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Una gruta en la plaza Constitución

A finales del siglo XIX, el barrio de Constitución contó con una "Gran Rocalla", la enorme gruta de diez metros de altura con aspecto de un ruinoso castillo emplazado sobre un lago artificial. Historia de una moda europea que costó mucho dinero y, desde el vamos, provocó polémica, burlas y críticas.

Lo admitimos: cuesta imaginárselo; pero en la Plaza Constitución hubo, entre 1887 y 1914, una extraña construcción parecida a un antiguo castillo en ruinas. Más insólita podrá resultar esta noticia si se añade un detalle fundamental: a diferencia de muchos otros edificios porteños, este no acabó sus días como una ruina, sino que nació como tal…

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Desde 1853 y por decisión del gobernador Pastor Obligado, Plaza Constitución fue, como Plaza Miserere, una gran playa para la concentración de carretas que traían mercancías de las provincias. Menos de cinco años después este parador ya era elevado a la categoría de mercado y su entorno comenzaba a florecer en prostíbulos y pulperías; pero este esplendor no habría de durar mucho: en 1865 el Ferrocarril Sud inauguró sus servicios con la estación de cabecera justo enfrente, y la actividad de los carros entró en rápida declinación. Casi estaba extinta para 1883, año en que asumió como primer intendente de Buenos Aires el montevideano Torcuato de Alvear. Ávido de dotar a la ciudad con edificios, paseos y monumentos que recordasen a París, Alvear pronto tuvo una inquietud: ¿qué hacer con aquel terreno enorme y barroso de Constitución, cuyo aspecto ofendía la estética que deseaba imponer? Naturalmente, debía parquizarlo.

El proyecto original para la plaza a cargo de Eugène Curtois (director general de Paseos Públicos) contemplaba hacia 1885 la división en cuatro sectores, pues así estaba desde los tiempos del mercado, cuando lo cruzaban por el medio las calles Lima y Pavón. En esta intersección se puso una glorieta con iluminación y bebederos (los había para transeúntes, para caballos y para perros). Las pocas carretas que todavía llegaban desde el sur fueron relegadas a uno de estos sectores, y no mucho después fueron desterradas por completo. Se trazaron lagos artificiales y jardines, y en medio de uno de ellos se instaló en 1887 lo que oficialmente fue denominada “Gran Rocalla”, pero que para todos fue “La Gruta”. Con este nombre pasó a la historia.

El proyecto de la Generación de 1880 apuntaba a que la Argentina fuera el granero del mundo, insertándose así en la división del mercado mundial de esos años como proveedor de materias primas. Se postergaba de esa forma cualquier intento de desarrollo industrial. El plan era integral y comprendía -además de sus implicancias económicas- aspectos político-sociales, que delinearon la estructura que buscaba la llamada «República Oligárquica». Entre otras cosas, Buenos Aires se transformaría de Gran

Aldea en gran metrópoli, capaz de absorber al aluvión inmigratorio europeo. Los ferrocarriles se construían con capital inglés y confluirían hacia el puerto con el objetivo de enviar productos del campo a los países centrales. Esto iba acompañado por la construcción acelerada de la ciudad pomposa (palacetes, residencias y grandes edificios de estilo francés o italiano) destinando el resto a los pobres, inmigrantes o nativos, que habitaban miles de conventillos. La transformación urbana cambió de forma contundente el paisaje. Nuestro barrio fue señorial pero, a la vez, siguió también poblado por sectores populares: los dos rostros se alternaron en su perfil e identidad. Torcuato de Alvear, primer intendente designado por el presidente Julio A. Roca, fue quien proyectó los rasgos de la urbe propuesta por la oligarquía. Dicen Mario Rapaport y María Seoane: «Durante la gestión de Torcuato de Alvear, los recursos estilísticos franceses aparecieron de la mano de profesionales extranjeros, los italianos Juan A. Buschiazzo y Francisco Tamburini en obras públicas, y el francés Ulrico Courtois en parques y paseos. Así que surgieron jardines elaborados, con la incorporación de elementos arquitec- tónicos, uso profuso de aguas, amplios espacios de césped, monumentos y obras de arte de significación histórica y estética».

La remodelación de la plaza Constitución en 1885 reemplazó definitivamente la parada de carretas. Tiempo después se construyó la «Gran Rocalla», la gruta que era una enorme mole de diez metros de altura, con aspecto de un ruinoso castillo emplazado sobre un lago artificial lleno de puentecitos, de moda en Europa. Desde el vamos provocó polémica, burlas y críticas. En 1888 se terminó y costó al erario público cien mil pesos. Duró veintisiete años, ya que en 1914 se demolió debido a los trabajos que demandó el subterráneo Retiro-Constitución.

Durante un largo tiempo nuestra plaza tuvo una gruta, una figura fantasmagórica, lugar encantado y misterioso. El poeta Raúl González Tuñón, que vivió en el barrio en su infancia y pubertad, recuerda que cuando era niño iba a la plaza y se metía en ella. Ahí los pibes jugaban a la búsqueda del tesoro encantado. Niños y gatos -los segundos alimentados pacientemente por los vecinos- la disfrutaron, junto con los ladrones que se escondían en ese adefesio urbano que nunca fue del agrado de los habitantes del vecindario. Ese gran mamarracho perduró en la memoria de los porteños de esos lejanos años. Constitución tuvo gruta, un edificio desvencijado y memorable que atraía a los paseantes y que se perdió en el tiempo. Constituía un aspecto de la ciudad que contrastaba con las experiencias vividas por los sectores inmigratorios y populares. Imagínense cruzar la plaza y encontrarse con tal torre, seguramente el poblador de Buenos Aires se vería transportado a un paisaje exótico que lo impactaría de tal modo que ya no sabría dónde estaba.

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