7 minute read
Monchu Calvo. Encuentro con la soledad
Monchu Calvo
Ligüeria
Jose Antonio Pérez
Encuentro con la soledad
Tenía ganas de conocer Ligüeria. No sé porqué exactamente, pero tenía ganas de ir. Debo decir que me pareció precioso.
La carretera desde Espinareu nos lleva a ese nido recóndito, solo a los ojos que aprecian esos rincones ocultos de Asturias. Nos recibe un paisano natural del pueblo, pero que vive en Lugones, y en vista que no nieva, sube hasta su casa y aprovecha para abrir una riega con la fesoria en el prau, para que evacue el agua, porque “si non se fá, el prau ye una llamarga”, y aunque puede que a nadie de los pocos vecinos que habitan la aldea le preocupe la riega, a él sí. “Mientras pueda”, me dice, aunque ya detrás de él no quede nadie que se ocupe de aquello.
La pequeña capilla de Santo Tomas luce blanca y con una singular veleta cinegética, que no será del agrado de muchos “animalistas” por la escena venatoria que representa.
Las casas son de tipología rural bastante bien conservadas, algunas convertidas en alojamientos rurales, con muy buena presencia. Todas muestran sus puertas cerradas, aunque delante de una de ellas esté un coche aparcado. Un huésped, sin duda. Otras están a medio restaurar, como si la iniciativa hubiese sido truncada por causas de fuerza mayor, y conviven sin complejos las ventanas de doble acristalamiento con las paredes de cebatu (ramas de avellano).
A lo lejos, por un camino, viene andando, con unos palos al hombro, un hombre ya de edad. Nos saludamos, y me dice que se llama José Antonio Pérez, y que es de los últimos que habitan la aldea. “Seremos ocho”, y va enumerando los nombres. “A veces vienen algunos que tienen casa aquí, pero esto está muerto. Llegó a haber tres bares,… y había “xente pa llenalos”, me cuenta con pena. Y más de treinta rapaces tenía la escuela, como tratando de justificar que no siempre habitó la soledad entre las casas del precioso pueblo.
Me enseña una de nueva construcción, y un poco chocante con el resto, aunque grande y bien situada. Me dice que es de un “artista” llamado Rodrigo Martin, según indagué un importante director teatral. Curioso que algunas personas cansadas de pisar lugares más “glamurosos” se fijen en la belleza y el entorno de este apartado lugar de la parroquia del Sellón, para disfrutar de la paz y la tranquilidad que solo lugares como éste pueden ofrecer.
Peña Ciébana
Declinamos la amable invitación a tomar un vaso de vino en su casa, y nos despedimos de José Antonio y de la imponente peña Ciébana, que nos daba un aire al Cervino, puede que hasta más guapa.
Nos apena ver como toda una cultura desaparece, y el recambio será distinto, si es que lo hay. Solo quedarán los que vengan a desconectar del barrullo y la vida de las ciudades, pero ya no verán paisanos con una carga de leña, o abrir una riega con la fesoria. A cambio tendrán soledad y paisaje como únicos compañeros, como la urna que yace hace mucho tiempo en la cima cercana de un cerro, y cuyas cenizas procedentes de Madrid están cansadas de soportar soles y nieves, sin que nadie sepa quién y con qué fin las depositaron allí.
Una visión de un mundo que es como un libro escrito con dolor y amor, y que el viento del progreso ha derruido poco a poco, pero que formó parte en algún momento de todos nosotros, y seguro, de nuestros antepasados.
Pongo estas palabras de Saramago que definen mejor que mi escrito lo que puede sentir, el vecino Jose Antonio: “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”. No dijo “miedo de morir”, dijo “pena de morir”, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió
Capilla de Santo Tomas
de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.”
Me produce un interno desasosiego ver que en nuestros pueblos hay muchos José Antonios, y Marías, y Sabinos y Titos y Conchitas, ciertamente debería decir que los hubo, porque todos los días nos despertamos con una esquela en el tablón de un hórreo, diciéndonos que alguno de los que nombro cogió ese último tren que lo lleva a la eternidad, y en las calles de nuestros pueblos solo corre ya el aire del olvido, y aquella puerta que traspasábamos sabiendo que teníamos alguien dentro con quien sentarnos en el escaño, y escuchar de sus labios lecciones de vida, ahora permanece cerrada, a la espera de que algún pariente que casi no conocemos venga abrirla de vez en cuando, y uno, que ya no es ningún chaval, y la salud la zurcimos con algún remiendo, piensas como será tu vejez. Si tendré alguien cerca de mí en quien apoyarme, o que me lleve a la cama un café porque igual no puedo levantarme, y te imaginas en una residencia, que con suerte puedas acceder a ella, sentado en aquella gran sala, dejando consumir el tiempo, mientras la tele pone algo chabacano que nadie mira.
Lo demás es un coro de sillas con almas predemenciadas, conversaciones imposibles con rostros que miran con sus últimos interrogantes, todos en víspera de ser trasladados al área de los asistidos salvo que la muerte se apiade de ellos y se los lleve al refugio donde terminan los dolores.
Y no sabes si dar gracias a la memoria, que te trasporta a aquel pueblo que bullía de gente por las fiestas, aquellas montañas que formaron el decorado donde transcurrió tu vida, aquella que parecía eterna, inacabable, con sueños que pensabas que tendrían que cumplirse. Con tantas manos a tu alrededor a las que cogerte, y ahora te das cuenta al ver a este hombre de Ligüeria, quejarse de la soledad en la que vive, que no tardando quizás tú, te encuentres que ya cerró el último bar, donde ibas a echar la partida, si tenias contrincantes, y ya no te acuerdas cuando tus labios dieron el último beso en aquella fiesta en el monte Cayon.
Todo un mundo que se desmorona, y los viejos, como algunos de nosotros, solo tenemos la culpa de haber nacido antes .
A cuenta de esto me viene a la cabeza una canción de Serrat que decía: “Quizá llegar a viejo/ Sería más razonable,/ más apacible,/ más transitable./ ¡Ay, si la veteranía fuese un grado...!/ Si no se llegase huérfano a ese trago...”
Los hermanos Calvo con sus Zurrones
Monchu Calvo
distinguido con el Zurrón de Redes junto con su hermano Manuel
El pasado viernes día 4 de marzo se hizo entrega a nuestro colaborador Monchu Calvo y a su hermano Manuel de la distinción “Zurrón de Redes” por “dar visibilidad a las iniciativas que promuevan la difusión del Parque Natural de Redes, su sostenibilidad y el respeto al medioambiente”. Hizo la entrega el director de cine y autor de documentales de naturaleza Jose Maria Morales en un acto en el que estaban presentes los alcaldes de Caso y Sobrescobio, así como numeroso público que arropó a los hermanos Calvo en tan entrañable momento.
La entrega del premio la realizó el premiado de la primera Edición, José María Morales, y se convirtió en un acto entrañable, en el que los premiados estuvieron arropados, como queda dicho, por familiares y amigos, medios de comunicación, alcaldes de Sobrescobio y Caso y por supuesto, las empresas que forman la asociación Redes Natural que promueve estos galardones creados por Raúl Barbón García.
Luz y Tinta se une a las muchas felicitaciones que ambos hermanos han recibido por tal motivo.