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Laudelino Vázquez. Crepitar
Laudelino Vázquez
Crepitar
La palabra vuelve una y otra vez, como un mantra, y aunque hace un tiempo que maldigo la literatura que me ha envenenado hasta el punto de que soy incapaz de vivir en una realidad objetiva, fuera de las palabras y las historias que me alimentan a diario, no puedo evitar repetir los esquemas sobre los que he construido mi vida. Ya no. Por más que me inviten a realizar mis sueños, a quererme mucho, tanto que no haya nadie a quien te quiera más que tu misma. Como el mismísimo Cristo que decía aquello de «ama a los demás como a ti mismo», pero yo nunca pude. Yo creía en el Amor, así en mayúsculas. En ese amor que lo entrega todo, que pone por delante a la otra persona.
Y ahora estoy aquí, mirando la brasa de un «Corset», ese cigarrillo precioso, de color berenjena, que los franceses han prohibido porque no quieren tabaco que parezca «chic», mientras repito la palabra crepitar. No sé si es adecuada, si el cigarrillo crepita realmente, porque es tan suave, tan delicado que no hay nada que queme desordenadamente, fuera de lugar, así que no sé si estoy utilizando bien la palabra. Pero lo necesito. Necesito aislarme de lo que me rodea. De lo que soy. Y el único asidero, a pesar de mi presunta rebeldía, son las palabras. Las historias vendrán luego, cuando adquieran sentido, pero ahora me basta con las palabras.
Hace veinte años. Veinte años, que se dice pronto. Veinte, sin fumar un cigarrillo. Por mi bien, seguramente, me dije que era por mi bien, como cada vez que Taquio me “pedía” que dejara de hacer algo. Y yo dejaba de hacerlo. Siempre por amor. Por poner delante al otro. Y si eso, ya luego, recibiría la contrapartida. Porque a día de hoy, cuando echo la vista atrás, no la encuentro por ninguna parte. —A ver, cariño, no te voy a pedir que no pongas falda, pero esa minifalda no me parece para una mujer decente…
No era una minifalda –líbreme Dios, siempre fui una mujer muy prudente–: era un modelo que llegaba justo hasta la rodilla, que era mi límite de la decencia, pero me miró con aquella expresión de «todo por tu bien» que manejaba como ninguna otra, y la falda, y el resto de vestidos o modelos que pudieran dejar la rodilla al aire, desaparecieron de mi vestuario, no fuera ser que alguien mirara mis rodillas con lascivia. Y porque me quería tanto.
Tanto que cuando me planteé la posibilidad de presentarme a aquellas oposiciones en las que había ciento cuarenta mil plazas en toda España, me recordó que él ganaba bastante para los dos, y cualquier día querríamos tener hijos (hasta entonces, nunca había mencionado esa posibilidad) y qué mejor que una madre para cuidarlos y criarlos. Así que, como me quería tanto, qué mejor que hacerle caso y que él estuviera feliz. Y también cuando me dijo que no le gustaba que saliéramos hasta tan tarde, porque una mujer casada, ya se sabe. Es verdad que él siguió volviendo a la hora que le parecía, porque los hombres no es lo mismo, y no iba a dudar yo de un hombre que me quería tanto.
No dejó de “quererme” nunca. Cada día más. Por mi bien, y por lo mucho que me quería fui dejando de beber vino, que estaba feo en una mujer, dejé de tratar con algunas amigas “poco recomendables” y por supuesto de hablar con hombres siempre que él no estuviera presente. Y cuando estaba, cuidadito con decir algo que se pudiera malinterpretar, así que mejor no hablar con ninguno, que ahorraba problemas. Luego vino el teléfono. Me quería tanto que todos los días me llamaba tres veces desde el trabajo para ver si estaba bien. Y mejor estaba al otro lado de la línea, porque sino, me quería tanto que podía estar riñendo una semana.
Según él también debería dejar de leer a todas horas para cuidar esta vista tan delicada, estos preciosos ojos verdes que tanto le gustaban. Y dejé de leer delante de él, porque sin mis libros no podría vivir, pero tampoco quería complicarme la vida.
El recuento lo hice el día que me pidió que dejara de fumar: a mi me encanta fumar. No es un vicio mecánico, sino un placer difícil de explicar para quien no lo sienta. Un momento de infinitud aquí en la tierra, instantes siempre únicos. Pocas cosas hay que disfrute tanto como sentarme al caer la noche en mi mecedora, encender un cigarrillo y dejar que los pensamientos se diluyan en el humo. Pero por mi bien. Por mi salud. Y también por la de él, que sufría de los pulmones desde el mismo momento en que me pidió por primera vez que lo dejara.
Dejé de fumar. Lo hice por él. Se lo expliqué. Sufrí una verdadera condena hasta que conseguí dejarlo, pero tres meses después de haber fumado el último cigarrillo, se sentó a mi lado y me dijo que me quería más que nada y más que a nadie, y que apreciaba mucho el que no fumara –hasta tosió un poco para demostrar lo enfermito que estaba– , y yo, una vez más, sentí que la literatura se hacía carne y que El Amor (otra vez en mayúsculas) triunfaba sobre todo lo demás.
Veinte años de amor y renuncias, veinte años. Y un día, después de todo, el hombre que decía que no podía vivir sin mí, desaparece dos semanas. Y me llama desde no sé dónde, porque mientras hablaba, los hipidos no me dejaban oír –y lo que es peor, tampoco entender–, que aquel hombre que tanto me amaba, necesitaba espacio para entenderse, y entender.
Como siempre, su espacio se llama Yurisey o el nombre que se quiera poner, y la conoció en un viaje al Caribe, que yo creía que era a Tenerife por asuntos de negocios. Su espacio consistía en deshacerse de mi hasta el último recuerdo para no molestarle. Su espacio, si no hubiera habido una demanda por el medio, suponía dejar a los niños a mi cargo y sin pasar un céntimo porque, de repente, yo tenía que buscarme la vida, trabajar en no se sabe qué cosas…
Lo peor fue el dolor absurdo. Ese tiempo en el que, a pesar de todo, de mi familia, mis hijos, mis amigos –los pocos que quedaban– no podía evitar el dolor. No podía dejar de repetir que le quería, de disculparle de intentar entender en qué había fallado. Me miraba al espejo y por más que todos me dijeran que era una mujer hermosa y que me mantenía muy bien, me veía vieja, indigna de un hombre calvo y barrigón que me quería tanto. Año y medio de oscuridad, de psicólogos, de excursiones obligadas, de despertar cada mañana añorando su aliento a mi lado, de lecturas –siempre la literatura– sobre historias de amor que tuvieron una segunda oportunidad y les fue bonito. Y año y medio con ganas de fumar. Porque nunca dejé de tener ganas de fumar a pesar de todo el amor del mundo.
No sé qué fue primero, pero un día tenía un paquete de Corset en la mano y casi sin darme cuenta, el cigarrillo, tan suave, tan delicado, tan hermoso que –no sé si lo dije–, los franceses lo han prohibido porque da la idea de que fumar es “chic” (otra palabra que no recordaba haber usado desde tiempos inmemoriales). Y mientras miraba la brasa, pensaba si la palabra adecuada era crepitar.
Hace un tiempo de ese instante. El suficiente para que la vida se haya ordenado, Yurisey haya vuelto a su país o a otro país pero con un tipo más joven y adecuado, y para que Taquio se acordara de que aún me quería y me propusiera por mi bien intentarlo de nuevo, porque él solo no se arreglaba para nada, y a ver quien le iba a planchar ahora los pantalones que le gustan con su raya bien marcada, quien se va a acordar de que le tocan sus pastillas para la tos, quien va a dejar de fumar por él.
En ese momento, encendí un cigarrillo y le pregunté si creía que crepitar era la palabra adecuada, pero ante su desconcierto y el silencio que siguió, un silencio que delataba al cobarde temeroso de equivocarse en la estrategia para volver, yo misma le respondí. —No, creo que crepitar no es adecuada para este momento. La palabra que buscaba es mucho más sencilla. Es la que me permite elegir si quiero fumar o no, y cuándo y cómo. La palabra es la que me protege de todas las trampas tejidas con el verbo amar. —No te entiendo, Carmen –me respondió él después de dejarlo cocer en silencio–. —Normal. Pero para que no sufras, te diré que la palabra que buscaba, se llama “Libertad”
Cuando colgué el teléfono, aún podía sentir en la distancia su cara de asombro mientras se preguntaba por qué esta vez lo del amor no había funcionado.