El mundo es ancho y ajeno fascículo 2

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Fascículo 2 CAPITULO 5 EL MAÍZ Y EL TRIGO Rosendo Maqui se fue considerando las palabras del bandolero. ¿No habría callado algo esta vez también? Eran duras sus palabras y, viniendo de él, había que pensarlas dos veces, o cuatro veces. Más bien cinco: llamaría a consejo esa noche. Los regidores ayudarían a la suya con sus cuatro cabezas y compartiría con ellos una responsabilidad capaz de agobiar sus viejas espaldas. Comió masticando el trigo y la cancha junto con graves pensamientos. Juanacha trató en vano de conversar un poco, haciendo tal o cual pregunta con su voz metálica. Rosendo respondía sí o no y volvía a su mutismo. Anselmo callaba respetando la evidente preocupación y el marido de Juanacha, llamado Sebastián Poma, callaba como de costumbre. Este, después de la comida, fue a tocar la campana por orden del alcalde. Candela, entre tanto, se hartaba de abundantes sobras. Lan... lan... lan... lan... Los cuatro toques, enérgicos y precisos, bien separados para que se pudiera advertir su número claramente, colmaron la hoyada y repercutieron en los cerros. La noche quedó llena de su inquieto zumbido. Brotaban los comentarios por todo el caserío. «Llaman a consejo». «Será pa acordar la cosecha». «No, si va pa malo el juicio de linderos». «No será». «Así dicen». «Poray pasa el regidor Medrano». «¿Y pa qué meteríamos onde ése? No es de aquí». Como para que no quedara ninguna duda, las cuatro campanas volvieron a infiltrarse nítidamente en la noche. Y llegaron a la casa del alcalde, primero Porfirio Medrano, después Goyo Auca, luego Clemente Yacu y por último Artidoro Oteíza. 142 Medrano era aquel montonero azul que se avecindó en Rumi al enredarse con una viuda. Ella le curó con delicada solicitud la grave herida que recibiera en una pierna y el postrado supo perdonarle su cuerpo marchito en aras de la bondad. El marido tenía mucha más edad que Medrano y había muerto ya. Él pasó a la ofensiva entonces y logró convencer de las ventajas de ser guiado por la experiencia, a una mocita de veinte años. Le había dado varios hijos. Como se ve, Medrano echó en Rumi hondas raíces. Dejó enmohecer el mellado sable y usaba su viejo rifle Pivode para cazar venados. No obstante su apellido, describía a sus padres como indios y él mismo, sin tener que afirmarlo, era un indio. Su cara cetrina de rasgos duros y su amor por la tierra convencían de ello. Sólo que, a veces, sorprendía con súbitos estallidos de humor y entonces Maqui, que lo había estudiado mucho, sospechaba una sangre cruzada. Le hacía recordar a su querido hijo Benito Castro. En cuanto a Goyo Auca, a quien vimos un tanto en reciente viaje, poco habría que decir. Era pequeño y duro como un guijarro. Disparado por la diestra mano de Rosendo, podía resultar inclusive contundente. Muy adicto al alcalde, aquel «cierto, taita», que le escuchamos en ocasión pasada, surgía siempre como expresión obligada de su reverencia y acatamiento cada vez que Maqui le participaba sus convicciones. Su fuerza no estaba en relación con su pequeñez y siempre iba adelante en las faenas agrarias, resoplando y pujando para hacerse notar. Era su modo de ser vanidoso. Clemente Yacu tenía arrogancia y buen sentido. Con el sombrero de paja a la pedrada y el poncho terciado sobre el hombro, caminaba erguida y calmosamente y decíase de él que sin duda sería alcalde andando el tiempo. De cierto, en ese caserío lento, su caminar personal y el del tiempo no se apresuraban mucho para darle el cargo. Yacu se distinguía por su conocimiento de las tierras. «Güena pa trigo» o «güena pa maíz» o «güena pa papas», decía con seriedad mirando en la palma de la mano un puñado de tierra cuando se trataba de la rotación de cultivos. Y su dicho resultaba verdad. Artidoro Oteíza era blanco y su apellido tanto como su color denunciaban ascendencia hispánica. Sin embargo, sus padres y los padres de sus padres fueron comuneros y no había noticias próximas de


mestizaje. Maqui vio salir muchos blancos por ese lado de los Oteíza. Quién sabe qué lejano conquistador, allá por los comienzos del dominio, cimbró el espinazo de alguna moza india y su raza rebrotaba tercamente de tiempo en tiempo. 143 Oteíza hacía en todo como todos los comuneros y nadie lo sentía ajeno al pueblo de Rumi. Gustaba de los animales, y, como era forzudo, se distinguía en los rodeos. Su desgreñado bigotillo se encrespaba sobre unos labios rellones. Los tres últimos eran también casados, que de otro modo no habrían podido ocupar cargos de tanta importancia. Tenían igualmente hijos y aunque la tradicional ley comunitaria no exigía contar con descendencia para otorgar el mando, les daba el carácter de hombres que debían pensar «en nosotros» y estaban por eso más vinculados al destino del pueblo. Esa noche, cuando llegaron, Juanacha ya había terminado de lavar ollas y mates, y tanto ella como su marido y Anselmo no estaban a la vista. En el fogón, contados leños elevaban una llama inquieta, de escaso fulgor. Rosendo invitó a los regidores a sentarse en el poyo de barro, les brindó coca de un gran talego casero y habló. De cuando en cuando, arrojaba algún leño para mantener la llama negligente. La luz brillaba en las caras cetrinas y entraba en la de Oteíza avivándole el color encendido. Los ponchos la recibían gratamente en sus múltiples listas y la falda de los sombreros enviaba la copa hacia la sombra. Rosendo relató, con voz grave y calmada, su gestión ante Bismarck Ruiz, de la cual era testigo el regidor Goyo Auca. Este, naturalmente, no dejó de intercalar su: «cierto, taita». En seguida dijo de los presagios de Nasha Suro, que sin duda todo el caserío sabía ya. Para terminar, se refirió a los informes o más bien sospechas del Fiero Vásquez, relatando de paso la situación indecisa en que había quedado la posibilidad de su llegada a Rumi, de todo lo cual era testigo el regidor Porfirio Medrano. Como remate de su larga y expositiva peroración, durante cuyo transcurso se habían consumido varios leños, dijo que él tenía sus propias ideas sobre cada una de esas cuestiones, pero quería escuchar las de los regidores a fin de estar de acuerdo. Se trataba, nada menos, que del destino de la comunidad. Los regidores mantuviéronse callados durante un momento, como tomándole el peso a la responsabilidad de su propio juicio. Porfirio Medrano, muy seguramente comenzó: -¿Quién no conoce onde esos gamonales? Yo digo que recordemos ese dicho: «La mucha confianza mató a Palomino». La verdad es que naides experimenta en cabeza de otro. Lo más malo se puede aguardar cuando se trata de gamonales. He visto, he sentido... Mi agüelo perdió juicio de aguas que le ganó un gamonal. ¿Y qué iba a hacer el pobre viejo sin la agua? 144 Tuvo que venderle la tierra a precio regalao. Mi taita vivió en arriendo, penando. Aquí todos han visto, pero no han sentido... Si ese Bismar Ruiz es borracho y está enmujerao me parece malo... Lo de Nasha... güeno. Yo recuerdo toda laya de anuncios que hizo ella. Unos resultaron y otros no... así son los adivinos. El dicho del Fiero me parece más fregao. Ese tal Zenobio, claro, puede meterse; del Mágico, no digamos... Todos intervinieron en la consideración del problema. Unos recordaron al hermano de Nasha, que era muy entendido, y Rosendo mencionó, haciendo justicia, al padre, famoso en la región. A pesar de todo, fue dejada de lado... ¿Cambiar a Bismarck Ruiz? ¿Con quién? Este era el caso. El Araña estaba en la parte contraria y conocido era que los otros defensores apenas sí podían escribir. El Fiero Vásquez sabía mucho, a la verdad. Contaba con espías por todas partes. ¿Pero podía creérsele del todo? ¿No sería él también un agente de Amenábar? La sospecha los inquietó vivamente. Y así estuvieron hablando mucho rato. Los fogones del caserío se habían apagado. Algunos comuneros despiertos miraban la candelita de Rosendo y decían: -No será de las cosechas que hablan tanto... Al fin, decidiéndose a resolver, el consejo acordó enviar a Goyo Auca, el día siguiente, donde Bismarck Ruiz para pedirle informes amplios. Eso era lo práctico.


Por su parte, Rosendo podía despachar a Mardoqueo para que, so pretexto de vender sus esteras, espiara las actividades de Umay. Y toda la comunidad, en previsión de lo que pudiera ocurrir, efectuaría las faenas del tiempo. Porfirio Medrano informó que la chicha para la cosecha estaba lista ya. -Podemos comenzar mañana mesmo con el maicito... -Pasao mañana dispuso Rosendo-, aura no hay tiempo pa avisar... Los regidores se marcharon cuando la luna había salido ya. Rosendo cubrió el fogón con un viejo tiesto y se fue a acostar. El trigal y el maizal formaban una gran rondalla pulsada por un eufórico viento. Densos y maduros estaban los trigos, clavados en la gran chacra de la ladera como dardos disparados desde el sol. Cada maíz parecía un gringo barbado y satisfecho. Lo humanizaba todavía más la adivinanza de la época: 145 En el monte monterano hay un hombre muy anciano: tiene dientes y no come, tiene barbas y no es hombre... ¿qué será? Era y no era hombre. Todos sabían que se trataba del maíz. Planta fraternal desde inmemoriales tiempos, podía ser considerada acaso como hombre y si se le negaba tal calidad, porque a la vista estaba su condición vegetal, era grato dudar y dejar que se balanceara, densa de auspiciosa bondad, en el corazón panteísta. Marguicha cumplió su turno en la ordeña y estaba ya «librecita», esquiva y alegre ante el asedio de Augusto. Se sabía la muchacha más linda de la comunidad y no lograba decidirse por ninguno de los tantos mocetones que la requerían. -Mañana cosechamos, Marguicha... Mañana, Augusto... Ella recordó la adivinanza del maíz y le preguntó si conocía alguna. En respuesta, él entonó un dulce huaino. Esta fue la sencilla y hermosa flor rural que colocó sobre el pecho tembloroso de Marguicha: Qué bonitas hojas de la margarita, qué bonita planta para mi consuelo. Qué bonitos ojos de la Margarita, qué bonita niña para mi desvelo. Sé de mí pobre cariño, palomita, como la planta llamada siempreviva... Decía «ser de mi pobre cariño». No importaba. Marguicha le entendía perfectamente. Sabía trovar Augusto. Era a su Marga, Marguicha, Margarita, a quien cantaba. La margarita silvestre de verdes hojas duraba aún, florecida, consolándolo del estío. La Margarita de ojos negros lo desvelaba en cambio, pero él, pese a todo, quería trocarla en siempreviva para su amor... Sentados sobre el cerco de piedra contemplaban el maizal. 146 Estaba muy impresionada Marguicha, pero no se decidía a abrazarlo. ¿Era a Demetrio a quien quería? De repente lo cogió de un brazo y, dando un pequeño grito, lo soltó y echó a correr hasta su casa. Había temor y contento en ese grito. Augusto no sabía qué pensar y se puso algo triste. Noche cerrada ya, Goyo Auca volvió del pueblo. Había encontrado a Bismarck Ruiz en su despacho, trabajando. El defensor decía que los demandantes estaban confundidos y no sabían qué hacer. La prueba de ello era que no contestaban todavía. Nada tenía que ver Zenobio García y menos el Mágico. En todo caso, él los anularía sacando a relucir viejas cuentas que ambos tenían pendientes con la justicia. Tales noticias corrieron por el caserío entonando los ánimos. Para mejor, «mañana, mañana comienza la cosecha». Y comenzó, pues, la cosecha. Los hombres y las mujeres, viejos y jóvenes, hasta niños, fueron al maizal. Los rostros morenos y los vestidos policromos resaltaban hermosamente entre el creciente oro pálido del sembrío maduro. Era una mañana tibia y luminosa en la que la tierra parecía más alegre de haber henchido el grano. Los cosechadores rompían la parte superior de la panca con la uña o un punzón de madera que colgaba de la muñeca mediante un hilo, luego la abrían halando a un lado y otro con ambas manos y por último desgajaban la mazorca. Y las mazorcas brillantes -rojas, moradas, blancas, amarillas- se rendían atestando las listadas alforjas. Otros cosechadores arrancaban las vainas de los pallares y frejoles enredados en los tallos de maíz y otros recogían los chiclayos, suerte de sandías enormes y blancas. Las mazorcas eran llevadas al cauro, hecho de magueyes,


dentro del cual se las iba colocando una junto a la otra, verticalmente, en la operación llamada mucura, para que el sol terminara de secar los granos anotas o húmedos. En el norte del Perú, el quechua y los dialectos corrieron, ante el empuje del idioma de blancos y mestizos, a acuartelarse en las indiadas de la Pampa de Cajamarca y el Callejón de Huaylas. Pero siempre dejaron atrás, para ser cariñosamente defendidas, las antiguas palabras agrarias, enraizadas en el pecho de los hombres como las plantas en la tierra. El cauro estaba en la plaza, frente a la casa del alcalde. A su lado, formaban tres montones los pallares, frejoles y chiclayos. Los cosechadores, al vaciar sus alforjas y verlos crecer, alababan la bondad de la tierra. 147 Cosechaban los adultos, los jóvenes, los niños, los viejos. Rosendo, acaso más lento que los demás, se confundía con todos y parecía no ser el alcalde sino solamente un anciano labriego contento. Anselmo, el arpista, estaba hacia un lado, sentado en una alta banqueta y tocando su instrumento. Las notas del arpa, las risas, las voces, el rumor de las hojas secas y el chasquido de las mazorcas al desgajarse, confundíanse formando el himno feliz de la cosecha. Algunas muchachas, provistas de calabazas, iban y venían del sitio de labor a la vera de la chacra donde estaban los cantaros de chicha, para proveerse, y repartir el rojo licor celebratorio. No se lo prodigaba mucho y él corría por las venas cantando su origen de maíz fermentado, de jora embriagada para complacer al hombre. Brindada la mazorca grávida, iba quedando atrás un lago mustio noblemente empenachado de pancas desgarradas y albeantes... Por ahí estaban, parlándose, el muchacho llamado Juan Medrano, hijo del regidor, y la muchacha llamada Simona, una de las que vimos en el corralón de vacas cierta amanecida. Hacía apenas dos días que intimaron un tanto. Pero ya llegaba la tarde con su reverberante calidez y de la tierra subía un vaho penetrante a mezclarse con el de las plantas maduras. Juan parecía una rama y Simona parecía un fruto y ninguno rebasaba los veinte años. Pusiéronse a retozar, separándose del grueso de los cosechadores. Simona corría riendo y Juan hacía como que no lograba alcanzarla. De pronto la atrapó y ambos se poseyeron con los ojos. Él habló al fin: -¿A que te tumbo, china? -A que no me tumbas... Bromearon forcejeando un rato -Simona era recia- hasta que rodaron entre las melgas. Y cubriendo la gozosa alianza de dos cuerpos trigueños, se alzaba el maizal de rumor interminable, mazorcas cumplidas y barba amarilla. En lo alto brillaba, curvándose armoniosamente sobre la tierra, un cielo nítidamente azul. Simona descubrió la alegría de su cuerpo y del hombre, y Juan, que ya había derribado muchas chinas a lo largo de los caminos y, a lo ancho de las chacras y las parvas, sintió ese oscuro llamado, ese reclamo poderoso qué rinde alguna vez al varón haciéndole tomar una mujer entre todas. Cae la tarde y el sol perfila las flores del maíz y los rostros bronceados. De pronto la sombra del cerro Peaña crece y se extiende y gana la chacra para sí. Ya termina la faena. Los cosechadores vuelven al caserío. 148 En la plaza están el cauro colmado y los montones altos. El arpa sigue tocando por allí. Alguien canta. Todos están alegres y, sin querer explicársela, vivan la verdad de haber conquistado la tierra para el bien común y el tiempo para el trabajo y la paz. Va a hacerse el rodeo general para que el ganado aproveche los rastrojos y, por otro lado, las yeguas sirvan en la trilla. El que más lo desea es Adrián Santos, hijo mayor de Amaro, engendrado en el umbral de la adolescencia, que tiene cuatro hermanos que escalonan sus estaturas junto a la suya y a quien sus taitas le han dicho que ya es un hombre. Sus diez o doce años se tienen bastante bien sobre el caballo y poco yerta con el lazo. El rodeo llega, pues, como una bendición. Una cincuentena de indios, formada por los más jóvenes y fuertes, va donde Rosendo a pedir órdenes. El Alcalde y los regidores preparan los grupos de repunteros que han de hurgar todos los rincones de la comunidad para no dejar una vaca ni un caballo ni


un asno en ninguno de ellos. Adrián Santos está triste porque todavía no lo cuentan. Y dice la voz imperiosa del Alcalde, seguida de la usual respuesta del nombrado: -Cayo Sulla. -Taita. Juan Medrano. -Taita. -Amadeo Illas. -Taita. -Artemio Chauqui. -Taita. -Antonio Huilca. -Taita. Cuenta diez o quince y termina: -Ustedes se van a la falda de Norpa. Ya han nombrado los grupos para la quebrada de Rumi y sus hoyadas, para el cerro Peaña, para el arroyo Lombriz e inmediaciones, para el valle del río Ocros. Unos irán a pie y otros a caballo, porque no todos saben montar y por otra parte escasean los caballos. Ese grupo del llano de Norpa, un chamizal donde habrá que patalear duro, es el último. Parece que Adrián rogó en vano para que lo mandaran. 149 No se había dicho su nombre. Pero a última hora Rosendo apunta a los designados: -Este muchacho Adrián Santos también irá con ustedes. Así de yapa, como diciendo: «éste no entra en la cuenta», pero no importaba. -¡Taita! Adrián quiere abrazar al viejo, pero ha visto un ademán rudo en el brazo, como para apartarlo, y quédase a un lado, inmóvil, aprendiendo moderación india. Y no duerme pensando en la hora de partir y, cuando siente que el corralón vecino se llena de un tropel de bestias y de gritos, sale y ve que todo Rumi se prepara para el rodeo. Brillan los fogones alumbrando mujeres que preparan comida y hombres que ensillan caballos, que arrollan lazos de cuero, que desayunan, que montan y parten. Las palabras se refieren a animales y sitios. Rosendo y los regidores están en el corralón y Artidoro Oteíza, que luce sobre el pecho el lazo ensartado al sesgo, ordena a Adrián que coja el caballo Ruano. La noche es clara y en el cielo brilla la luna creciente. Oteíza y Adrián salen al trote, pero en cierto sitio del camino tienen que separarse y el primero aconseja: -En Iñán, cuidao que te pierdas. Un camino va pal distrito de Uyumi. ¡Cuidao que te pierdas! -No, no me pierdo -grita Adrián seguramente, dando un riendazo al Ruano. Y ahora trota por un sendero que serpea en la base del cerro Peaña. Cruza un arroyo seco y una tranquera abierta y llega a la loma de Tacual. Sopla el viento levantando su poncho. Hay silbos y gritos. Son los indios que se llaman de cerro a cerro, encaminándose a los potreros. La luna vuelve más amarillos el pasto seco y los delgados senderos. Toma una ladera que abunda en lajas y ha de cruzar por Piedras Gordas, un montón de rocas enormes, negras, entre las cuales no entra la luna y la sombra se adensa. Adrián es agarrado por un temor que nace de viejas historias en las que se mezclan fantásticos conciliábulos de diablos y duendes en la oscuridad del cañón formado por esas piedras. Dar una vuelta sería perder tiempo y los demás han de estar ya en Norpa, de modo, que fustiga escociendo las ancas y Ruano cruza al galope el negro túnel, retaceado a veces de vaga luz, en medio de cuyo silencio sólo se oye el violento chasquido de los cascos y el rodar de los guijos. Aparece la falda de una ladera de tierra blanca y no para el galope hasta que el cerro se recorta en el vertical peñón de Iñán. 150 El camino, bordeando un abismo, se angosta descendiendo escalones que hay que bajar lentamente. Adrián no se apea y cree estar realizando una hazaña. Al fondo crece un montal y el muchacho, cuando está allí, se encuentra con que, en la noche, todas las huellas son iguales y, decididamente, ya está marchando por la ruta que Oteíza le aconsejó no tomar. ¡Diablos! Vuelve y deja libre a Ruano que, obrando por su cuenta, toma el camino necesario a trote fácil. En el montal lloran muchos pájaros nocturnos y, saliendo, aparece ya la parte alta de Norpa, desde donde hay que descender hasta el fondo. Surge una pirca de piedra y otra franca tranquera abierta. Pasándola, las huellas se bifurcan y pierden, renacen, zigzaguean, se quiebran, formando entre los arbustos y árboles una malla tejida por el trajín del ganado. Ruano sabe por dónde hay que ir y Adrián comprende que es un buen potro y le va tomando cariño. Un arroyo canturrea de pronto, arrastrando una agüita que hace de guía en medio de la penumbra que ha dejado la


luna al ocultarse. Pero ya el amanecer se anuncia también, ya están claras las cimas de los cerros lejanos, los que surgen de la ribera opuesta del río Ocros y pertenecen a varias haciendas. Cuando el sol muestra las cimas de los cerros, llega Adrián al fondo de Norpa. Ya están allí todos los nombrados, de pie, junto a sus caballos peludos. Algunos les han sacado la rienda y los animales muerden cualquier yerba seca. Unos cuantos perros lanudos se tienden al lado de sus amos. Adrián saluda y todos le contestan del modo más natural, sin preguntarle cómo es que no se ha perdido en el montal de Iñán, ni informarse de si se mantuvo a caballo o se bajó para descender por el peñón, y menos inquirir siquiera si cruzó por la diabólica covacha de Piedras Gordas o volteó por otro lado. Adrián sigue aprendiendo parquedad india. -¿Ya están todos? -dice Antonio Huilca, que es jefe del grupo. -Ya, sólo falta el Damián. -Ya llegará, vamos entón ... Son quince jinetes los que están junto a él. Se han sacado los ponchos poniéndolos a modo de pellón en la montura, y sus camisas blanquean como la niebla del alba. Antonio da órdenes rápidamente. El taloneo excita a los caballejos, que enarcan el cuello bajo la presión de las riendas, ganosos de dispararse a carrera tendida. -Tú, Roberto, te vas por ese lao de Ayapata y apenas ves al Damián lo llamas pa que te ayude. -Güeno. 151 Roberto suelta su tordillito crinudo y parte al galope. Cuando ya se encuentra un tanto alejado, Artemio Chauqui lo llama a grandes voces: -Roberto... güeIve...., güelveeee… Roberto retorna plantando en seco su caballo con un violento templón de riendas. -Hom... -dice Artemio-, se me hace que no vas a poder rodiar... -Sí podré... -Como te vas con una espuela nomá, sólo un lao del potro va a querer andar... El grupo estalla en una carcajada jocunda, iniciada por el propio Roberto con un «jajay» que ha zumbado como un rebencazo sobre las ancas del tordillo, que se aleja hacia Ayapata a grandes saltos. Lo hace a pesar de que el campo está lleno de obstaculizantes arabiscos y espinudos uñegatos, de manera que hay que correr con cuidado. Algunos de los presentes tienen defendidos sus pantalones con otros de piel de venado, que los cubren. -Güeno, nada de juegos -dice entre enojado y sonriente Antonio-, ustedes tres po el Shango, ustedes po Puquio, ustedes más abajo, po la cuesta, yo po este otro lao ... hay que arriar en dirección al llanito ese de Norpa ... Y después de media hora hombres y perros están repartidos por las vastas y enmarañadas laderas arreando el ganado hacia la planicie propuesta. Las vacas se refugian en las hoyadas o echan a correr, por los caminejos que hacen equilibrios en las laderas, para ocultarse en chamizales propicios. Hay que bregar para entroparlas. De pronto se desbandan de nuevo y otra vez los rodeadores y sus perros tienen que correr, que galopar a fin de tomarles la delantera y cerrarles el paso. Los lazos, en los sitios donde el montal se reduce a arbustos, vuelan aprisionando los cuernos de las más ladinas. Entonces algunos repunteros llevan por delante a las prisioneras y las otras siguen, arreadas por los demás, hasta llegar al sitio indicado. Cuando el sol, después de pasearse por los altos cerros, llegó a bruñir la amplia falda de Norpa, ya había una tropilla en la planicie, buen punto de vista para la animalada que mugía y corría por las laderas, saliendo de uno y otro lado, como si la tierra pariera vacas. -Áca... áca... áca... -gritaban los repunteros y las peñas. Caballos no potrereaban en Norpa, pues allí el pasto moría en verano y sólo las vacas pueden hacer valer los cactos, la chamiza y las hojas mustias. 152 Y a arrear, a arrear todo el santo día. Muchas vacas buscaban refugio en encañadas más boscosas, en las cuales sólo podían entrar los hombres y los perros. Había que desmontar y tirar muchas piedras con las hondas o meterse entre los matorrales y requerir una rama para sacar a estacazos a las tercas fugitivas. De pronto, en la falda de Ayapata apareció un oso, negro y taimado, seguido de varios perrillos. Los hombres se detuvieron para ver la cacería. La jauría aumentó pronto con


los que acudieron de todos lados. Hasta seis perros lanudos ladraban en torno al oso, que avanzaba dando vueltas, sereno y avisado, sin dejarse coger por ninguna parte. -¡Cómo no traje mi escopeta! -decía uno de los espectadores-. Siempre pasa eso. Cuando no se la tiene asoman los malditos. Tovía no sé cómo hacer pa dejala y llevala al mesmo tiempo. Juan Medrano pensaba en el viejo Pivode. Se escapaba la presa, pues los perros la acosaban sin osar acercarse mucho. Al que se aproximó más, el oso le dio un manotón en el cráneo que lo hizo aplanarse contra el suelo, para siempre, después de un breve aullido. Los otros se enfurecieron más y también temieron más a la vez, de modo que ladraban corriendo en torno y, cuando se abalanzaban por fin, no llegan a morder, pues retrocedían ululando de rabia e impotencia, El oso tomó hacia abajo y comenzó a descender por erguidas y rojas peñas. Los perros, sin que su amor propio sufriera, pues ahí estaban los obstáculos de la naturaleza, fueron abandonando la cacería uno a uno y por fin el bulto grueso y solitario desapareció entre cactos y achupallas. El rodeo recomenzó. A mediodía el sol quemaba sobre las espaldas, pero las vacas manchaban ya una gran extensión del gris chamizal de la planicie. Algunas tomaban sombra al pie de los arabiscos. No había ya sino que arrear a las rezagadas y recorrer los escondrijos por última vez. En las encañadas húmedas, los aromáticos chirimoyos aparecían floridos y cargados de frutos. No se necesitaba buscar mucho para encontrarlos maduros y saciar un poco el hambre. De lejos, de muy lejos, llegaban ecos de los gritos de los otros repunteros, empeñados por la encañada del río Ocros, en reunir los asnos salvajes. Estos sí que tenían que sudar duro, ciertamente. Bajando una inclinada ladera, varias vacas echaron a correr hacia una quebrada distante. Si lograban meterse allí sería tarea difícil sacarlas, de manera que se abrieron Adrián y tres más, a carrera tendida, para rodearlas y hacerlas regresar. 153 Adrián tomó por un senderillo que subía sobre unas rocas, desde las cuales el caballo hizo rodar piedras que adquirieron una velocidad vertiginosa por la pendiente. Una de ellas, redonda y grande como una chirimoya, rebotaba al chocar contra las rocas, sin romperse. -¡Cuidao!. La galga pasó zumbando sobre la cabeza del potro que montaba Cayo. Aceleraron el galope las vacas y los repunteros lo hicieron también. Adrián iba agachado, recibiendo en el sombrero de junco el golpe de espinosas ramas que le habrían desgarrado el rostro. -¡Cuidao, cuidao! ¿Más galgas? Adrián levantó la cabeza y comprendió de golpe. Su caballo galopaba hacia unos arabiscos enormes contra cuyos brazos le iba a estrellar la cabeza. Ya era tarde para desviarlo en un sendero bordeado de uñegatos o para detener el desbocado galope, de modo que Adrián extendió los brazos y se abalanzó hacia la primera y gruesa rama, firmemente. El caballo pasó por debajo y el muchacho se quedó prendido del árbol como un simio. A la distancia, resonaban las carcajadas de los compañeros que ya habían dominado a las vacas y las regresaban mientras Adrián, en juvenil alarde de destreza, se escurría hacia el tallo y descendía suavemente. Después fue en busca de su caballo, que se había detenido a corto trecho. El ascua del sol se enrojecía en los lejanos cerros cuando los quince repunteros llegaron a la planicie con las últimas vacas. -Hay que arrealas pal callejón, pa que no se escapen de noche dijo Antonio. Las metieron en una gran abra bordeada de peñas, repartiéndose ellos a la salida, por grupos. De las alforjas brotaron los mates y las cecinas y la harina, juntamente con pequeños tarros, que colocaron sobre tres piedras, recibiendo el calor de las fogatas que brillaban alegremente en la oscuridad tendida ya como un toldo sobre el abra. Cerca, ramoneaban los caballos y miraban los perros, y adentro, agitando el cañón con un ir y venir inquieto, mugían y se peleaban las vacas prisioneras. A ratos, algunas avanzaban con el propósito de escurrirse entre los grupos y escapar, pero los rodeadores y los perros


distinguíanlas pronto y pedradas certeras y ladridos pertinaces las obligaban a entroparse nuevamente. 154 Entre mugidos y relinchos, sorbieron la sopa «mascadita» con las cecinas asadas en ese momento y la cancha reventona que llevaron ya preparada. De igual modo, una olorosa gallina frita, un picante revuelto de papas con cuy, se brindaban en el centro de los círculos de comensales pregonando la habilidad de femeninas manos. Y después gustaron de la coca y repartieron los turnos para la guardia de la noche y acomodaron sus camas en caronas y ponchos. Una leve claridad anunció la salida de la luna. Pesaba el cuerpo cansado. Cuando uno de los repunteros vigilantes pidió a Amadeo Illas que contara un cuento, no obtuvo respuesta. Amadeo ya estaba dormido... Al día siguiente, el arreo hasta el caserío tuvo iguales o parecidas peripecias que el rodeo mismo. Casi todas las vacas renunciando a la resistencia, caminaban de manera obediente, pero las pocas montaraces daban bastante que hacer. Hubo un momento en que casi cunde el mal ejemplo. Y el sol ya iba de bajada cuando el repunte, levantando polvo, lustroso de sudor y rumoroso de pezuñas, entró por la calle real y algunos comuneros se apostaron cerrando el paso junto a la puerta del corralón de vacas. Entraron, pues, y el corralón se llenó de una variopinta masa palpitante. Más allá estaban, también repletos, los corrales de yeguas y asnos. Rosendo Maqui y los regidores, de pie sobre una de las gruesas paredes de piedra, hablaban de la faena. Todas las pircas soportaban curiosos. Los niños daban gritos y las mocitas no sólo miraban e ganado sino también a los viriles repunteros que volvían de los campos con el rostro atezado por el sol y el sereno y la voz más ronca. Estaban en los corrales y entraron también al de vacas, muchos rodeadores de Umay y vecinos, de Muncha que habían recibido aviso de Rosendo. Desentropaban y se llevaban los animales de esa hacienda y los propios a fin de echarlos a los rastrojos, darles sal, marcarlos, amansarlos... Los vecinos de Muncha acostumbraban pagar un sol al año por cabeza de ganado que pastara en tierra de la comunidad. En cambio, don Álvaro Amenábar, jamás había querido pagar nada, alegando que la comunidad debía impedir que el ganado ajeno entrara dentro de sus linderos. Pero él no aplicaba tal teoría en su hacienda. Cuando sus repunteros encontraban un animal extraño en las tierras de Umay, lo llevaban preso y don Álvaro no lo soltaba por menos de cinco soles, que era el precio que cobraba por un año de pastos. Rosendo había pensado siempre en este proceder encontrándolo inconcebible, no sólo como asunto moral sino como fenómeno de ambición en un hombre que tenía tierras desocupadas de una amplitud que cubría la mitad de la provincia. 155 En fin, que por vacas, burros y caballos de los «chuquis», el alcalde recaudó ciento ochenta soles, en tanto que, como todos los años, la animalada de Umay -quizá quinientas cabezas- partió entre repunteros tardos que no dejaron nada. Porfirio Medrano, que estaba junto a Rosendo, comentó: -El rico es siempre el rico y la plata, por más que pese, no baja... El alcalde afirmó, haciendo una de esas frases que ha muchos años comenzaron a distinguirlo: -Y si la plata baja, es pa caer al suelo y que el pobre se tenga que agachar a juntarla... El caso es que los corralones ralearon y podía contarse, fuera de los animales de labor, una treinta vacas, más veinte yeguas y quizás un número igual de burras. Era el ganado de cría perteneciente a la comunidad. Después de la plétora, puede parecer muy escaso. Lo era para tanto trajín, pero no para la esperanza. Rosendo decía: -No hay que vender. Los machos los necesitamos pal trabajo y las hembras pal aumento... Que lleguemos a cien... Con cien vacas, descontando rodadas, comidas po el oso y robadas, se puede vender unas veinte al año, sin retroceder en la crianza ni amenguar el trabajo de la tierra... Es lo que digo. Lo mesmo con los otros animales. ¡El platal! Aura ya habrá escuela... después se podrá mandar a los muchachos más güenos a estudiar... Que jueran médicos, ingenieros, abogaos,


profesores... Harto necesitamos los indios quien nos atienda, nos enseñe y nos defienda... ¿Quién nos ataja? ¿Po qué no lo podemos hacer?... Lo haremos... Otras comunidades lo han hecho... Yo ya no lo veré... ya soy muy viejo. Pero ustedes, regidores, háganlo... ¿No es güeno? ¿Quién dice que no? Hay que decile a todos lo mesmo... Todos comprenderán... Los regidores aprobaron y Goyo Auca dijo su: «cierto, Taita», con un acentuado tono de reverencia. Ajeno a la conversación y a los altos destinos, pasó Augusto Maqui, jinete en su bayo, agitando el lazo tras un potro galopante. Lo cogió y luego lo detuvo de un súbito y vigoroso tirón. Marguicha estaba sobre un muro atisbando y ya no recordaba a Demetrio. Se abrió un portillo en la cerca de piedra que guardaba el maizal y el ganado entró. Ganándose, vorazmente, caballos, vacas y asnos, acometieron el rastrojo. Luego se calmaron y un lento mugido o un relincho breve denotaba la satisfacción. 156 Es el sol hecho trigo, es el trigo hecho gavillas. Es la siega. Fácil y dulce siega sobre el manto pardo de la tierra. Las hoces fueron sacadas del alero, donde estaban prendidas, y llevadas al trigal. Ahora cortan produciendo un leve rumor, y las rectas pajas se rinden y las espigas tiemblan y tremolan con todas sus briznas mientras son conducidas a la parva. Los hombres desaparecen bajo los inmensos cargamentos de haces, que se mueven dando la impresión de que andan solos. Mas se conversa y se ríe bajo ellos, En la era el pilón crece y los recién salidos cargadores beben un poco de chicha y tornan hacia donde los segadores merman y merman altura de un muro que no se derrumba sino que va retrocediendo. Ya está todo el trigal en la parva. Un pilón circular, alto y de rubia consistencia, es la fe de los campesinos que se curvaron todo el año sobre la tierra con un gesto que se han olvidado de atribuírselo a Dios. Al día siguiente es la trilla. La parva está a la entrada del caserío. Trepan al pilón muchos indios con sus horquetas de palo y arrojan sobre la batida arcilla apisonada las primeras porciones de espigas. La yegua que estuvo en el maizal ingresa, y en torno a la circunferencia de la era se colocan todos los comuneros -hombres, mujeres, niños-, cogidos de una cuerda formada por varios lazos apuntalados. Son un cerco viviente y multicolor. Y los trilladores, jinetes en los mejores potros, beben la ración de chicha que ha de encandilarlos y entran saltando la cuerda. Y la trilla comienza. Comienzan los gritos, el galope, el trizarse de las pajas y el desgranarse de las espigas. El sol del tiempo de cosechas no falta. El sol se solidifica en el pilón y cae y se disgrega hasta llegar a los pies de los que sostienen la cuerda. La chicha da vueltas, en calabazas lustrosas, regalando a todos. Los jinetes gritan, la yeguada corre, trilla el sol, trilla el corazón, trillan los cerros. El alma de alegra de chicha, de color, de voz y de grano. Para describir aproximadamente el aspecto de una trilla andina es necesaria la palabra circuloiris. Uno de los corredores, el de más claro acento, da un grito alto, lleno, casi musical: «uuuaaaay» y los demás, según su voz, responden en tono más bajo: «uaaay», «uooooy»... “uaaay», «uoooy»... «uaaay», «uoooy»..., formando un coro que se extiende por los cerros. De cuando en cuando, algunos jinetes salen y otros entran a reemplazarlos con energía y voz fresca. Uno de ellos está por allí, desmontando ya, borracho perdido de contento y de licor, mirando siempre el espectáculo de la parva. Uno de sus hijos, pequeño todavía,'se le acerca a preguntarle: 157 -Taita, ¿por qué gritan así, como llamándose, como respondiéndose? -Es nuestro modo de cantar... Sí: a quienes la naturaleza no les dio voz para modular huainos o facultades para tocar instrumentos, les llega, una vez al año, la oportunidad de entonar a gritos -potentes y felices gritos- un gran himno. Es el himno del sol, que se hizo espigas y ahora ayuda en la trilla. Es el himno del fruto que es fin y principio, cumplimiento hecho grano y anunciación en el prodigio simple de la semilla. El himno del esfuerzo creador de la tierra y la lluvia y los brazos invictos y la fe del sembrador, bajo la égida


augusta del sol. El himno del dinámico afán de tronchar pajas y briznas para dejar tan sólo, ganada y presta al don, la bondad de la vida. Es, en fin, el himno de la verdad del alimento, del sagrado alimento del hombre, que tiene la noble eficacia de la sangre en las venas. Ya el pilón terminó y se dan las últimas vueltas. Sale la yeguada y los indios, provistos de horquetas, echan hacia el centro la paja, y las indias, con grandes escobas de yerbasanta, barren, también hacia el centro, hasta el último grano... Una colina de blanda curva, en la que se derrite el crepúsculo, indica el final de la faena. Hace rato cayó la cuerda de lazos, se deshizo la rueda multicolor, los gritos se apagaron. Y cuando todo parece que se va a entristecer entre la sombra creciente de la noche, surgen los trinos de las arpas, el zumbido de los rústicos violines y la melodía de las flautas y las antaras; trema el redoble de los tamboriles y palpita profundamente el retumbo del bombo. Se come y se bebe. Y más tarde, en una penumbra que luce estrellas y luego a la luz de la luna, siguen sonando los instrumentos y se alzan las voces que entonan danzas. Y los hombres y las mujeres se vuelven ritmo jubiloso en el diálogo corporal de entrega y negación que entabla cada pareja bailadora de huaino... Se desgranó el maíz y se realizó la ventea del trigo. Y la ventea fue larga y lenta, como cabe esperar de la ayuda de un viento remolón que necesita que lo llamen. -Viento, viento, vientooooo... rogaban las mujeres con un dulce grito. Y los hombres lo invitaban con un silbido peculiar, de muchas inflexiones al principio y luego alargado en una noche aguda y zumbadora como el rastro sonoro de la bala. 158 Por rachas llegaba el viento comodón, agitando poderosas alas, y las horquetas, aventaban hacia lo alto la frágil colina; el viento llevaba la paja dejando caer el grano. Cuando la paja, gruesa terminó, las horquetas fueron reemplazadas por palas de madera. Y cada vez granaba más la parva y del aire caía un aguacero de trigo. El viento formaba un montón de paja un poco más lejos. Durante las noches, grupos de comuneros hacían fogatas con porciones de paja venteada y en ellas asaban chiclayos. Parlaban alegremente saboreando las dulces tajadas y después masticaban la coca mientras alguien contaba un cuento. Una vez, Amadeo lilas fue requerido para que narrara y contó la historia de Los rivales y el juez. En cierta ocasión la narró en el pueblo y un señor que estuvo escuchando dijo que encerraba mucha sabiduría. El no consideraba nada de eso, porque no sabía de justicia, y solamente la relataba por gusto. Se la había escuchado a su madre, ya difunta, y ella la aprendió de un famoso narrador de historias apodado Cuentero. Amadeo Illas era un joven lozano, de cara pulida, que usaba hermosos ponchos granates a listas azules tejidos por su también joven mujer. Despuntaba como gran narrador y algunos comuneros decían ya, sin duda con un exceso de entusiasmo, que lo hacía mejor que los más viejos cuenteros de Rumi. De todos modos, tenía muchos oyentes. Así es la historia que, contó esa vez: Un sapo estaba muy ufano de su voz y toda la noche se la pasaba cantando: toc, toc, toc... y una cigarra estaba más ufana de su voz y se pasaba toda la noche y también todo el día cantando: chirr, chirr, chirr... Una vez se encontraron y el sapo le dijo: «Mi voz es mejor». Y la cigarra le contestó: «La mía es mejor». Se armó una discusión que no tenía cuándo acabar. El sapo decía que él cantaba toda la noche. La cigarra decía que ella cantaba día y noche. El sapo decía que su voz se oía a más distancia y la cigarra decía que su voz se oía siempre. Se pusieron a cantar alternándose: toc , toc, toc ...; chirr, chirr, chirr... y ninguno se convencía. Y el sapo dijo: «Por aquí, a la orilla de la laguna, se para una garza. Vamos a que haga de juez». Y la cigarra dijo: «Vamos». Saltaron y saltaron hasta que vieron a la garza. Era parda y estaba parada en una pata, mirando el agua. «Garza, ¿sabes cantar?», gritó la cigarra. «Sí sé», respondió la garza echándoles una ojeada. «A ver, canta, queremos oír cómo lo haces para nombrarte juez», dijo


el sapo. La garza tenía sus intenciones y respondió: 159 «¿Y quiénes son ustedes para pedirme prueba? Mi canto es muy fino, despreciables gritones. Si quieren, aprovechen mi justicia; si no, sigan su camino». Y con gesto aburrido estiró la otra pata. «Cierto -dijo el sapo-, nosotros no tenemos por qué juzgar a nuestro juez». Y la cigarra gritó: «Garza, queremos únicamente que nos digas cuál de nosotros dos canta mejor». La garza respondió: «Entonces acérquense para oírlos bien». El sapo dijo a la cigarra: «Quién sabe nos convendría más no acercarnos y dar por terminado el asunto». Pero la cigarra estaba convencida de que iba a ganar y, dominada por la vanidad, dijo: «Vamos, tu voz es más fea y ahora temes perder». El sapo tuvo cólera y contestó: «Ahora oirás lo que es canto». Y a grandes saltos se acercó a la garza seguido de la cigarra. La garza volteó y ordenó al sapo: «Canta ahora». El sapo se puso a cantar, indiferente a todo, seguro del triunfo y mientras tanto la garza se comió a la cigarra. Cuando el sapo terminó, dijo la garza: «Ahora, seguirá la discusión en mi buche», y también se lo comió. Y la garza, satisfecha de su acción, encogió una pata y siguió mirando tranquilamente el agua... Los grupos volvían al caserío y en la parva quedaban solamente Fabián Caipo y su mujer, para impedir que el grano fuera pisoteado. El rastrojo de trigo había sido abierto también y, día y noche, el ganado deambulaba libremente por las chacras y el caserío. Reinaba plena intimidad entre los animales y los hombres. Cierta noche, Marguicha y Augusto encontraron que se estaba muy bien sobre el montón de paja y retardaron su vuelta. Era una hermosa hora. La gran luna llena, lenta y redonda, alumbraba las faldas tranquilas, el caserío dormido, los cerros altos, el nevado lejano y señero. Un pájaro cantó en la copa de un saúco. Cerca, junto a la paja, un caballo y una yegua entrecruzaban sus cuellos. El amor tierno de la noche, sin duda unía a Fabián y su mujer bajo su improvisada choza amarilla. Y Augusto, sin decir nada, atrajo hacia sí a Marguicha y ella le brindó, rindiéndose gozosamente, un hermoso y joven cuerpo lunado. Se hizo el reparto de la cosecha entre los comuneros, según sus necesidades, y el excedente fue destinado a la venta. Y como quedara un poco de trigo que alguien derramó, regado por la plaza, Rosendo Maqui se puso a gritar: -Recojan, recojan luego ese trigo... Es preferible ver la plata po el suelo y no los granos de Dios, la comida, el bendito alimento del hombre... 160 Así fueron recogidos de la tierra, una vez más, el maíz y el trigo. Eran la vida de los comuneros. Eran la historia de Rumi... Páginas atrás vimos a Rosendo Maqui considerar diferentes acontecimientos como la historia de su pueblo. Es lo frecuente y en su caso se explica, pues para él la tierra es la vida misma y no recuerdos. Esa historia parecía muy nutrida. Repartidos tales sucesos en cincuenta, en cien, en doscientos o más años -recordemos que él sólo sabía de oídas muchas cosas-, la vida comunitaria adquiere un evidente carácter de paz y uniformidad y toma su verdadero sentido en el trabajo de la tierra. La siembra, el cultivo y la cosecha son el verdadero eje de su existencia. El trigo y el maíz—“bendito alimento»devienen símbolos. Como otros hombres edifican sus proyectos sobre empleos, títulos, artes o finanzas, sobre la tierra y sus frutos los comuneros levantaban su esperanza... Y para ellos la tierra y sus frutos comenzaban por ser un credo de hermandad. 161 CAPÍTULO 6. EL AUSENTE Marchaba hacia el sur, contra el viento, contra el destino. El viento era un viejo amigo suyo y pasaba acariciándole la piel curtida. El destino se le encabritaba como un potro y él cambiaba de lugar y marchaba y marchaba con ánimo de doblegarlo. Toda idea de regreso lo aproximaba a la fatalidad. Sin embargo, era dulce pensar en la vuelta. Sobre todo en ese tiempo en que veía espigas maduras y maizales plenos. Los comuneros estarían trillando, gritando, bailando... Rumi también lo extrañaba y durante los días siguientes a la cosecha, recordándolos, advertía la ausencia de Benito Castro y que nadie, nadie sabía dónde se hallaba. Era penoso. Benito se


sentía muy abandonado y en el camino largo, su caballo -antiguo comunero- era el consuelo de su soledad. -¡Ah, suerte, suerte! Paciencia no más, caballito... Abram Maqui le había enseñado a domar. Menos mal que a Augusto parecía gustarle también. Él lo dejó queriendo aprender, tratando de sujetarse. Bueno era tener su caballo y entenderse con él como se entendía con Lucero. Lucero era blanco, tranquilo sin ser lerdo y le había puesto ese nombre recordando a la estrella de la mañana. Cuando lo palmeaba en la tabla del pescuezo, el caballo le correspondía frotándole la cabeza contra el hombro. Habían caminado mucho juntos y las leguas dan intimidad. Cruzaron varías provincias y pararon por primera vez en las serranías de Huamachuco. Benito Castro se contrató de arriero en una hacienda. Esa era la historia de caminar para volver al mismo sitio, o sea el atolladero de la pobreza, pero no importaba. Había que hacer algo y él lo hacía. Cuando sucedió que vino la fiesta de carnavales y la peonada de la hacienda se puso a celebrarla. 162 De mañana se paró un unsche, o sea un árbol repleto de toda clase de frutas -naranjas, plátanos, mangos, mameyes- y de muchos objetos verdaderamente codiciables: pañuelos de colores, espejitos, varios pomos de Agua Florida, una que otra cuchilla, algún rondín. Los pomos estaban amarrados en el tallo para que las ramas los defendieran del golpe. Hombres y mujeres, intercalados y tomados de las manos, formaron rueda y se pusieron a dar vueltas en torno al árbol. En él los frutos se mecían con lentitud y brillaban y coloreaban los objetos. Era un precioso árbol. Un hombre que estaba al pie, provisto de una banderola verde, se puso también a dar vueltas, pero en sentido contrario a los que formaban la rueda, cantando con gruesa voz versos chistosos: Ya se llegó carnavales, guayay, silulito, la fiesta de los hambrientos como yo. Esa era la danza del Silulo. Después de cada verso venía el estribillo... A la una y a las dos y a las tres, ahí es, ahí es; a las cuatro y a las cinco y a las seis, vuelvo otra vez... En ese momento daba vuelta en dirección contraria a la que llevaba y lo mismo tenía que hacer la rueda. Esta se iba animando. Luego proseguía el cantor, repitiendo un buen rato: Ahora lo digo, lo voy a decir, ahora lo digo, lo voy a decir... Los de la ronda esperaban nerviosa y alegremente y él al fin lo decía con un grito: -¡Unos con otros! Entonces los rondadores se abrazaban formando parejas y como el total de participantes formaba un número impar, siempre había alguno que se quedaba solo. Ese tenía que acercarse al árbol, coger un hacha y sacarle unas astillas. 163 El primero en quedarse solo fue Benito, que no tenía amigas, pero, después de dar sus hachazos se le acercó una china ya madura y buenamoza. -Le haré pareja, don Benito, pa que no se güelva a quedar... La ronda continuó y continuó el canto. Me gustan los hombres bravos, guayay silulito, que con tremendos puñales, silulo, se meten a los corrales, guayay silulito, y gritan: «¡mueran los pavos!», silulo. Se reía y calculaba la caída del árbol. Muchos, para hacerse broma, abandonaban sus parejas y así resultaba dando hachazos quien menos se esperaba. El que derribaba el árbol tenía que parar otro el año próximo. Y al fin cayó el árbol y todos, entre empellones, caídas y risotadas, se abalanzaron sobre él. Benito era fuerte y conquistó un pomo de Agua Florida, dos pañuelos y una cuchilla. Todo, menos la cuchilla, se lo regaló a su pareja, que resultó llamarse Juliana. Ella le contó que no tenía marido Y que vivía junto a una hermana casada. Él, que estaba solo y había caído por allí a buscarse la vida. -¡No tiene mujer que lo atienda y busca la vida!... -dijo su amiga. Todo iba resultando bien, pero en la tarde se corrió un gallo. Quien lo puso anunció que el premio era de treinta soles y ello había atraído muchos participantes y espectadores. Los peones con sus familias estaban formando calle frente a la casa del gallero. Sobre dos postes muy altos, tendíase una soga que corría por una argolla fija en uno de ellos. Dando al centro de los dos postes, colgaba de la soga un canasto pequeño y fuerte, hecho de lonjas de


madera elástica, cubierto por un trapo grueso bien cosido. Por un lado, asomaba apenas la cabeza de un gallo. Un hombre, parado al pie del poste de la argolla, manejaba la soga. El gallero se situó en el centro de la concurrencia y gritó: - ¡Hay treinta soles en la canasta!... ¡Los que quieran correr! El galope será volteando po esa loma pelada y dispués po esos eucaliptos... Se presentaron diez jinetes, luciendo de la mejor manera posible sus caballos, para infundirse respeto unos a otros. 164 Benito se dijo: «¿Treinta soles? Voy a probar con mi Lucero». El de la soga la jalaba agitando el canasto y el canasto sonaba metálicamente, dando ganas. El gallo, de rato en rato soltaba un grito de alarma. Y cholos e indios miraban a los participantes, comentando la velocidad de los caballos y el vigor de los jinetes. Cruzaban apuestas. Y los jinetes excitaban a los potros, corriendo por un lado y otro, y de paso consideraban el terreno a recorrerse. Era quebrado e inclusive había que trepar una cuesta, para voltear la loma y luego ir hasta los eucaliptos, bajar de regreso y caer en espacio llano para avanzar hasta el punto de la partida. En eso llegó el dueño de la hacienda, con su mujer y sus hijas, a contemplar la justa. Una de las señoritas miró a Benito y le dijo con una sonrisa: «Tú vas a ganar». Ojalá, pero Benito no las tenía todas consigo. Había un cholo alto, jinete de un zaino fogoso y grande, que cambió una mirada con el hombre de la soga. Y la partida comenzó. Los jinetes, desde cierto lugar, salían al galope y entraban a la calle formada por los espectadores. El canasto estaba al alcance de la mano, pero en el momento en que el jinete estiraba el brazo, el soguero daba un rápido tirón, alejándolo hacia lo alto. Al principio, se vio que no permitía ninguna oportunidad y hacía eso para prolongar la fiesta. Luego, fue soltando. Había que ser rápido, tener buena vista y calcular lo justo para poder, en pleno galope, atrapar el canasto. Su resistente asa estaba sujeta a la soga por un cordel rompible. Pasaban una y otra vez los jinetes, redoblando en la dura tierra, el gallo parecía fugar hacia el cielo, sonaba la plata, gritaban los espectadores, menudeaban las apuestas. «¡Tres soles al del caballo blanco!». «¡Pago!». «¡Ocho soles al del zaino!». «¡Pago!». Algunos jinetes lograban dar una manotada al canasto. El del zaino era quien más repetidas veces lo hacía. Todos gritaban al verlo galopar hacia el gallo: «¡Aura!». Hasta que al fin, el jinete del zaino, ciertamente, lo arrancó. Lo arrancó y siguió galopando y los otros jinetes partieron tras él y dos, de entrada no más, se fueron quedando, pero los demás ya se le aproximaban a pesar de todo. Perdió distancia al meterse a una quebrada y la ganó de nuevo al salir y otra vez la fue perdiendo en la cuesta. Los perseguidores se le acercaban levantando una nube de polvo. Los mirones gritaban, aunque los corredores, tan alejados, no pudieron oírlos: «¡Zaino!», «¡Blanco!», «¡corre!». El ganador dio vuelta a la loma, solo, pero ya se le acercaba uno de caballo negro y. se le ceñía y cogía el canasto. Se les vio forcejear en pleno galope hasta que el del negro salió de la montura, cayó y tuvo que soltarse. 165 En la lucha había perdido terreno el del zaino y ya llegaban los otros y rodeaban los eucaliptos casi juntos y comenzaban la bajada. Tres potros violentos rodaron cortos trechos por la pendiente y todos temieron por los jinetes, pero ellos se pusieron en pie y fueron en pos de sus animales. Otros, de verse muy retrasados, habían ido abandonando la partida. Sólo quedaban en la brega el ganador, Benito Castro y otro que montaba un canelo. De bajada casi todos los caballos son iguales y el blanco se acercó al zaino. Llegaron al llano juntos y, antes de perder ventaja, Benito se ciñó y agarró el canasto. El poseedor, un cholo prieto le echó una mirada, de relámpago y dio un violento tirón. Tenían fuerza ambos y se la sintieron desde los pies hasta los pelos. Jadearon, se remecieron, ajustando las piernas para afirmarse y echando el cuerpo hacia un lado para aumentar la potencia del esfuerzo. Y los caballos corrían lado a lado hasta que de repente, en forma


sorpresiva, Benito dio un tirón de riendas y su caballo volteó hacia la derecha y el otro jinete, desprevenido para resistir esa maniobra, salió de la montura y cayó al suelo. Trató de sostenerse, pero Benito aceleró el galope y su rival tuvo que soltarse del canasto para no ser arrastrado sobre unas espinosas tunas que surgieron al paso. El competidor restante logró acercarse, pero no puso mucho empeño en atrapar el canasto y Benito Castro pasó entre los postes, saludado por los gritos de júbilo y vivas, triunfante. La cabeza del gallo colgaba inerte. Todos afirmaban que había sido una excelente carrera, muy rápida, con dos atracos y tres revolcones, y el mismo patrón se acercó al ganador y le regaló un cheque de a libra diciendo: «De esos brazos quiero en mi hacienda». Juliana llevó chicha a Benito y ambos, entre un círculo de curiosos, descosieron la cubierta. Ahí estaban los treinta soles, contantes, y desde luego el gallo, muerto. Ya llegaban los perdedores, a tranco calmo, y Benito, al dar un vistazo al cholo del zaino, comprendió que la partida no terminaba todavía. Estaba demudado y lo miraba con unos ojos inyectados que parecían coágulos de sangre. No le faltaría pretexto para armar pleito, pues en la noche se realizaría un baile. Y Rosendo le había dicho: «Si algo merezco de ti, que sea un ofrecimiento: no meterte en lo que no convenga». El se lo había ofrecido y he ahí que ahora iba a pelear sin duda y nadie sabe en lo que acaba una pelea. Esa cuchilla que ganó en el unshe era quién sabe un presagio. Quedaría perseguido de nuevo, más inculpado. 166 De todos modos, convenía que su caballo descansara un poco y, yéndose a la casa-hacienda, donde vivía, lo desensilló y llevó al pasto. Después buscó a Juliana: «Vámonos, ya estoy aburrido aquí». Y ella, que como mujer que era se había dado cuenta, le dijo: «¿Tienes miedo de pelear?». Benito hubiera querido vencer al rival delante de ella, pero después pensó que no era cosa de arriesgarse por una caprichosa. Al oscurecer ensilló y, sin que dejara de molestarle la idea de que lo pudieran considerar un cobarde, se fue. Hacia el sur, cada vez más lejos... Nada le ocurrió ya durante varios años, salvo la marcha. Y un trabajo de salario exiguo. No dejaba de buscar por un lado y otro la buena fortuna. Todas las haciendas eran iguales; en todas daban para sobrevivir, pero no para vivir. A veces lograba que le confiaran un caballo para domarlo y cobraba veinte soles, pero sucedía muy raramente, pues los campesinos lo consideraban siempre un forastero y temían que de un día a otro desapareciera llevándose el caballo. Así cruzó los Andes del departamento de La Libertad llevándose muchos paisajes en las retinas y un dolor sordo que le iba enturbiando la vida. Algunas mujeres lo amaron un poco en la inconsciencia de las orgías de feria. No las recordaba. Sí recordaba una cuesta muy larga, muy escarpada, muy dura, llamada Salsipuedes. El y Lucero creían saber mucho de cuestas, pero fue en ésa donde lo aprendieron de verdad. También recordaba un pequeño pueblo llamado Mollepata, edificado en zona de muy buena arcilla, donde todos los habitantes eran olleros. En los patios de las casas, en la plaza del pueblo y en los lugares planos de las cercanías, había cántaros, botijas, platos y ollas de barro, de todas las formas y tamaños, secándose al sol. Ese era un raro mundo de formas lisas y redondas. En los corredores se veía a los mollepatinos delante de pequeños tornos y grandes montones de arcilla negra, dedicados a su trabajo. En las afueras del pueblo, quemaban los objetos secos, que adquirían entonces un color rojizo, y luego los embalaban en grandes cestos rellenos de paja que llevaban a los pueblos en lentas piaras de burros. También recordaba... bueno, varios hechos menudos de la vida. Un día, sin que se lo hubiera propuesto de un modo especial, llegó al famoso Callejón de Huaylas, en el departamento de Ancash. Hacia un lado corría la Cordillera Negra, de picachos prietos y entrañas metálicas, y hacia el otro lado, la Cordillera Blanca, más alta, coronada de eterna nieve esplendente y tan escarpada que apenas dejaba unos cuantos portillos para el


paso del hombre. Allí señoreaba el inaccesible Huascarán. 167 Una yanqui, Miss Peck, había logrado, en esos tiempos, subir a una de las cumbres inferiores llamada desde entonces Cumbre Peck... ¡Vaya con la gringa tan hombre! Y entre las cordilleras, inabarcable con la mirada, largo como para cruzarlo en muchas semanas activas, se extendía el Callejón de Huaylas. Denso de valles, de faldas, de haciendas, de pueblos, de caseríos, de indios. El paisaje era muy hermoso y la vida del hombre muy triste. Los indios hablaban quechua y unos pocos el castellano. Todos trabajaban para los hacendados o los mandones de los pueblos. El trabajo era más fuerte que en el norte y el salario menor. A ver, pues, qué iba a hacer. Cortó caña en una hacienda, segó trigo en otra y en una tercera fue mozo de cuadra. Menos mal que Lucero engordó con buena alfalfa. Cierta vez, se perdió de un potrero una partida de vacas y llevaron presos, como sospechosos, a dos indios colonos de la misma hacienda. Los metieron en una celda de piedra, llena de barro y porquería, y durante la noche, entre el hacendado y cinco caporales, los condujeron a un galpón. Benito Castro lo vio todo desde un cuarto próximo, en el que dormía. Era una clara noche de inmensas estrellas, pero el corazón de los gamonales estaba muy negro. Todos tenían revólveres al cinto y los sacaron, metiéndoselos a los amedrentados indios entre los dientes: «¡Declaren!». Los indios apenas si, podían hablar con una lengua que tropezaba con los cañones: «Estuvimos en pueblo, taita, no robando nosotros. ¡Quién serán ladrones judidos!». El hacendado dijo a uno de sus caporales: «Si no quieren a buenas, mételes los palitos». Ese caporal, hombre grueso y basto, de ojuelos perdidos en una cara redonda, sacó una manilla de pequeños maderos y se los introdujo al más próximo entre los dedos de una mano. La otra le fue sujeta. «Ajusta». El caporal apretó, a dos manos y el indio, contorsionándose de dolor, bramó, ululó. Todo el silencio de la noche pareció gemir de pavura. Al fin lo soltaron. Y el otro, que alargó la mano temblando bajo los cañones que le apuntaba la tropa, fue torturado a su vez. Hasta las piedras parecían quejarse, pero los atormentadores estaban impasibles. «¿Van a declarar ahora? Si no, será peor». Y los indios, gimiendo: «No taitas, no hemos robao». Unos perros ladraban a lo lejos. El hacendado dijo: «Tienen esta noche y mañana para pensarlo». Los indios insistían: «Taita, faltamos de nuestras casas po ir al pueblo llevando tejiditos de venta. Así jue, no hemos robao nosotros». 168 Y el hacendado barbotó: «Piénsenlo bien: como no declaren, mañana les vamos a colgar de los testes». Se fue gruñendo su enojo y los caporales metieron a los indios en la misma pocilga, asegurándola con un cerrojo de hierro y un grueso candado. Cuando el rumor de los pasos se perdió en la lejanía, Benito salió de su cuarto y se acercó, sin hacer ruido, a la puerta de la celda. Los indios se quejaban y decían: «¿Te sigue doliendo?». «Sí, está hinchada la mano». «La mía tamién». «Y tan mal que nos jue: ¡sólo sacamos tres soles de las alforjitas!«¡Y aura penar por ladrones!». Benito Castro no dudó más. Buscó una barreta y palanqueó el cerrojo hasta hacerlo saltar. Y la noche se abrió con toda su claridad a la fuga de los indios y la de él mismo... Y así, marchando hacia el sur, contra el viento y el destino, viendo una vez más espigas maduras que le traían dulces recuerdos de la comunidad, llegó un día a un lugar llamado Pueblo Libre. Había comprado un tercio de alfalfa y estaba parado en una esquina de la plaza, dándosela a Lucero. De repente, sonaron unos gritos lejanos que poco a poco se fueron acercando y ampliándose. Por último desembocó, por una de las bocacalles, el tumulto de hombres y vítores de una manifestación. -¿Quiénes son? -preguntó a un mestizo que estaba por allí. -Pajuelo y sus partidarios... Él hace un mes que llegó. Quiere agrupar al pueblo y luchar contra los abusos. -No está malo -dijo Benito. Y fue, halando su caballo, hacia el grupo, muy numeroso, que se había detenido junto al cabildo. Cuando llegó, un hombre moreno, de unos


treinta años, que vestía un oscuro traje raído, pero usaba corbata, trepaba sobre un cajón para pronunciar un discurso. Se irguió mirando a todos lacios, luego fijó los ojos en sus partidarios, todos cholos e indios de poncho, y comenzó: -Mis queridos hermanos de mi clase: Ruego a mis oyentes me perdonen mi falta de una verdadera oratoria. Me concreto sólo a expresar con el corazón mis pensamientos a este pueblo humillado y escarnecido a cuyo seno correspondo yo. Yo soy el mismo niño, ya vuelto hombre, de raza india mezclada de algún blanco, que nació en Hueyrapampa, a pocas cuadras de aquí, dentro de los pañales humildes que le dieron un obrero minero y una costurera. 169 Cuando los primeros albores de mi razón, lo primero que distinguí fue el señorío de la injusticia reinante sobre los moradores pobres e indefensos de mi bendito pueblo, muy a pesar de llamarse Pueblo Libre. ¿De dónde venía aquella injusticia? Sencillamente de los malos gobiernos, como producto de la complicidad de los mandones y explotadores eternos distritales, que para desgracia de nuestro pueblo aún existen bajo los siniestros nombres de Gobernadores, Alcaldes, Jueces de Paz y Recaudadores. Estos individuos con careta de autoridades no son más que lobos con pellejo de cordero, que cada día ahondan más la miseria moral y material de nuestra raza. Estas autoridades de este distrito son explotadores e incondicionales instrumentos también de explotación de los gamonales. Los distritos son las pequeñas células de nuestra nacionalidad, donde en primer lugar se incuban los gérmenes del mal; estoy seguro de que, si en cada uno de estos diminutos pueblos llegáramos a extirpar radicalmente el mal en toda su amplitud, llegaríamos a constituir una verdadera democracia llena de justicia y libertá... -¡Bravo! -¡Viva Pajuelo! Siguieron más gritos y aplausos. El orador, cuya silueta negra se recortaba nítidamente sobre un muro encalado, esperó que se acallaran y prosiguió: -Como repito, en los primeros años de mi infancia todas las injusticias de este distrito se ensañaron en mis propias carnes y las de mis ancianos padres. Impotente para defenderme y aliviar en algo los sufrimientos de los de mi clase, opté por abandonar mi terruño, frente a la posición insultante de holgura de los gamonales y mandones, pero sí tuve el cuidado de llevar un juramento escrito en mi corazón, de volver algún día ya con las condiciones posibles de enfrentarme contra estos enemigos de mi pueblo. Juramento que vengo ensayando en diversos pueblos en mi peregrinaje, como un desposeído de fortuna, de estar siempre al lado del débil y jamás al lado del fuerte; la razón, el porqué, llegado a establecerme en la capital de provincia, no me alié con los gamonales y mandones; no obstante de ser invitado, preferí arruinarme económicamente y defender y luchar siempre a favor de los pobres. Porque debo advertirles: fijarse mucho en aquellos traidores de nuestra causa que actualmente conviven con los gamonales prestándose como instrumentos dóciles de opresión a los de su misma clase, sin acordarse que también ellos fueron unos harapos humanos como nosotros, que sólo su maldad y servilismo los ha colocado en otra posición. 170 A esta clase de individuos deben tener bien marcados para no involucrarlos dentro de nosotros, y ustedes deben conocerlos mejor que yo, puesto que yo he estado ausente... Cierto, cierto... -Mueran los traidores... -No queremos soplones... Y Pajuelo, más firme y seguro de sí, como ocurre con todos los oradores cuando son aprobados: -Mis queridos hermanos: me tienen ustedes a su lado, resuelto a luchar hasta el último con el fin de conseguir el restablecimiento de nuestros derechos hollados por manos criminales. Tenemos como principales problemas de resolución inmediata el agua, tierras y minas, que son fuentes de riqueza inmensa. Voy a ocuparme del problema del agua. En este distrito está, pues, establecido el servicio de mita bajo una distribución injusta, y veamos: la vecina hacienda de Masma, de uno de tantos gamonales succionadores de riqueza agrícola de nuestra jurisdicción,


se ha adueñado de la mitad del tiempo de servicio de agua dejando solamente un cincuenta por ciento para la población y sus campiñas, con más el cinismo de que, cuando los días que toca a la hacienda, se lo hace secar la última gota de este elemento indispensable para la vida de estos moradores y cuando ya le toca el servicio al pueblo, entonces sí se aparta agua para sus animales; esto quiere decir que los mezquinos intereses de aquella hacienda valen más que la vida de un pueblo... -¡Bravo! Los aplausos y los vivas fueron estruendosos. El grupo se hacía muchedumbre. Al oír hablar del agua, todos los que escuchaban escépticamente en las vecindades acudieron a enterarse y ahora aplaudían. Benito y su caballo quedaron encerrados entre la masa. Y Pajuelo, más enérgico, con la corbata desarreglada, una greña negra partiéndole la frente y accionando con ambas manos, una de las cuales cerrábase dejando libre el índice acusador: -Debido a la ambición e injusticia de los famosos hacendados de Masma, los de este pueblo y sus campiñas tienen que acumular en pozos de condición humilde para quince días de cada mes, para luego servirse de un agua corrupta, llena de microbios. He ahí el porqué la enfermedad y muerte prematura de los infelices moradores. Debemos apuntar de inmediato a los de Masma como responsables del estado de injusticia hasta por el agua. La hacienda de Masma no solamente ha acaparado el agua, sino también las tierras, asfixiando por su proximidad el desarrollo de los hijos de este pueblo llamado a ser grande. Debemos perseguir... 171 Sonó un tiro de fusil, salido de quién sabe dónde, y Pajuelo cayó de bruces sobre sus más cercanos oyentes. La muchedumbre gritaba: «¡Han muerto a Pajuelo!». «¿Quién?». «¿Quién?». «¡Está muerto!». «¡Está sólo herido!». La masa se desbandó y sólo unos cuantos quedaron junto al herido, que había sido colocado en el suelo. Manaba sangre de su pecho, tiñéndole la camisa. Él dijo: «Llévenme a casa de mi madre. ¡Viva el pueblo!». En eso apareció el gobernador del distrito, seguido de muchos hombres armados y apresó a cuantos estaban allí, conduciéndolos a la cárcel, excepción hecha de Pajuelo, que fue enviado a su casa con centinela de vista. Benito Castro también cayó. Al día siguiente llevaron a los detenidos a la capital de la provincia, acusados de subversión. Gendarmes venidos especialmente y numerosos civiles armados los custodiaron durante el viaje. A los tres meses, quedaba preso únicamente Benito Castro, que no tenía dinero ni nadie que lo ayudase mediante alguna influencia regional. Además, su calidad de forastero despertaba muchas sospechas. Ya lo habían interrogado varias veces. Una tarde lo llamó el subprefecto a su despacho, una vez más: -¿Así que no eres de aquí? -Soy de Mollepata. Mollepata estaba ya bastante lejos. El subprefecto lo miró fijamente, filiándolo. Quijadas firmes, ojos negros y penetrantes, boca gruesa sobre la que negreaba un bigotillo erizado. El pecho era ancho y las manos grandes. El sombrero a la pedrada y un poncho terciado sobre el hombro daban a la figura un carácter gallardo. -No eres un mal tipo, pero pareces un atrevido de primera. -Señor: yo vivo en paz con la gente... -¿Conociste a Pajuelo? Dicen que tú eras uno de sus secuaces y con él llegaste... -No, señor, yo estaba dando alfalfa a mi caballo, y pregunté a uno que estaba allí y él me dijo quién era don Pajuelo... -Pero, ¿estás de acuerdo con él? -No sé, porque no conozco las cosas que hablaba: no me he informao de po acá como pa eso... -Eres un vivo. ¿Y qué hacías por acá? 172 El subprefecto, un hombre blanco y bastante joven, que se había puesto traje de montar para dar la impresión de que estaba persiguiendo a los subversivos o mejor dicho a las terribles y demoledoras huestes de Pajuelo, quería enredar a toda costa al hombre sin influjos y presentar, al fin y a la postre, un culpable. -Esperaba a don Mamerto Reyes pa arrear un ganadito a la costa. Benito conocía a este negociante sólo de vista, pero se jugó, ya que, si decía la verdad, irían a caer con averiguaciones en la hacienda donde soltó a los


indios y entonces nadie dudaría de su alianza con Pajuelo. -Por tu facha, creo que ni conoces la costa... -Jui hasta el mero Huarmey... arenalazo, señor. Al embarcar el ganao pa Lima una vaca se cayó al mar y la zonza nadaba pa allá creyendo que iba a dar a la otra orilla, hasta que se dio cuenta y regresó pa este lao... Esa era una relación que escuchó a un peón de arreo y él la repetía sin mucha seguridad. -Ajá... -dijo el subprefecto, dudando. Se puso a mirar su mesa de trabajo y luego un estante que estaba lleno de papeles. Benito reclamó: -Señor, y ni siquiera tengo qué comer. Se me acabó mi platita y no puedo comprar. Un gendarme hay medio güeno y él me pasa a veces lo que le sobra... A veces, también algún indio me convida un matecito con su mote... Pero hay días que paso sin comer... -Ya ves, pues, para qué te metes en sublevaciones. Ahora voy a definir tu situación... ¡Ramírez! Entró un hombre joven, de cara pálida y traje de dril, que era el secretario de la subprefectura. -Averigüe si pasa el telégrafo por el distrito de Mollepata. Si pasa, llame al gobernador y pida antecedentes de este hombre, que dice que es de allí... ¿Cómo te llamas? ¡Ah, Manuel Cáceres! Salió el secretario, el subprefecto se puso a leer y firmar unos papeles y Benito maldecía su estupidez. ¡Si de lo primero que se acordó fue de Mollepata, acaso por las ollas! Debió mencionar una hacienda apartada. Ahora faltaba que... El secretario entró: -No pasa, señor. El distrito más cercano, con telégrafo, está a diez leguas... -Hum... Entonces pregunte a los gendarmes si está en el pueblo o alrededores el negociante de ganado Mamerto Reyes. 173 Volvió a salir el secretario. Benito se puso muy triste. A la vista estaba que deseaban enredarlo. Ahora se descubriría todo y comenzarían a seguirle los pasos y tal vez llegarían al mismo Rumi... y... Pasaban los minutos. Señor -dijo el secretario entrando-, dicen que no han visto por aquí a don Mamerto y ni siquiera en el campo... Acaso esté en otra provincia... -¡Este es un mentiroso con suerte! Señor -apuntó oficiosamente el secretario-, mejor sería esperar unos días. Los mollepatinos son gente sedentaria... olleros que no abandonan su industria... Éste miente. Además, cualquier día ha de llegar don Mamerto Reyes en persona... -Sí, es lo que pienso... Benito argumentó con calor: -Yo me cansé de hacer ollas po que las cercanías están llenas de ellas y la gente las quiere regaladas. Si uno va a pueblos alejaos, no alcanza a hacer muchos viajes y cuanto más que las ollas se acaban de romper... Quise mejorar y vengo a caer preso y tovia a hambrearme... Subprefecto y secretario se quedaron pensando. Benito miraba a través de los barrotes de la ventana. Se veía la plaza, el cielo azul, ancho, que brillaba sobre otros sitios mejores sin duda; el ir y venir de las gentes por las calles de piedra; la libertad... Insistió: -¿Qué haré aura? Seguro que don Mamerto contrató otro... Perdí mi trabajo y no tengo un cobre... Y tovía estoy de hambre... El subprefecto dio una gran prueba de espíritu justiciero: -Bueno, pues... Te voy a poner en libertad, pero te mandas mudar. No quiero agitadores en mi provincia... Benito solicitó: -Señor, mi caballito lo entroparon los gendarmes con los de ellos el día que llegamos... Ordenará usté seguro que me lo entreguen... El subprefecto dio un puñetazo en la mesa: -¿Qué caballo? ¿A mí me has dado a guardar caballo? Reclámaselo a ellos. Y ándate pronto, antes de que me desanime de soltarte y te saque la insolencia... Benito salió, lentamente y preguntó al gendarme que era medio bueno por su caballo. Él soltó una carcajada y le dijo que sería un verdadero loco si se metía con el subprefecto tratando de recuperar su caballo. Benito se fue, pues. Ahí estaba la calle con su libertad... 174 Caminar a pie es más duro cuando se tiene hambre. Las calles se abrían una tras otra a su paso, pero no sabía a dónde ir. Y tenía hambre... Sufrió mucho de peón, por las haciendas. Recordaba a Rumi y tenía pena, y recordaba a Lucero, su último amigo, y tenía más pena todavía. ¡Y qué diferencia entre el trabajo realizado en las haciendas y el trabajo realizado en la comunidad!


En Rumi los indios laboraban rápidamente, riendo, cantando y la tarea diaria era un placer. En las haciendas eran tristes y lentos y parecían hijastros de la tierra. Si aún les quedaban fuerzas, no les quedaba ya alma para nada. Pasó el tiempo, y sin sospechar las graves cosas que sucedían en Rumi, Benito Castro estaba con cien indios colonos, en pleno invierno, hundido en la gleba y bajo un pertinaz aguacero, trabajando en las chacras del patrón. Los bohíos de los indios quedaban alejados y por el tiempo que durara el cultivo, los trabajadores dormían en un galpón. Como Benito no tenía casa, pernoctaba siempre en ese galpón y así conoció a muchos indios de todos lados porque la hacienda era muy grande. Los indios hablaban quechua, pero, en general, poco hablaban. Benito fue aprendiendo ese idioma, que suena a veces como el viento bravo y otras como el agua que corre bajo la tierra, y les entendía la parla triste. Ellos no contaban cuentos o lo hacían muy de tarde en tarde. Hablaban de sus trabajos y, a veces, de la revolución. En voz baja, en medio de apretados círculos, los más viejos contaban de la revolución de Atusparia. He allí que corre el año 1885. He allí que los indios gimen bajo el yugo. Han de pagar un impuesto personal de dos soles semestrales, han de realizar gratuitamente los «trabajos de la república» construyendo caminos, cuarteles, cementerios, iglesias, edificios públicos. He allí que los gamonales arrasan las comunidades o ayllus. Han de trabajar gratis los indios para que siquiera los dejen vivir. Han de sufrir callados. No, amitos, alguna vez... Reclamaron presentando un memorial al prefecto de Huaraz. No se les oyó. Pedro Pablo Atusparia, alcalde de Marián y del barrio huaracino de la Restauración, que encabezaba a los reclamadores, fue encarcelado, flagelado y vejado. Catorce alcaldes se presentaron a protestar del abuso. También fueron encarcelados, flagelados y vejados. No, amitos, alguna vez... 175 Fingieron ceder. Y el primero de marzo bajó la indiada hacia Huaraz, portando los haces de la paja que se necesitaba para un techo que era «trabajo de la república». En determinado momento, sacaron de entre los haces los machetes y los rejones que ocultaban y se entabló la lucha... Las primeras oleadas de indios son rechazadas. Un escuadrón de caballería carga abriendo brecha. Alentado por su éxito ataca Pumacayán, fortaleza incaica de empinadas galerías. Tiene hermosas paredes de piedra adornadas con altorrelieves que presentan coitos de pumas, y el prefecto de Huaraz la estaba haciendo destruir para aprovechar la piedra en la construcción del cementerio y algunas casas particulares. Pumacayán es defendida por el indio Pedro Granados y un puñado de bravos. Sólo Granados, armado de una honda de cuero con la que tira piedras del tamaño de la cabeza de un hombre, derriba a setenta jinetes. El escuadrón se retira y Huaraz es sitiada. Al día siguiente cae. Los indios beben la sangre de los soldados valientes para acrecentar el propio valor. Quieren terminar con todos los ricos y sus familiares que se han encerrado en sus casas. Atusparia, jefe de la revolución, se opone: «No quiero crímenes: quiero justicia». La revolución se propaga. Los indios se arrastran a cuatro pies, cubiertos con pieles de carneros, para atacar por sorpresa Yungay. Se subleva todo el Callejón de Huaylas. Caen todos los pueblos. En algunos, los ricos forman «guardias urbanas» y se defienden bravamente. Surgen otros grandes jefes indios. Ahí está Pedro Cochachín, minero a quien decían Uchcu Pedro, pues uchcu quiere decir socavón o mina, terrible chancador de huesos en pugna siempre con el piadoso Atusparia. Allí está José Orobio, el Cóndor Blanco, llamado así porque tenía blanca, aunque lampiña, la piel. Ahí está Ángel Bailón, cuñado de Atusparia, al mando de las estancias que generaron el movimiento. Y Pedro Nolasco León, descendiente de los caciques de Sipsa. Y tantos. Surgen al mando de sus fuerzas, grandes y duros, valientes y fieros como pumas, moderados en su cólera por el magnánimo Atusparia que exige respetar a todas las mujeres y los niños y a los adversarios


rendidos. Dominan. Los indios tienen pocos fusiles, cuarenta cajones de dinamita y ocho barriles de pólvora que ha sacado el Uchcu de las minas. Él defiende los pasos importantes de la Cordillera Negra. Es el más fuerte. Los demás han de luchar con rejones y machetes. Se mandaron emisarios a los departamentos de La Libertad y Huánuco, pidiendo ayuda, pidiendo revolución. 176 Pero ya están ahí los batallones del gobierno con buenos fusiles y cañones. Mueren indios como hormigas. Para economizar municiones, fusilan a los indios prisioneros en filas de seis. Caen los jefes y son también fusilados. José Orobio, mientras es flagelado y luego baleado con saña, pide irónicamente: «Yapa, tata, yapa». El terrible Uchcu Pedro desprecia a los vencedores mostrando el trasero al pelotón de fusilamiento. Atusparia, herido en una pierna en el combate de Huaraz, cae y sobre él caen los cadáveres de sus guardias. Con sus cuerpos muertos lo defienden. De allí es recogido por un blanco capaz de gratitud que lo esconde en su casa. Tiempo después, un consejo indio lo condena a muerte por traidor y le hace beber chicha emponzoñada con yerbas. Él bebe la chicha con serenidad, ofrendando hacia los cuatro puntos del horizonte y llamando al tiempo como juez. Y muere. Y el tiempo, juez irrecusable, dice que no fue traidor sino un hombre valiente y generoso. Así hablaban los indios, fatigados por la dura labor del día y de los días, en las noches del galpón. Ellos recordaban más las victorias que las derrotas. Y la noche se llenaba de emociones alegres y trágicas, de héroes casi legendarios, de luchadores astutos y tremendos. Estaban invictos y cualquier día la revolución iba a recomenzar... Pero llegaba el sueño y después el día. Sonaba la voz de los caporales. Los héroes desaparecían, las épicas batallas no eran ya. Y los indios, fustigados por la realidad, rota la fe, esfumadas las visiones, se encaminaban en fila hacia los campos de labor, y allí se curvaban sobre la gleba. Benito Castro, inerme y pobre como ellos, cogía el azadón y se curvaba igualmente. 177 CAPÍTULO 7 JUICIO DE LINDEROS Don Álvaro Amenábar y Roldán, señor de Umay dueño de vidas y haciendas en veinte leguas a la redonda, bufó cuando un propio le llevó la noticia de alegato de Bismarck Ruiz y los altivos términos en que estaba concebido. Carta en mano, salió del escritorio al ancho corredor de la casona bordeada de arquerías, dando gritos de llamada a los pongos, pero inmediatamente recuperó la compostura, adoptando el aire severo del hombre importante a quien nada turba ni atemoriza. Mas sus gritos se habían escuchado ya y los pongos temblaron. -Ensíllenme a Montonero y llamen a Braulio y Tomás para que me acompañen. Que vengan bien montados... ¡Luego! Montonero era un caballo algo trotón, pero muy fuerte. Braulio y Tomás, dos caporales de los muchos que desempeñaban también el oficio de guardaespaldas y vivían con sus familias en las otras casas que formaban el gran cuadrilátero anguloso, blanco y rojo, de la casa-hacienda de Umay. Al pie del añoso eucalipto del patio, de ancho tallo de corteza agrietada y hojas verdiazules y rojizas, los pongos ensillaron y don Álvaro partió despidiéndose brevemente de su mujer y de sus hijos. En la portada de la hacienda, donde gemía pesadamente una tranquera de gruesas vigas, estaban Braulio y Tomás, dos hombres morenos y fuertes, a caballo y armados de carabinas. Salieron y fue un galope por un recto camino bordeado de dulces álamos, bajo un sol tibio y acariciador... En las faldas de los cerros que rodeaban la planicie, algunos bohíos de los colonos humeaban junto a unas chacras menguadas. Y los colonos, viendo a lo lejos el trío galopante, decían: -Ahí va don Álvaro con dos guardaespaldas... 178 -¡Qué maldá irán a hacer! El hacendado tenía fija la mirada en el camino y fijos en el juicio de linderos los pensamientos. Y ya abandonan la alameda y toman la quebrada senda que trepa a las alturas. Y la mirada se traga la senda y los pensamientos enrojecen la cara blanca hasta ensombrecerla. Don Álvaro era hijo de don Gonzalo, hombre


resuelto, que ganó Umay nadie sabía cómo, en un extraño juicio con un convento. Llegó cuando la hacienda consistía en la llanura vista y los cerros que la rodeaban. Después de un detenido examen de las herederas de las haciendas vecinas, se enamoró ciegamente de Paquita Roldán, heredera única, y se casó. Y los bienes de ambos fueron aumentando: Don Gonzalo era trabajador, inescrupuloso y hábil. A veces sabía soltar la mano llena de monedas y a veces ajustarla sobre la carabina. Umay creció, hacia el sur, arrollando haciendas, caseríos y comunidades. Creció hasta tropezar con los linderos de Morasbamba, hacienda de los Córdova. Don Gonzalo litigó por linderos y dio un primer zarpazo. No lo pudo sostener. Los Córdova eran también muy fuertes. Cuando don Gonzalo fue acompañado de su gente, el juez, el subprefecto y algunos gendarmes a tomar posesión, lo recibieron a tiros. La lucha duró, con intermitencias, dos años. El subprefecto, impotente para intervenir y ni siquiera reconvenir a los hacendados, pedía fuerzas y órdenes a la prefectura del departamento. El prefecto, que no se atrevía a desafiar por sí sólo a los poderosos señores, pedía instrucciones a Lima. De Lima, donde los contendores contaban con muchas influencias ante ministros, senadores y diputados, nada respondían. Y en las cordilleras limítrofes de Umay y Morasbamba continuaban los asaltos y las muertes. Los Córdova importaron de España un tirador, excelente, oriundo de los Pirineos, y construyeron un fortín pétreo de acechantes troneras donde apostaron a su gente acaudillada por él. Don Gonzalo, hombre empecinado pero también práctico, cedió momentáneamente en una pelea que le restaba energías, reservándose el proyecto de entrar en plena «posesión de los bienes que la ley le concedía» para realizarlo en mejor oportunidad. Sería más fuerte y Lima tendría que estar de su lado. Y comenzó a expandirse hacia el norte. La muerte se lo llevó, pero su ambición, los planes de dominio y su rivalidad con los Córdova, heredólos íntegros don Álvaro. Pronto demostró que era hombre de garra y el avance prosiguió. Hasta que frente a uno de los sectores de su hacienda quedó Rumi, como una presa ingenua y desarmada. 179 Él, ocupado en otras conquistas, la desdeñó por espacio de largos años. Ahora, parecía haberle llegado su turno. Don Álvaro le entabló juicio de linderos. El hacendado desmontó a la puerta de la casa del tinterillo Iñiguez, apodado Araña, suma y compendio de los rábulas de la capital de provincia. Tenía tercer año de derecho en la Universidad de Trujillo y esto le dio de primera intención una patente de eficacia que él se encargó de justificar con una ancha malla de legalismo. Al contrario de Bismarck Ruiz, su más cercano rival, era pequeño y magro. Torturado por tenaces dolencias, no podía gozar de los pueblerinos dones de la vida. Comía papillas, bebía aguas estomacales y su mujer languidecía. Iñiguez se la pasaba metido en su despacho, rodeado de legajos de papel sellado, en los que garrapateaba tercamente ayudado por dos amanuenses y de una densa neblina del tabaco acre que fumaba. Tenía la piel amarilla y más amarillos los bigotes lacios y los dedos nudosos a causa del cigarro. Pese a todo, su cabeza era un arsenal guerrero que se volvía temible dentro de su fortaleza de papel sellado. El papel sellado es uno ancho y largo, a veces cruzado de esquina a esquina por una franja roja, y que ostenta en el ángulo superior izquierdo el escudo de la república peruana. ¡Bello escudo de simbólica nobleza, nunca como allí tan escarnecido! Formando legajos, rimeros, montañas a las que se llama atestados, expedientes, oficios, se encuentra papel sellado en todo el Perú. En los despachos de los abogados y tinterillos, en las escribanías, en los juzgados, en las reparticiones públicas, en los juzgados militares, en las oficinas de recaudación de impuestos, en los municipios, en la choza del pobre y en el palacio del millonario. «Presente usted un recurso en papel sellado», es la voz de orden. Desde Lima hasta el último rincón se extiende la nevada


asfixiante. Puede faltar el pan, pero no el papel sellado. Es un mal nacional. Con códigos y en papel sellado se ha escrito parte de la tragedia del Perú. La otra parte se ha escrito con fusiles y con sangre. ¡La ley, el sagrado imperio de la ley! ¡El orden, el sagrado imperio del orden! El pueblo, como un francotirador extraviado en la tierra de nadie, recibió ataques desde ambos lados y cayó abatido siempre. Iñiguez, el enredador, disparaba con taimada delicia desde su reducto de papel. Don Álvaro era hombre que sabía hacer elecciones. 180 A todo lo dicho, hay que agregar la circunstancia de que el tinterillo era hijo de un modesto terrateniente despojado por los Córdova. Cuando el padre fue lanzado a la miseria, tuvo que interrumpir los estudios universitarios y volver a su provincia. Iñiguez defendía, pues, con especial celo, al enemigo de sus enemigos. Sabía que Amenábar, si algún día triunfaba de sus poderosos rivales, no le iba a restituir lo suyo. Pero en la desgracia de los despojadores encontraría satisfacción la suya propia. Como lo sospechaba, don Álvaro no tardó en plantearle el caso. Tarde llegó ese día y pasó con el tinterillo a una de las habitaciones interiores de la casa polvorienta y callada. -Oiga usted, Iñiguez –le dijo cuando estuvieron sentados frente a frente, con el acento del hombre que está acostumbrado a mandar-, el primer problema sería descartar a Bismarck Ruiz, cuya petulancia me ha indignado ciertamente. Pero éste es protegido de los Córdova y, así no lo fuera, ellos de todos modos me harían bulla en los diarios de la capital del departamento. ¿Qué me aconseja usted?... -Je, je -rió el tinterillo, de cuerpo esmirriado y hundido entre grandes piernas y brazos flacos que le daban ciertamente un aspecto de arácnido-, sería bueno que el tal Bismarck se hiciera el tonto. Usted sabe quién es: un voluptuoso, un crapuloso... se podría conseguir... usted me comprende... -Sí, se podría conseguir. Pero ese Ruiz me tiene inquina. ¿Y sabe por qué? Me echa la culpa de su postergación. Cuando comenzó a distinguirse como defensor, comenzó a querer trepar. Siempre ha sido un segundón con muchas ambiciones. Mi hijo Oscar, usted sabe lo tarambana que es, se hizo amigo suyo por lo de la chupa. Con eso creyó haber puesto una pica en Flandes, No, señor, que yo nunca lo invité a mis fiestas, ni lo dejé poner un pie en mi casa y tal ejemplo fue seguido por la gente de mi clase. Desde entonces me cogió inquina y yo me reía de él. Pero no hay enemigo chico, ya se ve, y ahora... -Je, je. Usted sabe que está de rodillas ante esa desvergonzada de la Melba Cortez. Ella tiene de amigas a las Pimenteles. Su hijo Oscar es también amigo de ellas... Don Álvaro se dio una palmada en la amplia frente. -Tiene usted razón, mi amigo, por ese lado. Casualmente Oscar, poblano empedernido, está aquí. ¿Y en lo demás, qué haremos? 181 -Mi señor don Álvaro: yo le he dicho ya que se debía copar toda la comunidad: ¿A quién sirven esos indios ignorantes? Jurídicamente, se puede: hay base para la demanda... -No, ya le he dicho que no. Debemos darle un aspecto de reivindicación de derechos y no de despojo. Yo pienso, igualmente, que esos indios ignorantes no sirven para nada al país, que deben caer en manos de los hombres de empresa, de los que hacen la grandeza de la patria. Pero Zenobio García me ha asegurado que en la parte que demando está lo mejor de Rumi. Arriba hay sólo piedras. Alegamos bien. Ellos trabajarán para mí, a condición de que les deje en su tierra, que es la tierra laborable. Yo necesito sus brazos para el trabajo en una mina de plata que he amparado a la otra orilla del río Ocros. Yo me pongo en contacto, tomando Rumi, con el lindero de la hacienda en la que está la mina. Tiene gente, colonos para el trabajo. Me venden esa hacienda o litigaré. Dando el golpe que usted quiere, resultaría casi escandaloso. Y, ¿sabe?, pienso presentar mi candidatura a senador y hay que evitar el escándalo. En la capital del departamento sale ahora un periodicucho llamado «La Verdad», de esos papagayos indigenistas que se pasan atacando a la gente respetable como nosotros.


Ahora me atacarán, pero apareceré dentro de la ley y podré defenderme. Si tomo toda la comunidad, así me ayude la ley, se pensará siempre en un despojo. Hay que guardar las apariencias en relación con mi candidatura. Con la comunidad y la hacienda vecina, además de la explotación del mineral, seré el hombre más poderoso de la provincia y uno de los más poderosos del departamento. Seré senador. Entonces, mi amigo, le tocará el turno a los Córdova. Yo no olvido... ¡Es una deuda sagrada que pagaré a la memoria de mi padre! Además, el Perú necesita de hombres de empresa, que hagan trabajar a la gente. ¿Qué se saca con humanitarismos de tres al cuarto? Trabajo y trabajo, y para que haya trabajo precisa que las masas dependan de hombres que las hagan trabajar... -Ciertamente. Su resolución me parece más admirable considerando que usted es uno solo y los Córdova cuatro... Don Álvaro, que se había estado exaltando con sus proyectos, dio señales de un quejumbroso abatimiento hablando de su familia. -Sí, no he tenido suerte. Ahí tiene usted a mi hermano Ramiro. Desde el colegio dio pruebas de intelectualito y ha terminado de médico partero. ¿No le parece una degeneración? Elías, peor todavía. Doctor en Letras y profesor de Historia. Doctor en Letras. ¿Ha visto usted? 182 Es lo que se llama afeminarse. Ya que quisieron tener profesiones liberales, debieron ser abogados y serio de nota, ¡hacer temblar el Foro Nacional! ¿Mi hermana Luisa? ¡En París! Carta última de unas amigas dice que está empeñada en casarse con un príncipe italiano. Le mando tres mil soles mensuales y siempre se está quejando de pobreza. Ojalá no se case, que el príncipe debe ser un vividorcillo y pedirán más plata. Yo tengo mi abolengo, pero no confundo al hombre de títulos que los usa para dar lustre a su posición con el que los usa para vivir de ellos. Con mis hijos, he sido más afortunado. Fuera de Oscar, que ya está grande y no tiene compostura, a Fernando le gusta el campo, y las niñas son hogareñas y las casaré bien... ¡Y nada de estudios! Su quinto año de primaria y a formar su hogar las muchachas y los hombres al trabajo. Fue un error de mi padre el ilustrar demasiado a mis hermanos. Necesitamos hombres prácticos. A Pepito, que es el último de los varones, sí lo haré estudiar. Quiere ser abogado y ésa es una profesión de mucho campo, de mucho campo... -¡Muy amplia es! -ratificó sesudamente Iñiguez. -Bueno: me he dejado dominar por la confianza y el aprecio que le tengo, Iñiguez. También me llevo del dicho: Al abogado y al médico, la verdad. De todos modos, aquí hay fibra, pasta y uno contra cuatro o contra veinte Córdovas... Confío en usted. Don Álvaro apretó los puños y tomó de nuevo su aire resuelto. Muy honrado quedo, mi don Álvaro. Ahora, permítame manifestarle que necesito gente para que declare. Ya hemos dicho que las tierras de Umay van hasta la llamada quebrada de Rumi. Ahora diremos, para explicar la presencia de los indios, que la comunidad usufructúa indebidamente las tierras suyas, debido a una tendenciosa modificación. Que se nombra Quebrada de Rumi a lo que realmente es arroyo Lombriz, con lo cual resulta que la comunidad ha ampliado sus tierras. Pondremos de testigos a varios vecinos de esos lugares. Diremos, además, que lo que ahora se llama arroyo Lombriz se llamaba antes arroyo Culebra y que la verdadera Quebrada de Rumi es la quebrada que se seca en verano y queda entre esas peñas que dan a Muncha. Nosotros pedimos las tierras hasta la llamada ahora Quebrada de Rumi que ha sido y es, en los títulos, arroyo Lombriz... -Una excelente idea. 183 -Además, habrá que hacer destruir de noche los hitos que van del arroyo Lombriz a El Alto y decir que las tierras de la comunidad son las que quedan en torno a la laguna Yanañahui. Así damos el golpe de gracia... Yo he estudiado muy bien el expediente y por eso me demoré un poco en informarle. Quiero ahora los testigos... Los grandes ojos de don Álvaro brillaban. -Yo le mandaré a Zenobio García con su gente y al Mágico, que es un mercachifle que me ha servido bien siempre,


dándome el aviso de más de veinte colonos fugitivos. Por cada uno, en realidad, le pago diez soles, pero me ha servido y se puede contar con él. Con García me entiendo hace tiempo. Ambos ya han estado actuando en relación con Rumi. No crea que me duermo. Con el subprefecto tenemos lista la toma... apenas el juez... -¿Y el juez? -De mi parte. Si a mí me debe el puesto. Yo moví influencias y lo hice nombrar a pesar de que ocupaba el segundo lugar en la terna. Don Álvaro se frotó las manos, y el tinterillo pidió permiso para encender un cigarrillo. Lo obtuvo generosamente, que buena falta le hacía, y apuntó: -Por eso es que le decía de la necesidad de captar a Bismarck Ruiz. Yo le he puesto allí un vigilante, de amanuense: un muchacho de buena letra que se le fue a ofrecer muy barato. Yo lo compenso... usted me entiende... No crea que los indios dejan de husmear algo... El otro día le mandaron uno con el informe de que usted parecía entenderse con Zenobio García y el Mágico. Ruiz les respondió que no temieran porque los anularía removiendo viejos asuntos que éstos tenían pendientes con la justicia... ¿Ya ve usted? Además, él podría apelar del fallo del juez... Los indios no saben nada de esto... si él hace el tonto y se queda callado... -¡Indios espías! Déjelo a mi cargo, se arreglará. Y le enviaré lo más pronto a García y Contreras, con otros para que usted los aleccione bien... -De acuerdo, mi señor don Álvaro. -¿Y usted? ¿El precio de sus servicios? -dijo Amenábar sacando su cartera. -Lo que le parezca, mi señor... Usted sabe que tengo además el gastito del vigilante de Ruiz... Don Álvaro contó mil soles en anchos billetes azules que Iñiguez recibió con una sonrisa atenta. Caminaron hacia la puerta tomando acuerdos de detalle. Afuera estaban los guardaespaldas esperando y el hacendado cabalgó y se dirigió a la casa que tenía en el pueblo. 184 La noche caía lentamente y dos indios colgaban en las esquinas faroles hechos de hojalata y vidrios remendados con tiras de papel, que guardaban una vela de luz rojiza. Un ebrio, tambaleándose por media calle, agitaba los brazos y el poncho vivando a Piérola. Era el bohemio cantor y poeta popular conocido por el Loco Pierolista. Don Álvaro casi lo atropella y siguió sin hacer caso de los denuestos con que el Loco protestaba, pero uno de los matones, probando su celo, le dio al pasar un riendazo sancionador. Ya sabría vengarse el poeta mediante copias de punzante intención. La casa más vetusta de las de dos pisos que rodeaban la plaza, abrió sus portones lentos. Un ajetreo de pongos se sintió por los corredores y el patio. Don Álvaro entró contestando sumisos saludos. En Rumi los animales seguían conviviendo con los hombres, salvo los asnos que, aprovechando la libertad, se fueron hacia su querencia de los valles cálidos del río Ocros. Cuatro pollinos lucientes y ágiles, de cuello erguido y mirada viva, pues todavía ignoraban el peso de la carga, quedaron en un corralón destinados a saberlo. En otros, diez indios se inclinaban sobre las ovejas haciendo rechinar gruesas tijeras de acero y el caserío se llenaba del olor acre de la trasquila. En otro, Clemente Oteíza y sus hombres efectuaban la hierra. Al centro flameaba la fogata donde la marca se encendía al rojo y cerca de ella se derribaba a la res por medio de sogas o de los brazos. Oteíza se lucía. Cogiendo de cacho y barba, es decir, del cuerno y la quijada, a la res -a veces un toro completamente formado y musculoso- le doblaba el cuello hasta hacerlo caer de costado. Era un duelo callado y emocionante en el que los músculos de hombre y animal se apelotonaban y las venas hinchábanse, tatuando la piel tensa. Derribada la res, la marca, tras un humeante chasquido, dejaba en el anca las letras C R, iniciales no de un hombre, sino de un pueblo: Comunidad de Rumi. En otro corralón, Abram Maqui, su hijo Augusto y otros amansadores realizaban la doma. Después de corcovear y resistirse durante varios días, ya comenzaban a trotar largo los potros. Rosendo iba de un corral a otro, aprobando en una ocasión, dando un buen consejo en otro, gobernando. Los comuneros que no entendían de labores especiales,


terminaban de cosechar las arvejas y las habas de las pequeñas chacras que espaldeaban las casas. A palos, en reducidas eras, rompían las vainas. 185 El ganado manso o de cría, pintando los rastrojos, la calle real y la plaza, holgaba simplemente. Algunas yeguas y vacas curiosas, paradas junto a las tranqueras, miraban con ojos sorprendidos las extrañas faenas de hierra y amansada. Los animales, remisos al principio, terminaban por ceder iniciando en compañía del hombre una vida fraternal. Y el sol duraba todo el día y la satisfacción día y noche. Laurita Pimentel, después de una azarosa noche de baile, llegó derramando curvas espontáneas y deliberado entusiasmo hasta el lecho donde Melba Cortez saboreaba su ocio engreído. -¿Te lo digo, te lo digo? Melba se incorporó luciendo el pecho túrgido. -¿Qué, qué cosa? -Estupendo, hija, estupendo... -A ver, a ver... -Una gran oportunidad, formidable, hija... -Pero dilo de una vez... -Y todo, todo depende de ti... -Dilo, que me tienes en ascuas... Laurita sentóse sobre el lecho, Melba se reclinó sobre muelles almohadas y la confidencia surgió blanda y acariciante, excitando deseos y pasiones. Augusto Maqui, nutrido de triunfadora confianza, sacó hacia las alturas un potro recién domado. Por ese camino, más bien sendero, cruzó cierto día una sierpe agorera. No quería esforzar mucho al potro, pero éste siguió sin dar muestras de cansancio. Cuando el viento comenzó a silbar entre los pajonales y a rezongar entre las rocas, las miradas de Augusto, dirigidas hacia lo lejos, algo notaron. ¿Faltaba o sobraba? Faltaba. Los hitos de piedra que iban del comienzo del arroyo Lombriz a El Alto, ya no estaban allí. Aguzó la vista, mirando y remirando. No estaban, ciertamente. Tiró riendas y trotó por la bajada a toda la velocidad, que podía el novato. -Taita Rosendo, taita, han tumbao las señas de piedra; no están... El alcalde se irguió con toda resolución: -¡Comuneros!... ¡comuneros!... ¡vamos a componer los mojones!... ¡tal como estuvieron!... ¡vamos!.... ¡vamos!... -¡Vamos! -decían los comuneros decididamente. 186 Horas después, cien hombres afanosos recogían las piedras desperdigadas por un lado y otro y rehacían los hitos cónicos, desde el arroyo Lombriz hasta El Alto. Ellos ignoraban las argucias de la ley y con toda ingenuidad creían estar parando el golpe. Quedaba de igual altura cada hito, en su mismo lugar. Mardoqueo era un indio simple como su trabajo, que consistía en tejer esteras y abanicos de totora segada en ciertos lados de la laguna Yanañahui. Las esteras formaban, según su tamaño, el piso de las habitaciones de los ricos o el primer estrato del lecho, completado con pieles de carnero y mantas, de los pobres. Los rústicos abanicos servían para avivar el fuego del fogón. Por ese tiempo estaba haciendo enormes esteras para el piso de la escuela. De rodillas junto a un voluminoso rimero de blanda totora, realizaba con tranquilidad y precisión su trabajo de entretejer las espadañas, y frente a él iba creciendo la liviana estera con verdeamarillentas reminiscencias de laguna. Rosendo se le acercó: -¿Tienes esteras chicas y abanicos? -Poco hay. -Güeno, cárgalas en un, burro y te vas pa Umay. Llegas a casa de indios y dispués a la hacienda. Preguntas a los indios, como quien no quiere la cosa, si va el Mágico y tamién Zenobio García. Te llegas po la hacienda y hablas con la hacendada, doña Leonor, y de un rato pasas a la cocina y los pongos te han de contar si saben que eres de Rumi... qué se prepara te dirán... Mardoqueo se quedó pensativo. Realmente, ésas no eran tareas para él. ¿Qué sabía de todo eso, fuera de tejer sus esteras, venderlas y sembrar?. Su cara chicoteada y renegrida por el ventarrón que soplaba en la meseta de Yanañahui tomó una expresión de reserva. Rosendo insistió: -Los regidores están de acuerdo en que vayas... Todos debemos ayudar a la salvación de nuestra comunidá... ¿Qué iba a decir Mardoqueo, que sólo sabía tejer sus esteras, venderlas y sembrar, tratándose de la comunidad? -Güeno -respondió. Melba Cortez mimaba al tinterillo con palabras melosas y trajes escotados. Decíale que lo echaba mucho de menos. Que admiraba su talento y su fuerza.


187 Se le rendía en un derroche de pasión. De cuando en vez se quejaba dulcemente de que no fueran todo lo felices que debían ser. Y el rudo y pesado Bismarck Ruiz, hozando la flor rosa y estremecida, afirmaba que él estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera. Que la amaba por encima de todo... El mocetón se presentó ante don Álvaro Amenábar lleno de temores y dudas. Cuando entró al escritorio, le pareció entrar a la guarida de un puma. No sabía precisamente Ramón Briceño de lo que se trataba, pero lo suponía. El patrón lo había mandado llamar diciéndole al comisionado: «Que venga inmediatamente ese forajido». Don Álvaro estaba sentado frente a una amplia mesa, con las manos cruzadas sobre el pecho. En la mesa había un tintero, un pisapapeles de cuarzo que no hacía su oficio y una vela metida en un candelero de pata de cóndor. Las garras se hundían en una roca simulada con arcilla. -A ver, necesito que me expliques -dijo don Álvaro severamente-, ¿qué quiere decir este huainito? Y se puso a canturrear un conocido huaino festivo que decía entre otras cosas: Ay, lucero, lucerito, te veo muy cambiadita, con la cabeza amarrada y la barriga hinchadita. Ramón no alcanzaba a comprender ese rasgo de humor y menos sabía si reír o darse a la fuga. Don Álvaro, después de canturrear, se quedó tan serio y mirándolo con sus ojos penetrantes. -A ver, quiero que me expliques... -dijo de nuevo. Ramón se llevó una esquina del poncho hacia la cara para secarse el sudor que abrillantaba la piel trigueña. -¿Tienes vergüenza? Explica, explica -continuaba demandando la voz severa. Ramón se puso a tartamudear tratando de explicarse y don Álvaro lo escuchó gozándose en secreto de su turbación. Ella era una consecuencia de su poder, de su fama. Se hallaba muy contento ese día. Cuando Ramón calló, sin haber dicho precisamente nada, don Álvaro echóse a reír diciendo: -Ah, cholo fregao... Ya empreñaste a la Clotilde... ja... ja... Bueno, nadie te va a dar látigo por eso. 188 Ella es la china consentida de Leonor, así que te voy a tomar a mi servicio. Todos ustedes los Briceños han sido gente adicta y a disparar nadie le gana a tu taita... Ramón miraba asintiendo tácitamente. De todos modos no salía de su sorpresa. No le había pasado nada y don Álvaro reía dichosamente. -Esas vacas que tengo por Rumi están muy botadas. Necesito que alguien vigile y si lo haces bien pondré a tus órdenes unos cuantos repunteros. Ahora te voy a dar una carabina. A Ramón le chispearon los ojos apagados. -Sí, una hermosa carabina. Yo te enseñaré el manejo. ¿Qué cholo te ganará estando tú con wínchester? Nadie se atreverá, nadie te alzará la voz... Era la manera que tenía el hacendado de estimular a los peones y también de dividirlos, haciendo que unos se sintieran más y otros menos. Sacó de su pieza un wínchester de chapa amarilla y ordenó a Ramón que lo siguiera. Salieron de la casona de arquerías hacia el campo y se detuvieron en una loma. A lo lejos pastaba un pequeño hato de ovejas Ramón tenía miedo de no hacerlo bien y de que el hacendado renunciara a distinguirlo con la posesión del arma. Su taita empleaba una escopeta y tomar la puntería era cosa fácil. Un día se la prestó y hasta había logrado dar muerte a un venado. Aunque, a la verdad, sólo le rompió una pata y lo demás fue hecho por los perros. Pero ahora... Una carabina puede patear más, acaso se salte de las manos. Parecía muy complicada, casi misteriosa. Don Álvaro, con lentos movimientos y palabras, le enseñó a cargar los dieciséis tiros en la recámara. Después accionó el cierre y las alas, de alegre color, salían brincando por el aire con una agilidad de saltamontes. El chollo estaba absorto. El patrón lo miró con aire profesoral y le dijo: -A ver tú... Ramón cogió alegre y angustiadamente la carabina. No se podía decir que fuera muy liviana; antes bien, tenía el peso que había calculado, el necesario a la fuerza. Cogió también las balas, frías, brillantes, con su fulminante rojo, su casquillo áureo, su plomo pesado y neto. Una a una, las fue metiendo por la válvula de la caja. Era una lámina de metal que cedía a la presión y después se levantaba


sola para quedar en su sitio. Todo se presentaba sabio y exacto. Ramón temía y anhelaba. Don Álvaro cogió de nuevo el arma. 189 -Ahora se toma la puntería... Así, que este pivote quede en medio de la ranura del alza, dando al centro del blanco. Entonces jalas del gatillo. Le daría a una oveja, pero, ¡para qué matar tantas!, tiraré al aire... Retumbó el tiro y la bala, sin duda, fue a clavarse en la falda de un cerro distante. Una muchacha gobernaba el hato, desparramado por las lomas, y avisada por la detonación comenzó a arrearlo apresuradamente. ¡Oveja!.. ¡oveja!.. -clamaba más que estimulaba a las ovejas. El patrón se molestó al ver tal procedimiento, gritando con su voz potente: -Quieto, china burra... La pastorcilla se quedó inmóvil, perpleja. Y la voz: -Escóndete tras una piedra, que te mato... Una falda roja desapareció dejándose caer y rodar por una loma. Don Álvaro, después de hacer saltar el casquillo, entregó la carabina a su discípulo. Las ovejas se habían aquietado y pacían con su inerme tranquilidad. -A ésa, a ésa del lado izquierdo -ordenó el hacendado-, a ésa de pintas negras... quién le manda ser chusca... Ramón se echó a la cara el arma. Era corta y se la tomaba fácilmente. Temía que su poder le fuera ajeno. El cañón relucía al sol y el pivote parecía una chispa. Al fin se aquietó en el vértice del alza como una mosca plateada. Ahí triscaba la ovejita a pintas negras. Acaso... todo estaba quieto y definitivo. Tal vez el corazón dejó de latir para que no perturbara el pulso la carrera poderosa de la sangre y si la mano presionara demasiado el gatillo... No; así, suavemente... La detonación se produjo y la oveja cayó. El tirador botó el casquillo. La carabina había funcionado livianamente, sin el salto y la patada de la escopeta. -¿Has disparado otras veces? -preguntó don Álvaro. -No -mintió Ramón. -Ah, bien, bien... Entonces tienes pasta... Mientras volvían al caserón, quedó nombrado el nuevo caporal con las tareas ya señaladas a cargo de su actividad y su wínchester. Don Álvaro le advirtió finalmente que ya le indicaría la fecha de comenzar sus labores. Mientras tanto, viviría en la casa-hacienda con Clotilde. La indiecita pastora esperó largo rato tras la loma. El silencio la decidió a salir. Cayó de bruces abrazando a la oveja muerta. Lloraba y gemía: «Ay, mi ovejita pintadita, ay, mi ovejita pintadita», interminablemente. La pequeña no encontraba más consuelo que sus lágrimas. 190 Mardoqueo, después de dar una vuelta por los alrededores sonsacando a los colonos, llegó en esos momentos a la casa-hacienda, arreando su burro cargado de esteras. Doña Leonor, mujer de don Álvaro, dijo al verlo entrar: -Ah, ya estás aquí, Mardoqueo. Pensando en ti me hallaba porque necesito esteras para mis pongos... -Güeno, patroncita... -Tendrás hambre... Pasa por la cocina y que te den unas papitas con ají. Después hablaremos... Vamos a ver si no vienes muy carero... últimamente has estado muy carero... Barato, le daré, patroncita... Mardoqueo, sin hacerse repetir la invitación, pasó a la cocina pensando que todo se le allanaba. Doña Leonor, realmente, no lo hizo con mala intención. Gustaba de obsequiar al pobre Mardoqueo, un hombre tan simple y bondadoso... Don Álvaro, seguido de su nuevo caporal, regresaba en ese instante al corredor y vio en el patio el asno cargado de esteras. -¿De quién es ese burro? -De Mardoqueo, el comunero que trae esteras. Don Álvaro blasfemó y bufó llamando a pongos y caporales. -Y tú también, Ramón, para ver qué tal lo haces... Saquen a ese indio, amárrenlo al eucalipto y denle cien latigazos por espía... La señora Leonor y sus hijas corrieron a esconderse en sus habitaciones. Por todo el cuadrilátero de casas circuló el pavor como un viento. Mardoqueo fue arrastrado hasta el eucalipto. «¿Qué hago yo?», «yo no hey hecho nada», clamaba. Allí fue desnudado y amarrado de las muñecas al viejo tronco. Ramón, estimulado por la presencia de su benefactor, que miraba desde la puerta del escritorio, quiso dar prueba de su gratitud y cogió el látigo. Y el largo látigo de cuero ululó y estalló. Mardoqueo desgarró el aire con un clamoreante alarido; el


látigo siguió, cayendo entre quejidos cada vez más apagados hasta que por fin, en medio de un silencio que petrificaba todas las cosas, sólo se escuchó el ruido sordo de los golpes encarnizados e implacables. 191 Cuando Mardoqueo fue libertado, rodó pesadamente por el suelo, cadavérico y sudoroso. De su espalda hinchada manaba una sangre negra. Iñiguez respondió al alegato de Bismarck Ruiz en la forma que se deduce de su conversación con don Álvaro Amenábar. Como los papeles de la comunidad no hacían constar los linderos con latitud y longitud geográfica, atribuía tal falta -producto de la ignorancia o mala voluntad de los registradores- a intención preconcebida de los indios. La prueba de ello estaba en que no tardaron en trastrocar deliberadamente los nombres y ocupar así tierras que no les pertenecían. Citaba muchos artículos e incisos legales y terminaba por poner de testigos a don julio Contreras, a don Zenobio García y a cuantos vecinos de Muncha o transeúntes conocedores de la región hicieran llamar el señor juez. Y el señor juez hizo las citaciones de ley y comparecieron a declarar numerosos testigos. En el despacho, que olía a tinta y papel añejo, ante una alta mesa desde la cual la cabeza peinada y bigotuda del señor juez hablaba legalmente, junto a un amanuense miope y mecánico, los testigos declararon meditando a ratos y a ratos hablando fácilmente, pero sin soltarse del todo. Don julio Contreras Carvajal, comerciante ambulante, sin domicilio fijo en razón de su propia actividad, soltero, de cincuenta años, etc., dijo que había pasado por Rumi, periódicamente, desde hacía veinte años. Que él no sabía con precisión el nombre de quebradas y arroyos, pues sus recargadas labores apenas le permitían conocer el de los pueblos y regiones por donde pasaba, pero que cierta vez, encontrándose hospedado en casa del comunero Miguel Panta, éste le refirió que ciertos nombres de quebradas y arroyos habían sido cambiados en esa región por los comuneros y nadie se había atrevido a reclamar. Preguntado con qué objeto le hizo Panta esa confesión, declaró que por alardear, en un estallido de orgullo, del poderío de la comunidad. El señor juez, grave y austero, preguntó muchas veces y el propio Mágico salió convencido de que Iñiguez y don Álvaro tenían que habérselas con un hombre que no fallaría a tontas y a locas. Don Zenobio García Moraleda, industrial (recordamos que destilaba y vendía cañazo), domiciliado en Muncha y vecino notable de ese distrito, donde ejercía el cargo de Gobernador, casado, etc., declaró que conocía la comunidad de Rumi desde niño. 192 Que era comentario público en Muncha y alrededores que la comunidad usurpaba tierras mediante cambio de nombres a quebradas y ensanche ilícito de linderos. Que, antiguamente, el caserío estaba en la meseta de Yanañahui, donde aún quedaban algunas ruinas de casas de piedra. Preguntado y repreguntado por el severo juez, debió declarar, entre otras cosas, si había tenido dificultades con los comuneros de Rumi. Declaró que no, porque se había cuidado de tenerlas, pues la comunidad estaba convertida en refugio del Fiero Vásquez y su pandilla, lo que constituía una amenaza para el distrito de Muncha y todas las haciendas de la región. García abandonó la sala del Juzgado con la cara más roja que de ordinario y la frente sudorosa debido al esfuerzo. Pensaba igualmente que había allí un funcionario de mucha ley. Don Agapito Carranza Chamis, industrial, domiciliado en Muncha y vecino notable, etc., ratificó en todas sus partes la declaración de Zenobio García. Preguntado por el integérrimo juez si tenía alguna prueba que ofrecer, dijo que le parecía una prueba el hecho de que a los vecinos de Muncha, siendo casi todos pobres, la comunidad les cobrara un sol anual por pastos de cada cabeza de ganado, en tanto que a don Álvaro Amenábar, hombre rico, no le cobraba nada. El juez lo asedió luego y Agapito no solamente abandonó la sala pensando que se hallaba ante un funcionario íntegro sino que le pesó haberse dejado influir por Zenobio. Otra vez no le consultaría nada cuando lo


citaran para algo y menos creería en promesas. ¿Qué era economizar un sol por cabeza de ganado al año? Ahora, tal vez sería enjuiciado como testigo falso. Durante quince días el juez preguntó y repreguntó a quince testigos. Y en el estilo moroso, enrevesado y esponjoso que distingue al poder judicial, el amanuense fue llenando pliego tras pliego de papel sellado. Formaban ya una montaña imponente cuando los comuneros llegaron donde Bismarck Ruiz a saber las novedades. El tinterillo dijo a Rosendo Maqui que se aprestara a declarar dentro de una semana. No había cuidado. Él iba a descalificar a Contreras, a García y otros declarantes. Los demás carecían de importancia. Nasha Suro usaba también ropas negras. Si en el Fiero Vásquez simbolizaban -a su modo de bandolero, en verdad- el renunciamiento, en ella era algo así como la lúgubre vaharada del misterio. El rebozo le cubría la cabeza impidiendo ver las greñas encanecidas y enredadas. 193 La única nota ocre de su indumentaria era la faz rugosa, en realidad tan ajada y mugrienta que parecía una tela sucia. Los ojos opacos brillaban de cuando en cuando con un extraño fulgor. La fama la señalaba curandera. La leyenda, bruja fina. Menuda y encorvada, vivía sola en una pequeña casa de estrecha puerta y ninguna ventana. Ese era el cubil de los extraños ritos. Nadie entraba allí sino en el caso de que fuera un enfermo muy grave. Efectuaba las curas ordinarias en la propia casa del paciente. Siempre encargaba yerbas a los comuneros, pero, tratándose de otras, iba ella misma en su busca por campos y arroyos. Únicamente su ojo experto las distinguía. Nasha o, en buen cristiano, Narcisa, era hija del curandero Abel Suro y hermana de Casimiro, que murió temprano. De los tres, parecía que Abel iba a dejar memoria firme de sus hechos por espacio de muchos años. A la sombra de su fama prosperaron Casimiro y luego Nasha. Realizó curas famosas y el mismo don Gonzalo Amenábar resultó beneficiado con una de ellas. Sucedió que don Gonzalo, de tan emprendedor que era, se puso a buscar minas entre la peñolería del camino a Muncha. Al volar una roca, sea porque no estuviera suficientemente alejado o bien cubierto, fue alcanzado por una piedra que le produjo una fractura del cráneo. Ya no pudo montar a caballo y sus acompañantes lo cargaron en brazos con la idea de trasladarlo a Umay o al pueblo, pero pronto comprendieron que, para el caso, ambos puntos quedaban muy alejados. Además, en el pueblo no había médico en ese tiempo y en Umay la situación era igual que en cualquiera otra parte. El enfermo no podía hablar bien y tenía inmovilizada la mitad del cuerpo. Se detuvieron en Rumi y fue llamado Abel Suro. Este examinó la herida. Las astillas del hueso roto presionaban y hendían la masa encefálica. Abel manifestó que había que trepanar. Uno de los acompañantes dijo que, en su concepto, ésa era operación que podía realizarla un cirujano y no un curandero. Don Gonzalo, agobiado por el dolor y la inmovilidad, tartamudeó ordenando que se le operara. Era de mañana y Abel, tranquilo y metódico, explicó que no había que apurarse mucho. Comenzó por dar al paciente varias tomas y cocimientos de yerbas que lo insensibilizaron un tanto. El enfermo se fue calmando y después de cada mate de yerbas, Abel Preguntaba: «¿Le duele, señor?». «Menos», mascullaba don Gonzalo. Abel puso a hervir agua en un gran cántaro nuevo y colocó otros, más pequeños y también nuevos, en torno al fogón. Luego dio a don Gonzalo una toma concentrada, mezclando los diferentes cocimientos de yerbas que le administró separadamente. 194 Hirvió el agua y los ayudantes la vaciaron en los pequeños cántaros, que también contenían yerbas, y en ellos metió varias cuchillas muy agudas y filudas y punzones de acero. Abel sumergió sus propias manos en el agua, pues, según su decir, para que la intervención fuera buena debía obrarse con «calidez». Luego musitó en voz baja secretos conjuros y comenzó la operación. Sus ayudantes renovaban el agua de los cántaros más pequeños, conservándola siempre caliente, y Abel, seguía metiendo


a ella sus manos y usaba una cuchilla y otra, un punzón y otro, cuidando de que no se enfriaran. Cercenó y retiró toda la porción de hueso fracturado, quedando en el cráneo una abertura oval que cubrió con una lámina de calabaza que había labrado previamente. Puso un emplasto de yerbas sobre la herida y don Gonzalo se fue a los pocos días a su hacienda y allí mejoró completamente, viviendo, con el cráneo remendado con calabaza por espacio de largos años. Murió de una pulmonía fulminante cogida durante una tempestad. El curandero dio pruebas de noble espíritu. Cuando el hacendado, viéndose sano, le quiso regalar una yunta de bueyes -bastante los necesitaba la comunidad en ese tiempo- y además le dijo que le pidiera dinero mercaderías, Abel respondió: -Señor, soy indio y sólo le pido que se acuerde de los indios... Onde ellos les duele la vida lo mesmo que cabeza rota... Don Gonzalo argumentó: ¡Ustedes están muy bien! -Todos no son comuneros... Y don Gonzalo: -Ah, hijo, yo hago lo que puedo en bien de los indios. Abel legó sus conocimientos a Casimiro, pero, como buen augur que era, pudo prever el pronto final del hijo y se los enseñó también a Nasha. Año después llegaron varios togados a preguntar por los curanderos de la comunidad y sólo encontraron a ella. Nasha les dijo que nunca había hecho trepanaciones y, llegado el caso, no podría, hacerlas por carecer de fuerza y experiencia. Uno de los futres lamentó: -Es lo que pasa. En la era incaica, la porra bélica guarnecida de puntas de metal lesionaba los parietales y los cirujanos tenían ancho campo de acción. Ahora, las oportunidades de actuar son muy raras y la operación desaparece por el desuso. 195 Los togados quisieron sonsacar a Nasha acerca de yerbas y ella se hizo la tonta y les dio los nombres de las más conocidas. Con o sin posibilidad de trepanar, Nasha tenía clientes entre los comuneros y los colonos de las cercanías. Habían disminuido bastante con la aparición de la quinina para las tercianas, del aceite ricino y el sulfato de soda para el empacho, de toda laya de píldoras para toda laya de males, y del gatillo para el dolor de muelas. Pero Nasha todavía era insustituible tratándose de curar a los niños el mal de ojo que les ocasionaran personas mal intencionadas o el espanto proveniente de ver al duende en las quebradas y arroyos boscosos. Para el mal de ojo hacía un baño especial y colocaba una cresta de gallo a modo de escapulario sobre el pecho. Para el espanto conducía al niño a la quebrada o arroyo donde se suponía que había visto al duende y después de hacer muecas, hasta lograr que el pequeño llorara, pronunciaba palabras raras y lo llevaba corriendo hasta su casa. En la cura de los adultos utilizaba de primera intención un cuy. Con el cuy frotaba al paciente por todo el cuerpo, tanto y tan rudamente que la bestezuela moría. Abría entonces el pequeño cadáver y después de examinar prolijamente las entrañas, afirmaba que la enfermedad de su cliente estaba localizada en tales o cuales órganos, según las señales que encontraba en los del animal. En consecuencia, recetaba los brebajes. Nasha no era «dañera», es decir, bruja especializada en hacer daño, y entonces resultaba excelente para curar el mal hechizo. Pero nadie sabía cómo curaba. En su pequeño cuchitril de piedra se encerraba con el enfermo y lo anestesiaba con brebajes y raras palabras. Realizaba estas prácticas en la noche. En torno de la casa, los parientes del enfermo o algunos comuneros montaban guardia haciendo entrechocar sus machetes para infundir pavor y hacer huir a los malos espíritus y enemigos que llegaran a oponerse a la salvación del postrado. Cuando éste fallecía a pesar de todo, era que el mal hechizo estaba «pasao» y ya no hubo cómo sacarlo. Mas habría sido una imprudencia reírse de Nasha creyendo que no podría tomar la ofensiva. Decíase que sabía hacer cojeras solamente recogiendo un poco de tierra del rastro. Que velando a un muñeco, atravesado por espinas de cacto, que representaba a la víctima, la misma víctima comenzaba a sentir atroces dolores, y los padecía hasta morir, según el sitio en que estuvieran clavadas las


espinas. Decíase que podía ir secando a las gentes hasta que quedaran como un palo. Decíase que podía reventarles los ojos. Decíase que podía volver locos dando un brebaje de chicha con pelos, tierra de muerto y algunas yerbas. 196 Decíase que podía, ayudada por una pequeña lechuza llamada chushec, arrancar la cabeza de los dormidos para llevársela consigo y hechizarla, o simplemente poner una calabaza partida sobre el cuello a fin de que la cabeza, que entretanto daba tremendos saltos buscando su lugar, no pudiera pegarse de nuevo, o voltear el cuerpo y hacer que la cabeza se pegara al revés. Decíase... Para meterse donde le placía podía convertirse en cualquier animal, negro, desde gallina a vaca. Es fama que estos animales metamorfoseados pueden ser heridos, pero no muertos. El brujo o bruja, que resultó herido, mientras estuvo de animal, llevará después la lesión en una pierna o un brazo. Una vez Nasha estuvo con el brazo amarrado. Seguramente por eso fue. Ya hemos referido que Nasha sabía preguntar por el destino a la coca. También lo veía en el vuelo de los cóndores, águilas y gavilanes y en el color de los crepúsculos... En esos días los pensamientos de muchos comuneros, con excepción de los escépticos, iban dirigidos, tanto como a Rosendo, hacia Nasha. Ella, que sabía tanto, ¿por qué no salía en defensa de la comunidad? ¿Acaso don Álvaro Amenábar era invulnerable? Algunos comenzaron a sospechar, sin atreverse a manifestarlo para no despertar la cólera de Nasha, que no sabía tanto como se decía y los comentarios sobre su poder acaso fueran simples habladurías. Hasta que llegó un día en que la misma Nasha se pronunció. Y fue cuando el pobre Mardoqueo volvió de Umay con la espalda tumefacta, sombrío y turbio como un cielo de enero. Nasha le aplicó un emplasto de yerbas y después, crispando las manos ganchudas, maldijo a don Álvaro Amenábar y le anunció un triste fin. Entonces los crédulos descansaron en la confianza de que algo definitivo preparaba. Una maña la puerta de su casa permaneció cerrada. Ella había madrugado... Caminó por la puna, sola y con su habitual paso calmo, apartándose de las rutas conocidas, durante todo el día. Con el crepúsculo llegó a la llanura de Umay. Esperó a que avanzara la noche y cuando ya no hubo luces y todo cayó en sombra y silencio, avanzó hacia la casa hacienda y entró en ella sin turbar el silencio ni la sombra. Tanto que cuatro bravos mastines, que de noche eran libertados de sus cadenas para que guardaran la casa, no la sintieron. Avanzó Nasha sigilosamente, como un fantasma, hasta encontrar la sala, una de cuyas puertas cedió a la presión. Dentro, en una esquina, vio una pequeña lámpara votiva que alumbraba la imagen de la Virgen. A la luz de esa lámpara distinguió lo que buscaba: el retrato de don Álvaro Amenábar. 197 Estaba en un marco de plata labrada colocado sobre una mesa. Sacólo de allí, dejando el marco en su lugar, pero con una reveladora espina de cacto colocada en el centro de la desnuda madera. Luego, el retrato bajo el rebozo, huyó con el mismo sigilo y pronto estuvo lejos. El caserón seguía durmiendo bajo la sombra y el silencio. A la mañana siguiente fue descubierto el marco vacío y herido en forma tan extraña, y doña Leonor lloró y también lloraron sus hijas. -Álvaro, te harán brujería. ¿Quién no sabe que es bruja esa Nasha Suro? -Me río de las brujerías. Vigílame la comida y no hay cuidado... No creo en otras brujerías... Doña Leonor y sus hijas, pese a su educación y su raza, sí creían, pues se habían contagiado de todas las supersticiones ambientes. Sobre el dintel de sus habitaciones particulares colgaba, con las raíces hacia el techo, sin secarse -que tal condición tiene esa planta- una penca especial. Entre sus prendas y baúles, registrando bien, podía encontrarse una seca mano de zorrillo. Penca y pata eran excelentes «contras» para que no entrara el mal hechizo. Días después don Álvaro fue al pueblo, seguido de sus guardaespaldas y encontrándose en plena puna, surgió de repente, al ponerse de pie en un recodo del sendero, la negra figura de Nasha Suro.


Encabritóse el caballo ante la súbita aparición y cuando don Álvaro pudo contenerlo, se la quedó mirando y le dijo: -Me quieres asustar, vieja estúpida. Agradece que tu padre salvó al mío, que si no te clavaría un balazo ahora mismo... La mujeruca encorvada parecía un harapo. Sólo sus ojos, muy abiertos, en medio de la cara terrosa, eran altivos y malignos. -Regístrenla ordenó el hacendado a sus matones. Ellos sí tenían miedo. Desmontaron desganadamente y vacilaban. -Regístrenla, cobardes. Mientras lo hacían, mascullaba don Álvaro: -Que te encuentren el retrato y te vas a fregar de todos modos por insolente... Las rudas manos de los matones palparon con repugnancia y miedo el cuerpo fláccido. Nada hallaron. Nasha Suro echó a andar con la mirada aviesa, fija en el hacendado y sus hombres. 198 Ellos también siguieron su camino y el patrón explicaba:' -Los brujos obran por medio de yerbas tóxicas o por sugestión. Es una tontería tenerles miedo. ¡Qué más se quieren!... Los guardaespaldas no respondían ni que sí ni que no y se consolaban al pensar que seguramente Nasha Suro, comprendiendo que ellos no le faltaron por su culpa, nada les haría. Un comisionado de doña Leonor llegó a Rumi ofreciendo dinero al que entregara el retrato de don Álvaro y entonces los comuneros se hicieron los tontos y después comentaron mucho el asunto. ¿Así es que por eso se perdió Nasha? Ya lo tendría lleno de espinas, y si en el muñeco simbólico son dañosas, cuando se clavan en el propio retrato nadie escapa. Sin duda le iba a reventar los ojos con huailulos fritos en manteca sin sal. Los huailulos o huairuros son unos frutos durísimos, bonitos, rojos con una pinta negra, que se dan en la selva, y que los comerciantes -entre ellos el ahora maldito Mágico- acostumbran vender. Cualquiera puede tenerlos, porque dan suerte, pero los brujos suelen usarlos para reventar ojos y otras cosas. La manteca debía ser sin sal, pues la sal es contraria a todo encantamiento, inclusive al proveniente de los cerros y lagunas. Ningún comunero saldría al campo sin haber comido con sal o probado siquiera un grano. Los comentarios fluían. Claro que esos conocimientos eran nada. Nasha Suro sabría hechizar hablando lo debido y librar a la comunidad de ese maldito, hijo de otro que ni siquiera supo agradecer. ¿Qué había hecho don Gonzalo Amenábar con los indios? ¿Qué hacía don Álvaro? Explotarlos, matarlos, flagelarlos, despojarlos. Era justo, pues, que así como Abel sanó, Nasha dañara. Todo se paga en la vida y el mal tiene inmediatamente, o a la larga, su castigo. Así comentaban los esperanzados en Nasha. Porfirio Medrano manifestaba no creer en tales brujerías. Rosendo Maqui creía y no creía. ¿Era que las fuerzas secretas de Dios, los santos y la tierra podían ser administradas por el hombre, en este caso por una mujer feble y extraña? Además, la coca había respondido desfavorablemente, a la misma Nasha. Salvo que ella pensara que una cosa era don Álvaro y otra el inmutable destino. Rosendo habría deseado creer en último término. Goyo Auca esperaba que el alcalde dijera algo para guiarse, pero éste callaba sus dudas a fin de no desalentar a los crédulos. Los otros regidores daban alguna esperanza a los preguntones. Doroteo Quispe, tácito rival de Nasha por administrar oraciones cuasi mágicas, se reía diciendo que el único salvador era Dios y no los brujos. 199 Y pasaba el tiempo y comenzaron a correr voces de que a don Álvaro nada malo le ocurría. Iba y volvía de su casa de Umay al pueblo, galopando, íntegro y saludable como siempre. Ninguna dolencia personal turbaba el desenvolvimiento de sus actividades. Se supo de las declaraciones de Zenobio García y los otros, inspiradas por el hacendado. ¿Era efectivo el poderío de Nasha? Una tarde salió de su casa y todos vieron en su talante más desvaído que de ordinario y en su mirada perdida por la tierra, las señales dolorosas del abatimiento y la derrota. Y ella dijo a Rosendo por todo decir: -No le puedo agarrar el ánima... -Nos iremos a la costa, amor. Sólo por un tiempo, a pasear. No te pido que abandones tu trabajo para siempre. Yo, también, no


puedo vivir allá todo el tiempo, lo sabes. Seremos, durante unos meses, tan felices. Lejos de aquí, de todo este pueblo murmurador... -seguía diciendo Melba. La indecisa luz del atardecer entraba a la pieza a través de una cortina azul. Estaba muy hermosa Melba. Su blancura esplendía en la penumbra. -Son cinco mil soles que le dará Oscar a Laura, en secreto; tú sabes que ellos se entienden... No hacer nada, es lo único que te piden... Dejar hacer... No descalificar a los testigos... Melba besó al tinterillo apasionadamente pensando entretanto que ella recibiría también cinco mil soles- sin importarle el sudor viscoso que cubría el rostro mondo y enrojecido. Bismarck Ruiz veía escapársele la oportunidad de tomar venganza de los desdenes de Amenábar. Sería bello ir a pasear alguna vez, lejos, con esta mujer que parecía quererlo de veras. -Iremos para la temporada de verano... Las playas están muy bonitas. ¡Seremos tan felices, amor! ¿No me has dicho que me quieres por encima de todo? Bismarck Ruiz, el tinterillo, asintió una vez más. Rosendo Maqui declaró, hablando con fervorosa sencillez del derecho de la comunidad de Rumi, de sus títulos, de una posesión indisputada que todos habían visto a lo largo de los años, de la misma tradición que afirmaba que esas tierras fueron siempre de los comuneros y de nadie más. La voz se le ahogó de emoción y hubo de callar un momento para reponerse. Luego, el juez inició su pormenorizado y estricto interrogatorio, según los dichos de los testigos presentados por Iñiguez. 200 El rostro cetrino y rugoso de Maqui se contrajo en una mueca de indignación y desprecio y sus severos ojos enrojecieron. Dijo que ésas eran afirmaciones falsas, vertidas con el propósito de usurpar las tierras de la comunidad. Ahí estaban los títulos y ya presentaría testigos que sabrían decir la verdad. Siempre, siempre el arroyo Lombriz y la Quebrada de Rumi se llamaron así. Nunca les habían cambiado los nombres. Era verdad que el Fiero Vásquez llegaba a la comunidad, como a otros muchos sitios, pero nadie lo apresaba por temor a las represalias de su banda. El mismo gobernador Zenobio García lo tuvo a su alcance en Rumi y no le hizo nada. Y eso que García iba armado de carabina y lo acompañaban dos hombres que también tenían esa arma. En cuanto a que Amenábar no pagara los pastos de su ganado, dijo que no podía ser considerado una prueba, pues era simplemente un abuso que provenía de una consideración sobre vigilancia de linderos que don Álvaro no aplicaba en su propia hacienda. La comunidad no tenía fuerza para hacer pagar a don Álvaro y de allí que cada año se limitara a entregarle su ganado. El juez creyó conveniente intervenir, diciendo con indignado tono de protesta: ¿Cómo que no tiene fuerza para hacer pagar? ¡El derecho!... ¡la ley!... Rosendo calló. Estaba muy fatigado y no hallaba manera de salir del paso. De pronto se sintió perdido en ese mundo de papeles, olor a tabaco y aire malo. En un momento tuvo la sospecha de que todos los legajos y expedientes que blanqueaban en los estantes y sobre la mesa del juez terminarían por ahogarlo, por ahogarlos, por perder a la comunidad. Muchos papeles, innumerables. Muchas letras, muchas palabras, muchos artículos. ¿Qué sabían ellos de eso? Bismarck Ruiz sabía, ¿pero era acaso un comunero? El no amaba la tierra y sí amaba la plata. El comunero sufría y moría bajo esos papeles como un viajero extraviado en un páramo bajo una tormenta de nieve. Nada respondió, pues, y el juez dijo: -Veo que no respeta usted en forma debida a la ley. Es explicable, dado su apartamiento de la vida nacional. ¿Y por qué?... El interrogatorio fue muy largo. Rosendo respondió con menos amplitud debido a su fatiga, aunque por momentos se olvidó de ella y habló y habló defendiendo su tierra como una fiera su refugio. 201 Al terminar, el juez dio una prueba de benevolencia poniéndose de pie y, colocándole una mano sobre el hombro. -Viejito, personalmente disculpo tus fallas considerando tu cansancio como juez es otra cosa: la ley es la ley. Pero no te aflijas. Trae tus testigos. Que no sean comuneros


porque dirán lo mismo que tú y además son parte interesada... Hombres que conozcan Rumi. Hay muchos, señor juez -dijo Rosendo. Rosendo habló con Bismarck Ruiz y él lo instruyó debidamente. Ayudado por los regidores y algunos comuneros notables, se puso a buscar testigos. Rosendo pensaba que el juez, si bien parecía un hombre duro, no era sin duda un hombre malo. Se notaba que su deseo era el de ser estricto y dar la razón a quien la tuviera. ¿Y aquello de la tormenta de papel, esa impresión deplorable? Era asunto de ver a los testigos ahora. Vamos... La capilla fue abierta y San Isidro reverenciado de día con luces y de noche con luces y rezos. Doroteo Quispe, postrado de rodillas, inclinaba sus grandes espaldas y su cabeza hirsuta ante la imagen, a la vez que oraba con voz ronca y suplicante. Tras él había un tumulto de rebozos y ponchos del cual emergían cabezas también inclinadas. San Isidro era muy milagroso. Salvaría a la comunidad. Parecía más que nunca tranquilo y satisfecho. En el tiempo en que comenzaban a granar las mieses era su fiesta. Todos se prometían hacerle una fiesta muy grande, hasta con toros bravos, si salvaba a la comunidad. Mientras tanto rezaban con fervor y las velas colocadas en el altar chorreaban una larga lágrima al consumirse. Rosendo y sus ayudantes fueron a buscar testigos por los distritos de Muncha y Uyumi, por la hacienda situada al otro lado del río Ocros, por la hacienda del otro lado de la crestería de El Alto. Todos les decían: -La verdá, están en su derecho y todo el mundo sabe que esas tierras son de ustedes. ¿Pero quién se mete con don Álvaro Amenábar? Es un fregao y vaya usté a saber lo que le hará al que se meta... Y Rosendo, los regidores y los comuneros notables, volvían al caserío rumiando su desencanto y cada uno con la esperanza de que a los otros les hubiera ido mejor. 202 El poder temible de don Álvaro se extendía por la comarca como las nubes por el delo. Iban a contar sus, contratiempos a Bismarck Ruiz y él les decía con entusiasmo, tal si no le afectara gran cosa la noticia: -Busquen, busquen testigos... algún hombre de conciencia y valor habrá por ahí. El hombre de conciencia y valor apareció un día en la persona de Jacinto Prieto. Era el mejor herrero del pueblo, un espíritu poderoso como su cuerpo fuerte, de gruesos brazos llenos de nervios y pecho amplio que distendía la camisa oscura. Usaba una gorra de visera corta, dentro y fuera de su taller, que no necesitaba defender del sol una cara curtida por la cotidiana llamarada de la fragua. Sus manazas estaban guarnecidas de callos y sus pies de zapatones quemados por las escorias ardientes. En la faz trigueña y ancha, un poco obesa, tenía un gesto de atención cual si siempre estuviera examinando el sitio que debía golpear el martillo o raer la lima. La severidad que daba a ese rostro el entrecejo arrugado desaparecía en una gruesa boca de sonrisa bonachona. Amigo de la comunidad, desde hacía varios lustros, intimó al enseñar el oficio a Evaristo Maqui. Todos los años, después de las cosechas y arreando cuatro jumentos, llegaba por Rumi a comprar trigo y maíz. -Aquí me tiene usté, mi don Rosendo, a buscar la comidita. -Llegue, don Jacinto, qué gusto de velo... Prieto hospedóse en casa de Rosendo. Los amigos se pusieron a conversar y, como es natural, el alcalde informó del juicio y de sus alternativas. Nadie quería declarar. No podían encontrar un solo testigo. -¡Qué gente floja! -comentó el herrero. -¿Usté declararía? -Claro, es la verdá. Hace veinticinco o treinta años que vengo, desde aprendiz, y esto ha sido tierra comunal siempre. ¿Qué tiene decir la verdá? La hacienda del lao tovía se llamaba Cerro Negro y era de ganao lanar; tovía no estaba englobada en Umay... Rosendo agradeció mucho y quiso que el herrero, siquiera por esa vez, aceptara como obsequio el trigo y el maíz. Prieto se negó: -No, mi amigo. Eso juera como cobrar. Lo justo es lo justo y hay que decirlo sin interés. Si le recibo me quedaría ardiendo como una mera ampolla de quemazón. -Iremos onde Bismar Ruiz pa que le diga. 203 -¿Habrá necesidá? Güeno, iremos, no sea que me falle... Con la ley se parte la verdá


más firme como acero mal templao... Bismarck Ruiz interrogó al herrero sobre lo que pensaba declarar y por último dijo que estaba bien, que iba a presentar un recurso y el juez lo llamaría uno de los días siguientes. Rosendo Maqui confiaba. Jacinto Prieto a un artesano honrado y cumplidor, muy estimado en toda la provincia, tanto por los hacendados a quienes herraba los caballos finos como por los labriegos, que necesitaban acerar a bajo precio sus lampas y barretas. Su dicho pesaría. Prieto se fue tranquilamente a su taller. Su torso desnudo, cubierto por delante con un mandil de cuero, entonaba al resplandor de la fragua y los hierros candentes, la epopeya del músculo. Se encrespaban y distendían los nervios y las venas, palpitaban los bíceps, todas las masas de torneada y exacta proporción se erguían e inclinaban rítmica y armoniosamente, en tanto que el hierro se quejaba y cedía a cada martillazo. Como todo hombre consciente de su fuerza, Prieto era de carácter tranquilo y hasta alegre. Terminaba la jornada diaria canturreando y él y sus ayudantes sentábanse a una tosca mesa donde la mujer del herrero servía el yantar... El hambre lo hacía siempre magnífico. El herrero dirigía la conversación charlando de las incidencias del trabajo. Una de las combas estaba por partirse. Las herramientas venían mejor antes... ¡Esos aceros, esas limas! Duraban años. No hay que esperar que el acero se enfríe mucho para meterlo al agua y darle temple. El que sabe templar, conoce el momento de retirar la pieza por el chasquido que hace dentro del agua. Ese conocimiento se adquiere con la práctica y el tiempo. Antes, los indios creían que el agua de la botija donde daban temple era tónica. Se la iban a comprar. Él les decía: «Traigan igual cantidad de agua que la que quieren y así es mejor». Lo hacía para que no le secaran la botija. Antes eran así de tontos los indios y después se fueron avivando. Pero siempre eran víctimas: ahí estaba lo que sucedía con los de Rumi. Él iba a declarar porque el hombre debe defender la justicia, aunque pierda. ¿Cuándo lo llamarían a declarar? Un comunero de Rumi fue su discípulo. Ahora era herrero. Lo malo es que bebía más de la cuenta. Un hombre debía beber tanto y cuanto, porque es tratar mal al cuerpo no darle gusto con unos tragos, pero no hasta perder el sentido... Los ayudantes, todos ellos aprendices, escuchaban a su maestro con el respeto debido al hombre fuerte ante el hierro y la vida. 204 Una tarde se presentó por el taller un individuo apodado el Zurdo, sujeto sin oficio conocido, algo vagabundo y truhán. Vestía un traje de dril amarillo, bastante sucio y remendado. Su cara demacrada, de ojos inquietos, hablaba de una existencia desordenada. -Oiga, don Jacinto, yo le traje una barreta pa acerar y se me ha partido. ¿Qué acero le puso? -Acero bueno, ¿qué más le iba a poner? -No; usté le puso fierro colao -dijo el Zurdo, elevando el tono-, usté me ha engañao... El herrero sentía una secreta repugnancia por ese hombre ocioso e informal que negaba con su existencia todo lo que él afirmaba con la suya. -Bueno -dijo el herrero-, si es que se ha partido como dices, trae la barreta pa componértela. Y el Zurdo, gritando: -No me importa la barreta, lo que me importa es el engaño. ¡A cuántos infelices indios no le hará lo mismo! ¡Pobre gente que no se atreve a reclamar! El herrero dejando su quehacer y mirándolo con ojos punzantes: Te vas a callar, oye. Y si no quieres traer la barreta, toma tu plata. Le tiró sobre el yunque dos soles que el Zurdo se apresuró a recoger. -¿Así que usté cree que de este modo justifica el engaño? Los que no reclaman, fregaos se quedan. El herrero se le acercó: -Vete antes de que te descalabre. Holgazán, sinvergüenza. ¿Acaso habrás trabajao con la barreta? Seguro que la fuiste a vender... Vete, quítate de mi vista... El Zurdo salió y, parándose en media calle, se puso a gritar: -Aquí hay un engañador... No es herrero sino un mentiroso... Que salga pa enseñarle... Que salga ese ladrón cobarde... Los poblanos alharaquientos y fisgones se fueron aglomerando frente a la herrería: -¿Saben? Ese Prieto es un ladrón. No le puso acero sino fierro colao a mi


barreta... Ahora se hace el digno... ¡Que salga ese ladrón cobarde! Salió Jacinto Prieto, rojo de indignación, con ánimo de decir algo a los espectadores; pero el Zurdo no le dio tiempo, pues sacando una cuchilla y blandiéndola con la mano izquierda, se la tiró de costado. 205 Prieto esquivó el golpe y, en el momento en que el Zurdo caía, le cogió la mano y doblándosela violentamente le hizo soltar la cuchilla. «Deja, ladrón cobarde». El herrero perdió el control y comenzó a golpear al Zurdo, que logró pararse tres veces para caer derribado por feroces trompadas. En cierto momento, como si le pareciera que esa culebra estaba durando demasiado, lo agarró del cuello. El Zurdo se retorcía. Y un grito agudo y doloroso: «Jacinto, ¿qué haces?». El herrero volvió a la realidad. Soltó al Zurdo, que se desplomó sangrando con la nariz aplastada y posiblemente unas costillas rotas. ¿Qué hacía en verdad? Ahí estaba su mujer, llorando, prendida de uno de sus recios brazos. Los gendarmes llegaron, haciéndose cargo de la situación. El Zurdo jadeaba, con los ojos cerrados, en el suelo. «Acompáñenos, don Jacinto». El círculo de espectadores se rompió. El herrero ingresó a su taller, se puso la camisa y el saco y salió. «Vamos», dijo a los gendarmes. Y por primera vez en su vida, Jacinto Prieto entró a la cárcel. El Zurdo buscó un tinterillo y lo enjuició por lesiones y homicidio frustrado. Prieto debió defenderse Y buscó también un rábula. Acudieron testigos. El herrero tenía en su favor el hecho de que fue agredido primero, pero no pudo presentar “el cuerpo del delito» o sea la cuchilla. Alguien la recogió en medio de la trifulca. El papeleo tenía trazas de durar. Su mujer le llevó una citación judicial de fecha atrasada en la que se lo llamaba a declarar en el litigio de Rumi. Él le dijo: -Sabes, he pensao mucho y creo que me mandaron hacer el lío pa eliminarme. El Zurdo no paró hasta hacerme lío. La barreta estaba bien, pero, ¿quien no sabe lo haragán que es? Seguro que no era de él, a lo mejor la robó y mandó acerar pa venderla. Le dije que la llevara pa componerla y no se conformó. Le di la plata y tampoco se conformó. Lo que deseaba era lío. Sabe Dios si quiso matarme. Pero aura me enjuician po lesiones y homicidio frustrado y ya es lo mesmo. ¿Por qué se demoró tanto el juez en citarme? Me descalifican como testigo y mientras tanto me friegan... Los aprendices no podían realizar obras de calidad y el taller perdía, clientes. El hijo mayor de jacinto Prieto, que habría podido dirigirlo, estaba ausente sirviendo en el ejército. Salió sorteado para el servicio militar y, patrióticamente, se presentó. Otros suelen esconderse y los ricos se eximen. Ahora, la celda era oscura y húmeda y su gelidez, ayudada por la inactividad, entraba hasta los huesos. ¿Y cómo les iría a los indefensos comuneros en su juicio? La pobre mujer lloraba, el taller estaba casi de su cuenta y el hijo, ausente, sirviendo a la patria. 206 Iban a quitar sus tierras a los comuneros. Jacinto Prieto se desengañaba, por momentos, de la patria. ¿Por qué la patria permitía tanta mala autoridad, tanto abuso de gamonales y mandones, tanto robo? Había tenido un patriotismo firme como el hierro, dulce como el yantar después del trabajo, pero tal vez la patria no era de los pobres. No hubo quién declarara en favor de la comunidad. Los campesinos tenían miedo y algunos ricos, que habrían podido hacerlo, daban cualquier disculpa a los peticionarios y luego decían: «¿Para qué nos vamos a meter en favor de indios?». Iñiguez solicitó un peritaje sobre linderos, y los peritos declararon que las piedras de los mojones tenían huellas de haber sido removidas recientemente, lo cual hacía pensar que los hitos fueron levantados en fecha próxima. Algunas piedras tenían inclusive tierra, cosa que no sucedería si por lo menos hubieran sido lavadas por las lluvias de un solo invierno. Bismarck explicó a los comuneros que no podía hacer nada contra Zenobio García y Julio Contreras, pues habían desaparecido los expedientes y, como ya veían, nadie aceptaría declarar, iniciando un nuevo juicio, ahora que favorecían a don Álvaro. Pero había mucha esperanza por otro lado...


Un día y otro, Rosendo Maqui, acompañado de regidores o comuneros notables -al alcalde le interesaba que el mayor número de comuneros viera de cerca el juicio-, fue de Rumi al pueblo y regresó. -Tuesta cancha, Juanacha, que mañana nos vamos a ver el juicio. Juanacha se había puesto algo escéptica: -¿Otra vez? -decía. Pero tostaba la cancha, y Rosendo y sus acompañantes, apenas reventaba el botón albo de la amanecida, salían en dirección al pueblo. El sol les ardía cuando ya tenían caminadas muchas leguas. -Don Bismar dijo que faltaba pa papel sellao... -Sí, pue, y quiso cuatro gallinas, pero ya no tengo. -Hoy le daremos sólo la platita. Bismarck Ruiz, como ciertos espíritus menguados, agregaba la mezquindad a la maldad y no solamente robaba a los indios su dinero sino que, con ridículo ventajismo, les sacaba corderos, gallinas, huevos. Se creía muy ladino al abusar de la buena fe de los comuneros. 207 Ellos trataban de tener satisfecho al defensor, ¡ese don Bismar que escribía tanto en grandes papeles rayados de rojo! Los indios llegaban al pueblo y encontraban el juzgado cerrado, pues el juez estaba enfermo o había ido al campo a hacer diligencias; a las escribanías atestadas de gente y a don Bismar blasfemando porque, según decía, nadie le pagaba. Ellos le pagaban. Si podían hablar alguna vez con los elevados personajes jurídicos, recibían promesas, Los otros indios y mestizos que merodeaban por allí, con la cara triste o llena de petulancia, les decían cualquier cosa cuando los comuneros preguntaban. Todo era un laberinto de papel sellado que mareaba. -Ya va a estar, ya va a estar... El defensor, el escribano, el juez, les decían lo mismo si lograban hablarles. Veían que, a veces, don Álvaro entraba al juzgado después de desmontar de su caballo enjaezado de plata, haciendo sonar las espuelas y con el poncho palanganamente terciado al hombro. Bismarck Ruiz les decía: -¡Al tal Amenábar le estoy preparando un atestado como pa matarlo! Y les enseñaba un grueso fajo de papeles escritos en bien perfilada letra. A veces les leía algunos párrafos. Eran una defensa teórica del indio, de las comunidades, de las tierras. Algunas frases parecían gritos. Los indios, sin sospechar que una defensa debe basarse concretamente en artículos de la ley, en pruebas definidas, en bases precisas, sentían el corazón reconfortado y les parecía bien. Bismarck sonreía nadando en un mar de abyecta felicidad. Conseguida la aceptación de los cinco mil soles, le habían ofrecido mil mas y ahora, de propósito, acentuaba el tono patético y teóricamente reivindicador para que, caso de ir el expediente en apelación, la Corte creyera que la defensa fue hecha por un agitador demagógico. ¡Ah, indios zonzos! En sus casas recibían a Rosendo y los acompañantes con oídos prestos. Iban otros indios a enterarse también. Y todos, al tener que repetir y escuchar la letanía de siempre, caían en la cuenta de que no adelantaban nada. Entonces, muy en sus adentros, comenzaban a llegar a la conclusión de que eran indios, es decir que, por eso, estaban solos. La comunidad hacía por vivir su existencia cotidiana, a despecho de penas. Vacas y caballos fueron llevados a los corrales y allí recibieron de manos de los comuneros su ración de sal. 208 Uno que otro burro manso participó también, pues los otros, como ya dijimos, aprovecharon libertad para escaparse a su querencia del río Ocros. Allí había barrancos que ponían al descubierto profundos estratos de la tierra, de los que afloraba una sustancia blanca y salobre llamada Colpa. Eso lamían los montaraces y por ello, tanto como por la cañabrava, el clima cálido y la libertad, estaban muy lustrosos y correlones siempre. Veinte comuneros diestros en el manejo del hacha fueron a la quebrada y al arroyo a cortar vigas y varas para el techo de la escuela. Y el tiempo corría con el sol madrugador y noches claras, ciclo pavonado de azul o bruñido de estrellas. Hasta que llegó septiembre con encrespadas nubes grises que, no obstante, pasaban sin muchos tropiezos por un cielo despejado y desaparecían. El amor seguía cantando gozosamente en muchos cuerpos jóvenes y los


maduros y los vicios defendían con toda su vida -fecundidad alegre de los hombres y de la tierra- su esperanza. Mas el buen Mardoqueo parecía muy cambiado. La espalda ya estaba deshinchada, pero los azotes le habían borrado toda la existencia: el pasado de siembra y cosecha y el porvenir de espera. Continuaba torvo, callado, metido dentro de sí mismo, mascando sin sosiego una coca que acaso le sabía amarga. -¿Qué te pasa, Mardoqueo? -Nada, hom... Y volvía a su silencio y a su coca, y la estera destinada a la escuela esperaba inútilmente una prolongación que no llegaba de sus hábiles manos de tejedor. Un piquete de gendarmes azuleó por el caserío. Rosendo Ios vio llegar pensando que sin duda iban a hacer el espectáculo de buscar al Fiero Vásquez. Eran diez, armados de rifles y comandados por un sargento Se plantaron ante la casa del alcalde y el sargento dijo, sacando un papel: -Oye, alcalde, haz llamar inmediatamente a estos doce hombres... Leyó una lista encabezada por Jerónimo Cahua. -¿Pa qué, señor? -Nada de pa qué. Hazlos llamar inmediatamente, que si no serás tú el responsable de su persecución... 209 Rosendo despachó a su yerno y Juanacha para que llamaran a los buscados. Después de un rato, ellos acudieron seguidos de sus familiares, y el sargento los formó en fila. Espejeaba la angustia en las pupilas. -Preparen sus rifles y al que corra, mátenlo -dijo a los gendarmes-, y ustedes, indios, entreguen las escopetas que usan sin licencia. Tienen cinco minutos pa responder y si no las entregan, van presos... Los conminados hablaron con el alcalde y resolvieron entregar las escopetas. ¿Qué iban a hacer? Peor era caer presos. Sus familiares fueron por ellas y momentos después quedaban en manos de los gendarmes. Doce escopetas de los más antiguos modelos, mohosas, flojas, de un solo cañón. Los comuneros comentaban el asunto sin salir todavía de su sorpresa. Todo había pasado en un tiempo demasiado corto. ¿Y cómo supieron? De repente uno dijo: -¡El Mágico! Ciertamente, el Mágico inquirió durante su última visita por todos los poseedores de escopetas con el pretexto de comprar una para cierto cabrero de Uyumi. Ya casi lo habían olvidado. Y entonces comprendieron que había un plan muy antelado y ancho... La sombra negra del bandido cruzó el día siguiente por el caserío y se detuvo ante la casa de su amigo. Salió Casiana. -¿Qué es de don Rosendo? -En el pueblo, por el juicio... -Esos juicios son largos, pero sé que les han quitao las escopetas y po algo malo será. Yo estoy aura más allá de El Alto, po esas peñas prietas y amontonadas ... Si va pa malo, mándame llamar o vas vos mesma ... Güeno -respondió Casiana, recordando la rebelión de Valencio pensando en él, en Vásquez y todos los hombres alzados y fuertes que sin duda los acompañaban. La sombra partió al` galope, yendo hacia Muncha. Un día amaneció la novedad de que una mujer vieja había pasado por la Calle Real, a medianoche, llorando. Su llanto era muy largo y triste, desolado, y se lo oyó desaparecer en la lejanía como un lamento... La tierra se volvió mujer para llorar, deplorando sin duda la suerte de sus hijos, de su comunidad inválida. ¡Tierra, madre tierra, dulce madre abatida! 210 CAPÍTULO 8 EL DESPOJO Septiembre creció y pasó con nubes y recelos. Octubre llegó agitando su ventarrón cambiante, con súbitas olas de frío y terrales remolineantes por la plaza, las lomas y los caminos. Entre las tejas y los aleros prolongaba un amenazante rezongo, extendía y agitaba como banderolas los ponchos y las amplias polleras de los caminantes, tronchaba gajos nuevos y arrancaba hojas. Su invisible zarpa arañaba la carne del hombre y el vegetal y la piel trabajada de la tierra. Así llegó el ventarrón de octubre y los comuneros le ponían su habitual cara de tranquilidad. Renunciaría a su embate frente a un suelo hinchado, un árbol lozano, una lluvia apretada como un muro. Mas corría otro ventarrón incontrastable, que azotaba la continuidad de la existencia comunitaria y al cual no se podía encarar con la respuesta de la naturaleza. Y ésta es la que, en último término, sabían dar los


labriegos. Hombres de campo, adoctrinados en la ley de la tierra, desenvolvían su vida según ella e ignoraban las demás, que antes les eran innecesarias y por otra parte no habían podido aprender. Ahora, ante la papelera embestida o sea la nueva ley, sé encontraban personalmente desarmados, y su esperanza no podía hacer, otra cosa que afirmarse en el amor a la tierra. Mas no bastaba para afrontar la lucha y había que ir al pueblo y tratar con los rábulas. Rosendo Maqui pensó dejar de lado al sospechoso Bismarck Ruiz, pero, cuando quiso contratar a alguno de los otros «defensores jurídicos» que actuaban en la capital de la provincia, todos se negaron. Uno le manifestó: «¿Por qué me voy a desprestigiar defendiendo causas perdidas? Dense con una piedra en el pecho agradeciendo que Amenábar no les quita todo». 211 Ruiz seguía alentando a los comuneros del modo, más optimista. Díjoles que el decomiso de escopetas nada tenía que ver con el juicio, pues el Gobierno había mandado desarmar a todo el norte de la República debido a que corrían rumores de revolución. Díjoles... Sería largo de relatar todas las mentiras y promesas de Bismarck Ruiz, todas las argucias y legalismos del juez y los escribanos, todas las intrigas de Amenábar. Los comuneros perdieron la fe, y Rosendo sentía que se estaba moviendo en un ambiente malsano, extraño a su sentido de la vida, tétrico como una cueva donde podía herir a mansalva la garra más artera. Lejos de la tierra, parecía que se cosechaban solamente los frutos de la maldad. Ese mismo juez, que parecía tan austero, nada habría hecho por hacer respetar la justicia cuando todos los pobres temían desafiar a un rico, así fuera tan sólo con una declaración de conciencia. El alcalde llamó a los regidores a consejo. Dentro de dos días tenían que ir al pueblo a escuchar la sentencia del juez. Nada quedaba por hacer ya. La prueba llegaba al fin. Sin duda no lo perderían todo. Acaso menos de lo que se esperaba. Acaso... Cuando Rosendo recordó al viejo Chauqui, aquel que habló de la peste de la ley, les hizo crujir los huesos un dolor de siglos. Nadie dudó, viendo a Rosendo Maqui, los cuatro regidores y algunos comuneros añadidos a la comisión, de que lo peor se había cumplido. Llegaron tarde ya, con sombra, formando un silencioso y apretado grupo. Parecía que los mismos caballos estaban contagiados de la tristeza de los jinetes y dejaban colgar sus largos cuellos crinudos. De volver con bien, uno o dos comisionados se habrían adelantado para entrar al caserío galopando y gritando la nueva. Llegaban juntos y nada decían ni entre ellos mismos. A la luz de los fogones cruzó la cabalgata de flojo trote y se detuvo ante la casa de Rosendo. Este habló con voz dura y ronca: -Digan lo que ha pasao pa que cada uno piense y forme su parecer... Pasao mañana en la tarde será de una vez la asamblea de año... Ahí se tratará... Regidores y comuneros fuéronse hacia sus casas. Sebastián Poma tendió los nervudos brazos a su suegro y Rosendo desmontó aceptando de buen grado la ayuda y luego entró en su casa con andar pesado. Poco le preguntaron Sebastián y Anselmo, pero frente a las casas de los acompañantes se agolparon grupos ávidos que poco a poco se fueron deshaciendo para comentar por su lado. 212 -Quita la parte baja hasta el río Ocros, entre lao y lao de la quebrada y el arroyo... -¿Qué vale esa peñolería que da pa Muncha?... -La pampa de Yanañahui hasta las peñas de este lao y de El Alto... es lo que deja... -Ah, maldito... No debemos consentir... -¿Qué se hará? No hay ni escopetas. -Porfirio tiene un rifle... -No debemos considerar onde ése... No es de aquí. Ni Rosendo ni ninguno de los que habían escuchado la sentencia, entendieron muy bien sus disposiciones, enredadas en una terminología judicial y un estilo enrevesado más inextricables que matorral de zarzas. Bismarck Ruiz, haciéndose el triste, se las había explicado una por una. Tampoco entendieron entre el palabreo, que ellos se daban por notificados «diferiendo apelación», términos que el tinterillo se guardó de explicar y en los que nadie reparó. Por último, el juez, «de acuerdo con las


partes», había fijado la fecha de entrega y toma de posesión para el 14 de octubre, lo que sí fue bien especificado. En esto insistían los comentarios. Se estaba a 9. ¿Qué iría a ser de la comunidad? ¿Qué iría a ser de ellos mismos? ¿Dónde criarían el ganado? ¿Dónde sembrarían? ¿Tendrían que doblegarse y trabajar como peones? Cada uno decía su parecer o se lo iba formando lentamente. Esa noche, la luz de los fogones ardió hasta muy tarde. Amaneció como si todo hubiera pasado mala noche. La tierra estaba cubierta por una bruma que ascendía con dificultad y los ojos turbios tampoco se aclaraban. Cuando por fin se levantó la neblina, fue para apretarse contra el cielo formando nubarrones prietos. Abajo, en las caras, parecía gestarse otra tormenta. Rosendo y los regidores esperaban con tanta ansiedad como el pueblo la asamblea del día siguiente. Los comuneros se reunieron según sus tendencias, por grupos. Rosendo llamó a consejo, contra su costumbre, por la mañana. Gobernantes y gobernados preparaban sus críticas, sus defensas, sus ponencias. Nunca como en ese año se había dado una asamblea de la que se aguardara tanto. 213 Rosendo, después del consejo, hizo llamar a Augusto Maqui. -Ya estamos a 10. El 14 vendrán. He pensado en vos pa que vayas a ver lo que pasa en Umay. Sabes lo que hicieron con el pobre Mardoqueo. Aura, po eso mesmo, he pensao en vos, que eres mi nieto. Que no se diga que a mi familia no le doy comisiones de riesgo. Empuña tu bayo, que te gusta. Lo dejas en alguna hoyada y tú entras a la llanura de noche. Si puedes, vas a la casa de algún colono. Si no... mira lo que pasa en la hacienda. El manchón nigérrimo que partía la frente de Augusto le sombreaba uno de los ojos duros y brillantes. Oyó la orden de su abuelo sin chistar. Sabía que, de descubrirlo, le sacarían el pellejo a latigazos y quién sabe lo matarían pero no dijo nada. El abuelo le puso la mano en, el hombro, le palmeó el cogote ancho. Se veía muy vieja, muy rugosa su mano junto a la piel tensa del mozo. -Vos comprende: eres mi nieto y te quiero y te expongo. Son penosos los deberes. Andate... Augusto fue y ensilló su bayo, púsose de todos sus ponchos el más oscuro y pasó a despedirse de Marguicha. Ella sintió como que se lo arrancaban del pecho. Sus senos temblaron y estuvo a punto de soltar el llanto, pero recobróse y hasta trató de sonreír. ¿Cómo le iba a quitar el valor? Le dijo: -Volverás, Augusto. Unos ojos negros, húmedos y grandes, estuvieron mirando hasta que el jinete del bayo se perdió tras la curva haciendo ondular su poncho gris al viento. Rosendo cabalgó en el frontino y se fue, seguido de Goyo Auca, que montaba un caballejo prieto, al distrito de Uyumi. El mejor de los dos caminos que llevaban a ese lugar pasaba por Muncha. No quiso ir por allí y tomó el otro, que ya conocimos en parte cuando acompañamos al muchacho Adrián Santos en su viaje al rodeo. Rosendo y Goyo cruzaron con facilidad por ese bosque, avanzada de la selva donde Adrián estuvo a punto de perderse. Luego pasaron por la misma Quebrada de Rumi, equilibrándose después por un camino de cabras suspendido sobre una vorágine de rocas y por último ciñéronse a faldas amplias, bordadas de senderos como de grecas. Tras una de ellas, en una loma propicia, rodeada de rastrojos y mugidos, estaba el pueblecito de Uyumi. La iglesia, de torre cuellilarga, parecía muy petulante. A su lado, la casa del cura era vanidosa de veras. 214 Como que con sus tejas y su altura, podía mirar por encima de los hombros a las otras, pajizas y chatas, de los demás vecinos. Rosendo y Goyo se detuvieron ante la casa del cura y el propio párroco, señor Gervasio Mestas, salió a recibirlos... -Arribad, pasad, buena gente. Muy honrado de veros por mi humilde morada... Rosendo y Goyo lograron entender que se trataba de que entraran. El señor cura sacó unas sillas al corredor y él mismo se sentó en una, invitando: -Tomad asiento... Y a uno de sus sirvientes, que había salido: -Traed pienso a las acémilas... Daos prisa... Don Gervasio Mestas era un español treintón y locuaz, blanco y obeso, que remudaba sotana


después de la cuaresma y tenía a su cargo la parroquia que comprendía Uyumi y algunos caseríos y haciendas de la comarca. Hablaba un castellano presuntuoso, si se tiene en cuenta a quienes lo dirigía. Su servidumbre había llegado a comprenderle después de mucho. Las demás gentes casi no lo entendían. Pero hay que convenir en que ellas, por eso mismo, consideraban a don Gervasio Mestas un sabio. Rosendo y los comuneros lo estimaban también, si no por el idioma, que les parecía propio de un país extraño, porque don Gervasio se había portado discretamente con Rumi. Curas hubo que dejaron muy malos recuerdos. Entre ellos un tal Chirinos, azambado el maldito, que era carero como él solo y acostumbraba abusar de las chinas. Una vez encerró en su pieza a una de las muchachas más bonitas. Cuando su madre fue a reclamársela, dijo que no la tenía. Entonces la madre gritó y amotinó a los comuneros, que patearon y arrastraron al tal Chirinos hasta la salida del pueblo. Y no por los principios. El indio, ser terrígena, entiende lo religioso en función de humanidad. Lo hicieron castigando el abuso. Bien está que un cura busque mujer, que también es hombre, pero no que aproveche su condición de cura para forzar. El tal Chirinos no volvió más. Fueron otros a celebrar la fiesta. Uno resultó borracho. El siguiente tenía muy fea voz y no servía para la misa cantada del día grande de la fiesta. El tercero era un poco negligente. Hasta que llegó don Gervasio Mestas ¡Vaya cura sermoneador, bendecidor y cantor! Andaba con la cruz en la punta de los dedos. Cobraba sin cargarse para ningún extremo y, si tenía mujer, no ofendía a nadie. Además, daba siempre muy buenos consejos. Y por eso estaban allí Rosendo y Goyo, esperando su palabra. Decid, buena gente, ¿qué os trae por aquí? 215 -Taita cura -respondió Rosendo-, venimos pa que nos dé su consejo. ¿Qué haremos en esta fatalidad que nos ha llegao? Mañana tenemos asamblea y venimos pa que nos ilustre su señoría. Vea usté... Rosendo relató detalladamente, las incidencias del juicio de linderos, terminando en la sentencia desfavorable. -¿Y no hay nada más que hacer, ninguna medida eventual que tomar en eso del litigio? -Taita cura, nuestro defensor lo dio por terminao... -¡Qué lástima, qué lástima! El señor cura Mestas se quedó meditando. Los comuneros esperaban que tratara del proceso dándoles alguna idea, pues era fama que sabía de leyes, mas él habló para decir, esforzándose esta vez en ser claro: -¡Una verdadera desgracia! Para mí en particular, lo es doblemente por tratarse de que los contendores son mis feligreses y muy queridos... ¿Don Álvaro Amenábar?, todo un caballero, ¿y ustedes?, cumplidos fieles. Es una verdadera desgracia... Mi misión no es la de ahondar las divisiones de la humanidad. Por el contrario, es la de apaciguar y unir. Sólo el amor entre los hombres, bajo el misericordioso amor de Dios, hará la felicidad del género humano. Orad, rezad, tened fe en Dios, mucha fe en Dios, eso es lo que puedo aconsejaros. Los bienes terrenales son perecederos. Los bienes espirituales son permanentes. Los sufrimientos y la fe, la fe en la Providencia, abren el camino de la felicidad eterna en el seno del Señor... -Taita cura, pero, ¿qué haremos?... -Obedeced los altos designios de Dios y tened fe, mi ministerio no me permite aconsejaros de otro modo. Orad y confiad en su espíritu misericordioso... El bendito San Isidro vela especialmente por la comunidad. No lo olvidéis... El señor cura Mestas tenía el índice y los ojos levantados hacia el cielo. -Cumplid los mandamientos, que son mandamientos de paz y amor... -Taita cura, ¿y don Álvaro? ¿No debe cumplir también él? Él es también cristiano... El señor cura les clavó los ojos. -Eso no nos toca juzgar a nosotros. Si don Álvaro peca, Dios le tomará cuentas a su tiempo... Idos en paz, buena gente, y que la fe os ilumine y haga que soportéis la prueba con resignación y espíritu cristiano. Rosendo y Goyo se marcharon llevándose en el pecho un violento combate. Ellos habían tenido a Dios y a San Isidro como a protectores y defensores de los bienes de la tierra, de las cosechas, de los


ganados, de la salud y el contento de los hombres. 216 Poco habían pensado en el Cielo, ciertamente. Y ahora estaban viendo, en último término, que sólo en el Cielo debían pensar. Sin embargo, no podían dejar de querer la tierra. Cuando llegaron a Rumi se presentó ante Rosendo la madre de Augusto, la ardilosa y alharaquienta Eulalia. -¿Volverá esta noche mi Augusto? -No volverá esta noche -contestó Rosendo. -¿Onde lo mandaron? ¿Cuándo volverá? Cuando Dios quiera... Eulalia se marchó gimiendo y lamentándose en alta voz, pero su marido, Abram, le salió al paso diciéndole que se callara. Eulalia sabía cómo pesaban las manos del domador y se calló. Augusto Maqui caminó por la puna, fuera de las rutas frecuentadas, lentamente, haciendo tiempo... En las últimas horas de la tarde avistó la llanura de May y descendió a ella por una encañada muy abrupta, pero tan llena de pajonales y piedras que el bayo y su poncho no resaltaban. Ya en las inmediaciones del llano, metió el caballo en un matorral y allí lo amarró con soga corta. El mismo permaneció junto al bayo, caía la noche. ¡Era tan hermosa la existencia! Hasta el canto del grillo le recordaba bellas horas. Él era joven, ellos eran jóvenes -¡dulce Marguicha!- y tenían derecho a vivir. Pero el abuelo le dijo: «Son penosos los deberes». ¡El buen viejo! A Augusto le parecía un buey que ha arado ancho. Cada uno debe hacer sus melgas y le tocaba a él ahora. La mujer suele dar y quitar valor. Como sea, es dulce. Por primera vez está metido en una tarea de esa laya. Por primera vez, también, desea un revólver. Si lo encuentran lo matan. Se te ha metido que si lo encuentran lo matan. Tiene solamente el machete a la cintura, colgando de su vaina de cuero... ¡Qué vale el machete frente al revólver o la carabina! Ahora le pesa inútilmente. Si lo encuentran lo matan. «Son penosos los deberes.» Marguicha, Marguicha. Ya avanza la sombra, la pesada sombra, amiga del Fiero y de Nasha, del buey Mosco y el toro Choloque, de los campos fatigados y de los que buscan sus secretos... Augusto salió a su encuentro y, cruzando entre matorrales de zarzas y yerbasantas, entró a un potrero. No se veía a cincuenta pasos. A un lado d el potrero, o más bien partiéndolo, avanzaba un camino arbolado. 217 Los altos álamos se encajaban en la noche. Un tropel de caballos redobló a lo lejos. Augusto se tendió junto a un muro. Menos mal que la oscuridad se apretaba ya. Refulgía el cocuyo de un cigarrillo. Dos jinetes pasaron como sombras, deteniéndose al final de la alameda. No estaban a una cuadra del bayo y ni a diez pasos de Augusto. -Apaga el pucho: pueden apuntar viéndolo... -¿Crees? ¡Ellos no tienen ya ni escopetas y el Fiero Vásquez no creo que se meta! Son nerviosidades de la señora Leonor... Don Álvaro también dijo que hay que estar preparaos... Pásame la botella pa meterle un trago... -Oigo un galope, lejos... -Cierto... La sombra era un bloque y Augusto sólo veía la luz del cigarrillo. Haciendo un gran esfuerzo pudo escuchar el rumor del galope. Esos hombres debían ser caporales indios o cholos. Sólo así se explicaba su magnífico oído. Bebieron el licor chasqueando la lengua y luego prepararon sus carabinas. Los cerrojos bien engrasados traquetearon fácilmente. Crecía el rumor. Avanzaban unos seis u ocho caballos haciendo crepitar los minutos. Ya estaban muy cerca. -¡Alto! -gritó uno de los centinelas. El tropel siguió avanzando. -¡Alto! -volvió a gritar y un tiro encendió su llama detonante y zumbó taladrando la noche. El tropel se detuvo. -¿Quién? -Gente de Umay... -¿Quién? -Méndez... Uno de los centinelas galopó al encuentro del grupo. Sonaron risas y luego avanzó de nuevo el tropel, hasta toparse con el que aguardaba. -Vaya, cholo Méndez, ¿por qué no paraban? Tómate un trago... -¡Están ejecutivos ustedes! -Son órdenes. ¿Cuántos vienen? -Siete, pue el pobre Roncador está muy mal. -¿Ronca mucho? -Ojalá, lo han quebrao. -¿Quebrao? 218 -El otro día un indio lo empujó por unas peñas, cuando iban a revisar la toma de agua. ¡Está muy levantada esa indiada de Huarca! -¡Bala, pa que aprendan a respetar! ¿Qué le han hecho al


indio? -Matalo habría sido, pero fugó... -De buscalo era, si no tuviéramos tanto que hacer... Los recién llegados habían secado ya la botella, según dijeron. Continuó entonces la marcha, rumorosa de cascos y palabras. Éstas se escuchaban confusamente. Augusto resolvió seguir a los jinetes, caminando junto a la tapia del potrero, que así, revueltos sus pasos entre los de la cabalgata, no serían escuchados por los perros que guardaban Umay. Saltó varias pircas que dividían los campos según los pastos y las sementeras, y cuando los jinetes traspusieron la tranquera, él se metió a un huerto. Era un duraznal de grato olor. En la fragancia, también se percibían limones. Sentía hambre y comió algunos duraznos. No tenía tanto temor, pues la hacienda estaba llena de relinchos y gritos y nadie lo percibiría. De más abajo salió un canto. Fue hacia allá caminando junto al muro del huerto. Vio una sala alumbrada por una linterna de ancho tubo. Los caporales recién llegados comían unos en la mesa y otros de pie, conversando con los residentes. El cantor, medio borracho, trataba de entonar un yaraví. Ninguna palabra se podía escuchar claramente. Augusto pensaba que acaso nada más sacaría. El tiempo pasaba. El hombre del canto se calló para beber y después lo reinició con más vacilaciones de ebrio. Dos caporales salieron al corredor, conversando, y. Después de echar un vistazo hacia el huerto avanzaron, al parecer, hacia donde Augusto se hallaba. Se le heló la sangre. ¿Correr? Lo habrían sentido los perros. Encogerse. Se acuclilló y los hombres llegaron hasta el muro, lo bordearon un tanto con duros pasos de botas chaveteadas y se detuvieron. A sus anchos sombreros llegaba la vaga luz de la linterna lejana. -Oye, Méndez, no hay que estar hablando mucho delante de ése que canta. Parece que se hace el borracho pa escuchar mejor sin que naides sospeche. Don Álvaro dice que los indios saben cosas y habrá algún espía dentro de los pongos o los caporales. Viendo y viendo, el más sospechoso ha resultado ese caporal. Cayó po acá diciendo que venía de las minas de Pataz. Como don Álvaro va a poner trabajo en una mina, lo contrató... ¡Es malazo y parece que le apesta la vida! Quién sabe si es de la pandilla del Fiero Vásquez... 219 Augusto reconoció la voz de uno de los centinelas. El llamado Méndez dijo: -¡Quemarme la sangre estos perros! ¿Po qué lo consienten? Debíamos meterles un tiro... -Es que se sospecha no má... No se sabe de fijo. Como es voluntario pa la bala, aura puede hacer falta en la toma de posesión de Rumi... -¿Y cuándo es? -El 14. Con ustedes que han llegao y otros que vendrán más tarde o mañana o pasao, de todas las reparticiones, completamos veinte. El subprefecto vendrá con veinte gendarmes. No creo, que los indios hagan nada, pero por si el Fiero se meta... -¿Y por qué no lo cazan al Fiero? -¿Los gendarmes? Le tienen ganas, po lo mucho que se burla de ellos, pero tamién le tiene miedo. Y son pocos pa él y su banda. Sería necesario que venga tropa de ejército, pero eso es otra cosa. El Fiero ayudó pa la senaduría de don Humberto del Campo y Barroso. ¿Te suena el apellido? Cuando su candidatura, don Humberto avisó que venía al pueblo y corrió la voz de que sus enemigos lo iban a emboscar y matar. Sus partidarios le mandaron al Fiero, con quince de sus hombres escogiditos... Ellos lo acompañaron y ¿quién le hizo nada? Ahí está la cosa... Tovía se atreve hasta con don Álvaro, con quien naides puede en la provincia, salvo esos Córdovas que ya caerán... -El caso es que Rumi... -Será de don Álvaro. El Fiero tendrá cuando mucho veinte hombres, algunos mal armados, y nosotros seremos cuarenta... -Pero tienen buen punto. -Con todo, los haremos zumbar. -¿Y cómo saben que el Fiero puede meterse? -El Mágico le sonsacó a uno de la pandilla. Pero Rumi caerá y dile a tu gente que cuidao con ése... ¿No ves? Ahora bebe pa dárselas de borracho... Nada de hablar de los gendarmes y ninguna cosa... -Pero, si es sospechoso, mejor sería no llevalo. ¿Si aprovechando la confusión le mete un tiro po la espalda a don Álvaro? -Es lo que digo, habrá que decile al patrón... -A lo mejor no es espía y pasa que


hay indios fisgoneando po acá y po eso se sabe. 220 -No; se suelta a los perros y ¡son cuatro mastines! Aura están encadenaos pa que no vayan a morder a los caporales que llegan pero ya los soltaremos... Y también no creo que se animen después de la cueriza que se llevó un tal Mardoqueo. ¡Cien latigazos amarrao al eucalipto del patio! -Será, pero yo propondría que salgamos todos a dar una batida por los laos de la hacienda... Ya se vería... Augusto sintió que le hacía bulla el corazón. El caporal se quedó pensando en las palabras del otro, del recién llegado Méndez, y acaso porque no creyera en la presencia de espías o porque no quisiera recibir lecciones de nadie, pues él era nada menos que jefe de todos los caporales, respondió un poco irónicamente: -Estás como la señora Leonor..., ja... ¡a... Ella cree que el Fiero va a venir pa acá mesmo. ¡Es cuando, con senador y todo, se gana una persecución con tropa de ejército! Vamos a metele un trago..., ja... ja... ¿Y tovía no acaba de cantar ese idiota?... Los conversadores se dirigieron a la sala. Los otros caporales habían terminado de comer y se entretenían jugando a la baraja, salvo el ebrio que seguía desentonando con el mismo yaraví. ¡Cállate! -gritó el jefe de caporales. Los caballos estaban ya en los potreros, sonaba tal o cual llamada, crecía el silencio de la noche. Augusto consideró que era tiempo de irse y, sacándose las ojotas para pisar más calladamente, emprendió el regreso. Al saltar de nuevo la pared del huerto, desmoronóse una fracción y duros terrones cayeron sonando. Palpitó la furia de un ladrido y de repente saltó el muro y cayó gruñendo sobre Augusto un perro amarillo. Lo esquivó el mozo y enseguida el perro, sin duda adiestrado, le saltó al cuello, lo desvió con el brazo, mas los colmillos lograron prenderse del poncho y lo desgarraron. Fue el momento en que el machete cayó sobre el cuello y el can abatióse dando un punzante alarido. Todo había pasado en brevísimo tiempo. Sonaban gritos y carreras en la casona. La bronca voz de los mastines golpeaban la sombra. -¡Suelten los mastines! Augusto sintió que el cuerpo le pesaba, que se negaba a obedecerle, pero lo dominó y, con el entendimiento alumbrado por un súbito recuerdo, corrió a campo traviesa, pues la oscuridad lo favorecía, dando vueltas, entrecruzando sus rastros, llegando hasta el pie del muro y volviendo hacia el centro de los potreros. Estallaban tiros y silbaban las balas. La voz de los mastines no se oía ya. ¿Jadeaban a su espalda? 221 No, que los rastros entrecruzados los habían confundido. Su estratagema tuvo éxito y parecía que ladraba alguno por el huerto, rabioso y atolondrado. Los hombres también estaban por allí. Sin duda creían que el espía se hallaba oculto entre los árboles. Mientras tanto, Augusto llegaba ya al lugar donde escondió su caballo. Tuvo un repentino miedo de no encontrarlo. Pero ahí estaba, clareando en la sombra. Montó y partió, antes de que los perros rastrearan hacia el otro lado, por esa senda quebrada que trepaba a la puna. Ya estaba muy arriba cuando sintió que los perros ladraban en el fondo y los hombres tiraban contra él a ciegas. Las balas pasaban altas, perdidas. Luego podía venir por esa senda un nuevo grupo de caporales. Sin duda lo detendrían. ¿Qué podría decir, si esos tiros a su espalda lo hacían sospechoso? El buen bayo resoplaba tragándose la cuesta. Nadie venía, felizmente. En un momento más podrían abandonar la senda. Y llegó ese momento y el camino hacia Rumi se brindó por media puna, amable y llano, aunque estuviera batido por un furioso ventarrón que Augusto ni sentía. Amaneció cuando entraba a la comunidad. Augusto hizo ver a Rosendo el machete ensangrentado. -El perro -explicó. En seguida se puso a contarle todo lo que había escuchado a los caporales. El viejo, entretanto, miraba el acero rojo y el poncho desgarrado. No formuló ningún comentario acerca de las noticias. Cuando Augusto terminó, le dijo: -Te has portao bien. Vete a dormir y levántate pa la asamblea. Augusto se fue a su casa y, sin escuchar el regaño de la madre, se derrumbó sobre el lecho. Marguicha llegó después, acercóse


silenciosamente y besó con amorosa mirada al hombre dormido. A mediodía llegaron al caserío diez caporales a caballo. Cruzaron a galope tendido la Calle Real, a riesgo de atropellar a dos niños que escaparon por milagro, y entraron a la plaza lanzando gritos y disparos. -¡Viva Amenábar! Y descargas cerradas se perdían por los aires. Se plantaron frente a la casa del acalde. Rosendo y los regidores estaban comentando las noticias. Ninguno se movió. Todos continuaron sentados. -Tú, di, viejo imbécil, ¿quién fue a espiar? 222 -¿Pa que mandaste espiar anoche? -Habla antes que te baliemos... -Mi perro Trueno lo mataron. -Di, so viejo bestia... Te matamos... Rosendo callaba con tranquilidad. Los caporales, medio borrachos, no sabían qué actitud tomar ante ese despectivo silencio. Uno de ellos dijo: -¿Quién mata muermos? Echáronse a reír, encabritaron los caballos y, siempre vivando a Amenábar y soltando tiros, se fueron. Al cruzar la Calle Real decían: -Hasta el 14... -Hasta el 14... El viento batía la amplia falda de sus sombreros de palma. Las carabinas brillaban al sol... La asamblea se inició en las últimas horas de la tarde, cuando ya el sol tendía sobre la plaza la sombra de los eucaliptos que crecían junto a la capilla. El alcalde y los regidores estaban sentados, en bancos de maguey, al filo del corredor de la casa del primero. Habían planeado construir un cabildo, después de la escuela, pero ahora no querían ni recordar el proyecto. Fueron llegando los comuneros -hombres, mujeres, niños-, y acuclillándose o sentándose sobre el suelo. Muchos se paraban formando una especie de óvalo que encerraba a los otros. Los niños no iban a hablar ni votar, pero se los llevaba para que oyeran y les fuera entrando el juicio. Rosendo tenía la cara contraída en un gesto severo y triste y empuñaba con la diestra su báculo de lloque. Parecía muy viejo. Tanto como un tronco batido por vendavales tenaces. El mismo se sentía cansado. Los últimos tiempos lo habían azotado implacablemente, diezmando su cuerpo y estrujando su corazón. Los comuneros escrutaban la faz rugosa y encrespada sintiendo, unos, que había hecho todo lo posible y, otros, que sería difícil encontrar las palabras necesarias contra ese hombre. Los asambleístas iban llegando y llegando, agolpándose, confundiéndose hasta formar una mancha pintada de rebozos, ponchos y pollerones. Y todos miraban a Rosendo, que permanecía callado y tranquilo, grave y apesadumbrado, hasta cierto punto solitario en su responsabilidad. Él fue siempre el mejor de todos por la justicia y la sabiduría y nadie pensaba que los regidores tuvieran que ver mucho en las grandes ocasiones... 223 A un lado de Rosendo estaba el guijarro Goyo Auca, al otro el gallardo y prudente Clemente Yacu, más acá el foráneo y discutido Porfirio Medrano, más allá el blanco y forzudo Artidoro Oteíza. Con ninguno podía compararse al alcalde. Y el alcalde, por su lado, miraba a su pueblo sin fijarse determinadamente en nadie, haciendo como que dejaba vagar los ojos. Ese era el pueblo comunero, indio y cholo, que algunos rostros blancos y claros emergían de entre el tumulto de caras cetrinas y algunas erizadas barbas negreaban rompiendo los lisos perfiles de la raza. Por ahí estaban Amaro Santos y Serapio Vargas, juntos, como que eran muy amigos. Hijos de montoneros, como Benito Castro, ausente, y Remigio Collantes, muerto, formaban en la comunidad al amparo de su ascendencia materna. Por otro lado estaban Paula y Casiana; la primera, mujer de Doroteo Quispe y ligada a Rumi por vínculo matrimonial, de igual modo que el regidor Medrano. De Casiana no se podía decir lo mismo, pero Rosendo hacía evolucionar ya el concepto de la integración comunal aduciendo falta de brazos. En realidad si la población de Rumi no había aumentado en los últimos tiempos con otros miembros extraños, se debía más a la persecución de los hacendados que al rechazo de los comuneros. Quedaban algunos reacios a la aceptación y no pasaría mucho rato sin que aprovecharan la crisis en favor de sus prejuicios. Miguel Panta se acurrucaba sin querer mostrarse. Él albergó al Mágico, ahora le


pesaba, y sin tener nada que reprocharse conscientemente, hubiera preferido ser extraño al asunto. Augusto Maqui se colocó en el extremo fronterizo a Rosendo Maqui; el abuelo lo miró brevemente. Todos estaban aglomerados, por acá, por allá, formando sectores de parecer afín. Los que conocemos y los que no conocemos, que son los más, tan importantes acaso como los primeros. Ahí estaba el pueblo comunero, agrario y pastoril, hijo de la tierra, enraizado en ella durante siglos y que ahora sentía, como un árbol, el dramático estremecimiento del descuaje. Entre los que no conocemos todavía, mencionaremos ya a Eloy Condorumi. Es fácil verlo. Levanta sobre todos su estatura de dos metros y es tan ancho que ocupa el espacio de dos hombres. No tenía ninguna habilidad especial. Se distinguía solamente por su corpulencia y su fuerza y, en buenas cuentas, ni por eso jamás se preocupaba de ir en primer lugar en las faenas, tal hacía el ostentoso Goyo, Auca, y disimulaba su tamaño sentándose a la puerta de su casa, horas de horas, sin hacer nada. Cuando se trataba de opinar tenía buen juicio, pero, en general, no hablaba. 224 En ese momento, estaba con los brazos cruzados sobre el pecho y cubría su pequeña cabeza con un sombrero mal dispuesto y encarrujado. Mencionamos cierta vez a Chabela, pero debemos hacerlo de nuevo, pues en esa mujer madura y un tanto acabada no se podría sospechar a la muchacha bonita que forzó Silvino Castro. Ahí llega nuestro conocido Abram Maqui, que se sienta a los pies de su padre, Nicasio Maqui, el fabricante de cucharas, espíritu simple, avanzó también hasta donde Rosendo para obsequiarle una cuchara de palo de naranjo, delicadamente labrada y pulida. En su ingenuidad, esperaba reconfortar al padre en tan grave momento con esa humilde ofrenda de su cariño. Rosendo guardóse la cuchara mirándolo con profunda ternura. Nicasio sonrió y fue a perderse entre la aglomeración. Integrándola debían encontrarse ya los otros hijos de Rosendo: Pancho, Evaristo y las mujeres. Es difícil verlos. A quien podemos distinguir con facilidad es a Mardoqueo. Muchos lo miran también. Está en el suelo, cerca de Abram Maqui. Continúa reconcentrado y sombrío, mascando su coca... Pasa el tiempo. El sol alarga en el suelo sus trémulos árboles de sombra. Rosendo consulta algo con los regidores. En la asamblea se produce un movimiento y luego una rígida inmovilidad de expectación. Rosendo comienza a hablar. Su voz es gruesa, un poco ronca, hasta monótona. Está relatando los trabajos del año, el aumento de los ganados, la cuantía de las cosechas. El año habría sido como otro cualquiera, o mejor, porque dio más bienes y había una escuela por terminar. Pero el juicio con Umay hace desestimarlo todo y la asamblea parece aguardar solamente, por él, la voz del alcalde. Rosendo dijo por fin: -Y aura, pueblo de Rumi, hablaré de la desgracia de la comunidá, de un juicio y una sentencia. El silencio permitía escuchar el áspero rumor del follaje de los eucaliptos. Otro se oyó sobre las cabezas. Era un gran cóndor que pasaba trepidante de alas, volando hacia el ocaso ¿Se trataba de un signo? Rosendo era político y expresó: -Vemos ese cóndor y tenemos miedo po que todos pensamos aura en nuestra comunidá. Ha llegao un mal tiempo y queremos buscar señas. Cada uno piense como guste. Yo diré lo pasao y quiero que se resuelva entre todos lo que se hará. El viejo alcalde se fue emocionando. La voz gruesa y ronca perdió su monotonía. A ratos se quebraba como en sollozo, por momentos se levantaba en una imprecación. 225 Así relató los trajines, las esperanzas y desesperanzas, las maldades y felonías, todas las incidencias que tuvieron lugar durante el juicio, para terminar por referirse a la sentencia y sus disposiciones. Terminó: -Así, comuneros, han acabao las cosas. Se pelió todo lo que se pudo. Han ganao la plata y la maldá. Bismar Ruiz dijo que había juicio pa cien años y ha durao pocos meses. Muy, luego crecen los expedientes cuando empapelan al pobre. Ya han visto que naides quiso declarar en nuestro favor y al que quiso lo encarcelaron. Amigos que recibimos con güena


voluntá, como Zenobio García y el Mágico, se dieron vuelta por el interés. ¿Qué íbamos a hacer? Ningún otro defensor quiso encargarse. ¡Qué íbamos a hacer! Ha llegao la desgracia, no es la primera que les pasa a las comunidades. Ahora pregunto: ¿nos vamos pa la pampa aguachenta y las laderas pedregosas de Yanañahui o nos quedamos aquí? Si nos quedamos aquí, tendremos que trabajar pa Umay y ya se sabe cómo es la esclavitú esa. Aura pido a la asamblea su parecer sobre lo que se hará y también uno que diga si está malo lo que se ha hecho... Rosendo calló. Su viejo pecho fatigado jadeaba levantando el poncho. Parecía como que nadie tuviera nada que decir. Unos a otros se miraban sin atreverse a hablar. Algunos nombres sonaban por lo bajo. Eran de los comuneros que más se habían distinguido comentando el juicio. ¿Se les terminó acaso el habla? Gravitaba sobre todos un dolor tremante y acaso las palabras fueran consideradas inútiles ya. Alguien carraspeó. Era Artemio Chauqui, un indio grueso y duro. Se agitó un poco. Al fin sacó una voz contenida para que no se hiciera grito: -En mi casa se cuenta que mi bisagüelo anunció estos males. Y yo pregunto aura: ¿po qué no se hizo asamblea antes, cuando comenzó el juicio? Así se lo consideraba entre todos y no aura, cuando nada hay casi que hacer... -Cierto... -Cierto -aprobaron algunas voces. Y Chauqui siguió: -Yo pregunto al alcalde y los regidores, ¿es que la voz de un comunero no vale? Las voces de aprobación menudearon. «Cierto». «Que contesten». Parecía que todos querían hablar ahora. Más: que la asamblea estaba en contra de la directiva y ésta iba a caer fulminada. Goyo Auca irguió todo lo que pudo su pequeña estatura y preguntó a su vez: 226 Creíamos que iba a durar más el juicio... Pero, aura que Artemio Chauqui quiere atacar, que diga ónde está lo mal que se llevó el juicio. Qué habría hecho él. ¿Qué habrías hecho vos, Artemio Chauqui? Artemio Chauqui no contestó nada. Goyo Auca, alentado por ese silencio, insistió: -Digan todos los que estaban gritando: ¿qué habrían hecho? Uno por uno, digan qué habrían hecho... El silencio fue más completo aún. Y Goyo Auca, antes de sentarse, un poco despectivamente: . -Mal... está mal...; es muy fácil decir que está mal lo que otro hace, pero es apurao decir cómo lo debió hacer... ¿Quién dice? La pregunta tuvo ya un carácter de jactancia, pues se notaba que nadie iba a contestar. De nuevo quedó el campo abierto. Jerónimo Cahua, el primero de todos en la caza y uno de los despojados de escopeta, dijo: -Sobre irse, creo que no nos vayamos, y está pa no entregar la comida. Está pa defendela. Nadie nos podrá quitar si todos la defendemos con machetes, con piedras, con palos, más que sea arañando. Yo perdí mi escopeta, pero tengo mi honda... Se produjo un gran barullo. La moción de Jerónimo tenía partidarios. También tenía enemigos. La visita de los caporales armados había hecho entrever la fuerza de Amenábar. Otros decían que debían comprarse armas con el dinero comunal que guardaba el alcalde. Alguien afirmaba que serían pocas y ya no había tiempo para eso. «El 14 es la diligencia». «Faltan sólo dos días». Una mujer, Casiana, abandonó en ese momento la asamblea. Cuando escuchó las palabras «dos días» comprendió de veras el peligro y su pensamiento voló hacia el Fiero Vásquez. Debía cumplir su orden. Ir a decirle lo que ocurría. Sin que nadie lo advirtiera, se escurrió blandamente y momentos después, llevando aún en los oídos el rumor de las discusiones, tomó el camino de El Alto. Mientras tanto, cuando se calmó un poco la algarada, Augusto Maqui dijo: -Ayer noche jui a Umay. Puedo decirles, de seguro, que van a venir veinte caporales y veinte gendarmes bien armados de fusiles. ¿Qué son las hondas?... Algunas voces siguieron incitando a la pelea. Porfirio Medrano se levantó: -Yo he sido soldao, más que sea montonero. Es fácil decir aura: «honda, machetes». Ellos no se pondrán a nuestro lao pa que les demos. Tirarán desde lejos. Y después, ya se sabe cómo son: matarán hasta a nuestras mujeres y nuestros hijos... 227 Doroteo Quispe gritó: -Llamemos a


nuestro amigo el Fiero Vásquez, que tiene gente armada... -Sí..., sí... -Sí, llamemos... Toda la asamblea se levantó como una ola. Rosendo Maqui descubrió su cabeza incorporándose con lentitud. Su mirada dura, que fulgía bajo las greñas blancas, impuso el silencio. Y entonces clamó: -No... no... bien quisiera que venga, pero será más malo tovía. Será el fin de todos, de todos, de toda la comunidad. Unos morirán, otros serán llevaos a la cárcel y otros de peones. Si triunfamos, triunfaremos un mes, tres meses, seis meses... pero vendrá tropa y nos arrasará... Tovía podemos hacer güena la tierra de Yanañahui. La vida es de los que trabajan su tierra. Güena ha sido hasta aura la tierra. Ya no será lo mesmo po el pedrerío... Pero no será mala... Los comuneros jamás habían dejado de pensar en la tierra y pudieron tener confianza o, por lo menos, pudieron esperar. Muchos admitieron la explicación de Rosendo como válida: tenían aún tierra y, aunque no era muy buena, se la podría cultivar. Amaban su vida, la vida agraria, y se resistían a perderla. Rosendo decía bien. Pero otros continuaron pidiendo resistencia. Uno gritó: -¡Viejo cobarde! En ese momento se hizo notar Evaristo Maqui, bastante borracho, gesticulando. -¿Quién?, ¿quién insultó? Cuatro golpes conmigo ese desgraciao... Cuatro golpes... Rosendo Maqui se incorporó de nuevo. Su hijo seguía vociferando con violentas contorsiones en la voz y los brazos ebrios. El viejo hizo una señal al corpulento Condorumi y éste, de una trompada en el mentón, derribó al vocinglero. Rosendo sentóse con calma. Esta actitud confundió a los adversos. He allí que él imponía la compostura aun a su propio hijo y, por otro lado, se mostraba firme, sin que le importara un insulto, dispuesto a encarar todos los ataques. Los otros comuneros fueron ganados por un sentimiento de simpatía. Nadie dijo nada ya. Algunos señalaban al taciturno Mardoqueo pensando que apoyaría la resistencia. Él continuaba mascando su coca y mirando a todos como si n os viera: Entonces Rosendo dijo: -Votaremos sobre, esto pue hay duda. Los que estén po la resistencia, que alcen el brazo... Diez brazos se elevaron junto al de Jerónimo Cahua. 228 Después de cierta vacilación, algunos otros, desde diferentes lados, puntaron al cielo anubarrado en donde el crepúsculo comenzaba a dar anchos brochazos. No llegaron a veinte. Con gran sorpresa de todos, Mardoqueo se quedó inmóvil, sin apoyar a Jerónimo. ¿Qué le pasaría a Mardoqueo? Era muy dolorosa su actitud y ahora se volvía extraña. Si estaba enfadado, lo natural habría sido que quisiera resistir y pelear. La asamblea continuó sin muchas incidencias. Algunos opinaron que debía esperarse que don Álvaro Amenábar especificara las condiciones de trabajo a cambio de las tierras y potreros. Los más se negaron. Cuando Augusto informó que el hacendado pondría en trabajo una mina, nadie se atrevió siquiera a argumentar. Un hombre práctico, llamado Ambrosio, expresó: -Debernos irnos luego, antes que don Amenábar llegue y nos quiera mandar. Y también po que ya vendrán las lluvias y necesitaremos levantar nuestras casas con oportunidá. Estos razonamientos acabaron de convencer. El éxodo comenzaría al día siguiente y se haría todo lo posible por terminarlo antes de la toma de posesión. En medio de todo, flotaba una impresión de gran desencanto. Ocurre a menudo que una resolución que se toma por mayoría no consigue convencer profundamente a la misma mayoría que la aprueba. Se había aceptado ya que no se resistiría, ahora se aceptaba la retirada y, sin embargo, se hubiera deseado otra cosa, una mejor resolución que no asomaba por ninguna parte. En este caso los asambleístas debían liberarse del peso de la propia responsabilidad echándole la culpa a alguien. Secretamente, como esas plantas del fondo de los estanques, fue creciendo de nuevo el sentimiento adverso a la directiva. Mientras tanto llegaba ya la noche, la sombra diluyó el color alegre de las paredes y cercenó el tallo de los árboles. La escuela destacaba aún los vértices sin techo de sus muros amarillos. Algunos comuneros llevaron leña y corteza de


eucaliptos y encendieron grandes luminarias en torno a la asamblea. El fuego palpitó sobre los rostros e hizo danzar las sombras, al avivarse por un lado y otro. Se pudo ver menos hacia lo lejos. Tal vez solamente el trapecio de luz que brotaba de la capilla y, en lo alto, una gran estrella que comenzó a titilar. Los cerros habían desaparecido. Casiana, en ese momento, estaba ya muy arriba, llegando a las primeras estribaciones pétreas del Rumi. ¿Incendiábase el caserío? Vaciló un momento entre si volver o seguir, pero notó que las luminarias se mantenían en su mismo sitio y comprendió de qué se trataba. 229 Siguió, pues, sin descansar, aunque la fatiga le golpeaba ya en los oídos con el propio ritmo de su sangre. Ella quería a la comunidad y deseaba salvarla. Hostil de guijas se volvía el camino para los pies desnudos, y el ventarrón que le batía el costado parecía sujetarla. Pero continuaba adelante, hacia arriba, recogiéndose un poco la vueluda pollera para no enredarse en ella por la empinada cuesta. El alcalde, cuando la luz ardió con trazas de segura permanencia, habló de la elección de autoridades para el nuevo año. Se acostumbraba así y la asamblea, si estaba satisfecha del trabajo atestiguado por las cosechas y el rodeo, reelegía. A veces cambiaba a uno que otro regidor. Rosendo, como ya hemos visto, permaneció en el cargo de alcalde desde que lo asumió. Mas ahora, el creciente descontento trataba de derribarlo. La asamblea podía inclusive rectificarse, como pasa corrientemente. Se armó una trifulca de gestos y voces. «¡Que se vayan!» «¡Que salgan todos!» «¡Nueva gente se quiere!» «¡Que caigan!» «¡Porfirio Medrano que salga!» Otros los defendían. Las discusiones personales, las contradicciones y la grita habrían hecho honor a cualquiera de las cámaras legislativas que representan a los países civilizados. La oposición descubrió a su candidato. «¡Doroteo Quispe, alcalde!», sugirió alguien. Doroteo había opinado por llamar al Fiero Vásquez; había votado en favor de la resistencia. El descontento lo distinguía ahora por lo que la misma asamblea rechazó. «¡Sí, sí, Doroteo!». La gritería iba creciendo. Doroteo nada decía. Frunció su boca llevándola hasta la altura de la nariz y los ojuelos acechaban. Grueso y prieto, de hirsuta cerda, un tanto encorvado, parecía más que nunca un oso andino levantado sobre las patas traseras. «¡Doroteo, alcalde!» Rosendo lo miró con tranquilidad. Después dijo: -Será güen alcalde Doroteo. A la votación... Pero Doroteo pidió hablar: -No puedo -dijo-. ¿Qué se les ocurre? Yo sé rezar algo y también de cultivo; de gobierno nadita entiendo. Así supiera gobernar, quien más sabe es Rosendo... Los descontentos consideraron entonces su propia situación. Sin duda ellos, de ser lanzados como candidatos, habrían dicho lo mismo. La propia responsabilidad hace comprender mejor la ajena. No obstante, muchos continuaron gritando: «¡Que se vayan!». «¡No han valido!». «¡Que salga Medrano!» «¡Que caiga el viejo!» Una mujer avanzó hasta situarse al lado del alcalde. Era Chabela. Su cara tomó un gesto agresivo, que se acentuaba en las facciones relievadas en contraste de luz y sombra. Flotaba agitadamente el rebozo y luego aparecieron sus brazos descarnados. 230 -¿Quién lo hará mejor que Rosendo? Desde que tengo memoria lo veo cumpliendo lo bueno y evitando lo malo. Se ha güelto viejo en el servicio de la comunidá. Aura en estos tiempos, ha luchao, ha padecío más que todos po ser viejo, po ser alcalde, po ser autoridá, po ser güeno. Los otros viejos están sentaos en sus casas. Él jineteó un viaje tras otro. ¿A quién iba a hacer declarar si no querían? ¿A quién lo iba a obligar a defender si no querían? Leguas de leguas ha caminao po nuestro bien; desaires y malos modos ha padecío po el bien de todos. Aura mesmo, veánlo ahí, sentao y tranquilo, empuñando su bordón, esperando con paciencia y bien sereno que lo boten, porque él es güeno tamién cuando se trata de perdonar la ingratitú... Pero nadie lo botará. ¿Quién es el hombre de corazón cobarde que quiera desconocer y ofender? ¿Quién es la mujer que no lo mire como a un padre? Se quedará, se


quedará en su puesto nuestro. querido, nuestro güen viejo Rosendo... Nadie hizo ningún comentario. Cuando la votación se produjo, una gran mayoría apoyó al querido alcalde y buen viejo Rosendo. También votó por él Mardoqueo. Rosendo se puso de pie y agradeció quitándose el sombrero. Su cabeza blanca fulgió un tanto enrojecida por las luminarias como las sienes del Urpillau por el sol del ocaso. Los demás regidores fueron reelegidos también, después de alguna resistencia, a excepción de Porfirio Medrano. Era un extranjero asimilado, y unos porque desconfiaban de é1y otros por esa simple circunstancia, lo atacaron con tesón. Encabezó el rechazo Artemio Chauqui. En vano trataron de defenderlo los jóvenes, encabezados por Augusto Maqui y Demetrio Sumallacta, que tenían mucho cariño por Juan Medrano. La mayoría de los comuneros, ganada por comentarios hábiles, aprobó, en son de prudencia cuando menos, la separación del foráneo. Porfirio supo perder y se retiró sencilla y tranquilamente del lugar que ocupaba. Chauqui fue lanzado como candidato a regidor. Los muchachos, que querían de todos modos, asestarle un golpe, hicieron un gran esfuerzo consiguiendo elegir regidor al joven repuntero y gañán Antonio Huilca. Éste, antes de ocupar su asiento, palmeó con gran deferencia el hombro de Porfirio Medrano. Algunos hombres maduros comentaron acre y sabiamente que los jóvenes actuaban de modo más descabellado cada día. El alcalde dio por terminada la asamblea, que se disolvió lentamente. Se sabía qué iba a hacerse y ello, sin eliminar la tristeza, daba por lo menos seguridad. 231 Rosendo pidió los regidores que se quedaran para disponer los detalles del traslado. A Porfirio le dijo, cuando éste se retiraba: -Los turba la desgracia... paciencia... -Paciencia -respondió Porfirio. Al bajar del corredor quedó rodeado de su mujer, sus hijos y algunos amigos. Nada pudieron decirse y echáronse a andar lentamente. Las luminarias brillaron todavía mucho tiempo alumbrando una asamblea de sombras. Casiana llegó por fin a la meseta de Yanañahui. La noche estaba muy oscura y era difícil caminar. Abundaban las piedras y crecía junto a ellas un pajonal áspero. No podía ver el horizonte y los cerros aristados de El Alto, mas se orientó por el viento y, siempre dándole el hombro derecho, avanzó. Se sentía muy cansada y bien hubiera querido sentarse un momento, pero el deseo de encontrar al Fiero y su banda la mantenía en pie. Al principio le dolieron los pies en los guijarros de la peñolería de Rumi, pero después se hincharon, embotando su sensibilidad. Le zumbaban los oídos al escuchar su sangre y el viento. El corazón le retumbaba bajo los senos henchidos. Caminó mucho, viendo apenas por dónde debía avanzar. Y ya comenzaban los cerros de El Alto, rocosos y hostiles. Por suerte encontró un sendero y lo siguió. Apenas se distinguía su delgadez envuelta en sombra. Pero el sendero desapareció pronto y ella se quedó entre las rocas, sin saber hacia dónde tomar. Perdiendo la senda, le pareció estar más sola. ¡Si hubiera salido un poco la luna! Las estrellas eran escasas y el viento pegajoso y húmedo hablaba de una noche nublada. Continuó por una falda, al parecer muy escarpada, aunque ella no lograba ver el fondo. Las tinieblas se apretaban abajo formando un lóbrego abismo. Y Casiana tenía un instintivo miedo equilibrado por un valor hecho de fuerza y experiencia. En las zonas muy inclinadas se cogía de las salientes de las rocas o las ramas de los arbustos. Algunas espinas le punzaron las manos. Los pies comenzaron a dolerle de nuevo, y todo el cuerpo le pesaba extrañamente, y tenía miedo. Ya terminaba la falda felizmente. Se abrió una nueva planicie y más allá habría de seguro otra cadena de rocas. ¿Podría cruzarlas? Desesperaba de encontrar al Fiero. ¿Por qué se iba tan lejos? Y después cayó en cuenta de que era una zonza al preguntar por qué se iba tan lejos. Más de la medianoche sería acaso y ya terminaría la asamblea. Ella no vio en su vida más asamblea que ésa. ¿Qué acuerdo tomarían los comuneros?. 232 Ah, llegaban de nuevo las


peñas ariscas. Le pareció que avanzaron a su encuentro. Ahora la golpeaban en medio pecho. ¡Si al menos hubiera podido abrazarse a ellas para llorar! Tenía que treparlas y vencerlas rodeando las faldas. Y de nuevo subió y avanzó, y era muy fuerte el viento y ella estaba medio adormecida y atontada. Si el cansancio y el sueño la vencieran, seguramente se iba a helar. Se iba a helar, a quedar rígida, a morir. No se dejaría vencer ni por el cansancio ni por el sueño. El suelo era pedregoso a ratos, también rijoso, o erizado de arbustos punzantes. Bramaba el viento o si no aullaba como un perro furioso. Los arbustos trepidaban bajo su azote produciendo un rumor sordo y vasto, al que se mezclaba el silbido agudo de los pajonales. Casiana sentía que dentro de sus mismas entrañas se entrechocaban y repercutían todos esos rumores y sonidos formando una suerte de tormenta oculta. ¿Iba a perder la cabeza y rodar? Reunió sus fuerzas y siguió avanzando tercamente. ¿Por qué se había aventurado en la noche por ese terreno desconocido? Apenas lo había visto de lejos. Podría ser que estuviera caminando en sentido inverso al necesario o yéndose por un lado. Y él viento, y las rocas, y los arbustos, y los pajonales eran por todas partes idénticos, tenaces en su resistencia, prolongados y repetidos sabía Dios hasta dónde. Avanzó y avanzó, abriendo los brazos como para sostenerse en un apoyo que no llegaba. Jamás en su vida había sentido ese cansancio, al que se aliaba un mareo que la ponía en peligro de caer, vez tras vez. Le dolían las espaldas ahora y las sienes le palpitaban como si fueran a abrirse. Pero quizá ya estaba cerca. Hubiera gritado, de no ser por ese viento que se llevaría su grito para ahogarlo entre todos los confusos rumores de las laderas y encañadas. Se puso a esperar una oportunidad y, en cierto momento, se decidió a dar un grito. ¿Fiero? ¡Qué iba a llamar por su apodo al marido! Recién ahora se daba cuenta de que no sabía su nombre. ¿Vásquez?. No tenía la sonoridad necesaria. Llamaría a Valencio, pero ya el viento arreciaba de nuevo. Ya bramaba y aullaba. Entre tanto seguía caminando. De pronto se extendió un quieto silencio y ella gritó: «Valencioooooo». Acaso le respondieron las peñas. ¿Un ladrido resonó a lo lejos? Sin duda era el viento que ya llegaba, terco, tenaz, cargado de distancias heladas, de inmensidades torvas y broncas. «Valenciooooo». Tal vez resultaría inútil su afán y ella seguramente estaba enferma porque se sentía muy débil y a cada rato encontrábase a punto de caer. «Valencioooo». Su voz misma se le antojaba extraña. «Valencioooooo». 233 La noche entera parecía indiferente, a su llamado, a su desgracia al dolor de ella y de todos. Nadie la escuchaba y ella caería y se helaría en esa gélida e inmensa noche. «Valencioooooo». ¿Ladraba el perro? No podía ya tenerse en pie. Un momento más y yacería para no levantarse. De veras tenía miedo de caer porque le parecía que ya no iba a poder ponerse en pie, que se quedaría ceñida a la tierra bajo la alta montaña de la noche. «Valenciociooo». Por su rostro corrieron gruesas lágrimas regándoselo de humedad y de frío, y cada vez más la cabeza vacilaba y ya se le escapaba hacia el suelo, presa de súbitos desvanecimientos. «Valenciooooo». «Valencioooooo». Sí, era un perro el que ladraba, parecía que estaba muy cerca. «Valenciooooooo». Un bulto oscuro se restregó contra sus polleras, dio un ladrido corto y regresó hacia las apretadas sombras. ¿Sería el perro de un pastor? ¿Acaso del mismo Valencio?. Podía sentarse un poco, ahora que había sido descubierta por un ser vivo, aunque fuera un perro. «Valencioooooooo». Sentóse y luego cayó de espaldas sobre la tierra. Estaba bien así, aunque pudiera morir. El viento pasaba sobre ella, y la tierra le hacía penetrar su frío hondo por toda la piel. El perro llegó de nuevo. A poco rodaron unos guijarros más allá. Casiana se incorporó llena de esperanza. “Valencio”. Y respondió una gruesa y honda voz, voz de puna, conocida y querida voz. “Casiana”. El perro acercó al hombre. Casiana se le prendió del cuello y lloró. -Mucho he padecido. Me cansé


mucho, como que me caía y tenía miedo de helarme, y morirme... -Descansa, pue. Era el mismo Valencio rudo y calmado, como que dada dijo ya. Sentóse junto a la hermana y después de un momento se sacó el poncho y lo tendió a modo de lecho tras la espalda de ella. Descansa, pue-repitió. Casiana tendióse y le palpó los brazos y el torso. Sintiéndolos desnudos. Era el mismo Valencio de siempre. Sus manos tropezaron luego con un fusil tendido. No, ya no era el mismo Valencio. -¿Está él? -Se jué en viaje... -¿Qué viaje? -Viaje, pue... -Qué pena, vengo a decirle que la comunidá va pa malo... -¿Caporal?-preguntó Valencio. -Más malo que caporal... -Malo, entón... 234 Se quedaron callados. Casiana descansó largo rato. El perro estaba por allí, jadeando, y Valencio acuclillado con la cara metida entre los brazos. Después ordenó: -Vamos. -¿Pa onde? -Pa las cuevas. Valencio fue delante guiado por el perro. Ambos parecían conocer bien el terreno y Casiana, siguiéndolos, ya no tropezó con pedrones ni arbustos. Había descansado un poco y, aunque le dolían aún los pies molidos y las manos pinchadas, le era menos fatigoso caminar. El viento se calmó y una tenue claridad comenzó a bajar de los cielos. Amanecía rápidamente, como sucede en las alturas, y por todos los lugares planos comenzaron a verse los vidrios gélidos de la helada; en las hoyadas, arbustos achaparrados, y por aquí y por allá, en sitios altos y fríos, desafiando al viento, pajonales amarillos. Pero llegaba una altitud en que ya no existía sino la roca, fraccionada en mil picachos, pedrones y aristas, negros y rojinegros y azulencos. Valencio tomó por la falda de un cerro y la fue bordeando hasta que, en cierto momento, comenzó a trepar. Abajo, en una hoyada, se agrupaban algunos caballos. Había hora senderos por la cuesta, huellas del trajín, una impresión, confusa pero no por eso menos cierta, de que existía vida humana en esos contornos. De repente, llegaron a una cueva. Casiana vio a la entrada un hombre emponchado y barbudo, de largos pelos que le cubrían las orejas, sentado junto a una hoguera donde preparaba algo en una olla de hierro. -¿No te dije?-comentó-, era voz de mujer... Valencio no le respondió y se pudo a arreglar un lecho de pellones y frazadas. Casiana miraba tratando de captar el nuevo ambiente. El piso era terroso y las paredes y bóvedas de la caverna rijosas y a trechos humeadas. Hacia adentro veía oscuro, acaso por su falta de costumbre, pero alcanzaba a distinguir los primeros bultos formados por tarros, fardos y dos monturas. Ya estaba el lecho y Valencio la invitó a acostarse. -Descansa, pué. Los pellones dábanle mucha blandura y todo él olía al tabaco fuerte que fumaba el Fiero Vázquez. El hombre barbudo, tratando de paliar su rudeza y ser amable y cariñoso a base de diminutivos, prometió: -Ya estará la sopita y taimen asaremos cecinetas... Pero a Casiana la venció el sueño. Despertó muy tarde, cuando el día estaba por terminar. 235 En el primer momento tuvo un acceso de miedo, pero en seguida se calmó viendo a Valencio a su lado. El hermano tenía la cara un poco más gruesa y la piel tal vez más oscura. Casiana pensó que. Quizá le parecía esto debido a que sus ojos aprendieron la piel blanca de los Oteíza y el cetrino claro de los indios de tierra templada. Pero el mismo hombre barbudo tenía la piel renegrida. -¿Cuándo vendrá él? Me dijo que le avisara... -Está lejos, pero aura lo llamaré. -¿Podrás llamarle estando lejos? -Con la candela. El hombre barbudo pasó a Casiana un mate de sopa de harina y otro de cecinas asadas. En el momento que servía, ella se dio cuenta de que era manco. -¿Sabe, ña Casianita? El jefe se jue de viaje, bien lejos, y dejó recomendao que si algo pasaba lo llamáramos con la candela. Aura subirá Valencio a prender la fogata en la punta de este cerro, que está medio separada de los otros y se verá bien. -¿Y cuándo vendrá? -Está lejos y el camino es muy quebrao. Si alcanza a ver la fogata, llegará mañana al oscurecer o quién sabe. .. Casiana pensó que quizá todo estaba perdido. Valencio hizo un gran tercio de leños y paja, se lo echó a la espalda sosteniéndolo con una cuerda, y


partió. Casiana salió a verlo subir, pero ya llegaba la noche y el hombre curvado bajo el tercio que trepaba casi a gatas por la escarpada cuesta, desapareció pronto entre los tumultuosos pedrones incrustados en la oscuridad. Casiana volvió a sentarse al borde del lecho y aceptó la invitación de repetirse sopa y cecinas. La hoguera brillaba prodigando su grato calor y deteniendo la invasión de las sombras que, agolpadas en la boca, se empujaban pugnando por entrar a la cueva. A ratos las lenguas de fuego producían un leve rumor al alargarse y el barbón afirmaba que la candela estaba hablando y que algo iba a pasar. -¿Y cómo se llama usté? preguntó Casiana. -¿Nombre? Me dicen el Manco... Tenía la barba negra veteada de canas. Sus ojos grandes eran lentos y turbios. La nariz estaba desollada y la frente desaparecía bajo el ala gacha del sombrero. Acurrucado junto al fogón, el poncho le cubría todo el cuerpo y apenas asomaba un zapato gastado. 236 -Esta manquera me vino bien desgraciadamente. Fíjese, ña Casianita, que juimos pa un viaje, lejos, y la hacienda está encajonada en un valle caliente y un empleao nos vio y cortó camino pa avisar... Y nos recibieron muy bien preparaos, a balazos; y bien visto, no pudimos hacer nada. Yo saqué un tiro que me partió el güeso y no jue lo peor, po que tres murieron ahí mesmo. Heridos de raspetón había varios. Tuvimos que volvernos con la cabeza gacha po esa vez y extraviando caminos, como siempre, pa despistar. Y velay que me dolía mucho el brazo y se me jue hinchando. Unos decían que po el movimiento y otros que po la cólera que nos daba haber perdido, pue la cólera inflama las heridas según aseguran. Llegando pacá me curaron y yo gritaba y el brazo siguió malo y se jue negreando. Estaba podrido. Y uno, que es el que sabe cortar, y lo hace con una navaja de barba y un serrucho de obra fina, me dijo: «¿Qué quieres? ¿Podrirte todo o que te cortemos el brazo?» Yo no tenía muchas ganas de conservar la vida perra y no le respondí. Pero el jefe dijo: «Corten.» Uno me apretó la cabeza entre las rodillas y tovía me la agarró de las quijadas y otros me pescaron el brazo güeno y las piernas. Entón el cortador dijo: .«Sujeten» y comenzó a cortar. Y yo me retorcía y que bramaba y el bruto corta y corta como que era en cuerpo ajeno. Casi pierdo el sentido y cuando me soltaron ya no tenía brazo y estaba sudao como si hubiera corrido una legua. Me echaron pomadas y sané. Ese día los muy bandidos se jueron con mi brazo, riéndose, y le habían cavao sepoltura y colocao una crucecita como mero dijunto que juera. Una tempestá botó la cruz y yo no supe ónde quedó mi brazo... ¡Ah, ña Casianita, ese dolor es el recuerdo más malo de mi vida! -¡El más malo! ¿Y no ha matao? -Güeno, sí, tamién son malos recuerdos. El Manco se quedó silencioso. Casiana esperaba que siguiera hablando. -Usté seguro quiere que le cuente cómo me desgracié y lo demás... ¡Qué le voy a contar! Unos acostumbran arreglar las cosas bonito como pa hacer ver que son meros desgraciaos. Aquí nos conocemos todos y como no hay a quién caele en gracia con la bondá, se dice lo cierto. ¡Hay que oír maldades! Uno de los que parece verdá que mató por desgracia, es su marido. Pero él mesmo dice que el cuerpo se acostumbra a lo malo. Lo que me causa admiración es que manda a todos, hasta a los avezadazos y todos lo respetan y le temen. No faltará quien lo quiera matar entre la pandilla, si en especial, le dio su golpe, pero tendrá que pensalo po que tamién hay aquí unos que lo quieren como a taita. Más allá están las cuevas de los demás. Él duerme aquí acompañao de yo y Valencio. 237 Cuando nos separó pa dormir aquí, dijo: «Este Valencio es fiel y aura tovía es mi pariente: ya le he dicho. Y tú, Manco, tienes güen oído y sueño ligero y serás perro guardián. Y tamién, como eres manco, si te entra la ventolera de matarme lo pensarás dos veces debido a tu invalidez». Así venimos pa acá y a mí me gusta po que él nos convida tragos finos y tamién no estamos, con algunos demasiado asquerosos que hay en las otras cuevas. Aura quedamos los dos, pa cuidar los caballos y tamién avisar con la


candela si algo pasaba. Pero, lo que le decía, no me pregunte de mí poque soy un criminal asqueroso. Sólo Dios me perdonará si es que sabe perdonar. Y es lo que digo: Dios tiene que perdonar porque de lo contrario no juera Dios. ¿En qué se diferenciaría de la gente mala? Yo espero que pase así y creo en Dios. Otros no creen o creen demasiao. No pienso que Dios esté alministrando las cosas de la tierra; po eso hay tanta maldá. Estará arriba y aguardo vele la cara y que me perdone mis pecaos y me haga güeno... El viento comenzó a mugir, pero a la cueva no llegaba. -¿Y Valencio? El Manco hizo un relato muy largo. En suma, dijo que cuando Valencio llegó con los dos comisionados, todos decían examinándolo: “Este es un criminal feroz o un manso cordero”. No resultó ni lo uno ni lo otro. Se le dio de comer y comió hasta cansarse. Luego, aburrido de las preguntas y la observación, salió de la caverna y se fue al campo. En la noche volvió, acostándose a la entrada. El Fiero Vásquez le habló al siguiente día para que cuidara los caballos y él aceptó. Pronto aprendió a manejarlos y a ensillar y montar. Hasta en pelo comenzó a galopar por los breñales, con gran asombro de todos, que lo consideraban un incapaz. Un día, uno de los bandoleros le quiso pegar y el Fiero lo defendió. Desde ese momento le fue muy adicto. Una vez, partieron todos en viaje y se quedaron, como ahora, el Manco y Valencio en la guarida. No precisamente en ésa, sino en otra, situada a veinte leguas de allí. El Manco le dijo: «Hay que cuidar de que no suba ningún extraño». Y le explicó de qué colores eran los uniformes. Valencio le preguntó: «¿Caporal?». Él creía que todo hombre malo era caporal. El Manco le respondió que sí. Un día se presentaron dos gendarmes. Valencio, escurriéndose entre las rocas, logró acercárseles como a veinte metros y tiró una piedra al que venía delante, dándole en la cabeza. Cayó al suelo violentamente y eso asustó al caballo que iba detrás. Se puso a corcovear y Valencio corrió hacia él llegando en momento en que el segundo gendarme caía también al suelo. 238 Sacó su cuchillo y se abalanzó. «¡Valencio!», le gritó el Manco. El gendarme había perdido el rifle durante los corcovos y estaba a su merced. Valencio se quedó frente a él, cuchillo en mano, hasta que llegó el Manco. Este le dijo que había que llevarlo a la cueva y amarrarlo en espera de la resolución del Fiero. Así lo hicieron. Después enterraron al otro gendarme, a quien la pedrada había partido el cráneo, y se adueñaron de dos excelentes caballos aperados y dos fusiles más excelentes todavía. El preso les dijo que los habían mandado a explorar esos lados en busca de bandidos para que saliera después un piquete a batirlos. A los pocos días llegó el Fiero con su gente. «Ustedes -le dijo- no dan cuartel, así es que prepárate a morir.» El gendarme le suplicó: «No me mate, tengo mujer y cuatro hijos; pídame lo que quiera, pero no me mate». Entonces el Fiero le manifestó: «Si es así, cambia la cosa. Vete al pueblo y, cuando se preparen a salir contra nosotros, díselo a la señora Fulana, que tiene una chichería a la entrada del pueblo. Si me engañas, algún día nos hemos de ver». El gendarme se fue y al poco tiempo se vio que cumplía. El asunto es que el jefe se fijó en Valencio. «Ya que ha ganao su fusil, que aprenda a manejarlo», dispuso. Llegó a disparar muy bien. A todos les hacía gracia el ascenso del cuidador, menos al que le quiso pegar Habían quedado de enemigos y una hostilidad creciente los separaba y enfrentaba. Un día se insultaron. Y como el Fiero no quiere divisiones, mandó a los dos a traer los caballos. Fueron con sus cuchillos. Valencio volvió solo. Otra pelea más tuvo el mozo, con igual resultado, y desde entonces todo el mundo lo respetó. En los viajes era muy decidido, sobre todo cuando se trataba del ataque, pero resultaba un poco desprevenido en las fugas y por eso el Fiero prefería dejarlo. Cuando había que pelear con los gendarmes caporales-, pocos lo aventajaban, pues adquirió una puntería pasmosa... Casiana escuchó el sencillo relato entre exaltada, admirada y estupefacta. ¿Así que Valencio era capaz de todas


esas cosas? Ya lo suponía por lo que le oyó decir al Fiero, pero la narración del Manco le hizo comprender en toda su amplitud la vida que su hermano llevaba ahora. -Ya estará encendiendo la candela -dijo el Manco- y ojalá el ventarrón no le dé mucho trabajo... Hasta que la llama crece, la apaga en vez de avivala... La noche estaba tan negra como la anterior y soplaba el mismo viento bravo. 239 A la cueva no llegaba, pues las rocas opuestas a él lo contenían, haciéndolo rezongar con pertinaz desvelo. -¿Comemos ya, ña Casianita? -Güeno. El Manco, había sancochado papas para dar variedad a la comida, que se repetía en cuanto a la sopa y las cecinas. Después del yantar, dijo con su experiencia de hombre trabajado: Descanse, que pa descansar hay que hacelo dos veces. Casiana se encogió en su lecho y la llama de la hoguera fue dejada a su suerte. Pronto se terminaron los ya exiguos leños y solamente quedó el resplandor de las brasas. El hombre arregló sus cobijas y se tendió. Casiana tenía miedo. ¿Y si ese criminal asqueroso le hacía algo? Pero pasaban los minutos y el hombre no daba ninguna señal de inquietud. Casiana se fue tranquilizando y un sueño cada vez más pesado la envolvió hasta sumergirla en una completa paz. El hombre, entre tanto, pensaba en Casiana o mejor dicho la deseaba. Al resplandor de las brasas se veía el perfil de su cuerpo, la curva amplia y voluptuosa de la cadera, la espalda ancha, la mata del cabello. Estaba de costado, de cara a la pared de la caverna. Respiraba lentamente y el hombre, al pensar que se había dormido ya, la deseaba más todavía. Ese retiro al sueño le acicateó el deseo de posesión. ¡Pero Valencio! ¡Pero el Fiero Vásquez! Lo matarían. O tendría que matarlos primero. Y él era manco y no parecía muy seguro de que ocurriera así. No tenía revólver y con puñal cambia la cosa. Pero la mujer acaso no iba a permitir, pues debía querer al Fiero, y entonces tendría que dominarla. La mujer era fuerte, se veía, y con un sólo brazo no la podría sujetar. Qué inmensa desgracia la de ser manco. La mujer llenaba y vaciaba el aire de su pecho, de ese pecho de relieve incitante, que él había contemplado durante todo el día. Mas estaba seguro de que no iba a permitir y tampoco la podría dominar. Quizá amenazándola de muerte, pero entonces, ¿no se lo diría a Valencio y al Fiero? Su sexo le dolía y lo torturaba. Por su cuerpo corría una llama roja que comenzó a fustigarlo y hacerle dar vueltas en el lecho. Ella seguía dormida, extraña a su mudo reclamo, a la angustiada espera de su carne, a la vigilancia enconada de su sexo despierto. La odiaba y la deseaba. La cadera henchía su amplitud propicia y sin embargo negada para él, que era un desgraciado, acaso el más desgraciado de todos, manco y sin poder tomar, así fuera a malas, su presa de voluptuosidad, de ese goce entrañable que hace del hombre un ser eternamente vencido y vencedor. 240 Si él consiguiera expresar todas estas cosas. Si Casiana le pudiera entender. Ella se negaría y, a lo peor, se ponía a dar gritos llamando a Valencio. El perro se había marchado con Valencio. Tendría que matarla, que matarlos acaso. Y al Fiero también, No era hombre de torturas el Fiero, pero podía comenzar con él ahora. ¡Forzarle o matarle la mujer! Era mucho. Él había dicho, precisamente, que no llevaba mujer para sufrir igual que todos. Por eso les daba licencia cada quince días, cada mes. Los bandidos tenían sus mujeres por los poblachos, por las haciendas. El Manco no aprovechaba la licencia porque no tenía mujer. ¿Quién iba a querer a un manco? Sobraban hombres enteros para abrazarse y amarse. Ya no lo llevaban a los asaltos por inútil y no tenía oportunidad ni siquiera de amedrentar a una mujer. Y la mujer era una buena cosa que encerraba en su entraña una torrencial alegría. Ella continuaba durmiendo y hubiera querido despertarla bajo el dominio de su brazo y poseerla y huir. Pero no, no podría dominarla. Y cada vez más la idea de Valencio y el Fiero se borraba, desaparecía y sólo quedaba el hecho de un cuerpo de mujer y de su salvaje y neto deseo, de ese anhelo metido en la carne como una


llama fustigante, alerta, ávida. Si le oponía resistencia tendría que amedrentarla. Sacó su cuchillo y comenzó a resbalarse: ¡Qué largo era el tiempo de la espera! Ya sentía más próxima su respiración. Mas en ese mismo largo tiempo un ruido sordo, repetido, se arrastró cerro abajo y pasó junto a la cueva y se perdió en el fondo. Era una galga. Sin duda Valencio pisó una piedra floja y la desprendió. Y avenía, pues. Quién sabe se encontraba muy arriba todavía. Acaso. Pero la nueva impresión se había cruzado en el camino de las anteriores, amortiguándolas. Ahora surgían de nuevo las figuras vengadoras de Valencio y el Fiero. Y sobre todo, la duda de no poder dominarla y perderlo todo sin haber logrado nada. Presa de una súbita resolución, el Manco guardó el cuchillo y salió de la cueva. El viento le golpeó el cuerpo y se fue calmando. Ahora le parecía ya que estuvo a punto de cometer una locura. Pero tampoco deseaba volver a la caverna mientras no llegara el hermano; temía, odiaba y deseaba aún el cuerpo dormido frente a su soledad. Al poco rato llegó Valencio. -¿Qué haces aquí? -le preguntó extrañado. -Como rodó una piedra, salí a ver si te pasaba algo. -Nada -terminó Valencio. Y ambos, seguidos del perro, entraron a la cueva. 241 Durante toda la tarde del día siguiente esperaron al Fiero Vásquez. No llegó. Casiana, mientras tanto, aprovechando la autoridad que le daba ser la mujer del Fiero, o por lo menos una de ellas, revisó sus cosas y se puso a zurcir la ropa vieja y a pegar botones, con una aguja que llevaba prendida en la copa del sombrero e hilo que encontró por allí. No había muchas cosas más de las que vio la primera madrugada. Salvo otros fardos y algunas mantas colocadas sobre ellos. Y un largo baúl forrado en cuero, al que Casiana imaginó muy rico y en todo caso muy misterioso. Valencio le dijo: -No hay plata... Y el Manco aclaró: -Ña Casianita, la plata se la guarda onde no haiga ladrones... La noche iba pasando también y el Fiero no llegaba. Mantuvieron el fuego hasta muy tarde, esperándolo, y nada daba razón del más remoto galope. El perro oteaba inútilmente incitado por Valencio. Casiana tenía pena y decía una vez más a sus acompañantes que la comunidad estaba en peligro y que ella había ido a decírselo al Fiero, quien se lo recomendó de modo especial. -Ojalá llegue -exclamó el Manco. La candela seguía hablando. Iban a apagarla ya, pero la mujer pidió aguardar un momento más. Sería la medianoche cuando el perro se inquietó y ladró. A poco escuchóse el rumor de bestias al galope. En un momento más sonaron pisadas, relinchos y voces al pie del cerro. Ya estaban ahí. A Casiana le brincaba el corazón. Valencio y el Manco bajaron a encontrar a su jefe, quien, noticiado de la presencia de Casiana, trepó la pendiente a grandes zancadas. -¡Casiana! Se abrazaron. El Fiero preguntó por la comunidad y Casiana le refirió lo que sabía. -Así que dos días... ayer, hoy... mañana sería la cosa... -Sí. Mañana es catorce. -Eso, pal catorce dijieron... -¿Y piensan resistir? Doroteo... -Los dejé en asamblea. Doroteo y Jerónimo y otros hablaron desde antes para resistir y pensaron llamarte... El Fiero bajó y se puso a dar órdenes a su gente. Casiana no escuchaba bien las palabras, pero sí el acento. Era el acento del mando, el claro y autoritario acento que distinguía al Fiero de los demás hombres. Luego subió acompañado de Valencio. -Casiana, saldremos temprano. Hay que descansar los caballos y dales de comer un poco. Hemos caminao un día y este pedazo de la noche... Nos faltan caballos, tenemos pa cambiar sólo a los más remataos... 242 Abrió el baúl y se puso a sacar fusiles y balas. Ahí estaba el Fiero, negro de vestiduras y con un galope de quince leguas metido en el cuerpo, pensando ayudar a los comuneros. -Hay que cambiar los fusiles que ya no valen mucho y repartir más municiones. Después llamó al Manco a grandes gritos. Cuando éste apareció, le dijo: -¿Quieres ir vos también? No puedes apuntar, pero peliarás con machete si se trata de hacer una atacada... -Güeno, jefe -respondió el Manco. Ensilla un caballo fresco, entón. Oye, ¿y qué dice la gente? -Resuelta, y unos dicen que la bala


es cosa de hombres y no de señoritas... -Será una güena danza con caporales y gendarmes. Andate y mete un poco de leña a la candela... ya me entiendes... El Fiero y Valencio se pusieron a. revisar los fusiles, terminando por colocarlos contra la pared. Luego, por cada hombre, contó el Fiero cien balas de máuser, de wínchester y malinger. Disponía de una surtida colección de armas esa banda perdida en las cresterías de los Andes. Abajo sonaban relinchos y gritos. El Fiero extrajo de un fardo un par de zapatos relucientes que obsequió a Casiana, y luego bajó a la hoyada. Casiana se probó los zapatos y se veían muy bien brillando a la luz de la hoguera, pero el zonzo de Valencio nada decía... En esos momentos sí que resultaba zonzo Valencio, porque cualquiera se fija en unos zapatos tan bonitos y no en correas de montura que es lo que arreglaba. De abajo venían los ecos de la hermosa voz, profunda, autoritaria y cálida. Por último todo calló, como si se hubiera puesto a contemplar el nacimiento del día. Las prietas rocas fulgían con la luz creciente. Gritó el Fiero y Valencio, cogiendo los fusiles, salió al día. Luego subieron el mismo Valencio y el Manco, que se llevaron las dos monturas y caronas, y otros que se echaron las balas a los bolsillos o en una bolsa de cuero. A Casiana le parecieron muy feos y toscos. Por fin subió el mismo Fiero y dijo a Casiana: «Vamos». Tuvo que cogerla de la mano para que pudiera bajar por el pedregoso sendero, pues Casiana no estaba acostumbrada a los zapatos y resbalaba continuamente. 243 Montó el Fiero en su Tordo, el alto y fuerte caballo negro, y subió a Casiana sobre la cabezada de la montura. Los bandidos montaron también. La impresión de tosquedad y fealdad que produjeron a Casiana los que fueron a recoger las balas, aumentó viéndolos en conjunto. El Fiero Vásquez, con sus cicatrices, sus lacras y su ojo de pedernal, así con la faz desfigurada, tenía menos dramatismo en el rostro que esos hombres de cara íntegra, en la cual nada disimulaba los estragos de la intemperie, el odio y la angustia. Los ojos eran muy sombríos y turbios y arrugas profundas determinaban rictus de desesperanza, de fiereza, de embrutecimiento y amargura. Los que lucían barba escondían bajo ella algo de una tortura que asomaba a los ojos siempre. Todos tenían fusiles a la cabezada de la montura y estaban emponchados, menos el Manco, quien se había quitado el poncho y, jactándose de estar listo para entrar al combate, sujetaba la rienda con las muelas en tanto que con la diestra blandía un largo machete. La manga inútil de la camisa era agitada por el viento con cruel ironía. -Valencio, reparte un trago -ordenó el Fiero. Sin desmontar, Valencio sacó de su alforja dos botellas de aguardiente que pasaron de mano en mano y de boca en boca, hasta que fueron arrojadas por el aire y estallaron en mil pedazos sobre las piedras. -¡Listos! -preguntó y ordenó la voz poderosa. -Listos -respondieron varias. El Fiero partió seguido de Valencio, y detrás se alinearon veinte hombres sombríos y resueltos. El sol les caía ya sobre las espaldas y toda la puna había surgido de la noche con sus enhiestas cimas oscuras y sus pajonales amarillos. -Lo que me extraña -decía el Fiero sobre los oídos de Casiana, al mismo tiempo que le pasaba el brazo bajo los senos para sujetarla, pues el trote de Tordo era violento en el sendero lleno de altibajos-, lo que me extraña es que el juicio acabe tan luego. Uno que viene atrás al que le decimos el Abogao, pue ha estao tres veces en la cárcel, cuatro años en la Penitenciaría y sabe mucho de leyes, ése me estuvo hablando anoche. Dice que se ha podido apelar... Casiana no entendía tales cosas y dijo, cambiando de tema: -Pené mucho po estos cerros la otra noche. Casi me muero de cansancio y mareos... ¿Mareos? -Sí. -¿Te ha pasao eso antes? 244 -No. -Entón, a lo mejor estás preñada... -Será... Pero el pensamiento del Fiero volvió a sus preocupaciones del momento. Miró a sus hombres notando que algunos, debido al cansancio de los caballos, se retrasaban. -¡Apuren! Hay que llegar luego -gritó. Los bandidos, chicoteando a sus bestias, se acercaron pronto. Algunos se


habían levantado el ala del sombrero, dando a su continente un aire de reto. Trepidaba la tierra bajo el trote violento. Los comuneros padecieron todos los tormentos del éxodo. No era un dolor del entendimiento solamente. Su carne misma sufría al tener que abandonar una tierra donde gateó y creció, donde amó con el espíritu de la naturaleza al sembrar y procrear, donde había esperado morir y reposar en el panteón que guardaba los huesos de innumerables generaciones. Durante dos días seguidos, hombres, mujeres y niños transportaron sus cosas del caserío a. la meseta Yanañahui, sobre los propios hombros y ayudados por los caballos, los asnos y hasta por los bueyes y vacas, que llevaban atados sujetos a las cornamentas. Esos días, los crepúsculos estuvieron muy rojos, y Nasha Suro dijo que presagiaban sangre. El día 14, tomaron por última vez el yantar en torno a los fogones que sabían de su intimidad y después partieron llevándose los pocos bienes que faltaban trasladar: algunas ollas y mates, frazadas en envoltorios que remedaban vésperos, tal o cual gallina que no se dejó coger antes. Por el caminejo en donde Rosendo encontró la culebra, se desenroscaba, para desaparecer entre las cresterías pétreas del Rumi, un largo cordón multicolor de ponchos y polleras. Un asno de amplia albarda transportaba la imagen de San Isidro, que iba de espaldas mirando al cielo, y otro la legendaria campana de nítida voz. Al descenderla había caído violentamente, resonando con lúgubre tañido. Era ésa una extraña procesión, silenciosa y apesadumbrada, en que los fieles volvían vez tras vez la cabeza para mirar el caserío amado. Las casas parecían invitarlos a regresar, lo mismo que las pequeñas parcelas sembradas de hortalizas, y la capilla abierta, y la escuela de muros desnudos que clamaban por techo. 245 Todo llamaba al comunero: los rastrojos de las chacras de trigo y maíz, y el cerro Peaña y los potreros, y la acequia que llevaba el agua, y los caminos solos y la plaza ancha, y la sombra de los eucaliptos. ¿Quién no tenía un recuerdo, muchos recuerdos queridos que correspondían también a un lugar, a aquella pirca, a esta pared, a ese herbazal, a aquel tronco? La vida entera se dio allí con la amplitud y la profundidad de la tierra y con la tierra se quedaba el pasado, porque la vida del hombre no es independiente de la tierra. ¡Y había que buscar en otra, alta y arisca, la nueva vida! El pensamiento lo explicaba: y mandaba, pero el corazón no podía sustraerse a la tristeza desgarrada y desgarrante del éxodo. -¡Adiós! Los ojos de las mujeres se cuajaban de lágrimas y la boca de los hombres de maldiciones. Los niños no comprendían claramente, pero veían la plaza en la cual solían jugar y llamar a la luna, y también tenían pena. El caserío quedaba muy solitario ya y únicamente al pie de los eucaliptos, bajo la sombra, se agrupaban cinco jinetes: el alcalde y los cuatro regidores. Ellos también veían, y de modo más próximo, la patética tristeza de las casas vacías y los campos sin hombres ni animales. La tierra parecía muerta. El pueblo, el buen pueblo comunero, trepaba lenta y penosamente, llevándose sobre las espaldas, curvadas de pena y de cuesta, una historia tronchada y reacia a morir como los grandes árboles talados cuyas hojas ignoran durante un tiempo los estragos del hacha. Ya había entrado el día cuando los últimos comuneros se perdieron entre las peñas del cerro Rumi y no pasó mucho rato sin que aparecieran por la cuesta del camino al pueblo, el gamonal y su cohorte. Don Álvaro hizo su entrada al caserío entre el subprefecto y el juez, lo seguían uno de sus hijos e Iñiguez y detrás, para sorpresa de los comuneros, estaba el propio Bismarck Ruiz con los gendarmes y caporales. La cabalgata avanzó a trote corto, llena de circunspección y dignidad. Alcalde y regidores echaron a caminar, encontrándose con la comitiva en media plaza. Saludaron a las autoridades. Y don Álvaro: -¿Por qué no me saludan, indios imbéciles, malcriados? El hacendado lucía un valor rayano en la temeridad cuando a sus espaldas había gente armada. Y


siguió: -Ya estaba en conocimiento de su fuga al pedregal ese, dejando la tierra buena, para no trabajar. ¡Holgazanes, cretinos! A ver, señor juez, terminemos de una vez porque se me descompone la sangre... 246 En ese momento hizo su entrada triunfal Zenobio García, al galope, armado de carabina y seguido de dos jinetes que también la tenían. En su calidad de gobernador del distrito de Muncha, acudió a resguardar el orden durante la entrega. Al primero que saludó fue a don Álvaro Amenábar, pero éste, que se hallaba molesto debido a las seguridades, ahora fallidas, que le dio Zenobio de que los comuneros permanecerían en el caserío, no le contestó. Juez y subprefecto, adulando al hacendado, hicieron lo mismo cuando les dirigió los buenos días. El gobernador quiso tomar rápida venganza y saludó a los comuneros, pero ellos tampoco le contestaron. Iñiguez, Bismarck Ruiz y los caporales ahogaban irónicas risas. -Vamos, señor juez, terminemos -volvió a decir don Álvaro. El juez leyó, con voz solemne y todo lo clara que le permitía su garganta irritada por el viaje, una larga y farragosa acta. Bismarck Ruiz se había situado junto a los comuneros y la escuchaba preocupado de la exactitud, como se lo hacía notar a Rosendo dándoles tal o cual indicación en voz baja. Un círculo entre azul y verde de gendarmes y gris de caporales, rodeaba a los notables. La ceremonia llegó al ridículo cuando don Álvaro, en señal de dominio, tuvo que bajarse del caballo y revolcarse en el suelo. Lo hizo poniendo una cara seria y cómica y se levantó sacudiéndose el polvo que le maculaba la blancura del vestido. Bismarck Ruiz firmó en nombre de los comuneros y ellos tomaron el camino a Yanañahui a trote largo. Zenobio García y sus hombres, que no sabían qué actitud adoptar ante esas gentes inusitadamente hurañas, se fueron también, aunque bastante mohínos y cabizbajos. -¡Al fin terminamos con esto! exclamó don Álvaro. Y estrechó la mano de su «defensor», el notable jurisconsulto Iñiguez, a quien correspondían ostensiblemente los laureles de la victoria. En seguida, dejando un poco de lado al subprefecto y al juez, que ya hablan cumplido sus tareas, el hacendado llamó a Iñiguez y los dos jinetes salieron del caserío para detenerse en una eminencia. -Ya ve usted dijo don Álvaro, señalando los cerros que se alzaban al otro lado del río Ocros-, allí está la mina y ésa es la hacienda que quiero comprar. 247 Si no me la venden habrá que litigar, pues unos pobres diablos se van a oponer porque sí al progreso de la industria minera, que tiene tanto porvenir... -¡Mucho, mucho porvenir! -exclamó Iñiguez. -Y bien, ya le he dicho que necesito brazos. La indiada de esa hacienda es numerosa y como los dueños, los Mercado, no son gente que pare, me la venderán. Estos indios comuneros me han jugado una mala pasada, pero creo que no faltará medio de reducirlos... -Justamente, ahora sobrarán esos medios. -Mi amigo, seré poderoso y senador. Aunque por el momento, quisiera lanzar de diputado a Oscar para ir metiendo una cuña. Le veo muchas condiciones, pues este juicio me las ha revelado. Él supo darse maña para neutralizar a Bismarck Ruiz, a los otros tinterillos y aun al mismo Jacinto Prieto, a quien creía un hombre serio y encuentro un chiflado. ¿No le parece que Oscar tiene condiciones para diputado? Además, toma sus copitas, es sociable y ameno charlador y hasta podrá pronunciar buenos discursos... -Efectivamente, ¡tiene muchas condiciones! -exclamó de nuevo Iñiguez. Entre tanto, el Fiero Vásquez y su gente pasaron los cerros de El Alto y al avistar la meseta de Yanañahui comprendieron que la situación era completamente distinta de la que esperaban. Hombres y ganados estaban esparcidos por la llanura con esa confusión propia de las llegadas. Doroteo Quispe y algunos gritaron: «¡Ahí vienen!», corriendo hacia los jinetes. Al encontrarse, el Fiero bajó a Casiana ordenándole que se fuera donde Paula y entró a conversar sin más preámbulos con Doroteo. Las explicaciones fueron breves. -¡Vamos, puede que toavía no sea la entrega! -Vamos. Tras la cabalgata marchaban Doroteo Quispe, Jerónimo Cahua,


Artemio Chauqui y diez más. Tenían sus machetes y sus hondas. Porfirio Medrano se les unió armado de su viejo rifle. Cruzaron la meseta y surgieron sobre las breñas, perfilados por el sol, justicieros y tremendos, haciendo olvidar que hasta poco antes eran un puñado de hombres de oscuro destino. El Fiero se reprochaba íntimamente no haber llevado los pocos fusiles que le sobraban, y era que, por rutina, sólo pudo pensar en su banda. He allí que ahora iba a defender a su modo una causa de justicia. No tenía en la cabeza muchas explicaciones que darse. Recordaba solamente el dolor de su propia vida. ¡Ah, pero ahí estaban ya los mandones! 248 Detúvose a contemplar, y comuneros y jinetes se agruparon en torno suyo. «¡Vamos, vamos!», gritaba el Manco. Rosendo Maqui subía acompañado de los regidores. Fueron a su encuentro, galopando espectacularmente por el sendero angosto y pedregoso. Abajo, gendarmes y caporales habían desmontado esparciéndose por la plaza. No faltaban los comentarios irónicos sobre la ausencia del Fiero Vásquez. Y el Fiero ya bajaba, al trote, y ya se detenía frente a Rosendo Maqui. En ese momento alguien dio la alarma en el caserío y todos montaron, preparándose para cualquier emergencia. El hacendado y el jurisconsulto, avisados por el ajetreo, regresaron precipitadamente de la loma donde se hallaban. Arriba, muy alto, en una saliente de roca, los jinetes recortaban sus rudas y confusas siluetas sobre el cielo. El Fiero Vásquez y Rosendo discutían. -Pero ya entregamos, el mesmo Bismar Ruiz ha firmao po nosotros... -¿Qué? Deben saber que ese perro los ha traicionado. Ahí viene el Abogao y él dice que pudo presentar apelación. -Güeno, pero ponte que triunfáramos aura; vendrá tropa de línea y nos arrollará. A las altas rocas del Rumi se había asomado la comunidad en masa a contemplar los acontecimientos. Rosendo prosiguió: -Matarán a toda esa gente y ya ha muerto mucho, mucho indio, inútilmente. -No, Rosendo, no es inútilmente. La sangre llamar, a la sangre y el cuchillo corta a veces al que lo empuña si es que lo maneja mal... -Será, pero aura no me comprometas. La asamblea acordó no resistir y yo cumplo... El Manco, que había guardado el machete, manejaba a su caballo con la diestra, haciéndolo caracolear a pique de rodarse a la vez que gritaba, ebrio de coraje y jactancia: «¡Vamos, vamos!» -Ey, Manco, serénate -ordenó el Fiero. Y Rosendo: -Vos me creerás cobarde. A veces se necesita más valor pa contener un golpe que pa dalo... -No; ustedes tendrán sus razones y yo no voy a pelear si no quieren. No puedo exponerlos contra su gusto. ¿Qué dicen, regidores? Goyo Auca respondió por todos: -Lo mesmo que Rosendo... 249 Los caporales y soldados se abrieron formando una larga línea a lo largo de la Calle Real. Don Álvaro estaba con su hijo y con Iñiguez, detrás de los, eucaliptos. Bismarck Ruiz y el juez se habían metido a la capilla. El subprefecto y el teniente de los gendarmes, en media plaza, miraban con un largavista, prestándoselo. La mancha negra del Fiero Vásquez aparecía clavada en el centro del anteojo. Ojalá bajen -decía el teniente- esas filas nuestras están provocativas. Al asunto lo he metido en la casa del alcalde, con bestias y todo... Ahora están muy alto y lejos. Entre las peñas se nos escaparían... Se notaban los ademanes que hacía el Fiero al discutir con Rosendo. Parecía que no iban a atacar. Al contrario ya se marchaban. Ciertamente, el Fiero terminó: -Entón, vámonos pa que no crean que les preparamos algo... Volvieron grupas y tomaron la cuesta de mala gana. El Manco iba al último vociferando que deseaba pelear solo. Algunos bandoleros comenzaron a reírse. Una mujer corría, bajando por el sendero. Cuando estuvo más cerca se pudo oír que lloraba. Llegó al fin junto a Rosendo y dijo: -¡Taita Rosendo!, ¿ónde está Mardoqueo? Creía que estaba contigo, pero no lo veo. Ayer se la pasó mascando su coca y más callao y agestao que los otros días. Po eso tengo miedo. ¿Onde está? ¿No lo has visto? ¿No lo han visto?. Miró a todos, buscando a Mardoqueo. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas y frunció su cara morena en una


mueca muy amarga. Los hombres tuvieron una súbita sospecha y miraron hacia abajo. Amenábar y su gente se iban también, seguramente para no forzar una situación de pelea. Por ningún lado podía verse a Mardoqueo. De repente, Antonio Huilca dijo: «Ahí está». Había un bulto oscuro, agazapado sobre una de las peñas que bordeaban el camino al entrar al arroyo Lombriz. Todavía era un poco ancha la ruta y marchaban por delante el subprefecto y varios gendarmes, más atrás dos caporales y en seguida don Álvaro e Iñiguez escoltados por los restantes. No sospechaban la presencia de un hombre solo entre esas peñas. Los que miraban comprendieron la intención de Mardoqueo. Delante de él había una gran piedra. Pero estaba muy lejos, así fuera sólo para gritarle. Su mujer, no obstante, se puso a llamarlo angustiosamente. «¡Mardoqueo! ¡Mardoqueo!» Eeeoooo..., eeeoooo... -repetían los cerros. 250 La gente de Amenábar seguía avanzando. El hacendado decía al defensor: -¿Ya ve usted lo que son de flojos los indios? -Tanto como los bandoleros. Apenas vieron la cosa seria, se regresaron. No se atreven sino con la pobre gente indefensa -sentenció Iñiguez. -Óigalos usted ahora, esos gritos... Sin duda nos insultan y maldicen. La lengua es arma de cobardes... -Cierto, mi señor... El subprefecto y sus gendarmes cruzaron el arroyo haciendo crujir los pedruscos. Ya entraban a él los dos caporales. El hacendado e Iñiguez quedaron a pocos pasos de la peña. Ecee-oooo... eeeoooo… El bulto se movió. Al pie de él estaba ya el hacendado. Un rudo esfuerzo, y la gran piedra saltó de la peña al camino. El cráneo de Iñiguez sonó al golpe y el pedrón cayó al suelo entre caballo de éste y el de don Álvaro, que dieron una violenta estampida, corriendo luego hacia adelante La escolta se paralizó lanzando un «oh» largo al ver el salto gris de la piedra y la caída de Iñiguez, al sesgo. Dio en tierra casi junto a la roca, con el cráneo roto y manando sangre, exánime. El subprefecto y sus hombres voltearon al oír el grito, un caporal detuvo el caballo de Iñiguez que corría desbocado y don Álvaro logró también sujetar el suyo. Eee-oooo... eee-oooo… «¡Lo mataron con galga!», fue la voz que resonó entre los caporales y gendarmes. El subprefecto dio orden de trepar la cuesta y ya lo hacían, distinguiendo a Mardoqueo, retumbaron los tiros y Mardoqueo, corría entre las rocas y matorrales como si hubiera estado sorteando las balas, pues no era herido por ninguna. Eeeoooo... eeeooo...De repente, cayó. Seguían los tiros. Pudo incorporarse y correr aún. Cojeaba. Tenía una pierna rota. Los comuneros de Doroteo Quispe y los bandidos del Fiero Vásquez rugían: «Vamos, vamos». «Nadie se mueva», gritó el Fiero. «Nadie», gritó Rosendo. Era que de un caballo habían bajado un trípode y ahora un arma nueva comenzaba a barrer la cuesta. Mardoqueo cayó. Ladraba la metralla levantando polvo al destrozar un muerto. Pero el Manco, sin ver ni saber, se había lanzado ya cuesta abajo, haciendo restallar injurias como latigazos, a todo el galope de su caballo. Casiana jamás habría sospechado que ese hombre era el inválido a quien vio sentado tranquilamente junto a una hoguera, por mucho que ahora la manga de su camisa, flotando al viento desde el hombro mutilado, parecía hacer señas. 251 La ametralladora se había silenciado ya. Al principio, la gente de Amenábar creyó que el jinete era tal vez un parlamentario. Mas cuando el Manco llegó a la Calle Real dio un feroz alarido y, cogiendo otra vez las riendas con las muelas, sacó su machete blandiéndolo luminosamente al sol. La ametralladora estaba sobre una peña y viró su cañón: «¡Fuego!», gritó el teniente. Una ráfaga de balas hizo rodar a caballo y jinete y se encarnizó un momento sobre ellos mientras el eco estremecía los cerros. -¡La que nos tenían guardada! -dijo el Fiero. Un silencio mortal, interrumpido solamente por los sollozos de la mujer de Mardoqueo, cayó sobre las breñas del Rumi. La gente de Amenábar rehizo sus filas, el cadáver de Iñiguez fue amarrado de bruces sobre su caballo y prosiguió la marcha. Cuando la lenta cabalgata se perdió entrando a la puna,


comuneros y bandidos bajaron a recoger sus muertos. 252 CAPÍTULO 9 TORMENTA Los cerros que rodeaban la llanura de Yanañahui alzaban hacia el ciclo desnudas rocas prietas como puños amenazantes, como bastiones inconmovibles, como torres vigías. O las fraccionaban simulando animales, hombres o vegetales. En todo caso, mostraban un retorcimiento patético o una firmeza que parecía ocultar algo en su mudez profunda. Las faldas más bajas estaban llenas de pedrones y guijas, entre las cuales crecían el ichu silbador y achaparrados arbustos verdinegros. Hacia un lado de la planicie, pegada a la peñolería que miraba a Muncha, espejeaba con su luna de azabache la laguna Yanañahui, que quiere decir ojo negro. Era ancha y profunda y junto a las peñas hacía crecer un totoral verde y rumoroso, donde vivían patos y gallaretas. El cerro Rumi, como ya hemos dicho, se partía, brindándole un cauce de desagüe no muy hondo. En el otro extremo de la planicie, en un terreno un poco más alto, estaban las ruinas de las casas de piedra, y un viento contumaz que soplaba entre sus grietas ayudaba a llorar a los espíritus de los pobladores. El viento entraba por el sur, bordeando las peñas de El Alto, al pie de las cuales se humillaban las crestas que lograban prolongar, avanzando desde el lado fronterizo, el cerro Rumi. Entre las ruinas y la laguna se extendía una ancha meseta de alto pasto y retaceada también de totoras. En verano estaba seca, pero durante el invierno se inundaba, pues la laguna no alcanzaba a desaguarse por el cauce y rebasaba su plétora sobre la pampa, haciéndola así inapta para el cultivo. En otros tiempos, un alcalde progresista quiso ahondar la brecha de desagüe, pero corrió la voz de que el espíritu de la laguna, en forma de una mujer negra y peluda que llevaba pedazos de totora sobre los cabellos, había surgido para oponerse a ese intento. 253 Era laguna encantada la de Yanañahui. También se decía que una pata de oro seguida de muchos patitos del mismo metal, salía en algunas ocasiones a las orillas para tentar a los que la vieran y luego correr con su camada al agua y estar allí, dando vueltas casi al alcance de la mano, a fin de que los codiciosos entraran y se sumergieran. También hablaba la laguna con una especie de mugido. Era encantada, pues. Por lo demás, en el derruido poblacho circulaban malos aires, ánimas de difuntos y el famoso Chacho, espíritu avieso que mora en las piedras de las ruinas y es pequeño y prieto, con una cara que parece papa vieja. Chupa el calor del cuerpo y le sopla el frío de las piedras, produciendo una hinchazón casi siempre mortal. Digamos nosotros, por nuestro lado, que esas ruinas sin duda eran el producto de la ordenanza real de 1551, que impuso a los indios que residían en las alturas muy ariscas, abandonarlas para radicarse en valles y hondonadas donde estuvieran más al alcance de los encomenderos. La vida de esos hombres de altura estuvo determinada por el cultivo de la papa y la quinua y la presencia del llama y la vicuña -animales de altiplanoque proporcionaban lana y carne, a la vez que su fuerza para el carguío. Naturalmente que durante el incario también residieron indios en zonas templadas y cálidas. El cultivo preferencial del maíz, que no medra en la misma jalca, y el de la coca, de clima tórrido, prueban su presencia en estas regiones. Tal, vez, pues, el caserío de Rumi tenía como antepasado al poblacho de Yanañahui, sin que dejase de existir la posibilidad de que los comuneros estuvieran ya establecidos allí y los de la altura fueran obligados a ir a otro sitio. Esta hipótesis resulta más probable, pues, de ser esclavizados, los hombres del caserío no habrían podido mantener su régimen de comunidad. De todos modos, afrontaban una situación nueva. La incorporación del trigo y del caballo, la vaca y el asno a la vida del indio, ha vuelto al del norte del Perú -región con más variedad de zonasun hombre que vive de preferencia en el clima medio, sin que deje de incursionar a la jalca para sembrar la papa. El trigo, tanto como el maíz, mueren con las heladas de la puna, y los caballos, vacas y asnos se


desarrollan poco, debido al rigor del clima y el escaso valor nutritivo de la paja llamada ichu. Los comuneros de Rumi subieron, pues, a una zona que era hostil a su vida y además estaba cargada de ancestrales misterios. 254 Se instalaron en las faldas de Rumi, echando los ganados a la pampa. Nasha Suro, sin miedo al Chacho y seguramente en connivencia con él, quedóse en una habitación de las menos ruinosas que pudo encontrar entre el abatido poblacho. La situación de Nasha, si hemos de seguir ocupándonos de ella, era de franca decadencia. Los comuneros habían recibido una prueba práctica de la ineficacia de sus brujerías. No, no era tan fina como se pensaba. Dar yerbas para esta o aquella enfermedad, cualquiera lo hace. Lo importante habría sido derribar al gamonal maldito. Inútilmente Nasha se había encerrado en su cubil del caserío para dar una impresión de misterio aun después de su fracaso. Inútilmente había presagiado sangre con éxito. La desgracia colectiva, simbolizada por la existencia del hacendado, era más grande que todo eso. Y Nasha no había podido con él. Estaba allí, pues, entre ruinas de piedra y de prestigio y, si no la olvidaban del todo y algunos esperaban aún que se hiciera temible con el apoyo del Chacho, no recibía la atención debida a su rango. Antes, el primer techo armado por los comuneros habría sido el de su pieza. Ahora levantaban casas enteras y su cuarto continuaba abierto al rigor del sereno y, lo que era peor, luciendo una indiscreción impropia de los ocultos ritos. Un misterioso atado, que ella misma cargó, esperaba mejores tiempos en un rincón lleno de moho. Nuevas casas de paja y piedra comenzaban a equilibrar su pequeñez en las faldas de Rumi. Si bien la piedra y la paja abundaban, la madera para la armazón del techo era muy escasa y había que traerla al hombro, pues las yuntas no podían operar en el áspero terreno, desde los sitios en que la Quebrada de Rumi hacía crecer paucos y alisos, y de otras profundas y distantes cañadas. Los hombres parecían hormigas portando sus presas de horcones, cumbreras y vigas sobre las abruptas peñas. Ya habría ocasión de hacer casas mejores. Ahora era necesario tenerlas de cualquier modo porque el invierno se venía encima. Pasaban los días. Comenzaron a caer las primeras lluvias... Y el indio, con sencillez y tesón, domó de nuevo la resistencia de la materia y en la desolación de los pajonales y las rocas, bajo el azote persistente del viento, brotaron las habitaciones, manteniendo sus paredes combas y su techo filudo con un gesto vigoroso y pugnaz. Los comuneros comenzaron entonces a barbechar las tierras mejores, que eligió Clemente Yacu en los sitios menos pedregosos. Con todo, los arados llegaban a hacer bulla al roturar la gleba cascajosa, y las rejas que aceró Evaristo o don Jacinto Prieto -se sabía que continuaba en la cárcel- pronto se quedaban romas. 255 Pero ya macollaría un papal y, en el tiempo debido, extendería su alegre manto de verdor en la ladera situada al pie de las casas. Echarían quinua por cierto sitio de más allá, donde la tierra también triunfaba, en un largo espacio del roquerío. Sería hermoso ver ondular el morado intenso del quinual. En fin, que también sembrarían cebada, ocas y hasta ollucos y mashuas. Todo lo que se diera en la jalca. Semilla de papas tenían, que las cultivaron al otro lado, en las faldas situadas más arriba de la chacra de trigo. Grupos de comuneros fueron a comprar la de las otras sementeras a diferentes lugares de la región. Se araba y se iba a sembrar. La vida recomenzaba una vez más... Ese de Yanañahui y sus contornos era un país de niebla y viento. La niebla surgía de la laguna y del río Ocros, todas las mañanas, tan densa, tan húmeda, que se arrastraba pesadamente por toda la planicie y las faldas de los cerros antes de decidirse a subir. Lo hacía del todo cuando llegaba el viento, un viento rezongón y activo, que tomaba cortos descansos y no se iba sino pasada la media noche o en las proximidades del alba. Parecía entenderse con la niebla o por lo menos darle una oportunidad, pero a veces se encontraba sin duda de mal humor y llegaba desde temprano a


sus dominios. Entonces reventaba a la niebla contra las rocas, la deshilachaba con zarpazos furiosos y la barría de todos los recovecos hasta expulsarla cumbres arriba. La niebla huía por el cielo como un alocado rebaño, pero después criaba coraje y se afirmaba y reunía amenazando con una tormenta. Estas observaciones estaba haciendo Rosendo una mañana, mientras desayunaba su sopa y su cancha junto al tosco muro de su nueva vivienda.. Además, había vuelto a ver a Candela, a su pequeño nieto y a Anselmo, cuya existencia no había notado en los últimos días. ¡Vaya! Después de mucho tiempo, un sentimiento alegre se asomó a su corazón con la lozanía ingenua de la planta que recién mira entre los terrones. Así estaban mirando también las siembras. Ya aparecían entre la negra tierra pedregosa y se disponían a vivir imitando la pertinacia de sus cultivadores. Un corral de ovejas y otro dé vacas crecían también con paredes apuntaladas a rocas verticales. Había mucho que hacer. Los repunteros, y especialmente Inocencio, tenían que bregar para que las vacas y caballos no se volvieran a los potreros de su querencia. 256 Era cuestión de vigilarlos y retenerlos hasta que se acostumbraran al nuevo pasto y al clima frígido. Se sabía que el caporal Ramón Briceño estaba ya instalado en el caserío con la misión de impedir que pastaran en los potreros ganados que no fueran de Umay. La luna se puso blanca y redonda y una noche se desnudó el cielo de nubes y la luz cayó abarcando todos los horizontes. Rosendo acechaba una oportunidad como ésa para subir a Taita Rumi, hacerle ofrendas, inquirir a la coca en el recogimiento de la catipa y preguntar al mismo cerro por el destino. Trepó, pues, llevando al hombro la alforja llena de coca, panes morenos y una calabaza de chicha guardada desde el tiempo de la trilla. En los últimos días, Rosendo había gozado nuevamente del cariño y el respeto unánimes de la comunidad. Su prudencia y sus medidas fueron aquilatadas en todo su valor. La triste suerte de Mardoqueo y el Manco bajo los tiros de un arma tan poderosa, contribuyeron también a que no surgieran reproches ni de parte de los mismos belicistas. Esos muertos fueron los últimos que la comunidad enterró en el antiguo panteón. Rosendo subía afanosamente, sintiéndose muy viejo, pues nunca se había cansado tanto. Se detuvo al pie de la cónica cima de roca para descansar y luego siguió trepando. Y a medida que trepaba iban surgiendo cerros por un lado y otro y el viento se hacía más fuerte y él tenía que cogerse con pies y manos de las grietas para no rodar. Así llegó muy alto, junto a una agrietada boca, más bien una hendidura, donde se detuvo finalmente. La roca azulenca continuaba trepando aún. Rosendo miró. En la lejanía, bajo la luna, estaban sus viejos conocidos. El blanco y sabio Urpillau, el Huilloc de perfil indio, el acechante Puma que no se decidía nunca a dar su zarpazo al nevado, el obeso y sedentario Suni, el Huarca de hábitos guerreros, el agrario Mamay, ahora albeante de rastrojos. Y otros más próximos y otros más distantes, muchedumbre amorfa que parecía escuchar a los maestros. Porque en la noche, a la luz de la luna, los grandes cerros, sin renunciar a su especial carácter, celebraban un solemne consejo, dueños como eran de los secretos de la vida. Desde este lado, el Rumi decía su voluntariosa verdad de piedra vuelta lanza para apuntar al cielo. Y por el cielo, esa noche, avanzaba lentamente la luna en plenitud y brillaban nítidas estrellas. Rosendo se sintió grande y pequeño. 257 Grande de una dimensión cósmica y pequeño de una exigüidad de guijarro, arrodillándose luego ante la roca y ofrendando por la hendidura, al espíritu de Taita Rumi, los panes morenos, coca y un poco de chicha que vació de la calabaza. Después se sentó en cuclillas, bebió también chicha y armó una gran bola de coca para catipar. La fuerza del viento fue disminuyendo y cuajó en el aire un silencio duro y neto, que parecía sensible al tacto como la piedra. Los grandes cerros meditaban y parlaban y, hacia abajo, se veía muy confuso, muy pequeño el mundo. Los


amarillentos rastrojos que rodeaban el caserío por un lado, la espejeante lámina de Yanañahui por otro. ¿Ese conglomerado lejano era acaso el distrito de Muncha? ¿Aquellas manchas eran las chacras cosechadas de Rumi? Las abras negras de los arroyos y quebradas sí se distinguían, bajando con el rumoroso regalo del agua que los cerros vaciaban de las nubes. La catipa no era muy buena. Rosendo echaba a la bola, para que se macerara, cal que extraía con un alambre húmedo de una pequeña calabaza. La coca continuaba amarga o más bien insípida. No tenía esa amargura de la negación, pero tampoco estaba dulce. «Coca, coca, ¿debo preguntar?» Y la coca proseguía sin hablar, por mucho que Rosendo la humedecía con saliva y daba al bollo sabias vueltas con la lengua. Mas al fin la faz del viejo se fue adormeciendo sutilmente y el cuerpo entero sintió un gozo leve y tranquilo. La lengua probó dulce la coca y el mismo sabor invadió la boca entera. Rosendo entendió. La coca había hablado con su dulzura y podía preguntar. Se levantó, pues, y miró los lejanos cerros, que le parecieron más grandes que nunca, y luego la cima erguida del Rumi. Gritó entonces con voz potente: «Taita Rumi, Taita Rumi, ¿nos irá bien en Yanañahui?» El silencio devolvió una ráfaga de multiplicados ecos. Rosendo no los entendió bien y volvió gritar: «Contesta, Taita Rumi; te he hecho ofrendas de pan, coca y chicha» Los ecos ecos murmuraron de nuevo en forma confusa. Tardaba una respuesta, que debió llegar pronto, de ser favorable. «Contesta, Taita Rumi, ¿nos irá bien?» ¿Era que no quería responder? ¿0 se metían malos espíritus de la peñolería que miraba a Muncha? Parecía negar la inmensidad entera de la noche. «¿Nos irá bien?», insistió. Los ecos rebotaban como mofándose y luego se extendía el gran silencio de piedra. Rosendo estaba medroso y atormentado y preguntó por última vez, con temblón acento: «Contesta, Taita Rumi, ¿sí o no?» Los ecos jugaron por aquí y por allá y sopló un poco de viento, sonando entre las oquedades una confidencial palabra: «Bueno”. Rosendo se esperanzó: «¿Bien?», dijo casi clamando. 258 Y la palabra pareció resbalar de los mismos labios del espíritu de Taita Rumi: «Bien». Estaba seguro de que no era un eco. El mismo cerro, el padre, había hablado. Descendió, pues, después de vaciar en la hendidura la coca y la chicha que le quedaban. Le pareció muy pequeña la cuesta y llegó al nuevo caserío con la impresión de que había vivido en él mucho tiempo. Antes de entrar a su habitación de piedra, miró de nuevo al Rumi. La cumbre sabia continuaba en su parla cósmica... ¡Taita Rumi! De nuestro lado, no nos permitimos la más leve sonrisa ante Rosendo. Más si consideramos que muchos sacerdotes de grandes y evolucionadas religiones terminaron por creer, por un fenómeno de autosugestión, en ritos que en un principio destinaron a la simpleza de los fieles. Nos explicamos entonces, que el ingenuo y panteísta Rosendo se haya acostado esa noche poseído de una inefable confianza. Rosendo, los regidores y los comuneros estaban cansados de juicios. Habían visto que era imposible conseguir nada. ¡Que los dejaran en paz ya! Mas el Fiero habló de la posibilidad de apelar y el asunto fue tratado en consejo. El deber estaba por encima de la fatiga. Además era necesario dar pruebas de alguna energía, así fuera por medio de la ley, que de otro modo Amenábar terminaría por esclavizarlos. Con mucha suerte, encontraron en el pueblo a un joven abogado, miembro de la Asociación Pro-Indígena. Se llamaba Arturo Correa Zavala -así decía una plancha de metal clavada en la ventana de su estudio y que era la novedad del pueblo-, acababa de recibirse y estaba lleno de ideas de justicia y grandes ideales. Oriundo de la localidad, tornaba a ella con un plan altruista. Su padre, un comerciante, había muerto dejándole una pequeña herencia que empleó en seguir sus estudios. Ahora, desvinculado de todo compromiso regional y provisto de título y conocimientos, podía ganarse la vida y afrontar con decoro y éxito las situaciones que se le presentaran. La ley tendría que proteger a


todo el mundo, comenzando por los indios. Al menos, esto es lo que él creía. Recibió a Rosendo y los regidores con amabilidad, les habló con sencillez y fervor de las tareas de la Asociación Pro-Indígena, escuchó muy atentamente cuanto le dijeron y les ofreció defenderlos, avanzando algunas apreciaciones. Finalmente, para sorpresa de los indios, no les cobró nada. 259 Ellos volvieron muy impresionados e inclusive contagiados de la seguridad basada en el conocimiento que demostraba el joven profesional. Rosendo recordaba su catipa favorable y la voz de Rumi. El espíritu del cerro volvía a ser propicio como en otras ocasiones ya lejanas. El defensor había dicho: «Apelaremos a la Corte Superior y, si ella no nos beneficia, a la Corte Suprema». Estaba bueno, pues. Cuando el juez anunció a don Álvaro Amenábar los propósitos del abogado, éste le respondió, frotándose las manos: -No sé si será legal una apelación a estas alturas, pero acéptela usted, déle curso y me avisa cuando remita el expediente... ¡A mí, redentorcitos! Los indios no saben con quién se han metido y el jovencito ese, el tal Correa Zavala, es de los que se ahogan en poca agua. Ya lo verán. ¡Quererme matar con galga! ¿Ha visto usted mayor crimen contra gente respetable? No me molesta tanto la muerte de Iñiguez, en quien he perdido una buena cabeza, como el hecho en sí. Avíseme usted oportunamente... Tiempo después, un postillón indio salía del pueblo arreando un asno cargado con la valija lacrada y sellada del correo. En la valija iba un voluminoso expediente destinado a la Corte Superior de Justicia. La vida había cambiado mucho. No solamente porque las casas eran más pequeñas y los cultivos distintos. Ni porque nadie llegaba ahora de visita a la comunidad, salvo el Fiero Vásquez, que apareció dos veces para conversar con Doroteo al borde de la laguna. Ni, en fin, porque el paisaje fuera diferente. Todos los detalles de la existencia se habían modificado. El único pájaro matinal era el güicho, ave ceniza que, desde las cumbreras de las casas o las rocas altas, saludaba al alba con un largo y fino canto. No había allí zorzales, ni huanchacos ni rocoteros. Los gorriones parecían engeridos. En la llanura, los pardos liclics volaban gritando en forma que justificaba su nombre. La hermosa coriquinga, blanca y negra, de pico rojo, chillaba dando una nota de actividad al voltear con gran pericia las redondelas secas de estiércol vacuno para comer los gusanillos que se crían bajo ellas. En los totorales de la laguna los patos rara vez se dejaban ver. El ganado mugía, relinchaba y balaba inquietante. Las ovejas se amedrentaban al paso frecuente de los cóndores. En la tierra negra y dura de las chacras, los sembríos crecían con lentitud. 260 Toda, toda la vida parecía torturada por la aspereza de las rocas, la niebla densa, el frío taladrante, el sol avaro de tibieza y el ventarrón sin tregua. El hombre, guarecido bajo un poncho, se acurrucaba a esperar algo impreciso y distante. Raramente, solían oírse la flauta de Demetrio Sumallacta y algunas antaras. Y una noche sonó una quena. La nostalgia sollozó una música larga y desgarrada. Entonces, todos comprendieron de veras que había cambiado mucho la vida. Llovía por las tardes. A veces, el aguacero se tupía y azotaba las casas con furia. Otras era tan leve que apenas escurría de los techos. Noviembre mediaba sin decidirse todavía por una gran tormenta. El cielo pesaba de nubes lóbregas una tarde, cuando Clemente Yacu salió a la puerta de su bohío y se puso a dar gritos a los pastores de ovejas para que guardaran el rebaño. Apenas éstos iniciaban apresuradamente su faena, el cielo fulgió, cruzado de un lado a otro por una llama cárdena de velocidad vertiginosa que fue desde El Alto al picacho del Rumi. Un formidable trueno repercutió entre el duro cielo y la tierra ríspida como en una caja de resonancia y el viento aulló azotando las rocas y desmelenando alocadamente los pajonales. Balaba el rebaño al acercarse al aprisco, las vacas lecheras y sus crías corrieron al corral y el resto del ganado galopó por la pampa en pos de las laderas, buscando instintivamente el abrigo de las peñas. De


nuevo estallaron truenos y relámpagos y en pocos minutos la pampa quedó desierta, el rebaño se había apelmazado en un rincón del redil y los comuneros atisbaban desde las estrechas puertas de sus chozas, invocando la protección de San Isidro y especialmente de Santa Bárbara, experta en rayos y centellas. Los rayos se sucedieron rasgando el espacio como flechas, como llamas, como hilos trémulos, como látigos, y también dibujando sus clásicos y poco frecuentes zigzags, para hundirse en la peñolería del lado de Muncha, en los picachos de El Alto o en la cima y cumbres inferiores del Rumi. A veces rodaban sobre las faldas. A veces llegaban hasta la misma pampa y algunos se clavaban como espadas y otros corrían como bolas de fuego. Los truenos estremecían los cerros, que parecía que iban a derrumbarse sobre los pequeños bohíos, y dentro de éstos los indios callaban de propósito, creyendo que la voz y especialmente el grito, atraen el rayo. Los más pequeños lloraban a pesar de todo. Después repiqueteó el granizo, rebotando sobre las piedras, para amontonarse en las hondonadas. Por úItimo, junto con la ávida sombra de la noche, cayó Ia lluvia en chorros gruesos y sonoros, batida por un huracán que la aventaba sobre las paredes y mordía los techos para que los pasara. 261 Los chorros tremaban sobre los embalses de agua, el aire húmedo entraba a las casas y el hombre percibía la tormenta con los sentidos proyectados hacia todos los ámbitos. La oscuridad no impedía saber que la pampa entera se estaba inundando, que por las faldas bajaban torrentes violentos que amenazaban las chacras y que el ganado padecía temblando al pie de las rocas, presa como nunca de la nostalgia de la querencia. Los rayos continuaban lanzando sus esplendentes y trágicas saetas y los truenos parecían martillar los cerros haciéndolos saltar en pedazos. Sin duda rodaba efectivamente una roca, o muchas, una avalancha de piedra y fango. Pero el ruido de los truenos impedía distinguir bien y ya el mismo aguacero trepidaba atiborrando los oídos. Se sirvió de yantar a la lumbre del fogón y los relámpagos. Pasaron horas y la tormenta no tenía trazas de pasar. Verdad que los truenos y rayos disminuyeron un poco, pero la lluvia seguía chapoteando entre el fango y los embalses. La coca palió el frío, pero después el sueño no llegaba. Era difícil dormir bajo esa presión de agua y de viento, cuando los techos temblaban y algunas casas comenzaron a pasarse y afuera la tierra y los animales sufrían directa y atormentadoramente el azote. Si el hombre logró dormir esa noche, lo hizo, como se dice, solamente con un ojo. El alba llegó tarde y cuando el viento desflecaba sus últimas banderas de agua tremolante. La niebla comenzó a levantarse y un sol celoso trataba de pasar a través de ella. El cielo había quedado limpio de nubes, pero ya comenzaba a blanquearse otra vez. De los techos y las laderas seguía escurriendo el agua. La pampa estaba inundada ciertamente y ganados no se veían. Algunos comuneros salieron de sus casas, con el pantalón remangado hasta la rodilla, para examinar mejor los efectos de la tormenta. Había rodado un alud, de veras, rompiendo una de las paredes de piedra del aprisco y matando varias ovejas. Más allá, un improvisado torrente partió en dos la chacra de quinua. Las demás sementeras no habían sufrido mucho. Algunas plantas de papa estaban tronchadas por el granizo. Los techos rotos eran pocos y se los podría reparar pronto. ¡Ah, San Isidro! Fueron a ver su capilla, que era apenas una hornacina grande, de paja y piedra, levantada un poco más alto en la falda, para que dominara la hilera de casas. Tal preeminencia resultó contraproducente. El viento la tuvo a su merced, desgreñando el techo. La lluvia había pasado y la pintura del retoque se disolvió, dejando Ia venerable faz veteada de negro, rojo y blanco. 262 Las noticias de los destrozos y desperfectos se extendieron por todo el caserío y los comuneros desayunaron preocupadamente, preparándose para ir en pos de los caballos, asnos y vacas. Las lecheras estaban en el corral, pero no se veía a ninguna otra. Al pasar por la pampa


de Yanañahui el agua mojó a los buscadores hasta media pantorrilla. Estaba más honda en los hoyos de los totorales esparcidos por la misma pampa. Faltaba mucho ganado. Vacas y caballos sobre todo, que los asnos mansos eran escasos, pues no hubo tiempo de rodear a los salvajes que se marcharon al río Ocros y a los que se daba ya por perdidos. Los exploradores arreaban el ganado a la pampa y éste, falto de costumbre, recelaba del agua y no quería entrar. De las laderas y abras de El Alto y Rumi, volvieron a muchos animales. Unos se encontraban ya en camino a la querencia. Posiblemente los que faltaban se habían adelantado. Uno de los comuneros encontró coja a una vaca y muerto a un asno. La vaca rodó tal vez, lesionándose. Posiblemente el asno se heló. Otro comunero encontró muerto a Frontino. Lo había matado el rayo. El mismo Rosendo fue a ver al querido caballo. Con su pelo alazán simulaba una mancha de sangre en una ladera de pajonal aplanado por el paso del agua y del viento. A pocos pasos del cadáver se encontraba el hueco del rayo. Rosendo sintió mucha pena. Ese caballo era el mejor de todos, grande, manso y fuerte. Tenía sangre fina, como que Benito Castro, siendo un mocoso todavía, lo hizo engendrar en la yegua Paloma por el garañón Pensamiento, de propiedad de una lejana hacienda. Esa fue otra de las hazañas de Benito. El dueño de Pensamiento se negaba tozudamente a que su caballo cubriera a otras yeguas que no fueran las suyas, así le pagaran. Había hecho de la clase de caballos un asunto de vanidad. Entonces Benito estuvo muchos días por los alrededores de la hacienda conquistándose a los perros. Cuando los tuvo mansos, acercó la yegua al pesebre. El garañón la venteó, dio un cálido relincho y tras un breve galope, saltó la alta pared con esa presteza que es propia de los fugitivos y de los amantes. A su tiempo, Paloma tuvo un ágil y donoso potro que daba gusto mirar. Engreído de todos los comuneros, correteó por los alrededores del caserío con la actividad eufórica de la niñez. Creció y fue amansado. Una banda de gitanos pasó cierta vez por el caserío. Unos hacían bailar osos. Otros trataban en caballos. Frontino desapareció dos días después que la banda. Posiblemente tornó alguien a robárselo. Los comuneros persiguieron a los gitanos, sin poder encontrar a Frontino. 263 Tiempo después, lo rescató mediante muchos trámites uno que fue a Celendín, para comprar sombreros de paja. Su poseedor, que lo había adquirido a los gitanos, no lo estimaba tanto. Hasta lo castró, pues disponía de un reproductor más fino. En la comunidad vivió Frontino el resto de su vida, esforzada y noblemente, sin más contratiempo que la cornada que le propinó el toro Choloque. Rosendo había hecho cien viajes en él. La vida de Frontino, por el servicio leal, pertenecía un poco a la de todos. Ahora le había tocado morir. Y murió sin duda por su clase. Los caballos ordinarios tienen más despierto el instinto y saben esconderse en las tormentas. Los finos no logran estar quietos, saliendo nerviosamente de sus refugios para buscar otros. Es lo que posiblemente hacía Frontino en el momento en que lo alcanzó o, mejor dicho, lo rozó el rayo. Bien mirado, fue muerto por la fatalidad que azotaba a todos. Y el viejo Rosendo, como ante el buey Mosco, sintió que se perdía un buen comunero. Pero no quedaba tiempo ni aun para las penas. A buscar, a buscar y encontrar los animales extraviados. Al día siguiente, llegó un extraño a la comunidad. Era el emisario de Correa Zavala. Iba a informar que el postillón que llevaba el correo había sido asaltado en las soledosas punas de Huarca por un grupo de forajidos. En la valija estaba el expediente del juicio de linderos en apelación ante la Corte Superior de Justicia. Vigiló el asalto, desde una distancia de seis u ocho cuadras, un hombre vestido de negro que montaba un caballo también negro. La opinión pública sindicaba a ese hombre como el Fiero Vásquez. Rosendo, pese a su cansancio, habría querido volar hacia el pueblo. No podía ni galopar. Frontino yacía entre un círculo de buitres. Los otros caballos


disponibles estaban al servicio de Artidoro Oteíza y los repunteros, quienes no regresaban aún de la búsqueda del ganado, perdido. ¿Sería capaz el Fiero de hacer eso? ¿Estaría jugando sucio con la comunidad? Rosendo tembló herido por la incertidumbre y la impotencia. ¿Qué pasaría después? ¿Qué se podía hacer? En Umay, el hacendado Álvaro Amenábar y Roldán, en el secreto de un cuarto cerrado, prendía fuego al grueso expediente, diciendo a su mujer: Leonorcita, éste es el precio de la galga. Podría comenzar de nuevo, pero sería algo escandaloso. Tengo que cuidar mi candidatura y la de Oscar. Además, ahora me preocupa el asunto de Ocros... 264 -Pero Álvaro ¿cuándo va a terminar esto? Ya ves que ese caporal tenido por espía desapareció de un momento a otro... El Fiero Vásquez... -No te preocupes. Este es también un buen golpe para el Fiero. Ya verás que mandan tropa de línea. Ahora escribo sobre lo que se debe decir a mi amigo el director de «La Patria»... Don Álvaro sonreía con el blanco rostro coloreado de llamas mientras el papel sellado desaparecía lenta y seguramente dejando volanderos residuos carbonizados. Artidoro Oteíza y cuatro repunteros siguieron los rastros de las vacas y caballos perdidos. Iban hacia el caserío viejo y pensaron que allí los podrían encontrar. Ceñidos a las huellas pasaron por la solitaria Calle Real, de puertas cerradas como bocas mudas, y avanzaron hacia los potreros. No se veía ni una vaca ni un caballo de la comunidad entre los abundantes de Umay que citaban ya como en casa propia. Paulatinamente los rastros se fueron agrupando y aparecieron otros de caballos. Uno de los repunteros, muy experto en huellas, dijo que eran de caballos montados. Un peatón de ojotas apareció también en la marcha de señales. Por último, todas las huellas se confundieron entrando al sendero que iba por la orilla del arroyo Lombriz hacia el río Ocros. Ya no quedaba ninguna duda: el ganado de los comuneros fue entropado y arreado por allí. Llegando al río Ocros los rastros continuaban por la ribera, hacia arriba, entrando a tierras de Umay. Oteíza y sus hombres los siguieron, a pesar de todo. Mas no pudieron ir muy lejos. El caporal Ramón Briceño y tres más armados, les salieron al paso. -Alto, ¿quién son? -Somos de la comunidá de Rumi y venimos siguiendo ganao volvelón... -¡Qué ganao volvelón ni vainas! Ustedes son los ladrones que han estao robando vacas y caballos estos días... -Si po acá vienen los rastros argumentó Oteíza-, se escaparon en la madrugada de Yanañahui. -¡Qué rastros, so ladrones! Váyanse luego antes que los baliemos. -¿Ladrones? Sigamos los rastros que van po aquí a ver si no llegamos onde está nuestro ganao... -Güeno, sigamos -dijo Ramón Briceño. 265 Caminaron unas dos leguas y los rastros comenzaron a espaciarse, saliendo de la senda hacia un potrero. Aura, amigos, sigan po el camino -dijo Ramón-. Sigan pa Umay, pa la hacienda misma. -¿Qué? Que van presos po ladrones. Los caporales les apuntaron sus carabinas. A una señal de Oteíza, los comuneros salieron disparados a todo lo que daba el galope de los caballos. Les zumbaron unos cuantos balazos. Era evidente que no tiraban a matar sino sólo para amedrentarlos y conseguir que se detuvieran. Pero luego cayó un caballo. Después otro. Los comuneros que los montaban fueron detenidos. Entonces Oteíza y el que lo seguía, tuvieron que regresar. -Vamos andando a Umay... -Déjennos siquiera sacar los aperos de los caballos muertos. -Andando, decimos... Don Álvaro Amenábar los tuvo presos tres días en los calabozos de la hacienda. Al soltarlos, le dijo a Oteíza: -¿Tú eres regidor, no? Bueno: no los mato porque quiero sacarles la pereza. Ustedes deben ir a trabajar en una mina que voy a explotar al otro lado del río Ocros. Díselo así a ese criminal de Rosendo. Estoy resuelto a perdonarle sus delitos y tratarlo como amigo a pesar de que me mandó matar con galga. De lo contrario, él y ustedes se van a fregar. Ahora, como una prueba de que no quiero ir más adelante, te devuelvo tus dos caballos que debía retener en pago de todo lo que me han robado... Váyanse... ¿Qué pasaría ahora? ¿Qué


se podía hacer? Rosendo y los regidores no podían responder y ni siquiera responderse a estas preguntas. Correa Zavala les había dicho que el robo del expediente era un asunto grave, pues desaparecían las pruebas de la existencia misma de la comunidad. ¿Tendrían que entregarse a Amenábar y morir ahogados por la y el cansancio en el fondo tétrico de los socavones? Un doloroso renunciamiento comenzó a sedimentárseles, enturbiando toda perspectiva. ¿Qué se podía hacer? Doroteo Quispe, Jerónimo Cahua y Eloy Condorumi desaparecieron de la noche a la mañana. Ellos habían resuelto hacer algo por su lado. Casi todos los comuneros ignoraban el motivo de su alejamiento. Quizá Rosendo los había enviado a alguna parte, pero él aseguraba que no. Paula se le acercó a explicarle. 266 -Taita, se jueron con el Fiero Vásquez. ¿Tú, qué dices? Y el alcalde Rosendo Maqui, por primera vez en su vida, dejó sin respuesta la pregunta de un comunero. De madrugada hacía un frío que helaba el rocío, chamuscando las siembras. La chacra de papas se encontraba casi arrasada. El año sería malo. El invierno se mostraba ya en toda su fuerza y la pampa estaba siempre anegada. Todos los asnos murieron y las vacas y los caballos trataban empecinadamente de volverse. Había que pastearlos por las faldas de los cerros y encerrarlos de noche en un corralón que se había levantado con ese objeto. Era muy dura la vida. Apenas brillaba el sol. Las casas se perdían en la niebla o temblaban al galope de la tormenta. Los comuneros que salían a realizar sus tareas, volvían con los trajes húmedos. Las carnes morenas tomaban la frialdad indiferente de la piedra. Su alma se iba poniendo estática, también. Aun los que se quedaban en las casas, los mismos pequeños, sentábanse en actitud de rocas ante el paso del tiempo. Ese era un mundo de piedras que sólo permanecía a condición de ser piedra. Un comunero era frágil. Sabemos que se llamaba Anselmo y tocaba el arpa. Antes, hubiérase dicho que él y su instrumento formaban una sola entidad melódica a través de la cual articulaba sus secretas voces la vida comunitaria. Modulaba el pecho, ayudado por la ringlera de cuerdas tensas y la caja cónica, un himno de surcos, de maizales ebrios de verdor y trigales dorados, de distancias columbradas desde la cima de roquedales enhiestos, de fiestas de amor, de faenas hechas fiestas, de múltiples ritmos y esperanzas. Anselmo, de niño, quiso abrazarse a la vida y terminó abrazándose al arpa. Durante su infancia, como casi todos los niños andinos, fue pastor. En el trajín de conducir el hato solía encontrarse con la Rosacha y ambos veían que los indios araban a lo lejos. El taita de Anselmo era quesero de una hacienda, pero él no quería ser quesero. Quería ser sembrador. Junto a las chacras pardas humeaban los bohíos. Rosacha era también pequeña, pero asomaba a la vida con la precocidad de las campesinas. 267 Sus ojos llamaban desde una maternidad indeclinable. El bohío, el surco, el hijo, eran para ellos el mañana próximo. Un día habló Anselmo: -Aprenderé a arar y tendremos casa. Con eso había dicho todo lo necesario. Pero no tuvieron casa ni consiguió arar. No pudo siquiera, como hacen los enfermos y los débiles, caminar tras la yunta arrojando la simiente. Le fue negado para siempre el don de la mancera y de la siembra. Y ya comprendemos que esto es, para los hombres de la tierra, la negación de la vida misma. Sucedió que un mal día, Anselmo cayó enfermo. Mucho tiempo estuvo en la penumbra de su choza, entre un revoltijo de mantas, quejándose. La madre hirvió todas las buenas yerbas para darle el agua. Una curandera acudió desde muy lejos. No llegó a morirse, pero cuando al fin lo sacaron para que recibiera el sol, tenía las piernas secas y retorcidas como las raíces de los viejos árboles. Se quedó tullido. ¡Y ante sus ojos estaban la tierra, las yuntas, los sembrados y los caminos! Por el sendero gris que ondulaba hacia los pastizales, pasaba siempre Rosacha tras el rebaño. A veces dignábase llamarlo de igual manera que antes: -AnseImoooooooo… Su voz era coreada por los cerros, pero dejaba mudo a Anselmo. Sentado frente al bohío, hecho


un montón de listas debido al poncho indio, miraba a Rosacha desde su inerme quietud. En cierta vez agitó los brazos, con un gesto que ya le conocemos, el mismo con que los levantó ante la partida de su madre Pascuala, pero se le enredaron en el poncho como en un follaje vasto y sintió que su condición era la del vegetal pegado a la tierra. Pero, adentro, el corazón latía al compás de viejos recuerdos y esperanzas. Un camino real se bifurcaba cerca del bohío. Pasaban grupos de indios tocando zampoñas. Y para el tiempo de la fiesta de Rumi, música de arpas y violines fue camino adelante hasta perderse a lo lejos. Anselmo estuvo mucho rato escuchando las melodías a un tiempo alborozadas y sollozantes de los romeros, de cara al viento henchido de sones, los ojos apenas abiertos y las manos apretadas y sudorosas. Hubiera querido aferrar, retener para siempre junto a sí ese prodigio de sonidos, adormirse con ellos y soñar. Pero la música apagóse en la distancia y él se quedó otra vez solo. Mas un sentimiento nuevo le latía en el pecho, la vida revelaba un sentido otrora oculto, y he allí que todo tenía una melódica intención. 268 De la tierra surgía un hálito eufóricamente sonoro como un trino de pájaros en el alba. El caudaloso torrente de sus emociones se concretó en un simple pedido: -Taita, quiero un arpa... Con esto, como en anterior ocasión, había dicho todo lo necesario. El quesero, después de pensarlo un rato, como es natural que piense un quesero cuando va a tomar una decisión de veinte soles, contestó: -Güeno... En una feria mercó el arpa. Ésta era, como todas las de manufactura andina, sin pedales. El indio ha dado al instrumento extranjero su rural simplicidad, su matinal ternura y su hondo quebranto, toda la condición de un pájaro cautivo, y así se la ha apropiado. Las manos morenas de Anselmo crisparon los dedos y, poco a poco, brotó la música de una vida que no pudo ser para él y ahora era para todos a favor de su emoción y esa caja cónica y embrujada que palpitaba como un gran corazón. Encaramado sobre un banco que el taita le labró rudimentariamente, el joven trigueño, casi un niño de faz triste y pálida, encogía sus piernas retorcidas bajo el poncho y alargaba los brazos hacia el bien templado triángulo de los arpegios. Y tocando, tocando, no había pasos incumplidos. La tierra era hermosa y ancha y fecunda. Pasó el tiempo y creció Rosacha en edad y Anselmo en fama de arpista. Ella ya no iba tras el rebaño. Y él iba a todas las ferias y los festejos de cosechas y casamientos. En un asno lo llevaban los campesinos, de un lado para otro, como quien lleva la alegría. En su música estaba el corazón de cada uno y el de todos. ¿Será güeno el casorio? -De verdá, porque va a tocar Anselmo... Y acudían las gentes a bailar o simplemente a solazarse con el inacabable chorro de trinos. ¿Cuándo se vio en la comarca otro arpista con aquellas manos santas? No había memoria. Llegó el tiempo del casamiento de Rosacha y Anselmo asistió al festejo sin recordar casi. Habían corrido muchos años y la música le colmaba la vida. Volviendo de la iglesia, la pareja avanzó, radiante, seguida del cura y los concurrentes, hacia su atenta inmovilidad. Él se hallaba en la casa acompañado de los que aguardaban. Pasó a su lado Rosacha y fue como si estuviera cargada de alba. Surgió desde el fondo mismo de sus esperanzas remotas. Mas todo ello era inútil para siempre. La chicha encendió las caras y luego fue requerido Anselmo para que tocara. 269 Se alinearon las parejas y él echó al aire las ágiles notas de un huaino. Ahí estaba Rosacha bailando con su marido, haciendo girar alegremente su cuerpo de anchas caderas y senos redondos. El arpista, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a los bailarines. Miraba a Rosacha. Había crecido y bailaba con otro hombre que era su marido. Desde ese entonces, Anselmo tomó conciencia de su propio destino. Cuando se quedó huérfano, Pascuala y Rosendo lo acogieron en su hogar y fue como un nuevo hijo. Éste, al contrario que Benito Castro, estaba señalado por la debilidad física y la invalidez, pero era dueño de la suprema


gracia de la música, el arte preferido por el hombre andino. En la comunidad, Anselmo vivió y entonó con todos la alegría de la vida agraria. Sufrió también con todos los padecimientos de la emigración. Sin embargo, esos días lo recordaron poco. El mismo Rosendo, como si la invalidez fuera una tara para considerar el problema, no tomó en cuenta su existencia. Solo se encontró de nuevo Anselmo, y el arpa, enmudecida aún de pena por Pascuala -¡cuánto recordó el tullido a su madre en ese tiempo!- no lo podía consolar. Desde su rincón del corredor de la casa de Rosendo asistió a la asamblea, percibiendo dolorosamente las espaldas de los concurrentes, algún rostro congestionado y las tristes palabras que se dijeron ese día. El también era un foráneo, pero ni por eso lo consideraban. Cuando el éxodo, lo hicieron subir a un asno, con su arpa en la mano, y fue de los primeros en partir. Tres noches muy tristes pasó en Yanañahui en compañía de los pocos que se quedaron para vigilar los trastos. Después, sintió como que sobraba en los días de congestionada actividad durante los cuales construyeron las casas. Cuando Rosendo se alegró de nuevo y aproximóse a su existencia, Anselmo creyó que recomenzaba la vida de antaño. Como hemos visto, poco pudo durar su sueño. Llegó la desgracia con más saña, sufrieron las siembras, el ganado comenzó a perderse y morir, muchos comuneros se marcharon, y sobre los que permanecían en la nueva tierra pesaba la amenaza del trabajo forzado, de la esclavitud. La niebla, la lluvia, el frío, la tristeza, llegaban a los huesos. Había que ser de piedra para sobrevivir. Anselmo era frágil. Una tarde quiso tocar y encaramóse abrazando el arpa. El viejo Rosendo, Juanacha y Sebastián esperaron atentamente la música. El mismo perro Candela, ahora con la pelambrera apelmazada y húmeda, irguió las orejas. ¿Dónde estaba la tierra que cantar? No había sino piedra, frío y silencio. Necesitaba llorar y no podía. 270 Le faltaban fuerzas para resistir la tormenta del llanto. Acaso las notas no brotaban con la limpieza esperada, tal vez los dedos no acertaban con el lugar preciso. La cara de Anselmo, angulosa y morena, nada decía, pero algo se le rompió en el pecho con la violencia con que, a veces, estallaban las cuerdas del arpa. Cayó de bruces y al caer, las piernas tullidas rozaron el cordaje, arrancándole un agudo y amargo lamento. Así murió en Yanañahui el arpista Anselmo. La habitación de Nasha Suro dejó de humear. «¿Qué me hará el Chacho? -dijo el alcalde-, la vida ya no vale» Y fue a verla. La habitación de piedra, que ya estaba techada -Nasha conjuró al espíritu malo para que respetara a los techadores-, se había quedado sola. En un ángulo, el fogón tenía las cenizas frías, apagados todos los carbones y nada mostraba que se hubiera hecho por conservar el fuego. Ni un solo objeto aparecía por ningún lado. Nasha se había marchado, pues. Nadie sabía cuándo ni adónde. -Allá van -dijo Doroteo-. Jerónimo y Condorumi miraron la red de caminos tendida sobre la cordillera de Huarca. El trajín había cavado negros trillos que se cruzaban y entrecruzaban en la mancha gris del pajonal. Dos jinetes marchaban por allí, precedidos de un peatón que arreaba una mula cargada. Los observadores bajaron del picacho donde se hallaban y, montando caballos que habían dejado en una hoyada, emprendieron la marcha hacia los trillos. La conquista de sus bestias no había sido muy fácil. Eran veloces y fuertes y procedían de Umay. Fue la primera comisión que les dio el Fiero Vásquez. Tuvieron que presentarse de súbito en la pampa de la hacienda, enlazar los caballos y partir, galopando en pelo, hacia las cumbres. Un grupo de caporales salió a perseguirlos y les pisó el rastro, que desviaron hacia el sur. Cuando ya los tenían sobre las espaldas, Doroteo y sus segundos abrieron el fuego y los caporales se regresaron pensando que esos no eran indios cobardes de la comunidad. Briosos y fuertes resultaron los caballos y le dieron a montar el más rebelde a Condorumi. No porque fuera el mejor jinete, sino porque con su peso imponía moderación al


más alzado. Mediante un fácil asalto a unos recaudadores de impuestos, se proveyeron de aperos. Ahora, después de obtener ciertos informes, localizaban ya a los viajeros y se ponían en su huella. 271 Mediaba la tarde de un día de diciembre. Las lluvias se habían espaciado durante una semana. Melba Cortez y Bismarck Ruiz aprovecharon entonces para emprender viaje antes de que enero y febrero, con sus continuas tormentas, interpusieran una valla entre la costa y la salud de ella. Un simple remojón le habría sido fatal. Pero la misma Melba no quiso partir antes, de miedo, pues quedó muy impresionada con el relato que Bismarck le hizo de su peripecia en Rumi, según el cual aparecía corriendo, él también, un tremendo peligro de morir aplastado por la galga, o macheteado por el Manco y los otros bandidos. El tinterillo se reprochó después su vanidoso afán de aparecer como héroe, pero ya no había remedio. Melba veía galgas y machetes por todas partes. -Pero, hijita, ellos ni siquiera sospechan que yo... Como sea, ¿quién garantiza al tal Fiero Vásquez? Cuando los indios fueron a entenderse con Correa Zavala, la aprensión creció. -¿No ves, Bismarck, no ves? Ya sospechan de ti. Quién sabe si también a mí me echan la culpa. ¡Ay, quién se fía de serranos brutos! Pero pasó el tiempo y los indios no dieron más señales de agresividad. Bismarck le explicó que el asalto y captura del expediente no podía ser obra sino del Fiero. Melba se fue tranquilizando y, antes de perder el soñado viaje si no aprovechaban las treguas de diciembre, partieron. Han caminado desde el amanecer. El viento es fuerte y Melba se cubre el pecho con una gruesa chompa. No obstante, el aire frío la hace toser. Avanzan lentamente, pues el trote golpeado le aumenta la tos. El arriero, por mucho que vaya a pie arreando el mulo, se adelanta con facilidad y Bismarck le grita: -Nos esperas en el tambo. -Güeno, señor... En un momento más, el arriero se pierde volteando una loma. Melba, que va delante, tiene ante sí la soledad ceñuda de la puna por toda visión. Siempre la han atormentado los cerros, esas cumbres arriscadas de dramática negrura que parecen cercar y encerrar al ser humano para aislarlo del resto del mundo y matarlo de tristeza. Su alma, nacida a la contemplación de un mar de olas mansas, de blandas y fáciles dunas y de cerros alejados en cuya aridez nunca reparó, se estremecía ahora ante la presencia de la roca crispada y amenazante, fría de mil vientos y lluvias, donde para peor ningún asilo podía brindar un poco de tranquila comodidad. 272 Bismarck caminaba tras ella y reparó en su tristeza. -¿Qué te pasa, Melbita? -¿Qué me va a pasar? Me cargan estos cerros, estas soledades, este desamparo. ¿Quién nos auxiliaría si la tos...? Tosió demostrativamente y luego sacó un pañuelito para secarse atribuladas lágrimas. -Ya llegaremos al tambo. Claro que no es un hotel, pero se puede descansar... -¿Crees que no recuerdo? Un cuarto de piedra que ni siquiera tiene puerta y lleno de goteras en el techo de paja. ¿Esa es una habitación humana? Las lágrimas se hicieron copioso llanto. -¡Vaya, vaya, Melbita! Bismarck estaba acostumbrado a esos accesos de tristeza que solían pasar después de una o dos horas. No había por qué inquietarse mucho. Doroteo Quispe y sus hombres, entre tanto, estaban ya cerca, caminando también a paso lento en una atenta vigilancia. -¿Atacamos ya? -sugirió más que preguntó Jerónimo. -Hum... -gruñó Doroteo-, mejor será esperar que anochezca. Parece que haiga gente mirando de los cerros... Melba se iba fatigando. Creyó estar muy bien de salud y he allí, que al primer esfuerzo de consideración, flaqueaba. Le dolían las espaldas y la tos aumentó. -¿No podría descansar un poco, Bismarck? El tinterillo la hizo desmontar y luego tendió su poncho sobre el suelo. Melba se echó de espaldas. Estaba muy bonita en su traje azul oscuro de amazona, que hacía más potable la blancura de sus manos y su faz, ya un tanto enrojecidas por el frío de la puna. -¿No lloverá, Bismarck? Fíjate que el cielo está muy nublado. ¿Y si llueve, Bismarck? -Nos mojamos, hijita -dijo Bismarck tratando de bromear. -¿No ves?, ¡esa maldad


tuya! ¿Quieres que me muera? ¿Por qué seré tan desgraciada? El llanto aumentó. El hombre sentóse a su lado tratando de calmarla. Después encendió un cigarrillo. -¿Por qué fumas? Sabiendo que me provoca y no puedo fumar con esta tos... caj... caj... ¡Qué desgraciada soy! Bismarck arrojó el cigarrillo. Cuando Melba se levantó, después de mucho rato, había dejado de llorar, pero dijo que se sentía más cansada aún. 273 No había otra solución que montar si querían llegar al tambo. Arriba, un crepúsculo de invierno, oscuro y sin belleza, se delineó en el cielo. Melba volvió la cara preguntando: -¿Alcanzaremos a llegar...? Interrumpió la frase con un grito. Después dijo, aunque ya Bismarck miraba hacia atrás: -Mira, mira, ¿quiénes son ésos? Tienen carabina... Recién se daban cuenta de la presencia de sus seguidores. Estaban muy lejos, pero se podía notar que portaban carabinas. -Deben ser caporales -respondió Bismarck, dando y dándose valor. Es lo que creyeron a fin de cuentas. Los hombres armados torcieron camino para perderse tras una falda. Ya llegaba la noche y aumentaba el viento y Melba tosía de veras. Se cruzaban las sendas y a la distancia sólo perduraba la quebrada línea roja del horizonte. -Ya no llegaremos al tambo... -¿Qué haremos, Bismarck? -Por aquí cerca hay unas cuevas... -¡Por qué, por qué seré tan desgraciada! Bismarck caminó adelante, pegándose a los cerros, y al fin pudo dar con las cuevas. Allí hizo un lecho con las caronas y los ponchos. Después amarró los caballos en un pajonal a fin de que comieran. Mientras tanto, Melba gemía: «¿Por qué seré tan desgraciada?» Bismarck recordó que en su alforja llevaba un anafe y té y bizcochos. Lástima que el arriero se hubiera adelantado con las otras provisiones. Salió a buscar agua de cierto ojo que había por allí. No recordaba bien el sitio y se demoró mucho, por lo cual Melba lo recibió acusándolo de refinada crueldad. No importaba. Ya le pasaría todo a la mañosa. A la luz azulada del anafe, mientras tomaban el té, Bismarck se puso a alardear, defraudado en su esperanza de que Melba reconociera por sí misma sus condiciones. -¿Qué tal viajero soy? Yo he trajinado bastante en mi juventud, no creas. ¿Qué habríamos hecho, si yo no conociera estas cuevas? Y luego, ¿qué, si yo no conociera el ojo de agua? Melba le sonrió al fin, con esa voluptuosidad que enardecía a Bismarck. Las cuevas eran húmedas y olían a zorro y el agua estaba un poco salobre, pero a pesar de todo, sonrió. Bismarck cambió de tema: Todo lo he hecho por ti, Melbita. ¿Qué son cinco mil soles ridículos? Yo le tenía una guardada a Álvaro Amenábar. Se han cometido muchas, muchas ilegalidades. 274 Sin esperar nada del juez, dejé pasar todo para presentar un formidable recurso de apelación. No creas que me hacían lo del robo del expediente. Yo habría pedido garantías, como suena, garantías, al subprefecto, exigiéndole que hiciera acompañar al correo con fuerza armada. ¡Qué formidable recurso de apelación se me fue de las manos! Pero todo lo hice por ti... Melba habría preferido galanterías menos legales y tinterillescas, pero siguió sonriendo. Apagaron el anafe y se acostaron. El hombre basto supo una vez más del cuerpo armonioso y suave, acariciante y tibio, perfumado, según sabía la voluptuosidad, de aromas ardientes. Bismarck encontró el placer a los cuarenta años y su existencia anterior se le antojaba inútil, malgastada en su pobre mujer ya marchita y un manoseo rutinario de papel sellado. ¿Qué significaron sus triunfos? Trampas legalistas, mañas de trastienda. Ahora, recién, conocía la felicidad de la carne -que no concebía otra-, y ella estaba allí hecha una bella mujer que se llamaba Melba. Dormía ya y él se durmió dedicando sus últimos pensamientos a los días jubilosos que debían pasar en la costa, lejos del pueblo, dedicados a su amor solamente. Doroteo y sus compañeros se acercaron a las cuevas tarde la noche. Primeramente habían ido hasta el tambo y se robaron la mula. Ahora se adueñaban de los caballos también, atando a las tres bestias en fila y dejándolas allí listas para ser jaladas. Sólo faltaba matar, matarlos y vengar el despojo, y la miseria, y las lágrimas, y la


calamidad que ya venía. Ahí estaban Bismarck Ruiz y su amante. Era preciso terminar con ellos. Toda mala acción tiene su castigo. Debía ir uno solo para no hacer bulla. Bismarck tendría revólver. La noche estaba muy negra y ganaría el que disparara primero. No se podía ver casi nada y la sombra y el viento herían los ojos. Quispe, que por algo sabía el Justo Juez se adelantó hacia la caverna donde brillaba la luz; llevando la carabina lista. La negrura no permitía precisar nada. Sentía únicamente el ritmo de la respiración en los momentos en que el viento se sosegaba, permitiendo silencio. Poco a poco, fueron contorneándose las formas de los durmientes. A Doroteo le temblaba un poco el pulso mientras rezaba el Justo Juez. Apuntó. ¿Cuál de ellos moriría primero? A lo mejor la pobre mujer era inocente de todo. ¿Qué sabía ella? Si la mujer quedaba en segundo lugar, se asustaría mucho. El tiro rompería la crisma a Bismarck. De todos modos, era difícil matar. Era difícil quebrar con las propias manos una vida. 275 Nunca había matado y ahora veía que era muy difícil. Quién sabe, de estar despiertos, podría matarlos. Pero tampoco se atrevía a despertarlos. La misma oración parecía infundirle piedad. Esa mujer indefensa, ese hombre que sale del sueño a encontrarse con la muerte. No, decididamente, no podía matarlos. Quién sabe Jerónimo. Quién sabe Condorumi. Lo malo es que ellos lo iban a creer cobarde. Tenía que hacer un esfuerzo y matarlos o por lo menos asustarlos. Ojalá le cayera el tiro a él. La cacerina tenía los tiros completos. Cinco tiros. Podía secarlos a tiros. Ahí estaban igualmente Jerónimo y Condorumi con sus armas. Había cacerinas de repuesto. ¿Por qué pensaba todo eso? Un solo tiro, bien dado, es suficiente para matar a un hombre. Pero no se lo podía dar. No lo podía soltar sobre los bultos negros. Decididamente, matar así era muy difícil o él era cobarde. O quizá pasaba que el Justo Juez no le permitía disparar para salvarlo a él mismo. Eso podía ser. Salió calladamente y se acercó a sus compañeros sin darles ninguna explicación. -¿No están? -preguntó Jerónimo. Doroteo se quedó pensando. Después dijo: -Es difícil matar... ¿quieres ir vos? Un sentimiento de piedad ante las vidas indefensas y de repulsión por la sangre, se apoderó también del espíritu de Jerónimo. -Será difícil matar -musitó. Jamás habían ni siquiera pensado matar a nadie y ahora se encontraban con una situación completamente nueva. Además, Doroteo creía en el Justo Juez. Bismarck y Melba también creían y allí estaban dormidos y sin defensa. Como Condorumi no tomaba ninguna decisión por si mismo, se fueron, contentándose con robar los dos caballos y la mula. Dirían que Bismarck y su amante fugaron. El Fiero oyó el cuento mirándolos más con el ojo de piedra que con el sano y luego barbotó: -Indios cobardes. Esa es la historia de todos los novatos. ¿Pa qué se meten en cosas de hombres? Vuélvanlo a hacer y verán. ¡Aprendan a ser hombres, so cobardes!. En las punas de Huarca asomó un nuevo día. Cuando Bismarck se dio cuenta de la desaparición de los caballos, se quedó paralizado. Se trataba de un robo, efectivamente. Las matas de paja en las cuales los amarró estaban enteras, lo que no habría pasado en caso de un escape. Melba, viendo que no tornaba, salió a mirar y luego corrió hacia él. Se desesperó un largo rato. ¿Qué no estaban rotas las matas? ¿0 arrancadas? «Mira bien el suelo.» Tal vez se habían soltado de las sogas. 276 «Mira si están las sogas.» Para peor, en un retazo de tierra húmeda, aparecían rastros frescos de caballos herrados. Los de ellos no estaban herrados. -Bismarck, Bismarck, son los bandidos. Vámonos... Melba echó a correr entre el pajonal y Bismarck la siguió consiguiendo sujetarla, más ayudado por el cansancio de ella que por el convencimiento. -¡Dios mío, qué desgraciada soy!. El llanto fue caudaloso y largo. Tomaron de nuevo té y, como tenían hambre, se comieron todos los bizcochos. -¿Y qué vamos a hacer ahora? -preguntó Melba. -Esperar a que pase algún viajero o algún arriero para que nos faciliten cabalgaduras, cuando menos una para ti. -¿Qué? ¿Quién va a pasar por estas


soledades? -Iré entonces hasta el tambo a llamar a nuestro arriero. -¿Qué? ¿Quedarme aquí sola? ¡Ni medio minuto! -Entonces, vamos juntos. -¿A hacerme andar inútilmente? Yo me vuelvo al pueblo; inmediatamente me vuelvo al pueblo... -Está a diez leguas. -Casi todas son de bajada, me voy... -No te precipites, Melbita, espera un momento... -¿Esperar a que me descuarticen los bandoleros? Me voy, me voy... Tomó su bolso, y se fue, efectivamente. Bismarck Ruiz tuvo que echarse al hombro la alforja y dos ponchos y seguirla. Melba se puso a caminar con feroz resolución. Parecía que le sobraban fuerzas para veinte leguas de marcha. Nada decía, de rato en rato se secaba los ojos con su pañuelito y ni miraba siquiera al obeso Bismarck, de hábitos pachorrientos, que con la nariz amoratada y rezumando lágrimas de sudor, marchaba detrás diciéndole que no se apurara tanto. Las polainas le presionaban y hacían doler los tobillos. En cierto momento tuvo que sacárselas y echarlas a la alforja. El pantalón de montar, que no se perdía bajo el cuero de estilo, sino que ponía más en evidencia unas pantorrillas regordetas, daba al tinterillo una facha muy cómica. Melba lo miró de reojo y no pudo menos que sonreír. No contaremos todas las incidencias de ese viaje. El camino tomó de bajada al fin, pero eso no era una ayuda, porque Melba se había cansado terriblemente. No existían ya cuevas en la ancha falda por donde se contorsionaba el camino y en el cielo parecía incubarse una tormenta. La mujer se apoyó en el hombro fatigado de Bismarck y siguió caminando. 277 Piedras y altibajos menudeaban en la ruta. Melba tosía, sintiendo el pecho muy golpeado. Se puso a llorar a gritos y Bismarck sentía una tremenda pena y al mismo tiempo cierto disgusto. ¡Qué mujer hermosa y frágil y triste! Al fin apareció, subiendo la cuesta, un indio que jalaba un burro. Se sentaron a esperarlo. Después de mucho rato, llegó. Alquílame el burro. -No. -Véndemelo. -No, señor. -Haz esa caridad. La señorita no puede caminar, está enferma. Nos han robado los caballos y ella no puede caminar... El indio los miraba como diciendo: «¿Qué me importa? Friéguense alguna vez, futres malditos. ¿Tienen ustedes pena de nosotros?» Eso era lo que pensaba realmente. Dio un tirón para que el asno continuara y dijo: -No es mío el burro. Bismarck no aguantó más y sacando su revólver, disparó al indio muchas injurias y además un tiro por las orejas. El indio le arrojó la soga y se fue. El burro era viejo y peludo, muy lerdo, y tuvieron que montar los dos, porque Melba no conseguía mantenerle sola. El pobre asno bajaba pujando y yéndose de bruces. Por las cumbres se extendía ya, avanzando hacia ellos con pertinacia, un aguacero gris y tupido. Melba seguía llorando y Bismarck taloneaba inútilmente al asno para que trotara. Llegó un chaparrón y se pusieron los ponchos. Era más difícil manejar al burro ahora. Los ponchos se humedecieron y cuando Melba sintió un emplasto de frío en las espaldas, se lamentó de su desgracia perdiendo el control y pretendiendo arrojarse del burro. Ya se iba por otro lado el aguacero, felizmente. El viento sopló combatiendo los pechos y las nubes y luego hasta salió un poco el sol. Melba estaba tan triste que cuando aparecieron los primeros árboles y los techos del pueblo con su rojo fresco de tejas mojadas, no dijo nada ni dio ninguna señal de satisfacción. Bismarck la sentía febril entre sus brazos, caldeados al rodear el talle convulsionado por la tos. El burro cayó vencido por el cansancio. Felizmente, estaba por ahí el Letrao, joven de veinticinco años que aparentaba cuarenta y formaba con el Loco Pierolista la pareja de personajes curiosos del pueblo. Era hijo del secretario del municipio y había seguido sus estudios primarios con singular brillo, según lo reconocía el pueblo entero, pues tenía buena memoria y se aprendía las lecciones al pie de la letra. 278 «¡Así se estudia, jovencitos!» Saliendo de la escuela y a fin de no dar paso atrás en el camino del saber, se propuso aprender el diccionario de memoria, también al pie de la letra. Los notables del pueblo ya no lo


admiraron tanto y algunos se reían de él. ¿Quién, podía aprenderse el diccionario? Estaba chiflado. Los campesinos, en cambio, lo admiraban a ciegas. Ellos le pusieron Letrao. Iba siempre por los alrededores del pueblo, sosteniendo con una mano un negro paraguas abierto sobre su cabeza, en invierno y verano, acaso para que no se le volaran las ideas, y con la otra un abultado, diccionario de tapa roja. Caminaba repitiendo en alta voz los párrafos y mirando hacia lo alto para que los indiscretos ojos no lo ayudaran con un vistazo furtivo, y al caminar así tropezaba a veces en una piedra o pisoteaba los sembríos. Entonces los campesinos decían: «¡Es un sabio!” El sabio estaba ya por la letra CH. Se sentía muy importante y su vanidad creció cuando, al hojear su diccionario, encontróse con que la efigie de Sócrates se le parecía. Tenía la misma nariz aplastada. El Letrao paseaba esa tarde como de costumbre, metiéndose en la cabeza una media columna y Bismarck lo llamó a grandes voces. -¡Señor, señor! El Letrao detúvose con gesto contrariado y mirando severamente al atrevido que lo distraía de su noble faena. Cuando se dio cuenta de que era Bismarck Ruiz quien llamaba, cerró su paraguas y acercósele, sin abandonar su calma de estudioso. Melba Cortez estaba sentada a la vera del camino, con la falda sucia de pelos de asno y tosiendo mucho. -Señor, nos ha pasado una desgracia. Ahora, para peor, el burro se ha tendido allí, mírelo usted, y le ruego que nos ayude... El Letrao no encontró muy satisfactoria la forma de solicitar su ayuda, según la cual él iba a reemplazar los servicios de un burro. Debióse elegir una manera más adecuada, evidentemente, pero perdonaba, pues don Bismarck parecía muy acongojado. Lo estaba realmente y ni siquiera pudo notar que el indio del burro, que marchó aparentemente, encontrábase ya allí, al lado de su animal, tratando de pararlo. El Letrao preguntó con mucha circunspección: -¿Y qué tiene la señorita que tose tanto? -Creo que una congestión pulmonar... 279 -Hum, hum...-hizo el Letrao recordando, y luego agregó-: Congestibilidad, predisposición de un órgano a congestionarse; Congestión, acumulación excesiva de sangre en alguna parte del cuerpo. Congestivo, relativo a la congestión. ¿Ah? -Sabe usted mucho, joven -replicó Bismarck pero ahora le ruego que me ayude. El hombre de nariz socrática y el tinterillo condujeron a Melba al pueblo, en brazos. Como tenían que detenerse a descansar cada cierto tiempo, llegaron de noche. Melba hizo llamar a sus amigas las Pimenteles. El viento, la humedad y el esfuerzo habían realizado su trabajo, creció la fiebre y la hemorragia llegó incontenible. Melba obsequió a Laura el bolso en que guardaba sus cinco mil soles y, aniquilada por la fiebre, murió antes de que llegara el alba. De Bismarck Ruiz diríamos que sollozaba como un niño si de rato en rato no hubiera blasfemado maldiciendo al destino. Su dolor se complicó al ver que todos los que solían ir a los saraos no asistieron al entierro. Solo llevó a su muerta al panteón, que ahora ella era, más que nunca, la Costeña. Su casa lo recibió sin reproches. La mujer nada le dijo. Pobre mujer de carnes ajadas por el trabajo y senos mullidos por la maternidad. Bismarck fue una mañana a su despacho. La vida recobraba su ritmo lento y monótono, los días opacos volvían a ser. Muchos expedientes había allí. Bismarck cogió uno y lo estuvo leyendo largo rato. Se presentaba un resquicio legal. El amanuense de magnífica letra se había ido y su hijo no llegaba todavía, de modo que se puso a escribir él mismo, como quien regresa de un sueño a la rutina gris de todos los minutos: Señor Juez de Primera Instancia de la Provincia... Una tarde muy fría y oscura, de fuerte viento, Marguicha y Augusto estaban sentados junto a la laguna, por el lado de las totoras. Él comenzó a canturrear un huainito: Ay, patita de oro, pata de laguna: déjate empuñar, dame la fortuna. Ay, patita de oro, dame la fortuna: soy muy pobrecito, no tengo ninguna. 280 -¿De ónde sacas eso? preguntó Marguicha. -De aquí -respondió Augusto señalándose el corazón. -¿Cierto que será


de oro la pata? -Así dicen, ésta es laguna encantada... Marguicha se quedó pensando en el oro. Era bello el oro. El oro del sol, el oro del trigo, el oro del metal. Ahora no había ninguno y todo estaba triste. No, sus cuerpos eran alegres todavía y se amaban. Augusto dijo: -Me iré a la selva. -¿Al bosque? -Al mesmo bosque, a sacar el caucho. Da mucha plata el caucho. Después nos iremos a comprar un terreno po algún lao. Aquí acabaremos mal con el maldito... -¿Y si aura estoy preñada? -Mejor, me esperarás con más constancia... -Llévame con vos... -La selva no es pa las mujeres... Hay peligros... Augusto trocó a la comunidad el caballo bayo por los granos que le habían tocado y veinte soles. Marguicha fue a la casa de doña Felipa, una comunera, a pedirle agüita del buen querer. Doña Felipa surgió a raíz de la desaparición de Nasha Suro. No se la daba de bruja. Entendía de yerbas para los males, sobre todo de amor, los que curaba o mantenía. Entre Eulalia y Marguicha zurcieron las ropas de Augusto y le prepararon el fiambre. La mocita, en un momento en que no la veía la madre, roció la gallina frita con agüita del buen querer. Augusto se fue. -Anda con bien -le dijo Rosendo. Eulalia gimoteaba y los demás familiares y parientes lo despidieron en silencio. -No te tardes mucho le gritó Marguicha mientras se alejaba. Augusto contuvo su deseo de voltear la cara a fin de que no lo vieran llorar y puso su bayo al galope. En la lejana capital del departamento, el diario “La Verdad», redactado por «elementos disociadores», publicó una breve información sobre el despojo sufrido por los comuneros de Rumi y un largo editorial hablando de las reivindicaciones indígenas. El diario «La Patria», redactado por «hombres de orden», publicó una larga información sobre la sublevación de los indígenas de Rumi y un apremiante editorial pidiendo garantías. 281 En la información decíase, entre otras cosas, que don Álvaro Amenábar se había visto obligado a demandar ciertas tierras a una indiada que las ocupaba ilícitamente. Los indios cedieron al principio, en vista de la justicia del reclamo, pero mal aconsejados por agitadores y el famoso bandolero llamado el Fiero Vásquez, se sublevaron dando horrorosa muerte al señor Roque Iñiguez. Sólo la intervención enérgica y decidida del teniente Brito, al mando de sus gendarmes, pudo impedir que cayeran víctimas del crimen otros hombres respetables y probos. El asunto no terminó allí, sino que el Fiero Vásquez y una decena de forajidos asaltaron el correo que conducía un expediente favorable a Amenábar. Los mismos continuaban cometiendo toda clase de crímenes. Por último, había llegado a la capital de la provincia un abogado que era miembro de la llamada Asociación Pro-Indígenas, quien, so capa de humanitarismo, alentaba reclamaciones injustas que no podían sino engendrar perturbadores desórdenes. El editorial hablaba del orden y la justicia basados en las necesidades de la nación y no en las pretensiones desorbitadas de indígenas ilusionados por agitadores profesionales. Destacaba a los hacendados de la «provincia alzada» como ejemplos de laboriosidad y honestidad, siendo el conocido terrateniente don Álvaro Amenábar y Roldán, hombre de empresa, probo y digno. Hablaba luego del bandidaje y la revolución amenazando el disfrute de la propiedad legítima y honradamente adquirida y pedía el envío de un batallón para restablecer el imperio de la ley y el orden necesario al progreso de la patria, terriblemente perturbado por criminales y malos peruanos. El señor prefecto del departamento recortó la veraz información y el nacionalista editorial de «La Patria» y los envió al Ministro de Gobierno, acompañados de un largo oficio en el cual ratificaba la gravedad de la situación y pedía instrucciones. En Yanañahui, la pared del corral de vacas amaneció con un gran portillo, hecho adrede. Después de una prolija búsqueda, logróse reunir a las vacas que se habían ido por las laderas. Faltaban muchas. ¿A quién reclamar? ¿Qué hacer? Lo que más apenaba era la pérdida de dos bueyes de labor. 282 Los bandoleros, con excepción del Fiero


Vásquez y Valencio, estaban en la caverna más grande, rodeando el fuego. Ya habían comido y ahora mascaban la coca. Doroteo Quispe hacía honor a la fealdad de todos, Condorumi a la corpulencia de los menos y Jerónimo a la callada meditación del Abogao, pero los veteranos no hacían honor a la piedad de ninguno de los novatos. Al contrario, se habían burlado de ellos a cada rato y los tenían por cobardes. Esa noche, el que comenzó con las pullas fue un apodado Sapo, debido a que tenía los ojos saltones y la ancha y delgada boca dentro de una cara chata. Era muy feo y parecía ciertamente un sapo. -Así que tenemos señoritas... ¿Pediremos un besito a las señoritas? Y luego aflautaba la voz, imitando a una hembra modosa: -Ay, ay, no, bandoleros sucios... bandoleros brutos... bandoleros malos... mamá, mamacita... Estallaron risotadas que hacían palpitar el fuego. Hasta el meditativo Abogao rió un poco. Los novatos se miraban entre sí. Doroteo rugió: -¿Y qué, Sapo? ¿Quieres peliar? Lo llenó de injurias. Alguien puso en las manos de Doroteo un cuchillo. Alguien le pasó un poncho, que se envolvió en el antebrazo. El Sapo ya estaba equipado en igual forma. Los demás se arrimaron contra las paredes de la caverna, sumiéndose un poco para ajustar su cuerpo a la concavidad de la roca. A un lado quedó el fuego y en el centro, un tanto encorvados, más bien agazapados, los contendores. El silencio permitía oír la crepitación de los leños. El Sapo sonreía confiadamente. Doroteo abría un poco la boca, haciendo ver los colmillos. Dio un salto el batracio y Quispe retrocedió pesadamente. Parecía un oso más que nunca. El Sapo pensaba dar una lección de cuchillo. El Oso, defenderse y atacar si era posible. Nunca había peleado y tenía miedo. Había visto pelear dos veces en las ferias y le gustó el estilo de uno que estaba a la defensiva, midiendo, hasta que el otro le daba una buena ocasión. -Vamos, Sapo -lo alentó alguien. El Sapo se tiró de lado y Doroteo hizo un feliz esquive. ¡Vaya con el indio suertudo! Ahora iba a ver. Los cuchillos fulgían dando tajos de luz mientras el Sapo saltaba dando vueltas y Doroteo lo medía temerosamente. El Sapo simuló herir por el pecho y cambiando de mano el cuchillo, se abalanzó sobre el vientre. 283 Pero ya bajaba, seguro, el brazo emponchado que se levantó para cubrir el corazón, y el cuchillo del Sapo se clavaba en el mazo, en tanto que el de Doroteo alcanzaba a cortar el hombro. -¡Sangre! -gritó un bandido. Las sombras de los contendores se batían por las concavidades de la caverna, alcanzándose fugaz y fácilmente. Brillaban las pupilas de los espectadores. La sangre enrojeció el brazo del Sapo y comenzó a chorrear al suelo. El veterano dejó de sonreír. Se daba cuenta ahora de que no tenía un rival chambón. Notaba que era un novato, pero lucía vista rápida y golpe seguro. En el silencio, el jadeo de los luchadores era ya como el jadeo de la muerte. -Entra, Sapo -gritó la voz amiga. Los peleadores se respetaban, cambiando fintas en una contienda monótona. -¿Temes, Sapo? El Sapo comenzó a insultar a Doroteo diciéndole que atacara. Es lo que había esperado hasta el momento. No hay nada más fácil que alcanzar a un novato agresivo. «Entra, cobarde.» Abría la guardia alardeando de valor. A Doroteo le había pasado el miedo. Estaba todavía ileso, en tanto que su rival sangraba. -Peleen, gallinas, y no se estén picoteando... Los pies enrojecían en sangre. El Sapo comprendió que de no terminar rápido iba a debilitarse peligrosamente. Saltó, volteó, cambió de mano el cuchillo y se lanzó de nuevo. En esta ocasión no falló del todo y logró herir un muslo. Doroteo, por primera vez, atacó en el instante en que el otro saboreaba su golpe. ¡Qué feo tajo! La mejilla del Sapo quedó partida y la bola de coca se escapó por una boca púrpura. El suelo estaba ya muy sanguinolento. Se resbalaba con facilidad. De la sangre caliente emergía un vaho que se condensaba en el frío de la noche. Uno de los dos tenía que morir y ambos estaban furiosos, con furia tanto más atormentada cuanto que debía contenerse para calcular bien el golpe y al mismo tiempo no recibir otro. -Adentro, Sapo... El


Sapo lloraba de rabia e impotencia. Hubiera deseado zurcir a cuchilladas el vientre de Doroteo, pero él lo tenía sumido, bien cubierto con el brazo emponchado, ese brazo de guardia firme que también defendía el pecho, ese pechó ancho pero curvado hacia adelante, de modo que el cuchillo no pudiera encontrar fácilmente el corazón. Por la espalda acaso, si no volteaba rápido. Toreó el Sapo, abriendo la guardia. Doroteo retrocedió. ¡Las adivinaba todas el maldito indio! 284 Con Ia izquierda entonces. Doroteo, al dar una rápida vuelta, estuvo a punto de caer. El Sapo tomó nota del resbalón. Cada vez más la muerte de uno de ellos, cuando menos, aparecía como cierta. Tragaban saliva los espectadores. Emocionaba el valor. «Hombres son», comentó alguno. La vida era empecinada y deleznable; dura y asequible la muerte. -No se desangren... -Terminen... Ninguno de los mirones tenía compasión y contemplaban con un salvaje deleite que contenía sus arrebatos para no perturbar el duelo. Condorumi y Jerónimo, que estuvieron temblando al principio, se habían aquietado ya. Veían la muerte como una clara ley del cuchillo. Una estrella, que atisbaba desde un rincón lejano, era la que tiritaba un poco. Aún el fuego ardía con una plenitud calmada. El Sapo dio las espaldas a la hoguera y ensombreció el piso. Luego hacia un lado y rápidamente al otro y Doroteo, al voltear, cayó. Eso era lo que esperaba el Sapo, quien se abalanzó sobre el caído para cruzarle el pecho, pero Quispe, con una rápida y poderosa flexión de las piernas, lo arrojó contra uno de los espectadores, no sin que una pierna le quedara herida por un tajo largo. Ambos se pusieron de pie, roncando de cólera. La sangre humeaba y los que miraban se iban enfureciendo, como ocurre con los animales de presa a la vista de la sangre. Los cuerpos ya no podían estar quietos. Condorumi, especialmente, se había encolerizado al ver que el Sapo atacaba a un caído. Pero el final tardaba en llegar. Los bandidos gritaban: -Aura... Los cuchillos ya no brillaban. Chorreaban sangre como lenguas de pumas. Sangre había en el suelo, en los ponchos, en los cuerpos, en las caras. La frente de Doroteo quedó herida en un entrevero y un líquido rojo y espeso resbalaba sobre sus ojos, impidiéndole ver bien. Sangre. El que se debilitara primero iba a morir. El Sapo temía ser él y se apresuraba. -Entra vos, Doro... -gritó Jerónimo, viendo que Quispe perdía oportunidades debido a su recelo. Doroteo estiró el brazo y el Sapo saltó violentamente hacia atrás, golpeando a Condorumi, quien perdió el control y le dio un empellón que lo hizo caer de bruces. Doroteo lo recibió con el cuchillo, que engarzó el cuello abriéndolo de un solo tajo. «Así no», gritó la voz amiga del Sapo, en el momento en que éste era empujado, y un hombre cayó sobre Condorumi, cuchillo en mano. 285 Jerónimo sacó también su cuchillo, pero ya Condorumi cogía del brazo armado al atacante y luego lo arrojaba contra una saliente roca, abriéndole el cráneo. Restallaron injurias y se armó una trifulca. Jerónimo fue herido en el pecho por otro bandido y el Abogao se puso de su lado, mientras Doroteo enfrentaba a dos, retrocediendo hacia la salida, y Condorumi gritaba pidiendo un cuchillo. En eso se presentó el Fiero Vásquez, revólver en mano, dando un salto hasta el centro de la caverna y gritando con su poderosa y contundente voz: -Paren, mierdas, qué hacen... Todos se detuvieron y Valencio, que estaba en la puerta, derribó de un culatazo en la nuca a un obstinado que seguía atacando a Doroteo. Los bandidos guardaron sus cuchillos con lentitud y gruñendo. El Fiero dijo: -No quiero explicaciones: lo vi todo. Aura, al que siga la pendencia le meto cinco tiros en el coco... Se fue seguido de Valencio y desde la puerta gritó, que por algo debía ser el jefe indiscutido: -Si quiere alguien peliarme, ya está... El Fiero sabía combatir de lado, mirando con su ojo pardo y como era muy ágil y fuerte daba tajos mortales desde un comienzo, cuando el rival recién estaba adaptándose a la nueva táctica y pensando sacar partido de la tuertera. Nadie le contestó. Había comenzado a llover. Los bandidos


colocaron los dos muertos a la entrada de la caverna para enterrarlos al día siguiente, luego curaron sus heridas con alcohol, yodo y algodón y se acostaron en los rincones que no estaban salpicados de sangre. En el piso del centro aún brillaba la sangre a la luz de un fuego mortecino y flotaba una leve nube, perdiéndose entre la fría niebla que comenzó a entrar. Algunos bandidos dormían ya y otros comentaban las incidencias de la pelea. Los tres novatos y dos veteranos estaban heridos y a Doroteo le dolía intensamente el largo tajo de la pierna. Como no disponían de muchas vendas, le habían acondicionado el algodón sujetándolo con una faja de las usadas en la cintura. Al naciente duelista sólo le sorprendía el hecho de que no se hubiera acordado del Justo Juez. Estaría de Dios que se salvara sin rezar la oración. El Abogao interrumpió sus cavilaciones diciéndole: -Aura ya han matao y probao sangre: ya son como nosotros... De este modo, los comuneros quedaron realmente incorporados a la banda del Fiero Vásquez. 286 Se fueron, de Yanañahui muchos jóvenes y algunos hombres maduros. Esperaban vivir en mejores condiciones y quién sabe, quién sabe, tener éxito. Corrían voces diciendo que en otras partes se ganaban buenos salarios y se podía prosperar. Se fueron Calixto Páucar, Amadeo Illas y su mujer; Demetrio Sumallacta; Juan Medrano y Simona, a quienes sus padres recomendaron mucho que se casaran en la primera oportunidad; Pedro Mayta y su familia; Rómulo Quinto, su mujer y el pequeño Simeón, inconsciente todavía de todas las penurias, y muchos otros a quienes no vimos de cerca y cuyos nombres callamos, porque ignoramos, si hemos de encontrarlos en la amplitud multitudinaria de la vida. También se quiso marchar Adrián Santos, pero sus padres lo retuvieron diciéndole que era muy tierno todavía... Las cosas empeoraban en la comunidad. El ganado seguía perdiéndose y las siembras, en tierras combatidas por las heladas y roturadas precipitadamente, no aseguraban una buena recolección. El año iba a ser malo: sabía Dios si se cosecharía para comer. Además, don Álvaro Amenábar daba señales de ir adelante. El caporal Ramón Briceño había amenazado a los repunteros diciéndoles que pronto tendrían que obedecerle como a representante del hacendado. Parecía que pensaban reducir a los comuneros por hambre, comenzando por llevarse el ganado. Entonces, mejor era irse. Rosendo nada decía. ¿Qué iba a decir? Sufría viendo la disgregación de la comunidad, pero no podía atajar a nadie para que fuera un esclavo o en el mejor de los casos un hambriento. En realidad, muchos otros se habrían marchado de tener un objetivo preciso. Los más se sentían viejos para cambiar las costumbres o tenían numerosa familia, a la que no podían exponer. Los que se iban no sabían a ciencia cierta adónde, ni qué ocupación encontrarían. Algunos, del mismo modo que Augusto Maqui, estaban muy ilusionados a base de referencias. Se fueron por el sendero que bajaba al caserío; por otro que cruzaba las ruinas de piedra y se perdía en las faldas de El Alto en pos del camino al pueblo; por otro que se remontaba por los cerros de esta cordillera y continuaba culebreando en yermas punas. Se fueron lentamente, cargando grandes atados. Se fueron por el mundo... Dos niños y una anciana murieron de influenza. 287 Después hizo muy mal tiempo mientras aporcaban las papas, y el comunero Leandro Mayta, a quien las fiebres habían dejado débil, cogió una pulmonía y murió también. Lo enterraron en el panteón que habían ubicado en una de las faldas menos inclinadas de El Alto. No hubo sitio mejor para situarlo, pues en la pampa se habría inundado en invierno -media vara de altura tenía el agua-, y en las faldas del Rumi estaban las chacras y el caserío. Mucha piedra había en el nuevo panteón y tuvieron que cavar dos veces la sepultura de Leandro, pues en la primera apareció una inmensa roca que les impidió ahondar lo necesario. Leandro fue a hacer compañía al buen Anselmo, a la anciana y a los niños. En esa altura, cuyo frío facilitaba la conservación de los cadáveres, ellos estarían allí,


bajo las tempestades, las nieblas, los soles y los vientos, como una familia dormida en una gran casa de piedra. 288 C


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