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Francisco Trinidad. Un día perfecto
Francisco Trinidad
Un día perfecto
He agradecido el descanso de la noche, estrellada y sin luna. En noches como estas, al abrigo de rocas y peñascos, confundido con sus formas y sus sombras, el grupo goza de buen camuflaje que los rastreadores no pueden desvelar fácilmente, pese a sus binoculares y miras infrarrojas. Se anuncia en el horizonte una mañana de verano con los tímidos colores —gris, naranja, violeta— que preceden al estallido hiriente del sol y he notado un escalofrío no debido al relente, al helor de la madrugada (a casi dos mil metros de altura también son frías las albas de verano), sino a mi herida. Durante toda la jornada de ayer encabecé el grupo, como siempre desde que asumí su jefatura, eligiendo las trochas más difíciles y las laderas más escarpadas. "¿Por qué, padre?", han preguntado los más jóvenes. Ellos son el futuro. Ellos son un torrente inagotable de preguntas y nosotros un río finito de respuestas. "¿Por qué, padre?". "Padre" es símbolo de respeto, de acatamiento, de veneración. Sólo lo soy de algunos, abuelo o tío de otros, pero con la mayoría no me une consanguinidad. Aún así me llaman padre y en las cortas pausas para tomar aliento y escrutar el horizonte, aguzando vista y oído para huir a la menor señal de alarma, se agrupan en mi torno y me escuchan. "¿Por qué, padre?". Porque hoy he intuido el peligro, les contesto, en el chasquido de una rama seca al quebrarse, en el reflejo metálico de una hebilla, en el destello de una lente, en el susurro de un matorral que no ha movido el viento. Cuando esos signos se detectan los perseguidores andan cerca; el análisis ha de ser preciso e inmediato y para eso hay que disponer de una visión aguda y un fino oído. Entonces hay que alejarse por las sendas más pinas, ponerse fuera de alcance, buscar refugio; todo con serenidad, con orden, sin errores ni precipitaciones. Y sin perder un segundo. "¿Por qué, padre?". Porque el enemigo anda tras nosotros, codicioso y cobarde; porque mi cabeza tiene un precio y porque toda la familia correrá mi suerte. Mi deber es poneros en seguro.
Gris, naranja, violeta... se van desvaneciendo ante el empuje poderoso de un sol rutilante. De un momento a otro asomará una ceja dorada y besará los árboles, de copa a cepa y extenderá después su caricia desde los más lejanos y altos hasta los valles y llanos. Antes habrá impactado en los peñascos cimeros que nos amparan y en ese momento ya debemos estar al oeste, a cubierto, en marcha.
No sé si podré tomar la vanguardia. Ni siquiera si podré alzarme. Prefiero no probar, reservar mis energías para el mismo instante de la partida.
Mi hermano me mira, recostado en una roca, a respetuosa distancia, me mira.
La familia dormita formando un cerco en cuyo interior se guarecen los más pequeños. Un cerco protector como el seno de la madre para el lactante. La mirada de mi hermano no esconde un tinte de apremio. ¿presiente algo?. Entorno los ojos aparentando indiferencia.
Hace tres años tuvimos él y yo un enfrentamiento. En nuestra tribu no se persigue la muerte del adversario, se busca la derrota y en la lucha ponemos todas nuestras estrategias, todos nuestros recursos, todas nuestras habilidades y toda nuestra potencia. En aquella ocasión vencí yo. La consecuencia era el destierro del vencido y la condena a un errar solitario sin el apoyo ni el calor de la familia. Y el fin próximo es la muerte. ¿Soledad o muerte? ¿Qué es peor?
Él ofreció sumisión y yo quise ser magnánimo. Y práctico. Un individuo experto, avezado, joven, es un valioso elemento en el grupo: tiene pocos privilegios pero también escasas responsabilidades. Además posee la experiencia para ser un buen jefe.
Dos inviernos hace que tropezamos con los restos del extraño. No era propiamente un extraño; lo reconocí. Lo reconocí como el retador que fue aquel día menos hábil que yo. Se me enfrentó sin prolegómenos y yo supe que era más fuerte pero la idea de un extraño dirigiendo a los míos me dio fuerzas para poner en juego mi experiencia. La tribu
nos contemplaba a distancia embriagada de curiosidad. Habrían aceptado al vencedor: Es la Ley. Cuando logré despeñarle sentí una quemazón de orgullo en mi pecho pero no me llegó ninguna muestra de felicitación. El grupo reemprendió sus tareas. Sé que, en todo caso, aquella pelea no cayó en saco roto. El adversario estaba solo. Yo tenía el respaldo y la responsabilidad de la familia: Algo por lo que luchar. El adversario no los tenía. Los buscaba y eso marcó la diferencia. Recuerdo cómo el adversario se alzaba con dificultad y se alejaba renqueando hacia su destino.
Me detuve ante aquellos despojos y me cercioré de que la tribu entera pasara ante ellos. Una enseñanza más. Una respuesta, quizás, a alguno de los "por qué". "¿Por qué, padre, se nos persigue?". "¿Por qué, padre, nuestro nomadeo permanente?". "¿Por qué nuestra eterna alerta?". No tengo todas las respuestas... ¿A quién pregunto yo?.
La certeza de mi vejez y de mi debilidad ha ido formando ácidas burbujas en mi sangre y resulta descorazonador llegar a esa convicción demasiado tarde, por el efecto detonante de la herida. Me recrimino por haber sido descuidado y por haber puesto en peligro a la familia, omitiendo las normas básicas de la vigilia; ese código genético que llevamos grabado desde generaciones y que no está de más transmitir una y otra vez a los pequeños, a los jóvenes, a los adultos. Y mantenerlo vivo en nosotros mismos. No podré perdonármelo. ¿Cómo pude ser tan descuidado. Repasé lentamente las reglas de oro. Estaba a favor del sol, podía vigilar el valle en un ángulo obtuso, tenía el roquedo a mis espaldas, nada obstaculizaba mi visión del horizonte... Incluso los árboles, que a aquella altura escaseaban, quedaban más abajo... Controlaba cada punto desde el que pudiera venir la amenaza... Algo debió fallar. Acaso las rocas a mi espalda no se mimetizaban lo suficiente con mi camuflaje y mi silueta destacara sobre un fondo de distinta tonalidad... ¿A qué lamentarse ahora? No es excusa que los cazarrecompensas usen miras telescópicas ahumadas para que el sol no destelle en sus lentes; ni los silenciadores para mullir la detonación de sus armas de largo alcance y ocultar así la ubicación de la presa... ¿Tenemos defensa ante tanta tecnología de muerte? Nuestro instinto es de VIDA, estamos en desventaja. Acabarán cazándonos como a ovejas, desde sus helicópteros.
Rememoré el impacto del proyectil. Fue un puñetazo indoloro, un topetazo en el costado que me llegó antes de oír el fragor del arma. El violento golpe me ayudó a dar un salto atrás, hacia el abrigo. De haber caído hacia adelante, hacia el vacío, rebotando en los salientes de piedra hasta el vallecillo habría llegado muerto y el enemigo habría corrido hacia mí, cuchillo en mano, para cercenar mi cabeza y exhibirla en triunfo reclamando el público reconocimiento por su hazaña. Pero caí hacia atrás, desenfilado de un segundo impacto, solapando ante la tribu, con la impostura de un salto, lo que era una caída.
El grupo hizo un ademán de huída. Pero al verme en pie, inmóvil, volvieron a tranquilizarse y a sus movimientos de corto radio. Todo en orden. El jefe estaba allí, con ellos.
Va a salir el sol. La familia empieza a dar muestras de impaciencia. Hay que ponerse en marcha.
Ayer, cuando reemprendimos el camino hacia las cumbres aún no dolía la herida. Tampoco ahora; sólo tengo el costado entumecido. La bala me entró por la axila derecha buscando el corazón pero no llegó a él. Una formidable masa muscular, dura y elástica, hizo de colchón y la bala quedó en el camino pero haciendo daño. Sé que ha atravesado puntos vitales, que ha causado destrozos en mis vísceras, que ha interesado el pulmón, que ha seccionado venas y arterias. Apenas hay hemorragia externa salvo un hilillo de sangre que me baja por el costado y ahora ha dejado de manar gracias a las horas de reposo. Eso favorece el fingimiento.
Anoche, cuando alcanzamos el refugio, hice varios altos innecesarios hurtándome a la vista del grupo para escupir sangre por boca y nariz y limpiarme con hierbas y matorrales antes de regresar a la ruta. Luego volví a ponerme en cabeza seguido de mi tribu.
No sé si esa noche de reposo me valdrá de ayuda. El aire frío de la mañana que se anuncia apenas me llega adentro y el que lo hace provoca agudos pinchazos. Es el momento. Apoyo pies y rodillas reuniendo todas mis fuerzas ante docenas de miradas expectantes. Mis cien kilos parecen cien toneladas. El grupo se ha puesto en pie sacudiéndose polvo y hierbajos. Doy el primer paso... Y me desplomo como un saco dejando a la vista el costado herido. Es una evidencia que no puedo andar ni apenas moverme.
El grupo cierra en mi torno un círculo. Me examina. Contemplan la herida, el reguerillo de sangre seca, el charco de color óxido que se ha formado donde apoyé anoche mi cabeza. Se retiran unos pasos. Deliberan. Vuelven junto a mí, a darme calor, ánimos... Inútil, no puedo moverme y así se lo doy a entender. El plomo blindado ha hecho su efecto lento e irremediable. Las madres envuelven a los pequeños. Está escrito que ellos deben conocer la muerte pero no presenciar la agonía. Ésta se disfruta (o se sufre) sin testigos. En soledad.
Mi hermano toma la vanguardia y se reanuda la marcha. Los veo alejarse sin titubear; es la Ley, así está establecido. Además es un alivio quedarse solo. Quiero dar un suspiro hondo pero se me queda en la garganta. Con la cabeza vuelta al Norte contemplo a la tribu alejarse en perfecto orden, como les he enseñado, como a mí me enseñaron. Y siento un pellizco de orgullo en mi pecho jadeante. Ellos se pondrán a salvo allá arriba; esa es su seguridad y mi consuelo.
La primera oleada de luz solar ensabana mi cuerpo y agradezco su tibieza aunque no alcanza a calentarme la sangre. Y con ella aparecen los primeros buitres. Dos... cinco... volando a gran altura. También es la Ley y no me preocupa. La familia a salvo, el aire limpio y diáfano... ¿qué más puede pedirse? Es un día perfecto para morir.
Aún alcanzo a verlos borrosamente iniciando la escalada, abordando la ladera por la escarpadura más angosta; conozco de memoria la ruta y observo que mi hermano la sigue sin vacilaciones. Hoy toca el camino difícil. Hubo un encuentro. Puede haber más.
Seis... nueve... quince buitres a cien, a cincuenta, a quince metros. No se acercarán mucho más, también es Ley no escrita. También una postrera muestra de respeto. Ellos conocen la virtud de la paciencia que les conduce a su premio.
La mañana ya es decididamente luminosa, una luminosidad ultrajante para una vista que ya apenas la aprecia. El
sol se pavonea en la línea del horizonte con toda su ígnea redondez. Zumban los pocos insectos que pueden vivir a esta altura y los buitres se posan en las piedras próximas, me miran de perfil, "tómate tu tiempo, amigo, para nosotros no existen las prisas..." Cierro un momento los ojos y de inmediato siento un hedor acre y próximo. Al separar los párpados el carroñero impaciente emprende una grotesca retirada.— ¡Qué majestuosos en vuelo y qué torpes y desgarbados en tierra! Ya no veo a los míos. En condiciones normales los alcanzaría atacando la ruda ladera, la brava pendiente... pero tengo los ojos entelados y apenas percibo las siluetas de los buitres balanceándose sobre un pie, sobre el otro, sombras bamboleantes. El sol ya ni me deslumbra. Tomo conciencia de mi propio aliento, cada vez más superficial, más convulso. Lanzo un último mensaje a la tribu: "Marchar, marchar... Subir... subir..."·
A iniciativa del jerarca dos docenas de buitres leonados se abalanzan sobre el cuerpo del gran macho muerto.
Y a dos mil metros de distancia, mi grey de muflones vuelve la cabeza para mirar por última vez el punto de despedida. El sol se va levantando, la mañana es clara, el aire es puro y limpio y, allá arriba, hay buen cobijo para retozar, triscar la fina y jugosa hierba aún bañada en rocío, descansar a salvo de acechanzas... Es un día perfecto para vivir.