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Gloria Soriano. Cirugía topiaria

Gloria Soriano

Cirugía Topiaria

Mamá no le tiene miedo a la cirugía. Hoy ha ido al hospital para una intervención. Antes de salir me dijo: conejito, pronto te tocará a ti, y me dejó en la mejilla un beso rojo, grande como sus labios. Mamá sabe conducir pero fue el jardinero quien se sentó al volante. Sin las botas de goma y el mono de trabajo parece otro. Le gusta que él la acompañe a estas cosas, dice que trata a las personas como si fueran flores y la hace resplandecer. Cuando se fueron entré en la habitación de mamá para verme en el espejo de la pared. Froté la mancha del beso y el carmín se extendió como un colorete. Me fijé en mis labios, eran finos, apenas una raya, y al mirarme de perfil comprobé que no tenía cola. Con el sol a la espalda, mis orejas filtraban la luz, y pensé en un murciélago de celofán con las alas desplegadas. En nada me parecía a un conejo. Tampoco a mi mamá.

Cuándo regresaron del hospital el jardinero continuó con la poda de los arbustos. Había un seto solitario con cuatro patas y un poco de cuello. Yo decía nombres de animales tratando de adivinar cual estaba oculto entre las hojas prietas. Aunque aquella forma no sugería un conejo, siempre lo incluía en mi relación. Él me respondía, ya veremos, ya veremos. Con sus tijeras todo era posible.

Desde que mamá estuvo en el hospital sus abrazos dejaron de ser blandos, me sentía aplastada por dos rocas que se le escapaban del escote. Solía ir con los botones desabrochados y la ropa ajustada. Sus amigas eran un continuo repetir: estás estupenda.

Las visitas admiraban tanto la cornamenta del reno de boj como el escultural cuerpo de mi madre. Ella lo mantenía a base de liposucciones, rinoplastias y otras maravillas. Segura de su belleza ya no requería la atención del jardinero. Él se quedaba recortando al reno las hojas que se salían de los límites. Yo asistía con pavor a mis propios cambios. El aroma mezcla del olor de las flores y de la piel de su cuidador, resultó ser un relajante y me volví adicta a los parterres. Al cumplir los quince entré en el quirófano por primera vez para una reducción de orejas. Aunque intentaba esconderlas bajo el pelo liso, sobresalían como dos mariposones. No me daba miedo la operación, en eso me parecía a mi madre, y estaba harta de que se mofaran de mí. Regresé al colegio con las orejas pegaditas, recortadas y el oído atento a los halagos.

Al lado de mi madre, yo era una tabla desgarbada. No te preocupes, decía, en un par de años lo arreglaremos. Lo que más me urgía era ponerme tetas. En la fecha prometida ella estaba centrada en resolver sus problemas de patas de gallo y la reafirmación de los glúteos. Me pidió paciencia. Imposible, paciencia agotada, y acudí al micromecenazgo

familiar sin desvelar mi propósito. Mi abuela fue muy generosa, para ella yo era perfecta y no me habría financiado de haberlo sabido. Me operé a escondidas de mi madre por miedo a que desviara la recaudación a sus propios fines. Quedaron de sobresaliente. A la nena le ha crecido el pecho, comentaba mi abuela. Los chicos de la pandilla también lo notaron. Me sentía orgullosa, pero mi felicidad no era plena, con un poco más de volumen en el trasero luciría mucho mejor.

Mientras tanto el reno, a la intemperie, seguía inmutable, y cualquier despeinado se arreglaba con un chasquido de tijeras. Mi madre, sin embargo, tenía muchos inconvenientes: el sol, el azúcar, la calima, el insomnio, la falta de ejercicio, la edad. Su mantenimiento era más aparatoso. Contemplar la figura arbustiva que dominaba el césped me hacía pensar en las ventajas de los vegetales, quería ser como la escultura verde. Con esta idea mi arraigo por los tratamientos se fortalecía. Por aquel tiempo, el jardinero había iniciado la transformación de otro seto al que yo miraba como a un igual, los dos estábamos inmersos en un proceso evolutivo, pero del que recelaba. Había superado los días del conejito, el apelativo preferido de mi madre, y observaba la poda como quien mira a un modelo. Los avances iban confirmando mis sospechas. Yo también hacía progresos. Me remodelé la cintura, la espalda y el abdomen. Cuando el jardinero manifestó curiosidad (no sabía en qué me estaba convirtiendo) le contesté, ya veremos. De la última intervención, relleno labial, he salido con boca de pato. Él, que lleva semanas moldeando a Donald, me ha mirado con codicia. El pico se le resiste.

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