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Francisco Trinidad. Nueve días en el balneario de Ledesma

Balneario de Ledesma

Nueve días en el balneario de Ledesma

Hace unos años, en una conversación ocasional con unos amigos salió el tema del balneario de Ledesma, a muy pocos kilómetros de Salamanca, y al que nuestros amigos acudían periódicamente y cuyas aguas y ambiente nos recomendaron. Así que, en cuanto tuve ocasión, acudí a mi agencia de viajes habitual y pedí que me reservaran unos días en el balneario, más que nada para probar.

Fue en un mes de mayo espléndido, con unas temperaturas más altas de lo normal y noches cálidas que hicieron nuestra estancia más agradable. Unido al buen tiempo el régimen del balneario, aquella primera semana nos dejó con ganas de más.

El de Ledesma es un balneario magnífico con sus raíces hundidas en la historia de la cercana Ruta de la Plata: los romanos eran muy sensibles a las aguas termales y éstas no les resultaron desdeñables, de modo que, desde entonces, con las variaciones propias del tiempo, este balneario ha sido punto de referencia en este tipo de establecimientos que combinan la salud —salus per aquam— con el ocio y la vida benéfica en el campo. No es de extrañar que don Diego de Torres Villarroel le dedicara páginas elogiosas, destacando todas las propiedades de sus salutíferas aguas: “Son estas aguas de Ledesma, ya bebidas, ya tomadas, como se hace regularmente en el baño, calientes y expurgantes en grado heroicos y muy tolerables por algún espacio de tiempo, calientan, desecan, disipan, confortan, y corroboran todas las partes vivientes.”

Claro que, al margen de los tratamientos en el propio balneario, con una muy variada oferta, lo que nos resultó siempre grato fue la tranquilidad ambiente, tanto en el balneario cuanto en sus alrededores; las tertulias relajadas de la cafetería, la posibilidad de leer en la terraza sin ningún ruido que distrajera y, sobre todo, los largos paseos entre espesos encinares, que me traían el recuerdo de aquellos versos que Antonio Machado escribiera recordando a Soria y que pueden trasladarse a estos parajes de la orilla del Tormes: “gises alcores, cárdenas roquedas […]/, oscuros encinares,/ ariscos pedregales, calvas sierras,/ caminos blancos y álamos del río…” El silencio del campo y el vuelo asustadizo de los pájaros nos acompañaban en aquellos recorridos sin apenas intercambiar palabras, con la mirada perdida en el horizontes de encinas que por todas partes nos rodeaban.

Además, todas las noches, después de la cena, en el amplio salón de la cafetería, había algún tipo de actividad, generalmente musical, que muchas parejas aprovechaban para bailar. Estuvimos por última vez en Ledesma el pasado mes de septiembre y, en una de aquellas cálidas noches, tuvo lugar la actuación de una violinista que a nadie, y menos a mí, dejó indiferente. Era una mujer alta, esbelta, acostumbrada a pisar los escenarios y con unos ojos que trascendían el silencio.

Al día siguiente, en la piscina termal, noté aquellos mismos ojos que me traspasaban. Yo estaba en uno de los chorros que me aliviaban la espalda y ella, enfrente, mirándome, como recreándose en mi. A los pocos minutos, abandonó su sitio y vino a situarse junto a mí, algo me dijo que no entendí, justo en el momento en que noté que su pierna buscaba la mía, bajo el agua. La miré, sin saber qué decir; y ella, que proseguía en su caricia, pierna contra pierna, me dijo algo en el mismo momento en que noté su mano delineando la curva de mis glúteos y buscando algo más que la simple coincidencia.

Comenzó su actuación pidiendo perdón por los posibles errores que pudiera cometer. Confesó que lo hacía por compromiso con el director del balneario, que la había enredado —fue su propia palabra— al saber su identidad y que tenía que tocar con un violín que no era el suyo habitual y que además no era bueno. Y para colmo, agregó, debía hacerlo sin partituras, confiada en su buena memoria.

Su actuación fue impecable. El violín a veces, es verdad, y sobre todo en los agudos, parecía relinchar más que otra cosa, pero todo el mundo quedó satisfecho. Personalmente me impresionaron sus ojos, fijos en mí durante parte de su actuación. O esa impresión me dio.

Al día siguiente, en la piscina termal, noté aquellos mismos ojos que me traspasaban. Yo estaba en uno de los chorros que me aliviaban la espalda y ella, enfrente, mirándome, como recreándose en mi. A los pocos minutos, abandonó su sitio y vino a situarse junto a mí, algo me dijo que no entendí, justo en el momento en que noté que su pierna buscaba la mía, bajo el agua. La miré, sin saber qué decir; y ella, que proseguía en su caricia, pierna contra pierna, me dijo algo en el mismo momento en que noté su mano delineando la curva de mis glúteos y buscando algo más que la simple coincidencia. No sabía si aquello era ocasional o buscado, casual o intencionado; pero su sonrisa descarada me lo dijo todo.

Así que salí de donde estaba y, con una sonrisa de oreja a oreja, comiéndome la incredulidad, me fui medio nadando hasta la salida. Cuando me ponía el albornoz la vi mirándome, con todo el descaro del mundo.

Me fui al vestuario, con la inquietud taladrándome —¿qué pretendía aquella violinista atrevida?—, me duché sin saber qué me estaba pasando y cogí el ascensor, rumbo a mi habitación. Cuando salí del ascensor, en la tercera planta, me estaba esperando en el pasillo, me tomó de la mano y sin darme cuenta estaba en su habitación. “Qué ganas tenía de comerme esta boquita”, me dijo mientras me besaba ardientemente. Luego calló mientras me desnudaba y yo me abandonaba a sus caricias, partícipe de aquella extraña situación que me revolucionaba las hormonas.

Como despedida me dio una tarjeta: “Llámame, aunque sea una llamada perdida, y me quedo con tu número. Así te avisaré cuando vaya por Asturias”.

Cuando, por fin, llegué a mi habitación, mi marido, conocedor y cómplice de mi deriva bisexual y sostén de nuestra relación abierta, me miró sonriente, irónico, cogió la tarjeta que aún llevaba en la mano —“Alicia Ramírez de Arellano. Violinista. Wiener Philharmoniker”—, me besó, comprensivo, y me preguntó al oído. “¿Está buena tu amiga?”. Luego hicimos el amor como en los buenos tiempos, ajenos al tiempo y al espacio, insensibles a pulsiones y pasiones externas.

Al día siguiente, al mediodía, abonamos nuestra factura de nueve días en el balneario y, mientras arrastrábamos nuestras maletas hacia la salida, vimos entrar a Paco Trinidad y Gloria Soriano arrastrando también sendas maletas y yo diría, aunque no esté segura, que cogidos de la mano. Como cerrando un círculo. “Sólo nos faltaba Laudelino Vázquez”, subrayó mi marido con una carcajada.

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