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El virus en los tiempos del amor Julián Oñoro
from Disparates 10
EL VIRUS EN LOS TIEMPOS DEL AMOR por Julián Oñoro
Este virus como cualquier otro necesita de un cuerpo portador para poder sobrevivir. Es así como él logró hacerse al mío. Atacando directamente el “sistema inmunológico de la razón”: El cerebro. Entendió que una vez que haya logrado contaminar toda la materia gris, el resto sería mucho más sencillo. Pero, ¿Cómo pude llegar a contagiarme de esta forma? Mis guantes y mascarillas parecen completamente insignificantes, casi inútiles. Seguí al pie de la letra las recomendaciones: Lavarse las manos constantemente. Evitar el contacto con las personas. Desinfectar cuanto objeto extraño llegara a mi nido. En fin... Parece broma pero puedo asegurar hoy día que ni siquiera guardar los 2 metros de distancia que preconizan los expertos, evitó que lo contrajera. Comienzo a creer que incluso con una máscara de esas utilizadas en los casos de riesgos biológicos no hubiera podido impedir el contagio. Probé de todo y de nada. Incluso las cadenas sin sentido de whatsapp. Sí, esas en las que se pregona un remedio para evitar adquirir tan repulsivo sentimiento. Probé con gárgaras de agua sal tibia y limón. Intenté con infusiones de cebada y lúpulo fermentadas. Nada parecía funcionar. Sin darme cuenta el virus se había apoderado de la razón que se alberga dentro de la materia gris, ¿La recuerdan? pues ya no lo era. Sin comprender cómo ni por qué, ganó en colores y como en un cambio de era entre la fotografía blanco y negro a color, se tornó multicolor. Una consecuencia absurda del virus: Materia gris multicolor. No sé y no entiendo para qué sirve cada uno de estos colores que allí se manifiestan. Tal vez no tenga una función específica, tampoco me interesaba comprenderlo en ese momento. No quería que el virus se hiciera a mi corazón, pues si lograba llegar allí ya estaría perdido. Me aferraba a la ilusión de no querer dejarlo hacerse camino hacia él. Intenté cosas más fuertes: Combustión de plantas creativas, infusiones de papas destiladas, aguas añejadas de agave mexicano añejadas y un sinnúmero de remedios caseros. Parecía funcionar pues lograba ralentizar la agresividad del virus cada que perdía la conciencia. No obstante, una vez el aliento recuperado, el virus retomaba fuerza e iba más rápido. No tenía sentido oponerme. El virus se abría paso al corazón. Se hizo a mis cuerdas vocales. Descendió por la garganta y esófago. Llenó de aire tan rápido mis pulmones solo para poder vaciarlos en suspiros. Los pocos momentos de lucidez que tenía mi mente, los utilizaba para decirme que ya estaba a punto de perder la lucha, que me dejara caer y que dejara de batallar. ¿Cómo era posible que me dijera eso? Incluso mi razón había perdido su razón. Con gran resignación sentí lo que mis ojos y mil litros de gel desinfectante no pudieron prevenir. Pasaría aquello que tanto tenía que pasar. El virus logró alcanzar el corazón. Modificó su diástole, su sístole. Latía en sincronía a la música. De cuando en vez hasta vibraba tan rápido como latía. Perdí el poco control que me quedaba sobre mí. Tal vez si dejaba actuar el virus sobre mi cuerpo, podría analizarlo, encontrar su talón de Aquiles y preparar un contraataque: una cura. Así fue como sucumbí ante aquella persona que con una sola mirada logró contagiarme. Ninguna mascarilla funcionó. No existe protección alguna contra sus ojos almendrados que en complicidad con un par de lentes “ culo de botella” parecían potencializar el poder de su encanto visual haciéndome olvidar que algún día quisiera encontrar la cura y seguir como antes. Siendo gris, como la materia confinada en épocas del virus.
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