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Gloria Soriano. Desde la cárcel
Gloria Soriano
Desde la cárcel
Desde que entré en esta cárcel he retrocedido un siglo, tiempo al que se remontan los libros más recientes de la biblioteca. Un día es igual al otro y miro las cuatro paredes de la celda como si fueran la eternidad. Instalada en una época sin prisas, me recreo en lecturas con descripciones minuciosas, desdeñables para las precipitadas vidas de un mundo acelerado.
Hoy he recibido un paquete sin remite, fechado tiempo atrás, y con una rasgadura disimulada en el envoltorio. Es un bulto bastante plano, por sus dimensiones podría haber sido enviado en un sobre. Debajo del papel de estraza, descubro la portada de un ejemplar de Luz y Tinta de trescientas setenta y cinco páginas. Me ahorro su descripción, pues los que estáis fuera no tenéis ni la paciencia, ni el tiempo necesarios. Baste decir que es un paisaje con una cascada. El número fue publicado hace meses, e imagino que algún funcionario ha estado pasando las hojas una y otra vez. Las que muestran desnudos de mujer se ven más ajadas, y son las primeras que se abren al azar. En la esquina de la ciento cuarenta y siete está la huella de un dedo chupado, y me viene a la cabeza el libro que envenenó de muerte a varios personajes en El Nombre de la Rosa. Hasta el momento, en la cárcel no hay noticias de deceso alguno. Paso la hoja sin tocar la mancha. Una belleza para la ensoñación platónica tipo Botticelli, llena la página siguiente; al otro lado la foto de una Venus más erótica, más Tintoretto. Ambas esconden pubis y pezones para que el censor digital apruebe su publicación. En el siglo XVI no necesitaron de estas artimañas.
Estoy intrigada con el remitente. Si ha elegido el anonimato, será porque tiene la buena intención de entretenerme, pero no desea que se le relacione con una condenada. En el índice descubro la palabra Alicia y siento que se me envenena la sangre. Tal vez es un regalo del diablo, pienso, y me asusta la idea. Atraída por las inmundicias como las moscas que me acompañan (fueron mariposas antes de entrar en prisión), busco deprisa la página donde se habla de ella. El título: “Cornudo y Apaleado”1 .
Avanzo en la lectura con sorpresa. ¡Anselmo el de la mueblería, el marido de Alicia!
Dicen que cuando una puerta se cierra otra se abre. En la cárcel se me abrieron los recuerdos de par en par y revivo el día que, en Madrigal de las Altas Torres, entro sin saberlo en la panadería de Laude. Ella me reconoce e insiste para que tomemos café con pastas en una terraza junto a la Iglesia de San Nicolás. Fuimos amigas en el colegio, tiene ganas de hablar. La escucho. Un hombre nos saluda al pasar mirándonos con descaro. Ese es Anselmo el de la mueblería, me dice, le gusta probar la calidad de los colchones con las clientas. Ayer mismo quiso llevarme a la trastienda, y hace tan solo dos meses que se casó. En estas tierras hay mucho runrún y poca gente, lo sé bien pues reparto el pan por la comarca. ¿Te acuerdas de mi primo Sebastián, aquel que acogió mi madre en casa mientras estuve en el internado? Cuando dejé el colegio, regresó a Blasconuño, y ahora lleva un año con su mujer trabajando en Barcelona. Se fue él y detrás todo el pueblo, quedan catorce vecinos y las cigüeñas. ¿A quién vamos a vender el pan?
Eso, y otras cosas que callo, me contó Laude.
Si Sebastián el de Blasconuño emigró en 1987, casi un año antes de que se casara Alicia, no se sostiene que viviendo en Barcelona se estuviera acostando con la mujer de Anselmo, ni que su migración fuera a consecuencia de unos rumores de infidelidad que llegaron a oídos de la suya que, por si acaso, lo arrastró lejos de allí. Nada sé de Paco el cabra, el de Fontiveros, ni de Ramón Sancino el de Crespo, pero si investigáramos… A lo mejor sí que
Foto de Kindel Media en Pexels
andaban en comentarios, pues en los pueblos basta con destacar un poco, como destacaba Alicia, para estar en chismes e imaginaciones, y Anselmo con tan pocas luces, incapaz de discernir, en el afán de “no ser esquirol” seguía la corriente.
Cuando Anselmo el Cornudo (apelativo con el que se victimiza) argumenta basándose en una noticia falsa como lo de Sebastián, está convocando a las siguientes. Las noticias falsas se reproducen con facilidad. Él habla desde el cabreo con donaire, sin complejos, derrochando falacias, con una voz propia de quien arrastra turbas y descabella el mundo, y temo que haya convencido a los lectores. Todo lo tergiversa. Afirma que me confesé culpable de los dos tiros (eso jamás), y me ha colgado un affaire con Paco Trinidad, como si Luz y Tinta fuera un folletín.
No voy a negar la evidencia de que Alicia, al menos en su última etapa, le fue infiel con Trinidad. Pero las camas y colchones de la trastienda eran para uso del marido, un comercial con celo, que lo mismo busca un comedor en Valencia para satisfacer al cliente, que intenta probar con Laude la comodidad del colchón y lo silencioso del somier. Y Alicia, recién casada, encerrada en el despacho, haciendo anotaciones al debe y al haber; o en la cocina, despellejando las liebres que él cazaba y, para evitar su mal humor, intentando replicar el estofado de su suegra.
Cuanto más vueltas le doy, más empatizo con ella. La he juzgado mal, no me extraña que necesitara expansiones, ni que hallara en Francisco T. el cultivo adecuado a su sensibilidad. Entiendo su ilusión al casarse en la misma iglesia que los padres de Isabel I de Castilla. A mí también me emociona la historia y las piedras milenarias.
Mucho aguantó la pobre Alicia, si es cierto que sus infidelidades no empezaron hasta el tercer año de matrimonio. Me cuesta entender que lo aceptara como marido. Tal vez esa simpleza de él, casi infantil, le provocó ternura en un momento de confusión. O tal vez fue su permeabilidad ante los acontecimientos históricos lo que la cegó: el único carácter que importaba en aquellas bodas de reyes era de tipo económico o estratégico. Y Anselmo tenía un negocio.
No sé quién la mataría aunque tengo mis sospechas, pero de nada me vale hablar. Cuando entré en la cárcel dije, soy inocente, y las otras presas me respondieron: como todas. No di más explicaciones, ni metáforas. Refugiada de los enemigos de afuera, aprendo a protegerme de los de dentro. De vez en cuando, sin rayar la locura, me pregunto quién me habrá enviado la revista, y dónde estará un bolso que guardé hace años en el maletero. Diablos y duendes. Misterios. Alas de mosca para la fantasía.