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ENTRE BOBOS Y CANCELADOS

ENTRE BOBOS Y CANCELADOS

Salvador Moreno Peralta

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Arquitecto y urbanista, académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo

Nunca ha dejado de citarse el conocido poema del pastor Martin Niemöller sobre la cobardía cívica ante el ascenso de la barbarie porque siempre ha habido ocasión para hacerlo. Ya saben el proceso: no protestamos cuando primero atacan a alguien lejano a nosotros porque bastante tenemos con resolver los problemas próximos; tampoco protestamos cuando atacan a alguien próximo porque resulta cuando menos dudoso inmiscuirnos en problemas ajenos. Y así hasta que la barbarie “acabó con todos y cuando vinieron a por nosotros ya no quedaba nadie que pudiera protestar”. La competición de aberraciones contra la convivencia y el estado de Derecho que en nuestro país se perpetran a diario empieza ya a producir el suficiente miedo como para pensar que “ya han venido a por nosotros”, aunque no sepamos muy bien quiénes nos atacan, incluso quiénes somos nosotros. Y el miedo no lo provocan sólo las fechorías impresas en el BOE, que en sí mismas hacen funambulismo sobre la cuerda del delito, sino la fundamentada sospecha de que el caso español no sea más que otro epifenómeno del desmoronamiento de occidente y la democracia representativa, su más excelso alumbramiento político. Veamos.

Sin duda el efecto más notorio de la revolución digital es el cambio en nuestra interrelación con la esfera de lo más próximo y cotidiano, descubriendo ahí aspectos inéditos de la condición humana, que es tan inmutable en su esencia como variada en sus manifestaciones: las pasiones, los anhelos, los miedos, los valores …incluso el modo de “reorientar” la vida en función del inevitable final de la muerte reviste formas distintas según las culturas y la manera de abordar la comprensión de las cosas. El conocimiento y la razón se han abierto paso históricamente enfrentándose contra las murallas de los tabúes que marcaban los límites de lo seguro. Superar los límites ensancha en círculos concéntricos nuestra comprensión del mundo. Le debemos, pues, a los límites esa pulsión retadora de la razón por la que ésta no ha cesado de desvelar los arcanos del mundo en un proceso que quizás podamos llamar civilización.

Pero hoy día, con la globalización y la revolución digital que la ha posibilitado, ha desaparecido la conciencia de los límites y ya vivimos como si no los hubiera, aunque es muy distinto empezar a vivir en un mundo sin límites que haber nacido ya con ellos forjando nuestros valores en una “cultura de la superación”. Hoy, al venir los límites ya superados de fábrica por la Inteligencia Artificial y los algoritmos que trabajan por nosotros, necesitamos de otros argumentos para justificar ese impulso de la acción con que la irrefrenable curiosidad del espíritu humano nos sigue apremiando, a pesar de nuestra bovina tendencia a rumiar pienso digital. Pero como coinciden tantos filósofos y analistas, la vida humana se manifiesta hoy como un pasatiempo en una realidad paralela sustituta de la otra- una metarrealidad- y en ella la acción es un juego, un cósmico videojuego atractivo y absorbente como sólo una pantalla lo puede ser, en el cual participaría toda una sociedad de figurantes inmersa en una burbuja de eterno infantilismo, consumiendo intensas dosis de betabloqueantes mentales hasta consolidar una ciudadanía de bobos. Porque estos son los que nos atacan: unos bobos que han venido a “cancelar” – así lo llaman- todo lo que suene a un pasado no más lejano que tres décadas, cuando la memoria del mundo todavía se depositaba en las estanterías de la mente humana más que en la memoria RAM, y la inteligencia natural fuera poco menos que una patología de la subjetividad, antes que los algoritmos predictivos la sustituyeran por la suprema objetividad de la Inteligencia Artificial, con su pontificia infalibilidad. Estos bobos, procedentes del tecnificado imperio anglosajón, como el Covid19 procede del abstruso imperio chino, están hoy a los mandos del mundo mucho antes de que en nuestro país prosperaran sus replicantes al amparo del director de nuestra granja orwelliana.

No debemos desdeñar, de entre las dramáticas o gloriosas razones que han ido encauzando la Historia, la de esa necesidad casi hormonal que las jóvenes generaciones tienen de apostrofar a las anteriores imponiendo su propia épica. Pero esa épica puede calibrarse en función de la causa a la que se entrega, ya sea la rebelión contra la injusticia criminal - como la grandeza de los jóvenes jugándose la vida en Tianamen, en la primavera de Praga, o en la plaza de Tlatelolco…- o la flatulencia tras un atracón de lecturas inflamadas pretendiendo recomponer el mundo a través de ellas, sabiendo que aquí no pasa nada por ir contra el sistema quemando contenedores después de liarla parda en la Universidad, que es la fortaleza a abatir, por ser el último reducto de la memoria analógica. La primera tenía tan claros los objetivos como nítidos eran los tanques a los que se enfrentaba; la segunda propende a la empanada mental porque entender el mundo, aunque sea sólo un poco, exige una profundización analítica que ningún sistema educativo ha estado dispuesto a impulsar desde que en todas partes se concibió a la Enseñanza como un simple entrenamiento para enfrentarse a un mundo competitivo. Qué vamos a esperar de cuarenta años de sistemático y deliberado descrédito de la memoria como facultad interpretativa de la Historia, situando los hechos en su espacio, su tiempo y su circunstancia. No ha escapado tampoco la Historia a su simplificación algorítmica y ha ido reduciendo su complejidad científica a la simplicidad del dato desde el maniqueísmo de la corrección política: la carne de la Historia convertida en picadillo de hamburguesa por la trituradora de la ideología. Con ese bagaje puede hacerse hoy lo que uno quiera, desde una carrera política hasta incluso sentarse en un Consejo de Ministros y legislar. Y así ocurre, por ejemplo, que logros históricos y tan arduamente conseguidos como la plenitud de los derechos de la mujer, la libertad de opciones sexuales, la persecución de la violencia machista o la conciencia medioambiental son aquí enmarañados con las confusiones de género y sexo de la Ley Trans, los errores jurídicos de la Ley de Libertad Sexual o la incapacidad crítica para ver el fabuloso negocio que hoy se agazapa tras el tótem de la sostenibilidad y el cambio climático. De esta forma, con el ademán circunspecto de quien cree estar haciendo historia a los mandos de una playstation, asistimos hoy a una especie de “banalización del bien”, perpetrada desde una suerte de bravuconada generacional de camisa parda que ha sustituido la digestión intelectual del conocimiento científico por la violencia militante de una ignorancia doctrinaria. Las nuevas generaciones moldean su condición ciudadana inmersas en un omnímodo medio digital promisorio de felicidad, eficiencia y tiempo libre que ha devenido en un fin absoluto, en una atmósfera, una fuente de capitalización monopolista, una nueva cultura y – aquí la obra de arte-- una nueva moral extraída de las viejas letanías de una ética analógica. Hago votos porque estas generaciones le saquen todo el partido al privilegio de vivir a horcajadas entre las esferas digital y analógica de la vida en una fecunda y lúcida retroalimentación. Bascular completamente hacia la analógica sólo refleja una vocación de Robinson Crusoe, con una cierta nobleza quijotesca en su desvarío. Pero dejarse abducir por la digital sin contrapesos, entregado a la fe ciega de la muy manipulada Inteligencia Artificial te puede convertir en un peligroso idiota a la deriva, sin caer en la cuenta de que este tipo de Inteligencia, como dice Byung Chul Han, no razona sino que computa; a lo que la sin par Shakira podría añadir: ¡y factura!

No debemos desdeñar la necesidad casi hormonal que las jóvenes generaciones tienen de apostrofar a las anteriores

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