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Laudelino Vázquez. Amigos para siempre
Laudelino Vázquez
Amigos para siempre
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Ya sé, tú no te acuerdas. No puedes acordarte de casi nada, puñetero, toda una vida sin enterarte. Sí, no me mires como un pasmarote. La vi, Colín: Cruzaba por Camarada Mijail hacia Beotarca Pelópidas. Iba sola. Aún... aún conserva aquella altura ¿Te acuerdas qué figura componíamos juntos? Sinceramente, espero que puedas hacerlo, porque esos ojos acuosos que no pueden apenas ver me sirven de guía, ¿cómo te diría?, Espiritual.
Esa es la palabra. Espiritual. Guía Espiritual para inútiles lisiados con apenas memoria. ¿No me decepcionarás y habrás olvidado hasta los celos, verdad?
Siempre quisiste ser tan alto como yo y mira en que te quedaste: Metro y medio. Y escaso. Querías parecer igual de elegante, igual de rico, igual de inteligente que tu amigo Sabadell. Goyo o Goyito Sabadell. Aunque siempre me llamasteis por el apellido. A lo mejor, tanto tú como Alfonso “Sonrisas” nunca os acostumbrasteis al Goyo por la diferencia de clases y todo eso. Quieras que no, también se nota. Manejabais tanto como yo, nos juntábamos cada noche en las mismas mesas de los mismos salones y gastábamos cantidades ingentes de plata. Pero no es lo mismo: Tu papá se había hecho rico vendiendo calzoncillos en la calle Olvidados y al padre de Sonrisas le había tocado la lotería o una herencia o algo similar. ¿Ves ? Ya vas recordando, y te diviertes. Como aquella noche que me queríais tirar desde el puente aquel ... ¿Cómo se llama el maldito puente? No, no digas nada; es mejor. Bueno, no te enfades. Encaja las bromas con humor, ya sé que no puedes hablar, ni moverte... La edad, viejo, la edad que no perdona.
Mírame a mí. Setenta y siete años bien llevados y parezco un montón de huesos que va a sonar de un momento a otro. Y he tenido la suerte de ser el que mejor está de los tres. Pobre Sonrisas: hace ya doce años que nos dejó, Colín. Solos tú y yo. Solos. Y tú nueve años pagando las consecuencias de la trombosis aquella. Casi ciego, inmóvil, mudo, comiendo esa papilla de bazofia del asilo. La verdad que no te envidio, Colín Colás ¡Ja! Quién te iba a decir que el más fuerte, el gran Colín Colás, capaz de beberse en una semana las existencias de Casa Dolora, iba a quedarse así. No, no te impacientes. Ya sabes que el único que viene a verte cada día soy yo. Cada día o cada siglo. ¿Qué más da, amigo? No queda nadie que te recuerde, que sepa que existes. Y yo soy el intérprete de las escasas muecas que le quedan a esa cara de pelele. ¿Sabes qué me dicen los imbéciles que te cuidan cada vez que me largo? Te vas a reír. Que vives gracias a mis visitas. Sí, hombre. De verdad. La gorda aquella que parece apreciarte tanto me repite que sólo reaccionas conmigo. Y que hasta comes mejor y todo. Si se puede llamar comida a eso. ¿No es gracioso?
No, ya sé que no. Pero, estimado Colás, yo tengo la sartén por el mango y tú a aguantar. Aguantar porque lo único que te queda son los recuerdos si te quedan, y yo te los reconstruyo cada día. A mi gusto, por supuesto. Y hoy, querido, la he visto: Puede que cuando te lo cuente te deje hasta sin recuerdos. ¡Bah! No me lo agradezcas. Después de todo, siempre fuimos tan amigos. O al menos eso decían los demás. Pero tú no eras buen amigo, Colín:
me envidiabas. Ojalá pudieras reconocerlo con un simple sí una sola vez. Una sola vez.
Reconozco, sin embargo, que tenías algo para las mujeres que a mí me faltaba . Y que nunca te envidié por eso.
Incluso cuando fue lo de Ariana. Sólo oír ese nombre pareces revivir.
Ariana. Ariana. Ariana. Ariana. Ariana. ¿La querías, eh? Y cómo. Estarás de acuerdo que hacíais una pareja horrible. Tú, enano patizambo y soso. Ella alta, hermosa, discreta, inteligente... ¡Ah! que tiempos, Colás. ¡Qué tiempos!
A mí nunca me interesó demasiado.
Y eso, que todos, absolutamente todos, decían que hacíamos una pareja estupenda, más... natural. Todos. Todos creían que acabaríamos por casamos. Incluso Alfonso que sabía lo vuestro. Incluso yo, Colín, yo que también sabía lo vuestro y no me importaba. Después de todo éramos amigos y… Y siempre esperé que las cosas tuvieran un desarrollo... digamos normal.
Aún no soy capaz de explicarme cincuenta años después qué veía en ti. Por qué contra toda lógica, volvía a verte una y otra vez. A pesar de jugársela conmigo, y que tú eras tan celoso que no podías asimilar la idea de que yo me la llevaría al fin. ¡Los disgustos que le diste por los putos celos!
No llores, hombre. Ya no tiene importancia. El tiempo acaba por ponernos a cada uno en nuestro sitio. Tú, a vender calzoncillos como papá. Yo, a seguir la tradición dándome la gran vida. Pero bueno, no merece la pena hacer balance cada día. Lo cierto es que ella no se casó contigo.
Conmigo tampoco. Aunque no tenga explicación. Quizá fuese la vida disipada que llevé... No, no intentes moverte, no puedes y te causa dolor. Y yo no quiero que sufras porque te aprecio. Tranquilo ¿Ves? Así está mejor. Mucho mejor. Como te iba diciendo, quizá no se casó conmigo porque es posible que llegara a tomarte afecto. Digo que es posible. Después de todo he visto a gente llorar por su perro con más desconsuelo que otros por sus padres o sus hijos ¡Y qué le vamos a hacer! La vida es tan... así.
Aunque algunas veces podamos hacer algo para encaminarla. Verás, voy a contarte algo que nunca te dije. En realidad ya lo había olvidado, pero al verla hoy se me vinieron los recuerdos como un alud. Incontenibles.
Qué hermosa estampa ofrecemos. Dos viejecitos charlando tranquilamente de sus cosas. Mereceríamos un documental, querido Colín. Colín. Colín. ¿No te gusta que te lo cante? Ya entonces te parecía mal, pero a mí me resulta divertido. Escucha: “Co-lín Co-lás. ¿Qué les das? A unas menos pena y a otras más”.
Perdona el ataque de risa, chico. No puedo evitar descojonarme cada vez que recuerdo cómo te ponías cuando te la cantaba. Parecías un chimpancé enloquecido. El eslabón perdido.
Bueno, bueno, si vuelves a llorar me largo. Ya sé que no quieres. Que deseas ardientemente que tu amigo Sabadell se quede, por eso lo hago, hombre, para hacerte feliz. Sé que estos son los únicos momentos de placer en esta desgraciada vida que llevas. Y además está a punto de acabar la visita.
Claro que antes de marchar tengo que decirte un par de cosas importantes. Creo que hoy será mi última visita. ¿Te alegras? Igual sí. A lo mejor, llegó la hora de dejarte a solas con tus recuerdos. Espero que el par de cositas que te tengo que contar no te los altere en exceso. Que no sufras.
Una: Ariana no se casó contigo porque yo la obligué. Fue muy divertido: le mandé los matones de papá y le explicaron detenidamente qué te iba a pasar si no te abandonaba. Creo que le hicieron un relato auténticamente detallado, recreándose en la suerte como los buenos toreros. Calma, hombre, calma que te vuelve a dar y aún tienes que oír lo mejor. Así... Así… despacito... eso es.... venga, bah, bien. No creas que fui mal amigo. No. Fue por tu bien. Después de todo, ¿qué ibas a hacer con una mujer más inteligente, más rica y más alta —sobre todo, más alta— que tú?
Por si acaso, y no porque te tuviese miedo, preferí no casarme con ella. Pensar que tus manos se habían paseado por su cuerpo desanimaba a cualquier persona de mediano buen gusto. Después la olvidé y no había pensado en ella en estos cincuenta años. Ni siquiera cuando me llegaban noticias de su deterioro físico y económico. Casuales, claro. De aquí y de allí. Siempre de buenos amigos.
Y yo me consideré siempre tan buen amigo tuyo, que por tu bien no quise decirte nada. Para qué. Tú la habías olvidado, ¿no? Ya sé que no la olvidaste nunca del todo. Por eso, no quise que te hiciera sufrir el conocimiento de su estado. Preferí que la recordaras tal como era aquella tarde de mayo en que te dijo adiós. Sentí no poder presenciar la escena. Más que nada, para darte ánimos en aquellos momentos.
Tres semanas de borrachera constante parecieron suficientes para curarte. Y creí que así era cuando me contabas las ilusiones perdidas. Mírame a mí o a cualquiera. Todos hemos enterrado demasiadas ilusiones ¡La Felicidad! Eso no existe. Yo lo entendí a tiempo y supe sustituirla por el divertimento. Aunque no lo creas, a mí estas cosas... esta historia en concreto me ha divertido mucho. Mucho.
Es bueno que llores mientras lo hagas así, moderadamente. Pero aún falta lo mejor. La segunda cosita. Te dije que la vi esta mañana. ¡Qué suerte tienes con tu ceguera! Hubiera preferido no tener que verla. Sólo conservaba la estatura. Pero no con aquel aire espigado y pelín despectivo. No. Era una vieja encorvada arrastrando los pies, harapienta y desdentada. Aquella hembra por la que casi me suic... Desvarío, debe ser que a mí también me afecta la senilidad... Como te decía, aquella mujer que casi te cuesta la vida era un espantajo que mendigaba.
Y ¿sabes qué? ¡Ginebra!
No llores de esa forma que te puedes ahogar... Además, te he ahorrado el sufrimiento de que un día pudieras encontrarla.
Te has quedado tieso como una viga querido amigo. ¿Podrás aguantarlo? ¿Sí? En ese momento pensé en ti, Colín Colás, y en ella, Ariana y ¿qué crees que hice?
No. No me regodeo. Ya te dije que es sólo un divertimento.
Sí, hombre, sigo con la historia. En realidad, es simple, demasiado simple para mi gusto. La invité a una botella de ginebra en un bar próximo. Entramos casualmente en un callejón oscuro, pensé en vosotros dos una vez más, y empleando todas mis fuerzas, recogí una piedra del suelo y le golpeé el cráneo con ella. Tenías que ver la expresión de asombro infinito que había en su cara mientras caía ensangrentada.
Mírame a mí. Setenta y siete años bien llevados y parezco un montón de huesos que va a sonar de un momento a otro. Y he tenido la suerte de ser el que mejor está de los tres. Pobre Sonrisas: hace ya doce años que nos dejó, Colín. Solos tú y yo. Solos. Y tú nueve años pagando las consecuencias de la trombosis aquella. Casi ciego, inmóvil, mudo, comiendo esa papilla de bazofia del asilo. La verdad que no te envidio, Colín Colás
¿Qué ocurre? ¡Colás! ¡Colás! ¡Enfermera, enfermera! ¡Mi amigo! ¡Mi pobre y queridísimo Colás! ¡Ah! Se recuperará. No sabe cuánto sentiría perderlo. ¡Somos tan amigos!
Sí que es una pena que no pueda recordar de un día para otro, pero también tiene sus ventajas: Le cuento todos los días la misma historia y el hombre se ve que coge partes, así no tengo que pensar qué le voy a contar cada tarde.
Cierto que la nostalgia le emociona y que hay veces que pienso si sería mejor que siguiese como un mueble... ya, ya el caso es que sienta algo, ¿verdad?
Por supuesto, señorita, mañana volveré a verle otra vez ¡Ah! Sí, ahora subo a ver a doña Ariana, que la pobre también tuvo la desgracia... cosa de la cabeza, creo. No. Es mejor que no sepa que don Nicolás es el que ella conoció de joven, podría llevar una fuerte impresión mental. Yo me ocupo de ambos. ¿Un santo? No, no qué va. Un amigo. ¡Si usted nos hubiese visto de jóvenes!
Los quería como a hermanos. Igual que ahora... Claro, claro: la amistad es para siempre.