La señal de la plaga (primeros capítulos)

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LA ESPERADA SECUELA DE

LA GRAN PESTE SE HA APODERADO DE LAS CALLES DE LONDRES, PROPAGANDO EL TERROR DE LA MUERTE ENTRE SUS HABITANTES. TODO PARECE INDICAR QUE LA ANTIGUA PROFECÍA SOBRE EL FIN DEL MUNDO ERA CIERTA… SIN EMBARGO, UN NUEVO MAESTRO BOTICARIO LLAMADO GALENO HA LLEGADO A LA CIUDAD CON LA PROMESA DE UNA CURA, PERO ESTE ENIGMÁTICO HOMBRE NECESITA UN LUGAR DONDE PREPARAR SU MILAGRO DE CIENCIA, Y LA VACANTE EN LA ANTIGUA BOTICA DE BLACKTHORN PARECE LA MEJOR OPCIÓN. PERO CUANDO LA VIDA DEL NUEVO MAESTRO CORRE PELIGRO, CHRISTOPHER Y SU FIEL COMPAÑERO TOM DEBERÁN RESOLVER LOS INTRINCADOS MISTERIOS DE LO QUE PARECE EL INICIO DE OTRA TERRIBLE CONSPIRACIÓN.

«Una novela llena de giros inesperados, códigos ingeniosos y oscuros enigmas.» — Booklist

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#LaSeñaldelaPlaga






Una aventura de

Traducciรณn de Laura Lecuona


Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.

La señal de la plaga Título original: Mark of the Plague © 2016, Kevin Sands Autor y editores agradecen a Wellcome Trust y Wellcome Library por facilitar los anuncios de mortalidad que aparecen en las páginas 252 y 417 de este libro. Traducción: Laura Lecuona Ilustración de portada: James Fraser © 2016, Puffin Books Diseño de tipografía en portada: Laura Lyn DiSiena y Greg Stadnyk Fotografía del autor: Thomas Zitnansky Adaptación de portada en español: Francisco Ibarra D.R. © 2017, Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com www.grantravesia.es D.R. © 2017, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Polanco Chapultepec, C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de México www.oceano.mx www.grantravesia.com Primera edición: 2017 ISBN: 978-84-946587-4-7 Depósito legal: B-18897-2017 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. impreso en españa

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DEFUNCIONES TOTALES HASTA LA FECHA: 30.551



Diré esto: la piel de erizo arde con gran facilidad. Descubrir ese hecho curioso no era el objetivo de mi último experimento. Como el maestro Benedict siempre decía, uno nunca sabe lo que podrá dar lugar a un gran adelanto. Sin embargo, la manera como se abrieron los ojos de Tom ante las llamas que se extendían por la cabeza del erizo disecado en el alféizar me hizo pensar que, más que adelanto, esto era un revés. Debo decir en mi defensa que yo no había tenido la intención de prenderle fuego a Harry. Por supuesto, para Tom este argumento no tiene ningún peso. Tú nunca tienes la intención de prenderle fuego a nada, —diría, cruzando sus enormes brazos y fulminándome con la mirada—, pero de igual modo ocurre bastante a menudo. Todo comenzó, como de costumbre, con una idea. Y con el hecho de que no presté atención a esa voz que me decía: Esto es una mala idea.



CapÍtulo

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E

sto es una mala idea —dijo Tom. Miró de reojo el artefacto en el otro extremo de la

mesa de trabajo, como si mirarlo directamente pudiera sacarle los ojos. —Ni siquiera sabes lo que hace —dije. —Estoy bastante seguro de que no quiero saberlo —dijo mordiéndose los labios. El artilugio sí parecía un poco… bueno, extraño. Medía unos doce centímetros de alto. Su parte superior sobresalía y se sostenía sobre un estrecho cilindro vertical envuelto en papel. La parte superior del artefacto se equilibraba sobre tres puntas de madera que emergían de la parte inferior. Una mecha para cañón lo recorría desde un extremo. —Es como una seta con cola —dijo Tom alejándose de la mesa—. Con cola inflamable. No pude evitar sentirme un poco herido. Raro o no, este artefacto era lo más importante que yo había hecho. El resto del equipo de la botica —frascos de cerámica, objetos de cristal cortado, cucharas, tazas, ollas y cacerolas— estaba amontonado sobre las mesas laterales, frío y silencioso. En la habitación sólo quedaba el tenue olor de los componentes y brebajes.


Hasta el horno gigante con forma de cebolla que se encontraba en el rincón estaba quieto. Porque ésta era la creación que salvaría mi botica. La sostuve en alto, orgulloso. —“Ahúme su Hogar gracias a Blackthorn. Le garantizamos que… eh… ahumará su hogar”. Bueno, hay que trabajar un poco más en el anuncio. —Hay que trabajar un poco más en tu cerebro —replicó Tom. Ahora sí que había llegado demasiado lejos. —Mis inventos hacen exactamente lo que deben hacer. —Ya lo sé —dijo Tom—. Ése es el problema. —Pero… Mira —con toda delicadeza dejé mi Ahúme su Hogar— y le enseñé el dibujo que había hecho en una hoja de pergamino desenrollada .

Ahúme su Hogar con Blackthorn Un invento de Christopher Rowe, aprendiz de boticario

cubierta de papel para su fácil limpieza mecha secundaria que se enciende en el aire soportes de madera (no tocar)

harina, hierbas, serrín y humo de pólvora que inundan la estancia y evitan la peste (esta parte hace BUM: no la apunte hacia el rostro) la pólvora lanza el artefacto (precaución: puede explotar)

mecha para cañón (cuidado si está cerca del fuego)


—Es como los fuegos artificiales —dije, y en retrospectiva pienso que tal vez no fue el mejor modo de empezar. Hay que encender la mecha por abajo. La pólvora lanza la parte de arriba por los aires, y luego la segunda mecha provoca el estallido —moví el brazo como si estuviera mostrando telas de seda en la Royal Exchange*—. “¡Llene de humo cualquier habitación para mantener a salvo a su familia! ¡Pensado para ahuyentar la peste!” —Ajá —dijo Tom. Creo que mi teatro no lo impresionó ni un poco—. ¿Por qué está lleno de harina? —Ah, eso es lo mejor. Mira. Fui a un extremo del taller, donde tenía guardados los dos sacos de harina que me quedaban. Cogí un puñado y levanté la vela encendida que estaba en la mesa. Cuando le eché la harina, la llama estalló y refulgió. —¿Ves? —le dije—, explota. Eso es lo que el verano pasado hizo explotar el molino de Campden. Había demasiada harina en el aire. Tom se presionó los dedos contra la frente. —¿Has basado un invento en la explosión de un molino? —Bueno, eso es menos peligroso que la pólvora, ¿no? —pero Tom no parecía creer que eso fuera buena publicidad—. En todo caso, cuando la harina explota, incinera el serrín y las hierbas, y llena de humo la habitación. Y no conocemos nada mejor que ese humo para evitar la peste. Incluso podemos fabricarlos bajo pedido y construirlos con el tipo de madera que el cliente prefiera.

* La Royal Exchange de Londres fue una antigua bolsa de comercio fundada en el siglo XVI para actuar como el centro del comercio de la City de Londres. 13


—¿Y qué es lo que te hace pensar que la gente no puede encender un fuego y ya está? —preguntó Tom. —La gente no puede encender fogatas en su casa así sin más. —Claro, esto que haces parece mucho más seguro. —Lo es —insistí—. Sólo hay que mantenerlo alejado de las cortinas. Y de las lámparas de aceite y de las mascotas. Mira, voy a enseñártelo. Tom retrocedió. —Espera, ¿de verdad vas a encenderlo? —¿Y qué otra cosa haría con él? —Pensaba que sólo bromeabas. Una paloma regordeta moteada de blanco y negro bajó aleteando desde las repisas de los componentes hasta donde yo estaba. Comenzó a zurear. —Sí, Bridget, por favor, hazlo entrar un poco en razón —dijo Tom. Bridget picoteó la mecha de cañón. Retrocedió con un gruñido y se alejó por las escaleras batiendo las alas. —¿Lo ves? —añadió Tom, escondido detrás de la mesa de trabajo—, hasta las aves piensan que estás loco. —Te arrepentirás cuando me esté bañando en oro. —Correré el riesgo —se oyó la voz de Tom detrás de la madera. Encendí la mecha. La vi crepitar y chisporrotear y luego fui con Tom detrás de la mesa. No porque estuviera preocupado, por supuesto, sino porque me pareció… prudente. Terminó de quemarse la mecha. Por un momento nada sucedió. Luego la pólvora se encendió. Hubo un silbido y saltaron unas chispas por debajo. El cilindro saltó por los aires. 14


—¡Funciona! ¡Funciona! —grité tirando a Tom de la manga. Luego empezó a quemarse la segunda carga. De la parte inferior salió una fina llama humeante. El artefacto se movió lentamente a un lado y salió disparado por la puerta hacia el mostrador de la botica. —¿Eso es lo que se supone que iba a pasar? —preguntó Tom —Bueno… —dije, pero la respuesta correcta era no. Desde la puerta de la botica surgió un destello, y luego se oyó un estruendo. El estruendo era de esperar. La voz que lo siguió, no. —¡Aaaaaaaah! —dijo.

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C

orrimos hacia el mostrador de la botica, y de pronto me sentí un poco confundido.

Por un lado, ¡mi invento funcionaba! Mi “Ahúme su Ho-

gar” había llenado la botica de una neblina espesa de olor dulce. Por otro lado, había una gran mancha negra en la pared, entre la puerta de entrada y la ventana. Y justo ahí, Harry, el erizo disecado del alféizar, estaba en llamas. Agitando los brazos y tosiendo, Tom se precipitó a abrir la puerta principal. Cogió al erizo por la cola (la única parte del animal que aún no había empezado a arder) y lo arrojó a la calle. Harry rodó formando un arco en llamas y rebotó dos veces en los adoquines antes de detenerse y quedar tumbado mientras se consumía. Tom me miró. Me sonrojé. —Espera un minuto —empecé a decir, pero en ese momento me di cuenta de que el mostrador de la botica estaba vacío—. ¿No acabamos de escuchar el grito de alguien? Tom abrió los ojos como platos. —Has hecho estallar a un cliente. —En realidad, ha estado a punto de hacerlo —dijo una voz cantarina.


La coronilla de un hombre se asomaba por detrás de la mesa del mostrador, cerca de la chimenea. Vi el conocido mechón de pelo blanco ralo, los ojos un poco empañados, y sentí un espasmo en el corazón. —¡Maestro Isaac! —grité. —Me alegra ver que están ocupados, jóvenes. Isaac salió a gatas de debajo de la mesa y se puso en pie con la lentitud propia de los ancianos a los que les crujen las articulaciones. Me lancé hacia él y me detuve justo antes de estrellarme. —¿Está bien? —Mejor que el erizo —dijo Isaac, sacudiéndose los pantalones bombachos—. ¿Puedo preguntar cuál es el propósito de todo esto? ¿La bestia les ha molestado de alguna manera? —Es mi invento, con el que espero terminar con la peste. El maestro asintió. —Imagino que reducir a alguien a cenizas evitaría la enfermedad. Mi rostro se encendió presa del rubor. —Lo lamento de verdad. —No ha habido daños —notó entonces un pedazo chamuscado en el hombro de su jubón—, bueno, sólo algunos. No te preocupes. Tan avergonzado como estaba, me alegró mucho verlo de nuevo. Isaac Chandler, el librero, había sido uno de los pocos amigos del maestro Benedict. Y luego se hizo también amigo mío y nos ayudó a Tom y a mí a detener a la Secta del Arcángel, que la primavera pasada había asesinado a doce hombres, incluido mi maestro. Isaac era el propietario de una librería enclavada en una callejuela de almacenes al norte del Támesis. Y lo más importante, en un sótano abovedado va17


rios metros por debajo de la tienda mantenía una biblioteca alquímica secreta, repleta de obras antiguas que abarcaban siglos de conocimiento arcano. Yo había estado allí en dos ocasiones: una vez para recoger la llave que me ayudó a revelar un secreto del maestro Benedict, y la otra, cuatro semanas después, para ocultar el secreto que mi maestro me había enviado a encontrar: la fórmula de una terrible arma explosiva llamada Fuego del Arcángel. Cómo quisiera haber ido más veces. La acogedora y cálida librería de Isaac se había convertido rápidamente en uno de mis lugares favoritos. Pero en ese mismo momento me alegraba de que él estuviera allí. Llevaba dos meses fuera de la ciudad. —¿Ha regresado a Londres para quedarse? —pregunté. —Sí y no —Isaac sacó un gran bolso de cuero de debajo del mostrador—. ¿Puedo sentarme? El camino a casa ha sido agotador. —Por supuesto —cogí el bolso y lo conduje al cómodo sillón que había junto a la chimenea. —Sería mejor un lugar más privado —dijo, haciendo un gesto hacia el taller. Sorprendido, lo acompañé al fondo. Tom aguardó y recogió un cepillo para, con gesto resignado, empezar a limpiar la pared chamuscada. Isaac avanzó cojeando hacia un taburete frente a una de las mesas de trabajo y me hizo señas para que lo acompañara. Lo hice, y puse el bolso entre los dos. Ahora que estábamos fuera de la bruma podía verlo con mucha mayor claridad. No tenía buen aspecto. Se me hizo un nudo en el estómago. —¿Pasa algo? —No tengo la peste, si te refieres a eso —aclaró—. Sin embargo, sí parezco haber envejecido mucho. 18


Se desplomó en el taburete, con los ojos hundidos y la cara llena de polvo de la calle. Le llevé una jarra de cerveza, del único barril que quedaba en mi despensa, junto con el último bizcocho de desayuno, que Tom había horneado esa misma mañana. Isaac se bebió la cerveza en cuatro tragos. —Gracias. Hacía muchos años que no montaba a caballo —se acomodó en el taburete—. Mi espalda desearía que hubiera pasado más tiempo. —¿Acaba de llegar? Asintió con la cabeza y dijo: —Hace una hora. He llegado con un viejo amigo tuyo. Fruncí el ceño. ¿Tenía yo siquiera un viejo amigo? —Lord Ashcombe —aclaró Isaac. Lord Richard Ashcombe era el guardia del rey, el protector personal de Su Majestad, Carlos II. Junto con Isaac, él había tenido un papel decisivo en la detención de la secta. —Pensaba que estaba en Wiltshire con el rey —dije. —Sólo ha venido a Londres a pasar el día, pero necesitaba reunirme con él, pues traía algo para mí. Isaac abrió su mochila y extrajo dos paquetes. El primero estaba envuelto en un trapo de lino. Isacc le dio un golpecito al segundo, que estaba envuelto en una funda de cuero engrasado y firmemente atado con cuerda. Los nudos estaban sellados con lacre. —¿Qué es? —pregunté. —Un libro —respondió—, un libro muy especial. Llevaba treinta años intentando adquirirlo. Me quedé mirando el paquete, como si al esforzarme lo suficiente pudiera mirar a través del cuero. —¿De qué se trata? Isaac pasó las yemas de los dedos por la cuerda. 19


—Eso no es importante ahora. Tal vez algún día te lo muestre, pero hoy no. El maestro Benedict solía responderme así, y yo me enfurecía. Además, como seguramente no conseguiría convencer a Isaac de decírmelo, contuve mi decepción y pregunté: —¿Qué hay en el otro paquete? —Nada demasiado valioso, pero inestimable para mí. Abrió la envoltura de lino. Debajo había un bizcocho de miel recién horneado, con glaseado de azúcar. —Mi dulce favorito —dijo—. Toma un poco. Corté un pedazo. Se me hacía agua la boca. Seguí examinando el misterioso paquete que reposaba en el mostrador. —¿De dónde ha salido? —De la panadería de Fleet Street. —Me refería al libro. —Ah, ¿sí? —Maestro Isaac —dije exasperado. —De Egipto, ha venido de Egipto, y eso es todo lo que voy a decir —respondió afable y volvió a meter el libro en el bolso—. Me alegra ver que la peste no te ha hecho perder la curiosidad. Ni el apetito. —Lo siento —dije. Ya había devorado la primera porción, y supongo que Isaac había notado cómo miraba el resto del bizcocho. Cortó otro trozo. —Lo comparto contigo con gusto. He estado preocupado por ti. Las noticias sobre Londres han sido particularmente malas. Cualquier cosa que hubiera oído no podría transmitir la oscuridad que envolvía la ciudad. Cuando la Secta del Arcángel asesinó a mi maestro, pensé que era lo peor que podría pasarle a nuestra ciudad. Estaba muy equivocado. 20


La peste, que en Londres había estado sosegada durante casi treinta años, había retornado como si se tratara de una venganza. Lo que comenzó como unos cuantos casos aislados fuera de las murallas se propagó rápidamente hasta dispararse con el calor del verano. Los Anuncios de Mortalidad, que se publicaban todos los jueves, llevaban la desa­ lentadora cuenta oficial (6,102 muertes sólo en la última semana), pero todo el mundo sabía que ese número estaba maquillado. El verdadero conteo era tal vez del doble. El total de los decesos llegaba ya a los treinta mil, y cada día iba en aumento. El primero de nuestra calle en fallecer fue un niño: Jonathan Hartwell, el hijo del orfebre, de apenas diez años. Al principio sus padres tenían la esperanza de que se tratara de alguna otra enfermedad, pues la peste comienza como muchas otras: escalofríos, calambres, sudor. Pero luego las cosas dieron un giro. Empezó a vomitar de manera incontrolable. El cuerpo se le sacudía con las convulsiones y los delirios se apoderaron de él: su mente saltaba de ángeles a demonios, pasaba alternadamente del arrobamiento al tormento, y en un momento rezaba para maldecir en el siguiente. Los Hartwell renegaron de la enfermedad, hasta que finalmente una prueba quedó marcada en la piel del niño. Algo característico de la peste eran las marcas, las señales, unas horribles hinchazones negras en el cuello, debajo de los brazos, en la ingle o, en casos poco comunes, sarpullido y manchas rojas en la piel. Como la mayoría, el pequeño Jon tenía hinchazones. Sus gritos eran tan fuertes que alcanzaban a oírse a cuatro casas de distancia: traspasaban las puertas cerradas, los postigos de las ventanas. Aunque me cubriera los oídos con las manos, seguía escuchándolos. 21


No había nada que yo pudiera hacer. Le llevé a su padre un poco de adormidera para tratar de aliviar la agonía del pobre niño, pero era poco consuelo contra la enfermedad. Incluso entonces su madre seguía esperanzada, pues algunos conseguían sobrevivir a la peste. Sin embargo, el largo descanso finalmente le llegó, y su silencio fue llenado por los gemidos de la madre. Todo lo que yo podía hacer era escuchar, inútil. Como ahora. —Las cosas no dejan de empeorar —le dije a Isaac—. Estoy muy asustado. —La enfermedad nos iguala a todos —dijo—. ¿Entonces has estado siguiendo a ese profeta? —¿A quién? —Según he oído, hay en la ciudad un profeta que puede predecir el curso de la peste. ¿Lo has visto? —me preguntó. Nunca había oído hablar de él. —Tom y yo no salimos prácticamente nunca de la botica. No nos llegan noticias del exterior. Excepto los Anuncios de Mortalidad. Y eso ya era más de lo que cualquiera de nosotros quería saber. Como el resto del mundo, Tom y yo nos quedábamos dentro para mantenernos a salvo, pues nadie sabía cómo se propagaba la enfermedad. Todos creían que el humo podía mantenerla fuera (de ahí mi no tan exitoso invento), pero uno nunca podía estar seguro de si alguien estaba infectado hasta que quedaba marcado. De todas formas, no había muchas razones para salir. La peste había dejado a Londres inmóvil. La mayoría de las tiendas había cerrado, y los trabajos desaparecían con ellas. Cualquiera que pudiera darse el lujo de marcharse ya lo había hecho. Durante el verano, las calles de Londres estaban llenas 22


de carruajes con gente acaudalada que salía huyendo, despavorida, hacia la seguridad de la campiña. Los únicos que transitaban por la calle asiduamente eran los que conducían las carretas a de los muertos, que todas las noches recogían cadáveres marcados, haciendo sonar una campana y lanzando ese grito terrible: Saquen a sus muertos. Isaac sacudió la cabeza. —En Londres ha habido tres epidemias de peste desde que nací: en 1603, 1625 y 1636. Y déjame decirte, Christopher, que ésta es peor que todas las anteriores juntas. Si de verdad hay un profeta por ahí, es una espantosa señal de que los mundos del más allá se han vuelto a interesar en nuestra ciudad. Y a ti no tengo que explicarte lo peligroso que es eso. Me estremecí al pensar en el Fuego del Arcángel. —Cuando la peste atacó pensé que posiblemente usted ya no volvería —le dije. —No planeaba hacerlo, pero con la noticia de este profeta y los informes de saqueos en la ciudad, cambié de parecer. Por eso me detuve aquí en mi camino de regreso. Quería avisarte que voy a cerrar mi librería. Sentí el anuncio como un golpe en el estómago. Aunque sólo había ido dos veces a su librería, su relación con mi maestro me hacía sentir como si estuviera perdiendo un segundo hogar. —Pero ¿por qué? ¿Y qué va a pasar con la biblioteca del sótano? —Nada. Precisamente por la biblioteca voy a clausurar la librería —Isaac suspiró—. Adoro la librería, casi tanto como tu maestro adoraba este lugar. Pero la biblioteca… ésa es mi razón de ser. Todo lo que he hecho en la vida ha sido para hacerla crecer, protegerla. Sin embargo, he sido un tonto —dijo 23


señalando el libro que llevaba dentro del bolso—. He estado comprando obras para el futuro. Lo que debía hacer era prepararme para él. No tengo aprendiz —agregó—. Si muero, nadie ocupará mi lugar. Y esa biblioteca tiene que sobrevivir. Por esa razón, tendré que sobrevivir yo junto con ella, al menos un poco más de tiempo. Isaac miró el interior de su jarra y prosiguió: —Habría preferido simplemente no volver, pero si saquean mi librería y los ladrones encuentran el pasaje secreto a la biblioteca… No puedo permitir que eso suceda. Si debo estar en Londres, hay una única manera de evitar la enfermedad: prescindir del contacto con la gente hasta que el brote haya pasado. Así que eso haré —dijo—. Voy a cerrar la librería y encerrarme en el sótano. Ahora no hay duda de que la peste rondará al menos varios meses más. Acabo de pedir que se me envíe comida suficiente. Intenté imaginar cómo sería pasar unos meses en un lugar subterráneo. Sin aire fresco, ni luz del sol. Sonaba horrible. —¿No se sentirá solo? —Mis libros me harán compañía, a menos que tú quieras venir. Parpadeé. —¿Yo? Asintió. —Por eso he pasado por aquí. Como tu maestro ya no está, quería ofrecerte la oportunidad de quedarte conmigo en la biblioteca. Hay suficiente espacio para los dos y, aunque estén mis libros ahí, sería considerablemente más agradable tener alguien con quien charlar. Además, me quedaría más tranquilo: no tendría que preocuparme de que pudieras enfermar. 24


No estaba seguro de qué decir. En realidad no quería vivir oculto bajo tierra. Pero, por otro lado, tampoco quería convivir con la peste. Además, tendría la oportunidad de conocer mejor a Isaac, escuchar sus anécdotas sobre el maestro Benedict. ¡Y esa biblioteca! Todos esos libros… Y todo el tiempo del mundo para leerlos. —¿Y Tom? ¿Podría venir también? —pregunté. Isaac frunció la boca. —Los familiares de Tom ¿todavía viven? —Sí. —¿Y querrán saber adónde ha ido? Entonces entendí por qué Isaac había pedido hablar en privado. —Sí —dije abatido. —Tom sería bienvenido —dijo Isaac—. Le confié nuestro secreto, y tu amigo demostró lealtad. Sin embargo, como tú ya descubriste, el conocimiento de esa biblioteca podría ser peligroso si cayera en las manos equivocadas. Su familia no puede saberlo, así que mucho me temo que la respuesta es no. Estaba decepcionado, pero no culpé a Isaac. La madre de Tom era una persona decente, pero muy chismosa. Las hermanas también eran buenas niñas, pero demasiado pequeñas para confiarles una responsabilidad de ese calibre. En cuanto al padre, lo mejor es no hablar de él. Estaba claro que Tom no podría venir. Eso definió mi respuesta. ¿Y si Tom se enfermaba mientras yo estaba escondido y a salvo? No podría abandonarlo, y tampoco podría abandonar lo que mi maestro me había dejado. —De verdad quisiera ir con usted — le dije a Isaac—, pero puede que Tom necesite mi ayuda. Y… no sé, estaba esperando idear algo para ayudar a la ciudad. 25


Me sentí un poco estúpido al decir eso, pero Isaac simplemente sonrió y me puso una mano en el hombro. —Le hice el mismo ofrecimiento a Benedict en el treinta y seis —dijo—, y me respondió exactamente lo mismo. Muy bien. Pasemos a los asuntos prácticos. Antes de encerrarme a cal y canto, dime, ¿necesitas algo? —Bueno, ya que lo menciona —dije avergonzado—, me preguntaba si quizás, es decir, si tuviera usted algún… Isaac levantó una ceja. —Quisiera regresar a casa antes de pescar la peste, Christopher. —Sí, claro… eh… ¿Sería posible que… que me prestase un poco de dinero? —¿Dinero? —¡Le pagaré, se lo prometo! —anuncié enseguida—. Es sólo que… al parecer me he quedado sin un penique. Isaac me miró con severidad. —El Gremio de Boticarios te concedió diez libras tras la muerte de Benedict. No puede ser que lo hayas derrochado todo, ¿o sí? —No he derrochado ese dinero —dije—. Nunca lo recibí. De pronto lo entendió todo. —Déjame adivinar —dijo—. Todas las semanas fuiste por él. No estaba listo, pero siempre te dieron alguna excusa para no dártelo. Y ahora, con la peste, han cerrado las puertas y ya no puedes ir a reco­gerlo. —Siempre me lo explicaban muy amablemente. —No lo dudo. ¿Con qué has vivido todo este tiempo? —He estado vendiendo algunas reservas de la tienda a otros boticarios —dije—, pero ya nadie quiere comprarlas. —¿Porque les preocupa que puedan estar contaminadas por la enfermedad? —preguntó Isaac. 26


Asentí, desconsolado. El asesinato de mi maestro no sólo había dejado un hueco en mi corazón: también me había dejado sin amparo. Después de todo lo que había pasado con la Secta del Arcángel, se suponía que el Gremio de Boticarios me asignaría un nuevo maestro, pero cuando la peste se agravó, el consejo del gremio cerró el Colegio de Boticarios y salió huyendo junto con el resto de la gente acaudalada. Con los negocios del gremio clausurados, cualquier posibilidad de que yo consiguiera a un maestro se había desvanecido… junto con las diez libras que me habían prometido. Por el hecho de ser un aprendiz, yo no podía vender remedios, eso era ilegal. Por eso había inventado Ahúme su Hogar: como el humo no curaba la peste sino que sólo evitaba que la contrajeras, técnicamente no se trataba de un remedio, así que venderlo no sería ilegal. Sin embargo, esa gran marca negra en la pared chamuscada junto a la puerta y el erizo carbonizado en la calle dejaban muy claro que mi invento todavía no estaba listo para comercializarse. Y si añadíamos que los pocos boticarios que quedaban ya no querían comprar mis reservas, mi caja fuerte estaba vacía. —Ay, Christopher —dijo Isaac—, no tenía que haberte dejado solo aquí. Toma —sacó cinco chelines de plata de su jubón y los puso sobre la mesa—. Te daría más, pero he gastado el resto de mis ahorros abasteciéndome para la cuarentena. ¿Sabes qué?, quédate también con el bizcocho de miel. No, no me discutas —se dio unos golpecitos en el estómago—. Me encanta, sí, pero la verdad es que no me sienta muy bien. Si no fuera por la cautela que el entorno exigía, lo habría abrazado. —Esto será de gran ayuda. —Pero no suficiente —masculló Isaac. 27


No durarían hasta que terminara el brote, eso seguro, pero esos chelines de plata me mantendrían alimentado algunas semanas más. Tom, especialmente, estaría encantado, y no sólo al ver el bizcocho. La panadería de su familia se había clausurado, pues todos sus clientes habituales habían huido, y como el precio de la harina había bajado tanto, la mayoría de los que quedaban, horneaban su propio pan. Su padre, que era bastante avaro, tenía guardado en casa dinero suficiente para un buen tiempo, así que ni Tom ni sus cinco hermanas morirían de hambre. Pero no gastaría en mí ni medio penique. De hecho, había llegado a alentar a Tom para que pasara los días conmigo, de modo que comiera de mis provisiones y no de las suyas. Sin embargo, no se dio cuenta de que todo ese tiempo Tom había estado sacando comida de su casa a hurtadillas para traérmela, aunque sólo fuera lo que alcanzaba a esconder debajo de la camisa, un panecillo o dos. Así que el dinero de Isaac me iba de maravilla y me salvaría al menos por un tiempo. Me bajé del taburete de un salto para ir a contárselo a Tom. —Espera —dijo Isaac. Me detuve en la puerta. En el interior de la tienda, Tom había terminado de limpiar la pared manchada y estaba guardando las cosas en su lugar. Vi por la ventana a un par de hombres caminando hacia la botica. —Le di mi palabra a Benedict de guardar silencio, pero creo que, en vista de las circunstancias, no le molestaría que yo rompa la promesa —dijo Isaac y se enderezó en el taburete—. Supongo que no has encontrado el tesoro de tu maestro.

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CapÍtulo

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P

arpadeé. —¿Tesoro? —dije—. ¿Qué tesoro?

Se abrió la puerta principal, y entraron por ella los dos

hombres que había visto cruzar la calle. Isaac ladeó la cabeza y prestó atención. Luego se puso el dedo índice en los labios. Tom se giró hacia mí inquisitivamente. Le pedí con un gesto que atendiera a los visitantes, cerré la puerta del taller y corrí adonde estaba Isaac. —¿Tesoro? Asintió. —Cuando Benedict vio que la Secta del Arcángel estaba cerca de descubrirlo, escribió un nuevo testamento, en el que te lo dejaba todo. Aun así, tu maestro siguió preocupado por lo que te pasaría cuando él ya no estuviera. Hay algo específico que quería que fuera para ti, pero no quería mencionarlo, por si el testamento caía en las manos equivocadas. Tú ya me entiendes. —¿Tesoro? —al parecer me había convertido en un loro parlanchín—. ¿Y qué es? Isaac frunció el ceño.


—No estoy seguro. Sé que tenía dinero, mucho dinero, pero Benedict insinuó que te había legado algo especial, algo que no sería para nadie más. No quiso decirme de qué se trataba. Quería que lo encontraras tú mismo. Sin embargo, le preocupaba que no pudieras hacerlo, así que me encomendó una última cosa, sólo por si acaso —dijo, e hizo un gesto hacia el bolso en la mesa de trabajo—. Hay un fardo de cartas allí dentro. Una es para ti. Adelante. Encontré siete cartas atadas con un cordel. No reconocí los primeros cinco nombres, pero sí el sexto: Lord Richard Ashcombe. Me quedé unos momentos mirando esa carta. Sentía curiosidad de saber qué asuntos tendría Isaac con el guardia del rey. Pero fue el último nombre el que de verdad deseaba ver. Estaba escrito con la típica caligrafía de mi maestro. Pasé el dedo sobre las letras. Christopher Rowe Botica de Blackthorn, Londres —Benedict me hizo prometerle que no te la daría hasta que hubiera pasado por lo menos un año —dijo Isaac—. Realmente quería que tú mismo descubrieras lo que te dejó. Pero, dada la plaga… Di la vuelta a la carta. En el sello, mi maestro había trazado con tinta un único símbolo: un círculo con un punto en el centro.


Lo reconocí. Como alquimista, mi maestro había buscado las verdades del universo más allá del mundo mortal. Para mantener ocultas sus investigaciones, los alquimistas usaban símbolos especiales que representaban materiales, cuerpos celestes, instrucciones y cosas similares. El círculo con el punto en el centro representaba el Sol: luz, vida, calor. Como todos los cuerpos celestes, el Sol estaba unido a un metal terrenal. Marte era el hierro. Mercurio era el azogue o mercurio. ¿Y el Sol? El Sol era el oro. Se oyeron voces que provenían de la botica. Las ignoré. Rompí el sello y leí el mensaje de mi maestro. Christopher: En algún lugar de nuestra casa hay un premio para ti; entendiendo tu naturaleza, probablemente no lo has encontrado. Sin lugar a dudas querrás encontrarlo más pronto que tarde. Tesoro. Un tesoro. Darte cuenta de algo importante te hará encontrarlo. Increíblemente importante. Ahora es tuya nuestra casa. Lo que se te ha dado úsalo. Advierte exactamente lo que es. Si digo algo más ahora, no me escucharás. Así, pues, tendrás que resolverlo por ti mismo. Varias veces lee este mensaje. Estudia su significado, descífralo. resuelve este último enigma. Sábelo: no sólo encontrarás tu tesoro sino que aprenderás una última cosa, la más importante que jamás querré que sepas. Los ojos me ardían. El corazón no me había dolido tanto desde que perdí al maestro. De todas formas, su carta me hizo sonreír, porque —por supuesto— estaba frente a un acertijo. 31


Mi maestro tuvo una pasión absoluta por los acertijos: secretos ocultos en más secretos, códigos dentro de códigos. A mí me transmitió, entre otras cosas, ese gusto. Enjugué las lágrimas e inspeccioné la carta en busca de pistas. Isaac carraspeó. —Veo que ya no me prestarás atención. Levanté la mirada. —Perdón. Desechó mis disculpas con un gesto. —Benedict era exactamente igual —dijo, levantándose—. Me gustaría poder ayudarte a encontrar lo que sea que está escondido en ese mensaje, pero no sabría por dónde empezar. Y estoy seguro de que tú ya quieres hacerlo, además es hora de que regrese a casa —y frunciendo el ceño agregó—: Además, creo que Tom puede necesitar tu ayuda. Había estado tan concentrado en la carta de mi maestro que no me había dado cuenta de lo que estaba pasando en la botica. Se oían voces con un tono brusco. Era una discusión. Abrí la puerta a la botica. Tom estaba en el mostrador intentando apaciguar a dos grupos diferentes. Dos hombres, los mismos que había visto antes, estaban justo frente a mí. Había un tercer hombre al lado opuesto de Tom, un poco encorvado. Debió haber entrado después de que cerrara la puerta. Este hombre tenía mal aspecto. Su ropa estaba sucia y desgastada, con remendos cosidos para cubrir los agujeros. Su piel estaba igual de mugrienta, lo mismo que su cabello, sin lavar y sin peluca. Exhibía unas manos llenas de costras y una verruga gigante cerca de la punta de su protuberante nariz. Lo peor de todo es que olía como si acabara de pisar algo decididamente desagradable. Los primeros dos hombres parecían objetar su presencia y también lo que estaba haciendo: mendigar. 32


—Por favor, maestro —le dijo a Tom—, lo que sea su voluntad. —Lo siento —respondió mi amigo—, pero ya le he dicho que este establecimiento no es mío. —Nosotros hemos llegado primero —se quejó uno de los otros dos hombres. Tom se mostró aliviado cuando finalmente llegué. El mendigo vio a Isaac a mis espaldas y fue directo hacia él, encorvado y cojeando. —Señor mío… Antes de que pudiera seguir, Isaac me señaló con un gesto. El mendigo pareció un poco sorprendido, pero de todas formas se dirigió a mí con su ruego. —Por favor, joven maestro. Me llamo Miles Gaspar. Yo trabajaba de curtidor, cerca del puerto, antes de que llegara la enfermedad. Ahora la curtiduría está cerrada. Llevo dos meses sin trabajar. ¿Tendrá algún empleo para mí? Haré cualquier cosa, lo que sea. —Lo siento —dije—, pero no… —Por favor, señor, no soy orgulloso. Algo, por pequeño que sea. No puedo alimentar a mi familia —Miles se retorcía las manos—. Mi esposa y yo tenemos dos hijos. Nos hemos quedado sin alojamiento porque no podemos pagarlo. Damos a los niños lo poco que encontramos. Llevo tres días sin comer. Por favor, lo que sea su voluntad. Me sentí fatal. Al ver la botica, debió haber pensado que nadaba en oro. ¿Cómo explicarle que yo mismo había tenido que mendigarle a Isaac? —No tengo qué ofrecerle —dije—; de verdad lo lamento. —Entiendo. Siento haberlo molestado —dijo agachando la cabeza y dando media vuelta. 33


Al verlo salir cojeando recordé mi propia vida unos meses atrás. Yo también había ido a dar a la calle, e incluso con los chelines de Isaac, si no encontraba el tesoro del maestro Benedict podría regresar pronto. No había mucho que yo pudiera hacer por el hombre. En realidad no tenía prácticamente nada. Sin embargo, recordé que en junio alguien que tampoco tenía prácticamente nada me había mantenido a salvo y para hacerlo había pasado por alto una recompensa muy cuantiosa. —Espere —dije. Cuando ya estaba saliendo por la puerta, Miles regresó esperanzado. Atravesé el taller para ir a la despensa. Estaba casi vacía, sólo encontré medio saco de avena, un barril de cerveza vieja y un gran trozo de queso salado. Cogí el queso, lo envolví en el trapo de lino del bizcocho de miel de Isaac y regresé a la botica. Se lo ofrecí. —Para sus hijos. Miles cogió la comida con manos temblorosas y contuvo el llanto. —Que Dios lo bendiga, amable amo. Que el Señor derrame sus bendiciones sobre usted. —Es todo lo que tengo —dije. —Lo entiendo, amo, lo entiendo. No volveré a molestarlo, se lo prometo. Dios lo guarde. Que Dios nos guarde a todos, pensé cuando Miles se marchó. Tom parecía contento de que hubiera podido ayudar al hombre. Los otros dos que esperaban en la tienda parecían más contentos de que el mendigo ya no estuviera ahí contaminando el aire. —¿Ya tienes tiempo para atender a quienes sí hemos venido a comprar? —dijo el hombre que había hablado antes. 34


El problema no era que yo no tuviera tiempo. —Lo siento, pero no puedo… —Nuestro maestro nos ha enviado a comprar tu triaca veneciana —últimamente me la solicitaban a menudo. Mucha gente creía que la triaca veneciana, un antídoto contra ciertos venenos, también combatía la peste—. Nos llevaremos toda la que tengas, y toda la que puedas preparar. Dos meses antes había puesto un letrero en la ventana: CERRADO TEMPORALMENTE. VOLVEREMOS PRONTO. Eso no siempre ayu­daba, pues muchísima gente no sabía leer. —Lo siento, señor —le dije—, pero la botica todavía no está abierta. Estoy en espera de un nuevo maestro. —¿Llegará esta mañana? —Eh, no —no quería decirle que Blackthorn estaba cerrada por tiempo indefinido. Si se corría la voz antes de que se me asignara a un nuevo maestro, podría perder para siempre a nuestros antiguos clientes—. Tardará un poco en llegar. El hombre alargó su monedero. —Bueno, pues no tenemos tiempo para esperarlo. Danos toda la que pueda comprarse con esto. Me quedé mirando el monedero. Las monedas que contenía eran de oro. Guineas: cada una valía una libra y un chelín. Se alcanzaban a ver por lo menos ocho. Se me cerró la garganta. —No… no puedo vendérsela. —¿No tienes? Tenía en abundancia, ahí en la repisa, detrás del mostrador. —Un aprendiz tiene prohibido vender remedios si no está su maestro —tragué saliva—, pero hay otra botica por… —No queremos otra botica —dijo el hombre—. Nuestro maestro nos ha ordenado comprarla aquí. Ha dicho que la triaca de Blackthorn es la mejor. 35


Cada palabra de este hombre me hacía sentir peor. Es cierto que la nuestra es la mejor. Y el contenido de ese monedero podía mantenerme bien alimentado durante años. Tom miraba boquiabierto las monedas. Acéptalas, decía una vocecita dentro de mi cabeza. Miré a los hombres con atención. Habían mencionado a su maestro, pero no sabía de quién se trataba. En cuanto a ellos, no los reconocía. Los dos llevaban ropa bastante sencilla, de lana y lino. Habría pensado que eran sirvientes, salvo por dos detalles. En primer lugar, los dos cargaban con armas. Uno llevaba un garrote colgando del hombro, con una púa de hierro en la punta; el otro, una espada corta al cinto. En segundo lugar, cada uno portaba un pequeño medallón de bronce cosido en la parte delantera del jubón, justo sobre su corazón, los dos con el mismo motivo: un círculo con un triángulo en el centro, y dentro del triángulo algo que parecía una cruz. En el borde había unas letras grabadas, pero no conseguía ver qué decían. El hombre me tendió el monedero bruscamente y las monedas tintinearon. Si las aceptaba, estaríamos bien mientras la peste siguiera su curso. ¿Y si su maestro contaba dónde habían conseguido la triaca? Sentí la mirada de Tom sobre mí mientras pensaba qué decir, aunque sabía cuál debía ser mi respuesta. —No… No puedo. Lo siento. El hombre mantuvo el monedero en el aire un segundo más, y luego lo apartó. —Nuestro maestro no estará nada contento. Lo dijo en tono amenazante. Pero daba lo mismo: si se descubría que yo estaba vendiendo remedios, lo perdería 36


todo: la botica, mi futuro, todo lo que el maestro Benedict me había dejado. No tiraría eso a la basura ni por todas las guineas de oro del mundo. —De verdad lo lamento —dije. El hombre abrió la boca para contestar, pero Isaac dio un paso adelante. —El muchacho ya ha tomado una decisión. El hombre nos fulminó a todos con la mirada. Luego dio media vuelta y se alejó, llevando consigo a su acompañante. Tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no salir corriendo tras ellos. Isaac me puso la mano en el hombro. —Has hecho lo correcto. Te sentirás mejor cuando puedas volver a comprar comida en el mercado, y mejor aún cuando encuentres el tesoro de Benedict. Asentí con la cabeza, abatido. Tom sólo nos miraba confundido. —¿Un tesoro? —dijo—. ¡¿Y comida?!

Tom estuvo a punto de llorar cuando vio el bizcocho de miel. Mientras comía le mostré el mensaje de mi maestro. —Asombroso —dijo esparciendo migajas por todas partes. Tom miró con detenimiento el taller, como preguntándose en cuál de los cientos de frascos de boticario colocados en las repisas estaría oculto el tesoro del maestro Benedict. Yo no creía que estuviera en un frasco. —Él quería que yo resolviera este acertijo para descubrirlo. No lo habría ocultado en un lugar donde yo pudiera toparme con él por casualidad. Tom cogió otro trozo de bizcocho. 37


—¿Por qué el maestro Benedict pensó que no lo encontrarías? Para mí eso era el mayor enigma de todos. Lo había mencionado dos veces en la carta. Entendiendo tu naturaleza, probablemente no lo has encontrado. Darte cuenta de algo importante te hará encontrarlo… Advierte exactamente lo que es. Sin embargo, evidentemente a él le importaba muchísimo. Y a mí. Y no sólo por el dinero. Aprenderás una última cosa, decía la carta: La más importante que jamás querré que sepas. Hasta Isaac lo había notado. Benedict insinuó que te había legado algo especial, algo que no sería para nadie más. Mi maestro creía que era algo muy importante, y sin embargo le pareció que nunca lo descubriría yo solo. ¿Qué sería? No entendía adónde quería llegar, pero sí que había encontrado algo en su mensaje. También Tom lo notó. Señaló la penúltima oración. —¿Por qué esta r de resuelve con que inicia la frase no está en mayúscula? —Sí —dije—. No es un descuido del maestro Benedict. Tiene que ser una pista. —¿Una pista de qué? Yo no lo sabía. El maestro Benedict me había enseñado en los últimos tres años tantas maneras de cifrar un mensaje que no podía recordarlas todas. Y, por supuesto, había muchos códigos que nunca me enseñó: algunos que planeaba explicarme, pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo, o que quería que yo resolviera por mi cuenta. 38


Me pregunté si debía intentar buscar en sus apuntes. El problema de eso radicaba en que los apuntes de mi maestro eran, por decirlo amablemente, un desorden. Él tenía la botica y el taller en perfectas condiciones, pero en el piso de arriba era muy distinto. Casi todas las habitaciones, entre ellas su dormitorio y el pasillo que conducía hasta allí, estaban tan llenas de libros y papeles que podría haber montado su propia librería. Y mi maestro nunca tuvo organizados sus apuntes, o al menos no de una manera en la que otras personas pudieran entenderlos. A menudo me enviaba arriba a cumplir alguna tarea. —Tráeme el tratado de herbolaria de Culpeper —decía—, está en el cuarto de almacenamiento del tercer piso. En una casa normal, el cuarto de almacenamiento sería el dormitorio de alguien. Aquí estaba lleno de montones de libros y papeles, como el resto de la casa. De hecho, el único espacio en el que mi maestro no guardaba libros era en la cámara bajo la casa, donde guardábamos el hielo, y que siempre quisimos convertir en una auténtica bodega pero al final nunca lo hicimos. Y la única razón por la que esa cámara no estaba llena de apuntes es porque le preocupaba la humedad. E iba yo para arriba, sabiendo que me quedaría ahí, de pie, inútilmente. —¿Maestro? —El duodécimo montón desde el rincón noroeste, en sentido contrario a las manecillas del reloj —gritaba por el hueco de las escaleras—. El cuarto de abajo arriba. La portada es de piel estampada. Y bajaba yo, llevando exactamente ese libro y sacudiendo la cabeza. 39


Pero mi maestro ya no estaba conmigo para decirme dónde buscar, así que Tom y yo nos quedamos ahí sentados, comiendo bizcocho de miel y mirando fijamente, y en vano, una r minúscula.

Lo resolví esa misma mañana. Habíamos hecho planes para gastar el dinero de Isaac en el mercado después del almuerzo, pues yo quería seguir pensando en cómo descifrar el mensaje del maestro Benedict. Bridget nos estuvo acompañando, caminando alrededor de la mesa de trabajo y picoteando lo que pudiera encontrar mientras Tom preparaba el pan de ese día. Estaba sacando los panes del horno con una pala de madera cuando salté de mi taburete dando un grito, por lo que Bridget salió disparada a guarecerse. —¡Eso es! —grité. —¡Aaaayy! —se sobresaltó Tom, y el pan recién horneado salió volando. —Perdón —dije. Bridget aleteó molesta. Tom se asomó desolado al caldero, en donde un par de bultos de color tostado se hundían lentamente. —Me has hecho perder mis panes. —Olvídalos. Ven a ver —alisé el mensaje de mi maestro en la mesa de trabajo—. Tengo la respuesta. Esa r está en minúscula no porque sea importante sino porque no lo es. —No lo entiendo —dijo Tom. —Pensaba que al ponerla en minúscula el maestro Benedict había querido que fuera parte del mensaje. En realidad la puso así para que no fuera parte del mensaje. Mira: escondió el secreto en las mayúsculas. 40


Cogí un frasco de tinta y con una pluma tracé un círculo alrededor de todas las letras mayúsculas del mensaje de mi maestro. En algún lugar de nuestra casa hay un premio para ti; entendiendo tu naturaleza, probablemente no lo has encontrado. Sin lugar a dudas querrás encontrarlo más pronto que tarde. Tesoro. Un tesoro. Darte cuenta de algo importante te hará encontrarlo. Increíblemente importante. Ahora es tuya nuestra casa. Lo que se te ha dado úsalo. Advierte exactamente lo que es. Si digo algo más ahora, no me escucharás. Así, pues, tendrás que resolverlo por ti mismo. Varias veces lee este mensaje. Estudia su significado, descífralo. resuelve este último enigma. Sábelo: no sólo encontrarás tu tesoro sino que aprenderás una última cosa, la más importante que jamás querré que sepas. El mensaje saltó a la vista, una palabra por párrafo, claro y fácil de leer. E S T U D I A

L A S

A V E S

Tom parecía impresionado. —Qué listo eres —dijo, y en eso vio mi cara de horror—. ¿Qué pasa? —Tom —dije—, nuestras aves se han ido.

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CapÍtulo

4

M

iramos a Bridget. Había regresado a picotear las pizcas de harina que se habían esparcido sobre el mostrador.

Se dio cuenta de que la observábamos con atención y levantó la cabeza, zureando curiosa. Antes de que la Secta del Arcángel asesinara a mi maestro teníamos algunas decenas de palomas en una jaula de madera y alambre en la azotea. Cuando la secta saqueó la casa, la mayoría de las aves huyó. Sólo Bridget se quedó. El maestro Benedict me había escrito su mensaje meses antes de morir, mucho antes de que las palomas escaparan. No podía haber imaginado que desaparecerían. —¿Cómo voy a estudiar las aves si ya no están? —Tal vez no estás interpretando bien su mensaje —dijo Tom. —¿De qué otra manera podría interpretarse? —No lo sé, pero no entiendo cómo las aves podrían ayudarnos a encontrar el tesoro de tu maestro. ¿Dónde tendría que estar, debajo de sus plumas? —Tal vez esperaba que las aves me llevaran a él. Son muy listas —cuando salió del palomar, Bridget me siguió por toda la ciudad mientras yo huía de la Secta.


—Pero el maestro Benedict dice que lo que debes encontrar está dentro de la casa. En eso tenía razón. Además, mi maestro muy rara vez dejaba salir a las palomas de la jaula. No tenía mucho sentido que ellas me pudieran llevar al tesoro. ¿O sí? Bridget volvió a la harina. La observé. En algún lugar de nuestra casa hay un premio. ¿En nuestra casa? —¿Y crees que la azotea cuente? —pregunté. Nos miramos unos instantes. Luego cogí a la asustada Bridget, subí a toda prisa por las escaleras y salí por la trampilla hacia la azotea. Cuando saquearon la casa, rompieron el palomar. En aquel momento me entristeció muchísimo perder a nuestras aves, pero cuando llegó la peste me alegré de que se hubieran ido. Las ordenanzas de la ciudad exigían que en todas las casas se matara a las mascotas, en un intento de desacelerar la propagación de la enfermedad. Se suponía que ya tendría que haber matado a Bridget, pero eso era algo que, desde luego, ni siquiera había considerado hacer. De todas formas, significaba que debía tenerla todo el tiempo dentro de la casa, para que nadie la oyera zurear. Por esa razón no me había tomado la molestia de reparar la jaula; sólo la dejé abierta (lo que quedaba de ella), por si acaso alguna paloma superviviente necesitaba un lugar dónde pasar la noche a salvo. Ese día había allí una sola ave, un petirrojo, que buscaba comida entre los nidos abandonados. Se echó a volar cuando entramos. —Anda, pues —le dije a Bridget y la puse en el suelo. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Tom. 43


—Estudiando las aves —Bridget picoteó mi bota; yo la alejé suavemente—. Anda, Bridget, encuentra el tesoro del maestro Benedict. Tom me miraba como si hubiera perdido la razón. Bridget, por su parte, hizo lo que hacen las palomas, a saber, básicamente nada. Tom se revolvía incómodo mientras yo me sonrojaba cada vez más. Ésa no había sido una de mis mejores ideas. —¿Y si mejor lo buscamos nosotros? —sugirió. Y eso hicimos. Registramos de arriba abajo el palomar abandonado. Les dimos la vuelta a los nidos del palomar roto, arrancamos tablones sueltos, nos asomamos detrás de las tablas de pino que servían de soporte. —Aquí no está —dije decepcionado. —Por lo menos ya sabemos que el tesoro está dentro de tu casa —dijo Tom—. ¿Por qué no vamos al mercado y seguimos buscando cuando regresemos? Quizá se te ocurra algo mientras estamos fuera. Yo estaba seguro que Tom sólo quería comprar comida, pero tenía razón: ahí de pie no se me ocurría nada. Se alegró cuando accedí. En lo que a mí respecta, no me emocionaba mucho hacer ese trayecto. La Royal Exchange era deprimente. Alguna vez ese mercado había sido uno de mis lugares favoritos. Cuando iba con mi maestro, miraba boquiabierto todos los productos en exhibición: brillantes sedas multicolores provenientes de China, perfumes florales de Arabia, el dulce olor de los granos de café del Nuevo Mundo. El pregón de los comerciantes que ofrecían sus mercancías hacía eco en las galerías 44


mientras los clientes curioseaban en las tiendas, regateaban, holgazaneaban con una copa de vino o un pastel recién horneado en las manos, y charlaban jovialmente con sus amigos. Pero ya no. Casi todos los puestos estaban cerrados, clausurados por vendedores que salieron huyendo por miedo a la enfermedad y porque el comercio dejó de entrar a la ciudad. También acudía menos gente e imperaba una atmósfera apagada y terrorífica. Los compradores se apresuraban de un puesto a otro, en silencio, para comprar sólo lo que necesitaban, e intercambiaban monedas soltándolas en cuencos de vinagre con la esperanza de que el líquido ácido quemara la enfermedad y la hiciera desaparecer. Tom y yo caminábamos cautelosos entre los puestos, intentando evitar al máximo a los demás clientes. Compramos sólo la comida menos cara y la amontonamos en la carretilla que llevé del taller. Todo el tiempo tratábamos de respirar lo menos posible, pero no sólo por el aire miasmático de la peste. La fetidez de la multitud era espantosa. No sólo se trataba del habitual hedor a transpiración, basura y estiércol de la ciudad. Como se creía que los olores ayudaban a evitar la enfermedad, la gente usaba cualquier cosa aromática que se encontrara. Un hombre estaba empapado en vinagre; por lo visto pensaba que si servía para limpiar monedas, también lo ayudaría a él. Otro llevaba una guirnalda de cebollas podridas alrededor del cuello. Lo acompañaba una mujer que se había llenado las mejillas de ajo y ruda, y parecía una ardilla. Tom se cubrió la nariz con la manga. —Si quisiera vomitar, sumergiría la cabeza en el Támesis. Mira eso —dijo haciendo un gesto hacia un hombre que se había envuelto la cabeza en un trapo y estaba rodeado del 45


humo de unos pedazos de carbón que ardían en un nido colocado en su coronilla—. Ahí tienes a un cliente para tu Ahúme su Hogar. Me mordí la lengua para no contestarle. Nos abrimos paso a un rincón menos rancio, donde la brisa caliente soplaba hacia el mercado abierto. Terminamos oliendo algo que, a su manera, era mucho más doloroso. Una mujer con delantal de carnicero pregonaba desde su puesto: —¡Cerdo! ¡Cerdo asado, recién llegado de la campiña! Tom me cogió del brazo y gimió. —¡Carne! No puedo ni recordar cuándo fue la última vez que vi un trozo de carne, no digamos comerla. Mi estómago rugió como león enjaulado mientras apretaba en la mano las monedas que quedaban de lo que me había dado Isaac. Mejor no mirar siquiera. No podíamos darnos el lujo de gastar el dinero en algo así. Pero, ay, ese olor. Tom miró acongojado la mercancía de la carnicera cuando dejamos su puesto atrás. —Ay, Christopher, sólo piénsalo: la piel crujiente y tostada… las costillas en adobo… las chuletas en salsa… Me detuve en el puesto de un molinero para comprar harina. Tom siguió con la letanía hasta repasar todos los platos que podían prepararse con carne de cerdo. Luego pasó a otros animales. —Roast beef… faisán glaseado… estofado de cordero con zanahorias… —Ya está bien, Tom —dije. —Salchichas de cordero… chuletas en salsa… —Ése ya lo habías dicho. El labio inferior de Tom tembló. 46


—Apuesto a que el rey come chuletas en salsa siempre que quiere. Me presioné las sienes con los dedos. —No puedo seguir escuchando esto. Los tristes recuerdos de carne de Tom estaban deprimiéndome. No complicamos la compra: sobre todo harina, abundante y barata; algo de avena y cereales; queso duro y salado; huevos y leche; un nuevo barril de cerveza; un bloque de hielo para reabastecer la cámara refrigerante, y seis docenas de zanahorias, que conseguí a un manojo por penique. Cada venta me recordaba que esos humildes comestibles eran lo que evitaría que muriera de hambre. Y mientras iba empujando la carretilla me empecé a preguntar si no estaría siendo vigilado. Percibí un movimiento por el rabillo del ojo. Allí, detrás del puesto del señor del trigo. Observé. La figura salió como una flecha. Pude ver un vestido verde y una conmoción de caireles color caoba antes de que se echara atrás y se adentrara en el mercado. —¿Has visto eso? —pregunté. —¿El qué? —respondió Tom. —Creo que una niña nos está siguiendo. Tom echó un vistazo a la multitud. —¿Una carterista? No estaba seguro, pero podría haber jurado que la había visto poco antes. —Nos iba siguiendo de cerca por la calle, de camino hacia aquí. Tom mantenía una mano en la carretilla mientras yo la empujaba, buscando niñitas ladronas. Pero en ese mercado no eran las únicas de su especie. Con la ciudad presa del miedo, 47


un nuevo tipo de comerciante se había hecho un hueco en las galerías dobles de la Royal Exchange para vender un producto singular: curas para la peste. Los mercados tenían fama de albergar a estos curanderos charlatanes. El hecho de que ninguno de sus remedios hubiera funcionado no tenía efecto en el descaro de sus promesas ni, desgraciadamente, en las desesperadas ilusiones de sus clientes. Un curandero parecía haber reunido a una multitud más numerosa que sus competidores. Estaba en pie sobre un cajón, con una caja de cobre en las manos. —¡Aquí está el secreto! —gritaba—. ¡El secreto que lo salvará a usted, a su familia, a sus hijos! Sí, señor, hace bien en comprarlo, gracias. Y su familia también se lo agradecerá. El comerciante detuvo su discurso para permitir que un hombre corpulento dejara caer una corona de plata —con valor de cinco chelines— en un frasco de vinagre. Envolvió en papel algunas hierbas de la caja y las entregó antes de volver a dirigirse a la multitud. —Ése es el Aliento de san Esteban. Contiene una mezcla especial de hierbas, sin nada de ese veneno pagano que los boticarios venden de puerta en puerta. El valor curativo del Aliento de san Esteban viene únicamente de las colinas de Inglaterra, bendecidas con la gracia del Señor. —Mentiroso. —¿Qué? —el curandero se calló, sorprendido, mientras un hombre se abría paso entre la multitud. Era alto y ancho, con un largo cabello rubio —cabello verdadero, no peluca— que le rozaba los hombros. Llevaba una chaqueta y pantalones de seda estropeados por manchas de todos los colores. Reconocí esas manchas. Mi maestro y yo habíamos llevado unas cuantas de ésas a través de los años: rastros de carbón 48


en el cuello, gotas de sangre seca en el puño, triaca pegajosa color miel atravesando el muslo. Este hombre era un boticario, y miraba fijamente al curandero con desdén. El comerciante sonrió. —¿Mentiroso, dice? Pero, señor, tengo pruebas. Observe la magia del Aliento de san Esteban —dijo y alargó la mano. Un niño salió de detrás de él y subió al cajón—. Hace apenas tres días este niño estaba aquejado por la enfermedad y delirante, en pie frente a san Pedro en las Puertas del Paraíso. Y entonces le di Aliento de san Esteban. ¡Y véanlo ahora! Ni rastros de la peste. —Tonterías —resopló el boticario. —¿No tiene usted ojos, señor? ¡Aquí está! ¡Completamente curado! El boticario se dirigió a la multitud. —¿Alguien vio a este niño con sarpullido? ¿Con las hinchazones? ¿Alguien siquiera lo vio enfermo? El charlatán se sonrojó. Algunos de entre la multitud empezaron a refunfuñar. Otros quisieron defender al hombre. —¿Entonces supongo que usted tiene su propia cura? —le dijo el hombre corpulento al boticario, sin soltar su paquete con el remedio. —Así es. El charlatán sonrió. —¡Ajá! Ahora vemos de qué se trata todo esto. Él vende su propia cura y, como todos los boticarios, seguramente les cobrará la botella a doce libras. Señores míos, por únicamente una corona pueden llevarse el Aliento de san… —Nada. La multitud se giró hacia el boticario. 49


—Mi cura no cuesta nada —dijo. El rostro del curandero se enrojeció. —¿La regala? —dijo incrédulo—. ¿Qué pretende con eso? —Yo no soy el que está engañando a los clientes —dijo el boticario y volvió a dirigirse a la multitud—: Les digo sinceramente que mi cura no les costará nada. No les quitaré una sola moneda ni a ustedes ni a sus familias. Los ricos tienen sus remedios y los pobres mueren adoloridos, pero todos, ricos y pobres por igual, merecen salvarse. Yo les estoy ofreciendo mi cura al alcalde y a los magistrados de Londres —continuó—, acudan y no dejaré que les cobren ni una moneda. Simplemente acudan a las oficinas del Ayuntamiento y pidan que se apruebe la cura de Galeno Widdowson. Tom me miró sorprendido. —¿Conoces a ese hombre? —preguntó. No lo conocía. Había oído a mi maestro mencionar el nombre de Galeno, claro: Galeno de Pérgamo, en la Antigua Grecia, fue el mayor médico de la historia, pero no podía recordar que me hubiera hablado de un boticario con ese nombre. Seguí mirándolo impresionado. Su tranquila confianza y su desprecio por quienes eran capaces de estafar a la gente deses­perada me recordaron mucho al maestro Benedict. Las objeciones de Galeno parecían haber conseguido su objetivo. Las quejas de la multitud se hicieron más fuertes y se oyó que le gritaban farsante al curandero. Sus defensores volvieron a abogar por él y las discusiones comenzaron a desbordarse. A un hombre lo empujaron y él empujó en respuesta. A Tom no le gustó cómo estaban caldeándose los ánimos y me tiró de la manga. —Vámonos. 50


El charlatán parecía furioso. Sacó un garrote de la presilla del cinturón y apuntó hacia Galeno. —Fuera de aquí —le dijo. —¿Y permitir que le robe a toda esta gente? —respondió el boticario—. Prefiero que me pegue —y miró al hombre corpulento—: Su cura es un fraude y puedo demostrarlo, pues sé lo que de verdad contiene. Galeno le arrebató el envoltorio al hombre. —¡Eh! —dijo éste, pero Galeno ya había desgarrado la envoltura. Las hierbas secas se desparramaron en la palma de su mano. El hombre cogió a Galeno del cuello de la camisa y echó el puño atrás. Galeno le puso la palma de la mano debajo de la nariz. —Té. El hombre vio las hierbas. —¿De las colinas de Inglaterra? —preguntó Galeno—. ¿Bendecidas por la gracia de Dios? Esto es té de Oriente de a dos peniques la onza. Todo el mundo se giró para mirar fijamente al charlatán. Estaba pálido y tenía la frente perlada de sudor. Recorrió los distintos rostros con la mirada. —No… no es… usted… De pronto arremetió contra Galeno. El garrote estalló contra la sien del boticario y el charlatán bajó para perderse en la multitud, pero era demasiado tarde. —¿Usted engañó a mi familia? —bramó el hombre corpulento intentando darle un golpe al charlatán. El comerciante se tropezó y lanzó la caja de cobre contra su agresor. Las hierbas que había dentro —té de Oriente de a dos peniques la onza— se desparramaron entre la muchedumbre. 51


Algunos, en su desesperación, y negándose a creer que no fuera una cura, trataron de coger un poco. Otros intentaron retener al charlatán. Los demás fueron por su mercancía, que estaba en un costal de arpillera junto al cajón. El té se desparramó por todas partes. Y entonces comenzó el disturbio.

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