Fascículo 4 CAPITULO 15 SANGRE DE CAUCHERÍAS Tres emociones hondas y poderosas confluían y se mezclaban en el alma de Augusto Maqui durante El viaje por la trocha. Una era la del momento en que se despidió de su caballo en la plaza de Chachapoyas. Con él abandonaba al último comunero. Bien mirado, Benito Castro tuvo más fortuna, puesto que no pasó por la pena de tener que despedirse de Lucero. Augusto palmeó el cuello del bayo, recibió con displicencia los treinta soles que por él le dieron y estuvo viendo cómo su nuevo propietario lo llevaba jalando calle abajo, hasta desaparecer doblando una esquina. Es una tristeza inexplicable la del campesino que se queda a pie, separándose de su caballo, en un mundo desconocido. El animal sufre también. Hay caballos que voltean hacia su dueño y relinchan dolorosamente. Hay hombres que lloran en la hora de la separación. No es un hombre el que se aleja, pero se halla tan ligado a su suerte, lo ha sentido vivir tanto con él, por él, que quisiera retenerlo diciendo la palabra amigo. Mas surgen las discrepancias incontrastables, esas vallas pugnaces que señalan límites a la actividad de todos los seres, y el camino se parte en dos y la vida es otra para cada cual. El caballo no podía ir a la selva. Augusto sí. No relinchó el bayo, sino que encogió nerviosamente su cuerpo duro y pequeño al golpe fraternal de las palmadas y luego miró al mozo con sus dulces ojos negros. Cuando él comprador tiró de la soga, se resistió inquietamente, volteó hacia Augusto como invitándolo a intervenir y por fin, ante el chasquido del látigo, entregado a una dolorosa renuncia, partió con paso tardo y medroso. El muchacho no lloró, sin duda porque estaba presente don Renato, el contratista, quien le fue diciendo desde Cajamarca, donde le adelantó trescientos soles, que la selva necesita corazones de acero. Otra emoción poderosa estaba constituida por la pérdida de los cerros el encuentro del vegetal. 373 Poco a poco, se fueron quedando atrás las cumbres, los riscos, las lomas, las faldas, las laderas. Las mismas piedras quedáronse atrás. Crecían los vegetales en cambio. La paja se hizo arbusto, el arbusto matorral, el matorral manigua y la manigua, selva. Augusto volvió la cara al advertir que caía paulatinamente a la sima profunda. Muy lejos, en el horizonte, se extendía una quebrada línea de montañas azules. Ese había sido su mundo. Ahora, tremaba el bosque frente a él, sobre él, como un nuevo mundo, y Augusto lo ignoraba. La tercera emoción poderosa fue la de la carga. Cuando comenzó la floresta, los arrieros que había contratado don Renato se volvieron con sus acémilas y una avanzada de caucheros llegó arreando diez indios selváticos que cargaron los bultos: armas, conservas, ropas, hachuelas. Con fuerza y resignación animal y también con su padecimiento, que apenas daba de cuando en cuando un ronquido, se echaron sobre las espaldas los fardos y partieron. Se hundía en la selva el túnel de una trocha, con piso de lodo, bóveda de ramas y paredes de troncos y llanas. Delante marchaban los indios, detrás don Renato, los muchachos contratados, entre los que se hallaba Augusto, y los caucheros. Era la tarde y sin embargo parecía ya el anochecer. De cuando en cuando, el sol se filtraba dando un violento chicouzo de luz que enceguecía las pupilas. El suelo fangoso estaba dividido en hoyos según el largo del paso. En ellos chapoteaban los caminantes monótona y lentamente: ploch, ploch, ploch. Iban en fila y cada uno miraba las espaldas del compañero, algunos tallos y más allá, la sombra. Les parecía avanzar hacia la noche. Don Renato dijo en cierto momento, sin duda sintiendo sobre sí toda la sugestión dramática del bosque amazónico: «Muchachos, estamos en la selva». Ciertamente. Y el alma de Augusto confundía en una sola emoción al bayo y a la espalda doblada por la carga. Marguicha surgía en cierta zona especial de su intimidad, triunfando de todas las