UNA VIDA ENTRE LIBROS Ana María Machado Por una serie de circunstancias, acabé por tener una vida totalmente cercada de libros. Fui siempre lectora voraz, fui profesora de lengua y literatura, periodista, escritora, traductora. Fui crítica literaria, tuve una librería que fundé y administré durante dieciocho años, fui socia de una editorial. Ingresé en la Academia Brasileña de Letras, institución secular que hoy presido. Todo ello fue ocurriendo poco a poco y algo por casualidad. Pero acabó por darme una experiencia muy variada en mi relación con los libros. En el afán de reflejar sobre ellos y celebrarlos, me han propuesto evocar esta vida entre libros y creo que puede tener sentido intentar compartir algo de lo que en ella aprendí. En las palabras del poeta Camoens, este saber sólo de experiencia hecho.
Y empiezo por algunos rasgos
biográficos, que pueden ser útiles en la medida que delinean de nuevo una posible trayectoria de mujer latinoamericana en el siglo XX.
Soy de una familia de origen humilde, pero que valoraba mucho los libros, la lectura y la educación, aun como herramienta de ascensión social. Mi abuelo paterno era un inmigrante portugués que había dejado el arado y el lagar en el cual ayudaba al padre a producir vino en la aldea, y trató de ir a estudiar farmacia en Oporto. Tras haberse licenciado, sin perspectivas de trabajo en su tierra, se marchó en definitiva a Brasil trayendo muy poco de lo suyo. En su parco bagaje tenía algunos libros de los cuales jamás quiso apartarse. Más tarde, en tierras brasileñas, el joven farmacéutico eligió por esposa la hija mayor de
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otro inmigrante portugués, que había venido al Nuevo Mundo algunas décadas antes, con 9 años de edad no más, solo en el sótano de un barco para trabajar en la ferretería de un coterráneo suyo, a cambio de hospedaje y comida. En una época que no había leyes laborales que limitaran la jornada de trabajo o el esfuerzo de menores de edad, el niño era el primero a empezar las tareas arreglando todo antes de que la tienda se abriera. Y el último a terminarlas, después que se cerraba el comercio y le tocaba limpiar el suelo. Mientras se fatigaba, se prometía a la vez que un día haría que estudiaran los hijos. Así, estudió mi abuela paterna, más allá de lo que se enseñaba a las chicas de aquel entonces. Ingresó en el liceo, aprendió francés y se ocupó de mantenerlo al corriente, como un medio particular de resistencia individual − leyendo mucho y siempre. Más de medio siglo después, cuando yo ya había ingresado en la facultad, era para nosotras una gran alegría poder prestar libros la una a la otra o intercambiar opiniones sobre lecturas y autores. Con ella conversé respecto a Alexandre Dumas y Balzac, Víctor Hugo y Stendhal, Maupassant y Flaubert. Pero, para mi desconsuelo, sólo mucho más tarde, ella ya fallecida y yo escritora conocida, fue cuando descubrí que durante años mi abuela, usando seudónimo, había escrito regularmente para un periódico de la ciudad, en una columna combativa que defendía los derechos de las mujeres y hacía campaña para otorgarse el voto femenino. Por parte de madre, la abuela Ritita era una mujer distinta. Su padre poseía tierras donde se cultivaba café y ella era una chica del
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campo, muy sencilla, aunque sabía respecto a todas las cosas ligadas a la cultura no escrita. Ha sido analfabeta hasta después de los veinte años. Apenas sabía dibujar el nombre cuando casó con mi abuelo, viejo labrador que cogía café en la finca de su padre, al Norte del Estado de Espírito Santo. Ha sido él quien le enseñó a leer y a escribir con fluidez. Ese abuelo mío fue un apóstol de los libros y de la educación. De niño, viviendo en los montes, aprendió a leer con algún alma generosa que sólo puede estar en el cielo. Iba devorando todo lo que le caía en las manos en plan de escrita. En poco tiempo, estaba ayudando al profesor de una pequeña escuela del pueblo vecino. A los 13 años, ese profesor lo eligió para sustituirlo un día y consiguió que un señor “de la ciudad”, de paso por allí, se lo llevara para ser su mozo recadero y ayudante doméstico, a cambio de poder ir a la escuela y seguir los estudios. Luego, él se hizo amigo de toda gente que poseía libros − el cura, el juez, el profesor, el farmacéutico... Leyó, prestado, todo lo que la pequeña ciudad tenía para ofrecerle. Y acabó una vez más por ser trasladado a otros sitios. Se fue a Vitoria, de ahí a Río de Janeiro para estudiar ingeniería.
Y siempre a
condición de que, en cada sitio de donde venía, pedía para ser sustituido por un hermano menor y sucesivamente de la misma manera − y se combinaba con éste que después haría buscar otro. Para que todos tuvieran la oportunidad de estudiar. Una vocación de educador. No es de admirarse que, además de ingeniero, acabara por ser profesor de matemáticas y física, durante 50 años. Y creando un colegio en Vitoria, en su propia residencia. Le encantaba la literatura.
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Leía mucho. Vivió cercado de libros. Era capaz de enseñar a una nieta de 12 o 13 años un librote de los viajes del naturalista Auguste de Saint-Hilaire por todo Brasil y decirle: "Lee para que él se quede tuyo. Así, nadie nunca podrá quitártelo.” Irresistible. Me ofreció para leer los importantes ensayistas que reflexionaron sobre Brasil. Decía siempre a los hijos y nietos: "lo único que tengo para dejarles en herencia es la educación. Y eso no es algo que se conquiste de un momento a otro.” Sufrió dos infartos, y creyó que para sobrevivir necesitaba tener un nuevo interés en la vida. Decidió volver a estudiar inglés para leer Shakespeare. No llegó a tanto. Pero leímos juntos algunas buenas obras de Dickens y Thomas Hardy, intercambiando cartas con nuestras opiniones sobre lectura. Mi madre, su hija, ha salido más a él. No sólo porque frecuentó dos facultades. Sino que leía sin cesar. Fue a trabajar en la Biblioteca Nacional. Tuvo 9 hijos y eso representaba una labor doméstica inimaginable. Pero siempre me acuerdo de ella cuando defendía su derecho sagrado de pararse un poco al mediodía para seguir la lectura en que estuviera zambullida. O amamantando a un nene y leyendo un libro al mismo tiempo. En eso me ayudaba mi padre, un ávido autodidacta. Él había empezado a trabajar muy temprano y apenas había terminado la Primaria. Cuando la conoció hizo un curso suplementario e ingresó directo en la universidad − que pronto la dejó porque trabajaba en un periódico y no tenía tiempo para frecuentar las clases. En cambio leía. Pero leía con método, pues se había concienciado de que esas lecturas constituían toda la formación que no había podido obtener en la escuela. Compraba a plazo colecciones de libros y los leía de cabo a rabo: Biblioteca Internacional de Obras Célebres, los ganadores del premio
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Nobel, además de todos los libros importantes que se publicaban y se recomendaban en los periódicos. Y como los dos, mi padre y mi madre, conversaban animosamente respecto sus lecturas, todos nosotros (sus hijos) teníamos gana de entrar en aquel mundo. La Ilíada y la Odisea, Don Quijote, La divina comedia, El paraíso perdido, Vidas paralelas, de Plutarco, son algunos libros de que me acuerdo perfectamente viéndolos con el marcador dentro sobre la mesilla de noche. O, de repente, uno de los dos hacía una pausa, leía para el otro un trecho en voz alta, subrayándolo con lápiz. Hablé de ese ambiente que me cercaba porque creo que es el retrato de algo, que sólo mucho más tarde me di cuenta de que era raro y anormal, a pesar de que para mí me parecía absolutamente natural durante toda mi formación: había libros por todas partes. Las personas a mi alrededor leían y valoraban
el
libro
como
un
bien
precioso.
No
porque
fueran
económicamente privilegiadas. Sino que no concebían que se pudiera vivir sin leer, sin preguntar, sin consultar diccionario, sin buscar respuestas. Pero hay todavía otro aspecto, más general, que merece la pena ser destacado y que sólo hoy percibo, en plena madurez, tras haber viajado mucho, vivido en otros países y conocido más de cerca otros sitios para hacer comparaciones. A diferencia de las sociedades sólidamente estratificadas, como son las europeas (y podemos pensar en la británica, en especial) la sociedad brasileña − aunque es perversa y cruelmente excluyente − permite una movilidad social impensable para los modelos europeos. En ese sentido, tenía razón mi abuelo. Con la herencia de la educación (y de la lectura, como en el caso de mi padre, por ejemplo, que sólo frecuentó la Primaria, pero completó su formación leyendo), ha sido posible hacer el trayecto que llevó a la hija de un niño inmigrante, barredor de una tienda, a tener una columna pionera en un periódico. O el camino que ayudó a un chico del campo, hijo de labrador, a convertirse en un doctor en postgrado, a escribir libros y a
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hacerse el primer rector de la UFES (Universidad Federal de Espírito Santo) O la trayectoria del niño que dejó de estudiar para trabajar en una gasolinera, pero que continuó leyendo, acabó por ser jefe de redacción de su propio periódico y ocupó puestos importantes en el país. En Inglaterra, como lo sabe cualquiera que haya asistido a My fair lady, por ejemplo, el simple acento es un diferencial social y difícilmente quien pertenezca a la llamada working class pasa a ser de clase media en una sola generación. Quizás por el hecho de que en Brasil, en general, se lea muy poco, el convivio íntimo con los libros acabe, a su vez, por constituirse en un factor de movilidad social de ese género. En dicho ambiente, era natural que muy tempranamente yo me interesara por libros. No sólo porque siempre oía hablar de ellos como algo precioso o porque tenía el ejemplo de todos a mi alrededor. Sino también porque moría de curiosidad por aquel mundo, tan atractivo a punto de dejar a mis padres sumamente distraídos cuando estaban inmersos en él, y ni me hacían caso como me gustaría que lo hicieran. De algún modo, yo deseaba participar en aquello, entrar en la lectura, poder opinar sobre libros y descubrir todo lo que había escondido dentro de las capas de aquellos tomos que se alineaban en los estantes, se apilaban sobre las mesas, se amontonaban en los rincones e invadían toda la casa. Servían de paredes para las casitas de muñecas, rampas y puentes para que pasaran los carritos, cercados para los animalitos de peluche. Aprendí a leer sola muy temprano.
En la Navidad y en mis cumpleaños, me
regalaban libros. Y cuando cumplí siete años gané un cuadernito donde había un dibujo en colores de una niña solar, entre palmeras y papagayos, y estaba escrito: Mi diario – Ana María − 1948. O sea, el camino de la lectura a la escritura ha sido también natural, dos caras de la misma moneda, el cual se sumaba a la sabiduría popular,
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oral y anónima, que estaba a base de todo. Los libros eran sólo una fórmula de multiplicar ese saber acumulado tras muchas generaciones, de traer la palabra de gente de lejos o de mucho antes. De cualquier modo, lo que mi noción de sabiduría tenía que ver era con mi abuela Rittita. Era ella que sabía los proverbios, las cantigas y los rezos para todo, no importa en qué situación, sabía arreglar lo que fuera, hacía té de la hoja del guayabo, cataplasma para el pecho, entraba en el gallinero y ya sabía cuál gallina iba a empollar su huevo aquel día, zurcía ropa, hacía dulces, reparaba juguetes, guardaba el cordón en el bolsillo y el imperdible en una cajita... Y contaba las mejores y las más increíbles historias, mucho mejor que cualquier libro. En las vacaciones, cuando íbamos a veranear con ella, en Espírito Santo, era un repertorio interminable. Al volver a Río, yo, la mayor, me esforzaba por mantener viva la memoria, al recontar tales historias a mis hermanos menores. Cuando gané el diario y descubrí que era divertidísimo escribir todos los días, me di cuenta también que escribir era otra manera de no olvidar. Al principio las historias de mi abuela. Pedí y gané otro cuaderno, mayor, y empecé a escribir lo que me acordaba de lo que nos contaba ella. En poco tiempo, mi imaginación estaba mezclándose con el contar de la abuela y comencé a hacer mis cuentos sobre los juguetes que nos rodeaban, las vidas y aventuras imaginadas a partir de los distintos objetos, los añorados recuerdos de niños como nosotros en una playa brasileña. De todos modos, han sido pasajes naturales. No tenía ninguna pretensión de ser escritora. En mi concepción del mundo en aquel entonces, todo ello no era algo que uno decide ser. Sino que se hace naturalmente. Yo leía y escribía como quien duerme, se ducha, come, sin intención de ser dormilón o gourmet cuando sea mayor. Viviendo lejos de tíos, primos, abuelos, las cartas y mensajes eran el medio normal de
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comunicación. Recibíamos y enviábamos correspondencia, al igual que cualquiera, hoy día, atiende el teléfono o envía un correo. La escrita, como la lectura, no era un bicho de siete cabezas. Leíamos mucho. Y con mucho gusto y entusiasmo. Los amigos leían y hablaban de libros. Y la gente mayor se ponía alrededor también. Fui creciendo, leyendo y escribiendo. Al mismo tiempo, sin pasar de lectora a escritora. Leí todo Monteiro Lobato y todo Mark Twain, La isla 1
del tesoro y Robin Hood, Los tres mosqueteros y Pimpinela Escarlate, Ivanhoe y Les Pardaillan, Tarzan y Robinsón Crusoe, las novelas dulzonas y de cuño rosa destinadas a las chicas, todo Sherlock Holmes y Arsène Lupin. En un instante estaba extrapolando a los estantes paternos, leyendo Kim, de Kipling, y devorando todo Dickens, con aquellas historias tristes de pobres huérfanos abandonados, las cuales también podrían ocurrir en Francia, con los Miserables, de Víctor Hugo. Yo leía lo que me regalaba mi abuelo, lo que me sugería mi padre, lo que estaba leyendo mi madre, lo que me prestaban mis amigos. Y yo escribía. Composiciones en la escuela toda la semana. Cartas a mi abuelo, mis primos, mis amigos. En el colegio, era redactora del pequeño periódico escolar, me encargaba de distintas secciones cuyos estilos eran diferentes. Todavía no han inventado mejor taller de la palabra. En los inagotables libros adultos fui descubriendo preferencias y caminos propios. Investigaba los estantes de toda la familia, pedía sugerencias a profesores en el colegio, me valía de la antología escolar como si fuera un tráiler, para ver qué texto o autor me gustaba − e iba atrás. Al ingresar en la universidad, tuve ganas de escribir más regularmente, procurar ganar dinero con eso: quizás, ¿ser periodista? José Bento Monteiro Lobato, gran escritor brasileño (1882-1948) que, en especial, se dedico a la literatura infantil. 1
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Elegí un periódico, el Correio da Manhã adonde fui ofrecerme. Y a escondida, porque papá no quería una hija periodista, creía que el ambiente de redacción no era propio para chicas. Me quedé algún tiempo como pasante de periodismo en el suplemento femenino, después como que ayudando a investigar y redactar notas en columnas. Un día, fui promovida y encargada de hacer mi primera materia autónoma − una entrevista a un gran pintor que iba a inaugurar una exposición en Rio. No la firmé, evidentemente. Pero mi padre al leerla le hizo tantos elogios que acabé por confesárselo. Tras la bronca paterna, vino el orgullo − y la aprobación oficial de mi condición de profesional de la escritura. A partir de ahí, adulta, ya me había hecho lectora y escritora. Todo lo demás son incidentes biográficos. Por el hecho de que fui a seguir la carrera de letras neolatinas, estudié literatura de una manera más sistemática, ordené mis lecturas, solidifiqué mis conocimientos de lingüística y filología. En poco tiempo ya estaba haciendo el postgrado, la monografía sobre García Lorca, después preparando mi tesis sobre Guimaraens Rosa. Mientras tanto, daba clases en colegios y universidades. Un día, en 1969, me llamaron desde Sao Paulo. Una nueva revista a ser creada tenía la intención de destinarse a niños y buscaba a autores que nunca hubieran escrito para ellos, pero que dominaran bien el diálogo y supieran escribir. Habían hecho un sondeo en distintas universidades en busca de profesores, y mi nombre había surgido en la Facultad de Letras. Juntamente con otros compañeros de la misma área, publiqué montones de historias en esa revista, y nosotros tuvimos éxito. Años después, en 1976, nos han solicitado historias más largas para libros, y en 1977 tuvimos nuestros cuentos reunidos en antologías y publicados. Nos hemos convertido en escritores. El año siguiente, bajo seudónimo, envié un texto inédito a un concurso, y gané el primer premio, incluso con la publicación
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de la obra. Algunos editores vinieron a preguntarme si yo tenía otros originales. Fíjense, yo tenía los cajones llenos: hacía años que lo escribía sin saber qué hacer con aquellas historias más largas, que no cumplían las exigencias de la revista. Escribía porque me gustaba, porque quería, porque tenía ideas y tenía que echarlas fuera, porque había leído tanto que ahora había llegado mi turno de escribir. Como si hubiera rellenado una reserva de agua hasta rebozarla. Publiqué montones de libros en 1979 y 80, frutos de ese desagüe de lo que venía acumulando. Empecé a ser vista irremediablemente como escritora, asumí esa condición, me desvinculé del periodismo. Estaba escribiendo mi primera novela y necesitaba de tiempo y concentración para escribir. Al decidirme a hacer eso, necesitaba pensar en la sobrevivencia mientras escribiera, con horarios más flexibles que los del magisterio o del periodismo. Al percibir que no había en Brasil ninguna librería infantil, resolví fundar una, junto con dos socias.
Por dieciocho años trabajé
directo vendiendo libros para niños, sus familias, sus profesores. Y durante parte de ese tiempo, fui también una de las socias de una editorial, ayudaba a elaborar un catálogo de gran calidad, el cual sólo descubrimos cómo podía ser muy valioso justo cuando decidimos vender la empresa – pues éramos todos autores e ilustradores y corríamos el riesgo de alejarnos de nuestro principal objetivo si siguiéramos siendo editores. Claro está que a lo largo de una experiencia tan diversificada aprendí muchas cosas. Intentaré resumirlas para presentárselas a ustedes. La primera es que nunca encontré un niño alfabetizado que, si hubiera tenido la oportunidad de elegir un libro en un menú variado, no descubriría el que le gustara mucho y le diera la gana de seguir leyendo. Puede no interesarse por el primero, rechazar el segundo, el tercero, pero
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si tiene opciones de calidad será atraído por alguna lectura que le abrirá otras puertas. Tengo la seguridad de ello, sin ninguna duda. Por lo cual empecé a decir que leer es como enamorarse. El que dice que no le gusta tal cosa es porque todavía no ha encontrado alguien que le agrade. En ese caso, lo mejor es dejar de lado lo que no le agrada y experimentar otro hasta encontrar a aquel que le traiga satisfacción. Una buena manera de ayudar a un cliente a escoger un libro en una librería es preguntarle qué libros leyó y le gustaron, para entonces indicarle uno que tienda a dialogar con el otro. O sea, Italo Calvino tiene razón cuando dice que si escribe una novela o un poema para que el nuevo libro pueda ser puesto en un estante al lado de otros que allí ya están, por alguien que ya leyó ciertas novelas y determinados poemas2 . Y que, al hacer tal cosa, el estante se modifica, pues algunos de los tomos que allí se hallan serán expulsados o retrocederán hacia el fondo, y algunos que estaban escondidos se tirarán adelante. Umberto Eco, Virginia Woolf y Jorge Luis Borges señalan observaciones semejantes al recordar que los libros dialogan entre sí. Cuantos más libros leídos, más diálogos, más gusto por la lectura, más capacidad lectora. La segunda constatación es que la palabra tiene una fuerza extraordinaria. Claro está que podemos obtener informes que nos llegan solamente por las imágenes en papel o en una pantalla. Pero la capacidad que tiene la palabra literaria para crear un universo simbólico es infinita y la humanidad de ella necesita. ¿A qué llamo palabra literaria, empleada como arte? Difícil de definir, pero me baso en una diferencia que ha hecho Roger Chartier cuando dice que nunca encontró a quien consiga definir literatura con exactitud. Pero se da cuenta de que los mejores intentos de explicar dicho concepto tiene que ver con el reconocimiento de que lo que caracteriza Assunto Encerrado – Discursos sobre literatura e sociedade, São Paulo: Companhia das Letras, 2009. 2
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la literatura es la palabra empleada de una manera que permita múltiples reapropiaciones – bien por personas o sociedades distintas, bien por la misma personas en diversas épocas o circunstancias de su vida. Quiere decir, su proceso significativo tiene que ver con una multiplicidad de sentidos latentes posibles. Ese es el empleo poético de la palabra – como lo explica el lingüista Román Jacobson. O sea, un empleo en que ellas no sólo se eligen porque significan una idea de una manera más exacta que las otras abandonadas por nosotros, sino también porque, puestas al lado de otros términos, causan efectos inesperados y renovados. Así, tanto en la prosa narrativa como en la poesía, la literatura está ensanchando la experiencia vital del lector, yendo más allá de lo que la vida cotidiana le propicia, permitiendo que él viva otras vidas, sienta otras emociones, entienda otros dilemas, conozca muy de cerca otras personas, vivencie otras soluciones para las dificultades humanas. Esa es la fuerza absoluta de la literatura y es por eso que ella no muere, por más que puedan variar y diferenciarse sus soportes − al igual que la melodía tañida en una lira o en un laúd, las tablitas de barro, los papiros, los pergaminos, el papel, las pantallas. Los palacios y templos antiguos, hechos de piedra, mucho más resistentes que todos esos soportes, sobreviven solamente como ruinas. Son bellos y admirables, pero perdieron la función que tenían en la sociedad que los creó. Con respecto a las palabras no pasa eso. El soporte original de éstas puede incluso deshacerse con el tiempo. Y ellas pueden haber llegado hasta nosotros sólo en copias y aun en idiomas que no existían cuando han sido creadas. Pero continúan vivas. Las historias antiguas nos conmueven hasta hoy con la misma intensidad. La poesía también. Porque alcanzan más allá de nuestra realidad circunstancial, ensanchan nuestra experiencia y nuestra vivencia, nos hacen transcender nuestros límites. Y solamente la vida no nos basta. Esas dos observaciones hechas, sobretodo en la librería y en el aula de
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clases, me han ayudado mucho en mis actividades de editora.
Cuando
ingresé en la sociedad, nosotros teníamos un buen catálogo, pero demasiado grande y que vendía poco. La empresa estaba llena de deudas, corrigidas con índices muy pesados en un país que tenía una inflación galopante. Comprábamos enormes stocks de papel para garantizar el precio – además de que teníamos que pagar depósito para almacenarlo. Obstáculos por todas partes. Breve, teníamos una situación económica difícil, de la cual me hice cargo de arreglar. Decidí que no podíamos darnos el lujo de ser amateurs. Me tocó una serie de actitudes profesionales. Revendí – con lucro – parte de nuestros exagerados stocks de papel. Al examinar el catálogo, constaté una cantidad inmensa de títulos que no vendían, pero allí estaban temas porque habían sido escritos por amigos de los editores a quienes no se consiguió decir “no”. O habían sido escritos de encargo por grandes nombres que podían ser famosos, pero no dominaban el difícil arte de escribir para niños, especialidad de nuestra línea editorial. Tenían alguna repercusión en la media en cuanto salían y podían hasta entrar en la lista de los más vendidos en algunas semanas, pero no se sostenían respecto a la preferencia de los pequeños lectores y, en poco tiempo, se convertían en estorbo. Mezclé mi condición de ficcionista con la de empresaria tras más de diez años de experiencia en la librería y creé un personaje, una editorial ficticia contratada con el objetivo específico de liberar los catálogos, poner en marcha los stocks. Ella, que no era amiga de nadie, sino solamente una gestora económica, podía tomar las decisiones difíciles, y escribir a los autores proponiéndoles ventas promocionales y rescisiones de contrato. Los verdaderos
editores
pedíamos
disculpas,
pero
seguíamos
sus
recomendaciones. Siendo implacable, ella nos permitió contratar nuevos libros sólo cuando creyéramos en ellos, aun teniendo que decir “no” a varios amigos.
Bastaba a uno de los socios no entusiasmarse, para que no
publicáramos.
Hemos sido muy exigentes con la calidad. Y evitamos
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publicar lo que solamente seguía las tendencias del momento y que creíamos ser pasajero. Mereció la pena. Y tanto mereció la pena que, cuatro años después, la editorial ya había multiplicado por diez su valor, expandía cada vez más las ventas de su catálogo sin superfluidades y, cuando decidimos deshacernos de ella, la editorial ha sido disputada por dos grandes grupos, en excelentes condiciones para nosotros. Elegimos lo que deseábamos. Nos sentimos fuertes porque, como editores, habíamos tomado dos decisiones fundamentales. Por un lado, creímos en la calidad literaria e investimos en el talento y huimos de la mediocridad. Por otro, no olvidamos las leyes económicas que rigen una sociedad, sin que dejáramos que la busca del consumo inmediatista nos dominara. Aprendí también que un editor es un intermediario entre la escritura y la lectura. Por ello, tiene que pensar sobre cada edición con cuidado para que el texto pueda buscar el medio ideal de encontrar a su lector. Gracias al trabajo del editor y a los libros que edita, cada época puede hacerse contemporánea de todos los hombres que ya existieron antes. No es conveniente tratar dicha responsabilidad de una manera automática. Como parte de tal responsabilidad, merece la pena subrayar que, en mi opinión, sólo vale editar algo si creemos que aquella lectura tiene la posibilidad de transformar a alguien. Y dicha posibilidad tiene que ver con la calidad literaria, con el misterio mediante el cual los escritores encuentran palabras nuevas, nunca antes empleadas de aquel modo, pero que permiten junto al lector
inmediato
reconocimiento
de
algo
profundamente
suyo.
Principalmente en la poesía, cuando ese enigma, a veces, logra provocar la sensación de magia. Me he convencido, aún, de otro aspecto conmovedor del mundo de los libros: es posible hacer frente al desafío de traducir: por más que toda traducción sea necesariamente inexacta y jamás consiga corresponder con
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fidelidad al original. Los recuerdos individuales son plurales, las lenguas son múltiples. No hay dos imaginarios iguales. Pero existe un territorio común a la especie, donde podemos y debemos encontrarnos, a pesar de todo. De modo paralelo a la publicación de obras de la cultura nacional, la edición de traducciones y la lectura de obras traducidas garantizan la permanencia de ese sustrato común, la sobrevivencia de ese flujo entre los seres humanos. De todas esas mezclas vamos alimentándonos. El entrecruzar inteligente – como lo señala George Steiner3– es la condición necesaria del desarrollo humano. Editores que se contentan solamente con la publicación de lo que es producido en su misma cultura regional están eligiendo autolimitarse, cerrando las puertas por donde podrían entrar ejemplos insospechados de la vasta experiencia humana, capaces de expandir y enriquecer los horizontes individuales y el imaginario de la sociedad donde se insertan. Como si, en el fondo, arrogantemente, consideraran que los demás son dispensables. Y no se dieran cuenta de que los libros, además de hacernos contemporáneos de todas las generaciones que nos han precedido, también nos convierten en vecinos y próximos de todos los pueblos. Todas esas creencias confirmadas o lecciones aprendidas a lo largo de una vida entre libros insisten en subrayar el valor de la literatura. Libros de información y obras de referencia tienen la posibilidad de ser sustituidos por otro soporte, muchas veces con más eficiencia. El periodismo también, y con mucho más rapidez. Pero aunque todo cambie, e incluso el objeto libro venga a desaparecer por completo ante los medios electrónicos (cosa que, personalmente, no creo que ocurra tan temprano), la literatura, como todas las artes, sigue fuerte y necesaria a la humanidad, alimentando nuestro anhelo de comprender, dando vislumbres de los misterios que no 3
Extraterritoral – A literatura e a revolução da linguagem. Sao Paulo: Companhia das Letras, 1990.
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comprendemos. Nada se compara al poder de un ensayo bien escrito para propiciar diálogos entre intelectos, estimular argumentaciones, hacer pensar con profundidad. O, como recuerda Vargas Llosa, en el embrión de toda novela tiembla una inconformidad, late un deseo no satisfecto 4 . En las líneas y en los interlineados de los poemas pulsan experiencias humanas que, cuando compartidas, refinan la especie. No me canso de repetir, hace años, por todas partes: una democracia necesita de lectores de literatura como una herramienta de la libertad, una vivencia de alteridad. Leer literatura aproxima las personas, las unas a las otras, cuando se les proporciona una oportunidad única de una estar en el pellejo de la otra y, así, hacer que cada lector constate lo que tiene en común a los demás hombres y mujeres, y pueda establecer con ellos un diálogo emocional e intelectual, aunque si, aparentemente, son tan diferentes y distantes. Y además de todo, zambullir en esas aguas persuasivas a las cuales llamamos literatura es divertido. Un refinado placer característico de la especie humana, como todo el arte. Es una manifestación celebrativa de la cultura, en la alegría de explotar el lenguaje para cuestionar la realidad, descifrar el mundo, salir de sí mismo, trasladarse, expandirse, volar, detener los problemas, rebelarse contra los que nos oprime, desafiar lo que parece inmutable, proponer alternativas, Muchos autores ya han dicho algo parecido. Sé que no soy nada original al afirmar eso. Pero hago hincapié en reiterar mi confianza en esa visión tras una vida entre libros. Como lo aseguró George Eliot, en su ensayo “A Historia Natural de la vida alemana”5: El arte es lo más próximo de la vida. Es un modo de ampliar la experiencia y extender nuestro contacto con nuestros semejantes, más allá 4 5
La verdad de las mentiras. Madrid: Santillana, 2007. Cita de James Wood, How Fiction Works. New York: Picador, 2008.
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de los límites de nuestro destino personal. O, en las palabras del poeta brasileño Ferreira Gullar: El arte existe porque la vida solamente no nos basta. Una vida entre libros tiene sentido y es rica si esos libros traen lo que acrecienta, transforma, expande y amplía a cada uno, para mucho más allá de sus límites individuales − mediante la literatura, arte de la palabra.