida el desarrollo de la actividad normal de la modalidad sensorial en cuestión, y b) el entorno en el cual se halla el sujeto no está alterado por elementos que modifican el curso normal de la percepción 4. Una objeción como la anterior, la podemos ver en el Ensayo sobre una nueva teoría de la visión de Berkeley. Véase, por ejemplo, §§99 y 132.

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Esta objeción me obliga a determinar a qué se debe que las percepciones táctiles remitan o anuncien percepciones visuales, y a la inversa. Si esa remisión se debe a una conexión necesaria entre las percepciones visuales y las táctiles, o a un elemento común a vista y tacto –aun cuando la remisión, en parte, sea resultado de una asociación por costumbre–; entonces, se estaría en condiciones de decir que las cosas tienen una única figura que puede ser vista y tocada, y no una figura táctil diferente de una figura visual que asociamos por costumbre. En caso contrario, tendrá razón quien defienda la objeción que arriba se ha esbozado. Comenzaré por examinar la hipótesis según la cual hay una conexión necesaria entre percepciones visuales y percepciones táctiles. Cuando se afirma que hay una conexión necesaria entre las percepciones de la vista y las del tacto, lo que se pretende poner de manifiesto es que, si yo toco un objeto x, entonces esa percepción táctil tiene que remitirme a alguna percepción visual de ese objeto x; y a la inversa, si yo veo a x, entonces, esa percepción visual me tiene que remitir a alguna percepción táctil de x. Sin embargo, ¿esta remisión necesaria entre percepciones de distintas modalidades se da efectivamente? No, pues como diría Husserl “la unidad de la cosa de los sentidos visual no exige necesariamente la vinculación con la unidad de la cosa de los sentidos táctil” (§10). En otras palabras, cuando analizo la percepción visual que he tenido de un objeto, seguramente tengo que aludir a los colores que este posee, pero no estoy obligado a referirme a cualidades táctiles del objeto como aspereza, suavidad o temperatura. Y, en el caso contrario, cuando analizo la percepción táctil que he tenido de un objeto, tengo que aludir a la aspereza o temperatura de tal objeto, mas no tengo que hacer referencia a las cualidades visuales de este. Puesto que la remisión de las percepciones de una modalidad sensorial a las percepciones de otra no se debe a una conexión necesaria, es preciso analizar si tal remisión se debe a un elemento común entre estas. En un primer momento, podría parecer que la búsqueda de un elemento común al tacto y la vista está destinada a fracasar, ya que hay bastantes diferencias entre estas dos modalidades, más aun, al dejar abierta la posibilidad de que la remisión de la percepción de una modalidad a la percepción5 de otra se dé por costumbre. No obstante, ni las múltiples diferencias entre vista y tacto ni el hecho de que la remisión pueda ser, en parte, fruto de la costumbre, impiden que haya un elemento común a tacto y vista, pues si analizamos nuestras percepciones visuales junto con nuestras per-

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cepciones táctiles notaremos que el espacio es ese elemento común en virtud del cual se da la remisión, y así podemos establecer que las cosas tienen una única figura que puede ser vista y tocada. Ya que “el color es color de la figura espacial y la lisura es lisura de la figura espacial; [y] el color está precisamente ahí donde está la lisura” (Husserl §18c). En otras palabras, una percepción visual de, por ejemplo, la figura rectangular de un libro remite a la percepción táctil de la figura de este, y viceversa, porque tanto la figura que vemos como la que tocamos son espaciales y hay un único espacio para la experiencia táctil y para la experiencia visual. Y dada la mismidad espacial entre tacto y vista se sigue que nuestro libro, y todo objeto físico, tiene una única figura que puede ser vista y tocada.

Sobre la unidad del espacio perceptual Con esto no se ha dado una respuesta definitiva; todavía se está lejos de este objetivo en razón de que la unidad espacial entre vista y tacto no es algo evidente por sí mismo. Efectivamente, cuando hace un momento apelé a la tesis husserliana de que el color es color de la figura espacial y la lisura es lisura de la figura espacial, y que el color está en el mismo lugar en el que se halla la lisura; un lector podría vincular esto con la afirmación de ese mismo autor, según la cual a toda cosa le conviene necesariamente “una determinación llamada extensión corpórea” (§13) o corporeidad espacial. Esta determinación propia de todo objeto se caracteriza por: a) poder moverse, alterarse o fragmentarse; y b) manifestarse a través de cualidades tales como tamaño y figura, sobre las que están extendidos los datos sensibles provenientes de las distintas modalidades sensoriales (colores, texturas, etc.). Esta última tesis se traería a colación porque buena parte de la argumentación esbozada se ha basado en ella. En efecto, gracias a tal afirmación es que se puede decir que, como la figura manifiesta la corporeidad espacial de los objetos, y como sobre ella se extienden las demás propiedades, se sigue que los objetos tienen una única figura que puede ser vista y tocada. No obstante, esa tesis es cuestionable, tal como lo muestra el siguiente ejemplo. Supongamos que en este momento yo estoy teniendo una experiencia perceptual de un libro. Si analizamos esta experiencia nos encontramos con que pode5. En ocasiones, por comodidad, abreviaré la expresión ‘remisión de la percepción de una modalidad sensorial a la percepción de otra modalidad’ por la expresión ‘la remisión’.


Sobre la cuestión acerca de si la figura que vemos es la misma que tocamos

mos estudiar, por un lado, un nivel de percepciones meramente visual y, por otro, un nivel de percepciones puramente táctil. Si nos fijamos en el nivel visual, notamos que el libro es una corporeidad espacial con determinada figura de cierto color, como el amarillo. Si dirigimos nuestra atención hacia el nivel táctil, ocurrirá algo similar pero con cualidades táctiles, como la lisura. Uno diría que la figura tocada es la misma figura vista, porque la corporeidad vista y la corporeidad tocada son una misma y única corporeidad que se halla en un mismo y único espacio. Sin embargo, es posible que la corporeidad vista y la corporeidad tocada sean dos corporeidades diferentes, de las cuales una está en un espacio visual y la otra en un espacio táctil. Así, cabría plantearse la cuestión acerca de cómo sabemos o cómo podemos garantizar la unidad del espacio perceptual. Dado que en el desarrollo del presente ensayo he tenido en cuenta varios planteamientos expuestos por Husserl en Ideas II, es probable que el lector esté esperando que parta de alguna tesis husserliana para abordar la cuestión que acabo de plantear6. No obstante, abordaré la pregunta sobre la unidad del espacio perceptual a partir de un autor que no pertenece a la tradición fenomenológica, dicho filósofo es Gareth Evans, quien escribió el artículo “La pregunta de Molyneux” que es el texto que ahora nos interesa. En este, Evans defiende una posición similar a la que he venido sosteniendo: los objetos tienen una única figura que puede ser vista y tocada, y sabemos que ello es así porque hay un único espacio perceptual. A pesar de estas semejanzas, hay ciertas peculiaridades en el planteamiento de Evans, las cuales es necesario tener en cuenta para entender lo que sigue7. Me refiero a la distinción según la cual percibir es diferente de tener una experiencia consciente, dado que, para que haya percepción, basta con que el sujeto tenga un estado informacional (input) al cual responda conductualmente (output). En cambio, tener una experiencia consciente es más complejo pues, además de inputs y outputs, se requiere que el sujeto sea consciente de sus estados informacionales y que posea un sistema de pensamiento, esto es, un sistema de conceptos que el sujeto usa para caracterizar sus estados informacionales. Teniendo en cuenta esto último, notaremos que términos como cuadrado, círculo y triángulo, que hacen referencia a figuras, son conceptos que forman parte del sistema de pensamiento que se halla implicado en toda experiencia consciente; dado esto, cabe preguntarse de qué tipo son los conceptos que se refieren a figuras. Según Evans (1996) las palabras que hacen referencia a figuras son conceptos espaciales genuinos,

lo que significa que son términos en los que los objetos son pensados como coexistentes e independientes de la mente, y en los que el objeto es concebido como una unidad, como un todo que existe simultáneamente. Además de esto, el autor considera que los conceptos espaciales genuinos y, por ende, los términos que denotan figuras, se caracterizan por ser amodales, esto significa que, por ejemplo, hay un único concepto de cuadrado que puede ser aplicado tanto a percepciones táctiles como percepciones visuales (407). En este punto, es posible que el lector se esté preguntando ¿qué tiene que ver esto con la cuestión sobre la unidad del espacio perceptual? Pues bien, lo que he estado diciendo constituye la base necesaria para formularle a Evans el problema de la unidad del espacio perceptual; si le preguntáramos al autor por qué los conceptos espaciales son amodales, probablemente él nos diría que los conceptos espaciales son de esta clase porque hay un único espacio para la experiencia perceptual. Y una vez que Evans afirma esto se está en condiciones de preguntarle ¿cómo sabemos que hay un único espacio para la experiencia perceptual? La respuesta del autor puede ser expresada de la siguiente manera: para explicar lo que es tener una representación perceptual del espacio, necesariamente hay que dar tal explicación “en términos de las propensiones conductuales y de las disposiciones a las que da lugar dicha información” (404-405). Ahora, si las representaciones perceptuales del espacio que tenemos a través de todas las modalidades sensoriales se especifican o expresan de la misma manera, entonces, hay un mismo y único espacio perceptual. El contenido espacial8 de todas las modalidades sensoriales se específica en términos egocéntricos, luego, hay un único espacio para la experiencia perceptual. Con el objetivo de explicar con mayor profundidad la postura de Evans, es necesario aclarar dos cosas: 1) qué significa que el tener un contenido espacial mediante una modalidad sensorial tenga que ser explicado en términos conductuales y disposicionales;

6. No haré esto pues, si lo hiciera, tendría que partir de la afirmación según la cual “el cuerpo es el órgano de la percepción” (§18a), lo que suscitaría el difícil interrogante acerca de cómo se constituye fenomenológicamente el cuerpo del sujeto perceptor. Y si bien podría evadir esta cuestión señalando que es un problema fenomenológico que no influye directamente en el problema que nos ocupa, la respuesta quedaría, por así decirlo, cubierta con el manto de la duda y el lector quedaría con la impresión de que no se resolvió una cuestión que parecía importante. 7. En efecto, la postura de Evans se funda, en buena medida, en una distinción que no se encuentra en los planteamientos husserlianos que hasta ahora he considerado. 8. La expresión ‘representación perceptual del espacio’ es equivalente a la expresión ‘contenido espacial’.

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2) qué quiere decir que el contenido espacial de todas las modalidades sensoriales sea especificado en términos egocéntricos. Para aclarar el primer punto, señalo lo siguiente: cuando se dice que un sujeto percibe, mediante una modalidad sensorial x, cierta cualidad como si esta se hallase en cierta posición del espacio, entonces se dice que dicho sujeto tiene una representación perceptual del espacio (o contenido espacial) a través de la modalidad x. Así, por ejemplo, si un sujeto toca una textura como algo que está en cierta posición del espacio, decimos que dicho sujeto tiene un contenido espacial mediante el tacto. Al afirmar que el tener un contenido espacial tiene que ser explicado en términos conductuales y disposicionales, lo que pretendo señalar es que, siguiendo con nuestro ejemplo, para aclarar en qué consiste el contenido espacial que tiene un sujeto cuando toca una textura como algo que se halla en cierta posición del espacio, estamos en la obligación de elaborar nuestra explicación teniendo en cuenta las acciones que dicho sujeto está dispuesto a realizar o no, por ejemplo, mover su cuerpo para alejarse o acercarse, etc. Con el objetivo de explicar el segundo punto, se debe decir lo siguiente: cuando se afirma que la representación espacial de las modalidades sensoriales es explicada en términos egocéntricos, lo que se pretende poner de manifiesto es que dicho contenido es especificado con expresiones tales como arriba, abajo, derecha, izquierda, detrás y enfrente. Expresiones como arriba y abajo “involucran la especificación de la posición de [por ejemplo, la textura tocada] en relación con el propio cuerpo del observador” (Evans 418). Debido a esto, arriba y abajo son términos egocéntricos porque presuponen al cuerpo del sujeto perceptor como punto cero de orientación. Volviendo al caso anterior, uno no explica el contenido espacial que tiene un sujeto cuando toca una textura como algo que se halla en cierta posición del espacio, diciendo que el sujeto se va a mover para alejarse o acercarse; lo que uno dice es que el sujeto toca la textura como si estuviera arriba o abajo, a la derecha o a la izquierda, enfrente o detrás o por allá, y esto aplica para todas las modalidades sensoriales. Dicho con otras palabras, siempre que un sujeto tiene un contenido espacial a través de una modalidad sensorial x, entonces ese contenido espacial es especificado en términos como arriba, abajo, izquierda, derecha, etc. Por consiguiente, hay un único espacio perceptual porque toda representación perceptual del espacio es especificada en términos egocéntricos.

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Consideración final A lo largo de este ensayo, he intentado sostener la tesis según la cual la figura que vemos es la misma que tocamos; a su vez, he intentado mostrar que sabemos esto en razón de que las percepciones de una modalidad pueden anunciar las percepciones de otra, porque hay un único espacio para la experiencia perceptual. Obviamente, la argumentación que he ofrecido no zanja completamente la cuestión, ya que aún es preciso profundizar en, por ejemplo, la cuestión de carácter fenomenológico que mencioné antes de introducir a Evans en la discusión. De igual manera, todavía es necesario ahondar más en la cuestión acerca de la unidad del espacio perceptual.


Sobre la cuestión acerca de si la figura que vemos es la misma que tocamos

Bibliografía Berkeley, G. Ensayo de una nueva teoría de la visión. Trad. Manuel Fuentes Benot. Buenos Aires: Aguilar, 1965. Evans, G. Ensayos filosóficos. México: UNAM, 1996. Husserl, E. Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica. Libro segundo: Investigaciones fenomenológicas sobre la constitución. México: UNAM, 1997.

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Culpabilidad en las

violaciones atĂ­picas*

* Quiero agradecer al profesor Ignacio Ă vila, cuyos valiosos comentarios y sugerencias ayudaron a fortalecer este ensayo.


ilustraciรณn || Mariana Vargas

Sebastiรกn Mauricio Pineda Herrera smpinedah@unal.edu.co Universidad Nacional de Colombia


Palabras clave actos de habla afirmación explícita culpabilidad R. Langton violaciones Keywords speech acts explicit affirmation culpability R. Langton rape.

Resumen Este ensayo muestra de qué manera la culpabilidad se mantiene en las situaciones de violación atípicas, en virtud de las afirmaciones explícitas presentes en el reconocimiento de la intención ilocucionaria de un acto de habla. Para hacerlo, se basa en la interpretación que hace Rae Langton de la teoría austiniana de los actos de habla en relación con la idea de deshabilitación ilocucionaria, para mostrar de qué manera se puede imputar moralmente a un violador, incluso cuando este no tiene la intención de violar a su víctima, sin tener que renunciar completamente al vínculo entre culpabilidad e intencionalidad.

Abstract This paper shows how the culpability subsists in situations of atypical sexual abuse (or rape) thanks to the role that explicit affirmations play in the recognition of the illocutionary intention of a speech act. To do so, we rely on Rae Langton’s interpretation of Austin’s speech acts theory, in regard to the idea of illocutionary disablement, to show how is it that we can morally impute an abuser for sexual assault even when he didn’t had the intention to rape his victim, but without having to abandon completely the connection between culpability and intentionality

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Culpabilidad en las violaciones atípicas

Una definición bastante intuitiva de una violación, al menos en términos generales, es ‘acceso carnal violento no consensuado de una persona a otra’. Esta definición sirve para caracterizar la mayoría de situaciones de violación que se presentan día a día en el mundo: son violentas en cuanto que la víctima opone algún tipo de resistencia física o verbal hacia el agresor, y no son consentidas en tanto que hay una negativa explícita de la víctima que es ignorada por el violador. Además, esta última característica –a saber, la negativa explícita– es la que permite considerar una violación como un acto intencional y, por lo tanto, imputable en términos de culpabilidad moral. Así, llamaremos a toda situación que cumpla con las características que acabo de exponer: una situación típica de violación. Si examinamos esta definición más a fondo, no obstante, es inevitable preguntarse varias cosas acerca de las características que permiten considerar una violación como típica. En primer lugar, ¿qué quiere decir que la víctima oponga resistencia al agresor o que este sea violento? El sadomasoquismo, por ejemplo, es una de las prácticas sexuales preferidas por un gran número de personas, pero no tendemos a pensar de este tipo de violencia como suficiente para juzgar un encuentro sexual como una “violación” –incluso en situaciones de absoluta sumisión–. Si este es el caso, entonces podemos afirmar que, en algunas situaciones, la violencia por sí sola no nos permite caracterizar una relación sexual como una violación, sino que es clave en el desarrollo de algunas prácticas sexuales consensuadas. Sucede algo similar con el segundo requisito, ya que no es claro hasta qué punto las relaciones sexuales no consensuadas de forma explícita podrían consistir en una violación. La idea de que el consenso explícito es fundamental para que una relación sexual no sea una violación puede conducir a absurdos, tales como la obligación de preguntar a la pareja si también quiere tener relaciones en momentos que, al menos contextualmente, parecen apuntar con claridad en esa dirección. Y del hecho de que no haya un consenso explícito no se sigue necesariamente que se tenga la intención de violar a una persona. A los anteriores casos se les podría contestar que los requisitos para considerar una violación como típica no deben ser examinados por separado sino en conjunto. Así, en las relaciones sadomasoquistas, por ejemplo, el consentimiento se hace explícito debido a que existe un acuerdo previo; por esta razón, la violencia no basta por sí misma para considerar este tipo de encuentros como violaciones. Además, aunque hay situaciones en las que el consentimiento sexual no es

explícito, se lo puede inferir a través de manifestaciones públicas de placer y de deseo, y ante la ausencia de algún tipo de resistencia no puede hablarse de una relación como siendo violenta. Sin embargo, cuando una relación sexual es violenta y no consentida –en la medida en que una de las partes ha hecho explícita su negativa al encuentro–, la relación sexual en cuestión constituye una violación típica y, por lo tanto, es imputable en términos de culpabilidad, ya que de estas características se sigue que el agresor tuvo la intención de violar a la víctima1. Recordemos, no obstante, que la definición que mencioné en el primer párrafo de este ensayo no se refiere a las violaciones sin más, sino a situaciones de violación que llamo “típicas”. La razón por la cual hago esta aclaración es porque considero que, si bien esta definición permite caracterizar la mayoría de violaciones de manera efectiva, deja por fuera otras situaciones que podríamos llamar violaciones atípicas, las cuales, por lo general, no son tenidas en cuenta como violaciones, pero que son igualmente graves, recurrentes y que representan un serio daño físico y psicológico para las víctimas. Para caracterizar, en términos generales, una violación atípica pasemos al siguiente ejemplo: Imaginemos que, al volver a casa después de una noche de fiesta, una pareja heterosexual casada se acuesta en la cama para dormir, pero el hombre, en estado de embriaguez, empieza a comportarse de manera sexualmente sugestiva. Puede que la mujer no tenga deseo alguno de tener una relación sexual, pero la ebriedad de su esposo no le permitirá expresarle explícitamente su negativa a dicho encuentro ni oponer algún tipo de resistencia física o verbal notable; y puede que el esposo no vea problema en tener sexo con su pareja dado que no entiende sus gestos como señales de disgusto o como negativas, en parte por su ebriedad y en parte porque se trata de la persona con quien tiene sexo consensuado regularmente. Si esto es el caso, podríamos incluso afirmar que el victimario no tiene la intención de violar a la otra persona, sino que simple1. Ante esta caracterización de las violaciones típicas como violentas y no consensuadas podría oponerse el siguiente ejemplo: supongamos que alguien, por razones desconocidas para nosotros, decide obligar a un hombre a que tenga sexo con otra persona, y que amenaza a este hombre con quitarle la vida a él y a su familia si no lo hace. La relación sexual entre esas dos partes sería ciertamente violenta y no consensuada, pero de estas características no se sigue que el hombre amenazado tenga la intención de violar a la otra persona. El problema del ejemplo, creo yo, es que omite que en una situación así el verdadero violador sería quien obliga a las dos partes a tener sexo violento y no consentido, incluso si él mismo no tiene contacto con las personas involucradas, y ese es el acto intencional –y por lo tanto imputable moralmente–. Aun así, no me ocupo de situaciones como esa en este ensayo, debido a que, quizá, merecen un análisis distinto al que propongo aquí, el cual versaría más sobre la intencionalidad y la culpabilidad en situaciones de coacción.

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mente cree que tener una relación sexual así con su pareja es apropiado en la medida en que a) esta no opone ningún tipo de resistencia y b) no hay una negativa explícita de su parte al encuentro sexual. Si la definición de una violación típica pudiera generalizarse a todas las violaciones sin más, entonces el caso descrito en el ejemplo no sería de ninguna manera una violación,2 ya que el presunto agresor no tenía la intención de violar a su víctima, no fue violento con ella y esta no “se hizo entender” a la hora de manifestar su rechazo al encuentro sexual inminente; por lo cual tampoco es claro cómo podría hablarse de culpabilidad por parte del agresor. Considero, empero, que esta interpretación de los hechos del ejemplo a partir de la definición de las violaciones típicas presupone varias cosas problemáticas; aquí solo me interesan dos de ellas: primero, que hay un fuerte vínculo entre la intencionalidad y las violaciones, el cual permite juzgar a un violador como culpable de la violación si y solo si este tiene la intención de violar a la víctima 3; y segundo, que ambas partes de la relación están en igualdad de condiciones discursivas en el momento del encuentro sexual, por lo cual la no-resistencia y la no-negación explícitas de la víctima son equivalentes a la expresión del consentimiento, o al menos a una aceptación tácita de las circunstancias. A la primera la llamaré “presuposición de intencionalidad directa” y a la segunda “presuposición de igualdad discursiva”. En este ensayo, pretendo mostrar cómo es que sobrevive en las violaciones atípicas la posibilidad de imputar culpabilidad a un agresor sexual, incluso si este no tenía la intención de violar a alguien. Ello implica refutar las dos presuposiciones que, como mencioné con anterioridad, subyacen a la definición de una violación típica. Para ello, partiré de una breve caracterización de las nociones de “subordinación” y “silenciamiento”, ya que ello me permitirá mostrar de qué manera es que puede hablarse de silenciamiento ilocucionario en una relación sexual. Si se admite la posibilidad de que una mujer sea silenciada durante un encuentro sexual hasta el punto en que la proferencia “no” carezca de toda fuerza ilocucionaria, entonces se verá por qué de la no-negación explícita no se sigue que una relación sea consentida, lo cual desmiente la presuposición de intencionalidad directa. Y para desmentir la presuposición de igualdad discursiva, mostraré cómo las circunstancias contextuales pueden, en algunos casos, ser propicias para la generación del silenciamiento ilocucionario de la víctima, por lo cual habría casos en los que del hecho de que un agresor

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sexual no entienda las negativas de la víctima no se sigue que el agresor tenga la intención manifiesta de violar a la otra persona. No obstante, como mostraré al final de este ensayo, a partir de la relación entre las dimensiones locucionarias e ilocucionarias de un acto de habla, aun en estos casos el agresor no solo es responsable de la violación, sino que también es culpable, por lo cual es posible imputarle cargos de asalto sexual incluso a quienes violan sin la intención de hacerlo.

Subordinación y silenciamiento En Speech Acts And Unspeakable Acts, Rae Langton se propone defender la idea de que la pornografía subordina y silencia a las mujeres a través de la caracterización de estas como un acto de habla. Esto le permite mostrar que la subordinación y el silenciamiento en la pornografía son elementos constitutivos de esta y no solo su efecto causal; para hacerlo, se apoya en la teoría de Austin sobre las dimensiones locucionaria, perlocucionaria e ilocucionaria de los actos de habla. Por ahora dejaré de lado la cuestión de si la pornografía subordina y silencia a las mujeres para ocuparme de la explicación que hace la autora de la subordinación y el silenciamiento en relación con los actos de habla. La primera caracterización que hace Langton de la subordinación, siguiendo a Mackinnon, asevera que subordinar es poner al otro en una posición de inferioridad, denigrarlo y quitarle poder parcial o completamente (cf. Langton 1993 303). Aquí salta a la vista un aspecto fundamental de la subordinación, a saber, 2. De hecho, no cuesta trabajo imaginar que para muchas personas –e incluso para algunas víctimas– una situación como la del ejemplo no representa una violación, sino que la caracterizarían de otra manera. Como un “evento desafortunado”, quizá, o algo semejante. Sin embargo, esto no quiere decir, en absoluto, que estos casos no merezcan atención: según la National Intimate Partner and Sexual Violence Survey (NISVS) de Estados Unidos, el 9.4% de las mujeres estadounidenses –o una de cada diez, aproximadamente– afirman haber sido violadas por una pareja a lo largo de su vida, y esto sin tener en cuenta los casos de mujeres que han sido violadas por su pareja pero que no lo admiten o que minimizan la situación (cf. Black et al. 2011 35-49). Aunque hemos progresado legalmente en el reconocimiento de distintos tipos de violaciones, muchos jueces siguen mitigando el impacto de violaciones atípicas debido a la aparente ingenuidad contextual de los agresores o, en algunos casos, a los vínculos afectivos que puede haber entre víctima y victimario, como las relaciones de pareja (cf. Carline & Easteal 2017 207-230). En Colombia, por ejemplo, las mujeres víctimas de agresiones sexuales tienen dificultades para acceder a la justicia: la dificultad de presentar pruebas, la ausencia de garantías procesales y la falta de representación legal de los intereses de la víctima. Y si esto sucede incluso para las violaciones típicas, no será difícil imaginar la dura situación que tienen que atravesar las víctimas de violaciones atípicas para acceder a la justicia (cf. Galvis 2009 39-45). 3. Nótese que aquí hago uso del término culpabilidad y no de responsabilidad, ya que desligar esta última de la intencionalidad no representa ningún problema para el propósito de este ensayo. Más adelante profundizaré en esta distinción entre responsabilidad y culpabilidad en la relación con sus implicaciones morales.


Culpabilidad en las violaciones atípicas

que para que un sujeto cualquiera pueda subordinar a otro, tiene que encontrarse en una posición privilegiada de poder respecto a este. Sin embargo, que un sujeto se encuentre en una posición de poder privilegiada con respecto a otro no implica que lo esté subordinando; de hecho, los sujetos siempre tienden a tener más o menos poder –o a estar más o menos autorizados– en distintas situaciones de la vida social sin que esto implique subordinación alguna. El punto de Langton, más bien, es que los actos de habla que ella llama “ilocuciones autoritativas” –y dentro de los cuales se encuentran los actos de habla subordinantes– tienen como “condición de cumplimiento” (felicity condition) que una de las partes se encuentre en una posición privilegiada de poder que le permita, en el caso de los actos de habla subordinantes, hacer cosas como denigrar o quitarle privilegios al otro (cf. 1993 305). Así, mientras que cualquier persona es capaz de proferir las palabras “las mujeres no pueden votar”, solo alguien con la autoridad política suficiente –como el dictador de una nación, por ejemplo– es capaz de emitir una orden que efectivamente impida que las mujeres voten. Para subordinar a otro, por ende, es necesario encontrarse en una posición privilegiada de poder. Mas ¿es necesario tener la intención de subordinar para que se produzca la subordinación? Langton apela a Austin para tratar el tema de la intención en los actos de habla, así como de la distinción entre las dimensiones locucionaria, perlocucionaria e ilocucionaria de los actos de habla que resuelve este problema. La primera es, en términos generales, el contenido semántico básico de la proferencia con independencia de sus circunstancias particulares; la segunda es el efecto que produce la proferencia; y la tercera es aquello en lo que consiste decir la proferencia en cierto contexto. Para entender mejor estas tres dimensiones de los actos de habla, volvamos al ejemplo del dictador. La preferencia “las mujeres no pueden votar”, en su dimensión locucionaria, se limita a la afirmación de un posible estado de cosas, ya que depende del significado de las palabras “mujeres”, “votar” y “poder”. Así, si se la analiza en el nivel locucionario, dicha proferencia no es más que la afirmación –o la expresión de una creencia– de una supuesta imposibilidad que tienen las mujeres para votar. Mas, es claro que un análisis semejante de este acto de habla dejaría muchos aspectos fundamentales del mismo sin examinar, por lo cual es necesario ocuparse de dimensiones más sutiles. Cuando un dictador afirma por televisión nacional que “las mujeres no pueden votar”, pueden suceder

muchas cosas: puede que muchas mujeres de su nación se sientan ofendidas, o puede que la afirmación sea la chispa necesaria para posibilitar la creación de movimientos revolucionarios que busquen derrocar al dictador. Estos efectos de la proferencia “las mujeres no pueden votar” constituyen la dimensión perlocucionaria de un acto de habla, y son importantes debido a que nos demuestran que las proferencias en el lenguaje no deben analizarse estrictamente en su nivel semántico básico porque dejaríamos por fuera su poder causal. Empero, ¿por qué la proferencia en cuestión habría de posibilitar el surgimiento de movimientos revolucionarios? La misoginia y el machismo están tristemente arraigados en nuestra sociedad y son factores presentes en nuestra vida ordinaria; por lo tanto, la expresión de una creencia como “las mujeres no pueden votar” no parece suficiente como para ser, por sí sola, la chispa de la que hablábamos más arriba. El problema está en que dicha proferencia, viniendo del dictador de una nación y dadas unas condiciones particulares podría tratarse de una orden de cumplimiento inmediato; por ello, cuando el dictador afirma que las mujeres no pueden votar, estas efectivamente pierden la capacidad de hacer parte de la democracia representativa. Y ver esta proferencia como una orden es verla en su dimensión ilocucionaria; el análisis ilocucionario de un acto de habla es aquel que se ocupa de qué hacemos con las palabras cuando las usamos en ciertos contextos particulares. Ahora, hay otra distinción que puede trazarse en relación con esta última dimensión de los actos de habla, y es la que hay entre la intención ilocucionaria de un hablante y la fuerza ilocucionaria de una proferencia. Supongamos que en broma le digo a un amigo que sufre de depresión severa que debería suicidarse. Es evidente, al menos para mí, que no tengo una intención distinta a la de bromear, pero puede que mi amigo no lo entienda y que la fuerza ilocucionaria de mi proferencia sea entonces “dar un consejo”, o algo por el estilo. Si esto sucede, podría ser que, como consecuencia de mi “consejo”, se suicide mi amigo, y esto a pesar de que mi intención ilocucionaria no era aconsejar un suicidio. Así como sucede con el consejo en este caso, es posible que un acto de habla subordine o produzca subordinación, incluso si el hablante no tiene la intención ilocucionaria de hacerlo; por lo tanto, se puede caracterizar la subordinación como: Denigrar, poner en inferioridad o quitarle poder a una persona o grupo social con o sin la intención de hacerlo. Son muchas las maneras en las que, de acuerdo con la definición anterior, puedo subordinar a una per-

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sona; mas aquí nos interesa fundamentalmente una: el silenciamiento. Así como hay varios tipos de subordinación, es posible identificar, al menos, dos maneras de silenciar a una persona4: si amordazo a alguien y sello su boca con cinta aislante para que no pueda hablar, entonces estoy impidiendo que realice un acto de habla en su dimensión más básica, que es la locucionaria, por lo cual llamaremos a este tipo de silenciamiento “locucionario” (cf. Langton 1993 315). Pero no es necesario taparle la boca a alguien para silenciarlo efectivamente; para mostrarlo volveremos de nuevo al ejemplo del dictador. Puede que, como se dijo con anterioridad, dos personas distintas tengan la intención –que ahora podemos llamar ilocucionaria– de impedir que las mujeres voten con la preferencia “las mujeres no pueden votar”; sin embargo, esto no quiere decir que ambas proferencias vayan a tener la misma fuerza ilocucionaria de ordenar. Si uno de los hablantes (el dictador) tiene la potestad de ordenar, y el otro no, entonces solo la proferencia de uno de ellos tendrá la fuerza ilocucionaria que pretendía o de la que tenía esa intención, por lo cual del hablante que resta se puede decir que está deshabilitado ilocucionariamente para dar la orden que pretende. Y si esta persona no es capaz de hacer con las palabras aquello que pretende debido a su deshabilitación ilocucionaria, entonces, podemos decir igualmente que está silenciado en el nivel ilocucionario. Es por esto que podemos definir este segundo tipo de silenciamiento como: [Aquello que sucede cuando] uno habla, o pronuncia palabras, y no solo no logra con ellas el efecto deseado, sino que no logra llevar a cabo la acción que uno pretende. […] aunque las palabras apropiadas son dichas, con la intención apropiada, el hablante no logra llevar a cabo el acto ilocucionario pretendido. (Langton 1993 315) 5

Con estas explicaciones de la subordinación y el silenciamiento ilocucionario en Langton, podemos pasar ahora a examinar en qué casos la no-resistencia a la interacción sexual no implica consentimiento alguno.

El consentimiento en los encuentros sexuales Como dije con anterioridad, la definición de las violaciones típicas que propuse al principio de este ensayo presupone una suerte de igualdad expresiva entre las partes que, si bien se da en algunos casos, no está presente en todas las relaciones sexuales. No pretendo negar que, en algunos casos, el consentimiento sea evi-

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dente sin necesidad de que sea dicho explícitamente, así como también hay casos en los que una resistencia física constante, por ejemplo, a una interacción sexual, pone de manifiesto que no hay consentimiento sin que la negación deba ser verbalizada o proferida. Lo que sí pretendo defender es que también hay casos en los que ni siquiera una resistencia física a un encuentro sexual, acompañada de la preferencia “no”, cuenta como una negación para el agresor sexual. Supongamos, para fines de este ensayo, que Langton da buenas razones en Beyond Belief: Pragmatics in Hate Speech and Pornography para creer que la pornografía no solo subordina y silencia a las mujeres, sino que puede alterar las creencias de las personas sobre “movidas permitidas” en el juego sexual a través del fenómeno de acomodación (cf. 2012 83-84). Si esto es el caso, entonces podría suceder que algunos hombres, influenciados por la representación de la mujer y de las relaciones sexuales en la pornografía, lleguen a creer que cada vez que una mujer dice “no” a una movida sexual en realidad quiere decir “sí”, solo que se está haciendo desear. Creo que este punto quedará más claro con el siguiente ejemplo: Supongamos que la única interacción sexual que ha tenido un hombre en su vida es con la pornografía. Así, ha llegado a creer cosas como que cuando las mujeres dicen “no” en una relación sexual en realidad quieren decir “sí”, sino que se están haciendo desear mediante una negativa falsa. Es más: podría ser que la pornografía le haya enseñado a este sujeto a ver esta negativa de las mujeres a los encuentros sexuales como un objeto de deseo. Supongamos ahora que este hombre invita a una compañera de trabajo a comer a su casa, y que, queriendo reproducir aquello que ha aprendido por la pornografía, empieza a insinuársele sexualmente. Ella puede intentar oponer una leve resistencia y la situación incluso puede parecerle cómica en un principio; sin embargo, llegará un punto en el que escalará hasta que se vea obligada a negarse a las insinuaciones de su colega. En este caso, no hay nada que pueda hacer, ya que –si Langton tiene razón– cualquier intento por negarse no tendrá la fuerza ilocucionaria que ella pretende, sino que, al contrario, aumentará el deseo sexual del hombre. Así, la mujer quedaría deshabilitada ilocucionariamente para negarse a una relación sexual que se hace inminente, puesto que no le basta con decir las palabras adecuadas y tener la 4. No me refiero aquí al segundo tipo de silenciamiento que Langton llama “frustración perlocucionaria” (perlocutionary frustration) porque no lo considero relevante para el trabajo. Véase Langton (1993 315). 5. Traducción propia.


Culpabilidad en las violaciones atípicas

intención adecuada para hacerle entender al hombre que no está dando su consentimiento a los hechos. Si admitimos, de acuerdo con la idea típica de “consentimiento”, que una relación sexual es consentida si ninguna parte se opone a ella sin más, entonces no podríamos caracterizar una situación como la del ejemplo como una violación. A pesar de que es evidente que la mujer no quiere tener una relación y de que profiere las palabras adecuadas para que su “no” signifique una negación, su acto de habla no tiene la fuerza ilocucionaria como para ser propiamente una negación; ante esto, el sujeto no tendría manera de saber que ella se está negando. La definición de las violaciones típicas, por lo tanto, sí presupone la igualdad de condiciones discursivas entre las partes del encuentro sexual, pero deja de lado la posibilidad de que una de ellas esté subordinada o silenciada. En el ejemplo, la pornografía introdujo en el contexto del sujeto con su colega –y no solo en las creencias del sujeto– una serie de movimientos permitidos en el juego sexual, los cuales subordinaron a esta mujer, lo cual genera una desigualdad expresiva entre ella y su agresor que se explica por el silenciamiento ilocucionario del que es víctima. Es por esto que, si queremos poder caracterizar el ejemplo como una violación, tenemos que considerar el consentimiento, en situaciones en las que hay una desigualdad expresiva entre las partes, de la siguiente manera: Se dice que una relación sexual es consentida, en situaciones en las que una de las partes tiene menos poder que la otra para expresarse, sí y solo sí se afirma explícitamente dicho consentimiento, ya que el silencio –o la no-negación del consentimiento– no es suficiente como expresión del consentimiento. Esta definición del consentimiento sexual, ya no como no-negación sino como afirmación explícita del mismo, permite caracterizar las agresiones sexuales a mujeres por parte de sus parejas, por ejemplo, como violaciones atípicas propiamente, y no solo como “eventos desafortunados”. Y así, es evidente, hasta este punto, que la caracterización inicial de las violaciones típicas, a pesar de servir para explicar algunos casos de agresiones sexuales, no puede generalizarse a todas estas indistintamente, pues presupone la igualdad discursiva entre las partes a la hora de manifestar el consentimiento.

Intencionalidad y culpa en las violaciones A pesar de que recurrir a las deshabilitaciones ilocucionarias en las relaciones sexuales sirve para explicar cómo debe entenderse el consentimiento en algunas

situaciones, también podría prestarse para concluir que –si las circunstancias son lo suficientemente constrictivas como para que la otra parte de la relación sea completamente silenciada– la culpabilidad de la violación no podría recaer en el agresor, sino que debe atribuírsela a las circunstancias. Para examinar esto volvamos al último ejemplo. A pesar de que este hombre efectivamente violó a la mujer –en cuanto a que esta intentó manifestar su negación al encuentro sexual–, sus circunstancias –i.e. que su única interacción sexual previa fuera con la pornografía– impidieron que viera la violación como una violación. Si ponemos como condición para las violaciones atípicas que el consentimiento sexual dependa de una afirmación explícita del mismo, entonces pareciera que este hombre podría afirmar, de nuevo, que la pornografía lo llevó a pensar que “no” es en realidad una afirmación de este consentimiento en los encuentros sexuales “normales”; y si a esto le sumamos la afirmación de que, si él hubiera sabido que se trataba efectivamente de una negativa, se hubiera detenido porque en ningún momento tuvo la intención de violarla, entonces la culpabilidad de los hechos pareciera caer más sobre la pornografía misma que sobre el individuo. Antes de evaluar la importancia o no de la intencionalidad en las violaciones atípicas a partir de este ejemplo, introduciré una distinción que es crucial para entender la conclusión de este ensayo, y es la que hay entre responsabilidad y culpa. Para explicar ambos conceptos utilizaré otro ejemplo: imaginemos que una persona va a toda velocidad en su automóvil por una autopista cuando un borracho se le atraviesa. Si el conductor, dadas las circunstancias, no tiene la posibilidad de evitar atropellarlo, entonces se dice que es responsable de su muerte, pero no culpable, debido a que no pudo haber actuado de otra manera. Esto no quiere decir que el conductor sea totalmente indiferente a la muerte; es evidente que cualquiera se sentiría horrorizado frente a una situación semejante, y que el conductor de nuestro ejemplo no es la excepción. Pero por más mal que pueda sentirse al respecto debido a su responsabilidad en los hechos, sigue sin ser culpable de la imprudencia del borracho, por lo cual no es imputable en términos morales. El ejemplo sugiere que la responsabilidad de un sujeto sobre un acontecimiento depende estrictamente de la relación causal que puede establecerse entre ambos, mientras que ser culpable de un hecho depende de la posibilidad de haber elegido entre distintos rumbos de acción. Esta elección entre distintos rumbos de acción permite conectar la idea de culpabilidad con la

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de intencionalidad, ya que podríamos afirmar que una acción es intencional cuando no estamos coaccionados a llevarla a cabo –o cuando actuamos de acuerdo con nuestra propia libertad–. De esta forma, la única manera en la que se podría eximir a un agresor sexual de culpabilidad en una violación atípica sería demostrando que no pudo haber actuado de otra manera dadas las circunstancias. Considero, no obstante, que hay un sentido con el cual podría decirse que hay un componente deliberativo en el ejemplo del presunto violador atípico –que no está presente en el ejemplo del conductor– y que permite hablar de intencionalidad en sus actos, incluso si no pudo darse cuenta de las negativas de la víctima. Para entenderlo utilizaré la definición que hice con anterioridad acerca del consentimiento en las violaciones atípicas: si el argumento del violador para desligarse de la culpabilidad en la violación que llevó a cabo es que sus circunstancias lo llevaron a entender que el “no” de su víctima era una expresión de su deseo, y que por esto se comportó como si la víctima estuviera afirmando su consentimiento, podría hacerse una precisión acerca del carácter explícito de esta afirmación del consentimiento que derrumbaría su argumento. En primer lugar, partamos del supuesto de que el agresor de nuestro ejemplo no tiene ningún problema mental que le impida entender que el significado de la palabra “no” es una negación. Si esto es el caso, entonces perfectamente puede reconocer la dimensión locucionaria de esta proferencia, que es siempre la misma –o que al menos es bastante estable– con independencia del contexto discursivo específico6. Su problema no está aquí, sino en la dimensión ilocucionaria; está en reconocer la proferencia de la víctima como una negación al encuentro sexual y creer que se trata, más bien, de una expresión de su consentimiento y su deseo. A pesar de que uno podría admitir que el violador entendió por la proferencia en cuestión una afirmación ilocucionaria del consentimiento de la víctima, no es claro bajo qué criterios podría decirse que esta es explícita, ya que el acto ilocucionario interpretado por el violador como “afirmar” –que es el “no” de la víctima– no coincide en lo más mínimo con el significado de la palabra “no” vista en su dimensión locucionaria. Esto, por lo demás, sugiere que el carácter explícito de una afirmación o negación del consentimiento depende de la concordancia que pueda establecerse entre el significado locucionario de un acto de habla y su dimensión ilocucionaria; por lo cual, a pesar de que el violador entendió por la palabra “no” una afirmación del consentimiento, esta afirmación no es de modo alguno explíci-

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ta. El violador, por lo tanto, muestra cierta negligencia al no asegurarse de que aquello que interpreta como una afirmación sea realmente una afirmación, y sobre todo si se tiene en cuenta que aquello que interpreta como afirmación es, en su dimensión locucionaria, todo lo contrario; y es, en esta negligencia, en donde yace la intencionalidad de los actos del violador, ya que no tiene la intención propiamente de violar a la víctima, pero sí de omitir una confrontación de sus creencias que le hubiese permitido ver la violación como una violación. La negligencia del violador, por lo tanto, es aquello que permite imputarlo moralmente como tal. Así, el violador no tenía la capacidad de entender la dimensión ilocucionaria de la preferencia “no” como la negación de la víctima, al menos era consciente de que aquello que entendió no era una afirmación explícita del consentimiento de su víctima, por lo cual su omisión es intencional. Y si este es el caso, entonces sí puede hablarse del violador como culpable de la violación atípica; esto a pesar de que no tenía la intención de violar a alguien. De esta manera, se derrumba la presuposición de intencionalidad directa implicada en la definición de una violación típica, con lo que podemos concluir dos cosas: que la definición de las situaciones de violación típicas no es el único criterio para juzgar si un acto constituye o no una violación; y que es posible prescindir de esta definición intuitiva sin que se libre de culpabilidad a los agresores sexuales apelando a las nociones de “violación atípica” y “afirmación explícita”.

6. Esto no implica, claro está, que el significado de una proferencia en la dimensión locucionaria sea independiente de todo contexto social. Afirmar esto atentaría en contra de una de las premisas clave de la teoría del lenguaje aquí empleada; a saber, que el lenguaje –y por lo tanto el significado de sus proferencias– es esencialmente social.


Culpabilidad en las violaciones atípicas

Bibliografía Black, M. C., Basile, K. C., Breiding, M. J., Smith, S. G., Walters, M. L., Merrick, M. T., Chen, J. & Stevens, M. R. The National Intimate Partner and Sexual Violence Survey (NISVS): 2010 Summary Report. Atlanta: National Center for Injury Prevention and Control, 2011. Carline, A. & Easteal, P. “The Court’s Response to Intimate Partner Sexual Violence Perpetrators.” Perpetrators of Intimate Partner Sexual Violence. Eds. Louise McOrmond-Plummer, Jennifer Y. Levy-Peck and Patricia Easteal. New York, NY: Routledge, 2017: 207-230. Galvis, M. C. (Ed.). Situación en Colombia de la violencia sexual contra las mujeres. Bogotá: Ántropos, 2009. Langton, R. “Beyond Belief: Pragmatics in Hate Speech and Pornography.” Speech and Harm: Controversies over Free Speech. Eds. Ishani Maitra y Mary Kate McGowan. New York: Oxford University Press, 2012: 72-93. Langton, R. “Speech Acts and Unspeakable Acts.” Philosophy & Public Affairs 22.4 (1993): 293-330.

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La refutación socrática como ejercicio espiritual

Examen de la relación entre ‘discurso filosófico’ y ‘forma de vida’ en la figura de Sócrates


ilustraciรณn || Mariana Vargas

Alejandro Solano Acosta alsolanoma@unal.edu.co Universidad Nacional de Colombia


Palabras clave discurso filosófico ejercicio espiritual forma de vida filosófica refutación Sócrates Keywords philosophical discourse spiritual exercise philosophical way of life refutation Socrates

Resumen Esta reflexión pretende explorar cómo la práctica filosófica de Sócrates apareció en la tradición occidental del pensamiento como paradigma de cierto ideal, según el cual no solo es posible que haya una estrecha conexión entre la producción discursiva de un filósofo y su forma de vivir, sino que también es apremiante. La inquietud central es: ¿de qué manera influyeron entre sí la ‘forma de vida’ y el ‘discurso filosófico’ en Sócrates? Para aproximarse a esta cuestión, este se dividió en cuatro apartados: 1) Exponer las nociones de ‘discurso filosófico’, ‘forma de vida’ y ‘ejercicio espiritual’ –este último hace las veces de puente conceptual entre los dos primeros–. 2) Justificar la importancia de concentrar esta discusión en la figura de Sócrates y en su práctica discursiva de la refutación. 3) Analizar la función que cumple la refutación socrática en la conducción de la vida de quienes se ven envueltos en ella. 4) Presentar un argumento, como respuesta a la pregunta central, a favor de la primacía de la forma de vida socrática respecto a la práctica del discurso filosófico de la refutación, razón por la cual esta manera socrática de vivir no puede garantizarse por el solo despliegue racional de aquel ejercicio discursivo.

Abstract This reflection aims to explore how the philosophical practice of Socrates appeared in the Western tradition of thought as a paradigm of a certain ideal, according to which not only it is possible that there is a close connection between the discursive production of a philosopher and his way of living, but that it is also necessary. The central concern is: how did the ‘way of life’ and ‘philosophical discourse’ influence one another in Socrates? To approach to this question, the exposition was divided into four sections: 1) Expose the notions of ‘philosophical discourse’, ‘form of life’ and ‘spiritual exercise’ –the latter as a conceptual bridge between the first two–. 2) Justify the importance of concentrating this discussion on the figure of Socrates and his discursive practice of refutation. 3) Analyze the function of the Socratic refutation in the conduct of the lives of those who are involved in it. 4) Presents an argument, as an answer to the central question, in favor of the primacy of the Socratic way of life referring to the practice of the philosophical discourse of refutation, which is why this Socratic way of living cannot be guaranteed by the only rational deployment of that discursive exercise.

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La refutación socrática como ejercicio espiritual Examen de la relación entre ‘discurso filosófico’ y ‘forma de vida’ en la figura de Sócrates

1. La obra de P. Hadot sobre las nociones ‘discurso filosófico’, ‘forma de vida’ y ‘ejercicio espiritual’ El proyecto de Hadot en ¿Qué es la filosofía antigua? (1998) consiste en aventurar una descripción unitaria del “fenómeno histórico y espiritual representado por la filosofía antigua” (11). La intención fundamental detrás de este proyecto radica en la recuperación y exposición de una concepción de la filosofía contraria a la que suele atribuírsele actualmente, donde la filosofía se considera una disciplina encaminada hacia la producción del ‘discurso filosófico’, esto es, de teorías abstractas expresadas proposicionalmente y articuladas sistemáticamente (cf. 1998). De esta manera, Hadot pretende rescatar la imagen antigua, según la cual, la filosofía supone un conjunto de prácticas que el filósofo procura para hacerse conscientemente con una actitud vital, concreta, que afecte la totalidad de su ser y que conlleva una manera de ver y de estar en el mundo; en definitiva, esto equivale a concebir la filosofía como una forma de vida. Para comprender la noción de filosofía como forma de vida, es necesario rastrear cierta relación entre ‘filosofía’ y ‘discurso filosófico’. Entenderemos el concepto ‘discurso’ en los mismos términos de Hadot, a saber: “‘pensamiento discursivo’ expresado en el lenguaje escrito u oral” (1998 14). Aquí, el punto fundamental versa en que la producción de discurso, en el contexto de la concepción antigua de la filosofía, constituye un tipo de práctica que se ejecuta para “operar una modificación y una transformación en el sujeto” (1998 15). En este sentido, el estudio del pensamiento antiguo se convierte, para Hadot, en una invitación a explicitar el hecho de que los filósofos antiguos, en contraste con concepciones recientes, no identificaron la filosofía con el discurso filosófico; más bien, subsumieron este último dentro de la perspectiva general de una preocupación por el modo de vivir (cf. Hadot 2006 12). Dado lo anterior, surge la siguiente pregunta: ¿qué función tiene el discurso filosófico en el contexto de la filosofía entendida como forma de vida? La respuesta de Hadot puede recogerse como sigue: para comprender el papel del discurso filosófico en la filosofía antigua, es necesario hacer énfasis en la función psicagógica del discurso más que en su función meramente informativa (cf. Meléndez 2015 6). Así, según la lectura de Hadot, los filósofos antiguos no produjeron sus discursos con la presunta finalidad de llevar a cabo una ‘traducción de pensamientos’ o ‘transmisión de información’ (Meléndez 2015). En su lugar, el propósito pri-

mordial del discurso filosófico, cuando la filosofía se asume como forma de vida, sería el de “producir un efecto en el alma del oyente o del lector” (Hadot 1998 121) y “operar una modificación y una transformación en el sujeto que [practica el discurso]” (Hadot 1998 15). Esta capacidad transformadora que tiene el discurso filosófico para hacer efectiva una opción vital, tanto en quienes lo escuchan como en quienes lo verbalizan, es lo que Hadot llama la función psicagógica del ejercicio discursivo. De esta manera, abrirle campo a la dimensión psicagógica del discurso implica romper con la idea de que el lenguaje opera siempre de una manera uniforme y con una misma finalidad, tal como la de transmitir información con pretensiones de verdad (cf. Meléndez 2015 6). En el caso de la concepción antigua, los discursos filosóficos son susceptibles, no solo de informar, sino sobre todo de fundamentar, reafirmar y expresar la forma de vida de quienes los producen. Retomemos ahora el planteamiento general según el cual el proyecto de Hadot supone una reacción contra concepciones recientes de la filosofía, las cuales, a todas luces, han disuelto el vínculo entre la forma de vivir del filósofo y su discurso. En efecto, entender la especificidad de la filosofía como forma de vida equivale a dilucidar el tipo de relación que esta pone de presente entre vida y discurso (cf. Meléndez 2015 5), precisamente, el tipo de relación que la concepción moderna y contemporánea ha anulado al considerar la producción de discurso como el fin último del quehacer filosófico. Por el contrario, como indiqué más arriba, en la Antigüedad, la práctica de la filosofía resitúa al discurso filosófico en la perspectiva general de la preocupación por la forma de vida, es decir, engloba el ejercicio de la producción de discurso dentro del acto total, constante y concreto a través del cual se hace efectiva la forma de vida filosófica. De este modo, el discurso filosófico no se descalifica toda vez que este se integra a la forma de vivir del filósofo; y, en últimas, el discurso se integra a la forma de vida porque hace las veces de su medio y de su expresión. Considérese el siguiente fragmento de Hadot: No se trata de oponer y de separar por una parte la filosofía como forma de vida y por la otra un discurso filosófico que sería en cierto modo exterior a la filosofía. Muy por el contrario, se trata de mostrar que el discurso filosófico forma parte del modo de vida (Hadot 1998 15).

¿En qué sentido le es esencial a la vida filosófica la producción de discurso? En una palabra: es la función psicagógica del discurso lo que explica el hecho de que

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la filosofía como forma de vida no pueda hacerse efectiva sin estar atravesada por una práctica discursiva. Hadot insiste en que la dimensión psicagógica del discurso radica en su capacidad de producir un efecto concreto en el auditor, en el lector y en el autor (cf. 1998 14). En el caso del auditor, interlocutor o lector, dicho efecto consiste en una exhortación, en una provocación tal que el discurso que se recibe lo instala en una actitud concreta de, si se quiere, toma de conciencia filosófica sobre sí mismo: así, a este nivel la función psicagógica del discurso es la de tender un puente que va de la vida no-filosófica a la vida filosófica (cf. Hadot 1998 193; Meléndez 2015 10). Por otra parte, en el caso del autor del discurso, de quien podríamos suponer que ya ha experimentado los efectos de un discurso de exhortación, su práctica discursiva tendría el efecto de reafirmar su opción existencial por determinada forma de vivir. Esto se debe a que el discurso, “por su fuerza lógica y persuasiva (…) incita a maestros y discípulos a vivir realmente de conformidad con su elección inicial…” (Hadot 1998 13). Estas consideraciones justifican, entonces, la idea según la cual a la filosofía antigua, aun tratándose de una forma de vida y no de una disciplina discursiva sin más, le resulta imprescindible la práctica del discurso filosófico. Expondré ahora la noción de ejercicio espiritual, tal y como figura en la obra de Hadot. La idea primordial en esta dirección radica en que los discursos filosóficos que se inscriban en la práctica de una filosofía como forma de vida deben concebirse, ante todo, como ejercicios espirituales. Así, el filósofo antiguo no atendería sin más a la preocupación por construir un sistema conceptual abstracto que valga por sí mismo, sino que tomaría conciencia de que, al elaborar sus construcciones conceptuales, pone en acto la transformación que de sí exige la forma de vida filosófica. Esto equivale a decir que la producción de discurso filosófico es, para el filósofo antiguo, un ejercicio espiritual. Así lo formula Hadot en el prólogo de ¿Qué es la filosofía antigua? (1998): Designo con este término [‘ejercicio espiritual’] las prácticas que podían ser de orden físico, como el régimen alimentario, o discursivo, como el diálogo o la meditación, o intuitivo, como la contemplación, pero que estaban todas destinadas a operar una modificación y una transformación en el sujeto que las practicaba. El discurso del maestro de filosofía podía, además, tomar él mismo la forma de un ejercicio espiritual, en la medida en que ese discurso era presentado de un modo tal que el discípulo, como auditor, lector o interlocutor, podía progresar espiritualmente y se transformaba en lo interior. (Hadot 1998 15-16)

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En conformidad con lo anterior, hay que insistir en que la filosofía, concebida como forma de vida, “… es práctica de ejercicios espirituales” (Hadot 2006 52), en la medida en que dichos ejercicios constituyen tanto el medio por el cual se ejecuta la transformación hacia una actitud vital filosófica como la expresión o el despliegue de cierto ideal filosófico de vida. Estos ejercicios infunden su influencia transformadora en la totalidad del ser del practicante y no en una esfera puntual de su existencia: de ahí el apelativo ‘espiritual’, con el que Hadot busca designar el poder transformador de estos ejercicios sobre la “totalidad psíquica del individuo” (Hadot 2006 24). En últimas, todos estos ejercicios tienen por común denominador el hecho de ser experiencias concretas que sufre el filósofo. Si se trata, entonces, de ejercicios que comprometen la producción de discursos filosóficos, estos discursos valdrán, no como construcciones abstractas encerradas en sí mismas, sino como ocasiones para suscitar en el filósofo una experiencia concreta que sea transformadora y que lo encamine hacia determinado modo de vida. En una palabra: la producción de discurso filosófico constituye un ejercicio espiritual, con miras a una forma de vida, toda vez que se enfatice su función psicagógica. En consecuencia, ‘discurso filosófico-psicagógico’, ‘forma de vida’ y ‘ejercicio espiritual’ son conceptos interdependientes, las nociones fundamentales para aprehender la concepción de filosofía que Hadot salvaguarda.

2. Sobre la relevancia de la figura de Sócrates y de la refutación socrática para la ‘filosofía como forma de vida’ En este punto de mi reflexión, justificaré mi intención de examinar la figura de Sócrates en el contexto general de una discusión en torno a la filosofía como forma de vida. Es preciso no perder de vista que la imagen del quehacer filosófico como la puesta en práctica de una manera de vivir obedece a una tradición puntual que tiene sus raíces en la Antigüedad. Si actualmente aventuramos la pregunta hacia cómo se relaciona la vida de un filósofo con su trabajo teórico-discursivo, esto se debe a que nos es posible identificar en la historia de las prácticas filosóficas una serie de pensadores que ejercieron su labor con plena conciencia de dicha relación. Así pues, el iniciador de esta tradición es la figura de Sócrates, la imagen mítica que de él se hizo la “primera generación de sus discípulos” (Hadot 1998 35) y que ha llegado a nuestros días bajo el aspecto de


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paradigma del pensador comprometido con una concepción vital de su actividad filosófica. Que Sócrates resulta el modelo tutelar de la tradición que comprende la filosofía como una forma de vida parece confirmarlo Nietzsche en sus obras Los filósofos preplatónicos (1871) y La filosofía en la época trágica de los griegos (1873), al discutir los rasgos nucleares de la personalidad de Sócrates. Según Nietzsche (2011b), Sócrates, al igual que los demás filósofos preplatónicos, constituye un tipo filosófico completamente original que funda un estilo, una manera enteramente novedosa de lucir entre el pueblo griego. Pero, ¿en qué consiste la excepcionalidad de Sócrates en el marco de la cultura griega? Pues bien, el mismo Nietzsche advierte que la personalidad de Sócrates introduce una ‘innovación’ respecto de sus predecesores toda vez que pone de relieve un vínculo novedoso entre la vida y el conocimiento. De hecho, Sócrates habría introducido una inversión en la manera de valorar la esfera del vivir respecto de la del conocer, lo cual le haría merecedor del título de primer filósofo de la vida (cf. 2011b §17 423). El siguiente pasaje de Los filósofos preplatónicos, extraído del parágrafo 17, recoge a cabalidad esta inversión: Sócrates es el primer filósofo de la vida y todas las escuelas que parten de él serán, en adelante, filosofías de la vida. ¡Una vida dominada por el pensamiento! El pensamiento sirve a la vida, mientras que en todos los filósofos anteriores era la vida la que servía al pensamiento y al conocimiento. La vida correcta aparece aquí como el objetivo, mientras que allí lo era el conocimiento correcto más alto. Por eso, la filosofía socrática es absolutamente práctica: es hostil contra todo conocimiento que no esté ligado a consecuencias éticas. (2011b 123)

De esta manera, el comentario de Nietzsche es compatible con nuestras observaciones a propósito de la filosofía como forma de vida y de Sócrates como su figura tutelar. Por un lado, la presentación de Sócrates, como un pensador que desdeña del conocimiento desligado de consecuencias éticas, nos remite inmediatamente a la concepción de la filosofía como forma de vida en su aspecto de crítica a los discursos filosóficos desprovistos de todo efecto transformador en el modo de vivir de quien los formula. Por lo tanto, la descripción que Nietzsche adelanta en torno a la figura de Sócrates confirma nuestra pretensión de acudir a ella para examinarla en su papel de paradigma de la filosofía qua forma de vida.

En esta dirección, debemos recordar que entender la filosofía como forma de vida supone aprehender cierta relación entre ‘forma de vida’ y ‘discurso filosófico’. Por consiguiente, se impone la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los discursos de Sócrates que nos permitirán interrogar el influjo que suscitarían sobre su forma de vida? En términos generales, los diálogos socráticos de Platón nos ofrecen un retrato de Sócrates como un personaje cuya deslumbrante originalidad se explica, no solo a raíz de su talante moral, sino también en razón de su constante ejercicio; de dialogar con los demás a partir de una estructura metódica de refutación (elenchus; cf. Benson 2011). Sobre esto último, la Apología ofrece un retrato concluyente. En ella, Sócrates declara que ha consagrado su vida al examen de sí mismo y de los demás por vía del ejercicio de refutación. Así, varios pasajes nos permiten confirmar que a la personalidad de Sócrates le es inherente la práctica constante e intransigente de un tipo particular de discurso: el de la refutación (cf. 28d12-29a1, 29e3-30a2). Al respecto, quisiera aducir dos observaciones. En primer lugar, observemos que el personaje de Sócrates en los diálogos de Platón es consciente de la excepcionalidad de su actividad discursiva, del hecho de que su manera de hablar puede lucir desconcertante e inadecuada en diferentes contextos. Cuando menos en dos pasajes, uno de la Apología y otro del Banquete, esto resulta evidente: por un lado, durante su juicio Sócrates le solicita a los jueces que le permitan hablar según su manera habitual de expresarse, considerándose incapaz de acomodar su discurso a la manera corriente de comparecer en un tribunal (cf. Apol 17d 2 y ss); por otro, durante el banquete en casa de Agatón, Sócrates declara su incapacidad de pronunciar un encomio a Eros y anuncia que, en lugar de urdir un elogio, se dispondrá a hablar a su manera (Banq. 199b 1). En ambos casos, un rasgo definitorio del discurso socrático salta a la vista, a saber: siempre que Sócrates se dispone a hablar a su manera, advierte que esta no estriba en otra cosa más que en expresarse conforme a la verdad (cf. Apol. 18a6; Banq. 198d3). Por último, quisiera anotar que la refutación socrática es un tipo de discurso psicagógico y no un ejercicio abstracto de razonamiento y de evaluación lógica de proposiciones al margen de la persona que las aventura. Es, por consiguiente –y aquí me valgo de la terminología de Hadot–, un ejercicio espiritual que Sócrates propugna a modo de llamado, para sí mismo y para los demás, hacia cierto tipo de vida comprometida con el cuidado de la virtud (cf. Apol. 29e6). A continuación, profundizaré en esta dirección.

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3. La refutación socrática en su carácter de ejercicio espiritual y su función exhortativa Como establecimos en el apartado anterior, la Apología de Platón brinda información suficiente por la que nos es lícito calificar la práctica de la refutación como una actividad discursiva propia de la figura de Sócrates (cf. Benson 2011 180). Por lo tanto, en la medida en que creemos encontrarnos en posesión de una imagen de los discursos filosóficos de Sócrates, a partir de los diálogos tempranos de Platón, nos vemos ahora en la obligación de evaluarlos conforme al influjo que puedan suscitar sobre la forma de vida de quien los practica. Examinemos, de entrada, una primera característica de la refutación socrática, a saber: el hecho de que denota la forma de una actividad discursiva y no, si se quiere, un contenido doctrinal claramente delimitado. Esto quiere decir que, al referirnos a los discursos socráticos en su aspecto de refutación, no aludimos a un conjunto de proposiciones que cabría denominar ‘socráticas’, sino que aludimos a una estructura común, a una forma, a un patrón en la manera en la que Sócrates hace uso de la palabra en diálogo con sus interlocutores. De manera, en extremo esquemática, recojámoslo como sigue: primero, Sócrates les pregunta a sus interlocutores a propósito de un tema en el que ellos creen ser sabios; segundo, el interlocutor responde a la pregunta inicial al ofrecer una tesis a título, por ejemplo, de definición de aquello sobre lo cual versa su supuesta sabiduría; tercero, Sócrates despliega una serie de preguntas a las que el interlocutor responde; cuarto, al articular las respuestas de su interlocutor en forma de premisas, Sócrates deriva una conclusión que hace las veces de negación de la tesis que su interlocutor había elevado ante la pregunta inicial, con lo cual es refutado (cf. Benson 2011 184). A esta estructura formal de la refutación socrática se le suma la siguiente condición que Sócrates constantemente le impone a sus interlocutores: que el intercambio de preguntas y respuestas esté sujeto a los requerimientos del discurso racional, del logos, de manera que entre las partes se convenga únicamente aquello que desemboca por fuerza del razonamiento y de la argumentación (cf. Hadot 1998 44; 2006b 42). Por consiguiente, las personas envueltas en el diálogo deben estar dispuestas a revisar sus propias opiniones en caso de que estas sean depuradas por el curso de la argumentación. Piénsese, por ejemplo, en la advertencia que le hace Sócrates a Polo en el Gorgias, según la cual Polo debe “[entregarse] valientemente a la razón como a un médico” y responder (cf. 475d9-10); o en la que le

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ofrece a Laques, en el diálogo homónimo, cuando, una vez este pregunta a qué debe atenderse en el diálogo, Sócrates responde: “Al razonamiento que nos invita a mostrar coraje” (194a1). De acuerdo con lo anterior, la refutación socrática conlleva el aspecto de un discurso racional, en el que no se exponen, sin más, las opiniones personales de los interlocutores, sino que, más bien, se avanza conjuntamente en el examen de una tesis en conformidad con el logos. No obstante, insistir desmedidamente en esta dimensión puramente formal-racional de la refutación socrática representa para nosotros un desacierto, si se quiere, hermenéutico. En efecto, si las refutaciones de Sócrates en los diálogos de Platón se estudian desde la óptica de su mera formalidad lógica, de manera que un estudioso se limite, por ejemplo, a sopesar la validez de los argumentos allí expuestos, se corre el riesgo de privar esta actividad discursiva de su sentido primordial: el de ser un ejercicio espiritual dirigido a someter a examen –y transformar– el modo de vida de las personas envueltas en el diálogo. Así, la refutación socrática está lejos de ser un despliegue ocioso de racionalidad en el que se contrastan entre sí ideas abstractas sin importar la persona detrás de ellas. El personaje de Nicias en el Laques lo afirma con absoluta claridad al señalar que, sin importar el tema puntual del diálogo, en último término los tratos discursivos con Sócrates siempre se reducen al examen de las personas involucradas, donde los interlocutores se ven obligados a dar cuenta de su modo de vivir: Me parece que ignoras que, si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión o se le aproxima dialogando con él, le es forzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquier otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida y el que ha llevado en su pasado. Y una vez que han caído en eso, Sócrates no lo dejará hasta que lo sopese bien y suficientemente todo. Yo estoy acostumbrado a éste; sé que hay que soportarle estas cosas, como también que estoy a punto ya de sufrir tal experiencia personal […]. (Laques 187e4-188c1; énfasis mío)

A partir de lo anterior, tenemos fundamentos suficientes para establecer que la refutación socrática comporta una dimensión por completo personal-vital: lo que se somete a examen en el curso de la refutación no es una tesis abstracta, sino el modo de vida concreto del interrogado. Y, nuevamente, este modo de vida se pone en tela de juicio a raíz de la personalidad y los discursos deslumbrantes, no de un interrogador cual-


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quiera, sino de Sócrates mismo, esto es, de una persona particular. No es fortuito que sea Sócrates, a través de su actividad discursiva, el que lleva a sus interlocutores a dar cuenta de sí mismos. Como indicamos más arriba, la refutación es un ejercicio discursivo de índole enteramente socrática y esto, en definitiva, acentúa su dimensión personal. Hasta este punto, he puesto de presente una tensión entre lo que he denominado la dimensión formal-racional y la dimensión personal-vital de la refutación socrática. ¿Cómo podemos conciliar esta aparente tensión? Antes de proponer una solución en la siguiente sección, quisiera acentuar esta imagen conflictiva entre las dos dimensiones de la refutación socrática. Por un lado, que este tipo de discurso es conspicuamente personal y lo atestiguan los temas de los diálogos. Dice Hadot: Por regla general, Sócrates elige como tema de discusión la actividad que le es familiar a su interlocutor y trata de definir junto con él el saber práctico que se requiere para poder ejercer esta actividad: el general debe saber combatir con valentía, el adivino debe saber comportarse piadosamente con los dioses. Y resulta que, una vez recorrido el camino, el general ya no tiene la menor idea de lo que es la valentía y el adivino ya no sabe nada acerca de la piedad. El interlocutor se da cuenta entonces de que en verdad no sabe por qué actúa. Todo su sistema de valores le parece carecer bruscamente de fundamento. (2006b 42)

De esta manera, el tema de las refutaciones socráticas tiende un puente entre esta práctica discursiva y la forma de vida de los participantes, pues el objeto de la discusión es aquel en el que los interlocutores de Sócrates depositan su pretendida sabiduría y, con ella, el supuesto fundamento de su modo de actuar y vivir. Por consiguiente, si son refutados respecto de sus opiniones acerca de un objeto particular, el punto crucial radica en que alrededor de dicho objeto los interlocutores articulan –o se esperaría que articularan– su manera de vivir; por lo tanto, lo que en último término está sometido a examen no son opiniones sin más, sino la forma de vida personal que los interrogados pretenden fundamentar en ellas. Por otro lado, la dimensión formal-racional de la refutación persiste, aparentemente, en detrimento del tono puramente personal de los diálogos. Como prueba de ello, traigo a colación la repetida advertencia que le hace Sócrates a sus interlocutores, según la cual no es él mismo el que refuta ni el que dicta el curso de la argumentación, sino que es el logos, la razón o la verdad. En esta dirección, se pronuncia Sócrates

en el Banquete, tras refutar a Agatón a propósito de la naturaleza del amor: “–Yo, Sócrates –dijo Agatón–, no podría contradecirte (…). –En absoluto –replicó Sócrates–; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir, ya que a Sócrates no es nada difícil” (Banq. 201c8-12). También en el Gorgias, cuando le señala a Calicles que los acuerdos alcanzados durante el diálogo con Polo han sido sancionados, no por él mismo, sino por la fuerza de la razón (cf. 509e4-6). En consecuencia, la razón opera en la refutación socrática a modo de árbitro que dictamina la validez de los discursos y somete a ambas partes a su observancia. Esta imagen de la razón, como voz imparcial y rectora del diálogo socrático, se ofrece con claridad en el siguiente pasaje del Protágoras. Le dice Sócrates a su interlocutor recientemente refutado: “…me parece que esta reciente conclusión de nuestros razonamientos, como un ser humano nos acusa y se burla de nosotros, y si tuviera voz, diría: ‘¡Sois absurdos, Sócrates y Protágoras!’” (Prot. 361a4-6). Así, Sócrates desdeña de todo mérito personal y remite cualquier elogio al logos. Se impone nuevamente la pregunta: ¿cómo hemos de conciliar estos dos aspectos de la refutación socrática, uno en el que resuena la personalidad de Sócrates y la forma de vida de sus interlocutores, otro en el que Sócrates desestima las voces personales en favor de la potestad del logos impersonal? Mi propuesta es la siguiente: que Sócrates le imponga al diálogo, con sus interlocutores, la condición de someterse a los requerimientos del logos, del razonamiento, y la argumentación debe entenderse como un artificio que potencia o cataliza la función psicagógica del discurso. En otras palabras: el logos al que se sujeta la refutación socrática tendría una función psicagógica, esto es, la capacidad de generar un efecto sobre los participantes en la discusión. Esto equivale a decir que la ‘presencia’ del logos en la refutación se experimenta, de manera que Sócrates y sus interlocutores son atravesados vitalmente por las exigencias que la razón le impone a sus discursos. Con suficiencia, Hadot enfatiza este carácter, si se quiere, ‘experiencial’ de los diálogos filosóficos de la Antigüedad –cuyo paradigma es, dicho sea de paso, la refutación socrática–: La dimensión del interlocutor resulta, pues, capital. Impide que el diálogo se convierta en una exposición teórica y dogmática, obligándole a transformarse en ejercicio concreto y práctico puesto que en realidad no se trata de exponer ninguna doctrina, sino de inducir en el interlocutor determinada disposición mental […]. (2006 37)

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Así, en el curso del diálogo, Sócrates buscaría que sus interlocutores cambien su punto de vista, que revisen sus opiniones no examinadas y sus convicciones. En definitiva, al refutarlos no pretendería depurar sin más opiniones abstractas, sino generar en el refutado una “determinada disposición mental” radicalmente contraria a la que tenía antes de dialogar con él. Sócrates trata de hacer efectiva una de las funciones psicagógicas del ‘discurso filosófico’, a saber: la del discurso como exhortación a un individuo (cf. Meléndez 2015 10). Que la pretensión de Sócrates en el ejercicio de la refutación es particularmente exhortativa lo confirman sus palabras en la Apología: la exhortación socrática versa en forzar a sus interlocutores, vía refutación, a dar cuenta de su modo de vida (cf. 39c9), para que de ahí tomen conciencia de que han descuidado la virtud en procura de bienes in-auténticos como la riqueza, el cuerpo, o los honores, esto es, para que tomen conciencia de que “[tienen] en menos lo digno de más y [tienen] en mucho lo que vale poco” (30a1-2): […] mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro: ‘Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?’. (29d4-e3; énfasis mío)

Ahora, para que este tipo de diálogo exhortativo sea exitoso, para que Sócrates pueda llevar a sus interlocutores a semejante toma de conciencia y cambio radical de perspectiva vital, la mediación del logos en el intercambio de discursos resulta indispensable. Tal es la función psicagógica del logos en el ejercicio del diálogo. Seamos enfáticos en esto: el punto fundamental radica en que la dimensión formal-racional de la refutación operaría en función de la dimensión personalvital, con lo cual se dirimiría la aparente tensión en la refutación socrática que sugerimos más arriba. De este modo, que el papel del logos en la refutación es psicagógico puede vislumbrarse, cuando menos, en dos aspectos. El primero consiste en que, en la medida en que los discursos de Sócrates sean racionales y argumentativos, su poder de convencimiento sobre el interlocutor será mayor y, con ello, su capacidad para inducir en él cierta actitud mental. Ya lo veíamos a propósito de los discursos filosóficos enten-

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didos como ejercicios espirituales: en efecto, estos se entregan a las disposiciones de la razón para posibilitar una justificación racional, no arbitraria, de la forma de vida que sustentan. El filósofo, así, se convence de la racionalidad de su elección vital y, a su turno, la dignifica (cf. Hadot 1998 193). El segundo aspecto nos resulta más intrincado: consiste en el hecho de que, al someterse a las exigencias del logos, los participantes del diálogo socrático disuelven su individualidad inmediata y unilateral, sus opiniones y afectos faltos de examen, para así comprometerse con la construcción para sí de una individualidad en sentido cualificado, una individualidad enriquecida por, y fundada en, el punto de vista universal de la razón. Considérense las palabras de Hadot: Para que se instaure un diálogo que conduzca al individuo, como lo decía Nicias, a explicarse a sí mismo y su vida, es necesario que quien habla con Sócrates acepte con el propio maestro someterse a las exigencias del discurso racional, digamos: a las exigencias de la razón. Dicho de otra manera, el interés en sí, el cuestionamiento de sí mismo no nace más que por una superación de la individualidad que se eleva al nivel de la universalidad, representada por el logos común a los dos interlocutores. (1998 45)

Por consiguiente, la refutación socrática entregada al logos es, de manera ejemplar, un ejercicio espiritual: porque, al imponerle a los interlocutores la perspectiva de la razón, disuelve en ellos al individuo pre-filosófico desordenado, atiborrado de opiniones y afectos no examinados, y, de ahí, suscita en ellos la preocupación por transformarse en individuos examinados, depurados, entregados al cultivo de valores universales –como la razón y la virtud– y desdeñosos de valores desprovistos de plena justificación. Este sería el sentido fundamental del tránsito de la forma de vida no-filosófica a la filosófica, de la transformación de sí que se emprende en todo ejercicio espiritual.

4. A modo de conclusión: la primacía de la personalidad vital virtuosa frente a la práctica de la refutación La refutación socrática es, entonces, un ejercicio espiritual y un tipo de discurso psicagógico en la medida en que propicia en los interlocutores de Sócrates una exhortación a transformar radicalmente su forma de vida. Este tránsito vital se hace efectivo por influencia del logos en el diálogo y, adicionalmente, se caracteriza por una inversión de los valores que rigen la vida del in-


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terlocutor refutado, para quien el cultivo de la razón y la virtud se tornaría del todo prioritario, y el de los honores y riquezas se tornaría vil (cf. Hadot 1998 49). No obstante, a pesar de que así describamos las implicaciones vitales del ejercicio discursivo de la refutación, no deja de sorprender el hecho de que gran parte de los interlocutores de Sócrates resultaron insensibles a semejante llamamiento vital, esto es, no cambiaron su forma de vida a pesar de haber experimentado la refutación socrática. A este respecto, Alcibíades es el ejemplo paradigmático de un interlocutor de Sócrates, cuyo trato con la refutación constituye un fracaso. Su peculiaridad yace en que ha vislumbrado a cabalidad la exhortación socrática hacia una conversión en su modo de vivir; mas, aun así, ha continuado apegado a sus afectos usuales y a su actitud vital previa al encuentro con Sócrates. En suma, no ha resonado satisfactoriamente ante la exhortación socrática. Consideremos su pronunciamiento en el Banquete: Incluso todavía ahora soy plenamente consciente de que si quisiera prestarle oído [a Sócrates] no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses. A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas, para no envejecer sentado aquí a su lado. Sólo ante él de entre todos los hombres he sentido lo que no se creería que hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer por el honor que me dispensa la multitud. Por consiguiente, me escapo de él y huyo, y cada vez que le veo me avergüenzo de lo que he reconocido. Y muchas veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con este hombre. (216a3-c4)

De acuerdo con esto, Alcibíades declara que es consciente del llamado que le impone el examen socrático, pero que, a su vez, es incapaz de atenderlo. De esta profunda contradicción, emerge el sentimiento de vergüenza frente a Sócrates. En definitiva, hay un umbral que el carácter de Alcibíades no puede franquear y que, de hacerlo, lo habría conducido a la opción vital por una forma de vida filosófica. Al parecer, la actividad discursiva de la refutación socrática es necesaria para contemplar dicho umbral; sin embargo, está lejos de ser suficiente para atravesarlo. Puesto en otros térmi-

nos: el discurso filosófico de la refutación, como ejercicio espiritual de exhortación, puede ser efectivo para que un interlocutor de Sócrates comprenda el apremio de una conversión total de su ser y de un abandono de su antigua manera de vivir, pero no es suficiente para propiciar la opción vital y existencial en procura de una forma de vida filosófica. Surge, pues, la siguiente pregunta: ¿acaso los interlocutores de Sócrates deben satisfacer ciertas condiciones previas para que el ejercicio de la refutación sea efectivo en ellos? Mi sospecha es que la respuesta a este interrogante es afirmativa: para que la refutación socrática tenga el efecto vital esperado, es indispensable que las personas que son examinadas por Sócrates tengan de por sí un carácter vital conforme a la virtud, al cuidado de una vida examinada y comprometida con la filosofía; este carácter vital caería por fuera de la actividad discursiva de la refutación, tendría primacía respecto de ella. Por consiguiente, el encuentro con Sócrates no produciría por sí mismo este talante vital en sus interlocutores, aunque daría ocasión para que dicho talante, toda vez que ya estuviese presente en el refutado, se actualice y resuene a la exhortación socrática hacia un modo filosófico de vivir. Entonces, habría que explicar la incapacidad moral de Alcibíades en la ausencia en él de cierto carácter virtuoso primigenio, y no en cierto fallo asociado con el procedimiento de la refutación socrática. Para sustentar esta idea, me apoyaré en las observaciones de Nehamas en su artículo What Did Socrates Teach and to Whom Did He Teach It? (1992). En él se traza un paralelo entre, por un lado, la relación de Sócrates con sus interlocutores y, por otro, la del dios que se pronuncia en Delfos con Sócrates. En resumen, Nehamas pone de presente que Sócrates fue capaz de interpretar la sentencia del dios y de emprender su misión de exhortar a los atenienses a la virtud por medio de la refutación porque ya poseía, de antemano, la inclinación vital y el carácter personal virtuoso necesarios. En concordancia, Sócrates buscaría en sus interlocutores esa misma disposición previa y primordial, de modo que su refutación sería la ocasión para que el interrogado despliegue la forma de vida virtuosa hacia la cual ya estuviese inclinado. Dice Nehamas: Unless one wants to be good, the gods are powerless to help. But how can one want to be good if one is ignorant of what goodness is (…)? In the case of Socrates, the god […] was lucky. There was no reason why Socrates was correctly motivated to inquire into virtue so as to be able to interpret the god’s command correctly. (304)

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Y, más adelante: […] the problem for which Socrates provides a solution on behalf of the god is as least as much of a problem for Socrates himself: how is he to make himself under stood to his fellows? The situation, for the god and for Socrates, is strictly parallel: only one good agent can recognize another”. (304)

Retomemos la pregunta central que figura en el resumen del presente trabajo: ¿de qué manera influyen entre sí la ‘forma de vida’ y el ‘discurso filosófico’ en Sócrates? El enfoque que aquí he explorado permite concluir que en la figura de Sócrates la esfera vital resulta primordial respecto de la esfera discursiva: la personalidad vital socrática en torno a la virtud posee cierta primacía frente a la práctica de los discursos socráticos. Estos últimos se hacen efectivos en su rol psicagógico, únicamente en la medida en que a ellos les subyace cierta actitud vital inicial, congruente con la vida conforme a la virtud. De esta manera, el análisis de Nehamas pone de presente que Sócrates, antes de su trato con el oráculo, ya poseía una personalidad inclinada hacia la virtud. Así mismo, cuando Nehamas afirma que no hay razón para que Sócrates encarnara de por sí semejante personalidad virtuosa, considero que quiere decir que la personalidad socrática es fundamentalmente anterior a toda actividad discursiva racional –v.g. la refutación–, precisamente, a la clase de actividad de la que esperaríamos pudieran extraerse razones. El punto es el mismo: la práctica racional de la refutación no produce sin más una inclinación vital filosófica-virtuosa, sino que la presencia inicial de esta última es la que dota a dicha práctica de su sentido y efectividad psicagógica. A este propósito, retomemos una observación de Nehamas en The art of living (1998). En términos generales, Sócrates representa un enigma desconcertante para los filósofos de esta tradición porque la manera en la que es representado en los diálogos platónicos denota un individuo completamente armonioso y coherente, un ready-made, ante el cual se eleva la pregunta de cómo llegó Sócrates a ser quien fue, qué camino recorrió para constituir su deslumbrante personalidad virtuosa (cf. Nehamas 1998 68). Con lo dicho hasta aquí, nos es forzoso responder que Sócrates no llegó a ser quien fue a través de una práctica discursiva y, en última instancia, no hay razón por la que en él ya palpitara cierto carácter acorde a la virtud. Una salvedad se nos impone: Nehamas afirma que Sócrates ya poseía primigeniamente un carácter vital determinado para explicar el hecho de que pudo inter-

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pretar al dios y emprender su misión entre los atenienses. Sin embargo, la misma primacía de su carácter vital explica el hecho de que Sócrates pudiera resonar, no solo ante la exhortación del dios, sino también ante la exhortación que habría ejercido sobre sí mismo. En efecto, Sócrates aplica su examen a modo de refutación en diálogo con interlocutores y en diálogo consigo mismo. Su preocupación recae tanto en el examen de los demás como en el examen de sí mismo: […] digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros […] (Apol. 38a26; énfasis mío).

En esta cuestión, cabe la siguiente extrapolación: al igual que los interlocutores de Sócrates deberán tener un carácter vital inicial para ser afectados plenamente por el examen socrático, también Sócrates mismo necesita poseer este carácter primordial para ser sensible a su auto-examen. Empero, no podemos quedar satisfechos con esta respuesta. Aquí surge un interrogante adicional: si Sócrates ya posee de suyo cierto talante ético que lo anima al cuidado de una forma de vida filosófica, ¿por qué no abandonó la práctica discursiva de la refutación toda vez que su carácter virtuoso ya estaba garantizado? Considero que el carácter virtuoso de Sócrates requiere de la constante práctica discursiva de la refutación para reactualizarse y reafirmarse a cada instante. Hadot lo expresa de modo insuperable: No sólo es a los demás sino a él mismo a quienes Sócrates no deja de poner a prueba. La pureza de la intención moral debe siempre ser renovada y restablecida. La transformación de sí mismo nunca es definitiva. Exige una perpetua reconquista (1998 48).

En este sentido, la perpetua reconquista del carácter virtuoso se posibilita por cuenta de la refutación socrática porque esta, hasta cierto punto, tendría el efecto de revelar, a través del examen racional de algún concepto moral, los límites del lenguaje (cf. Hadot 2006b 46). Así lo experimenta Laques al ser refutado a propósito de la definición del valor: Yo estoy dispuesto, Sócrates, a no abandonar. Sin embargo, estoy desacostumbrado a los diálogos de este tipo. Pero, además, se apodera de mí un cierto ardor por la discusión ante lo tratado, y de verdad me irrito, al no ser como ahora


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capaz de expresar lo que pienso. Pues creo, para mí, que tengo una idea de lo que es el valor, pero no sé cómo hace un momento se me ha escabullido, de modo que no puedo captarla con mi lenguaje y decir en qué consiste. (194a6-b3; énfasis mío)

De esta forma, la refutación es indispensable porque, al mostrar los límites del discurso y al disolver toda respuesta que pretenda ser definitiva en torno al problema de la virtud, redirige a los refutados “[…] a un cuestionamiento del individuo que debe decidir si tomará o no la resolución de vivir de acuerdo a la conciencia y a la razón […]” (Hadot 2006b 46). La refutación socrática es, por tanto, un ejercicio que hace de la forma de vida un problema permanente, que se renueva y debe examinarse a cada momento. Por esta razón, la ‘forma de vida’ socrática está estrechamente emparentada con la práctica del ‘discurso filosófico’ de la refutación: si bien solo quienes posean una personalidad virtuosa primigenia serían sensibles a la exhortación de la refutación, es el compromiso con la práctica de la refutación lo que renueva constantemente la preocupación por la validez de la personalidad virtuosa en medio del flujo de circunstancias cambiantes de la vida. La refutación, por tanto, hace de la forma de vida virtuosa un problema vivo y no meramente discursivo, toda vez que cualquier pretendida solución discursiva a la pregunta sobre cómo se debe vivir no está garantizada ante la posibilidad de caer víctima de la refutación. A falta de una respuesta definitiva, los individuos inmersos en el diálogo con Sócrates, y Sócrates mismo, han de guardar una actitud vigilante y preocuparse en confirmar, en cada paso de su vida, la validez del vivir filosóficamente en conformidad con la razón y la virtud. El practicar incesantemente el examen y la refutación resulta ineludible, toda vez que previene al filósofo de todo autoengaño, de toda autocomplacencia en detrimento de la integridad y autenticidad de su elección por la vida filosófica. Con esta observación concluyo mis esfuerzos por hacer visible una manera radical en la que se fundaría un vínculo entre la vida y el quehacer de la filosofía.

Bibliografía Benson, H. “The Socratic Method”. The Cambridge Companion to Socrates. Ed. Donald R. Morrison. Cambridge: University Press, 2011. Hadot, P. ¿Qué es la filosofía antigua? México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1998. Hadot, P. Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Madrid: Siruela, 2006a. Hadot, P. Elogio de Sócrates. México D.F.: Textos de me cayó el veinte, 2006b. Meléndez, G. Discurso filosófico y forma de vida según Pierre Hadot. Bogotá: Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia, 2015 (Inédito). Nehamas, A. “What Did Socrates Teach and to Whom Did He Teach It?” The Review of Metaphysics 46.2 (1992): 279-306. Nehamas, A. The Art of Living: Socratic Reflections From Plato to Foucault. Berkeley: University of California Press, 1998. Nietzsche, F. La filosofía en la época trágica de los griegos: Obras completas. Ed. Diego Sánchez Meca. Vol. 1. Madrid: Editorial Tecnos, 2011. Nietzsche, F. Los filósofos preplatónicos: Obras completas. Ed. Diego Sánchez Meca. Vol. 1. Escritos de juventud. Madrid: Editorial Tecnos, 2011. Platón. “Apología de Sócrates”. Diálogos. Vol. 1. Madrid: Gredos, 1981: 137-186. Platón. “Banquete”. Diálogos. Vol. 3. Madrid: Gredos, 1986: 143-287. Platón. “Gorgias”. Diálogos. Vol. 2. Madrid: Gredos, 1983: 7-145. Platón. “Laques”. Diálogos. Vol. 1. Madrid: Gredos, 1981: 443-485. Platón. “Protágoras”. Diálogos. Vol. 1. Madrid: Gredos, 1981: 487-589.

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Se terminรณ de diagramar el mes de mayo de 2017, Bogotรก, Colombia. Las fuentes utilizadas: Swift y TheMix en sus distintos pesos.



De la materia a la expresión:

“Los avatares de la obra de arte” Siguiendo la ruta trazada por Dufrenne en su Fenomenología de la experiencia estética Jhovany Garzón UNIVERSIDAD DE CALDAS

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Un análisis entre la heteronormatividad colombiana y el deseo de autorrealización de las personas LGBTI Elizabeth Palacio UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

Sobre la cuestión acerca de

si la figura que vemos es la misma que tocamos Carlos A. Cortés UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

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Examen de la relación entre ‘discurso filosófico’ y ‘forma de vida’ en la figura de Sócrates

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La refutación socrática como ejercicio espiritual

Número 33

Apoyan Apoyan Programa Gestión de Proyectos Dirección de Bienestar Facultad de Ciencias Humanas Sede Bogotá


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