CLANDESTINIDAD de Gustavo Dessal

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Clandestinidad



Gustavo Dessal

Clandestinidad


Dessal, Gustavo Clandestinidad. - 1a ed. - Buenos Aires : interZona editora, 2010. 128 p. ; 22x14 cm isbn 978-987-1180-60-8 1. Narrativa Argentina. i. Título cdd a863

© Gustavo Dessal, 2010 Esta edición c/o SalmaiaLit, Agencia Literaria © interZona editora, 2010 Pasaje Rivarola 115 (1015) Buenos Aires, Argentina www.interzonaeditora.com info@interzonaeditora.com Diseño: Gustavo J. Ibarra Imagen de tapa: IStockphoto isbn 978-987-1180-60-8 Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Libro de edición argentina No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la trans­misión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.


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Es por acá, no es cierto. Sí, un poco más adelante. Por ese camino. Allá está, es ese banco. No, ese no, el otro, el que está debajo de los árboles. Claro, me confundí. Es que hace mucho que no venimos. Sí, mucho. Nos sentamos un rato, querés. Sí, está bien. Vamos a sentarnos. Me encanta venir acá, pero me parece que a vos te pone un poco triste. No, triste no, bueno, a lo mejor, pero a mí también me gusta venir. Pero no venís casi nunca. Sí, la verdad es que vengo poco. A veces, cuando tengo que hacer algo cerca de acá, entonces vengo y me siento, me fumo un cigarrillo y después me voy. Y seguro que te ponés a recordar. Sí, claro, es lógico. Acá se besaban, no. Siempre me preguntás lo mismo. Me gusta que me lo cuentes. Pero si ya te lo conté un montón de veces. No importa. Dale, contámelo de nuevo. Ya sabés que siempre que venimos quiero que me lo cuentes. Está bien. Nos sentábamos acá toda la tarde, y nos dábamos unos besos. 9


En la boca. Y, sí, dónde va a ser, en la boca. Y qué más. Cómo qué más. Nada más. En esa época no hacíamos nada más. Teníamos quince años, y además este es un lugar público, no. Qué querés que hiciéramos. Bueno, si te molesta hablamos de otra cosa. No, pero si no es eso, es que me hacés cada pregunta.

Claro que le molesta. Le molesta todo lo que tiene que ver con ella, pero hay que disimular. Está acostumbrado a disimular, porque lleva haciéndolo más de media vida, no obstante por dentro sigue sintiendo algo raro cada vez que sale este asunto. Y por una u otra razón, siempre sale. Alguien pronuncia ese nombre, un nombre tan común, y entonces algo cambia en su interior. Pasa con el coche cerca de su casa y la ve cruzar la calle, con el uniforme del Colegio y la carpeta en la mano. Una vez tuvo que frenar de golpe porque le pareció que iba a atropellarla, pero en ese momento la imagen se desvaneció. Por suerte no venía nadie detrás. Prende el televisor y hablan de esa época. Últimamente no paran de hablar de esa época, pero a él no lo mencionan nunca. Su nombre no figura en ninguna parte, porque él jamás fue de los importantes. Era uno de tercera, o de cuarta, de los que no salieron a la luz, y fue lo bastante hábil y discreto como para mantenerse siempre en la penumbra. Una familia normal, un trabajo normal, una vida silen­ ciosa. Cuando todo acabó, cada uno se dispersó por donde pudo. Él no volvió a ver a ninguno de los otros. Nadie lo buscó, nadie lo reconoció en la calle. Una persona corriente, como cualquiera.

Escuchame, no es que yo te hago preguntas raras. Es que vos contás las cosas sin gracia. Dale, contámelo bien, como a mí me gusta. 10


Yo la iba a buscar al Colegio y nos veníamos caminando para acá. Nos sentábamos en este banco, y pasábamos el resto del día hasta que se hacía de noche. Entonces la acompañaba a su casa y después me tomaba el colectivo a la mía. Todos los días. No, todos los días no. No la dejaban. Solamente los viernes. A veces nos veíamos también el sábado. Íbamos al centro a comer pizza, y después ella me llevaba al Di Tella. Qué es ese lugar. Ahora ya no existe más. Era una especie de museo, o algo así, donde hacían exposiciones de cuadros y cosas raras que me aburrían un montón, pero ella insistía en que yo tenía que apreciar el arte, y a mí eso más que arte me parecía una cueva de putos y minas locas. Vos siempre tan culto y refinado. Y qué querés que le haga, me pasaba eso. Además, vos no podés opinar si ni siquiera lo conociste. El asunto es que me la aguantaba porque quería estar con ella. Me callaba la boca y ella se pasaba todo el tiempo explicándome los cuadros. Decía cosas sobre la vanguardia, la influencia de los artistas norteamericanos, y nombraba a tipos que yo no había oído en mi vida. Estabas enamorado.

Por fuera sonríe, porque sabe disimular, pero por dentro se ha quedado inmóvil, paralizado, como si de esa manera pudiera borrarlo todo, el pasado, el presente, el parque, el camino, el banco donde están sentados ahora, la estatua de bronce que los está mirando, los árboles. No sabe responder a esa pregunta. No sabe responder a ninguna pregunta, por eso jamás se deja tentar por las cavilaciones. Pero la piba le gustaba. Claro que había más, aunque no se lo iba a contar. Cuando no pasaba nadie entonces él le metía la mano 11


debajo de la pollera y ella hacía como que le molestaba, pero se dejaba. Incluso abría un poco las piernas para que la mano de él pudiera llegar mejor al objetivo. De repente venía alguien y tenían que separarse y poner cara de santos, y así todo el rato. No puede recordar si estaba enamorado. No está seguro de haber experimentado esa sensación. Lo vio en las películas muchas veces, pero a lo mejor a él no le sucedió nunca.

Enamorado no sé, pero me gustaba mucho. Era una piba muy linda. Linda como quién. Bueno, no sé. Linda. Tenía el pelo así como vos, un poco más oscuro. Y los ojos marrones. Nada especial, pero era linda. No se pintaba ni nada. Cómo me hubiera gustado verlos a los dos. Y vos cómo ibas en esa época. Como todos los pibes. Con vaqueros y el pelo largo, pero no mucho, porque en el colegio no te dejaban usarlo muy largo. Y nunca tuviste una foto de ella. No. Estuviste saliendo con ella más de tres años y no tenías ni una sola foto. Lo que se dice muy romántico no eras. No, tenés razón, no era muy romántico. Nadie me enseñó.

Sí que tiene una foto, pero no se la mostró nunca a nadie, ni lo hará jamás. La escondió tan bien que ya no se acuerda de dónde la puso. No la volvió a mirar, pero la imagen está fija en su memoria, como si tuviese la fotografía delante de los ojos. Es en el Tigre, durante una excursión en una de esas lanchas de paseo. Hacía un calor terrible y los mosquitos eran despiadados. Ella está en el muelle, agarrada a una baranda, y tiene los ojos cerrados porque se había mareado un poco. Después se enojó con él porque le había sacado 12


esa foto tan fea, y la quería tirar. Pero él no se la dio, y ya no le hizo más fotos. No volvieron al Tigre, porque a él no le gustó. No le gustó la gente, esa gente que se iba con el mate y la heladera portátil a pasar el día y remojarse en el agua barrosa. Ella, en cambio, decía que había que tener contacto con el pueblo, que él era un sectario, un reaccionario, y cosas por el estilo que ni siquiera entendía muy bien. Pero la verdad es que no era un sectario. Más bien no era nada. Su contacto con el pueblo era de otro tipo. Prefería ir a los billares, en especial a uno que estaba en la calle Sarmiento, cerca del Bajo. Ella protestaba porque se aburría, y dejó de acompañarlo. Pasó el tiempo, ella siguió estudiando, y los fines de semana se iba a tomar café y a fumar a La Paz, porque había empezado a fumar y a conocer a la gente con la que después se juntó. Al año siguiente él largó los estudios y se puso a trabajar en un taller mecánico, y los sábados por la noche se iba al billar. A ella la veía por la tarde o el domingo. Ahora tenía plata y podían ir a un hotel alojamiento. Ya no volvieron al banco de la plaza.

Pero qué decís, el romanticismo no se enseña. Y entonces qué, se nace. Tampoco. Bueno, no importa, seguí contando. Qué más querés que te cuente. Los abuelos la conocieron. Sí, una vez la vio tu abuela, porque justo el día que vino a casa tu abuelo no estaba. Como siempre. Sí, como siempre. Ella me vino a buscar, tocó el timbre, y la abuela la hizo pasar. La invitó a tomar la leche, pero a ella le dio vergüenza y no quiso. Nos fuimos enseguida, y cuando volví a la noche la abuela me preguntó si esa chica era mi novia, y me dijo que era muy linda, y que la tenía que tratar muy bien. 13


Y vos la tratabas bien. Claro. Cuando empecé a trabajar la invitaba al centro a comer tostados. Y de qué hablaban. A esa edad, de qué habla uno. De pavadas.

No hablaban de pavadas. En realidad él no hablaba de nada, porque no tenía nada para decir. Era ella la que hablaba sin parar y le contaba lo que hacía, lo que leía, la gente con la que empezaba a juntarse. Le explicaba la importancia de lo que estaba sucediendo, la coyuntura, esa palabra que ella usaba a cada rato y que él no entendía, a pesar de que ella se lo aclaraba todas las veces, pero él se volvía a olvidar y ella perdía la paciencia, aunque seguía yendo con él al hotel alojamiento, porque eso estaba bien y a ella le gustaba. Una tarde de esas le habló de la revolución. Estaban desnudos sobre la cama, fumando, y ella hablaba de la revolución, de los trabajadores, de las negociaciones que estaban teniendo lugar para el retorno del líder en el exilio. Él se aburría pero escuchaba todo, aunque por dentro estaba pensando en cualquier cosa, por ejemplo que esa noche iba a ir a los billares a ensayar una carambola nueva que le había enseñado el Loco Galván. A ella no le había contado nada del Loco Galván, porque ya la conocía bien y estaba seguro de que lo iba a criticar. Tampoco era una gran amistad, pero habían empezado a hablar una noche en el billar de la calle Sarmiento. Era un tipo alto y nervioso, con el pelo lleno de gomina, que fumaba sin filtro y sin parar. Un buen jugador, de los que estudian el golpe con una precisión mecánica y lo ejecutan sin mover un músculo de la cara. Le enseñó algunos trucos, y él aprendió rápido. El Loco tenía siempre un vaso de whisky en la mano, y cuando le tocaba jugar lo dejaba en el borde de la mesa con mucho cuidado para que no se volcara, sin dejar de mirar fijamente el paño. A veces lo acompañaba alguna mujer despampanante, 14


una que él no podría tener ni en sueños, y entonces le entregaba el vaso a ella para que se lo tuviera mientras le daba a la bola. Él miraba todo eso con una extraña fascinación. La cara imperturbable de Galván anticipándose a la trayectoria. El taco deslizándose entre los dedos. El estrépito de las bolas sobre el paño verde. El vaso de whisky apoyado en el escote de la mujer. La neblina del tabaco empañando las luces del local. Mientras tanto, en algún lugar alejado de la ciudad, ella y sus compañeros fabricaban el futuro en reuniones que se prolongaban hasta la madrugada.

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Lloraba por las noches, como tantos bebés, pero nadie se dio cuenta de que le dolían los oídos. El padre casi nunca dormía en casa, y la madre solo sabía agarrarlo en brazos y sacudirlo como si fuera una bolsa de papas. Hasta que no le vio pus goteando por las orejas no lo llevó al Hospital de Niños, y allí lo tuvieron internado una semana, porque la infección se había extendido y le provocó una fiebre que por poco lo mata a convulsiones. Al final lograron pararle la infección, pero uno de los oídos le quedó inservible. Ese fue uno de sus grandes triunfos en el arte de disimular. Desde muy chico se las arregló para compensar su defecto empleando a fondo el oído sano y mirando los labios de la persona con la que hablaba. Ni siquiera los padres lo sabían. Nunca lo supo nadie, salvo una excepción, y esa excepción le arruinó la infancia. La pesadilla comenzó en segundo grado, cuando entró un alumno nuevo. Ojeda era un morenito de pelo duro y la cara arrugada como un viejo. Venía de una provincia del norte, y hablaba con un acento arrastrado. Tenía unos ojos muy pequeños de víbora y una mirada filosa que lo advertía todo. Se sentaba al fondo de la clase, y desde allí estudiaba lo que sucedía a su alrededor sin perder detalle. Era de un hogar muy pobre, y desde la cuna había aprendido las mañas que se precisan para sobrevivir en un mundo sin regalos. Al cabo de unas semanas de empezar las clases, el nuevo ya había conseguido reconstruir los hilos invisibles que anudaban y entreveraban las vidas de aquellos chicos y, por supuesto, no tardó en 16


detectar que había uno un poco raro. Lo estuvo merodeando unos días, incluso se acercó a él a darle conversación, hasta que comprendió lo que pasaba. Vos sos sordo, le dijo. Él se lo quedó mirando con los ojos desorbitados, como si le hubieran dado una descarga eléctrica. Pero qué decís, le respondió cuando por fin logró reponerse del golpe, de dónde sacaste que soy sordo. Dale, no te hagás el sota que ya me di cuenta. Vos sos medio sordo, precisó con gran habilidad diagnóstica. Era una cuestión de vida o muerte. Allí estaba ese hijo de puta sonriéndole con sus dientes picados y las manos metidas en los bolsillos del guardapolvo. Y entonces, presa del espanto, pronunció lo que sería su perdición definitiva. Qué querés.

Para empezar, fue un peso. La semana siguiente, dos. Al principio lo pudo arreglar con una plata que le había regalado su tía, pero se le acabó enseguida. No tuvo más remedio que hacer incursiones en el monedero de la madre, una acción demasiado arriesgada debido a que el magro contenido hacía muy evidente cualquier falta. Esa también fue una solución que no duró mucho. Desesperado, cometió un segundo error, que fue implorar, humillarse. Era exactamente lo que Ojeda estaba esperando. La primera parte no había sido más que una operación de ablande. Ahora venía lo bueno. Muchos años después, como un resplandor en medio de la noche, la pregunta se encendió en su cerebro, extinguiéndose unos segundos más tarde. Se había acostumbrado a no preguntarse nada, pero en esa ocasión no pudo evitarlo. No supo explicarse por qué había preferido aquel suplicio en lugar de la vergüenza de que sus compañeros lo llamasen sordo. 17


Sordo y puto, le susurraba Ojeda en el oído sano, y se moría de risa mostrando los dientes podridos. Él se ponía rojo de furia, y el odio le carcomía las entrañas.

Un día fue al bar de la esquina a comprar unos sifones. Se acercaba el fin de año, y hacía un calor que derretía las veredas. Unos hombres estaban sentados en una mesa y jugaban a las cartas debajo de un ventilador de techo. Uno de ellos se quitó el saco y lo colgó de una silla, sin darse cuenta de que se le caía la billetera al piso. Él estaba al lado esperando a que le entregaran los sifones, y el corazón le empezó a latir con más fuerza. Se fue arrimando despacio, apenas unos centímetros. Los hombres seguían tan absortos en el juego que ni siquiera habían advertido su presencia. El dueño del bar estaba agachado detrás del mostrador, y en las demás mesas no había nadie. Entonces puso un pie encima de la billetera, y extendió los brazos para recibir la bolsa con los dos sifones que le estaba entregando el dueño. Apoyó la bolsa en el piso, simuló atarse los cordones del zapato, y en un instante guardó la billetera. Cuando salió del bar corrió hasta su casa, dejó los sifones en la cocina, y se metió en la pieza del fondo. Pensó que había logrado su salvación. Suponía que noventa y dos pesos iban a alcanzar para comprar su rescate, pero se volvió a equivocar. A Ojeda le brillaron los ojos mientras contaba la plata, y no dijo nada. Faltaban dos semanas para que terminaran las clases, y decidió aflojarle la correa. Él pasó los tres meses de vacaciones despertándose sobresaltado en mitad de la noche. Alternaba los días pensando a veces que todo se había acabado, y otras anticipando la continuación de su asquerosa esclavitud. Cuando en su mente se proyectaba lo que Ojeda le obligaba a hacer todos los días, encerrados en el baño, se le revolvía el estómago, y una corriente de odio le subía por la garganta pretendiendo convertirse en un grito, un espantoso alarido 18


que al final se quedaba en nada, apenas un sonido ahogado entre las sábanas mordidas. Dejó de comer, porque la comida le daba arcadas, y se quedó flaco y ojeroso. Eran las vacaciones, y ni siquiera tenía ganas de salir a jugar a la calle. Esta vez la madre se dio cuenta de que le pasaba algo, y lo llevó al hospital. Lo revisaron de pies a cabeza, pero no le encontraron nada. Cosas de la edad, dijo el médico, por decir algo. Los últimos quince días antes de que empezaran de nuevo las clases, se los pasó rezando. En su casa no eran creyentes, nunca lo habían llevado a la iglesia, y sin embargo la desesperación lo obligó a inventarse una plegaria en la que le pedía a Dios que hiciera algo para que Ojeda no volviera a la escuela, o para que él cobrara fuerzas y pudiera romper ese cable de acero que lo ataba a la maldita voluntad de esa cucaracha. Pero Dios también estaba sordo, y las clases empezaron otra vez, y Ojeda volvió a ocupar su sitio en el fondo del aula, y todo siguió igual. O peor.

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Y a quién quisiste más, a ella o a mamá. Pero decime la verdad. Hoy me parece que te levantaste piantada. A tu vieja, lógico. Por qué lógico. Podrías haberla querido más a ella, qué tiene de raro. Bueno, no sé, pero el asunto es que yo la quiero más a tu vieja, si no me habría casado con la otra, no te parece. Está bien, no te enojés. Pero de todas maneras con la otra no te habrías podido casar porque te largó, o no fue así.

No fue así. La verdad es que no sabe muy bien lo que significa querer. A la hija posiblemente la quiere, o al menos siente algo que se parece al amor. Y se casó porque tenía que casarse, porque un tipo casado pasa más desapercibido, se confunde mejor con la multitud anónima, en cambio un soltero destaca más. Cómo, tan grande y todavía soltero, piensa la gente, debe ser un tipo raro, y él no quería que nadie pensase que era un tipo raro, bastante con que alguna vez lo hubiera pensado él mismo, cuando la historia de Ojeda volvía a asomar en su recuerdo, y la cara se le ponía pálida como la muerte. Tampoco era exacto que ella lo había dejado. No fueron así las cosas. Un sábado a la noche habían salido del cine, donde ella lo había arrastrado a ver una de esas películas suecas con las que se quedaba dormido como un tronco. Fueron a un restaurante a comer unos fideos, y ahí ella le dijo que tenía que desaparecer por un tiempo. Acababa de cumplir los diecinueve, y tenía decidido 20


pasar a la clandestinidad. Fue la primera vez que él escuchó esa palabra, o al menos la primera vez que le prestaba atención. Clandestinidad. Ella le explicó lo que quería decir, y a él no le pareció ni bien ni mal, porque en realidad no terminaba de captar la idea. Solo le preguntó si iban a poder seguir yendo al hotel alojamiento, y ella se rió mucho. Sos un boludo, le dijo, y después se fueron a un hotel a pasar la noche, porque al día siguiente ella tendría que viajar al norte. Él le preguntó adónde, pero ella le contestó que no podía decírselo.

Sí, pero en esa época yo ya andaba en otra, sabés. Ya no estaba tan pendiente de ella como antes, entonces lo superé como pude, no demasiado mal. Laburaba mucho en el taller, y los fines de semana salía con los muchachos, o me iba a la cancha. Y no la extrañabas. A veces.

A veces. Se acordaba de ella de vez en cuando. Un día pasó por la puerta de su casa y estuvo a punto de tocar el timbre para preguntarle a la madre si tenía noticias de ella, pero no se atrevió y siguió de largo. Los sábados y los domingos los pasaba metido en el billar. Ya jugaba bastante bien, y el Loco lo felicitaba y lo convidaba con whisky. A él no le gustaba el whisky al principio, porque no estaba acostumbrado al alcohol. Pero con el tiempo se fue habituando y empezó a tomar bastante, aunque después lo dejó de golpe. De todos modos no llegó a tomar tanto como el Loco, que enseguida se emborrachaba. Él lo admiraba, porque siempre estaba rodeado de mujeres impresionantes, y se notaba que manejaba mucha plata. Usaba remeras Fred Perry y tenía un Torino rojo con los asientos tapizados en plástico blanco, algo increíble. Él no tenía ni 21


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