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Laudelino Vázquez. Acéptala, mamá
from Luz y Tinta 128
Laudelino Vázquez
Acéptala, mamá
Vale, vale, vale.
Te respondo de antemano, porque casi te estoy oyendo «Este hijo mío, este hijo mío, este hijo mío». Te quiero, mamá. A pesar de lo que puedas pensar, te quiero mucho. Y por eso, prefiero que vayas desfogando con papá, que después de todo, repite desde que tengo uso de razón, que le encanta tu carácter. Que una pareja es complementarse. Y que él es tu complemento perfecto.
Y lo es. Sabe aguantar como nadie esas explosiones tuyas. Y sigue sintiendo ese cosquilleo cuando te mira (aunque estés callada), y le viene al recuerdo vuestro primer encuentro. Me lo ha detallado en tantas ocasiones que casi me parece haberlo vivido. Y he deseado que me ocurriera a mí más que nada en el mundo. «Que te guste, hijo, que eso dura toda la vida». Y vaya si me gusta, mamá. Casi ni puedo explicarlo.
Así que tranqui, mamuchi. Tranqui. Que te estoy viendo. Serena. Respira con calma. Eso es. Ya está, ya pasó lo peor. Después de todo, la idea fue TUYA. Tuya, madre, tuya. Si no me repetiste dos mil veces «a tu edad, yo ya había recorrido casi todo el universo conocido, pero esta juventud, estos independientes, no se despegan de la falda de mamá», no me lo repetiste ninguna. Tú insististe en que tenía edad, que reclamaba derechos, pero luego no asumía una sola responsabilidad. ¿Te dije que te quiero? Pues por si acaso te lo repito; te quiero, mamá. Mucho. Y te agradezco tanto las charlas que tuvimos en las que no había temas tabú, ¿te acuerdas? ¡Anda que no presumiste de relación con tu hijo!
Aunque no lo creas, tus ideas, «responsabilidad, decisión, independencia, pero sobre todo amor, hijo, sobre todo amor», me han influido mucho más de lo que yo hubiera imaginado, y han sido decisivas a la hora de tomar la decisión de mi vida. Porque esto es amor, mamá, Amor, en mayúscula. El amor. Así que doy por supuesto que te alegras mucho, y que no te enfadas por la tardanza, y que en lugar de llamar, te envíe este mensaje: Encontrar a la mujer de mi vida lo justifica, y, mamá, puedo asegurarte que he encontrado a la mujer de mi vida. Lo sé con la misma certeza que sé que ya has pasado por todos los colores del espectro, que es más que posible que a estas alturas ya no seas tú quien está leyendo, sino papá.
No soy torpe, y alguna aventura tuve. Y no necesité tu ayuda para encontrarles un pero: la que no era demasiado alta, era demasiado delgada, la que no era muy rica, era un poco lenta…, en fin. Pero esta… es mirarla y encendérseme las estrellas por dentro, quemar y morirme de frío a la vez. Es mirarla desde el éxtasis –no puedo mirarla de otra manera– y entrar en contacto telepático, sentir el chispazo que me pone en combustión. Es desesperada dulzura, ansia tranquila, agonía en cuanto dejamos de vernos: tenemos que tener mucho cuidado para encontrarnos sin provocar un pequeño cataclismo.
Tú me inculcaste que lo importante es lo de dentro, así que ahora no me vengas con monsergas ni problemas. Es pequeña, muy pequeña; como todos aquí, apenas me llega
a la cintura. Y como toda la vida dijiste que yo era el cabezón de la familia −en todos los sentidos−, te parecerá, como me pareció al principio, que casi no tiene cabeza, pero es algo a lo que te acostumbras enseguida, porque unas cosas compensan con otras: los ojos, por ejemplo, en lugar de grandes y almendrados, son pequeños y redondos, pero el brillo de su mirada anula cualquier otro aspecto. Y las cosas que piensa, ¡ya verás cuando la conozcas! Cree en cosas sencillas y sublimes: la igualdad de las razas, la falta de apego a las cosas materiales de su mundo, el respeto por todos los seres vivos… Tenías que verla con qué esmero se aplica en el cuidado de su familia, con qué ternura habla con sus hermanos pequeños, cómo respeta a todos sus antepasados. Y cómo me quiere, mamá. Cómo.
Por eso doy por supuesto que te alegrarás tanto de verla cuando se venga conmigo. Y que la aceptarás el tiempo imprescindible hasta que encontremos la fórmula para instalarnos: le he dado ya mil vueltas al asunto y es imposible de otra manera. Yo no puedo quedarme en un lugar tan primitivo, no hay ninguna posibilidad de adaptación. No puedes imaginar en qué estado de miseria material sobreviven. Qué vestimentas usan, qué casas habitan, cómo se desplazan. Si te soy sincero hay momentos en que se hace imposible entender cómo ha podido crecer un ser tan maravilloso en un entorno tan hostil.
Es verdad que ellos parecen felices o casi, que aún se reúnen los unos con los otros, cantan a veces, bailan, se ríen, y que dan la sensación de no necesitar más. Pero sólo de pensar en las cosas que comen –seres vivos, mamá, seres vivos–, o comprobar la forma en que resuelven sus diferencias mediante la violencia, y hasta la muerte, que a veces llegan a ese extremo, eliminan cualquier resquicio para buscar la forma de adaptarme aquí. No te preocupes, no es el caso de mi Eva –así se llama–: ya le he explicado lo básico de nuestro mundo, y ha prometido hacer el esfuerzo que sea necesario con tal de seguir a mi lado. Incluido el de no comer animales. Sabe que no le resultará fácil adaptarse, pero también entiende que la tecnología puede servirle como apoyo, mientras a mí este primitivismo salvaje me asfixiaría sin remedio.
Está aquí conmigo, y quiere que te diga que hará lo posible por quererte y entenderte, que sabe lo difícil que será para ti aceptarla, pero no va a ser por falta de esfuerzo. Y que entiende lo complicado que será ver cómo los nietos que esperabas, puedan tener la piel de otro color, ser distintos al resto de los niños, pero el amor que nos profesamos y el que les profesaremos a ellos, nos ayudará a superarlo. Porque como repite una y otra vez , entre dos, la carga de las dificultades pesa mucho menos de la mitad y el premio de la alegría asciende a mucho más del doble. No me digas que no es para adorarla.
No sigo más, mamá. De momento no podrás ponerte en contacto conmigo, porque hasta aquí no alcanza la señal de comunicación: Que yo sepa, esto queda fuera de todos los destinos turísticos e incluso de las rutas marginales. Por lo que me cuentan, apenas un puñado de locos como yo pasaron antes por aquí; los suficientes para que me aceptaran con relativa naturalidad, pero lo bastante pocos para que creyeran que somos una especie de leyenda.
Seguro que me entiendes, porque soy hijo de mi madre, llevo su espíritu aventurero en los genes, y en cuanto me subí a la nave, me dije que nuestro sistema solar no deja de ser un lugar demasiado conocido, con demasiada gente verde, cabezona y que respira CO2: en una palabra, demasiado aburrido para un viaje iniciático. Así que puse rumbo a Orión, me aparté de las rutas oficiales a ver qué encontraba, y ya ves, en este mundo perdido, al que sus habitantes llaman «Latierra», encontré el amor.
Os quiero a todos.