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Gloria Soriano. Picadura invasora

Gloria Soriano

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Picadura invasora

Lo que quiero tapar es la erupción volcánica que el bichito me vomitó en la canilla izquierda. Si me cubro las dos piernas es porque me gusta sentir que cada una es el espejo donde se refleja la cara interior de la otra. Incluso para nadar llevo pantalones largos. Antes de vestirme reviso meticulosamente la confección de las perneras, que los dobleces estén a la misma altura, las puntadas de igual longitud, sin hilos sueltos. Es una rareza sobrevenida a mi carácter.

Todo empezó mientras iba en bicicleta por la orilla del río, tan feliz. De pronto, una picazón entre el culote pirata y el calcetín. Miré y vi que tenía un agujerito sobre una montaña roja, como el cráter de un volcán. En menos de veinticuatro horas, la lava se extendió por dentro de la pierna y en su recorrido fue ennegreciendo la piel y sus neuronas. La pierna me latía y engordaba causando desvelos a mi incipiente obsesión por lo simétrico, cada día más acentuada. Con los pantalones elásticos uso a veces un forro acartonado que da a mis piernas una apariencia similar.

En el campo, donde todos aprecian margaritas blancas, flores de vivos colores o hierba fresca, yo solo veo grises. Mis opiniones siempre negativas. Lo achaco al recorrido que hacen mis pensamientos. Antes de instalarse en la cabeza, van desde la rodilla al empeine, o viceversa, y al pasar por las neuronas mutadas se tiznan de pesimismo. El médico discrepa. Dice que mi tendencia a la melancolía es por un enfriamiento gastroduodenal, que eso se me cura con una faja. A su entender, el color que recubre mis neuronas no afecta a la esencia del raciocinio. Dice que está bien que me proteja con pantalones largos, pues la piel negra puede resultar incomprensible e inaceptable. Lo de una pernera o dos lo deja a merced de mi manía, aspecto definidor de mi individualidad.

A los médicos no es fácil entenderlos, utilizan mapas de anatomía en los que soy profano. No sabía por qué relacionaba manía con individualidad, parecía que quisiera dar importancia a un insignificante asunto de perneras. Para mi tener una pierna negra ya era bastante distintivo.

La primera vez que me vio el doctor, íbamos hacia días calurosos. Él lo tuvo en cuenta para prescribir la densidad de la faja. Al doblar el codo, bolígrafo en mano apuntando a la receta, vi asomar por debajo de la bata el puño del jersey, apretadísimo. En la casilla Duración del Tratamiento escribió ocho semanas. Me meto con la faja en pleno verano, pensé. No había pasado ni un mes cuando me llamó por teléfono para interesarse por mi evolución. La primavera estaba trastornada, después de una ola de calor habían vuelto las nieves. Él la diagnosticó de bipolar. Yo seguía melancólico, y me pidió que pasara al día siguiente por la consulta para explorarme. Noté que le interesaba como paciente y me sentí mejor. Estaba citado después de la última hora, había extendido la jornada solo para mí. Durante la ecografía, me mostró en la pantalla alguna zona gélida de mi intestino. Se diferenciaba del resto por unas lucecitas rojas, y pensé que el médico confundía el frio con el calor, y que mi tristeza negra, como las neuronas negras, no tenía relación con el aparato digestivo. Por la pierna ni me preguntó.

Me recetó otra faja y propuso un nuevo control en quince días. Otra vez volví a fijarme en sus muñecas y los puños abotonados de su camisa azul, tan ajustados a la piel que el reloj montaba por encima de la tela. La pierna izquierda me latía bajo el pantalón con tanta fuerza, que lo tuvo que oír. Pero él, como si fuera sordo.

Agosto, sin faja, sin melancolía, el pecho descubierto, la extremidad negra sosegada. Uno de esos días iba paseando por la playa con el bañador pegado hasta los tobillos, cuando le volví a ver. Tenía las piernas bronceadas desde la línea donde terminaba el slip, y una camiseta de neopreno de manga larga. Nos saludamos efusivos, demediados, cómplices de una nueva raza, y nadamos mar adentro como vulcanos bajo la mirada de Júpiter.

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