LOS RESTOS OSEOS DE ABUELITO FIDELITO Por: Gacejas El lunes 6 de Agosto, (escogido por la Iglesia Católica para celebrar la transfiguración de Jesús), tórrido como otro cualquiera, me encontraba desde muy temprano, a la sombra del típico pórtico ecléctico, que simboliza la entrada, de un amurallado y maloliente cementerio cubano. La tarea de ese día era muy sencilla, íbamos a realizar la exhumación obligatoria, de los restos mortales de Fidelito, el abuelito de mi esposa, sepultado en este lugar dos años atrás. Lo primero que aprecie como visitante esporádico de estos lares, es que los cementerios de la Isla, como todas las cosas vivientes y muertas en este pedazo de tierra abandonada por Dios, (aunque asidua de inocuas visitas papales y con una membresía cardenalicia), llevan la marca de un antes y un después. Los cementerios cubanos tienen la parte inmóvil, muerta, detenida en el tiempo, la de los falsos propietarios de antes (de 1959), con los abandonados panteones de los francmasones y las sociedades importadas, de los Dones y las Doñas, olvidados allí por sus herederos, distantes en un tiempo de cientos de millas más al norte; y tienen la otra parte, la palpitante, la ampliada, nueva, la colectiva, la dinámica parcela revolucionaria de los dueños genuinos
de ahora, la porción que modulan la libreta de abastecimientos y el hambre que mata, las enfermedades devenidas del bloqueo injusto, como la gonorrea y el SIDA, el periodo especial, la chispa de tren, el idioma ruso por radio. La parcela que la salud gratuita y masiva, renuevan cada día, con un movimiento imparable hacia arriba y hacia abajo, la parte donde se entierran en fosas colectivas o comunes, juntos, fundidos, abrazados el hombre nuevo y el hombre viejo, solidarios en su mala suerte de haber nacido antes o después (de 1959), para terminar bajo el subsuelo infértil de la parte inmensa, la que le perpetúa el diario sustento miserable, pero seguro, a las familias de los trabajadores y de los empleados chupatintas, la parte que justifica la presencia del cura cercano, y que le da vida a los quiméricos paleros y a los rateritos de poca monta. El Cementerio de La Lisa no era la excepción. Curioso por el espectáculo del “saque”, junto al numeroso grupo de familiares, nos acercamos con disimulo, al septeto de cadavéricos sepultureros, pero de repente, de la nada, surgió un gigantón de ébano que parecía ser el jefe de la brigada, quien nos gritó, con frases marcadas por el hastiado prosaísmo del que lo grita varias veces al día, que debíamos alejarnos del lugar y esperar hasta que él nos avisara. Empeñados en guarecernos con la escurridiza sombra que proyectaba el descolorido muro, nos mantuvimos en disciplinado silencio y acatamos la
orden del grosero jefe, dejándonos castigar durante varias horas por el ofensivo resplandor de esa mañana de agosto, temerosos y boquiabiertos, ante el profesionalismo con el que aquella cuadrilla de desalmados, lograba la extracción simultanea de los bultos deformes, contentivos de lo que alguna vez fueron la forma de nuestros familiares y amigos. Desde nuestra improvisada atalaya, contemplábamos espantados la dureza del oficio de aquellos pobres desgraciados. En la medida que destapaban los nichos, decenas de descomunales cucarachas e insectos, saltaban hacia la superficie y se abalanzaban sobre ellos. Junto con los restos podridos de los sarcófagos, asomaban gigantescas y húmedas ratas, las que fulminadas por el imprevisto destello, corrían despavoridas en todas direcciones. Las mujeres de nuestro grupo, entre exclamaciones de pánico y aterradores gritos, se incrustaban en puntillas contra el muro, evitando ser blancos del errático vuelo de la oleada de cucarachas. Pero lo más impactante para los presentes, era la fetidez que brotaba caliente e inmisericorde desde el fondo de los agujeros. Estábamos allí, el mismo día de la transmutación del cuerpo del Cristo, hipnotizados por la destreza de los desenterradores, quienes un ritmo de expertos cotidianos, vaciaban los nichos y apilaban en un orden inconsecuente, los nauseabundos despojos, mientras que uno de ellos, para facilitar el acto que se avecinaba, espantaba de los restos mortales, las cucarachas
morosas o las ratas que se empecinaban en permanecer asidas a la costra de los que habían sido sus compañeros en el refugio seguro y el suculento cardumen, durante tanto tiempo. Alrededor de las once de la mañana, concluido aquel primer “saque”, tronó sobre nuestras cabezas la voz del hombre de ébano, anunciando que ya podíamos acudir a “identificar” y a apropiarnos por un tiempo breve de la parte que nos correspondía de nuestros cadáveres, pero solo, si conocíamos de antemano, el lugar donde los habíamos enterrado. ¿…? (Según las leyes cubanas, la propiedad sobre los cadáveres, se divide a la mitad, entre los familiares y el Estado). Se podrán imaginar la reacción de la mayoría de los allí presentes, pues estos no tenían ni la más remota idea, de cual de aquellos nichos uniformes, sin marcas, ni nombres propios, había servido de depósito a su muerto durante dos largos años, y por otra parte, otros, no habían ni participado en el enterramiento, por lo que el acto de reconocimiento y selección de ahora, debía hacerse guiados por la intuición y no por la experiencia, ya que no habrían listas con datos disponibles, hasta después del mediodía, hora de la apertura, del anciano del archivo. Los titubeantes primeros pasos hacia las hileras de restos, se convirtieron de pronto en una alocada carrera. Yo, que era uno de los más cercanos a los nichos, y previsor del pandemónium que se avecinaba, le había pedido a mi esposa que me aproximara al lugar donde
habían enterrado a su abuelito Fidelito. Con una rauda salida y a galope tendido después, logré llegar entre los primeros hasta el preciado despojo y sobre la marcha, así con fuerza por un saliente, una de las bolsas de lona verde, e intimidante, me aleje con ella a rastras en busca de la cercana sombra salvadora. Detrás, cubriéndome las espaldas de algún depredador furtivo, me seguía presurosa la comitiva familiar. Había tenido la tan buena suerte de haberme llevado de la deforme hilera, a uno de los restos mejor conservados y hasta en su propia funda verde, esqueleto al que a primera vista, no le faltaban las extremidades como a otros, ni tenia fundidos, partes o huesos de algunos de los otros tres afortunados residentes del mismo nicho durante esos dos años reglamentarios, esta apreciación inicial me dio cierta tranquilidad, y espere jadeante, el arribo de la comitiva familiar. El siguiente paso fue más fácil, aunque este requirió de un gasto extra de la adrenalina acumulada. Cuando la abuelita con su paso lento y cansino llego al lugar, miró aquellos pingajos humanos durante un largo minuto, lo hizo con el sabio desinterés de quien conoce de antemano lo que encontrara en el contenido de la bolsa, y emitió su dictamen muy quedo, pero con la fuerza de la esposa viuda, que aquel que allí reposaba, no era su esposo Fidelito. Se imaginan ustedes el espanto que se apoderó de mi espalda, la abuelita, sin dejar de mirar al suelo infinito bajo ella, repetía lacónica y monótona, que aquello no se parecía en nada a su querido esposo
Fidelito. Implorante busque ayuda con la mirada al resto el grupo, e indeciso mire de nuevo hacia atrás, para ver como una simple discusión entre varias familias, subía de tonos y se aproximaba ya a la riña tumultuaria, en una disputa legal por el reconocimiento y la apropiación, del ultimo cadáver disponible de aquel primer saque. Ante la vecindad inminente de la trifulca, tronó de nuevo la voz del hombre de ébano, quien se mantenía a una prudencial pero expectante distancia, escoltado por su desalmada cuadrilla de desenterradores, el sólido capataz gritó: “… atiendan acá, atiendan acá, !carajo!, ¿Por qué discuten? … ¿Por qué se pelean?, no sean tercos, yo les dije bien claro, que después de este primer “saque” viene otro “saque” y que por la tarde, hay dos más, les repito, aquí jamás ningún compañero se queda sin su muerto…aquí lo que sobran son muertos… así que pónganse de acuerdo ahora, que vamos a comenzar con el otro “saque” para los que no alcanzaron”. Dicho esto, el hombre de ébano, le indicó a la famélica cuadrilla, comenzar el destape de los nuevos nichos y le pidió a los invitados, con la misma grosería de la primera vez, que se alejaran de nuevo de aquel lugar. Mis acompañantes, mudos testigos de esta escena, se viraron implorantes he hicieron reflexionar a la abuelita, quien más resignada al fin exclamó: “…Bueno, no se me parece así de pronto… pero mirándolo bien, puede que este si sea mi Fidelito” y yo, aprovechando el momento propicio, le dije “…Vieja, el tiempo no pasa por gusto, además, aquí usted puede ver, que las condiciones no
son las mejores, es verdad que está un poco cambiado, pero lo importante es que está intacto y creo que este si es Fidelito” y le dije a mi esposa para que me oyeran todos los presentes: ”…pues si este no era su Fidelito, a partir de ahora lo sí es, y no quiero que se hable más del asunto, que esto ahorita se pone malo y al final un saco de huesos, llámese como se llame, siempre será un saco de huesos, aunque insistan en que aún está vivo y cubierto de piel”. Y llame entonces a uno de los buscavidas de los cementerios, esos empleados por cuenta propia, quienes por veinte pesos, te hacen el favor de limpiar y desmenuzar los restos, aplicarles la cascarilla, la colonia y las esencias, y hasta te los acomodan en unas minúsculas cajas de maderas blandas, una especie de modesto e indefenso cofre, destinado a servir de refugio temporal para los próximos años, a los queridos restos, tiempo impreciso, almanaque incierto, lapso a merced del olvido, o del lapsus impago familiar, o de que durante uno de los frecuentes cambios del administrador del cementerio, en un trabajo voluntario, un domingo rojo, o en un plan tareco comunal, los condenen a volar a la eternidad sobre el muro posterior del camposanto, para que se fundan a la savia el espinoso follaje que crece en la siempre reseca y rojiza tierra. Después de haber depositado sin ceremonia alguna, en el dantesco osario subterráneo, los restos relucientes del abuelito Fidelito y de haber pagado por la estrecha cavidad, cuarenta pesos para los próximos veinte años,
salimos a la superficie en busca del contaminado oxígeno, conscientes de que la sacra cajuela no permanecería en aquel sitio hasta esa fecha y convencidos de haber visto en aquella cueva de La Lisa, una de las puertas del Infierno. Al pasar, con nuestras caras mustias por el bochorno del mediodía y la pena, cerca de la quijotesca cuadrilla en plena faena, el jefe de ébano, imaginándonos unos frustrados advenedizos recién llegados, nos gritó con una insospechada benevolencia“…eh familia, miren, esperen allí junto al muro hasta que concluya este “saque”, que aquí hay muertos para todos”… pero al percatarse de que éramos del turno anterior, nos dijo a modo de una burlesca disculpa “… bueno si quieren otro, pueden esperar, verán que aquí lo que sobran, todos los días,… son muertos” Hicimos caso omiso a la macabra broma y sin mirar atrás, pasamos de nuevo por el ecléctico pórtico que simboliza la salida del cementerio y mientras nos alejábamos nos llegaba la resonancia de trueno del hombre de ébano por encima de una terrible algarabía de mujeres “… pero que es esto familia, porque discuten, da lo mismo un hueso más o un hueso menos, …!familia carajo!… dejen vivir a este pobre hombre, que aunque no conozca mucho de anatomía o no sepa contar bien, esta es su lucha diaria,… miren amigos míos, lo importante son los cráneos, que son los que nos cuentan en las auditorias, y el resto… en fin de cuentas, todos los restos son iguales”
FIN