La cruda realidad
Cuentos de los hermanos Grimm
La cruda realidad: cuentos de los hermanos Grimm
Edición, diseño e ilustración: Angie Katherine Figueroa Ginneth Viviana Hernández Bogotá, Colombia 2017
Hay muchas maneras de contar los clรกsicos cuentos de hadas, y no siempre son tan agradables. Una ediciรณn audaz, bella y fiel al original de los cuentos de los Hermanos Grimm. Sin omisiรณn alguna a las partes crudas, crueles o despiadadas.
ÍNDICE HANSEL Y GRETEL 6-23 BARBA AZUL 24-43 BLANCANIEVES 43-67 CAPERUCITA ROJA 68-79
HANSEL Y GRETEL Erase una vez un leñador muy pobre que tenía dos hijos: un niño llamado Hansel, y una niña llamada Gretel, y que había contraído nuevamente matrimónio después de que la madre de los niños falleciera.
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El leñador quería mucho a sus hijos pero un día una terrible hambruna asoló la región. Casi no tenían ya que comer y una noche la malvada esposa del leñador le dijo: “No podremos sobrevivir los cuatro otro invierno. Deberemos tomar mañana a los niños y llevarlos a la parte más profunda del bosque cuando salgamos a trabajar. Les daremos un pedazo de pan a cada uno y luego los dejaremos allí para que ya no encuentren su camino de regreso a casa.” El leñador se negó a esta idea porque amaba a sus hijos y sabía que si los dejaba en el bosque morirían de hambre o devorados por las fieras, pero su esposa le dijo: “Tonto, ¿no te das cuenta que si no dejas a los niños en el bosque, entonces los cuatro moriremos de hambre?”- Y tanto insistió la malvada mujer, que finalmente convenció a su marido de abandonar a los niños en el bosque.
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Afortunadamente los niños estaban aún despiertos y escucharon todo lo que planearon sus padres. “Gretel” dijo Hansel a su hermana: “No te preocupes que ya tengo la solución”.
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A la mañana siguiente todo ocurrió como se había planeado. La mujer levantó a los pequeños muy temprano, les dió un pedazo de pan a cada uno y los cuatro emprendieron la marcha hacia el bosque. Lo que el leñador y su mujer no sabían era que durante la noche, Hansel había salido al jardín para llenar sus bolsillos de guijarros blancos, y ahora, mientras caminaban, lenta y sigilosamente fue dejando caer guijarro tras guijarro formando un camino que evitaría que se perdieran dentro del bosque. Cuando llegaron a la parte más boscosa, encendieron un fuego, sentaron a los niños en un árbol caido y les dijeron “Aguarden aquí hasta que terminemos de recoger la leña y trabajar”.
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Por largas horas los niĂąos esperaron hasta que se hizo de noche.
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Cuando la noche se hizo más oscura Gretel decidió que era tiempo de volver, pero Hansel le dijo que debían esperar que saliera la luna y así lo hicieron, cuando la luna iluminó los guijarros blancos dejados por Hansel fue como si hubiera delante de ellos un camino de plata. A la mañana siguiente los dos niños golpearon la puerta de su padre; “¡Hemos llegado!” gritaron los niños, la madrastra estaba furiosa, pero el leñador se alegró inmensamente, porque lamentaba mucho lo que había hecho. Vivieron nuevamente los cuatro juntos un tiempo más, pero a los pocos días, una hambruna aún más terrible que la anterior volvió a devastar la región. El leñador no quería separarse de sus hijos pero una vez más su esposa lo convenció de que era la única solución.
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Los niños oyeron esto una segunda vez, pero esta vez Hansel no pudo salir a recojer los guijarros porque su madrastra había cerrado con llave la puerta para que los niños no se pudieran escapar. “No importa” le dijo Hansel a Gretel: “No te preocupes, que algo se me ocurrirá mañana”, Aún no había salido el sol cuando los cuatros dejaron la casa, Hansel fue dejando caer todo a lo largo del camino, las miguitas del pan que le habían dado antes de partir la malvada madrastra. Nuevamente los dejaron junto al fuego, en lo profundo del bosque, y esperaron mucho tiempo allí sentados, cuando estaba oscureciendo quisieron volver a casa, Oh! que gran sorpresa se llevaron los niños cuando comprobaron que todas las miguitas dejadas por Hansel se las habían comido las aves del bosque y no quedaba ni una solita.
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Solos, con mucha hambre y llenos de miedo, los dos niños se encontraron en un bosque espeso y oscuro del que no podían hallar la salida. Vagaron durante muchas horas hasta que por fin, encontraron un claro donde sus ojos descubrieron la maravilla más grande que jamás hubiesen podido imaginar: ¡una casita hecha de dulces! Los techos eran de chocolate, las paredes de mazapán, las ventanas de caramelo, las puertas de turrón, el camino de confites, “¡un verdadero manjar!” dijo Hansel quien corrió hacia la casita diciendo a su hermana: “¡Ven Gretel, yo comeré del techo y tu podrás comerte las ventanas!” Y así diciendo y corriendo, los niños se avalanzaron sobre la casa y comenzaron a devorarla sin notar que, sigilosamente salía a su encuentro una malvada bruja que inmediatamente los llamó y los invitó a seguir.
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Veo que querían comer mi casa” dijo la bruja “Pues ahora ¡yo los voy a comer a ustedes!” y los tomó prisioneros. Y así diciendo los examinó: “Tu, la niña” dijo mirando a Gretel “me servirás para ayudarme mientras engordamos al otro que está muy flacucho y así no me lo puedo comer, pues solo lamería los huesos”. Y sin prestar atención a las lágrimas de los niños tomó a Hansel y lo metió en un diminuto cuarto esperando el día en que estuviese lo suficientemente gordo para comérselo. Una noche mientras la bruja dormía los niños empezaron a crear un plan. “Como la bruja es muy corta de vista” dijo Gretel “cuando ella te pida que le muestres uno de sus dedos para sentir si ya estas rellenito, tu lo que vas a sacar por entre los barrotes de la jaula es este huesito de pollo, de forma tal que la bruja sienta lo huesudo de tu mano y decidía esperar un tiempo más” y ambos estuvieron de acuerdo con la idea.
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Sin embargo, y como era de esperarse, esa situación no podía durar por siempre, y un mal día la bruja vociferó: “Ya estoy cansada de esperar que este niño engorde. Come y come todo el día y sigue flaco como el día que llegó”. Entonces encendió y gigantesco horno le gritó a Gretel, “métete dentro para ver si ya está caliente”, pero la niña, que sabía que en realidad lo que la bruja quería era atraparla dentro para comérsela también, le replicó: “No se como hacerlo” “Quítate” grito la bruja, moviendo los brazos de lado a lado y lanzando maldiciones a diestra y siniestra, “estoy fastidiada” le dijo: “Si serás tonta. Es lo más fácil del mundo, te mostraré cómo hacerlo” Y se metió dentro del horno. Gretel, sin dudar un momento, cerró la pesada puerta y dejó allí atrapada a la malvada bruja que, dando grandes gritos pedía que la sacaran de aquel gran horno, fue así como ese día la bruja murió quemada en su propia trampa. Gretel corrió entonces junto a su hermano y lo liberó de su prisión.
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Entonces los niños vieron que en la casa de la bruja había grandes bolsas con montones de piedras preciosas y perlas. Así que llenaron sus bolsillos lo más que pudieron y a toda prisa dejaron aquel bosque encantado. Caminaron y caminaron sin descansar y finalmente dieron con la casa de su padre quien al verlos llegar se llenó de júbilo porque desde que los había abandonado no había pasado un solo día sin que lamentase su decisión. Los niños corrieron a abrazarlo y, una vez que se hubieron reencontrado, les contó que la malvada esposa había muerto y que nunca más volvería a lastimarlos, los niños entonces recordaron y vaciaron sus bolsillos ante los incrédulos ojos de su padre que nunca más en toda su vida debió padecer necesidad alguna.
FIN
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BARBA AZUL En algún tiempo vivía un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles muy adornados y carrozas doradas; pero, por desgracia, su barba era azul, color que le daba un aspecto tan feo y terrible que no había mujer ni joven que no huyera a su vista.
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Pidiole una en matrimonio, dejando a la madre la elección de la que había de ser su esposa. Ninguna de las jóvenes quería casar con él; sin que la otra ni la una se resolvieran a ser la mujer de un hombre que tenía la barba azul. Además, aumentaba su disgusto el hecho de que había casado con varias mujeres y nadie sabía lo que de ellas había sido. Barba Azul, para trabar con ellas relaciones, llevolas con su madre, tres o cuatro amigos íntimos y algunas jóvenes de la vecindad a una de sus casas de campo en la que permanecieron ocho días completos, que emplearon en paseos, partidos de caza, bailes y tertulias, sin dormir apenas y pasando las noches en decir chistes. Tan agradablemente se deslizó el tiempo, que a la menor pareciole que el dueño de casa no tenía la barba azul y que era un hombre muy bueno; y al regresar a la ciudad celebraron la boda.
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Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su esposa que se veía obligado a hacer un viaje a provincias, que a lo menos duraría seis semanas, siendo importante el asunto que a viajar le obligaba. Rogole que durante su ausencia se divirtiese cuanto pudiera, invitara a sus amigas a acompañarla, fuera con ellas al campo, si de ello gustaba, y procurara no estar triste. -Aquí tienes, añadió, las llaves de los dos grandes guardamuebles. Estas son las de la vajilla de oro y plata que no se usa diariamente; las que te entrego pertenecen a las cajas donde guardo los metales preciosos; estas las de los cofres en los que están mis joyas, y aquí te doy el llavín que abre las puertas de todos los cuartos. Esta llavecita es la del gabinete que hay al extremo de la gran galería de abajo. Ábrelo todo, entra en todas partes, pero te prohíbo penetrar en el gabinete; y de tal manera te lo prohíbo, que si lo abres puedes esperarlo todo de mi cólera. Prometiole atenerse exactamente a lo que acababa de ordenarle; y él, después de haberla abrazado, metiose en el carruaje y emprendió su largo viaje.
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Las vecinas y los amigos no esperaron a que les llamasen para ir a casa de la recién casada, pues grandes eran deseos de verlo todo, que no se atrevieron a realizar estando el marido, porque su barba azul les espantaba. Acto continuo pusiéronse a recorrer los cuartos, los gabinetes, los guardarropas, siendo sorprendente la riqueza de cada habitación. Subieron enseguida a los guardamuebles, donde no se cansaron de admirar el número y belleza de los tapices, camas, sofás, mesas y espejos que reproducían las imágenes de la cabeza a los pies. No cesaban de ponderar y envidiar la dicha de su amiga, que no se divertía viendo tales riquezas, pues la dominaba la impaciencia por ir a abrir el gabinete de abajo.
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Empujola la curiosidad, sin fijarse en que faltaba a la educación abandonando a sus amigas, bajó por una escalerilla con tanta precipitación que dos o tres veces corrió peligro de desnucarse. Al llegar a la puerta del gabinete detúvose algún tiempo, pensando en la prohibición de su marido y que la desobediencia podía atraerle alguna desgracia; pero la tentación era tan fuerte que no pudo vencerla, y tomando la llavecita abrió temblando la puerta del gabinete. Al principio nada vio, debido a que las ventanas estaban cerradas. Al cabo de algunos instantes comenzaron a destacarse los objetos y notó que el suelo estaba completamente cubierto de sangre cuajada y que en ella se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y sujetas a las paredes. Estas mujeres eran todas aquellas con quienes Barba Azul había casado. Creyó morir de miedo ante tal espectáculo y se le cayó la llave del gabinete que acababa de sacar de la cerradura.
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Después de haberse repuesto algo, cogió la llave, cerró la puerta y subió a su cuarto para dominar su agitación, sin que lo lograse, pues era extraordinaria. Habiendo notado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la enjugó dos o tres veces, pero la sangre no desaparecía. En vano la lavó y hasta la frotó con arenilla y asperón, pues continuaron las manchas sin que hubiera medio de hacerlas desaparecer, porque cuando lograba quitarlas de un lado, aparecían en el otro.
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Barba Azul regresó de su viaje la noche de aquel mismo día y dijo que en el camino había recibido cartas noticiándole que había terminado favorablemente para él el asunto que le había obligado a ausentarse. La esposa hizo cuanto pudo para que creyese que su inesperada vuelta la había llenado de alegría. Al día siguiente le dio las llaves y se las entregó tan temblorosa, que en el acto adivinó todo lo ocurrido. -¿Por qué no está con las otras la llavecita del gabinete? -Le preguntó. -Probablemente la habré dejado sobre mi mesa, contestó. Dámela enseguida, añadió Barba Azul. Después de varias dilaciones, forzoso fue entregar la llave. Mirola Barba Azul y dijo: -¿A qué se debe que haya sangre en esta llave? -Lo ignoro, contestó más pálida que la muerte. -¿No lo sabes? -replicó Barba Azul-; yo lo sé. Has querido penetrar en el gabinete. Pues bien, entrarás en él e irás a ocupar tu puesto entre las mujeres que allí has visto.
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Al oír estas palabras arrojose llorando a los pies de su esposo y pidiole perdón con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por haberle desobedecido. Hubiera conmovido a una roca, tanta era su aflicción y belleza, pero Barba Azul tenía el corazón más duro que el granito. -Es necesario que mueras, le dijo, y morirás en el acto. -Puesto que es forzoso, murmuró mirándole con los ojos anegados en llanto, concédeme algún tiempo para rezar. -Te concedo diez minutos, replicó Barba Azul, pero ni un segundo más. En cuanto estuvo sola llamó a su hermana y le dijo: -Anita de mi corazón; sube a lo alto de la torre y mira si vienen mis hermanos. Me han prometido que hoy vendrían a verme, y si les ves hazles seña de que apresuren el paso. Subió Anita a lo alto de la torre y la mísera le preguntaba a cada instante. -Anita, hermana mía, ¿ves algo? Y Anita contestaba: -Sólo veo el sol que centellea y la hierba que verdea.
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Barba Azul tenía una enorme cuchilla en la mano y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones a su mujer: -Baja enseguida o subo yo. -¡Un instante, por piedad! -le contestaba su esposa; y luego decía en voz baja-: Anita, hermana mía, ¿ves algo? Su hermana respondía: -Sólo veo el sol que centellea y la hierba que verdea. -Baja pronto, bramaba Barba Azul, o subo yo. -Bajo -contestó la infeliz; y luego preguntó-, Anita, hermana mía, ¿viene alguien? -Sí, veo una gran polvareda que hacia aquí avanza... -¿Son mis hermanos?-¡Ay!, no, hermana mía; es un rebaño de carneros. -¿Bajas o no bajas? -vociferaba Barba Azul. -¡Un momento, otro instante no más! -exclamó su mujer; y luego añadió-: Anita, hermana mía, ¿viene alguien? -Veo -contestó-, dos caballeros que hacia aquí se encaminan, pero aún están muy lejos. ¡Alabado sea Dios!, exclamó, poco después; ¡son mis hermanos! Les hago señas para que apresuren el paso.
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Barba Azul se puso a gritar con tanta fuerza que se estremeció la casa entera. Bajó la infeliz mujer y fue a arrojarse a sus pies llorosa y desgreñada. -De nada han de servirte las lágrimas, le dijo; has de morir.
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Luego agarrola de los cabellos con una mano y levantó con la otra la cuchilla para cortarle la cabeza. La infeliz hacia él volvió la moribunda mirada y rogole le concediese unos segundos. -No, no, rugió aquel hombre; encomiéndate a Dios. Y al mismo tiempo levantó el armado brazo… En aquel momento golpearon con tanta fuerza la puerta, que Barba Azul se detuvo. Abrieron y entraron dos caballeros, quienes desnudando las espadas corrieron hacia donde estaba aquel hombre, que reconoció a los dos hermanos de su mujer, el uno perteneciente a un regimiento de dragones y el otro mosquetero; y al verles escapó. Persiguiéronle tan de cerca ambos hermanos, que le alcanzaron antes que hubiese podido llegar a la plataforma le atravesaron el cuerpo con sus espadas y le dejaron muerto. La pobre mujer casi tan falta de vida estaba como su marido y ni fuerzas tuvo para levantarse y abrazar a sus hermanos.
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Resultó que Barba Azul no tenía herederos, con lo cual todos sus bienes pasaron a su esposa, quien empleó una parte en casar a su hermanita con un joven gentilhombre que hacía tiempo la amaba, otra parte en comprar los grados de capitán para sus hermanos y el resto se lo reservó, casando con un hombre muy digno y honrado que la hizo olvidar los tristes instantes que había pasado con Barba Azul.
FIN
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BLANCA NIEVES Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve.
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El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: “¡Ah, si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!”. No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina. Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba: -Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? -y el espejo le contestaba, invariablemente: -Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país. La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad.
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Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo: -Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? -respondió el espejo: -Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella. Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche. Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo: -Llévate a la niña al bosque. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado. Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar.Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo: -¡Márchate entonces, pobrecilla! Y pensó: “No tardarán las fieras en devorarte”.
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La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar. Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.
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Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida. Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en orden.
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Dijo el primero: -¿Quién se sentó en mi sillita? El segundo: -¿Quién ha comido de mi platito? El tercero: -¿Quién ha cortado un poco de mi pan? El cuarto: -¿Quién ha comido de mi verdurita? El quinto: -¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito? El sexto: -¿Quién ha cortado con mi cuchillito? Y el séptimo: -¿Quién ha bebido de mi vasito?
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Luego, el primero, recorrió la habitación y viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado: -¿Quién se ha subido en mi camita? Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos: -¡Alguien estuvo echado en la mía! Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña. -¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más hermosa! Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron: -¿Cómo te llamas? -Me llamo Blancanieves -respondió ella.
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Dijeron los enanos: -¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará. A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron: -Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie! La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera. Se acercó un día al espejo y le preguntó: -Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? -y respondió el espejo: -Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.
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Finalmente, ideó un medio. valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos. -¡Buena mercancía para vender! -gritó. Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo: -Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie. -¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja: -Ven que te peinaré como Dios manda. La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible. -¡Dechado de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que estás lista! -y se marchó.
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Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.
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La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo: -Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? -y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin: -Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella. Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia. -¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí la vida! Preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo: -No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido. -Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una. -No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada. -¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta.
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Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron: -No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: “Princesa Blancanieves”. Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves.
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Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos: -Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan. Pero los enanos contestaron: -Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos. -En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero. Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida. Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo: -¡Dios Santo!, ¿dónde estoy? Y el príncipe le respondió, loco de alegría: -Estás conmigo -y después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo: -Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa. Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.
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A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó: -Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? -y respondió el espejo: -Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella. La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.
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CAPERUCITA ROJA Érase una vez, hace algún tiempo, vivía en una aldea una niña, la más linda de las aldeanas, loca de gozo estaba su madre y más aún su abuela, quien le había hecho una caperuza roja; y tan bien le estaba que por caperucita roja conocíanla todos.
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Un día su madre hizo tortas y le dijo: -Irás a casa de la abuela a informarte de su salud, pues me han dicho que está enferma. Llévale una torta y este tarrito lleno de manteca. Caperucita roja salió enseguida en dirección a la casa de su abuela, que vivía en otra aldea. Al pasar por un bosque encontró al compadre lobo que tuvo ganas de comérsela, pero a ello no se atrevió porque había algunos leñadores. Preguntola a dónde iba, y la pobre niña, que no sabía fuese peligroso detenerse para dar oídos al lobo, le dijo: -Voy a ver a mi abuela y a llevarle esta torta con un tarrito de manteca que le envía mi madre. -¿Vive muy lejos? -Preguntole el lobo. -Sí, -contestole Caperucita roja- en aquella casa, a la otra parte del molino que veis ahí.
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-Pues entonces, añadió el lobo, yo también quiero visitarla. Iré a su casa por este camino y tú por aquel, a ver cual de los dos llega antes. El lobo echó a correr tanto como pudo, tomando el camino más corto, y la niña fuese por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr detrás de las mariposas y en hacer ramilletes con las florecillas que hallaba a su paso.
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Poco tardó el lobo en llegar a la casa de la abuela. Llamó: ¡pam! ¡pam! -¿Quién va? -Soy vuestra nieta, Caperucita roja -dijo el lobo imitando la voz de la niña. Os traigo una torta y un tarrito de manteca que mi madre os envía. La buena de la abuela, que estaba en cama porque se sentía indispuesta, contestó gritando: -Tira del cordel y se abrirá el cancel. Así lo hizo el lobo y la puerta se abrió. Arrojose encima de la vieja y la devoró en un abrir y cerrar de ojos, pues hacía más de tres días que no había comido. Luego cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela, esperando a Caperucita roja, la que algún tiempo después llamó a la puerta: ¡pam! ¡pam!
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-¿Quién va? Caperucita roja, que oyó la ronca voz del lobo, tuvo miedo al principio, pero creyendo que su abuela estaba constipada, contestó: -Soy yo, vuestra nieta, Caperucita roja, que os trae una torta y un tarrito de manteca que os envía mi madre.
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El lobo gritó procurando endulzar la voz: - Nieta, tira del cordel y se abrirá el cancel. Caperucita roja tiró del cordel y la puerta se abrió. Al verla entrar, el lobo le dijo, ocultándose bajo la manta: -Deja la torta y el tarrito de manteca encima de la artesa y acuéstate conmigo.
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Caperucita roja lo hizo, y se metió en la cama. Grande fue su sorpresa al aspecto de su abuela sin vestidos, y le dijo: -Abuelita, tenéis los brazos muy largos. -Así te abrazaré mejor. -Abuelita, tenéis las piernas muy largas. -Así correré más, -Abuelita, tenéis las orejas muy grandes. -Así te oiré mejor. -Abuelita, tenéis los ojos muy grandes. -Así te veré mejor, -Abuelita, tenéis los dientes muy grandes. -Así comeré mejor.
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Y al decir estas palabras, el malvado lobo arrojose sobre Caperucita roja y se la comiรณ de un bocado.
FIN
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Ginneth Hernรกndez Angie Figueroa