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Desafío del destino
Ella estaba sentada al fondo del local, en una mesa solitaria, al lado de un ventanal recubierto de un vinilo gris que hacía invisible la parte exterior. Me pareció triste y vi su copa casi vacía, en el mismo momento en que observé que se quitaba su anillo del dedo y lo tiraba, con rabia, con decepción, en el interior de su bolso. Sin pensarlo dos veces, y arriesgándome a un desplante por su parte, le pedí al camarero que me rellenara mi copa y le llevara a la chica lo que estuviera tomando. Me acerqué sin aspavientos, en el mismo momento en que el camarero reponía su bebida, y sin pedir su permiso me senté enfrente. “Buenas noches”, dije, “si te molesta mi compañía…”
Ella abatió la vista, me miró sin comprender qué hacía yo allí y no sé si fue porque no supo qué decir o porque las lágrimas comenzaron a surcarle la mejilla y no era momento de explicaciones, siguió con su silencio. Nunca, de verdad, había visto un rostro tan entristecido. Y sabía que no estaba fingiendo, porque en ningún momento esperaba mi presencia ni imploraba mi consuelo ni le importaba un ardite que yo o cualquier otro estuviera allí, frente a ella, sin que nadie lo hubiera sugerido.
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—Me llamo Carlos —dije por decir algo—. Y estoy encantado de invitarte a una copa que me imagino te va a sentar bien.
—Gracias, Carlos —dijo tras una pausa intensa—. Yo me llamo Marián y te acepto la copa, sin conocerte, porque necesito ésta y otras cien más —agregó, rotunda y sentenciosa, como si pensara que nos estaba grabando una cámara oculta.
—¿Tan triste es lo que te pasa?
—Y un poco más. Perdona — dijo mientras apuraba su primera copa de un trago y comenzó con la que yo había pedido que le sirvieran—. No quiero pecar de trágica, ni de melodramática, y menos con un desconocido, pero hay noches en que el mundo se hunde y solo a algunos nos afecta.
Callé, sin saber qué decir ni cómo reconducir aquella situación que yo había buscado por la tristeza de la chica. Bebimos ambos en silencio, aceptando la dureza de aquel silencio insoportable. Ella bebía con ansiedad, yo bebía también, pero más pausadamente, sorbiendo mi incapacidad para decir algo coherente en aquel momento que no lo era.
Cuando estaba a punto de terminar su copa, cerró sin prisas su bolso y me miró, yo creo que agradecida. Tras el último trago, se levantó. “Tengo que irme”, dijo.
Yo me levanté también, dubitativo, inseguro.
—Si te apetece, puedo llamarte otro día y charlamos.
—De acuerdo —respondió—. Te hago una perdida y te queda mi número. ¿Cuál es el tuyo?
Me hizo la llamada perdida y salió de la cafetería. “Gracias por la copa”, dijo, y la vi perderse, acera adelante, en su propia soledad. Me quedé clavado, sin saber qué hacer, hasta que, después de unos minutos, cuando su silueta ya se había desvanecido en las primeras sombras de la noche, di media vuelta y comencé a caminar hacia mi casa.
Aquella noche dormí mal, con el recuerdo de la chica punzándome las sienes; y a la mañana siguiente, sin pensarlo dos veces, la llamé.
—Buenos días, ¿cómo estás hoy?
—Mal, muy mal —me dijo con ronca, como de haber estado llorando mucho tiempo sin alivio—. Últimamente todo me sale mal y todo lo hago mal, no hay término medio. Lo siento, no soy grata compañía para nadie y para nada…
Y colgó. Me acurruqué de nuevo en aquel silencio que me envolvía y me hacía sentirme culpable por mi incapacidad para decir o hacer algo a su favor.
Pasaron dos o tres días, acaso más, y volví a llamarla, pero no cogió el teléfono, dejándome con la duda de si no quería o no podía hablar conmigo. Así que volví a llamarla al día siguiente, con idéntico resultado.
Quise olvidarme de ella, dejarla que se perdiera en su tristeza o que abordara sus problemas desde otra óptica. Pero no podía, sus ojos tristes me perseguían, sus lágrimas me zaherían.
Volví a llamar a los pocos días y me salió el irritante mensaje de que su teléfono estaba apagado fuera de cobertura. Y así durante dos, tres, cuatro o más días en que marcaba su número con esperanza y acababa colgando con desánimo, fruto quizás de mi incapacidad para comprender la situación.
No sé cuánto tiempo ha pasado, pero en ningún momento la he olvidado. Temo que se convierta en una obsesión inabarcable, en un desafío de la fatalidad. De vez en cuando marco su teléfono, con una esperanza que se marchita inmediatamente, cuando oigo al otro lado la cantilena de que ese número no existe. Y sin embargo, puedo jurar que hablé una vez con él y que fue aquella chica triste y misteriosa la que me hizo una llamada perdida para que se me quedara grabado ese número que ahora me dicen una y mil veces que no existe. Como si el destino jugara conmigo al escondite. Hay tardes en que me acerco a aquella cafetería en que la conocí, con la esperanza estéril de verla de nuevo en aquella mesa, siempre solitaria, o en cualquiera otra, arrojando al interior de su bolso aquel anillo que tanta tristeza provocaba. Pero no he vuelto a verla y me pregunto si sigue viva o si toda la amargura de aquella tarde la habrá llevado a desafiar su destino mirándole a los ojos frente a frente. Como si el mundo se acabara entonces mismo.