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Laudelino Vázquez. Gente de muerte

Laudelino Vázquez

Representación de “El alcalde de Zalamea” en Zalamea de la Serena

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Gente de muerte

—Las noches de agosto en Extremadura, pueden ser muy duras para alguien que, como yo, no soportaba el calor. Era la una de la mañana del veinticinco de agosto de 1992, y en Monterrubio de la Serena, se superaban los treinta grados con holgura; probablemente por eso, estaba aguantando al tipo aquel. —Por eso y porque eres de enrollarte con cualquiera.

Lo peor que tienen las conversaciones con los amigos de la infancia es que no hay manera de engañarlos, así que hice un gesto de “qué se le va a hacer” y seguí con la perorata: me acababan de diagnosticar un tumor de trayectoria complicada, y esta noche me tocaba desahogo. —Estaba celebrando mi divorcio. Habían pasado dos meses desde que un día le dije a Geli, no puedo más y aquí me quedo, y después de la bronca con mi padre —bueno, mi madre también, pero ella no cuenta, ella opinaba por obligación lo mismo que su marido—, el encontrar por fin un cuchitril en el que vivir con el sueldo que me quedaba, y reunir unos miles de pesetas en los dos meses que viví en absoluta depresión en su casa mientras estaban de vacaciones, sin ver la luz del sol ni gastar un céntimo porque ni siquiera me levantaba de la cama y viví de lo que quedó en la nevera paterna, decidí que había que hacer algo. —Celebrarlo. Ya me lo contaste. Tu matrimonio fue motivo de escarnio entre todos los amigos, desde que decidiste casarte un veinte de agosto, porque el veintidós cumplías veintiséis años y según tú «un hombre tiene que casarse a los veinticinco o no casarse nunca». A mi no me vino mal, respondió Paco colocándome la mano sobre el hombro, aposté a que no durabas diez años, y a los nueve años y diez meses teníamos a Lucre divorciado. Más que la merienda que me pagaron a escote los de la banda, fue el prurito de «este Paco no falla una». —El caso es que entonces me parecía tan lógico todo. Desde Sofócles a Nietzsche todos parecían empujarme alegremente hacia el desastre. Demasiadas lecturas, como decía nuestro amigo Miguel. Pero no merece la pena, volver ahí… —¿Y a esa noche en Extremadura, sí? —me interrumpió con cara de sorpresa. —Sí, a esa noche sí. Desde que me dijeron lo del tumor, no he vuelto a pensar en otra cosa. —No seas tan pesimista, hablas como si lo del tumor no tuviera arreglo. —No, no, hablo con el convencimiento de que lo que haya de ocurrir, vendrá sin que podamos hacer nada. —Entiendo que te pongas trascendente, pero… —¿Sabes que intenté olvidar lo que pasó aquel veinticinco de agosto, veintisés, mejor dicho, porque ya había pasado la medianoche, toda mi vida, y que casi , casi, lo consigo? —¿Y por qué lo recuerdas ahora? —Porque es posible que me quede poco aquí y me parece egoísta marcharme con este conocimiento. A mi pensar en ello me ha traído una inmensa paz.

Me di cuenta de que al fin, Paco me escuchaba con interés, y no por cumplir el deber de escuchar a un amigo al que le han dado una pésima noticia. —Pues cuenta, no te lo guardes. —Habían pasado diez años de mi boda con Geli, iba a cumplir los treinta y cinco, y quise hacer algo que combinara las dos celebraciones. —¿Dos celebraciones? —Sí, el divorcio y el cumpleaños. Ya sabes que también sostenía que un hombre tenía disculpas hasta los treinta y cinco y que a partir de ahí, se habían acabado. Y el puñetero divorcio no había salido barato, ni fue fácil, y eso que no teníamos hijos, sino

Monterrubio de la Serena

la ruina hubiera sido absoluta. El caso es que decidí irme a Zalamea de la Serena a celebrar mi cumpleaños. —Un hombre que no soportaba el calor. —Exacto, pero decidí irme unos días por la zona cuando leí en algún periódico que por esos días el pueblo de Zalamea de la Serena, representaba «El alcalde de Zalamea», mi obra preferida, aquella que en la infancia me hizo desear ser Alcalde por encima de cualquier cosa, para poder condenar a muerte a quien quisiera (tenía nueve años cuando la vi, y entonces aquello también me parecía lógico). —Pero por lo que cuentas no estabas en Zalamea. —No, era imposible encontrar una habitación: a la representación absolutamente espectacular, que ocupa una explanada inmensa en el pueblo, con la entrada de un rebaño auténtico de ovejas, un escuadrón de soldados a pie y a caballo…impresionante, un espectáculo único, al que acuden tres o cuatro mil personas cada año, así que en la propia Zalamea no había ni un camastro en el que tirarse, y tuve que irme a Monterrubio, a unos kilómetros. Y como Extremadura tiene algo mágico, algo que me encanta, aparte de su gente, decidí quedarme hasta el domingo a pesar del calor: exceptuando el día de la representación, no salía del hostal hasta las doce de la noche. Me sentaba en la terraza, y dejaba pasar las horas bebiendo cerveza y pensando en qué iba a hacer de mi vida, hasta que llegaba la hora del cierre. —Buen plan. —Inmejorable, pero aquella noche el tipo aquel me pidió permiso y se sentó a la mesa conmigo. Creí que sería alguien de la zona, aunque tenía un acento extraño, hablaba con un aire anticuado, tan anticuado como la ropa, que creí parte del vestuario de la gente que actuaba en la obra y desfilaba antes y después, a pesar de que estábamos a más de veinte kilómetros de Zalamea. Por supuesto, no le oí una sola de las expresiones típicas

extremeñas que tanto me gustan, nada de “agila”, ni “escarrancharse”, no. Tenía un acento untuoso, que no me gustaba nada, pero a la vez, parecía envolverte sin posibilidad de escapar. El caso es que sin darme cuenta, estábamos hablando del destino, de si creía en el más allá y el más acá… me molestaba el tono que utilizaba, pero a la vez, no había forma de deshacerme de él. Y más aún cuando le confesé que me interesaban las cosas del misterio y la gran pregunta… ya sabes. —Claro que lo sé ¡Anda que no nos diste la tabarra con extraterrestres y séptimas dimensiones!

No quise que volviera a recurrir a las historias en las que hice el ridículo esperando un ovni que nos había de llevar a Ganímedes, así que le corté continuando con la historia. —El tipo me dijo entonces, si había oído hablar de la «Gente de muerte» y como notó por mi expresión que era la primera vez que lo oía, se lanzó a contarme que era una tradición de muchos pueblos de Extremadura, y que si tenía interés, había un pueblo cerca donde conocía a gente que me podía hablar de ello “aquí, apenas a diez kilómetros, llegamos en nada” —me dijo con una sonrisa melíflua. —Y tú te largaste con un desconocido a las tantas de la mañana. —Sí. Y a pesar de que ahora, me sirve de calmante, pasé la peor noche de mi vida. —Me tienes intrigado. Cuenta, cuenta. —Me llevó hasta un pueblo a poco más de diez kilómetros, en el que no había abierto ya nada más que un pequeño bar con sillas rojas a la puerta. Me pidió que aparcara allí, que iba a buscar al experto y me senté a tomar una cerveza mientras llegaba. Pasaron los minutos, las horas, hasta que el dueño del bar me indicó que iba a cerrar, que ya era la hora. Me levanté para marcharme un poco cabreado, y si no llega a ser que los que aún quedaban y el dueño del bar juraban que vieron lo mismo que yo, hubiera creído que era la cerveza que me hacía alucinar:

Ya se habían despedido del dueño, cuando oímos un estruendoso repicar de cascos de caballo contra el suelo, tanto que nos volvimos a ver creyendo que sería una unidad entera de soldados que venían de Zalamea. Pero no, al volvernos, vimos girar un caballo cuyas pezuñas no parecían tocar el suelo, montado por un hombre y una mujer, vestidos con redingote y tricornio, a la manera del siglo XVIII. Él a horcajadas y ella lateral. La mujer vestía de color verde oscuro o pardo, no pudimos verla bien, pero él era el mismo tipo que había estado hablando conmigo. El mismo que me había dejado allí hacía ya casi tres horas. —¿De dónde salen? —pregunté, creyendo que los vecinos iban a saberlo —Nosotros solo venimos aquí de vacaciones, y nunca los habíamos visto —fue la única respuesta que obtuve. —De repente, delante de nosotros, empezaron a difuminarse. Te juro que estaba aterrorizado, pero acerté a preguntar: ¿Quiénes sois? —¿Y te respondieron? —preguntó Paco, ya muy interesado en la historia. —Solo una voz que dijo «Gente de muerte», y ante nuestros ojos desaparecieron sin más, caballo y jinetes. —¿Qué fue eso? —preguntó uno de los trasnochadores. —No lo sé —respondió el dueño del bar—, pero no me gusta. Lo mejor que hacen es largarse a sus casas cuanto antes y aquí no pasó ná. —Nunca pude imaginar que lo peor estuviera por llegar, después del viaje de vuelta, mirando hacia atrás en el coche, por si alguien se había subido, revisando las escaleras por si el tipo había vuelto, tapándome con las sábanas por primera vez por temor a lo que pudiera abrir la puerta… —Siempre fuiste un poco extremista. Y algo crédulo, Lucre. —Si, es verdad. Y esto hubiera sido una aventura más, si no fuera por lo que pasó ese mismo día. Te he dicho unas cuantas veces que era el veintiséis de agosto de 1990 y te dije dónde estaba. Es raro que alguien tan perspicaz como tú no se dé cuenta de por qué a pesar del miedo y de que lo peor estaba por llegar, ahora creo a pies juntillas que el destino existe, es inevitable y además, no se acaba con la muerte. —Experiencias así las tiene más gente y tampoco es para tanto. —No te dije el nombre del pueblo en el que vi a la «Gente de muerte» —No, eso no. —Puerto Hurraco

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