Persona y Derecho nº 59

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Suscripción anual: (2 volúmenes)

España: Unión Europea: Otros países:

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Número suelto:

España: Unión Europea: Otros países:

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Redacción y suscriptores: Instituto de Derechos Humanos Edificio de Bibliotecas, despacho 1731 Universidad de Navarra 31080 Pamplona. España. Tfno.: 34-948425600 Telefax 34-948425636 e-mail: pyd@unav.es Edición: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, S.A. Edificio Muga Campus Universitario 31080 Pamplona. España

sp issn 0211-4526 Depósito Legal: NA 685-1975 Maquetación e impresión: Pretexto.  pretexto@pretexto.es Printed in Spain - Impreso en España


59-2008** Revista de fundamentación de las instituciones jurídicas y de derechos humanos. Universidad de Navarra. Facultad de Derecho. Derecho de Filosofía del Derecho. Instituto de Derechos Humanos. consejo de redacción

Andrés Ollero, Director (Universidad Rey Juan Carlos, Madrid) Caridad Velarde, Directora Adjunta (Universidad de Navarra) Francisco J. Contreras (Universidad de Sevilla) María Elósegui (Universidad de Zaragoza) Martha Miranda, Secretaria (Universidad de Navarra) comité científico

Javier Hervada, Presidente de Honor Angela Aparisi (Navarra) Jesús Ballesteros (Valencia) Francisco Carpintero (Cádiz) Jean Luc Chabot (Grenoble) (†) Sergio Cotta (Roma) Francesco d’Agostino (Roma) Paloma Durán (Castellón) John Finnis (Oxford) Robert P. George (Princeton) Juan José Gil-Cremades (Zaragoza) Mary Ann Glendon (Harvard) Ilva M. Hoyos (Bogotá) Roberto Ibáñez (Méjico) Werner Krawietz (Münster) Antonio L. Martínez-Pujalte (Elche) Carlos I. Massini (Mendoza) José J. Megías (Cádiz) Peter-Paul Müller-Schmidt (Mönchengladbach) Cristóbal Orrego (Santiago, Chile) José A. Pastor-Ridruejo (Madrid) J. P. Rentto (Turku) Pedro Serna (Coruña) Robert Spaemann (Stuttgart) Jean M. Trigeaud (Burdeos) Francesco Viola (Palermo) Christopher Wolfe (Milwaukee) Las opiniones expresadas en los trabajos publicados en esta revista son de la exclusiva responsabilildad de sus autores.


Normas para el envío de originales

La Revista Persona y Derecho es una publicación científica, cuya finalidad primordial es ofrecer estudios sobre temas de filosofía jurídica y social, con particular atención a los derechos humanos. Es una publicación periódica semestral, que se edita en español, sin perjuicio de aceptar y publicar en otras lenguas. Los artículos de investigación deben ir mecanografiados a espacio y medio; su extensión media será de veinticinco páginas. Se utilizará un tipo de letra Times New Roman 14 para el texto principal y 12 para las notas. Todas las contribuciones irán acompañadas de un resumen de 10 líneas en español o inglés, así como de una relación de palabras clave en dichos idiomas. Los originales deberán enviarse en soporte informático antes del 30 de enero o del 30 de julio, dirigiéndolos a “Revista Persona y Derecho”, Departamento de Filosofía del Derecho, Edificio de Bibliotecas. Universidad de Navarra, 31080 Pamplona (NAVARRA) o al e-mail: pyd@unav.es haciendo constar los datos personales del autor, incluyendo dirección postal, electrónica y teléfono de contacto. Los trabajos serán objeto de un informe de evaluación a cargo de miembros del Comité Científico de la revista o de otros investigadores externos de prestigio. Las recensiones y comentarios bibliográficos versarán sobre monografías recibidas. Las referencias bibliográficas se harán del siguiente modo: – Libro: Hervada, J., Introducción crítica al derecho natural, Eunsa, Pamplona, 1994. – Artículo en obra colectiva: Palazzani, L., “Los valores femeninos en bioética”, en Á. Aparisi y J. Ballesteros (eds.), Por un feminismo de la complementariedad, Eunsa, Pamplona, 2002, pp. 55-76. – Artículo de revista: Massini, C., “La interpretación jurídica como interpretación práctica”, Persona y Derecho, n. 52 (2005), pp. 413-433.


s u m a r i o

Presentación

15

FUNDAMENTACIÓN Y DIMENSIÓN INTERNACIONAL

Juan Cianciardo Para siempre, para todos. Los desafíos de la universalidad a sesenta años de 1948

19

Carlos Hakansson El impacto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en las constituciones iberoamericanas

57

Mª Belén Olmos El derecho a la paz a la luz del derecho inter nacional público contemporáneo

77

Diego Poole Bien común y derechos humanos Cristóbal Orrego La “gramática de los derechos” y el concepto de derechos humanos en John Finnis

97

135

DERECHOS Y LIBERTADES

Luca Parisoli Aborto y legislación: interpelar la Ley

161

Valentina Cuccia La libertà di espressione nella società mul ticulturale

183

José Justo Megías Privacidad en la sociedad de la información

205


sumario

Antonio del Moral Derecho a un juicio público, libertad de in formación y derechos al honor y a la vida privada: relaciones, conflictos, interferencias

253

Rodrigo Martín Reflexiones sobre el tiempo de trabajo y los descansos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos

295

DESPUÉS DEL 68 María Luisa Marín-Castán Sobre el discurso utópico de los derechos hu manos. A propósito de dos conmemoracio nes: 1948 y 1968

321

Dominique D’Antin L’Evolution des droits de l’homme depuis 1968. Face au Tocqueville de “L’ancien re gime et la revolution”

339

Aurelio de Prada Un doble, y único, aniversario: el nuestro. A propósito de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y mayo del 68

357

RECENSIONES

Ángela Aparisi Derecho a la paz y derecho a la guerra en Francisco de Vitoria (Martha Miranda)

379

Alessandro Argiroffi, Colloqui sulla dignità umana. Atti del Con Paolo Becchi vengo internazionale (Aurelio de Prada) y Daniele Anselmo (eds.)

382

Enrique del Carril El lenguaje de los jueces (Juan Cianciardo)

389

Francisco José Contreras Kant y la guerra (Cristina Hermida)

395


sumario

Rafael Domingo Oslé ¿Qué es el Derecho global? (Aurelio de Prada) 399

Joel-Benoit D’Onorio (dir.) Loi naturelle et loi civile (Aurelio de Prada)

402

Paolo Grossi Europa y el derecho (Carlos H. Sánchez-Raygada)

405

Javier Hervada Lecciones propedéuticas de filosofía del de recho (José J. Megías)

407

Patrick Lee Body-Self Dualism in Contemporary Ethics y Robert P. George and Politics (Rafael Domingo)

412

Nicolás López Calera Los nuevos leviatanes (Cristina Hermida)

415

Bruno Romano Il giurista è uno “zoologo metropolitano”? (Aurelio de Prada)

420

Guido Saraceni Il profeta e la legge (José Antonio Santos)

423

Francesco Viola La democracia deliberativa entre constitu cionalismo y multiculturalismo (Héctor López-Bello)

426


Fe de erratas En el número 58, de la presente publicación, se omitió el nombre del traductor del artículo “Ventajas e Inconvenientes de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea” escrito por el Prof. Bogusław Banaszak. La revista quiere hacer constar que el traductor del mencionado artículo, cuyo título original en alemán es “Vorteile und Nachteile der Europäischen GrundrechteCharta”, fue D. José Antonio Santos, Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos.


COLABORAN

en este número

JUAN CIANCIARDO Decano de la Facultad de Derecho Universidad Austral Buenos Aires (Argentina) CARLOS HAKANSSON Decano de la Facultad de Derecho Universidad de Piura (Perú) maría BELÉN OLMOS Profesora de Derecho Internacional Universidad Carlos III Madrid (España) DIEGO POOLE Profesor Titular de Filosofía del Derecho Universidad Rey Juan Carlos Madrid (España) CRISTÓBAL ORREGO Profesor de Filosofía Jurídica y Política Universidad de los Andes Santiago (Chile) LUCA PARISOLI Profesor Asociado de Historia de la Filosofía Medieval Universidad de Calabria (Italia)


VALENTINA CUCCIA Investigadora en Derecho Constitucional Universidad de Palermo (Italia) JOSÉ JUSTO MEGÍAS Profesor Titular de Filosofía del Derecho Universidad de Cádiz Jerez de la Frontera (España) ANTONIO DEL MORAL Fiscal del Tribunal Supremo Madrid (España) RODRIGO MARTÍN Profesor Titular de Derecho al Trabajo y de la Seguridad Social Universidad Rey Juan Carlos Madrid (España) MARÍA LUISA MARÍN-CASTÁN Profesora Titular de Filosofía del Derecho Universidad Complutense de Madrid (España) DOMINIQUE D’ANTIN Doctor en Ciencias Políticas Profesor Asociado en Ciencias Políticas Universidad Montesquieu Bordeaux IV (Francia) AURELIO DE PRADA Profesor Titular de Filosofía del Derecho Universidad Rey Juan Carlos Madrid (España)


TAMBIEN COLABORAN: Rafael Domingo, Cristina Hermida, Héctor López-Bello, Martha Miranda, Carlos H. Sánchez-Raygada, José Antonio Santos



PresentaciÓn

La propuesta de PERSONA Y DERECHO solicitando posibles colaboraciones destinadas a conmemorar el doble aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948 y de los sucesos de Mayo del 68 encontró un eco significativo. Bien pronto fue posible constatar que nos veríamos obligados a dedicar los dos números de 2008 a tales acontecimientos. El pasado número 58 recogió buena parte de los trabajos recibidos, que –superado el habitual proceso evaluador– se reunieron bajo el rótulo “60 años del 48, 40 años del 68”. Otros tantos se integran en el presente número con temática muy similar. Cabe, sin embargo, distinguir entre ellos tres líneas diversas. Los primeros abordan aspectos relativos a la fundamentación de los derechos, a su discutida dimensión universal, con eventuales referencias doctrinales específicas, así como a su vigencia real en el ámbito internacional. Un segundo grupo de trabajos se ocupa de concretos derechos y libertades desde perspectivas disciplinares bien diversas. La de la lógica jurídica, en el primer caso, o la de la filosofía jurídica, la práctica judicial o el derecho laboral en los siguientes. No faltan, por último, nuevas referencias específicas a las dos fechas que han atraído nuestra atención. Nos sentimos particularmente satisfechos de haber estimulado esta amplia colección de estudios, destinados a reflexionar sobre dos acontecimientos, que –como queda sobradamente demostrado– no han pasado en modo alguno inadvertidos. El Director



fundamentaci贸n y dimensi贸n internacional



Para siempre, para todos. Los desafíos de la universalidad a sesenta años de 1948 Juan Cianciardo

Resumen: Partiendo de los desafíos que ha supuesto para Europa la inmigración de los últimos años, el objeto del trabajo es el estudio de la relación entre la universalidad característica de los derechos humanos y el derecho a la identidad cultural. Se estudian y critican las explicaciones que han dado de esa dinámica el asimilacionismo y el multiculturalismo relativista, y se busca una alternativa superadora a una y otra posición. La propuesta que se expone en el texto parte de la consideración de lo siguiente: a) los derechos humanos son derechos de la persona, fin en sí misma y merecedora de respeto absoluto; b) la persona lo es en un determinado contexto social y cultural. La identidad personal es siempre, necesariamente, también identidad cultural; c) no parecen existir razones de peso para trazar distinciones fuertes entre el tratamiento jurídico que debe brindarse a los derechos de primera generación y el que corresponde dar a los derechos de la segunda generación; d) por esto último, no resulta consistente el intento de imponer a los migrantes el respeto de los derechos humanos de la primera generación –intento que en sí mismo es plausible– con el rechazo a esas mismas personas del disfrute de los derechos de segunda generación, la mayoría de las veces sólo con argumentos economicistas. Tampoco parece sustentable el intento exactamente contrario que lleva a cabo el multiculturalismo relativista: exigir o reclamar los derechos de la segunda generación sin aceptar la universalidad de los de la primera –o no hacerlo con todas sus consecuencias–. Palabras clave: Derechos humanos, multiculturalismo, relativismo, derecho a la identidad cultural, dignidad humana. Sumario: 1. El contexto: reconocimiento de derechos, constitucionalismo y neoconstitucionalismo; 2. Los problemas de la diversidad y el carácter universal de los derechos como rasgo definitorio; 3. El asimilacionismo; 4. El multiculturalismo relativista; 5. Más allá de las respuestas extremas: la difícil conciliación entre universalidad y diversidad; 6.  Ideas finales y conclusiones. Persona y Derecho, 59 (2008**) 19-55

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1.  El contexto: reconocimiento de derechos, constitucionalismo  y neoconstitucionalismo

Las revoluciones francesa y estadounidense reconocieron de modo contundente los derechos humanos. Fueron el punto final de un largo proceso doctrinal y normativo tendiente a ese reconocimiento, y, a la vez, el punto de partida de múltiples desafíos nuevos. Como es sabido, fue concretamente el constitucionalismo estadounidense quien tuvo el mérito de haber alcanzado algunos avances significativos en aras de superar varios de los nuevos problemas. La judicial review –surgida a comienzos del siglo XIX en el célebre caso Marbury v. Madison 1– brindó respuestas efectivas a dos preguntas importantes: cómo debían proceder las personas ante violaciones de sus derechos y, conectada con ella, quién se encargaría de la defensa de esos derechos afectados. En Europa continental uno y otro interrogante quedarían en buena medida pendientes por más de un siglo. La jurisprudencia estadounidense avanzó muy lentamente, en cambio, en las respuestas a otras preguntas no menos relevantes: ¿cuáles son los derechos? 2; ¿cómo se fundamentan? 3; ¿cómo distinguir la regulación o reglamentación de los derechos de su violación? 4. Catálogo, fundamento e interpretación son todas cuestiones vinculadas y espinosas. 1.  5 U.S. 137 (1803). Cfr. Tribe, L. H., American Constitutional Law, 2a. ed., The Foundation Press, New York, 1988, p. 23 et seq.; Gunther, G., Individual Rights in Constitutional Law, 15th. edition, The Foundation Press, Inc., New York, 1992, p. 2 et seq. Los antecedentes históricos, de vital importancia para comprender el caso, en Gunther, G., cit., pp. 10-12. Cfr., asimismo, la traducción del caso al castellano y su crítica en Miller, J. M., Gelli, M. A., Cayuso, S., Constitución y poder político, 2 vols., Astrea, Buenos Aires, 1987, pp. 2-16. 2.  Como es sabido, la Constitución estadounidense tiene un catálogo abierto. Se dice en la Enmienda IX: “[e]l hecho de que en la Constitución se enumeren ciertos derechos no debe interpretarse como una negación o menosprecio hacia otros derechos que también son prerrogativa del pueblo”. Aplicaciones de esta cláusula en los casos Bowers v. Hardwick 478 U.S. 186 (1986), Palko v. Connecticut, 302 U.S. 319 (1937), Moore v. East Cleveland, 431 U.S. 494 (1947) y Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965). Normas similares a la Enmienda transcripta pueden encontrarse en las constituciones argentina (art. 33) y uruguaya (art. 72), entre otras. 3.  La Corte Suprema trataría este tema de modo explícito e implícito al pronunciarse respecto de la igualdad racial –cfr. los casos Plessy v. Ferguson (1896) y, sobre todo, Brown v. Board of Education of Topeka, 347 U.S. 483 (1954)– y del derecho a la vida –cfr. Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973); Webster v. Reproductive Health Services, 492 U.S. 490 (1989); Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S. 833 (1992): Stenberg, Attorney General of Nebraska, et al. v. Carhart, 530 U.S. 914 (2000); Gonzales v. Carhart (2007)–. 4.  Cfr., al respecto, Cianciardo, J., El principio de razonabilidad. Del debido proceso sustantivo al moderno juicio de proporcionalidad, 2ª ed. actualizada y ampliada, Ábaco, Buenos Aires, 2008, cap. 1.


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Tras lo que representaron para los derechos las revoluciones de fines del siglo XVIII, los aportes del constitucionalismo estadounidense y del constitucionalismo social, puede situarse como un cuarto hito, siguiendo un orden cronológico, la Declaración Universal de los Derechos humanos 5, al que este volumen de Persona y Derecho está destinado, e, inmediatamente después, la Ley Fundamental de Bonn y su interpretación por el Tribunal Constitucional alemán 6. Lo primero que vale la pena señalar es que la Constitución alemana fue utilizada como modelo por buena parte de los países restantes de Europa continental. Por eso, la recepción del control de constitucionalidad por parte del TC alemán tuvo un impacto notable en toda Europa y su influjo se desplegó a lo largo de varios años (y se percibe aún hoy con nitidez). En España, por poner un ejemplo, que recién obtuvo una Constitución democrática en 1978, uno de sus comentadores más influyentes, Eduardo García de Enterría, tomaba el caso alemán como modelo para explicar que en su país la Constitución era norma vigente, y el Tribunal Constitucional el órgano encargado de velar porque esa vigencia fuese efectiva 7. Por otro lado, el TC alemán y los tribunales que siguieron su estela en otros países no se limitaron a una recepción mecánica del control de constitucionalidad; no lo permitían los textos que interpretaban ni la realidad social a la que debían aplicarlos. Nació así un Derecho constitucional nuevo, con perfiles comunes con el estadounidense, pero con una identidad definida. Se lo designó “Neoconstitucionalismo” 8. En América Latina todo esto se vivió de modo peculiar. El reconocimiento de los derechos en los países de la región recibió en primer lugar la influencia estadounidense, claramente perceptible en las constituciones decimonónicas; el influjo europeo, luego, que se nota en las reformas cons-

5.  Adoptada y proclamada por la Resolución de la Asamblea General 217 A (iii) del 10 de diciembre de 1948. 6.  La Ley Fundamental de Bonn es el nombre utilizado en español para designar la Constitución promulgada el 23 de mayo de 1949 para Alemania Occidental. 7.  García de Enterría, E., La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 1981, passim. 8.  Cfr., entre otros, Cruz, L. M., La Constitución como orden de valores. Problemas jurídicos y políticos, Comares, Granada, 2005, passim, y, más recientemente, del mismo autor, Estudios sobre el neoconstitucionalismo, Porrúa, México, 2006, passim; ya es un lugar común, por otro lado, la cita de Carbonell, M. (ed.), Neoconstitucionalismo(s), Trotta, Madrid, 2003, passim. Más recientemente, Carbonell, M. (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo. Ensayos escogidos, Instituto de investigaciones jurídicas de la UNAM-Trotta, Madrid, 2007.


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titucionales iniciadas a fines de los ochenta y que se extienden hasta hoy; y, finalmente, los efectos de los problemas propios de la región, inexistentes en otros lugares o existentes en ellos con rasgos y acentos diferentes. Como ejemplo de esto último vale el reconocimiento de los derechos de los llamados “pueblos originarios” 9. 2.  Los problemas de la diversidad y el carácter universal de los derechos como rasgo definitorio

Tanto la jurisprudencia estadounidense como la europea se enfrentaron sucesivamente a la necesidad de conjugar de modo armónico diversidad e igualdad. En el primer caso así lo exigieron las disputas a propósito de la esclavitud y los derechos de los negros, primero, y la inmigración de comienzos de siglo en adelante. En el segundo, la exigencia provino de la inmigración del último tercio del siglo pasado y lo que llevamos de este. Sólo desde hace unos años, no obstante, las sociedades que experimentaron de modo acuciante la necesidad aludida fueron definidas como “multiculturales”. De modo más o menos paralelo, la búsqueda de un reconocimiento universal de los derechos fronteras afuera de los estados occidentales acarreó muchas consecuencias positivas aunque también resistencias. Un ejemplo es la negativa de algunos de los estados orientales al reconocimiento de idénticos derechos a mujeres y hombres. Esto abrió un abanico de problemas conectados con los mencionados anteriormente. Concentrándonos sólo en los últimos treinta o cuarenta años, cabe afirmar que la globalización trajo consigo, entre otras cosas, una mayor movilidad geográfica; con esta última aumentó la inmigración y se incrementó, luego, la realidad de la diversidad en el seno de cada Estado. Paralelamente, el mismo fenómeno de la globalización produjo un incremento exponencial de la comunicación y de los intercambios económicos

9.  Sólo por poner un caso, en la reforma constitucional argentina de 1994 se introdujo entre las competencias del Congreso la de “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible, ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afectan. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones” (art. 75 inc. 17).


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y culturales 10. Esto aparejó un mayor contacto entre modelos culturales heterogéneos y el planteamiento de si resulta admisible en el interior de un Estado o en el de varios Estados aliados entre sí la imposición de límites a la heterogeneidad. A partir de allí, si la respuesta ofrecida fuese positiva, surge de inmediato la pregunta por los cánones que deben utilizarse para el logro de ese fin, de modo tal que pueda distinguirse la limitación admisible desde la perspectiva de los derechos de la que no lo es. Se trata de un debate teórico con consecuencias prácticas indudables y relevantes, especialmente si se cae en la cuenta de que al reconocerse los derechos se puso el acento, sobre todo, en su carácter universal. Si los derechos significaron (y significan) algo fue precisamente eso, su pretendida universalidad sincrónica y diacrónica 11: estamos frente a una de las propiedades definitorias que permiten distinguirlos de los derechos simpliciter. Por eso, el cuestionamiento de la universalidad es un cuestionamiento de la teoría de los derechos 12. Volviendo a la inmigración, cabe señalar que, como fenómeno sociológico, los problemas que ha ocasionado son tan antiguos como la historia del hombre. Con todo, nunca como en el último tramo del siglo pasado y en lo que llevamos de este los flujos migratorios han sido tan intensos y extensos, con la carga de transformación que eso lleva consigo, tanto para el país que observa la partida de sus nacionales como para el que los recibe 13. Surgieron no sólo dificultades de empleo y de distribución, sino también el auge de un fenómeno que recibiría el nombre de multiculturalismo 14: la convivencia en

10.  La bibliografía sobre este tema es extensísima. Cfr. una síntesis crítica muy sugerente en Llano, A., Cultura y pasión, Eunsa, Pamplona, 2007, pp. 119-139. 11.  Cfr., p. ej., entre muchos otros, AA.VV., Pluralità delle culture e universalità dei diritti, Studi racoliti da Francesco D’Agostino, Giappichelli, Torino, 1996, passim. 12.  Cfr. un argumento complementario en Hervada, J., “Problemas que una nota esencial de los derechos humanos plantea a la Filosofía del Derecho”, Persona y Derecho, 9 (1982), pp. 243-256. Cfr., asimismo, Cianciardo, J., “Humana iura. Realidad e implicaciones de los derechos humanos”, en Rivas, P. (ed.), Natura, Ius, Ratio. Estudios sobre la filosofía jurídica de Javier Hervada, Ara Editores, Piura, 2005, pp. 117-143. 13.  Esto explica que pueda afirmarse, por ejemplo, que “en el verano de 2007 buena parte del debate político [europeo] ha girado en torno a la cuestión de la integración de los inmigrantes, o, por decirlo con mayor precisión, de las comunidades que agrupan tanto a antiguos inmigrantes, hoy ciudadanos de pleno derecho, como a recién llegados” [Velarde, C., “Integración: fuerza o razón?”, en Cianciardo, J. (dir.), Multiculturalismo y universalismo de los derechos humanos, Buenos Aires, Ad-hoc, 2008, pp. 157-175, p. 157]. 14.  Globalización y multiculturalismo son fenómenos paralelos y relacionados, aunque con causas específicas diversas: económica, en el caso de la globalización, y étnico-cultural en


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el seno de una misma sociedad de grupos sociales con culturas distintas, lo que a su vez acarreó, por sus dimensiones, una gama nueva de problemas 15. Entre ellos y de algún modo en el trasfondo de todos ellos se encuentra el de la existencia y eventual alcance de la universalidad 16. En nuestros días es palpable la existencia de una tensión entre quienes pretenden hacer valer los derechos humanos en el seno de todas las culturas que forman parte de un Estado, e incluso pretenden idéntico fin más allá de un Estado concreto, sobre la base de ese carácter universal, y quienes sostienen que, por el contrario, los derechos humanos no valen más allá de la cultura occidental que los vio nacer y les otorgó carta de ciudadanía. El problema se encuentra indudablemente conectado con otro de calado más hondo: el de la conexión entre Derecho y moral. Hay razones para sostener que la universalidad de los derechos sólo puede fundamentarse de modo consistente en una ética universal 17. De allí que no escapen al conjunto de los problemas que danzan en torno a este complejo asunto el de

el caso del multiculturalismo. Cfr., al respecto, Viola, F., Etica e metaetica dei diritti umani, Torino, Giappichelli, 2000, p. 177. 15.  Cfr., Viola, F., “La società multiculturale como società politica”, Studi Emigrazione / Migration Studies XLI, n. 153 (2004), pp. 83-90. Cabe aclarar que, como menciona el propio Viola, el fenómeno del multiculturalismo no depende exclusivamente de la inmigración: se hace también presente en aquellos casos en los que una cultura indígena local aspira a conservar su identidad de origen frente al fenómeno del colonialismo (cfr. idem, pp. 84-85). Cfr., asimismo, Viola, F., “Democrazia culturale e democrazia delle culture”, en Studi Emigrazione / Migration Studies XXXVIII, n. 144 (2001), pp. 845-854. Sobre algunos de los factores contemporáneos que han incidido en el multiculturalismo, cfr. Andorno, R., “Universalismo de derechos humanos y derecho natural”, Persona y Derecho, 38 (1998*), pp. 35-49, pp. 35-36. 16.  Universalismo y pluralismo no son lo mismo. Señala al respecto Viola: “Aunque el pluralismo (...) indica ya un tomar distancia del individualismo para dar relieve a las agregaciones sociales, no por esto es necesariamente multicultural. También sociedades monoculturales pueden ser pluralistas en la medida en que la esfera política no sofoque la vitalidad del privado social. El multiculturalismo es el pluralismo de las culturas al interior de una misma sociedad política. No se trata, pues, del pluralismo de los intereses, de las necesidades o de las preferencias, sino de las ‘culturas’, esto es, de los universos simbólicos que confieren significado a las elecciones y a los planes de vida de aquellos que la habitan” (Viola, F., La democracia deliberativa entre constitucionalismo y multiculturalismo, trad. e introducción de J. Saldaña, México, UNAM, 2006, pp. 34-35). 17.  A. Ollero es más contundente aún: “Derecho y moral se cruzan y entrecruzan inevitablemente cuando entran en juego los derechos humanos. No toda exigencia moral podrá aspirar a verse convertida en derecho, pero siempre que se plantea una exigencia jurídica de cierta solidez la respuesta –positiva o negativa– a su requerimiento no será nunca ajena a un trasfondo moral” –Ollero, A., “Cincuenta años de derechos humanos ¿exigencias jurídicas o exhortaciones morales?”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada, 2 (1999), pp. 629-637–.


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determinar hasta qué punto la asunción por el Estado de las tesis liberales clásicas (autonomía, principio del daño, antipaternalismo, antiperfeccionismo 18) –es decir, la afirmación del dogma de la neutralidad como único camino aceptable frente a la diversidad de concepciones morales– condiciona el éxito de una política de derechos. No han faltado loables intentos que, no obstante, parecen haberse quedado a mitad de camino, singularmente el conocido modelo rawlsiano, que, como es sabido, parte de la posibilidad de distinguir un “consenso entrecruzado” en el que coincidirían cada una de las diversas “concepciones comprehensivas razonables” que se dan la sociedad plural contemporánea 19. Siguen vigentes, entonces, ya adentrados en el siglo XXI, algunas de las grandes preguntas: ¿qué rol juega el Estado cuando afronta la diversidad? ¿Debe promoverla, o asistir impávido a su existencia, o desalentarla respecto de algunos bienes o valores básicos? En su caso, ¿cuáles son esos valores? De las respuestas a estos interrogantes dependen las de otros igualmente relevantes. En juego, vale la pena reiterarlo, está la consistencia de la idea de derechos humanos. La pretensión de negarlos, más allá de las objeciones morales que podrían hacerse, es políticamente incorrecta e inviable: durante los últimos sesenta años los derechos son percibidos de modo extendido como uno de los inventos más importantes de la civilización 20. No obstante,

18.  Cfr., al respecto, Rivas, P., Las ironías de la sociedad liberal, UNAM, México, 2005, “Introducción” y passim. 19.  Cfr. Rawls, J., El liberalismo político, Antoni Domènech, trad., Crítica, Barcelona, 1996, passim. Una crítica demoledora y contundente en Zambrano, P., La disponibilidad de la propia vida en el liberalismo político. Análisis de las ideas de J. Rawls y R. Dworkin, Ábaco, Buenos Aires, 2005, passim, esp. el epílogo de pp. 292-310, quien pone de manifiesto la inutilidad de la propuesta de Rawls –y sus incoherencias– cuando se la confronta con casos concretos. Rescatando algunos aspectos del pensamiento rawlsiano, Ollero, A., “Derechos y libertades en el ‘liberalismo político’ de John Rawls”, en Banús, E. y Llano, A. (eds.), Presente y futuro del liberalismo, Eunsa, Pamplona, 2004, pp. 445-459; del mismo autor, “Derecho y moral entre lo público y lo privado. Un diálogo con el liberalismo político de John Rawls”, Anuario de Filosofía del Derecho, XIII-XIV (1996), pp. 509-530. Matices adicionales en Ollero, A., El Derecho en teoría. Perplejidades jurídicas para crédulos, Aranzadi, Madrid, 2007, pp. 143-144. Sobre la relación entre multiculturalismo y orden internacional en Rawls, cfr. Massini, C. I., “Multiculturalismo y derechos humanos. Las propuestas liberales y el iusnaturalismo realista”, en Cianciardo, J. (dir.), Multiculturalismo y universalismo de los derechos humanos, cit., pp. 83-116, esp. pp. 100-103. 20.  La frase es de C. S. Nino. Este autor los parangona, por el impacto que producen en la vida social, con el desarrollo de los modernos recursos tecnológicos aplicados, por ejemplo, a la medicina, a las comunicaciones y a los transportes (Nino, C. S., Ética y Derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona, 1989, pp. 1-2).


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si bien no parece factible un ocaso de los derechos que provenga de su negación explícita, sí que existe el riesgo acuciante y no menos grave de que su reconocimiento y protección carezcan de toda eficacia para una buena parte de ellos. Es decir, quizá no exista ni existirá un desconocimiento frontal, pero sí banalización o trivialización. No otra sería la consecuencia fatal de un tratamiento técnico-jurídico deficiente, que no se hiciera cargo, por ejemplo, de la conexión entre Derecho, Moral y Política. Planteado esto último a modo de desafío que hay que superar, se trata de brindar una explicación alternativa sobre la dinámica de los derechos a las que se han ofrecido desde teorías jurídicas en última instancia no-cognitivistas. Estas últimas coinciden en su pretensión de aislar el fundamento de los derechos del establecimiento de su catálogo y de su interpretación (es decir, de la determinación de la esfera de funcionamiento razonable), ingenuidad que acaba siendo insuficiente como explicación teórica –deja fuera del cuadro buena parte de la acción– y cruel desde una perspectiva valorativa –aunque originariamente estuviera bien intencionada, como casi todas las ingenuidades– 21. Retomando el hilo del discurso, el problema central que se suscita en el contexto anterior puede sintetizarse en la acuciante necesidad de conciliar la universalidad de los derechos con el derecho a la identidad cultural 22. Se trata de un reto que ha sido encarado históricamente desde dos perspectivas extremas a las que ya se ha aludido –que tienden a desquiciar uno de los términos del problema, la universalidad o la identidad cultural–, junto con intentos armonizadores intermedios 23. Luego de exponer y criticar los dos extremos –el asimilacionismo, §3, y el multiculturalismo relativista, §4– procuraré exponer los trazos más gruesos de la posición que, en mi opinión, menos preguntas deja abiertas, aunque abre, a su vez, múltiples interrogantes nuevos –§5–, para llegar luego a algunas ideas finales y con21.  Cfr., al respecto, Cianciardo, J., El ejercicio regular de los derechos. Análisis y crítica del conflictivismo, Ad-hoc, Buenos Aires, 2007, passim, y, refiriéndose a un ejemplo concreto, Ollero, A., “La ponderación delimitadora de los derechos humanos: libertad informativa e intimidad personal”, La Ley, XIX-4691 (Madrid, 1998), pp. 1-4. 22.  Se trata de uno de los desafíos más relevantes del neoconstitucionalismo contemporáneo. Cfr. al respecto, aunque desde una perspectiva diferente de la que se adopta en este trabajo, Pisarello, G., “Globalización, constitucionalismo y derechos: las vías del cosmopolitismo jurídico”, en Carbonell, M. (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo (...), cit., pp. 159-184, pp. 173-174. Cfr. también, con matices interesantes sobre lo que cabe esperar de la noción misma de derechos, Velarde, C., Universalismo de derechos humanos. Análisis a la luz del debate anglosajón, Civitas, Madrid, 2003, pp. 109-125. 23.  Sobre la importancia de procurar una visión armónica de los derechos, cfr. Cianciardo, J., El ejercicio regular de los derechos (...), cit., Ad-hoc, Buenos Aires, 2007, passim.


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clusiones –§6–. Se buscará, como se verá después, conciliar el respeto de una universalidad asentada sobre la idea de una igual dignidad de todos los seres humanos con la promoción de una diversidad cultural que se percibe natural (en el hombre lo cultural es natural) y enriquecedora. 3.  El asimilacionismo En opinión de Encarnación Fernández “[e]l asimilacionismo consiste en la primacía, el predominio o la imposición de una cultura sobre las demás. Esto puede acontecer en el interior de una comunidad política particular y también en el ámbito de las relaciones internacionales. En este último por obra, primero, del colonialismo y, después, del neocolonialismo y la globalización” 24. Los antecedentes históricos del asimilacionismo contemporáneo pueden encontrarse en las ideas de los etnólogos y antropólogos británicos y estadounidenses de fines del siglo XIX, fuertemente influidos por el iluminismo y por el darwinismo spenceriano. Lewis Henry Morgan, por ejemplo, cuyas ideas fueron tomadas por Engels 25, equiparó la evolución social humana con la de un individuo de la especie. Distinguió, a partir de allí, entre tres estadios de evolución: salvajismo (correspondiente con la infancia), barbarie y civilización (correspondiente con la madurez). Dentro de estos estadios separó, a su vez, seis sub-estadios 26. Morgan realizó diversos viajes en los que estudió distintas tribus aborígenes estadounidenses, llegando a la conclusión de que la cultura occidental era nítidamente superior, más allá de algunos aspectos excepcionales en los que la relación se invertiría 27. 24.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, Persona y Derecho, 49 (2003**), pp. 393-444, p. 410. Cfr., asimismo, de la misma autora, “Conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural. El reto de la globalización ‘posible’”, en Cianciardo, J. (dir.), Multiculturalismo y universalismo de los derechos humanos, cit., pp. 29-81. 25.  Cfr. Tostoy, P., “Morgan and Soviet Anthropological Thought”, American Anthropologist, New Series, Vol. 54, no. 1 (Jan.-Mar., 1952), pp. 8-17. 26.  Cfr., de este autor, The League of the Iriquois, 1851; Systems of Consanguinity and Affinity of the Human Family, 1864; Ancient Society of Research in the Lines of Human Progress from Savagery through Barbarium to Civilization, 1881. 27.  Cfr., al respecto, White, L. A., “Lewis H. Morgan’s Western Field Trips”, American Anthropologist, New Series, vol. 53, no. 1 (Jan.-Mar., 1951), pp. 11-18; Service, E., “The mind of Lewis H. Morgan”, Current Anthropology, 22, No. 1 (feb. 1981), pp. 25-35; Tooker, E., “Lewis H. Morgan and His Contemporaries”, American Anthropologist, New Series, Vol. 94, no. 2 (Jun., 1992), pp. 357-375.


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La posición asimilacionista registra diversos niveles, que van desde un asimilacionismo extremo, que parte de la superioridad de la cultura occidental para concluir luego en la obligación ética de los Estados occidentales de imponer por la fuerza sus valores culturales hasta su asunción como una consecuencia inevitable de la actual economía de mercado globalizado, pasando por versiones intermedias, que lo entienden como “necesario para asegurar la cohesión y la paz social” 28. De acuerdo con estos niveles o grados de asimilacionismo, varían también las formas de su imposición. El asimilacionismo extremo no vacilará en recurrir a la violencia con vistas a extenderse e imponerse, incluso revestida con el ropaje formal de una norma. Un ejemplo de esto último puede encontrarse en la prohibición del uso del foulard islamique en Francia 29. En el otro extremo, el asimilacionismo se impone casi de modo indeliberado, a través del cine, la televisión y, en general, la promoción del estilo de vida estadounidense que llevan a cabo los mass media 30.

28.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., p. 411. 29.  Cfr., al respecto, Rivas, P., “Laicismo francés y sociedad liberal”, Revista del Poder Judicial, 73 (2004), pp. 217-232, passim. Cfr. asimismo, del mismo autor, Las ironías de la sociedad liberal, cit., passim; Jiménez-Aybar, I., “El Islam en una Europa multicultural”, Aequalitas, 10-11 (2002), pp. 20 y ss. Sobre otras decisiones del Consejo de Estado francés vinculadas con nuestro tema, cfr. Briones, I., “Libertad religiosa y de conciencia en la enseñanza laica”, Humana Iura, 5 (1995), pp. 93 ss. Respecto del tema del velo islámico, en la Resolución del Parlamento Europeo sobre las mujeres y el fundamentalismo [2000/2174 (INI)] se ha dicho: “S. (...) las mujeres deben tener la posibilidad y la libertad de elegir o no una confesión religiosa y de utilizar los símbolos religiosos que la expresan, si ellas mismas desean poner de relieve su identidad. T. (...) la identidad de la mujer ha de poder ser personal e individual, diferenciada de religiones, tradiciones y culturas; que estereotipos, vestido, valores, modelos de vida y hábitos de comportamiento deben ser una cuestión de libre elección personal”. Señala E. Fernández que: “ciertamente, el velo puede ser considerado como un símbolo de sujeción de las mujeres. En ese sentido, no hay que olvidar la larga lucha de las mujeres musulmanas por su supresión. Sin embargo, el uso del velo puede ser vivido por las mujeres como un símbolo –en absoluto opresivo– de identidad cultural y religiosa. Todo parece indicar que esta segunda actitud está muy extendida en la actualidad entre las mujeres musulmanas. Entiendo que respecto de quienes así lo experimentan, el uso del velo es una manifestación del derecho a la protección de la propia identidad cultural” (Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, art. cit., p. 436). 30.  Cfr. Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., pp. 410-411. Se señala allí: “[e]l asimilacionismo puede imponerse por vía autoritaria y coactiva. Los poderes autoritarios pretenden unificar culturalmente la sociedad en nombre de la razón, la nación, la raza o, incluso, la religión. Pero también existen otros modos más suaves y sutiles de homogeneización cultural como la llevada a cabo en nombre del pro-


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Una exponente del asimilacionismo, con relación específica a la convivencia entre Europa y los musulmanes, es Oriana Fallaci 31. Para la periodista italiana, el Islam no es siquiera una civilización. Escribió al respecto: “[c]ontinúa el discurso sobre el diálogo entre las dos civilizaciones. Y que me trague la tierra si me preguntan cuál es la otra civilización, qué hay de civilizado en una civilización que no conoce siquiera la palabra libertad. Que por libertad entiende la ‘emancipación de la esclavitud’. Que acuñó la palabra libertad recién a fines del siglo XIX para poder firmar un tratado comercial. Que en la democracia ve a Satanás y la combate con explosivos, cortando cabezas” 32. Ante ese estado de situación, cristianismo e islamismo serían inconciliables. Fallaci se queja amargamente de la posición dialogante de la Iglesia Católica, que subraya el “patrimonio espiritual común transmitido a nosotros por las tres grandes religiones monoteístas”: la cristiana, la judía, la islámica. Se pregunta: “¿[p]ero qué patrimonio común? Alá no tiene nada en común con el Dios del cristianismo. Con Dios Padre, el Dios bueno, el Dios afectuoso que predica el amor y el perdón. El Dios que en los hombres ve a sus hijos. Alá es un dios patrón, un dios tirano. Un dios que en los hombres ve a sus súbditos y hasta sus esclavos. Un dios que en lugar de amor, predica el odio, que a través del Corán llama perros infieles a aquellos que creen en otro dios y ordena castigarlos. Sojuzgarlos, matarlos” 33. Veamos brevemente, a continuación, algunas de las críticas que pueden hacerse del asimilacionismo. a) El asimilacionismo confunde diferencia con barbarie, y no detecta en el hecho de la diversidad cultural la puerta de ingreso a un mutuo enriquecimiento. Se trata de una consecuencia más del disyuntivismo que aqueja

greso y de las luces y de la racionalidad de la ley. Así, el modelo nacional-democrático tendría el mérito de haberle dado cabida al pluralismo político, pero a menudo ha ido acompañado de un rechazo y una destrucción de la diversidad cultural. Los casos de Francia y Estados Unidos son paradigmáticos. Al mismo tiempo que se desarrollaba el republicanismo, la democracia, las libertades públicas, se hacía un gran esfuerzo por crear una nación culturalmente homogénea”. 31.  Además de los artículos que se citarán luego, cfr. Fallaci, O., Oriana Fallaci intervista sé stessa. L’Apocalisse, Milano, Libri, 2005. Se cita de la versión en español: Fallaci, O., Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El Apocalipsis, trad. de J. M. Vidal, Ateneo, Buenos Aires, 2005, passim. 32.  Fallaci, O., “El inútil diálogo que el Islam rechaza desde hace 1400 años”, en La Nación, Buenos Aires (19 de julio de 2005), p. 3. 33.  Ibid.


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a la cultura contemporánea desde la Modernidad. Según Ballesteros 34, a partir de entonces se desencadenaron tres procesos de desvalorización: lo oral a favor de lo visual, lo cualitativo a favor de lo cuantitativo, lo analógico a favor de lo disyuntivo 35. A cada uno de ellos corresponde una figura destacada, respectivamente: Leonardo da Vinci, Galileo y Descartes. Descartes (1596-1650) asume la sistematización y explicación de toda la evolución aludida 36. Con él comienza el primado de lo disyuntivo sobre lo analógico. En el pensamiento cartesiano, el hombre queda dividido en dos partes incomunicadas, tiene un cuerpo, res extensa, sometido al espacio y la geometría, y es res cogitans, por lo que está fuera del espacio y del tiempo. Como él mismo explica: “(...) a partir del hecho de que sé que existo, y de que mientras tanto no advierto que a mi naturaleza o esencia pertenezca absolutamente ninguna otra cosa más que esto sólo: que yo soy una cosa pensante, rectamente concluyo que mi esencia consiste únicamente en esto: que yo soy una cosa pensante. Y aunque quizá (o más bien, como diré luego, ciertamente) yo tenga un cuerpo que está muy estrechamente unido a mí, sin embargo, puesto que por una parte tengo la idea clara y distinta de mí mismo, en tanto que soy sólo una cosa pensante, no extensa, y por otra parte, la idea distinta de cuerpo, en tanto que es sólo una cosa extensa, no pensante, es cierto que yo soy realmente distinto de mi cuerpo, y que puedo existir sin él” 37. Para esta auto-comprensión, “la realidad más inmediata y entrañable, la unidad psicosomática de la persona humana, resulta una aporía insuperable (...) [como consecuencia] (...) del pensar disyuntivo y exacto, que niega la analogía” 38. Como afirma Spaemann, “para Descartes es imposible una Antropología filosófica en sentido propio. Uno saca la pierna de la cama por

34.  Cfr. Ballesteros, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 17-24. 35.  Cfr. Cianciardo, J., El ejercicio regular de los derechos (...), cit., pp. 140-146. 36.  Cfr. Ballesteros, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, cit., p. 22. 37.  Descartes, R., Meditationes de prima philosophia, en Ouvres philosophiques, Garnier, Paris, 1973, t. II, pp. 177 et seq. Se cita de la edición en castellano, Meditaciones metafísicas y otros textos, trad. y notas de E. López y M. Graña, Gredos, Madrid, 1987, “Sexta Meditación: De la existencia de las cosas materiales y de la distinción real entre el alma y el cuerpo”, pp. 65-82, p. 71. 38.  Ballesteros, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, cit., p. 22. Sobre la analogía y el disyuntivismo, cfr., asimismo, Llano, A., La nueva sensibilidad, Espasa-Calpe S.A., Madrid, 1988, pp. 212-233; y Kaufmann, A., Analogía y naturaleza de la cosa: hacia una teoría de la comprensión jurídica, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1976, passim.


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las mañanas solamente en la medida en que no reflexiona sobre el modo de hacerlo. No podemos conformarnos una imagen cierta de nosotros mismos como objeto y como conciencia de ese objeto, como sujeto y objeto” 39. De ahí en adelante, toda la realidad sería abordada en términos de univocidad, de identidad-oposición y no de diferencia-complementariedad 40. El “esto o aquello” es la clave del acercamiento moderno a las cosas, y fuente inevitable de las tan numerosas como falsas disyuntivas que afectaron o afectan nuestra época: comunismo-liberalismo, individuo-sociedad, hedonismopuritanismo, deber-felicidad, libertad-igualdad, ecología-progreso, etc. 41. Lo dicho precedentemente explica que “[e]n todos los supuestos, el resultado del asimilacionismo es la eliminación de las diferencias. Y no sólo esto. El asimilacionismo da lugar a lo que Touraine denomina ‘sociedad integrada y desigual’, la cual excluye la diferencia, pero también la igualdad, puesto que favorece a quienes se encuentran más cercanos al modelo social y cultural central” 42. b) Las consecuencias de un planteamiento así comienzan a percibirse con nitidez: hay que negarse a todo diálogo –Fallaci critica por su llamado en esta dirección tanto a Juan Pablo II como a Benedicto XVI– y resulta ine­vitable un enfrentamiento violento que dará lugar al predominio del más fuerte. Dicho enfrentamiento es exigido, según la periodista italiana, por “el principio de autodefensa, de legítima defensa” 43. Para esta visión, una actitud diferente sólo se explicaría por la debilidad espiritual de Occidente. Con palabras de la propia Fallaci: “la decadencia de los occidentales se identifica con su ilusión de poder tratar amigablemente al enemigo incluso temiéndole. Un miedo que los induce a albergar dócilmente al enemigo, a intentar conquistar su simpatía, a esperar que se deje absorber (...), el hábito genera resignación. La resignación genera apatía. La apatía genera

39.  Cfr. Spaemann, R., La natural y lo racional. Ensayos de Antropología, trad. de D. Innerarity y J. Olmos, y prólogo de R. Alvira, Rialp, Madrid, 1989, pp. 24-25. 40.  Cfr. Ballesteros, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, cit., p. 23. 41.  Cfr., al respecto, Cianciardo, J., El ejercicio regular de los derechos (...), cit., pp. 153-159 y 165-182. 42.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., pp. 410-411. La cita de Touraine, en Touraine, A., Pourrons-nous vivre ensamble? Égaux et différents, Paris, Fayard, 1997, pp. 197-201 y Touraine, A., Igualdad y diversidad. Las nuevas tareas de la democracia, 2ª ed., trad. de R. González, Fondo de Cultura Económica, México, 2000, pp. 77-79 y 82. 43.  Ibid.


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inercia. La inercia genera indiferencia e impide el juicio moral. La indiferencia sofoca el instinto de autodefensa” 44. La posición de la Iglesia Católica sobre este tema fue expresada con nitidez en la Declaración del Concilio Vaticano II “Nostra aetate. Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”, de 28 de octubre de 1965. Se dijo allí que: “La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es ‘el Camino, la Verdad y la Vida’ (Jn., 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen” (N. 2). Con respecto al Islam, el Concilio puntualizó lo siguiente: “La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por ello, aprecian además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno. Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (N. 3). Desde esta perspectiva, el diálogo intercultural y, más específicamente, el diálogo de Occidente con el Islam son considerados como deseables y

44.  Fallaci, O., “Italia y el arte, las próximas víctimas”, La Nación, Buenos Aires (20 de julio de 2005), p. 3.


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enriquecedores 45. Aunque el reconocimiento mutuo que implica todo diálogo se proyecta en una serie de condiciones específicas sin cuyo respeto no resulta posible dialogar 46. c) Las posturas asimilacionistas, que puertas adentro de los Estados pretenden imponer a los grupos sociales los derechos de primera generación en general en nombre de la universalidad de esos derechos, suelen ser resistentes –en el mejor de los casos, mucho menos enfáticas– a la hora de reconocer los derechos de segunda generación, en particular el derecho al trabajo. Algo similar ocurre fronteras afuera: la prédica asimilacionista suele ser tan amplia a la hora de criticar el no reconocimiento de los derechos de la primera generación dentro de los países culturalmente diversos como cerrada a la hora de aceptar que ciudadanos de esos países emigren en busca de empleo. Dicho de otro modo, el asimilacionismo defiende a ultranza los derechos de primera generación pero niega o no reconoce con el mismo ímpetu los de la segunda. Su universalidad, por eso, es a medias. Se trata de universalizar una visión sesgada del ser humano: la visión antropológica del liberalismo occidental. Para esta posición, el hombre es, sobre todo, un elector 47. Garantizado el voto parecería que se garantiza todo lo que vale la pena garantizar. Incluso el peso del reconocimiento de otros 45.  Cfr., respecto de este punto, Benedicto XVI, “Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones”, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, en <http:// www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2006/september/documents/hf_ben-xvi_ spe_20060912_university-regensburg_sp.html>, visita del 28 de febrero de 2007. El Papa actual habla allí de la “urgente necesidad” de un “auténtico diálogo en las culturas y las religiones”. 46.  Cfr. ibid. Se afirma allí, por ejemplo, que “la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato”, y que “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”. 47.  Como señaló con agudeza A. Cruz Prados al criticar el anti-perfeccionismo liberal, el Estado liberal “constituye un ethos liberal, en el cual el hombre adquiere una identidad peculiar, cuya plenitud le plantea exigencias prácticas, y, respecto de las cuales –esa plenitud y esas exigencias–, el Estado no es, en modo alguno, indiferente, sino claramente perfeccionista. La diferencia está sólo en el tipo de identidad que proporciona al individuo, que no es otra que la de puro elector. Se trata de una identidad que tiene por sustancia nuestra capacidad de elegir autónomamente, lo cual exige vivir los contenidos de nuestra existencia como puras opciones autónomas, y evitar, al mismo tiempo, que cualquier opción adquiera el carácter de constitutiva para el sujeto, pues, de lo contrario, pasaría a mediar las elecciones futuras, perdiendo estas autonomía, es decir, quedando el individuo rebajado en su condición de puro elector. Toda elección ha de ser, efectivamente, trivil. El Estado liberal se ordena realmente a hacer del ciudadano un buen liberal. No lo que importa lo que el individuo elija; sólo le exige que lo elija liberalmente” (Cruz Prados, A., Ethos y polis. Bases para una reconstrucción de la filosofía política, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 25).


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derechos distintos de los políticos –la libertad de contratación, la libertad de expresión...– dependerá de su incidencia sobre los derechos políticos. Lo que aparece encubierto o no explícitamente dicho es que tras la imposición de los derechos de primera generación se esconde la negativa al reconocimiento de otros derechos que hacen efectivamente posible su ejercicio. De este modo, este reconocimiento ambivalente e incompleto acaba reduciendo incluso aquello que se pretende reconocer a mera declamación de la que no se extraen consecuencias jurídicas de relieve. Por otro lado, el reconocimiento more asimilacionista de los derechos de primera generación va unido a la imposición de pautas culturales occidentales específicas, más allá de esos derechos, atentándose de este modo contra una de las dimensiones básicas de la persona, puesto que se niega, por esta vía, el respeto de la identidad cultural y, más ampliamente, la dimensión social de la existencia humana. No existe el derecho a una identidad cultural, sino una cultura que impone su poder sobre las otras. Se niega, de este modo, la posibilidad de un diálogo intercultural en clave de derechos, basado sobre la igual dignidad y naturaleza de todos los seres humanos. Paradójicamente, el asimilacionismo acaba en particularismo rampante, aunque poderoso, autosuficiente, y que se autoproclama superior. Así, “despojada del rasgo de la universalidad, la noción de derechos humanos se desvirtúa, pierde su sentido y su significado propios, su poder emancipador y protector” 48: se disuelve, en una palabra.

4.  El multiculturalismo relativista Para el multiculturalismo relativista, los derechos humanos son puro producto cultural, sin base supra contextual o natural. Por tanto, no puede pretenderse su respeto más allá de la trama cultural concreta que los vio nacer. Esta posición “parte de negar la existencia de valores universales, en particular morales, y, por consiguiente, la posibilidad de formular juicios de valor dotados de objetividad. Cuando este relativismo se proyecta sobre

48.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., p. 409. En el mismo sentido, Seoane, J. A., “La universalidad de los derechos y sus desafíos (Los derechos especiales de las minorías)”, Persona y Derecho, 38 (1998*), pp. 187-226, pp. 187-190.


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la realidad de la diversidad cultural, se sostiene la imposibilidad de enjuiciar las diferentes culturas y, más concretamente, las distintas prácticas, instituciones y orientaciones vigentes en un momento dado en una determinada cultura. Se suele concluir exigiendo el reconocimiento del igual valor de todas las culturas y, lo que es más inquietante, de cualesquiera prácticas culturales” 49. En opinión de Malik Tahar Chaouch, por ejemplo, la universalidad de los derechos no es otra cosa que el ropaje ético de una Realpolitik deplorable, que busca el sometimiento de los países árabes a los Estados Unidos. Según sus propias palabras, “[l]a democracia y los derechos humanos impusieron un imaginario de convivencia y paz con pretensiones universalistas, que generaron paradójicamente un mundo cada vez más violento y fragmentado. La racionalidad abstracto-instrumental que domina este imaginario destruye toda posibilidad concreta de poner en práctica los derechos y exigencias de libertad de pueblos sometidos a situaciones tan lamentables como la tutela internacional de países y poblaciones (Kosovo, Afganistán e Irak). Así, mientras las poblaciones chiitas de Irak exigen un gobierno islámico, los Estados Unidos y Gran Bretaña pretenden imponer un gobierno ‘democrático’ que no represente sino la voluntad de las potencias extranjeras. Esto nos debe recordar que si en el mundo islámico existe la tentación del integrismo, el propio fundamentalismo del universalismo occidental implica una amenaza mucho más grande para la convivencia entre los pueblos y culturas. El ‘progreso’ de la democracia promete un mundo más pacifico, pero su negación de la diferencia histórica y cultural generaliza la inseguridad; invierte lo realmente posible en su negación dentro de mecanismos y nociones abstractas que pretenden detentar el monopolio del derecho y de la libertad. Los fines estratégicos contenidos en la ideología que impone el imaginario universalista de la democracia y los derechos humanos explican la creación de la amenaza fundamentalista y su generalización dentro de la creación de la amenaza terrorista, pero ni siquiera el moralismo de la oposición a la intervención militar en Irak escapa al imaginario que la hizo posible. Sin embargo, las guerras justificadas en nombre del imaginario democrático no son organizadas únicamente en contra de otros. Se trata de una guerra que inventa un enemigo común para que se puedan seguir imponiendo las condiciones de una violencia ejercida

49.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., p. 419.


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contra las mayorías. El campo de batalla que implica la ‘guerra contra el terrorismo’ es mucho más extenso de lo que parece” 50. Un ejemplo de esta negativa al reconocimiento de la dimensión universal de los derechos humanos puede encontrarse en el documento final de la IV Conferencia internacional sobre la Mujer (Beijing, septiembre de 1995), primer texto de Naciones Unidas en el que se omite aplicar a los derechos el calificativo de universales 51. En opinión de E. Fernández, quien cita a Franceso D’Agostino, “el error del relativismo no consiste en subrayar la diversidad de las culturas y la dificultad que entraña la comunicación entre ellas, sino en presentar las culturas como ‘universos cerrados de experiencia que no remiten nada más que a sí mismos’, cuando en realidad las diferentes culturas serían manifestaciones múltiples de nuestra común humanidad. Puede decirse que esta común humanidad proporciona un criterio de referencia común, transcultural, con base en el cual se pueden evaluar los fenómenos culturales concretos” 52. La crítica del etnocentrismo tiene, no obstante, un trasfondo verdadero: “una cultura no puede ser enjuiciada utilizando como unidad de medida otra cultura. Ciertamente, la tarea de valoración crítica de las culturas es compleja, porque no contamos con criterios dotados de una evidencia definitiva, pero al mismo tiempo es ineludible, pues de lo contrario nos veríamos a una aceptación indiscriminada de lo existente” 53. Para evitarlo, tendremos que procurar construir una instancia de crítica que no pierda de vista la dimensión cultural de toda aproximación pero que a la vez se apoye sobre una ética trascendental 54. Desde esa instancia, 50.  Tahar Chaouch, M., “Medio oriente, actualidad y conflicto. Intervención militar en Irak: seguridad, democracia y guerra contra el terrorismo”, Historia crítica, 26 (2003), Universidad de Los Andes, Bogotá <http://historiacritica.uniandes.edu.co/html/26/art_malik.html#a>. 51.  Aunque, por cierto, en el art. 3 de la Declaración se formula un propósito que sólo puede entenderse desde un cierto universalismo. Se dice allí que: “1. Nosotros, los Gobiernos que participamos en la Cuarta Conferencia Mundial sobre las Mujeres, (...) 3. Decididos a promover los objetivos de igualdad, desarrollo y paz para todas las mujeres del mundo, en interés de toda la humanidad”. 52.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., p. 420. La cita de D’Agostino, en D’Agostino, F., “Pluralità delle culture e universalità dei diritti”, en Vigna, C. y Zamagni, S. (a cura di), Multiculturalismo e identità, Vita e Pensiero, Milano, 2002, pp. 45-49, p. 49. 53.  Ibid. 54.  Dicha ética debe ser trascendental también a la cultura europea u occidental, aunque debe poder ser vivida como propia por todas las culturas. En esta línea, no comparto la identificación que propone Francesco D’Agostino entre “eurocentrismo” y “antropocentrismo”. Según el profesor italiano, “[e]sta conclusión puede resultar irritante para aquellos que, en nombre


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“todas las culturas, sin excluir ninguna, tendrían, junto a aspectos positivos, algo que reprocharse y que modificar” 55. Reafirmando algo que se ha dicho al comienzo: el multiculturalismo relativista niega la universalidad de los derechos de primera generación, pero pretende la universalidad de los derechos de la segunda generación, en particular del derecho al trabajo. Por otro lado, el multiculturalismo relativista es diferente de asimilacionismo en sus consecuencias, pero no tanto en sus presupuestos. En primer lugar, ambas perspectivas son igualmente ambivalentes: mientras el asimilacionismo impone los derechos de primera generación y no respeta los de segunda, el multiculturalismo hace exactamente lo contrario. En segundo lugar, las dos posiciones niegan la universalidad plena de los derechos. El multiculturalismo lo hace de modo expreso, puesto que argumenta la ilegitimidad de toda pretensión de imponer los derechos más allá del ámbito occidental, e incluso dentro de este ámbito se niega su aplicación a los grupos sociales con culturas no-occidentales. El asimilacionismo, en cambio, no lleva a cabo una negativa rotunda y explícita, al menos no de los derechos de primera generación, pero acaba siendo una negación práctica, como se verá en las páginas siguientes: ningún reconocimiento de los derechos será pleno si implica el desconocimiento de la dimensión social de la existencia humana. Ahora bien, como se ha afirmado, “despojada del rasgo de la universalidad, la noción de derechos humanos se desvirtúa, pierde su sentido y su significado propios, su poder emancipador y protector” 56: se disuelve, en una palabra. Ambas posiciones, en suma, no resultan consistentes con la teoría general de los derechos humanos. Ante ese panorama, sólo caben las siguientes

de un pluralismo –cuando no de un relativismo– cultural exasperado, no logran individuar un antropocentrismo que no tenga un mero carácter particular. La experiencia histórica y espiritual de Europa, en cambio, va exactamente en dirección contraria. Aunque en sus etnias específicas y singulares, Europa muestra una variedad etnológica extraordinaria, en sus valores constitutivos se ha manifestado como un gran laboratorio metacultural. La homologación del planeta en función de parámetros culturales europeos no debe verse, pues, como efecto de una política de imperialismo cultural programada desde el viejo continente (incluso con fuerza coactiva), sino como la confirmación, históricamente evidente, de la unidad real del género humano, de la que la Modernidad tomó conciencia” [D’Agostino, F., “Raíces y futuro de la identidad europea”, trad. de E. Marrodán, Persona y Derecho, 49 (2003**), pp. 33-41, p. 41]. 55.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., p. 420. 56.  Ibid., p. 409. En el mismo sentido, Seoane, J. A., “La universalidad de los derechos y sus desafíos. (Los derechos especiales de las minorías)”,cit., pp. 187-226, pp. 187-190.


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alternativas: renunciar a la universalidad de los derechos y, con ello, a la idea misma de los derechos, o intentar una tercera respuesta, superadora de las aporías mencionadas. A esto último dedicaré lo que resta de este trabajo. 5.  Más allá de las respuestas extremas: la difícil conciliación entre universalidad y diversidad

Los problemas que supone la inmigración contemporánea se sintetizan en una pregunta, formulada páginas atrás, cuya respuesta genérica es francamente compleja: cómo conjugar universalidad y diversidad 57. El desafío así expresado es ciertamente arduo 58. Con vistas a afrontarlo, como anticipé al comienzo, aquí se trazarán algunas líneas de fuerza o ideas fundamentales. No se pretende –no sería posible– agotar el problema, sino sólo dar algunas pistas acerca de cómo encararlo y superarlo. La perspectiva adoptada es la que proporciona la teoría general de los derechos humanos. Quedan fuera de la escena en esta ocasión otras perspectivas necesarias para que el debate sea completo, en particular las que brindan la Filosofía Política, la Ciencia Política y, en alguna medida, la Economía. Me limitaré, desde el punto de vista adoptado, a exponer dos reflexiones, que además se encuentran vinculadas entre sí. La primera, que los derechos humanos son derechos de la persona en su integridad, tanto en su dimensión individual como en su dimensión política. La segunda, que no hay una quiebra estructural entre los derechos de primera generación y los derechos de segunda generación. 5.1.  Los derechos humanos como derechos de la persona Los derechos humanos son derechos de la persona. Es decir, su reconocimiento radica en la personeidad como dato central 59. Esto ha sido reco57.  Se trata de una expresión ya clásica para sintetizar el problema. Cfr., por ejemplo, B ­ edjaoui, M., “La conciliation de la diversité culturelle et l’universalité des droits de l’homme”, en I diritti dell’uomo, 10-3 (1999), pp. 18-22, y Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., passim. 58.  Para algunos, es directamente una utopía. Oriana Fallaci, por ejemplo, escribía recientemente: “[c]ontinúa la patraña del Islam ‘moderado’, la comedia de la tolerancia, la mentira de la integración, la farsa del multiculturalismo” (Fallaci, O., “La ilusión del Islam moderado y la falacia de la integración”, La Nación, Buenos Aires [18 de julio de 2005]). 59.  Cfr. Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural. Una posible conciliación entre interculturalidad y universalidad”, Persona y Derecho, 38 (1998*), pp. 119-148, a quien he seguido de cerca en las ideas que se expondrán a continuación.


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nocido por diversos instrumentos internacionales y por buena parte de la jurisprudencia constitucional contemporánea. La dimensión social del ser humano se integra en su propia estructura ontológica 60, lo cual pone de relieve que el hombre sólo es comprensible plenamente desde su dimensión social, y sólo se realiza plenamente en el marco del grupo social. De esa natural apertura del ser humano a la relación con los demás deriva la existencia de la sociedad. Por otro lado, según Viola, “el proceso de formación de la identidad requiere de la dimensión intersubjetiva en un doble sentido” 61: a) se obtiene la identidad en relación a los otros –pues no habría identidad si no existiesen los otros, el Yo reclama la presencia de un Tú– y b) con la ayuda de los otros, de quienes se reciben los bienes y valores que sustentan la propia identidad 62. Por tanto, “la identidad individual es siempre también necesariamente social” 63. “No se nace ser humano en general, sino hombre o mujer, con un cierto color de piel, en una determinada familia que pertenece a un cierto grupo étnico, que practica determinada religión y que posee ciertos valores culturales” 64. Como ha afirmado Taylor, “[l]a plena definición de la identidad individual envuelve siempre la referencia a una comunidad que la define” 65. En cuanto a las dimensiones del ámbito social, debe tenerse en cuenta que el ser humano existe en el seno de un determinado grupo social, y el arraigo en ese grupo –arraigo que supone, entre otros aspectos, com60.  La existencia de la capacidad de dialogar sobre la verdad y el bien pone esto de manifiesto, puesto que el diálogo exige siempre la presencia de dos personas. El ser humano es un ser naturalmente abierto a los demás, es un ser que por su propia composición ontológica presenta una dimensión esencialmente relacional. 61.  Viola, F., “Identità personale e collettiva nella politica della differenza”, en AA.VV., Pluralità delle culture e universalità dei diritti, cit., pp. 149-151. 62.  Cfr. ibid. 63.  Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural (...)”, cit., p. 123, quien a su vez remite a De Lucas, J., El desafío de las fronteras. Derechos humanos y xenofobia en una sociedad plural, Temas de Hoy, Madrid, 1994, pp. 62 ss. 64.  Viola, F., “Democrazia culturale e democrazia delle culture”, cit., p. 849. 65.  Taylor, C., Sources of the self, Cambridge University Press, 1989, p. 36. Cfr., asimismo, Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural (...)”, cit., pp. 123-124. Sostener lo contrario sólo se entiende desde una antropología que disocie naturaleza y cultura. Sobre esto, cfr., Choza, J., “Radicales de la sociabilidad”, en, del mismo autor, La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo y otros ensayos, 2ª ed., Pamplona, Eunsa, 1990, pp. 147-170, y, más recientemente, Terrasa, E., El viaje hacia la propia identidad, Eunsa, Pamplona, 2005, pp. 75-85.


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partir ciertas pautas culturales comunes– reviste una importancia básica para su adecuado desarrollo. En otras palabras: “la dimensión social del ser humano no se desenvuelve, sobre todo y de manera inmediata, en el marco de la sociedad en general (...), sino en el ámbito de una sociedad concreta” 66. Como ha sostenido Martínez-Pujalte, a quien se sigue en este epígrafe, si a esta última conclusión se le une el principio según el cual el hombre debe ser respetado incondicionadamente, o, en términos kantianos, que el hombre debe ser tratado siempre como un fin y nunca como un medio, se puede concluir que “el respeto incondicionado del ser humano implica respetar el marco cultural en que se desenvuelve la vida del ser humano y que resulta necesario para su adecuada realización” 67. De este enfoque se siguen varias consecuencias: a) “La protección de las identidades culturales resulta tan sólo exigida por la dignidad de los seres humanos que viven en esas identidades; no es, en modo alguno, un derecho de las culturas en sí mismas” 68. Esto significa que no existe un deber ético o jurídico de proteger las tradiciones culturales más allá de la medida en que esas tradiciones son compartidas por los miembros del grupo social. (No existe, por ej., el deber de proteger una lengua que nadie desea hablar) 69. b) En segundo lugar, de la relación entre la identidad cultural y el ser humano se deriva la conclusión de que “[e]l derecho a la protección de la cultura es de titularidad estrictamente individual. Nos encontramos ante un derecho humano individual, y no ante un derecho colectivo” 70. Como sostiene Martínez-Pujalte, “[l]a expresión ‘derechos colectivos’ y otras similares –derechos de las minorías, derechos de los pueblos, etc.– tienen una base real, puesta hacer referencia a derechos que aparecen modulados –en su contenido, en su ejercicio y en sus técnicas de protección– por la pertenencia del individuo a una determinada colectividad; pero, en último término, se hace necesario precisar que, por lo que se refiere a su titularidad, se trata siempre de derechos individuales” 71.

66.  Martínez-Pujalte, A.-L., “Derechos humanos e identidad cultural (...)”, cit., p. 123. 67.  Idem, p. 125. 68.  Idem, p. 126. 69.  Cfr. ibid. 70.  Idem, p. 127. 71.  Idem, p. 128. En contra de esta posición, De Lucas, J., El desafío de las fronteras (...), cit., pp. 206 ss.


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c) En tercer lugar, “[l]os límites que definen el derecho a la protección de la cultura se advierten de modo muy nítido” 72, al menos en su formulación genérica: “la protección de la identidad cultural se extiende tan sólo a aquellas pautas o manifestaciones culturales que no sean lesivas de la propia dignidad humana” 73. Tras esa respuesta amplia, surge de inmediato la pregunta acerca de cuáles son, concretamente, las pautas o manifestaciones que deberían excluirse de la protección. En mi opinión, el catálogo de los bienes humanos básicos cuya violación supone de modo simultáneo una lesión de la dignidad humana se encuentra en primera instancia en las declaraciones internacionales de derechos humanos. Allí habrá que acudir, entonces. d) Si se acepta lo anterior, debe aceptarse también, de modo necesario, la universalidad de las exigencias derivadas de la dignidad de la persona. Esas exigencias son universales, y lo son también los derechos que se fundamentan en ellas, porque se asientan sobre una nota transcultural: la dignidad común 74. e) Lo dicho supone una aproximación al problema de la diversidad cultural distinto del que propone “el modelo liberal-individualista, que adopta como punto de partida un individuo abstracto, sin atributos, desligado de la relación social y del contexto cultural” 75; pero también diferente del que ofrece la concepción que sostendrían “algunas de las posiciones comunitaristas extremas, que sobrevaloran la identidad cultural hasta el punto de situarla en una posición superior a la común identidad humana” 76. Como conclusión provisoria, y utilizando palabras de Martínez-Pujalte, “[u]na adecuada respuesta jurídica al fenómeno del multiculturalismo exige conjugar dos vías de actuación aparentemente opuestas, pero en realidad profundamente complementarias: asegurar la igualdad y promover la diferencia” 77. Sobre esto volveremos luego.

72.  Idem, p. 131. 73.  Ibid. 74.  Cfr. idem, p. 133. 75.  Idem, p. 132. 76.  Idem, pp. 132-133. Como señala este autor, “[e]sta última perspectiva puede convertirse en caldo de cultivo de la intolerancia, y conducir a un particularismo que excluya toda comunicación recíproca entre las diversas culturas” (idem, p. 133). Una respuesta a este problema en De Lucas, J., El desafío de las fronteras (...), cit., pp. 64-65. Cfr., asimismo, desde otra perspectiva, Sánchez Cámara, I., “El comunitarismo y la universalidad de los derechos humanos”, Persona y Derecho, 38 (1998*), pp. 227-269. 77.  Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural (...)”, cit., p. 134.


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5.2.  La continuidad global de todos los derechos 78 A continuación trataremos el segundo de los problemas planteados al principio, al menos desde una de las múltiples perspectivas de abordaje que ese problema posee. Según se había señalado, resulta frecuente que el asimilacionismo afirme la universalidad de los derechos humanos de primera generación y niegue esa nota o no la sostenga con el mismo énfasis para los derechos de segunda generación. De modo paralelo, ocurre lo inverso con las posiciones del multiculturalismo relativista: pretenden afirmar la universalidad de los derechos de segunda generación y negársela a los de la primera o no extraer todas sus consecuencias prácticas. En las líneas siguientes se examinará la consistencia de ambos intentos desde algunas de las ideas de la teoría general de los derechos humanos. Advierto de entrada, no obstante, que el problema es muy complejo, y que exige una reflexión política y económica que no se encontrará aquí –al menos de modo explícito–. a)  El discurso de las generaciones Como es sabido, los derechos humanos surgieron como concepto histórico en la Modernidad. Comenzaron a gestarse en el siglo XVI, en el contexto proporcionado por la lucha de la burguesía contra el Estado absoluto. Se inició allí un proceso de decantamiento que concluiría a fines del siglo XVIII, con la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 12 de junio de 1776, la Declaración de la Independencia estadounidense de 4 de julio de 1776, la Declaración Francesa de los Derechos Humanos de 1789, y las diez primeras enmiendas a la Constitución estadounidense (el bill of rights), aprobadas en 1791. Este período histórico fue el que vio nacer a los derechos humanos, concretamente a su primera generación. Los derechos de la primera generación se estructuraron en torno a tres preocupaciones o intereses centrales: la búsqueda de una convivencia pacífica y tolerante, la limitación del poder político y el respeto de determinadas condiciones en el proceso penal. El primero de los intereses condujo al surgimiento de la libertad religiosa, de conciencia, de expresión y de intimidad; el segundo, a la democracia, puesto que se

78.  Buena parte de las ideas de este epígrafe las debo al Prof. Pedro Serna.


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pretendió a partir de entonces que la ley fuera un producto de la voluntad general; el tercero, al reconocimiento de determinadas garantías procesales y penales. Esta primera generación, entonces, impulsada fuertemente por el pensamiento liberal, constó de derechos individuales, derechos de participación política y garantías de tipo procesal. Todos ellos fueron interpretados como derechos que se tenían frente al Estado, y que suponían para este un deber de abstención, de no violación del derecho o la garantía reconocidos en el texto del que se trataba. El hecho de que alguien no disfrutara concretamente, de facto, de un derecho cualquiera no suponía para el Estado incumplimiento jurídico alguno, al menos desde la perspectiva de la teoría de los derechos humanos por entonces vigente, de cuño liberal, como ya se mencionó 79. A la primera generación le siguió una segunda, con la cual se pretendió corregir sus desajustes. El valor inspirador no fue ya la libertad sino la igualdad, plasmada, entonces, en los textos de la Constitución de Weimar y en la de Querétaro. El movimiento iniciado por estos textos constitucionales se extendió por todo el mundo dando origen, con el correr del tiempo, al reemplazo del Estado liberal por el Estado social. Para arribar a este último, se sumaron, además, otros factores (en especial, el “crack” de la bolsa neoyorquina en 1929, con el consiguiente abandono de las teorías spencerianas en materia económica). Se abre así una época que se caracterizó, entre muchos rasgos que cabría mencionar, por tres notas fundamentales e íntimamente vinculadas: a) En primer lugar, en los textos mencionados se reconocieron los que luego serían llamados “derechos económicos, sociales y culturales”, que se caracterizan, entre otras cosas –son derechos bastante heterogéneos– por 79.  Dicha teoría, además, proponía un respeto casi absoluto del derecho de propiedad y, en general, de todos los derechos con contenido patrimonial. Resulta paradigmática, en este sentido, la jurisprudencia de la Corte Suprema estadounidense durante la “era Lochner”, llamada así por la sentencia más frecuentemente estudiada de este primer período: “Lochner v. New York”, o “caso de las panaderías”, de 1905 –198 U.S. 45 (1905)–. Este caso se originó en una ley de New York que limitaba el tiempo de trabajo en las panaderías a diez horas diarias o sesenta semanales. Lochner fue condenado por permitir que un empleado de su panadería de Utica, New York, trabajara más de sesenta horas a la semana, y pidió al Poder Judicial la declaración de inconstitucionalidad de la ley mencionada. La Corte, por mayoría, hizo lugar a lo pedido, sobre la base de que “no hay ningún argumento razonable para interferir con la libertad de las personas o su derecho de contratar, determinando las horas de trabajo de una panadería”. El ejemplo resulta bastante claro. Desde esta perspectiva, los derechos de naturaleza patrimonial no admiten prácticamente restricciones.


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suponer para el Estado no únicamente un deber de abstención frente a sus ciudadanos, sino también un deber prestacional o positivo 80. b) En segundo lugar, la propiedad y los derechos de naturaleza patrimonial dejaron de ser entendidos en términos absolutos, e incluso perdieron importancia dentro del catálogo de los derechos, a punto tal que, para seguir con el ejemplo estadounidense, desde la década de 1930 en adelante la Corte Suprema no declaró jamás la inconstitucionalidad de las leyes que han ido reglamentando el ejercicio de esos derechos. c) Por último, caracterizó a esta época una mayor toma de conciencia de la importancia de un conjunto de derechos que en Estados Unidos serían llamados “libertades preferidas”: las libertades de expresión y de prensa, y los derechos personales (intimidad, vida privada). b)  Las coordenadas de la perspectiva tradicional Como se ha señalado, “[l]a técnica de periodización histórica consistente en identificar diversas generaciones de derechos resulta (...) útil para describir el proceso histórico de aparición de los derechos, así como la línea de inspiración que ha impulsado su reconocimiento e implantación, aunque tiene, por las razones que se expondrán, el riesgo de simplificaciones excesivas” 81. En efecto, “el discurso de las generaciones ofrece dificultades en lo relativo

80.  Ejemplos de tales derechos son los que pueden encontrarse en la Carta Social Europea, de 1961, o de modo relevante, en el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales de 1966. La idea rectora que presidió el reconocimiento de estos derechos se encuentra recogida en el preámbulo del documento mencionado en último lugar. Se dice allí que “con arreglo a la Declaración Universal de Derechos Humanos, no puede realizarse el ideal del ser humano libre, liberado del temor y la miseria, a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos”. ¿De qué derechos, concretamente, estamos hablando: el catálogo es muy variado, y variado será, por tanto, el tratamiento que habrá que darle a cada uno de ellos: en el Pacto se reconocen, por ejemplo: “el derecho de toda persona al goce de condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias” (art. 7); “el derecho de toda persona a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección (...)” (art. 8); “el derecho de toda persona a la seguridad social, incluso al seguro social” (art. 9); “el derecho de toda persona a la educación” (art. 13); “el derecho de toda persona a: a) participar en la vida cultural; b) gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones; c) beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”; etc. 81.  Serna, P., “Los derechos económicos, sociales y culturales: posiciones para un diálogo”, Humana Iura, 7 (1997), pp. 265-288, p. 268.


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al concepto mismo de los derechos, a su tratamiento jurídico y a la reflexión sobre su fundamento. Por tal motivo, la progresiva reflexión sobre las implicaciones de cada uno de los derechos humanos fundamentales y el tránsito de la esfera política a un tratamiento netamente jurídico de los mismos ha supuesto, afortunadamente, un abandono progresivo en la doctrina de la teoría de las generaciones” 82. A continuación, intentaremos justificar de manera esquemática las afirmaciones precedentes. En opinión de Serna, “[l]os derechos muestran, en perspectiva histórica, una ambivalencia fundamental. Por una parte, han sido banderas de lucha política, primero de la burguesía liberal, y luego de las clases más desfavorecidas, que reivindicaban la universalización de los derechos burgueses y/o la implantación y reconocimiento de ciertas conquistas sociales. Finalmente, la evolución del sistema económico y de la organización internacional ha servido para la aparición de un último grupo de derechos, vinculados a la autodeterminación de los pueblos, a la paz y al medio ambiente. En esta perspectiva, los derechos han jugado el papel de catalizadores de una acción política que merece una valoración no homogénea, toda vez que en ciertos momentos ha suplantado y golpeado, con brutalidad incluso, las exigencias de los derechos mismos” 83. Cabe, no obstante, una perspectiva distinta, desde la cual los derechos recuperan su sentido originario. Por las razones que veremos, hablar de generaciones tiene sentido sólo desde el primer enfoque que acabamos de criticar. Los derechos de primera generación surgieron en el Estado liberal, como se ha expuesto. Como también se ha dicho, la grave crisis económica de comienzos del siglo XX supuso una puesta en discusión del propio capitalismo, y el surgimiento del Estado social, que con el tiempo –al compás de un avance incesante del Estado en la mayor parte de los campos de la vida económica– desembocaría en el Welfare State o Estado del bienestar,

82.  Idem, pp. 268-269. 83.  Idem, p. 269, con cita de D’Agostino, F., “I diritto dell’uomo tra filosofia e prassi (1789-1989)”, Persona y Derecho, 23 (1990), pp. 13-24. Continúa Serna en el mismo trabajo: “[e]llo explica en parte la enorme contradicción de la Edad Contemporánea, que es a la vez aquélla en la que el reconocimiento y la proclamación de los derechos han alcanzado una cota más alta, y aquélla en la que han tenido lugar sus violaciones más brutales, también a manos de muchos defensores de la libertad y la igualdad” (idem, p. 269), o que el discurso de los derechos haya sido funcional a “sucesos como el Terror, en la Revolución francesa o, si se quiere considerar un ejemplo más cercano, a la reivindicación de la independencia política con los métodos de ETA o a la guerra en la antigua Yugoslavia” (idem, p. 270).


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ámbito en el cual se expandió cada vez más ampliamente el reconocimiento de los derechos económicos sociales y culturales. Llegamos así al fin del siglo pasado, momento en el cual la economía comienza a mostrar, entre otras cosas, los síntomas de un avanzado proceso de globalización o mundialización, en el cual estamos inmersos aún 84. c)  La superación de la perspectiva tradicional Mencionamos precedentemente que la perspectiva de lucha política que presentan los derechos humanos es sólo una de sus caras. En efecto, “[e]n la medida en que se admite para los derechos un fundamento racional, aparecen como las bases sobre las que ha de constituirse la organización política de la sociedad si desea facilitar al individuo las condiciones fundamentales para un proyecto de autorrealización vital acorde con su dignidad. En consecuencia, poseen una proyección política, pero no sólo como instrumentos de confrontación, sino como portadores de una dimensión que ancla su raíz en un suelo profundamente jurídico, de respeto a la igual dignidad de todos los seres humanos. Es precisamente en esta segunda perspectiva donde el discurso de los derechos aparece valioso sin discusión” 85. Desde allí no tiene mucho sentido hablar de generaciones de derechos, puesto que lejos de existir discontinuidad entre ellos, los que se llaman usualmente de segunda generación constituyen, como los individuales y los de participación política, exigencias de una vida digna, en muchas ocasiones fuertemente entrelazadas con los derechos de la primera generación, respecto de los cuales aparecen como sus condiciones de posibilidad. Por otro lado, desde esta perspectiva tampoco tiene sentido el discurso de las generaciones si se pretende a partir de allí establecer un tratamiento jurídico distinto para los derechos, ni en lo referente a su titularidad, ni en lo relativo a su fundamento, ni en lo que se refiere a la dimensión, negativa o positiva, de su contenido 86. Se analizará brevemente, en las líneas siguientes, este último aspecto. Los derechos humanos fueron entendidos inicialmente como facultades de los individuos que el Estado debía respetar. El Estado, se decía, debe abstenerse de afectar esos bienes o valores que tutelan los derechos. 84.  Cfr. Serna, P., “La globalización de la razón”, pro manuscripto. 85.  Serna, P., “Los derechos económicos, sociales y culturales: posiciones para un diálogo”, p. 270. 86.  Cfr. ibid., y passim.


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Los derechos eran, en definitiva, sólo derechos subjetivos, aunque con una protección especial. Se debe al jurista alemán Peter Häberle el mérito de haber puesto de relieve que los derechos, junto con esta dimensión subjetiva, tienen otra a la que él mismo llamó institucional, es decir, son a la vez derechos de los ciudadanos y principios básicos del ordenamiento jurídico y de la comunidad política 87. En suma, el Estado no satisface lo que se le exige mediante los derechos fundamentales simplemente no violándolos (dimensión subjetiva o negativa) sino que tiene que procurar su vigencia efectiva (dimensión institucional, que en ocasiones se torna prestacional), es decir, su disfrute por parte de todas las personas. Esto último obliga a los poderes públicos a llevar adelante “una política de derechos fundamentales” 88. La dimensión institucional no se refiere sólo a los derechos de la segunda generación, o de las generaciones posteriores, sino a todos los derechos. He aquí un argumento más para no trazar diferencias estructurales entre las distintas generaciones de derechos. 5.3.  Las consecuencias de los planteamientos anteriores Lo dicho precedentemente permite advertir que la discusión sobre el multiculturalismo se enriquece con al menos dos aportes de la teoría ge-

87.  El Tribunal Constitucional español, por ejemplo, acogió la tesis de la doble dimensión desde sus primeras sentencias: “los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia. Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución” (STC 25/1981, FJ 5°). Según el TC, la “doble naturaleza” de los derechos fundamentales tiene su anclaje normativo en el art. 10.1 de la CE, que establece textualmente: “[l]a dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social” (cfr. STC 25/1981, FJ 5°). 88.  Martínez-Pujalte, A. L., “Algunos principios básicos en la interpretación de los derechos fundamentales”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, 32, Valencia (2000), pp. 125-144, p. 131. Cfr. asimismo, del mismo autor, “El art. 9.2. CE y su significación en el sistema constitucional de derechos fundamentales”, Revista de las Cortes Generales, 40 (1997), pp. 111-127. Al aplicación de estas ideas a la interpretación de la garantía del contenido esencial en, del mismo autor, La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, C.E.C., Madrid, 1997, pp. 83-96.


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neral de los derechos humanos. En primer lugar, con la afirmación de la prioridad de la persona: los derechos humanos son derechos de la persona, pero no de una persona abstracta e ideal, sino de una persona que sólo se puede comprender plenamente en un contexto cultural. De allí derivan, como exigencias, la de asegurar la igualdad y promover la diferencia. El segundo aporte se relaciona, como se ha visto, con la estructura de los derechos: no hay ruptura estructural entre los derechos de primera generación y los derechos de segunda generación. De allí surge como exigencia la de asegurar tanto unos derechos como otros, en su faz negativa y positiva. Como sostiene Martínez-Pujalte 89, de la exigencia de asegurar la igualdad de todos en el disfrute de los derechos básicos se derivan varias consecuencias: a) La necesidad de asegurar la igualdad de derechos entre nacionales y extranjeros, “pues la pertenencia a una comunidad política distinta no puede ser nunca fundamento suficiente para impedir o dificultar el reconocimiento y disfrute de los derechos humanos, cuyo título de exigibilidad se encuentra en la condición de ser humano y no en la cualidad de nacional de un determinado Estado” 90.

89.  Cfr. Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural (...)”, cit., pp. 134-145. 90.  Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural”, cit., p. 135. Cfr. asimismo, al respecto, Martínez de Pisón, J., “Derechos de la persona o de la ciudadanía: los inmigrantes”, Persona y Derecho, 49 (2003**), pp. 43-78. En opinión de este autor, “para el debate sobre los derechos de los inmigrantes, parece necesario recuperar el antiguo uso lingüístico de ‘derechos del hombre’, de derechos de la persona, y no confiar en la extensión ilimitada de la idea de soberanía” (p. 71). Una aplicación concreta de ideas similares en Corte Interamericana de Derechos Humanos, Opinión Consultiva OC-18/03 de 17 de septiembre de 2003, solicitada por los Estados Unidos Mexicanos. Sostuvo la Corte en esta opinión, refiriéndose a los derechos de los migrantes: “133. Los derechos laborales surgen necesariamente de la condición de trabajador, entendida ésta en su sentido más amplio. Toda persona que vaya a realizar, realice o haya realizado una actividad remunerada, adquiere inmediatamente la condición de trabajador y, consecuentemente, los derechos inherentes a dicha condición. El derecho del trabajo, sea regulado a nivel nacional o internacional, es un ordenamiento tutelar de los trabajadores, es decir, regula los derechos y obligaciones del empleado y del empleador, independientemente de cualquier otra consideración de carácter económico o social. Una persona que ingresa a un Estado y entabla relaciones laborales, adquiere sus derechos humanos laborales en ese Estado de empleo, independientemente de su situación migratoria, puesto que el respeto y garantía del goce y ejercicio de esos derechos deben realizarse sin discriminación alguna. 134. De este modo, la calidad migratoria de una persona no puede constituir, de manera alguna, una justificación para privarla del goce y ejercicio de sus derechos humanos, entre ellos los de carácter laboral. El migrante, al asumir una relación de trabajo, adquiere derechos por ser trabajador, que deben ser reconocidos y garantizados, independientemente


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b) La exigencia de asegurar la igualdad no se satisface con la mera igualdad formal o ante la ley, “sino que comprende también una actuación de los poderes públicos encaminada al logro de la igualdad material” 91. c) La igualdad en los derechos humanos básicos debe ser garantizada incluso frente a la propia comunidad cultural, lo que exige la erradicación de aquellas prácticas que –aun fundadas en tradiciones culturales– sean contrarias a las exigencias básicas de la dignidad humana. Ello exige poner fin a prácticas como las de la escisión o infibulación femenina, que constituye una patente violación del derecho de la mujer a la integridad física. Con relación a esto último, Kymlicka ha trazado una distinción interesante entre lo que él denomina restricciones internas y protecciones externas 92. Se trata de “dos tipos de reivindicaciones que un grupo ético o nacional podría hacer. El primero implica la reivindicación de un grupo contra sus propios miembros; el segundo implica la reivindicación de un grupo contra la sociedad en la que está englobado. Se puede considerar que ambos tipos de reivindicaciones protegen la estabilidad de comunidades nacionales o étnicas, pero que responden a diferentes fuentes de inestabilidad. El primer tipo tiene el objetivo de proteger al grupo del impacto desestabilizador del disenso interno (por ejemplo, la decisión de los miembros individuales de no seguir las prácticas o las costumbres tradicionales), mientras que el objetivo del segundo es proteger al grupo del impacto de decisiones externas (por ejemplo, las decisiones políticas y económicas de

de su situación regular o irregular en el Estado de empleo. Estos derechos son consecuencia de la relación laboral”. 91.  Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural”, cit., p. 137. Como sostiene este autor, “[e]n el caso de las minorías culturales, serán precisas medidas de diferenciación para la igualdad o de acción positiva en todos aquellos casos en que estas minorías partan de una situación previa de desigualdad” (ibid.). 92.  Cfr. Kymlicka, W., Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías, trad. de C. Castells Auleda, Paidós, Barcelona, 1996, cap. 3, pp. 57-76, p. 58. A una y otra reivindicación –continúa diciendo este autor– “se las conoce como ‘derechos colectivos’, si bien plantean cuestiones muy diferentes. Las restricciones internas implican relaciones intragrupales: el grupo étnico o nacional puede pretender usar el poder del Estado para restringir la libertad de sus propios miembros en nombre de la solidaridad del grupo. Esto plantea el peligro de la opresión individual (...). Las protecciones externas implican relaciones intergrupales; esto es, el grupo étnico o nacional puede tratar de proteger su existencia y su identidad específica limitando el impacto de las decisiones de la sociedad en la que está englo­ bado. Esto también plantea ciertos problemas, no de opresión individual dentro de un grupo, sino de injusticia entre grupos” (pp. 58-59).


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la sociedad mayor)” 93. En opinión de Kymlicka, mientras que las restricciones internas son rechazables, las protecciones externas no lo son –siempre y cuando se respete la igualdad entre los grupos– 94. Ahora bien, no basta con “asegurar la igualdad”. Por otro lado, existe un derecho humano a la protección de la identidad cultural, el cual implica que las manifestaciones de dicha identidad deben ser tuteladas, aun cuando pongan en cuestión convicciones esenciales compartidas por la mayoría de la sociedad. La idea de tolerancia o de protección pasiva no resulta adecuada para definir la respuesta del Derecho al fenómeno del pluralismo cultural. Por tanto, el principio es el siguiente: “el Estado debe hacer posible de modo efectivo que los individuos y los grupos sociales puedan vivir conforme a sus propias pautas culturales y sean capaces de expresar sus señas de identidad específicas, siendo el único límite de esta obligación –y del correlativo derecho de los individuos y de los grupos sociales a la protección de la identidad cultural– el que esas pautas o señas de identidad sean contrarias a la propia (...) [naturaleza] humana” 95. En palabras de Taylor, reconocer la diferencia “significa reconocer igual valor a modos diferentes de ser” 96. La razón de ese reconocimiento, según este autor, no estriba en el mero hecho de la diferencia: “si hombres y mujeres son iguales, no es porque sean diferentes, sino porque por encima de la diferencia existen ciertas propiedades, comunes o complementarias, que tienen cierto valor. Son seres capaces de razón, de amor, de memoria o de reconocimiento dialógico. Unirse en el mutuo reconocimiento de la diferencia –es decir, del valor igual de identidades diferentes– requiere que compartamos algo más que la creencia en este principio; hemos de compartir también ciertas normas de valor en las que las identidades en cuestión se muestren iguales. Debe existir cierto acuerdo fundamental sobre el valor, o de otro modo el principio formal de la igualdad quedará vacío y constituirá una impostura” 97.

93.  Idem, p. 58. 94.  Idem, p. 111 y ss. 95.  Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural”, cit., p. 142. Preferimos hablar, en este caso, de “naturaleza humana” en lugar de “dignidad humana”, como hace este autor. 96.  Taylor, C., La ética de la autenticidad, trad. de P. Carbajosa Pérez e introd. de C. Thiebaut, Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México, 1994, p. 85. 97.  Idem, p. 86. Cfr., asimismo, Taylor, C., Argumentos filosóficos. Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, trad. de F. Birulés Bertrán, Paidós, BarcelonaBuenos Aires-México, 1997, pp. 293-334.


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Las manifestaciones del principio general enunciado precedentemente y de la obligación promocional que se sigue de él son muy variadas 98. No obstante, vale la pena referirse a algunas dimensiones de la tutela: a) La enseñanza que se imparte desde las escuelas públicas debe realizarse desde el más pleno respeto a la identidad cultural de los educandos, en especial en lo atinente a la lengua y a la religión 99. b) Vinculado de algún modo con lo anterior, existen los llamados “derechos lingüísticos”, cuyo alcance y protección variará según las circunstancias concretas en que se pretenda su reconocimiento. En determinados contextos esto significará, por ejemplo, el reconocimiento de un derecho al bilingüismo, es decir, a que los inmigrantes sean educados en su lengua materna además de la lengua del país al que arriban 100. En otros contextos, habrá de reconocerse “derechos específicos a los miembros de las minorías, por ejemplo derechos de los francófonos en Canadá a emplear el francés en tribunales federales, a que sus hijos sean educados en escuelas francesas donde el número de niños lo justifica” 101. c) Otro ámbito relacionado con los anteriores es el de lo relativo a la libertad religiosa y de culto. Debe facilitarse a las minorías “el mantenimien-

98.  Cfr. Martínez-Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural”, cit., p. 142.   99.  Religión y lengua son dos de los elementos básicos que integran la identidad cultural de los grupos sociales, como pone de relieve su expresa mención en el art. 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En una línea crítica respecto de propuestas como la mencionada en el texto, puede verse Fallaci, O., “La ilusión del Islam moderado y la falacia de la integración”, La Nación, Buenos Aires (18 de julio de 2005). Se dice allí: “en el curso de un debate sobre terrorismo en Florencia el 11 de julio último, la mayoría del diessino [por el partido de demócratas de izquierda DS] declaró: ‘es hora de que también en Florencia haya una mezquita’. Luego agregó que la comunidad islámica había expresado hacía ya tiempo la voluntad de construir una mezquita y un centro cultural islámico. Bien, casi nadie se opuso. Casi todos aplaudieron la propuesta de contribuir al emprendimiento con dinero del municipio, es decir, de los ciudadanos, episodio por el cual deduje que la ciudad de Dante, de Miguel Ángel y de Leonardo, cuna de la cultura renacentista, pronto será desfigurada y ridiculizada por su Meca”. No pocos problemas plantea la disparidad de cultos en los casos de separaciones o divorcios. Cfr. al respecto, por ejemplo, el fallo del TEDH en el caso “Palau-Martínez c/ Francia”, sentencia de 16 de diciembe de 2003. Un comentario de esta caso en Pizzolo, C., “El interés superior del niño y la religión de sus padres: límites a la injerencia del Estado”, L. L. 2004-D, 816. 100.  Cfr. Young, I. M., La justicia y la política de la diferencia, trad. de S. Álvarez, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 299-304; Kymlicka, W., Ciudadanía multicultural (...), cit., pp. 135-141. 101.  Fernández, E., “¿Cómo conjugar universalidad de los derechos y diversidad cultural?”, cit., p. 435.


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to de sus prácticas religiosas en lo relativo al día de culto y descanso” 102, así como también lo relacionado con la vestimenta y con la comida 103. Se encuentra dentro de este ámbito de libertad, también, la difusión de sus ideas religiosas como actividad tutelada de modo simultáneo por la libertad religiosa y la libertad de culto 104. d) En este contexto, la objeción de conciencia se presenta como una sede adecuada para resolver los problemas que pueden suscitarse en relación con la tutela de la diversidad cultural 105. En una sociedad pluricultural los posibles supuestos de recurso a la objeción de conciencia se multiplican, “y el respeto a la identidad cultural exige que el ordenamiento jurídico adopte las necesarias previsiones para hacer efectivo el derecho a la objeción de conciencia de los individuos frente a todos aquellos deberes jurídicos que lesionen sus convicciones morales o religiosas” 106. 102.  Ibid. 103.  Cfr. idem, pp. 435-436. 104.  Cfr., p. ej., el fallo de la Corte Suprema americana en el caso “Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc., et al. c. Village of Stratton et al.”, sentencia de 17 de junio de 2002. En este caso, una congregación religiosa había impugnado la ordenanza del municipio de Stratton que prohibía el ingreso a viviendas privadas para promocionar cualquier causa –comercial, política, religiosa, etc.– sin contar con autorización municipal, la que se supeditaba al correcto llenado de un formulario. Los tribunales de distrito y circuito rechazaron sucesivamente la demanda. La Corte Suprema de los Estados Unidos consideró que dicho régimen violaba la Primera Enmienda de la Constitución federal. Puede consultarse una versión del caso en español en L. L. 2003-B, 303, con nota de G. J. Bidart Campos. 105.  Cfr. Martínez Pujalte, A. L., “Derechos humanos e identidad cultural”, cit., pp. 144-145. Los casos jurisprudenciales a que ha dado lugar este tema son numerosísimos. Un ejemplo argentino interesante, por su contexto histórico y las diferencias de opinión entre los miembros de la Corte Suprema, en “Ascensio, José H.”, sentencia de 9 de septiembre de 1982, L. L. 1983-B, 50. Se discutía en el caso un amparo interpuesto por el señor Ascensio en nombre y representación de un hijo menor que fue excluido de una escuela primaria provincial por resolución ministerial en razón de haberse negado a reverenciar los símbolos patrios. El menor y su padre fundaron la negativa en su carácter de Testigos de Jehová. La Corte Suprema –con los votos de los jueces Adolfo R. Gabrielli, Abelardo F. Rossi, y Elías P. Guastavino, y la disidencia de los jueces César Black y Carlos A. Renom– hizo lugar al amparo, sobre la base de considerar que la medida cuestionada era desproporcionada (cfr. cons. 12 del voto de la mayoría). Respecto de esta aplicación de la proporcionalidad, cfr. Cianciardo, J., El principio de razonabilidad. Del debido proceso sustantivo al moderno juicio de proporcionalidad, Ábaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 2004, cap. 2. 106.  Idem, p. 144. En el ámbito constitucional español ha tenido lugar una discusión en torno a si existe o no un derecho fundamental a la objeción de conciencia. El TC ha dicho que sí, que se infiere del 16 CE, puesto que las libertades ideológica y religiosa reconocidas por el art. 16.1 no se limitan al plano especulativo, sino que comportan, también, la libertad de obrar conforme a los requerimientos morales de la respectiva ideología o religión. Según Antonio


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6.  Ideas finales y conclusiones Podrá pensarse, quizá, utilizando una expresión castiza, que lo dicho “sabe a poco”, es decir, que las pautas anteriores son excesivamente laxas, poco claras o que necesitan aún concreción. Desde cierto punto de vista es así, y creo que no podría ser de otro modo, por dos órdenes de razones. En primer lugar, porque se trata de un campo en el que el Derecho conecta con la Ética y con la Política de modo bastante nítido. Es un ámbito gobernado por principios más que por reglas rígidas y concretas. Ahora bien, que estemos ante principios no conlleva arbitrariedad, laxitud o falta de claridad. Sí, quizá, en pensadores contemporáneos que aceptan la conexión mencionada entre Derecho, Moral y Política pero carecen de una teoría de la razón práctica 107. No entre quienes aceptan la existencia de un hábito específico que vincula los principios con las circunstancias: la prudencia. Por otro lado, en un segundo orden de razones, debe tenerse presente, siguiendo a Millán Puelles 108, que la moral (la justicia también) es relativa en su materia y absoluta en su forma. Esto significa lo siguiente. En el qué, es relativa: a) a la naturaleza humana, b) al tipo o modalidad en que cada cual realiza en sí mismo esa naturaleza (soy hombre, argentino, padre, abogado, etc.); c) a las circunstancias. En su forma, en cambio, la moral es absoluta: verificada la materia el deber es obligatorio, no optativo. Ahora bien, hay muy pocos deberes que son universales en su materia: son los absolutos morales. Visto esto desde una perspectiva aplicable a lo que se viene exponiendo: no podemos confundir universalidad con absolutez. No hace falta universalizar lo que no es universal (las obligaciones de justicia que nacen del tipo o de las circunstancias) para conferir carácter absoluto a las obligaciones. En otros términos: no hay que temerle a la historicidad Luis Martínez-Pujalte, sólo cabe hablar de objeción de conciencia cuando nos encontramos ante la negativa de un sujeto al cumplimiento de un deber jurídico por razones morales, y no por otro tipo de motivos; y desde la óptica constitucional el anclaje de la objeción de conciencia en el art. 16.1 de la Constitución obliga además a concluir que la objeción de conciencia que la Constitución protege es sólo aquella que se funde en los imperativos morales de una ideología o religión conocidas (cfr. idem, pp. 144-145). 107.  Cfr., por ejemplo, la crítica de J. A. Seoane a R. Alexy respecto de este aspecto en Seoane, J. A., “Un código ideal y procedimental de la razón práctica. La teoría de la argumentación de Robert Alexy”, en Serna, P. (dir.), De la argumentación jurídica a la hermenéutica: revisión crítica de algunas teorías contemporáneas, Comares, Granada, 2005, pp. 105-196. 108.  Cfr. Millán Puelles, A., Ética y realismo, Rialp, Madrid, 1999, pp. 110-116. Cfr., asimismo, Rhonheimer, M., La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, trad. de C. Mardomingo, C., Rialp, Madrid, 2000, pp. 348-368.


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de la ley natural, pues esa historicidad no le quita un ápice de absolutez a su preceptos. Cambiando de enfoque, cabe preguntarse, antes de pasar a las conclusiones –que se expondrán de modo puntual– qué elementos de la estructura de los derechos humanos les proporciona su característica universalidad, y qué lugar ocupan dentro de la estructura de los derechos. Algo se ha dicho ya sobre esto, pero vale la pena profundizarlo y contextualizarlo, siquiera brevemente. En mi opinión, los derechos humanos poseen un triple sustento: la dignidad humana, que determina la inviolabilidad y la universalidad, el cómo tratar los derechos; la naturaleza humana, que indica cuál es el contenido básico de cada uno de los derechos; y las circunstancias sociales, políticas y económicas, a la luz de las cuales cada derecho acaba apareciendo con su perfil nítido. Los dos primeros elementos son universales: se encuentran presentes en todos los seres humanos. De allí surge, pues, la universalidad de todos los derechos. Llegados hasta aquí, corresponde dejar constancia de las principales conclusiones a las que se ha ido llegando en las páginas anteriores. El fenómeno de la migración pone a prueba el contenido y el nivel de resistencia de los derechos humanos. Resulta necesario, en este sentido, conciliar la universalidad de derechos con la diversidad, huyendo tanto de un asimilacionismo frustrante del derecho a la identidad cultural como de un relativismo que –al negar la universalidad– acabe con la noción misma de derechos humanos. En esto último, es decir, en la negación del carácter universal de los derechos –o, al menos, en la negación de algunas de sus implicancias importantes– incurren también en ocasiones las posturas asimilacionistas, aunque casi siempre con referencia a los derechos sociales. No parecen existir razones de peso para trazar distinciones fuertes entre el tratamiento jurídico que debe brindarse a los derechos de primera generación y el que corresponde dar a los derechos de la segunda generación. Desde el sustrato que proporciona la conclusión anterior, no resulta consistente el intento de imponer a los migrantes el respeto de los derechos humanos de la primera generación –intento que en sí mismo es plausible– con el rechazo a esas mismas personas del disfrute de los derechos de segunda generación, la mayoría de las veces sólo con argumentos economicistas. Tampoco parece sustentable el intento exactamente contrario que lleva a cabo el multiculturalismo relativista. La superación de la aporía multiculturalista pasa por encontrar un camino que permita conciliar la universalidad de los derechos con el respeto a la


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identidad cultural. Dicho camino debe tener en cuenta que: a) los derechos humanos son derechos de la persona; b) la persona lo es en un determinado contexto social y cultural. La identidad personal es siempre, necesariamente, también identidad cultural; c) teniendo en cuenta lo anterior, resulta necesario, en primer lugar, asegurar la igualdad de todos los seres humanos en el disfrute de sus derechos humanos, y, en segundo lugar, promover las diferencias que afirmen a cada cual en su identidad cultural y personal. Queda en el tintero –aunque se trata de ideas que han inspirado las páginas anteriores–, como vía a recorrer, la necesidad de profundizar en la vinculación entre la noción de bienes humanos básicos y en su absolutez (en última instancia, en la noción de naturaleza humana) con los problemas abordados aquí. Se trata, en mi opinión, del único camino viable para acabar de conciliar multiculturalismo y universalidad, o de asegurar la cohesión de la sociedad y de las sociedades. Como se ha afirmado recientemente, esta aspiración se vincula con el “principio y la virtud de la solidaridad. Pero se trata de una solidaridad bien entendida, es decir, de una solidaridad que entraña una actitud de reconocimiento mutuo que, a su vez, supone una igualdad e identidad de los sujetos en los aspectos a que se refiere el ámbito de la corresponsabilidad. Por lo tanto, la solidaridad como principio exige, al menos en cierta medida, una comunidad de fines, una cierta identidad entre los sujetos, esto es, una igualdad” 109.

109.  Díaz de Terán, M. C., “¿Es posible el universalismo en una sociedad multicultural?”, Persona y Derecho, 56 (2007*), pp. 191-201, pp. 200-201.



EL IMPACTO DE LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS EN LAS CONSTITUCIONES IBEROAMERICANAS Carlos Hakansson

Abstract: “The Universal Declaration of Human Rights meets sixty years, but their impact on modern constitutions has not been the most favourable to becoming the single source of reference for the recognition of the rights at the international level, in fact has resulted in a incontinence approval treaty specialized in this field. While the structure of the catalogues of rights in the constitutions of European and Latin American fifties have been influenced by this international instrument, have also been receiving the call fragmentation and inflation rights, the tendency to declare rights without worrying about their proper protection”. Sumario: 1. La tradición constitucional en el reconocimiento de los derechos y libertades; 2. La Declaración Universal de Derechos Humanos en el marco del Derecho internacional; 3. El impacto de la Declaración Universal en las constituciones iberoamericanas; 4. El panorama después de sesenta años.

1.  La tradición constitucional en el reconocimiento de los derechos  y libertades

Las primeras declaraciones de derechos, desde la Carta Magna inglesa de 1215 hasta la histórica Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, se inspiraban en esa idea medular del derecho constitucional: limitar el poder para proteger una esfera de derechos y libertades a los ciudadanos. Ello fue posible gracias a que la doctrina de los derechos nació sobre las siguientes bases. En primer lugar, la firme creencia en una naturaleza del hombre con su igualdad esencial y dignidad; y, segundo, la existencia de un amplio acuerdo sobre lo fundamental (lo mismo que dePersona y Derecho, 59 (2008**) 57-75

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cir un consenso ético social básico) 1. ¿Cuáles eran estos presupuestos? En concreto nos referimos aquellos que dieron origen a lo que hoy conocemos como derecho constitucional y que se encuentran, precisamente, en los países creadores y difusores del constitucionalismo (El Reino Unido, los Estados Unidos y Francia). Por ejemplo, la Declaración de Independencia Americana (1776) nos dice que existen ciertas verdades auto evidentes que no necesitan demostración, como determinados derechos inalienables, como “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” 2. Sin embargo, el principal presupuesto se ha perdido ya que los derechos y libertades tradicionalmente reconocidos ya no son adscritos a la simple naturaleza del ser humano sino sólo a una condición del mismo, es decir, ya sea a la mujer, al niño, al anciano en situación de abandono, etc. Un problema surgido por la proliferación de instrumentos internacionales de protección a los derechos humanos a partir de la Declaración Universal de 1948. 2.  La Declaración Universal de Derechos Humanos en el marco  del Derecho internacional En la mansión de Dumbarton Oaks (agosto-octubre 1944), se llevó a cabo una conferencia con la finalidad de elaborar un proyecto para la creación de una organización internacional que reemplazara a la Sociedad de las Naciones 3; en ella, si bien el tema de los derechos humanos no tenía 1.  En el mismo sentido véase Pereira Menaut, Antonio-Carlos, Lecciones de Teoría Constitucional, Colex, Madrid, 1997, p. 349. 2.  El párrafo completo de la Declaración dice: “[s]ostenemos como certeza manifiesta que todos los hombres fueron creados por igual, que su Creador los ha dotado de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad”; cfr. El texto de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América del 4 de Julio de 1776. De acuerdo con Fioravanti “[s]i la Revolución francesa tiende a combinar, en los términos que ya hemos visto, el modelo individualista con el estatista, definiéndose por oposición con el pasado de antiguo régimen y excluyendo totalmente la componente historicista, la revolución americana, por su parte, tiende a combinar individualismo e historicismo, excluyendo de sus propios horizontes las filosofías estatalistas europeas de la soberanía política. Y precisamente en esta combinación algunos ven la mejor expresión posible del constitucionalismo moderno en materia de derechos y libertades”; cfr. Fioravanti, Maurizio, Los derechos fundamentales, Trota, 2ª ed., Valladolid, 1998, p. 77. 3.  Dumbarton Oaks es una mansión en Georgetown (Washington D.C), donde los representantes de China, la URSS, EE.UU. y el Reino Unido se reunieron para formular propuestas para la creación de una institución de alcance internacional que finalmente se convirtió en la Organización de las Naciones Unidas.


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la trascendencia actual también estaba considerado. Pero fue un año más tarde, en la Conferencia de San Francisco (abril de 1945) cuando los representantes de los cuatro países líderes (EE.UU., Francia, Inglaterra, y la entonces URSS) decidieron efectuar cambios sustantivos en aquella primera conferencia de 1944, especialmente en materia de derechos humanos. Las propuestas podemos resumirlas en dos: a) Expresar de manera clara el conjunto de los derechos humanos entre los que debían figurar los derechos económicos, sociales y culturales. b) La necesidad de crear la Comisión de Derechos Humanos como una de las más importantes al interior de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Sin embargo era necesario estudiar debidamente estos derechos que, al ser derivados de la dignidad humana, por su especial naturaleza, son indivisibles e interdependientes, que no fueron creados por los Estados pues su origen es anterior, y que toda comunidad política tiene el deber de estar a su servicio para su plena protección y garantía. Por ello, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, preocupada en que sus fines sean debidamente interpretados por la Comunidad internacional, encomendó a la Comisión redactar un catálogo que esté inspirado precisamente en estos derechos, lo que significó la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la cual fue aprobada el 10 de Diciembre de 1948 por la Asamblea General, marcando así una nueva etapa en el Derecho internacional 4. Posteriormente, la misma Comisión que elaboró la Declaración, se le encomendó un Convenio de Derechos Humanos que sirva de complemento a esta y que a su vez conceptualice tanto los Derechos Civiles y Políticos como los Económicos, Sociales y Culturales. De esta manera, el sistema universal está compuesto por un conjunto de instrumentos y organismos creados gracias a la ONU. Las principales

4.  Sobre la Declaración Universal Álvarez Vita nos dice que “(...) la Conferencia Internacional de Derechos Humanos que se celebró en Teherán en 1968 –20 años más tarde– señaló el carácter de obligatoria observancia para toda la comunidad internacional de la Declaración Universal. Por si ello despertase alguna inquietud desde el punto de vista estrictamente jurídico del derecho internacional, sus disposiciones son citadas como fundamento de muchas decisiones importantes tomadas por órganos de las Naciones Unidas (...)”; cfr. Álvarez Vita, Juan, El Derecho al Desarrollo, Editorial Cuzco, Lima, 1988, p. 18; al respecto, la Declaración Universal de Derechos Humanos enuncia una concepción común a todos los pueblos de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana y la declara obligatoria para la comunidad internacional.; véase la Proclamación de Teherán, Conferencia Internacional de Derechos Humanos en Teherán el 13 de mayo de 1968.


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fuentes de este sistema son la Carta de Naciones Unidas (1945), la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), y, finalmente, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) 5. En este trabajo nos ocuparemos de analizar el fenómeno cultural y generacional de la Declaración Universal en las constituciones iberoamericanas al cumplir sesenta años de aprobación por la comunidad internacional. La Declaración Universal puede observarse como un referente que permite evaluar, en términos generales, la adecuación del comportamiento de los Estados en materia de derechos humanos pero en el ámbito internacional. No olvidemos que la Declaración tiene un especial significado para las Naciones Unidas por tratarse del punto de partida, con más fuerza moral que jurídica, y el código básico de referencia para la actividad desarrollada por sus instituciones, tanto en su tarea de codificación como las actividades de control desarrolladas por la Comisión de Derechos Humanos. En efecto, la Declaración Universal ha cumplido una importante función moralizadora que ha inspirado los posteriores desarrollos normativos en materia de derechos humanos 6, tanto en el plano internacional como nacional; una consideración afirmada por la Conferencia de Viena de 1993. Pero con relación a su contenido, consideramos que la Declaración debió restringirse a los derechos fundamentales sin incluir otros de dudosa procedencia y que lamentablemente han sido recogidos por algunas constituciones iberoamericanas, como la peruana de 1993; nos estamos refiriendo al llamado derecho al descanso y disfrute del tiempo libre, tomados por los constituyentes del artículo 24 de la Declaración Universal de 1948 7. Por otro

5.  A estos instrumentos hay que agregar los instrumentos internacionales que regulan situaciones particulares, como son aquellos que prohíben la discriminación hacia la mujer, los derechos del niño, la prevención y sanción contra la tortura, la esclavitud, entre otros. 6.  En su preámbulo descubrimos una clara referencia a las consecuencias del nazismo cuando nos dice que “[c]onsiderando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias (...)”. 7.  Efectivamente, en el mencionado artículo de la Declaración se lee que “[t]oda persona tiene derecho, al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”. En el artículo 2, inciso 22, de la Constitución peruana de 1993 encontramos similar reconocimiento “[a] la paz, a la tranquilidad, al disfrute del tiempo libre y al descanso, así como a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado al desarrollo de su vida”.


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lado, su origen y naturaleza debió estar llamada a convertirse en el único documento internacional sobre esta materia y no en la fuente de los demás pactos y tratados especializados sobre derechos humanos. Si bien la Declaración Universal ha servido de modelo a las constituciones iberoamericanas contemporáneas, su contenido tiene todo lo necesario para haber sido considerada como el único documento internacional de los derechos humanos; en su preámbulo destacamos el reconocimiento de la libertad, la justicia y la paz que tienen como base a la dignidad humana 8. También encontramos el reconocimiento a los derechos sociales (salud, educación, etc.), una clara influencia de la Constitución mexicana de 1917 que fue la primera en recogerlos en su catálogo de derechos 9. Pero tiempo más tarde, la comunidad internacional consideró necesaria la elaboración de unos pactos que desarrollarán los derechos reconocidos en la Declaración; unos instrumentos que de alguna manera han olvidado su importancia pero que, irónicamente, la histórica Declaración francesa de los derechos del hombre y ciudadano de 1789 y el Bill of Rights de la Constitución norteamericana siguen siendo un referente para el constitucionalismo 10, pese a que la primera es una declaración de la libertad mientras que la segunda es una jurisdicción de la libertad. Los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, también conocidos como los pactos de Nueva York, incluyen el desarrollo de la totalidad de los derechos humanos enunciados en la Declaración Universal. Cada uno de los pactos regulan por separado una especial categoría de derechos. El Pacto de Derechos Civiles y Políticos se ocupa de los derechos clásicos a la vida, la integridad, la prohibición de la tortura, la libertad personal, la tutela judicial efectiva, las libertades de pensamiento, opinión, asociación y reunión, el derecho a la intimidad y a la vida familiar, a la personalidad jurídica o los derechos específicos de las minorías. El Pacto de Derechos

8.  “Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana (...)”; cfr. El preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos.   9.  La declaración de derechos sociales se encuentra en los artículos 3, 27, 28 y 123 de la Constitución mexicana de 1917, y se refieren a la educación, al agro, al régimen de propiedad y al aspecto laboral; véase a Carpizo, Jorge, Madrazo, Jorge, “El Sistema Constitucional mexicano”, en García Belaunde, Domingo, Fernández Segado, Francisco, Hernández Valle, Rubén (coords.), Los Sistemas Constitucionales Iberoamericanos, Editorial Dykinson, Madrid, 1992, p. 576. 10.  Las diez primeras enmiendas de la Constitución estadounidense (1787) constituyen el Bill of Rights y fueron incorporadas en bloque en 1791.


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Económicos Sociales y Culturales, en cambio, recoge el derecho al trabajo y su desarrollo en condiciones dignas, los derechos sindicales, a la seguridad social, la protección familiar, educación y cultura 11. El disfrute de ambos responde a los principios de igualdad en interpretación favorable a los derechos humanos que deben ser respetados por todos los Estados. La adopción de los dos pactos constituye un cambio en el tratamiento de los derechos humanos por la comunidad internacional, ya que se trata de normas que imponen obligaciones jurídicas directamente vinculantes para los Estados partes. No obstante, ha de señalarse que mientras que el Pacto de Derechos Civiles y Políticos define obligaciones autoaplicables, asumiendo los Estados el deber de reconocimiento y garantía inmediata de los derechos 12, el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se concibe más bien como un instrumento donde los Estados asumen el compromiso para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, la adopción de medidas legislativas y la plena efectividad de los derechos reconocidos. El contenido del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos puede dividirse en dos grandes materias. Por una parte se reconoce un catálogo de derechos y libertades; por otra, el Pacto contiene una parte orgánica en la que se crea una institución denominada el Comité de Derechos Humanos 13, integrado por dieciocho miembros de gran integridad moral y competencia profesional. Dichos miembros son elegidos y desempeñan sus funciones a título personal en calidad de expertos 14. La elección de los mismos se produce en el seno de una reunión de los Estados partes del pacto, gracias a una lista de candidatos elaborada por el Secretario General donde se incluyen las propuestas presentadas por los Estados 15. El mandato es de cuatro años y se renueva por mitades para garantizar la continuidad de sus trabajos 16. En cambio, en el Pacto 11.  Véanse los artículos del 7 al 15 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. 12.  Véase el artículo 2.1 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos. 13.  Véase Castañeda Otsu, Susana, “La Jurisdicción Supranacional”, en Derecho Procesal Constitucional, volumen II, Jurista editores, 2004, pp. 1028-1030; Fernández Segado, Francisco, “Los nuevos desafíos de nuestro tiempo para la protección jurisdiccional de los derechos”, Revista del Instituto de Ciencias Políticas y Derecho Constitucional, Año VII, Nro. 6, Huancayo (1998), pp. 53-137. 14.  Véase el artículo 28 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. 15.  Véase el artículo 30 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. 16.  Hay que señalar que el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales no ha creado ningún órgano especial de control, asignando más bien al ECOSOC las funciones de


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internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se establece que los informes que presenten los Estados partes sobre los avances y medidas adoptadas para la progresiva realización de estos derechos serán presentados al Secretario General de las Naciones Unidas 17, quien enviará copias al Consejo Económico y Social para que los examine conforme a lo dispuesto por el pacto 18. Para terminar esta primera parte, consideramos que la Declaración Universal de los derechos humanos debía convertirse en el referente de los Estados democráticos al momento de redactar el catálogo de derechos en sus constituciones, pero su impacto ha dado lugar a una serie de documentos que la han relegado, como es el caso de los pactos internacionales de Nueva York y las convenciones regionales, tanto americana como europea. En nuestra opinión el contenido de la Declaración Universal era suficiente para aprobar un solo tratado e incorporar la creación de un órgano supranacional para la protección de los derechos, por la vía un protocolo facultativo suscrito por los Estados que deseen someterse a su competencia contenciosa 19. Por eso, consideramos que la Declaración Universal en vez de

supervisión previstas en el mismo pacto; véase su artículo 16.2. Cabe decir también que el ECOSOC puso en práctica distintos medios para cumplir las funciones asignadas, hasta que mediante la Resolución 1985/17, de 28 de mayo, se creó el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, para establecer un órgano que sea paralelo al Comité de Derechos Humanos. 17.  El artículo 16, inciso 2(b), del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales nos dice que “[e]l Secretario General de las Naciones Unidas transmitirá también a los organismos especializados copias de los informes, o de las partes pertinentes de éstos, enviados por los Estados Partes en el presente Pacto que además sean miembros de estos organismos especializados, en la medida en que tales informes o partes de ellos tengan relación con materias que sean de la competencia de dichos organismos conforme a sus instrumentos constitutivos”; una disposición similar encontramos en el artículo 40, inciso 3, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. 18.  Véase el artículo 16, incisos 1 y 2, del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Sin embargo, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos también establece que “[e]l Comité estudiará los informes presentados por los Estados Partes en el presente Pacto. Transmitirá sus informes, y los comentarios generales que estime oportunos, a los Estados Partes. El Comité también podrá transmitir al Consejo Económico y Social esos comentarios, junto con copia de los informes que haya recibido de los Estados Partes en el Pacto” (cfr. Artículo 40); y además que “[e]l Comité presentará a la Asamblea General de las Naciones Unidas, por conducto del Consejo Económico y Social, un informe anual sobre sus actividades”; (cfr. Artículo 45). 19.  Una afirmación que suscitará cierta polémica pues, como sabemos, la Declaración Universal se aprobó mediante Resolución de la Asamblea General y es un documento con más fuerza moral que jurídica; sin embargo, teniendo en cuenta su contenido, la comunidad inter-


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ser un referente para el desarrollo e interpretación judicial de los catálogos de derechos humanos en las constituciones de cada Estado, ha dado lugar a un activismo normativo de la comunidad internacional para aprobar un conjunto de instrumentos a escala mundial, pero de dudosa observancia en los países en vías de desarrollo. De esta manera, para tener una aproximación al problema de la proliferación de textos internacionales que reconocen derechos fundamentales, a nivel regional nos encontramos con la convención europea de derechos humanos (1950), la convención americana de derechos humanos (1969), así como la carta africana de derechos humanos y de los pueblos (1981); por otra parte descubrimos un conjunto de acuerdos internacionales para reconocer derechos en un Estado o condición particular como la convención sobre la esclavitud de 1926 (ampliada por un protocolo de 1953), la convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial (1965), la convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (1979), la convención contra la tortura y otros tratos y penas crueles, inhumanos o degradantes (1984), y la convención sobre los derechos del niño (1989), entre otros. Todos ellos reconocen y detallan un conjunto de derechos que, expresamente o en vías de interpretación, se encuentran recogidos en la Declaración Universal de 1948 20, propiciando

nacional pudo haber aprobado un solo tratado internacional que reconociera universalmente los mismos derechos y sus mecanismos de protección para evitar, en la medida de lo posible, una proliferación de tratados y convenciones internacionales. Como mencionamos, se trata de una afirmación polémica por las distintas circunstancias que atravesó la humanidad al final de las guerras mundiales, así como el comienzo y final de la guerra fría, pero no carente de algún sentido pues creemos que lo más importante es la calidad que la cantidad de normas, es decir, el efectivo reconocimiento y protección de los derechos humanos en una sola norma internacional que en varias independientes. 20.  Por ejemplo, en el mismo preámbulo podemos comprobarlo cuando nos dice que “(...) los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”; además, el artículo 2 reconoce el derecho que “[t]oda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”; el artículo 4 que “[n]adie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre, la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas”; y el artículo 5 que nos dice que “[n]adie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”; cfr. El preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.


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una inflación y fragmentación de los derechos y libertades, un fenómeno que también observamos en las constituciones iberoamericanas. 3.  El impacto de la Declaración Universal en las constituciones iberoamericanas

Al aprobarse la Declaración Universal de los derechos humanos se dio lugar a una corriente imparable de acuerdos internacionales que repercutieron en las constituciones europeas continentales e iberoamericanas. De esta manera, las llamadas constituciones surgidas después de las guerras mundiales fueron especialmente sensibles para la incorporación de extensos catálogos de derechos y libertades; por eso observamos en la actualidad una cantidad de derechos reconocidos en sus textos. Una tendencia que nos parece que es algo desproporcionada, y un tanto irreal si la medimos en función al grado de su aplicación efectiva, sobre todo en los países en vías de desarrollo. En su mayor parte este incremento se debe a la incorporación de prestaciones del Estado de contenido económico y social. Un crecimiento que conduce a la desnaturalización del concepto inicial de los derechos; pues, el proceso de añadir nuevas prestaciones sociales podría resultar negativo para la idea de Constitución. Por lo menos provocaría su desprestigio en los ciudadanos al constatar que muchos de ellos no son de aplicación inmediata. En una primera etapa histórica en la elaboración de constituciones, las constituciones iberoamericanas, anteriores a las guerras mundiales, combinaron los derechos individuales procedentes de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, con la Carta de Derechos de la Constitución Norteamericana de 1787, que se incorporó con las diez primeras enmiendas en 1791 21. En un solo catálogo las primeras constituciones iberoamericanas combinaron dos modelos distintos, pues la Declaración francesa de 1789 es un documento filosófico y no jurídico como el Bill of Rights estadounidense; como sostiene Kriele “[p]ara los franceses, la Declaración (de los derechos humanos) es tan sólo una obra maestra de la oratoria, los artículos están ahí en su pureza

21.  La Carta de Derechos estadounidense, conocida como el Bill of Rights, está compuesta por las diez primeras enmiendas de la Constitución y fueron aprobadas en bloque en 1791.


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abstracta, en el brillo de su majestad y del dominio de la verdad sobre los hombres. Ningún tribunal puede usarlos para apoyar una pretensión o para fundar una decisión. Los franceses escriben para la enseñanza del mundo entero; los constituyentes americanos, en cambio, han redactado los artículos de sus declaraciones para la utilidad y el agrado de sus conciudadanos” 22. La influencia francesa en la emancipación de las colonias españolas y creación de sus primeras instituciones independientes, llevo a los países iberoamericanos a abusar en el reconocimiento de derechos y libertades en la historia de sus textos constitucionales, pese a incorporar artículos de la Constitución norteamericana de manera casi literal. La redacción de los derechos reconocidos en la Constitución argentina es semejante al Bill of Rights estadounidense de 1791 porque declara los derechos reconocidos en grandes párrafos en lugar de su sólo enunciado 23, a diferencia del resto de constituciones iberoamericanas después de las guerras mundiales que son similares y que por un lado parecen influencias por la Constitución española de 1978, y por otro, del derecho internacional público como la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, su Protocolo Facultativo, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales 24. En efecto, en algunas constituciones iberoamericanas se reconocen derechos como “a la paz” 25 o “al desarrollo”. La razón se debe a utilizar como fuente de inspiración los pactos, convenciones o declaraciones internacionales que tienen una naturaleza distinta, pues, se redactan como aspiraciones de la comunidad internacional y carecen de garantías 26. El desborde normativo que desencadenó la Declaración Universal a escala mundial no es tan preocupante por la cantidad de tratados, pactos y

22.  Véase Schnur, Roman, en Kriele, Martín, Introducción a la Teoría del Estado. Fundamentos Históricos de la Legitimidad del Estado Constitucional Democrático, Depalma, Buenos Aires, 1980, p. 206. 23.  Véase la Constitución argentina de 1853/60 enmendada en 1994 que, pese a su reforma total, sigue teniendo un gran parecido con la Constitución federal de los Estados Unidos de 1787. 24.  Es más, la disposición final número cuarta establece que los derechos en la Constitución peruana se interpretarán conforme a ellos. 25.  El derecho a la paz también se encuentra en la Constitución colombiana (artículo 22) pero de acuerdo con su artículo 85 no le reconoce aplicación directa ante los tribunales. 26.  La paz, el desarrollo y el patrimonio común de la humanidad son conocidos como derechos de tercera generación por la comunidad internacional.


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convenciones suscritas sino por la difusión de algunos problemas de fondo que pueden, irónicamente, ser contraproducentes para los derechos humanos; entre ellos la inflación y fragmentación y de los derechos y libertades, los derechos sociales y los deberes en los textos constitucionales; finalmente, el más grave de todos, la relativización del ser humano como único titular de los derechos, al encontrarse casi desplazado por el concepto o idea de grupo.

a)  La cantidad de derechos y libertades (la inflación de los derechos) Los catálogos de derechos y libertades son extensos y detallados por influencia de los tratados internacionales de derechos humanos. Se pueden contabilizar casi más de cuarenta derechos; por otra parte, si bien es cierto que la redacción del catálogo difiere del estilo de la Constitución estadounidense, todas suelen incluir de manera casi literal la enmienda novena de la Carta de 1787 que dice: la enumeración de derechos no es exhaustiva y que no deberá interpretarse como una negación o disminución de otros derechos que retiene el pueblo 27. En los actuales regímenes autoritarios de Bolivia, Ecuador y Venezuela por ejemplo 28, se reconocen derechos que no se encuentran debidamente garantizados. Por eso, la incorporación de la novena enmienda norteamericana (cláusula de los derechos implícitos o innominados) responde más a los modelos judicialistas que normativistas; en efecto, el reconocimiento y protección de otros derechos constitucionales requiere una concepción del Derecho distinta a la ofrecida por el positivismo, que es la corriente jurídica dominante en las constituciones iberoamericanas 29. En todo caso, esta cláusula será más o

27.  Véanse los artículos 33, 50, 94 y 3 de las constituciones de Argentina (artículo 33), Colombia (artículo 94), Perú (artículo 3) y la Constitución venezolana de 1961 (artículo 50). 28.  En la actualidad los Estados de Bolivia y Ecuador se encuentran en un polémico proceso constituyente, en el cual no habrá discusión para incorporar y “reconocer” derechos y libertades en generosas declaraciones pero sin una adecuada y real garantía cuando esos textos sean aprobados y entren en vigencia, un proceso similar atravesó el Estado venezolano años atrás. 29.  La frontera entre judicialismo y normativismo debe quedarnos clara para comprender los presupuestos de la novena enmienda de la Constitución norteamericana, en ese sentido Pereira Menaut nos dice que “el Derecho es plural, no monista. La visión judicialista ayuda a percibir esa pluralidad porque, si el Derecho consiste en sentencias que resuelven casos concretos, ex definitione no formará un sistema completo, cerrado ni perfecto. Un normativista


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menos retórica en relación con el grado de independencia e inamovilidad que posean los jueces. b)  El detalle de derechos constitucionales (la fragmentación de los derechos) El extenso catálogo o lista de derechos sólo se obtiene detallando los derechos fundamentales originarios de libertad, igualdad y participación. A su vez, vemos que la libertad de expresión subyace en la libertad de enseñanza, la libertad de asociación en los derechos de sindicación y de fundar partidos políticos. El derecho de participación también lo encontramos en el reconocimiento a intervenir en asuntos públicos, etc. La causa puede deberse a que los constituyentes prefieren especificar los derechos y libertades para evitar que la judicatura interprete la Constitución; la aparición de los tribunales constitucionales y su jurisprudencia en algunos Estados iberoamericanos y europeos a empezado a cambiar esta idea. c)  Los derechos sociales La Declaración Universal recoge los derechos sociales a la salud, bienestar, educación y la cultura 30. Como no es difícil de constatar, la realizaextremo será, posiblemente, monista y sistemático y querrá convencernos de que el Derecho consiste sólo en normas; en cambio, un judicialista extremo siempre tendrá que admitir principios y regulae iuris generales, aunque sólo sean las producidas por la jurisprudencia y sus comentadores”; cfr. Pereira Menaut, Lecciones de Teoría..., cit., p. 269. 30.  El artículo 25 de la Declaración Universal establece que “1. [t]oda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad. 2. La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de matrimonio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección social”. El artículo 26 de la Declaración nos dice que “[t] oda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los medios respectivos. 3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. Finalmente, el artículo 27 recoge el derecho que toda persona tiene “(...) a tomar parte libremente en la


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ción de las prestaciones sociales es desigual en los países iberoamericanos y está sujeta a las condiciones económicas de cada momento. Por ese motivo, su constitucionalización afecta el desarrollo de un sentimiento constitucional entre los ciudadanos cuando la precariedad económica impide hacerlos efectivos 31. La Constitución chilena no contiene disposiciones que autoricen la intervención del Estado en la economía aunque sí reconoce algunos derechos sociales 32; como el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, que goza de garantía jurisdiccional 33, el derecho a la salud 34, que en la práctica se manifiesta en las prestaciones que el Estado realiza a los desposeídos y la libertad de optar al sistema público o privado de salud, siendo justiciable este derecho. Entre los derechos que no gozan de garantía judicial mencionamos el derecho a la gratuidad de la educación básica 35, el derecho a una remuneración justa 36 a la negociación colectiva, y a la huelga, prohibiéndose su ejercicio para determinados gremios 37.

vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. 31.  Sobre la extensión del catálogo de derechos y libertades de la Constitución peruana, la opinión de Sardón es que desde la Carta de 1979 “(...) contuvo la más extensa de las enumeraciones de los derechos del hombre que jamás hayamos tenido en el Perú. Ella llevó al extremo el llamado constitucionalismo social –introducido entre nosotros por la Constitución de 1920– al establecer los derechos a la vivienda decorosa, a la seguridad social universal, al seguro de desempleo y un muy largo etcétera. ¿Cuál es el problema con esta clase de dispositivos constitucionales? Ellos expresan aspiraciones legítimas, pero, a ser planteadas como derechos, levantan las expectativas ciudadanas a un punto que el Estado –más aún si se trata de uno pobre y subdesarrollado como el nuestro– no puede necesariamente atender. Esta clase de normas no son, entonces, políticamente inofensivas”; cfr. Sardón, José Luis en el estudio preliminar de Chirinos Soto, Enrique, La Constitución de 1993, Nerman, Lima, 1996, p. 1. En el mismo sentido, véase Pérez Campos, Magaly, “Reforma Constitucional en el área de los Derechos Fundamentales: elementos para la discusión” en el colectivo Una Constitución para el Ciudadano, Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, Caracas, 1994, p. 360. 32.  Cabe advertir al lector que en la Constitución chilena el catálogo de derechos están contenidos en un solo texto, a diferencia de las constituciones iberoamericanas contemporáneas que separan los derechos individuales de los sociales por una decisión de los constituyentes, que a llevado a la doctrina chilena a decir que su Constitución no contiene un catálogo de derechos sociales, sino más bien unas aspiraciones sociales reconocidas constitucionalmente. 33.  Véase el artículo 19, inciso 8, de la Constitución chilena de 1980. 34.  Véase el artículo 19, inciso 9, de la Constitución chilena de 1980. 35.  Véase el artículo 19, inciso10, de la Constitución chilena de 1980. 36.  Véase el artículo 19, inciso 16, de la Constitución chilena de 1980. 37.  Martínez Estay, José Ignacio, Jurisprudencia Constitucional española sobre derechos sociales, Cedecs, Barcelona, 1997, p. 57.


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Los derechos sociales en la Constitución peruana no están protegidos por la acción de amparo; sin embargo se tomaría como una política impopular si los excluye de los textos constitucionales, pues, la acepción de Constitución que existe en Iberoamérica se encuentra más cercana a un mandato al legislador; recordemos que las constituciones no nacieron para resolver el problema de la pobreza ni los problemas sociales, nacieron para limitar el ejercicio del poder político, por eso, incorporar largos catálogos de derechos sociales podría volverse en contra de la Constitución si el Estado no cuenta con los medios económicos para realizarlos 38. Una solución intermedia que evite una interpretación insolidaria de la Constitución podría ser reconociendo los derechos y aspiraciones sociales en sus preámbulos como una declaración de intenciones del constituyente. d)  Los deberes en los textos constitucionales La inclusión de artículos relativos a los deberes cívicos parece contradictoria con el fin de una carta magna y también es herencia de los tratados sobre derechos humanos 39. La Constitución es una herramienta para asegurar los derechos de los ciudadanos y las leyes existen para establecer sus obligaciones. La aparición de los “deberes” está en concebir a la Constitución como un documento que organiza al Estado y a la Sociedad 40; entre ellos destacamos: el deber de honrar al país y a sus símbolos patrios 41, de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios, el obrar con 38.  En el mismo sentido, Martínez Estay nos dice que “(...) la constitucionalización de derechos sociales tiene pocos efectos prácticos. No supone más que la incorporación a la Constitución de un programa de política-social, que, de no ser dotado de contenido por el legislador, no da origen a ningún derecho en sentido jurídico”; cfr. ibid, p. 333. 39.  Por ejemplo, tanto el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, como el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (ambos de 1966) incorporan una expresa referencia a los deberes del individuo respecto a los demás (véase el preámbulo de cada pacto internacional). 40.  La Comisión de bases para la reforma constitucional del Perú convocada por el Gobierno transitorio del Presidente Valentín Paniagua (2001) consideró la necesidad de mantener el título a los deberes de la persona sosteniendo que “[e]n la medida que todo derecho conlleva uno o más deberes frente a los demás, se considera conveniente incorporar una enumeración de deberes ciudadanos tomando en cuenta lo dispuesto por la Carta de 1979, sin perjuicio de los demás que estén previstos en la Constitución o en la ley”; cfr. Comisión de Bases para la reforma constitucional del Perú, Ministerio de Justicia, Lima, 2001, p. 33. 41.  Véase el artículo 22 de la Constitución chilena, y el artículo 38 de la Constitución peruana.


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solidaridad, el respeto a las autoridades democráticas, el mantenimiento de la paz 42. También es posible encontrar el deber de respetar, cumplir y defender la constitución 43. e)  El titular de los derechos se ha desdibujado Es el problema más grave producido por la proliferación de los tratados internacionales de derechos humanos. Como sabemos, un presupuesto de los derechos que se encuentra en crisis es aquel que daba por supuesta la vinculación indisoluble entre los derechos y el ser humano. Este golpe a la titularidad única de los derechos comienza con el final de la segunda guerra mundial 44. Como mencionamos, el Estado se convierte en cada vez más asistencialista, el reconocimiento de derechos sociales pasa de las leyes a la Constitución con excepción de algunos países como el Reino Unido y Canadá por ejemplo. La forma de las constituciones europeas continentales e iberoamericanas desde mediados del siglo XX empezó a experimentar un giro a partir de los derechos, un cambio que todavía está en marcha. Actualmente ese vínculo tiene unas fisuras ya que, en la práctica, el ser humano no sólo viene siendo titular de los derechos por su naturaleza y dignidad sino por alguna condición en concreto que el legislador determine oportunamente. Si el ser humano es único poseedor de los derechos en razón de su dignidad, una de las peores cosas que le podría ocurrir al constitucionalismo es que éste dejara de ser su titular. Son pocos los problemas que afectarían tanto al contenido de los derechos 45, pues, si se pierde el titular de los de-

42.  Véase el artículo 95 de la Constitución colombiana de 1991. 43.  Véase el artículo 38 de la Constitución peruana de 1993. 44.  Como afirma el Profesor Pereira Menaut “(...) hoy no siempre se proclaman los derechos del hombre sólo por ser hombre –como persona humana, según dice el art. 40 de la Constitución irlandesa–, y ni siquiera por ser ciudadano, sino por tener alguna condición particular, como ser trabajador, mujer, anciano (...), sin que ninguno de tales requerimientos específicos añada más calidad de hombre ni de ciudadano. No parece tratarse sólo de la corruptela de unos principios teóricos correctamente planteados en la ley o constitución, sino que varias magnas cartas posteriores a 1945 incorporan tales incorrecciones ya en su propio tenor literal: derechos de presos (art. 25.2 de la española), de los jóvenes y de los viejos (cfr. constituciones portuguesa y española), etc.”; cfr. Pereira Menaut, Lecciones de Teoría..., cit., p. 353. 45.  Véase el trabajo de Castillo Córdova, Luis, “Acerca de la garantía del contenido esencial y de la doble dimensión de los derechos fundamentales”, Revista de Derecho, n. 3, Universidad de Piura (2002), pp. 25-53.


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rechos se perdería con él su fundamento. Por eso, ya poco importa que la discusión se centre en si los derechos son “una concesión del soberano” o “que tienen un carácter absoluto”, “si su naturaleza es positiva”; cuando el golpe de gracia está en crear una confusión en torno a la titularidad de los derechos y libertades. En pleno siglo XXI, cuando la humanidad posee la más amplia protección de los derechos en el orden nacional y supranacional, su titular ya no es tan claro para la constitución 46. En efecto, hoy en día ya no se reconocen sólo los derechos del ser humano sino los derechos del grupo, es decir, del niño, de la mujer, del anciano en situación de abandono, los homosexuales, etc. Sin contar que las constituciones contemporáneas encargan a los poderes públicos que hagan efectiva la libertad de los individuos y los grupos, incluyendo los partidos políticos, sindicatos, etc. Según el tenor de estas constituciones parece como si los grupos fueran titulares originarios de estos derechos, lo cual crea una mayor confusión e incertidumbre. Consideramos que este problema reside en una nueva sensibilidad en torno a los derechos y libertades, dado que un error contemporáneo es pensar que la única razón para respetar o proteger a algo o alguien es que sea titular de ciertos derechos, lo que se convierte en una posición bastante discutible. De esta manera tenemos que el cuidado a las plantas y los animales supone el reconocimiento previo de unos derechos como si tuviesen dignidad. Las cumbres internacionales que culminan con alguna declaración de derechos deben realzar a la persona humana y su dignidad como su único titular. 4.  El panorama después de sesenta años Si nos detenemos en la evolución de los catálogos de derechos y libertades en las constituciones, hace ciento cincuenta años no había más que unas pocas declaraciones que eran más bien cortas. Es evidente reconocer que el final de las guerras mundiales se produjo una nueva sensibilidad en torno a los derechos humanos, pues ya no bastaba su reconocimiento por las constituciones estatales. La emblemática Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 requería de un esfuerzo jurídico y global por parte de la comunidad internacional para que, por medio de generosos catálogos de derechos y tribunales supranacionales para su pro-

46.  En el mismo sentido, véase Pereira Menaut, Lecciones de Teoría..., cit., p. 355.


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tección, se lograra realizarlos por todo el mundo. El llamado derecho al desarrollo dio lugar a la creación de los organismos no gubernamentales (más conocidas como ONG) para la difusión, entre otras tareas, de los derechos humanos pero estimulando también su politización y burocratización en las instancias estatales creadas expresamente para su protección. De esta manera, observamos hoy en día que las organizaciones no gubernamentales que proclaman, el aborto, la eutanasia, la defensa cerrada del medio ambiente como un bien en sí mismo y no por la protección de la naturaleza humana y su dignidad; así como el reconocimiento de los derechos de los homosexuales al matrimonio, por ejemplo, nos revela que algo no ha andado bien en la difusión de los derechos humanos en las últimas décadas y que se necesitan algunas precisiones así como esclarecimientos para evitar mayor confusión 47; entre ellas la idea errónea que pueda existir más de un titular de los derechos fundamentales. Al final de este trabajo, podemos decir después de sesenta años de aprobada la Declaración Universal no ha servido para que los catálogos de derechos humanos en las constituciones de muchos Estados iberoamericanos reflejen un acuerdo sobre lo fundamental, es decir, no se elaboran con la idea de constituirse en un acto de fe de sus redactores, sino más bien han pasado a ser sólo un acuerdo sobre lo procedimental, una técnica legislativa. Por tanto, para que la píldora del día siguiente, el aborto y la clonación sean admitidas bastará un reconocimiento expreso por el sistema jurídico estatal y, con una mayoría ocasional en el parlamento. No obstante, de acuerdo con una visión iusnaturalista de los derechos, por más que se hayan cumplido los procedimientos formales (proyectos de ley, discusión, debate, promulgación y reforma) los ciudadanos no deberán reconocer la legitimidad de esos actos dado que son prácticas inconstitucionales. Se puede observar además la gran contradicción que existe en el derecho constitucional contemporáneo, ya que, si bien existen tratados internacionales que reconocen a los derechos, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto de los Derechos Civiles y Políticos, el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, entre otras declaraciones de la ONU; numerosas instituciones de garantía para 47.  En el mismo sentido véase Massini, Carlos, “El concepto de derechos humanos: dos modelos de comprensión y fundamentación” en AA.VV., El derecho natural en la realidad social y jurídica, Academia de Derecho de la Universidad Santo Tomás, Santiago de Chile, 2005, p. 659.


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su protección 48, pero, pese a este soporte normativo se difunden muchos errores: su titular (el ser humano) se encuentra desdibujado, se empiezan a jerarquizar los derechos humanos, se cree además que ellos pueden entrar en conflicto unos con otros, y frente a esto el aborto y la amenaza de clonación humana. Sin contar además que las consecuencias del once de septiembre también han repercutido en el mundo entero devaluando más los catálogos de derechos humanos, ya que no es extraño encontrar fuera de ellos más controles, más seguridad, más refuerzos policiales, más preguntas que contestar y cuestionarios que resolver, y un cierto temor al momento de visitar o transitar por lugares o zonas propicias para un inesperado atentado terrorista a escala mundial. Todas ellas son medidas extremas que refuerzan la seguridad, pero siempre a costa de la libertad individual. Cabe decir que el constitucionalismo nunca estuvo exento de problemas para su realización a escala mundial, que sigue siendo un camino largo y, por momentos, agrietado; también duro y, a veces, trágico; incluso para los países más desarrollados de donde justamente proceden estos errores conceptuales; sin embargo, si el objetivo primero y último de la Constitución es la defensa de derechos y libertades, pensamos que vale la pena enfrentarlos doctrinalmente. Los pasajes de la polémica obra de George Orwell, 1984, donde se nos relata un mundo futuro donde no existe la intimidad y libertad de pensamiento, nos ayudan a valorar los derechos de las generaciones futuras y su defensa con otras novelas que nos llenen de sentimientos de esperanza y solidaridad. Como la Antígona, que gracias a Sófocles se convirtió en la heroína capaz de asumir los valores éticos más profundos y pagarlos con su vida, todo un símbolo de resistencia contra cualquier forma de tiranía y violación a los derechos fundamentales. Los ciudadanos de una comunidad política no podrán sentirse seguros si no le son reconocidos todos los derechos constitucionales con igual jerarquía en las declaraciones de derechos humanos y que siempre incluya la cláusula de los derechos implícitos. El principio de unidad de la carta magna y la fuerza normativa de todas sus disposiciones, nos llevan a comprender que todos los derechos fundamentales gozan de igual importancia para la plena realización de la persona; la vida, dignidad, igualdad y libertad son atributos de la persona humana por el solo hecho de existir

48.  Debemos añadir que en Europa existen los criterios de Copenhague, para condicionar el ingreso de un nuevo socio de la Unión Europea si no respeta los derechos fundamentales.


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y de estar dotado de una conciencia moral; por tanto, son indisponibles para legisladores y jueces. Pensamos que el problema no ha sido la falta de declaraciones universales de las libertades, pues luego de sesenta años existen demasiadas, sino de una efectiva jurisdicción nacional y supranacional para conocer el contenido constitucional de los derechos, que no hay conflictos entre ellos, y la protección por igual de todas las libertades sin distinguirlas en jerarquías 49.

49.  Sobre estos problemas, véanse los trabajos de Toller, Fernando, Serna, Pedro, La interpretación constitucional de los derechos fundamentales. Una alternativa a los conflictos de derechos, La Ley, Buenos Aires, 2000; Castillo Córdova, Luis, Los Derechos Constitucionales. Elementos para una Teoría General, Universidad de Piura, Palestra editores, Lima, 2007; Cianciardo, Juan, El ejercicio regular de los derechos, análisis y crítica del conflictivismo, segunda edición, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2007.



EL DERECHO A LA PAZ A LA LUZ DEL DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO CONTEMPORÁNEO María Belén Olmos

Abstract: The conception of the peace as a human right has been included recently in the debate at international level. Over the past years the main controversial issue regards the incorporation of such right in the list of human rights established by the 1948 Universal Declaration. It can be said that there is a progressive trend towards the codification of a right to peace. There are different international instruments including the normative basis for this recognition. This article aims at analizing not only the recognition but also the content and the entitlement to the right to peace. Sumario: 1. Introducción; 2. El recorrido histórico del derecho a la paz en el derecho internacional; 3. La configuración jurídica del derecho a la paz en el orden internacional; 4. La posición del derecho a la paz en el cuadro general de los derechos humanos; 5. Contenido del derecho a la paz; 6. Titulares del derecho a la paz; 7. Consideraciones finales.

1.  Introducción A sesenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), resulta oportuno reflexionar acerca de la paz y de su inclusión dentro del catálogo de derechos humanos. Resulta, asimismo, de gran interés tomar en consideración las principales propuestas que desde la sociedad civil se han formulado en la materia. La paz ha estado siempre presente como valor y fundamento del ordenamiento jurídico internacional. A nivel de la doctrina del derecho internacional ha sido un tema del que los autores se han ocupado de manera constante a lo largo de la historia. Cabe recordar la aportación de Vitoria y la Escuela de Salamanca sobre la importancia de paz en el orden internacional. Entre otras importantes contribuciones, sin duda, hay que mencionar también el ideal kantiano de la paz perpetua revisado y aplicado a la situación internacional actual, el cual constituye uno de los principales Persona y Derecho, 59 (2008**) 77-96

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argumentos a favor de tal derecho desde un punto de vista filosófico 1. De lo que se trata en la actualidad es de lograr la cristalización de un derecho humano autónomo a la paz lo cual supondría un salto cualitativo respecto de la concepción tradicional de la paz como valor. En efecto, la cuestión de la consagración del derecho a la paz en el derecho internacional público contemporáneo es una de las cuestiones que mayor debate e interés por parte de la doctrina ha despertado en los últimos decenios a raíz de los recientes acontecimientos internacionales. Así, y a pesar de los esfuerzos de la Organización de Naciones Unidas por hacer efectiva la prohibición del uso de la fuerza, la realidad internacional exhibe la existencia de diferentes conflictos armados graves y sucesivos como los de Irak y de Afganistán, guerras silenciosas que se prolongan durante años y que arrojan un importante número de víctimas. Ante ello, la doctrina internacionalista ha procurado responder aportando distintas formulaciones del derecho a la paz para que sea incluido en un instrumento jurídicamente vinculante. Hay que señalar también la posición de la sociedad civil global que, ante tal estado de cosas, ha reaccionado reivindicando el derecho a la paz de diversas maneras. En cierto sentido podemos decir que las manifestaciones contra la guerra organizadas alrededor del mundo recuerdan de algún modo las reivindicaciones pacifistas de Mayo de 1968. En el presente trabajo se efectúa un análisis sobre los aspectos más relevantes del debate sobre la consagración del derecho humano a la paz a través del estudio de sus antecedentes, de los instrumentos jurídicos en los que se basa tal reconocimiento, del contenido de tal derecho y de los que serían los sujetos titulares del mismo. 2.  El recorrido histórico del derecho a la paz en el derecho internacional

En el derecho internacional público contemporáneo, el derecho a la paz puede ser contemplado desde diferentes perspectivas. Desde el punto de

1.  Los exponentes más importantes de la corriente neokantiana aluden a la importancia del derecho a la paz en la sociedad internacional contemporánea. Ver: Bobbio, Il problema della guerra e le vie della pace, Il Mulino, Bolonia, 1979; Ferrajoli, L., Razones jurídicas del pacifismo, Trotta, Madrid, 2004; Rawls, J., The Law of Peoples, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1999; Habermas, J., “Kants Idee des ewigen Friedens –aus dem historischen Abstand von 200 Jahren”, Kritische Justiz, 28 (1995), pp. 293-319 y Savarese, P., “Sergio Cotta: la pace al fondo del coesistere”, Rivista internazionale di filosofia del diritto, n. 2 (2003), pp. 286-290.


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vista estatal, implica la prohibición del uso de la fuerza o de la amenaza del uso de la fuerza. Asimismo, se puede considerar el derecho a la paz desde el punto de vista de los derechos humanos, en esta dimensión el derecho a la paz alude a la configuración de un derecho de tercera generación. Estas dos perspectivas no se excluyen mutuamente sino que son complementarias, y han estado presentes a lo largo de la trayectoria histórica del derecho a la paz como tendremos la oportunidad de analizar. Más aún, se puede afirmar que la consolidación del principio de prohibición del uso de la fuerza y del principio que afirma la promoción y protección de los derechos humanos como normas de base consuetudinaria, de ius cogens y de naturaleza erga omnes, ha sido prácticamente paralela. Como se recordará, en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial y a pesar del establecimiento de la Sociedad de Naciones el recurso a la fuerza se continuaba incluyendo dentro de los medios posibles para la solución de las controversias internacionales 2. El Pacto Briand-Kellogg significó el inicio de la configuración de la prohibición del uso de la fuerza como norma de ius cogens con carácter erga omnes 3. En 1945 la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la inclusión de la proscripción del uso de la fuerza en la Carta de la Organización terminó poniendo coto jurídico a la actuación unilateral de los Estados 4. En efecto, la Carta de la ONU incluyó como propósito el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Asimismo, en el artículo 2.3 de la Carta se incorporó el principio de arreglo pacífico de las controversias y en el artículo 2.4 se introdujo la prohibición del recurso a la fuerza en las relaciones internacionales en los siguientes términos: “los Miembros (...) se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas”. Dentro de la estructura institucional se previó la creación del Consejo de Seguridad como órgano específico cuyo rol es el de preservar la paz y 2.  Tradicionalmente en el derecho internacional se efectuaba la distinción entre ius ad bellum y ius in bello, derecho a la guerra y derecho de la guerra. 3.  Como se recordará el Pacto Briand Kellogg fue firmado el 27 de agosto de 1928. Aunque inicialmente fue firmado por Francia y Estados Unidos como tratado bilateral, fue presentado a otros Estados que también los firmaron. Paulatinamente, se fueron incorporando otros Estados mediante la adhesión hasta llegar a ser 57 Estados. 4.  Ver: Díaz Barrado, C. M., El uso de la fuerza en las relaciones internacionales, Ministerio de Defensa, 1991, y también: Díaz Barrado, C. M., El consentimiento, causa de exclusión de la ilicitud del uso de la fuerza en Derecho Internacional, Universidad de Zaragoza, 1989.


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la seguridad internacionales, mediante las funciones asignadas en cuanto al arreglo pacífico de las controversias cuando de ellas derive un peligro para la paz y seguridad internacionales (Capítulo VI) y de la intervención en casos de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión (Capítulo VII) 5. Con posterioridad, la adopción de resoluciones y declaraciones en la materia por parte de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad de la ONU contribuyó a reforzar la prohibición, aún cuando la práctica en este ámbito continuó demostrando conductas violatorias de la prohibición. Así, se puede citar como especialmente importante para el análisis la adopción de la Resolución 3314 (1974) que define el crimen de agresión perfeccionando el sistema establecido en la Carta 6. En lo que respecta a la consideración de la paz como derecho, ésta ha estado estrechamente unida al desarrollo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Sin dudas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos aportó el marco necesario para avanzar hacia el reconocimiento de un derecho a la paz como tal, aún cuando los primeros instrumentos internacionales que hacen alusión al mismo fueron adoptados fundamentalmente a partir del decenio de los setenta. Así, la formulación embrionaria del derecho a la paz se remonta a la Declaración de Estambul de 1969 adoptada durante la XXI Conferencia de la Cruz Roja 7. A partir de allí, da comienzo un periodo en el que sucesivas declaraciones y proyectos de resolución han tratado de avanzar hacia el reconocimiento de la paz como derecho individual y colectivo. En líneas generales, se puede afirmar que la cuestión sobre el derecho a la paz en el ámbito de Naciones Unidas será retomada con mayor atención en el decenio de los ochenta y más aún después del final de la guerra fría. En efecto, es durante el decenio de los noventa que comienzan a vislumbrarse nuevas perspectivas y nuevas posiciones tanto a nivel de la ONU como de los Estados miembros referidas a la paz y a una nueva concepción 5.  Sobre el funcionamiento en el derecho internacional contemporáneo del sistema de Naciones Unidas ver: Dinstein, Y., War, Agression and Self-Defence, Cambridge University Press, 2005. 6.  La Resolución 3314 puede consultarse en: <http://daccessdds.un.org/doc/RESOLUTION/GEN/NR0/739/16/IMG/NR073916.pdf?OpenElement> (10.05.2008). 7.  Ver Symonides, J., “Propuestas formales. El reconocimiento jurídico del Derecho Humano a la Paz”, I Congreso Internacional por el Derecho Humano a la Paz, Donosita-San Sebastián, 6-8 de mayo de 2004, disponible en <http://www.bakea-peace.org/Gesconet/webAnterior2004Bakea/downloads/symonides_ponencia.pdf> (20.05.2008).


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de la misma que incluye la codificación del derecho a la paz en un texto normativo a nivel del Derecho Internacional de los Derechos Humanos 8. A lo largo de los últimos veinticinco años, la mayor parte de la doctrina del derecho internacional público ha insistido con argumentos de peso en la necesidad del reconocimiento del derecho humano a la paz. En la actualidad, hay que señalar que las diversas posiciones doctrinales sobre el derecho a la protección (right to protection) o la responsabilidad de proteger (responsibility to protect) relativos a la tutela de la población civil durante los conflictos armados y al deber correlativo de los Estados de brindar protección efectiva vienen contribuyendo a la formulación del derecho a la paz 9. Desafortunadamente dichos esfuerzos doctrinales no se han visto reflejados en la adopción de un instrumento jurídico vinculante, cuestión que se encuentra aún pendiente. Para C. Villán Durán, “el camino está hoy más expedito, ya que se ha operado a lo largo de los años –tanto en la teoría como en la práctica–, una convergencia progresiva entre derechos humanos y paz: la paz supone los derechos humanos y éstos suponen la paz” 10. 3.  La configuración jurídica del derecho a la paz en el orden internacional

Al referirnos a los fundamentos del derecho a la paz indicaremos los principales instrumentos jurídicos que a nivel universal y regional que aluden al derecho a la paz analizando en qué términos viene conformándose el mismo, teniendo siempre presente que el fundamento último del derecho a la paz es la dignidad humana 11.   8.  Consultar por ejempo: Boutros-Ghali, B., An Agenda for Peace, Preventive diplomacy, peacemaking and peace-keeping, United Nations, New York, 1992.   9.  Entre otros importantes instrumentos en este aspecto, cabe citar: “The Responsibility to Protect” (2001), la Declaración del Milenio de Naciones Unidas (2005-UN Summit’s Declaration) y la Resolución del Consejo de Seguridad de N. U. sobre la protección de los civiles en los conflictos armados (2006-UN S.C. Resolution on Protection of Civilians in Armed Conflict. S/2006/1674). 10.  Villán Durán, C., “Hacia una declaración sobre el derecho humano a la paz”, Boletín del Observatorio de Derechos Humanos (octubre 2005), versión electrónica disponible en <http:// www.observatoriodelosderechoshumanos.org/newsletters/014__04-10-2005.htm> (10.05.2008). 11.  Cfr. Chueca Sancho, A., “La dimensión colectiva del derecho humano a la paz: contenido, acreedores y deudores”, en <http://www.seipaz.org/documentos/DHUMANOPAZ.pdf> (07.05.2008).


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Como instrumento cardinal de obligada referencia en la materia, debemos indicar que la Declaración de Derechos Humanos de 1948 incluyó en dos partes importantes de su texto alusiones indirectas al derecho a la paz 12. En el preámbulo de la Declaración se expresa que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. El artículo 26 de la DUDH dedicado al derecho a la educación, en el párrafo segundo contiene una referencia a la educación y a los objetivos que debe perseguir la misma, entre los que se incluye “el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales” contribuyendo además a “la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; (...) promoviendo el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”. Como se puede observar existe una directa mención a la educación en la paz y para la paz. Otro de los instrumentos que conforma la Carta Internacional de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (PIDCP) esboza tímidamente los contornos del derecho a la paz. En el preámbulo del PIDCP se expresa que “conforme a los principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables” 13. Otra disposición importante que debe mencionarse es el artículo 20.1 en el que se dispone que “toda propaganda en favor de la guerra estará prohibida por la ley”. Dicho artículo fue objeto de una posterior observación por parte del Comité de Derechos Humanos, órgano que controla la aplicación del Pacto 14. En la Observación nº 11 el Comité, además de recordar a los Estados la obligación de informar sobre la adopción de medidas legislativas y prácticas nacionales sobre la implementación de este artículo, aclaró que la prohibición establecida en el Pacto “abarca toda 12.  Ver “Declaración Universal de Derechos Humanos”, en <http://www.un.org/spanish/ aboutun/hrights.htm> (26.05.2008). 13.  Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la Asamblea General el 16 de diciembre de 1966 y en vigor desde el 23 de marzo de 1976. Texto disponible en: <http://www.unhchr.ch/spanish/html/menu3/b/a_ccpr_sp.htm> (25.05.2008). 14.  Observación general Nº 11 efectuada durante el 19° período de sesiones (1983). Disponible en: <http://training.itcilo.it/ils/CD_Use_Int_Law_web/Additional/Library/Spanish/ UN_S_B/GC_human-rights/gc11_1983.pdf> (28.05.2008).


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forma de propaganda que amenace con un acto de agresión o de quebrantamiento de la paz contrario a la Carta de las Naciones Unidas o que pueda llevar a tal” 15. Además de ello, como recuerda C. Villán Durán, el Comité ha realizado importantes precisiones sobre el derecho a la paz en otras observaciones como por ejemplo en relación con el derecho a la vida (artículo 6 del Pacto) 16. Sin embargo, hay que destacar que las primeras declaraciones dedicadas específicamente al derecho a la paz fueron formuladas por la Asamblea General años más tarde en el contexto de la guerra fría. Así la Declaración sobre la preparación de las sociedades para vivir en paz (1978), afirma que “toda nación y todo ser humano independientemente de su raza, convicciones, idioma o sexo, tiene el derecho inmanente a vivir en paz” detallando los deberes que le corresponden a los Estados para hacer efectivo tal derecho 17. Por su parte, la Declaración sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz (1984), aún cuando resulta escueta en la formulación, estableció diversas bases para avanzar en la codificación de este derecho humano 18. De esta declaración, una de las consideraciones más importantes a efectos del presente análisis es la que expresa “la voluntad y las aspiraciones de todos los pueblos de eliminar la guerra de la vida de la humanidad” 19. Asimismo, dicho instrumento internacional enfatiza que son titulares del derecho a la paz “los pueblos de nuestro planeta” y que los Estados tienen el deber de proteger el derecho de los pueblos a la paz y “fomentar su realización es una obligación fundamental de todo Estado” 20. Durante el decenio de los noventa cabe resaltar la labor de la UNESCO y su contribución no sólo en cuanto a la promoción de la cultura de paz sino también y fundamentalmente respecto de la codificación del derecho a

15.  Ver Observación general nº 11, segundo párrafo. 16.  Cfr. Villán Durán, C., “Hacia una declaración sobre el derecho humano a la paz”, Boletín del Observatorio de Derechos Humanos (octubre 2005), versión electrónica disponible en <http://www.observatoriodelosderechoshumanos.org/newsletters/014__04-10-2005. htm> (10.05.2008). 17.  La Declaración sobre la preparación de las sociedades para vivir en paz fue adoptada por la Asamblea General a través de la resolución 33/73 de 15 de diciembre de 1978, disponible en <http://www.un.org/spanish/documents/instruments/docs_subj_sp.asp?subj=24> (20.05.2008). 18.  Esta declaración fue adoptada por la Asamblea General a través de la Resolución 39/11, de 12 de noviembre de 1984. El texto puede consultarse en <http://www.unhchr.ch/spanish/ html/menu3/b/73_sp.htm> (10.04.2008). 19.  Ibid. 20.  Ibid.


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la paz 21. Entre los muchos trabajos preparatorios, conclusiones, y declaraciones que han visto la luz en su seno, merece citarse la Declaración sobre el derecho a la paz (1997), la cual puso de manifiesto los diferentes aspectos que involucra el reconocimiento del derecho a la paz dentro del cuadro general de los derechos humanos distinguiendo, además, la necesidad de seguir ampliando el catálogo de derechos humanos formulado en 1948 a través de la consagración del derecho humano a la paz 22. En otro contexto, pero también relacionado de modo indirecto con el reconocimiento del derecho humano a la paz, hay que reseñar que el Estatuto de la Corte Penal Internacional (1998) en el artículo 5 incorporó el crimen de agresión dentro de la competencia de la Corte, con lo que se robustece lo dispuesto en la Carta de la ONU y en la Resolución 3314 y se provee de un mecanismo específico para juzgar las violaciones que se produzcan en el futuro 23. De idéntica manera debemos referirnos a la Declaración del Milenio (2000), ya que la paz se encuentra omnipresente en el texto de la declaración no sólo como valor, sino que además la Declaración incluye todo un apartado dedicado a tratar aspectos que inciden directamente sobre el contenido del derecho a la paz 24. De esta manera, se reconoce en la Parte I titulada “Valores y principios” que los Estados se comprometen “a establecer una paz justa y duradera en todo el mundo, de conformidad con los propósitos y principios de la Carta”. En la Parte II se explicita el compromiso de los Estados para liberar a los pueblos del flagelo de la guerra y eliminar los peligros que suponen las 21.  Ver: Mayor Zaragoza, F., “Informe del Director General sobre los resultados de la Reunión Internacional de Expertos Gubernamentales sobre el Derecho Humano a la Paz”, UNESCO, Consejo Ejecutivo, 154 Reunión, París, 1998; Mayor Zaragoza, F., “Discurso en la Sesión Inaugural de la Conferencia Internacional de Expertos Gubernamentales sobre el Derecho Humano a la Paz”, UNESCO, Paris, 5 al 9 de marzo de 1998; Mayor Zaragoza, F., “Informe Preliminar de Síntesis a las Naciones Unidas acerca de la Cultura de Paz”, UNESCO, Consejo Ejecutivo, 154 Reunión, Paris, 1998, Doc. 154/EX/42 y Mayor Zaragoza, F., “Discurso en Reunión de Expertos sobre el Derecho Humano a la paz”, Las Palmas de Gran Canaria, 25 de febrero de 1997, UNESCO, Doc. DG/97/10. 22.  La Declaración del Director General de la UNESCO sobre el Derecho a la Paz fue proclamada en 1997. Se puede acceder a la declaración a través del sitio: <http://www.unesco. org/cpp/sp/declaraciones/HRtoPeace.htm> (20.05.2008). 23.  El Estatuto de la Corte Penal, versión electrónica disponible en <http://www.derechos. net/doc/tpi.html> (20.05.2008). 24.  Resolución 55/2 de la Asamblea General. La Declaración del Milenio se encuentra disponible, en versión electrónica en la página <http://www.un.org/spanish/milenio/ares552.pdf> (20.05.2008).


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armas de destrucción en masa, proponiendo acciones concretas que deben ser llevadas a cabo por los Estados. Entre otras medidas que se prevén para lograr una efectiva aplicación de la declaración y, en definitiva, que se respete el derecho a la paz, se acordó: • Consolidar el respeto del imperio de la ley en los asuntos internacionales y nacionales y cumplir las decisiones de la Corte Internacional de Justicia, con arreglo a la Carta de las Naciones Unidas, en los litigios en que sean partes. • Aumentar la eficacia de las Naciones Unidas en el mantenimiento de la paz y de la seguridad, mediante la dotación de recursos e instrumentos necesarios para llevar a cabo las funciones de prevención de conflictos, resolución pacífica de controversias, mantenimiento de la paz, consolidación de la paz y reconstrucción después de los conflictos. • Fortalecer la cooperación entre las Naciones Unidas y las organizaciones regionales, de conformidad con las disposiciones del Capítulo VIII de la Carta. • Aplicar los tratados sobre cuestiones tales como el control de armamentos y el desarme, el derecho internacional humanitario y el relativo a los derechos humanos, y pedir a todos los Estados que consideren la posibilidad de suscribir y ratificar el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. • Luchar por la eliminación de las armas de destrucción masiva, en particular las armas nucleares. • Adoptar medidas concertadas para poner fin al tráfico ilícito de armas pequeñas y armas ligeras, en particular dando mayor transparencia a las transferencias de armas y respaldando medidas de desarme regional, teniendo en cuenta todas las recomendaciones de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio Ilícito de Armas Pequeñas y Ligeras. • Solicitar a todos los Estados que consideren la posibilidad de adherirse a la Convención sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonal y sobre su destrucción, así como al Protocolo enmendado relativo a las minas de la Convención sobre armas convencionales. En el ámbito regional, los instrumentos de derechos humanos por lo general no han incluido un derecho humano a la paz, con excepción del continente africano. Así pues, tanto la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos (1981) como el Protocolo Adicional a la Carta Africana de Derechos Humanos y de los pueblos sobre los Derechos de las


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Mujeres en África (2003) reconocen el derecho a la paz regulando diferentes aspectos 25. Finalmente es de resaltar, como una de las principales iniciativas de parte de la sociedad civil a nivel internacional la Declaración de Luarca sobre el derecho humano a la paz (2006) 26. Dicha declaración, propiciada en el ámbito de la Asociación Española para el Desarrollo y la Aplicación del Derecho Internacional (AEDIH), ofrece una sistematización de los ejes centrales en torno a los que gira el derecho a la paz a la vez que representa una importante contribución de parte de la sociedad civil para el debate en la sociedad internacional actual sobre la codificación del derecho humano a la paz 27. Después de su adopción, el texto de la declaración ha sido difundido y comentado en sucesivas oportunidades y foros, tanto en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas como en ámbitos académicos 28. Como puede observarse el acervo jurídico internacional sobre el derecho a la paz es amplio y se encuentra constituido no solamente por declaraciones y otros instrumentos de carácter programático sino que posee, además, una base convencional constituida por los diversos tratados sobre la promoción y protección de los derechos humanos adoptados en el ámbito universal que aluden a tal derecho 29. No obstante hasta el momento las tentativas por codificar un derecho humano como tal en un instrumento jurídico vinculante no han encontrado el apoyo suficiente entre los diversos Estados de la

25.  Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos fue adoptada por los Estados de la Organización de la Unidad Africana en 1981 y entró en vigor en 1986, en el artículo 23.1 dispone: “Todos los pueblos tendrán derecho a la paz y a la seguridad nacional e internacional”, se encuentra disponible en <http://www.acnur.org/biblioteca/pdf/1297.pdf> (27.04.2008). El artículo 10 del Protocolo, establece el derecho de las mujeres “a una existencia en paz y el derecho a participar en el fomento y el mantenimiento de la paz”. 26.  La Declaración de Luarca (Asturias) fue adoptada el 30 de octubre de 2006 y se encuentra disponible en el siguiente sitio: <http://www.redepaz.org/humanrights/docs/DeclaracLuarcarevisada.pdf> (20-05-2008). Ver, asimismo: Villán Durán, C. y Rueda Castañón, R., La Declaración de Luarca sobre el Derecho Humano a la Paz, AEDIH, Oviedo, 2007. 27.  Esta Declaración fue impulsada por la AEDIH tras un proceso de consultas con la sociedad civil. 28.  Se ha previsto que el texto de la Declaración con los comentarios formulados con posterioridad sea sometido a la consideración de la ONU en 2009. 29.  Cabe añadir también a la lista, los siguientes instrumentos: la resolución 53/243, de 13 de septiembre de 1999, que proclama la Declaración sobre una Cultura de Paz, la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo; así como la resolución 55/282 de 7 de septiembre de 2001, en la que se decidió celebrar el Día Internacional de la Paz el 21 de septiembre de cada año.


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Comunidad Internacional 30. Según A. Chueca Sancho, “ello demuestra que numerosos Estados no desean admitir esa cualidad de la paz como derecho humano individual, porque tal vez teman que entonces se planteen (en el terreno puramente político primero y ante sus tribunales después) exigencias superiores de su mantenimiento a las que ahora les surgen” 31. 4.  La posición del derecho a la paz en el cuadro general  de los derechos humanos

Tal como hemos visto, en los principales instrumentos internacionales adoptados en la esfera de la ONU se incluyen diversas referencias directas e indirectas sobre la paz en su vertiente de derecho humano. A este respecto cabe preguntarse acerca de la posición que tal derecho ocuparía en el marco del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Ello implica considerar dentro de qué categoría o generación de derechos humanos se ubicaría el derecho humano a la paz y cuál sería la interrelación del derecho a la paz con el resto de los derechos humanos. En primer lugar, y de acuerdo con las diferentes generaciones de derechos humanos que pueden distinguirse el derecho humano a la paz, por sus características y configuración, pertenecería a la tercera generación. O lo que es lo mismo en términos de J. M. Alemany Briz, el derecho a la paz se situaría dentro de los denominados “derechos de la solidaridad” 32. Esta tercera generación de derechos humanos agrupa a derechos de carácter colectivo como el derecho a la autodeterminación de los pueblos o el derecho de los pueblos a sus riquezas y recursos naturales, el derecho al desarrollo y el derecho a un medio ambiente sano e implica esencialmente responsabilidades intergeneracionales.

30.  En el seno de la Asamblea General de Naciones Unidas se ha tratado de adoptar una resolución sobre el derecho a la paz. Así, por ejemplo en fecha reciente (2005), un grupo de Estados presentó un proyecto de resolución “La paz como requisito fundamental para el pleno disfrute de todos los derechos humanos por todas las personas”, sin embargo no logró ser aprobado por falta de votos para hacerlo. Por su parte, la UNESCO ha convocado en variadas ocasiones reuniones con los representantes de los Estados miembros para discutir sobre la Declaración sobre el derecho humano a la paz. 31.  Chueca Sancho, A., “La dimensión colectiva del derecho humano a la paz: contenido, acreedores y deudores”, en <http://www.seipaz.org/documentos/DHUMANOPAZ.pdf> (07.05.2008). 32.  Alemany Briz, J. M., “La Paz ¿Un derecho humano?”, en <http://seipaz.org/documentos/AlemanyDHPaz.pdf> (25.05.2008).


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En segundo lugar, otro aspecto relevante en el presente análisis es la interrelación del derecho a la paz con otros derechos humanos puesto que ello revela la importancia de un nuevo concepto de paz que va más allá de la simple ausencia de violencia. La noción de Paz, tal como se la concibe contemporáneamente es más amplia e incluye la existencia de condiciones económicas, políticas y sociales necesarias para el ejercicio efectivo de los derechos humanos 33. Así, en el seno de la UNESCO se ha puesto de relieve la vinculación del derecho a la paz con otros derechos. De este modo en la Declaración sobre el Derecho Humano a la Paz (1997), se analizan los vínculos cercanos entre la protección del derecho a la paz y otros derechos humanos, recordando por un lado que “paz, desarrollo y democracia forman un triángulo interactivo” y, por el otro, que “la paz no es una abstracción: posee un profundo contenido cultural, político, social y económico” 34. En especial se hace una mención directa a la relación entre el derecho a la paz y los derechos culturales; el derecho a la paz y el respeto a la diversidad; a la relación entre la paz y el derecho al desarrollo. Asimismo, entre los temas que se abordan en la declaración ésta efectúa importantes consideraciones sobre la importancia de la educación para la paz y la necesidad de la utilización pacífica de los avances en el campo de la ciencia y tecnología. También en el ámbito del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas y durante los últimos periodos de sesiones se ha tratado frecuentemente la cuestión de la erradicación de la extrema pobreza como condición indispensable para el disfrute efectivo del derecho humano a la paz. En idéntico sentido, la Declaración de Luarca, contiene una disposición relativa al derecho al desarrollo a través de la cual consagra el derecho inalienable de “toda persona y todo pueblo” a participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, así como a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar de él 35. Asimismo, la Declaración afirma 33.  Ver: Aguirre, M., “Los conflictos económicos y sociales y la paz: el caso de los Estados frágiles”, en La Paz y el Derecho Internacional: III Encuentro Salamanca, Fundación Sistema, Salamanca, 2005, pp. 73-82 y Ziegler, J., “El hambre y los derechos del hombre”, en La Paz y el Derecho Internacional: III Encuentro Salamanca, Fundación Sistema, Salamanca, 2005, pp. 59-64. 34.  Ver: “El Derecho Humano a la Paz. Declaración del Director General de la UNESCO proclamada en enero de 1997”, en <http://www.unesco.org/cpp/sp/declaraciones/HRtoPeace. htm> (25.05.2008). 35.  Declaración de Luarca. Artículo 12.


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el derecho de los pueblos a solicitar la eliminación de “los obstáculos que impiden la realización del derecho al desarrollo, tales como el servicio de la deuda externa o el mantenimiento de un orden económico internacional injusto que genera pobreza y exclusión social”. Otro vínculo importante que la declaración establece es el del derecho a la paz con el derecho de los seres humanos y los pueblos a un medio ambiente sano como base para “la paz y la supervivencia de la humanidad” 36.

5.  Contenido del derecho a la paz Por lo que se refiere al contenido del derecho a la paz, como hemos puesto de manifiesto, la paz es un valor principal en el orden internacional y una condición necesaria y primordial para el goce de los derechos humanos. Ahora bien, cabe preguntarse qué facultades y obligaciones deberían incluirse dentro del derecho a la paz, lo cual significa abordar la cuestión de la efectividad de las mismas, es decir, la posibilidad de exigir el cumplimiento de acciones y omisiones por parte de quienes deben cumplirlas. Es claro que la principal aspiración que contiene el derecho a la paz es la ausencia de conflicto armado. Este sería el primer elemento o contenido dentro de la configuración del derecho a la paz. A ese contenido tradicional se debe añadir otro tipo de exigencias ya que contemporáneamente, como se ha puesto de relieve, se entiende por paz no sólo la ausencia de conflicto armado 37. En esta dirección se orientan las nuevas formulaciones sobre el derecho a la paz. Para referirnos al contenido del derecho a la paz, seguiremos la Declaración de Luarca ya que ofrece una buena sistematización del haz de facultades comprendidas dentro del mismo. En un desglose de las mismas, se mencionan: a)  Derecho a vivir en un entorno seguro y sano. Los seres humanos y los pueblos poseen el derecho de habitar en un ámbito público y privado sano y seguro y también el derecho a ser prote-

36.  Declaración de Luarca, Artículo 13. 37.  Uno de los precursores que han indicado el contenido del derecho a la paz es K. Vasak, quien ha formulado propuestas sobre el mismo. Ver: Vasak, K., “Le Droit del L’Homme á la paix”, en Mélanges a Louis Edmond Pettiti, Bruylant, Bruxelles, 1998 y, del mismo autor, “El derecho humano a la paz”, en Tiempo de paz, nº 48 (1998), pp. 19-24.


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gidos contra “actos de violencia ilegítima” provenientes del ámbito estatal y no estatal 38. b)  Derecho a la desobediencia y a la objeción de conciencia. Este derecho reconocido en algunas constituciones nacionales e incluye la “desobediencia civil frente a actividades que supongan amenazas contra la paz, incluida la protesta y el incumplimiento pacíficos de leyes que violenten la conciencia” 39. La Declaración precisa el contenido de este derecho señalando, además, que el mismo incluye: – El derecho a la desobediencia civil frente a actividades que supongan amenazas contra la paz, incluida la protesta y el incumplimiento pacíficos de leyes que violenten la conciencia; – El derecho de los miembros de toda institución militar o de seguridad a la desobediencia de órdenes criminales o injustas durante los conflictos armados y a no participar en operaciones armadas, internacionales o internas, que violen los principios y normas del Derecho internacional de los derechos humanos o del Derecho internacional humanitario; – El derecho a no participar en –y a denunciar públicamente– la investigación científica para la producción o el desarrollo de armas de cualquier clase; – El derecho a obtener el estatuto de objeción de conciencia frente a las obligaciones militares; – El derecho a la objeción fiscal al gasto militar y a la objeción laboral y profesional ante operaciones de apoyo a conflictos armados o que sean contrarias al Derecho internacional de los derechos humanos o al Derecho internacional humanitario. c)  Derecho a resistir y a oponerse a la barbarie. Se reconoce el derecho a la resistencia frente a “violaciones graves, masivas o sistemáticas de los derechos humanos” y del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Así también se expresa que “las personas y los pueblos tienen el derecho a oponerse a la guerra, a los crímenes de guerra, a los crímenes de lesa humanidad, a las violaciones de los derechos humanos, a los crímenes de genocidio y de agresión, a toda propaganda a favor de la guerra o de incitación a la violencia y a las violaciones del Derecho humano a la Paz” 40. 38.  Declaración de Luarca, artículo 4. 39.  Declaración de Luarca, artículo 5. 40.  Declaración de Luarca, artículo 6.


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d)  Derecho al desarme. Dicho derecho comprende el derecho de los pueblos “a no ser considerados como enemigos por ningún Estado”. De igual manera, se reconoce el derecho de los Estados a proceder “conjunta y coordinadamente, en un plazo razonable, a un desarme general, transparente, bajo control internacional eficaz y completo”. De idéntico modo se dispone que los “recursos liberados por el desarme se destinen al desarrollo económico, social y cultural de los pueblos y a la justa redistribución de los mismos, atendiendo especialmente a las necesidades de los países más pobres y de los grupos vulnerables, de manera que se ponga fin a las desigualdades, la exclusión social y la pobreza” 41. e)  Protección de los grupos vulnerables La Declaración dedica una especial atención a la protección de los grupos vulnerables, en ese sentido afirma que el derecho de las personas pertenecientes a estos grupos “a que se analicen los impactos específicos que, para el disfrute de sus derechos, tienen las distintas formas de violencia de que son objeto, así como a que se tomen medidas al respecto, incluido el reconocimiento de su derecho a participar en la adopción de dichas medidas. En particular, se ha de promocionar la aportación específica de las mujeres en el arreglo pacífico de controversias” 42. La Declaración se ocupa del crucial tema de la efectividad del derecho a la paz, afirmando que “las personas y los pueblos tienen el derecho a exigir que la paz sea una realización efectiva” 43. Para ello se prevén diversos canales: – Exigir a los Estados que se comprometan a aplicar efectivamente el sistema de seguridad colectiva establecido en la Carta de las Naciones Unidas, así como el arreglo pacífico de controversias y, en todo caso, con pleno respeto a las normas del Derecho internacional de los derechos humanos y del Derecho internacional humanitario; – Denunciar cualquier acto que amenace o viole el Derecho Humano a la Paz y, a tal fin, recibir información objetiva en caso de conflicto; – Participar libremente y por todos los medios pacíficos en actividades e iniciativas políticas y sociales de defensa y promoción del Derecho Humano a la Paz, sin interferencias desproporcionadas del poder público, tanto en el ámbito local y nacional como en el internacional. 41.  Declaración de Luarca, artículo 11. 42.  Declaración de Luarca, artículo 14. 43.  Declaración de Luarca, Derecho a la realización efectiva del derecho a la paz y a la información veraz. (Artículo 15).


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Con respecto a las obligaciones correlativas que comporta el reconocimiento del derecho humano a la paz, la Declaración de Luarca indica los principales deberes necesarios para su realización efectiva 44. En cuanto a la responsabilidad en la preservación de la paz y la protección del Derecho Humano a la Paz, la Declaración deja muy claro que la responsabilidad esencial incumbe a los Estados y a la Organización de las Naciones Unidas “como centro que armonice los esfuerzos concertados de las naciones por alcanzar todos los propósitos y principios proclamados en la Carta de las Naciones Unidas”. En lo que respecta a los Estados, éstos poseen un cúmulo de obligaciones preventivas de protección de los derechos humanos y cooperación en la prevención de las catástrofes y también el deber de actuar ante las mismas cuando se produzcan y reparar los daños ocasionados. Pero no solamente ello sino que, además, los Estados deben adoptar medidas para construir y consolidar la paz. En lo que concierne a la Organización de las Naciones Unidas, a la luz de la Declaración sus funciones son más bien de tipo preventivo ya que se enfatiza su “responsabilidad primordial de prevenir las violaciones y proteger los derechos humanos y la dignidad humana en casos de violaciones graves o sistemáticas de éstos y del Derecho Humano a la Paz”. Para ello, el Consejo de Seguridad, la Asamblea General, el Consejo de Derechos Humanos u otros órganos competentes, deben adoptar medidas efectivas para la protección de los derechos humanos “cuya violación suponga un peligro o una amenaza a la paz y seguridad internacionales”. La Declaración va más allá y llega a proponer que se revisen la composición y los procedimientos del Consejo de Seguridad para asegurar la “representación cabal de la comunidad internacional actual, así como métodos de trabajo transparentes que reconozcan la participación de la sociedad civil y de otros actores internacionales”. También se hace hincapié en la ineludible obligación de la ONU en el escenario de post guerra expresando: “El sistema de las Naciones Unidas debe implicarse de manera plena y efectiva, a través de la Comisión de Consolidación de la Paz, en la elaboración de estrategias integrales con esa finalidad y la recuperación de los países afectados una vez superados los conflictos armados, asegurando fuentes estables de financiación y la coordinación efectiva dentro del sistema”.

44.  Ver Declaración de Luarca. Sección B. Obligaciones. Artículo 16. Obligaciones para la realización del Derecho Humano a la Paz.


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La Declaración indica también que la ejecución de dichas obligaciones recae también sobre “las Organizaciones internacionales, la sociedad civil, los pueblos, las mujeres y los hombres, las empresas y otros actores sociales y, en general, a toda la comunidad internacional” 45. Por lo demás, la Declaración afronta la no menos controvertida cuestión de la intervención recordando que “toda intervención militar unilateral por parte de uno o varios Estados, sin la autorización del Consejo de Seguridad en el marco de la Carta de las Naciones Unidas, es inaceptable, constituye una gravísima violación de los principios y propósitos de la Carta y es contraria al Derecho Humano a la Paz”. Finalmente, en este instrumento se efectúan otras consideraciones de gran calado sobre el impacto de los conflictos armados en los pueblos, el derecho a emigrar y a buscar asilo y refugio 46. En todos estos casos de desplazamientos forzados, el texto reafirma la obligación de los Estados de respetar el principio de promoción y protección de los derechos humanos. 6.  Titulares del derecho a la paz Sobre cuáles serían los titulares del derecho a la paz, o en términos de A. Chueca Sancho, los “acreedores” o quienes pueden exigir el cumplimiento del derecho hay que efectuar precisiones relativas a los titulares, a los legitimados activamente y frente a quién o quienes se ejercita tal derecho 47. La primera cuestión que debe aclararse es que el derecho a la paz posee tanto una faz individual como una faz colectiva. Si se efectúa un repaso de los instrumentos internacionales que se refieren al derecho a la paz podemos observar tanto la consagración del mismo como derecho individual y colectivo. En cuanto a la primera dimensión (reconocimiento del derecho individual a la paz), la ya referida Declaración de Estambul, aprobada por la 45.  Ibid. 46.  Derechos que asisten a las personas en casos de conflictos armados Artículo 7. Derecho al refugio, Artículo 8. Derecho a emigrar, a establecerse pacíficamente y a participar, Artículo 9. Ejercicio de las libertades de pensamiento, conciencia y religión, Artículo 10. Derecho a un recurso efectivo. 47.  Chueca Sancho, A., “La dimensión colectiva del derecho humano a la paz: contenido, acreedores y deudores”, en <http://www.seipaz.org/documentos/DHUMANOPAZ. pdf> (07.05.2008).


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XXI Conferencia Internacional de la Cruz Roja mediante su resolución XIX (1969), declara que el ser humano tiene derecho a disfrutar de una paz duradera y, en la misma línea, la Resolución 5/XXXII (1976) de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas reafirma que toda persona tiene derecho a vivir en condiciones de paz y seguridad internacional. Con respecto a la segunda dimensión (el derecho a la paz como derecho colectivo), distintos instrumentos aluden a las sociedades o a los pueblos como titulares de ese derecho. Así, por ejemplo pueden citarse dos resoluciones de la Asamblea General de Naciones Unidas: la Resolución 33/73, de 15 de diciembre de 1978, que aprueba la Declaración sobre la preparación de las sociedades para vivir en paz y la Resolución 39/11, de 12 de noviembre de 1984, que proclama la Declaración sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz. Tomando en consideración estos instrumentos puede afirmarse, por tanto, que los titulares del derecho a la paz son: la persona humana (tanto actuando individualmente como en grupo) y los pueblos, a los que cabría añadir de acuerdo al Prof. A. Chueca a la Humanidad 48. Los diferentes instrumentos jurídicos ya citados y comentados antes aluden al derecho inalienable de los seres humanos a la paz, los que están facultados para participar activamente en el establecimiento y mantenimiento de la paz. En el derecho internacional contemporáneo, los pueblos han recibido el reconocimiento como sujetos titulares de derechos consagrados en diferentes instrumentos como el derecho al desarrollo o el derecho al medio ambiente sano. A la Humanidad se le ha reconocido la titularidad de ciertos derechos, en concreto, en cuanto a los fondos marinos y oceánicos situados fuera de la jurisdicción estatal. Sobre la inclusión de la Humanidad como titular del derecho a la paz A. Chueca, aclara que estaríamos ante un caso de capacidad jurídica plena con carencia de capacidad de obrar, lo que deja abierto el debate acerca de quién podría actuar en nombre de la Humanidad para reclamar el respeto del derecho a la paz 49. Con respecto a la segunda cuestión señalada con anterioridad, es decir, quiénes están legitimados para ejercer el derecho a la paz o refiriéndonos, en otros términos, a la “capacidad para presentar una demanda ante un órgano internacional de protección de los derechos humanos”, se entiende que son los grupos o entidades no gubernamentales los que

48.  Chueca Sancho, A., cit. 49.  Ibid.


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están legitimados para ello, quedando por tanto excluidas las reclamaciones individuales 50. Finalmente, y tomando en consideración ante quién o quiénes se ejerce tal derecho, estamos de acuerdo en afirmar que los que poseen la obligación correlativa de respeto son tanto la persona humana (actuando individual o colectivamente), los pueblos, la Humanidad, los Estados y las organizaciones internacionales y, en definitiva, todos los componentes de la comunidad internacional. Hay quienes van un poco más allá e incluyen otros legitimados pasivos con diversos grados de responsabilidad, éstos serían los entes subestatales, las empresas, las ONG’s, las iglesias, los sindicatos, los partidos políticos 51. 7.  Consideraciones finales De lege ferenda podemos decir que hay acuerdo en la doctrina internacional en afirmar que el derecho a la paz se ha ido configurado como un nuevo derecho dentro del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Los instrumentos internacionales (declaraciones, resoluciones y tratados) aquí analizados confirman está posición. Sin embargo, el proceso de codificación para lograr que, efectivamente, se convierta en derecho positivo se encuentra aún pendiente. En todo caso, de lege data nos encontramos frente a un derecho en vías de consolidación a nivel del derecho internacional y en ese sentido asistimos a un largo y accidentado proceso a través del que se pretende como objetivo final el reconocimiento del derecho a la paz en un instrumento vinculante. La consagración definitiva del Derecho Humano a la Paz, significaría cristalizar el consenso de la Comunidad Internacional sobre el tema, al mismo tiempo que brindaría el marco legal para el movimiento pacifista a nivel internacional. Claro está que esta cristalización desde el punto de vista jurídico debe ir acompañada de los mecanismos y recursos necesarios para lograr la efectividad de la aplicación de las normas. Teniendo en cuenta que la piedra angular del sistema de la ONU es la prohibición del uso o amenaza del uso de la fuerza y que la promoción y la

50.  Cfr. Chueca Sancho, A., cit. 51.  Cfr. Chueca Sancho, A., cit.


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protección de los derechos humanos es uno de los principios centrales del orden internacional, las bases para tal reconocimiento están ya sentadas, sólo falta que el derecho internacional de los derechos humanos incorpore formalmente el derecho humano a la paz como una garantía más de que (parafraseando la Carta de la ONU) las generaciones venideras sean preservadas del flagelo de la guerra.


Bien común y derechos humanos* Diego Poole

Resumen: Con motivo de los sesenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el presente trabajo se aborda la relación entre el bien común y los derechos humanos. El individualismo liberal que dio origen al concepto histórico de “derechos humanos” es incompatible con la noción clásica de bien común. En cambio, desde una antropología diferente que conciba al hombre como miembro natural de una comunidad en cuyo contexto encuentre su realización y su sentido, es posible defender que el bien común no es un límite a unos derechos tendencialmente ilimitados, sino un elemento definidor de su contenido. En el trabajo se aborda la noción clásica de bien común, privilegiando la perspectiva aristotélico tomista, por considerar que es la que sienta las bases de esta vieja noción. Para explicar el concepto clásico de bien común, se muestra, en primer lugar, que dicha noción no se circunscribe sólo al bien de la comunidad política, sino que es una noción analógica que se predica de cualquier comunidad: el bien común es la expresión del fin o razón de ser de una comunidad determinada. Desde una perspectiva aristotélico tomista, se argumenta que la libertad personal no disminuye a medida en que aumentan las exigencias del bien común. En el trabajo también se expone la relación entre virtud moral, ley y bien común, con especial referencia a la virtud de la justicia. Se reivindica la reflexión sobre la noción de criatura y sobre la idea del Creador para justificar la obligatoriedad de una naturaleza humana tendencialmente solidaria. Sumario: 1. Introducción; 2. ¿Qué es el bien común?; 3. La ley como ordenación al bien común; 4.  Ley y libertad; 5.  La virtud moral como disposición hacia el bien común; 6.  Conclusión.

*  Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación titulado «Los derechos humanos en la era de la interculturidad», DER2008-06063-JURI, financiado por el MEC y cuyo investigador principal es el Prof. Andrés Ollero.

Persona y Derecho, 59 (2008**) 97-133

ISSN 0211-4526


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1.  Introducción A la vuelta de sesenta años, desde la aprobación de la Declaración Universal de Derechos humanos, a nadie se le escapa que, con todas las luces y sombras que se quiera, desde el punto de vista de los resultados prácticos, el balance es claramente positivo. Pero no podemos decir lo mismo desde el punto de vista de su desarrollo doctrinal 1. El famoso dictum de Bobbio, “il problema di fondo relativo ai diritti dell’uomo e’oggi non tanto quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli. E’un problema non filosofico ma politico” 2, expresa la actitud intelectual de un amplio sector de la doctrina jurídica contemporánea, que en lugar de justificar filosóficamente el contenido de los derechos, se ha centrado más en diseñar instituciones y procedimientos de control que para hacerlos efectivos. Si al fin y al cabo los derechos se protegen –se podría objetar– ¿qué sentido tiene que discutamos sobre sus fundamentos? Si estamos de acuerdo en las conclusiones, ¿para qué preguntarnos sobre unas premisas de las que ciertamente disentimos? ¿No es suficiente prueba de su validez –como decía Bobbio– el hecho de que los derechos humanos estén respaldados por la inmensa mayoría de las naciones? 3. A fin de cuentas, ¿no reside la autoridad en la democracia en el poder de la mayoría? 1.  “It is a curious irony of human rights in late modernity that even as the political commitment to them has grown, philosophical commitment has waned”. Así comienza Chesterman, Simon su provocador artículo “Human Rights as Subjectivity: The Age of Rights and the Politics of Culture”, en Millennium: Journal of International Studies, 27 (1998), p. 97. 2.  Bobbio, Norberto, L’età dei diritti, Einaudi, Torino, 1992, p. 16. Esta idea la expresó públicamente por vez primera en “L’Illusion du fondament absolu”, in Le Fondament des droits de l’homme, Actes des Entretiens de l’Aquila, 14-19 septembre 1964, La Nuova Italia, Florencia, 1966; reproducido luego en el primer capítulo de libro L’età dei diritti bajo el título “Sul fondamento dei diritti dell’uomo”. 3.  La Declaración de 1948 –escribe Bobbio– “rappresenta la manifestazione dell’unica prova con cui un sistema di valori può essere considerato umanamente fondato e quindi riconosciuto: e questa prova è il consenso generale circa la sua validità”. Para Bobbio, el consenso social histórico vigente es la justificación legítima de la validez del derecho. Ésta efectividad es el “l’unico fondamento, quello storico del consenso, che può essere fattualmente provato (...) la Dichiarazione universale dei diritti dell’uomo può essere accolta come la più grande prova storica, che mai sia stata data, del ‘consensus omnium gentium’ circa un determinato sistema di valori (...) possiamo finalmente credere all’universalità dei valori nel solo senso in cui tale credenza è storicamente legittima, cioè nel senso in cui universale significa non dato oggettivamente ma soggettivamente accolto dall’universo degli uomini” Bobbio, Norberto, L’età dei diritti, Einaudi, Torino 1992, pp. 18-21. Estas consideraciones no han perdido vigor: de un modo u otro se difunde la convicción de que los derechos se justifican por el consenso ya sea internacional, o ya sea personal intersubjetivo.


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Pero, el respaldo de las mayorías no es argumento suficiente para justificar la validez de los derechos humanos. La pretensión de Bobbio, y de tantos otros, de justificar el valor con la efectividad, es contraria al propósito fundamental de la proclamación de 1948, que precisamente se hizo con la intención de sustraer del debate político y del dominio de las mayorías una serie de bienes humanos, de cuya protección dependería la legitimidad del mismo poder político, y no al revés. Los que redactaron la Declaración de 1948 acababan de ser testigos de las mayores atrocidades cometidas bajo un régimen que había accedido democráticamente al poder, y pretendían que la vigencia de los derechos humanos no dependiera ya más de una decisión mayoritaria. Sin embargo, esta pretensión de objetividad parece contraria a la filosofía individualista liberal que dio lugar al concepto histórico de los derechos humanos, desarrollado mucho antes que la declaración del 1948 4. El concepto de derecho subjetivo que se desarrolla en la Modernidad se basa en una noción de la libertad entendida como pura autonomía o independencia respecto a los demás, y a la postre, como independencia respecto a cualquier realidad objetiva. El iusnaturalismo racionalista, en nombre de la pureza de la razón y de la naturaleza, se despegó tanto de las condiciones históricas de la vida humana, que elaboró toda su teoría sobre una idea del hombre que nunca ha existido ni existirá jamás, porque el hombre es naturalmente también un ser histórico y condicionado. Esta noción iusnaturalista de derecho subjetivo, sobre la que se fundó la primera filosofía de los derechos humanos, paradójicamente es incompatible con la intención con la que se redactó la Declaración de 1948. Por otra parte, la noción de derecho subjetivo de la Modernidad, sobre la que se funda la primera filosofía de los derechos del hombre, es contraria a la noción clásica de bien común. Pero, entonces –se me podría objetar– ¿qué sentido tiene plantear la relación entre derechos humanos y bien común si no es para denunciar su manifiesta incompatibilidad? Esta objeción sería lógica si mantenemos aquí la justificación filosófica racionalista que se presentó como el primer soporte intelectual de los derechos del hombre. En cambio, si tratamos de justificar los derechos humanos con una filosofía no individualista, es

4.  Sobre el origen individualista de la noción de derecho subjetivo y sobre la idea de “derechos humanos” como concepto histórico es de obligada referencia la obra de Francisco Carpintero Benítez, sintéticamente expuesta en su Introducción a la Ciencia Jurídica, que constituye, a mi juicio, una de las obras más interesantes sobre el iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, editada por Civitas y publicada en 1988, cfr. especialmente pp. 23 a 82.


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posible que podamos argumentar en favor de una cierta continuidad –y no contrariedad– entre los derechos humanos y el bien común. Ciertamente, semejante pretensión es un poco como mantener la fachada cambiando la estructura y el fondo. Se trata, como decíamos al inicio, de mantener las conclusiones con unas premisas diferentes, pero de mayor alcance que las que inspiraron las primeras declaraciones de derechos 5. Una de las tesis fundamentales del profesor Carpintero Benítez sobre el iusnaturalismo racionalista es que su nota más peculiar no es, como muchos piensan, la pretensión de hacer un codex eternum, derivado de la mera razón, sino la identificación de la libertad con la pura indeterminación y la completa autonomía, y en erigirla en el atributo fundamental del hombre y en la esencia de su personalidad jurídica y moral. Es incompatible con la dignidad –pensaban los ilustrados– gobernarse por unas normas que el hombre no se ha dado a sí mismo. Por tanto, todo orden jurídico se legitima en la medida en que ha sido aprobado por la voluntad de sus destinatarios. Fundamentar un derecho en la naturaleza del hombre, era para los ilustrados, fundarlo en su propia libertad. Se trataba por tanto más de una cuestión formal que material; de una cuestión procedimental, más que sustantiva 6. En cambio, si abordamos el estudio de los derechos humanos a partir de una noción de naturaleza normativa, que no se identifique con la pura autonomía del hombre, entonces sí podemos plantearnos la cuestión de si los derechos humanos corresponden al hombre con independencia de su voluntad, y podremos abordar con cierta coherencia el tema de la continuidad entre el bien propio y el bien común. Si la naturaleza no fuera más que un producto casual de una evolución ciega de la materia, ¿qué razón habría para plegarnos a ella?, ¿por qué hemos de respetar una dinámica ilógica que parece que podemos dominar con nuestra inteligencia? En el fondo de estas preguntas se halla la que, a mi juicio, es la cuestión decisiva: la de si aceptamos o no la condición del hombre como criatura, esto es, fruto de un acto creador, y por tanto, la existencia de un Creador que actúa 5.  Esta pretensión no es original mía, ni mucho menos. Nos la encontramos ya en destacados iusnaturalistas contemporáneos, como por ejemplo, en John Finnis o en Robert George. En este mismo número de Persona y Derecho, el profesor Cristobal Orrego aborda precisamente esta cuestión al defender la posibilidad de mantener la “gramática de los derechos humanos” pero con un fondo diferente al del individualismo liberal que le dio, muy inconsistentemente, su primer soporte intelectual. 6.  La sorprendente difusión de la teoría de Rawls se explicaría en parte por su congruencia con el humus cultural de la Modernidad, todavía vigente, que consagra el arbitrio individual como valor supremo.


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conforme a un plan o diseño inteligente, en cuya realización estaría el bien o realización de sus criaturas. Desde Grocio se generalizó la pretensión de hacer una filosofía del derecho etiamsi daremus non esse Deum, con la noble intención de lograr el acuerdo más amplio posible entre creyentes y no creyentes, fruto de la pura razón, como si –dicho sea de paso– las consideraciones sobre Dios fueran algo irracional. En este trabajo, en cambio, entre otras cosas trataré de argumentar que el tema de Dios no es marginal en la reflexión sobre los derechos humanos: el rechazo de la condición del hombre como criatura, y por tanto, la de Dios como creador; la afirmación de un modelo de hombre que no acepta para su comportamiento otra medida que no sea la de su propia voluntad (o la de la mayoría), lleva lógicamente a negar la obligatoriedad de la naturaleza y de cualquier norma que no proceda de la voluntad humana; lleva a la absolutización de la voluntad soberana del hombre; y, lo que es peor, lleva a la negación de la dignidad, fundamento de todos los derechos humanos. Si el hombre no es más que un complejo de materia, más energía, más información, su valor dependerá de la calidad y combinación de estos tres elementos, de tal suerte que cuando empiecen a fallar, el individuo comenzará a perder su valor. Precisamente, cuando se quita a Dios de en medio, toda declaración solemne se convierte en pura retórica, expresión de buenos deseos, carentes de un fundamento racional decisivo. Al contrario de lo que comúnmente se piensa, el recurso a Dios no es subterfugio de sentimentales, ni tampoco un recurso fraudulento para mantener estructuras de dominación, sino un argumento necesario para justificar cabalmente la obligatoriedad y el fundamento de los derechos humanos. Donde no hay un ser absoluto, no hay principios absolutos que valgan. Kant era consciente de ello: el imperativo categórico que presenta el imperativo moral como una voz insobornable, absoluta, en el interior de la conciencia, presupone un ser igualmente absoluto que la proclame y que, a la postre, la juzgue en última instancia. Pero, antes de Kant, esta idea se tenía todavía más clara. El callejón sin salida al que condujo el iusnaturalismo racionalista del XVII y del XVIII provocó, como reacción pendular, el positivismo del XIX y buena parte del XX. Las críticas vertidas contra el iusnaturalismo se justificaron por la ahistoricidad y por la consagración del egoísmo del iusnaturalismo racionalista, y lo peor es que se identificó con éste a todo el iusnaturalismo, como si no hubiera habido otro antes que él. Por otra parte, todavía hoy algunos intentan convencernos de que conceptos tales como ley natural o naturaleza son sino el fruto de las “fuerzas culturales dominantes”, especialmente controladas por Iglesia católica, como si todos los pensadores cristianos –dicho sea de


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paso– formaran parte de la jerarquía eclesiástica, o como si ésta no tuviera legitimidad para entrar en un debate intelectual. Entonces, para enderezar el rumbo de la historia desde esta perspectiva neoilustrada, el esfuerzo intelectual habría de dirigirse a desmontar estos convencionalismos impuestos por la cultura europea, de tal modo que el hombre, cada individuo, logre por fin apropiarse completamente de su naturaleza 7. Frente a las actitudes relativistas o escépticas, el reconocer en el hombre la condición de criatura significa aceptar que los intereses y preferencias individuales no encuentran su justa medida en ellos mismos. Únicamente sobre la base de un criterio común, que trascienda la voluntad individual, es posible un discurso público racional que permita justificar la validez de unos comportamientos y la prohibición de otros. Sobre esta base no habría lugar para una mera retórica de intereses, sino para un discurso verdaderamente racional, donde unos argumentos valdrían realmente más que otros, precisamente porque son más fieles a la realidad que otros. Donde no hay posibilidad de argumentar sobre algo que precede y vincula la voluntad de los interlocutores, no habría más que conflicto de intereses, en el que se impondrían aquellos que fueran expresados con mayor energía. Aunque a nadie se le antoja ya que las normas elaboradas por un Parlamento democrático sean fruto de un diálogo razonado donde terminan imponiéndose las razones mejor fundadas, la democracia teóricamente vive de la confianza en la posibilidad de un entendimiento racional. Pero, desde una óptica relativista, todos los deseos personales tendrían el mismo valor, hasta tal 7.  Esta descripción podría parecer exagerada, o al menos, limitada al periodo más antireligioso de la ilustración, pero lo cierto es que todavía hay quienes la mantienen y difunden. Citemos otra vez a Chesterman, que es uno de los líderes intelectuales de la nueva izquierda norteamericana: “For meaningful transformation in both the perception and reality of human rights, the subjects of rights must themselves own those rights. [...] In different ways, these demonstrate a form of empowerment – not simply in the ‘new left’ sense of the word as having power to control their own affairs, but in an emergent relation to self that transcends the limitations of the historico-political structure that purports to define that self. ”This translates to an interminable (even if incomplete) demand for politicisation: an emancipatory politics premised on a self-critical methodology that is rigorous to the point of reinventing itself with each step that is taken.[*] Such a politics acts not in the somewhat naïve sense of calculated implementation of a programme, but in the sense of a ‘maximum intensification of a transformation in progress’.[*] This, then, is the emancipatory ethic that informs this article: an ethics not of ideology or theology but method, seeking to bring about change not by the institution of structure but by emancipation from ‘culture’”. [*] Chesterman se remite a Jacques Derrida, “Force of Law: The ‘Mystical Foundation of Authority’”, in Drucilla Cornell, Michel Rosenfeld and David Gray Carlson, Deconstruction and the Possibility of Justice (Routledge, New York, 1992), p. 28.


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punto que, por poner un ejemplo, los deseos complementarios de dos sadomasoquistas valdrían tanto como, por decir algo, los de la madre Teresa de Calculta. Lo valioso es que cada uno, elija lo que elija, lo elija libremente, y desde un punto de vista político, todo se legitima cuando lo decide la mayoría 8. Desde esta perspectiva no habría propiamente un bien común objetivo, sino intereses mayoritarios, que por otra parte serían inducidos, y manipulados en su expresión, por los medios de comunicación dominantes. La opinión publicada se identifica entonces con la opinión pública, y ésta, a su vez, con el interés general, con lo que al final las fuentes del derecho se mantienen siempre dentro de los grupos de presión dominantes. Este círculo vicioso sólo se puede romper por el lado de la razón, es decir, argumentando la posibilidad del conocer un fundamento objetivo de los derechos humanos. En este trabajo no pretendo exponer una justificación o un fundamento global de los derechos humanos en su conjunto, ni tampoco voy a centrarme en el estudio de ninguno en particular. Aquí me dedico a algo un poco más modesto, pero de capital importancia a la hora de justificar el sentido de estos derechos: trataré de argumentar la relación que guardan los derechos humanos con el bien común. El profesor Ollero, en uno de los pasajes más sugerentes de su reciente obra El Derecho en teoría, nos da una clave interpretativa de extraordinaria importancia 9. Se trata del capítulo titulado “No hay derechos limitados”, donde lo que a primera vista parecería una errata –en lugar de limitados, parece que debía decir ilimitados–, no es sino una crítica a la noción de derechos como prerrogativas tendencialmente ilimitadas, que únicamente habrían de frenarse cuando “colisionaran” con los legítimos intereses de terceras personas. Esta noción de derecho que Ollero critica es la noción de derecho propia de la Modernidad, que a su vez es una transposición de la idea de libertad que se desarrolló a partir de Ockham 10. Pero, si la noción de libertad –y también la de derecho– se concibe, no tanto como una fuerza

8.  “Para los discípulos de Nietzsche y de Foucault, la razón misma –escribe Spaemann– es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos”. Spaemann, Robert, Conferencia inaugural del VII congreso “Católicos y vida pública”, San Pablo-CEU, 18/XI/2005   9.  Ollero, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 165 y ss. 10.  Fernández Galiano y Benito de Castro hacen notar a este respecto que no es de extrañar que las declaraciones de derechos supusieran la entronización de la noción de derecho subjetivo, como centro del orden jurídico, al que se supedita la noción del Derecho como orden normativo y social. Cfr. Fernández Galiano, Antonio y De Castro Cid, Benito, Lecciones de Teoría del Derecho y Derecho Natural, Universitas, Madrid, 1999,p. 289


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expansiva omnidireccional, limitada sólo por el respeto al prójimo, sino como la capacidad de llevar a término la propia naturaleza, que en cierta manera precede y vincula a cada individuo, el contenido de los derechos y libertades no dependerá del arbitrio de su titular. De este modo, la libertad humana no se concibe como una potencia amorfa, esto es, sin forma, sino con un modo o manera (forma) que le es propio, con unos límites naturales derivados de la constitución humana. Por otra parte –y este es el tema fundamental del presente trabajo–, veremos de qué modo el pensamiento clásico argumentaba que la forma humana no se agota en el individuo, o dicho de otro modo, un hombre sólo no da razón de la humanidad. La pretensión analítica de descomponer cada realidad compleja en sus elementos más simples, para una vez analizados y comprendidos, reinsertarlos de nuevo –mentalmente se entiende– en el todo del que proceden, fue el método seguido en la Modernidad para comprender al hombre, la sociedad y el derecho 11. Se perdió de vista, o al menos se marginó, la fuerza explicativa que, para comprender la realidad humana, proporcionaba la vieja noción del hombre como animal político. Desde la perspectiva que defenderemos aquí, el prójimo no se presenta necesariamente como un límite para mi libertad o mi derecho, sino como un elemento que contribuye a definir mi propio derecho, al tiempo que también me define a mí mismo. Como dice Ollero, medio en broma medio enserio, de no existir el Cantábrico, España no sería más extensa; simplemente no existiría, porque el límite no es amputación de algo naturalmente más grande, sino la expresión de su realidad concreta 12. Sólo una mente maquiavélica pensaría que las fronteras nacionales son cortapisas o restricciones de un bien tendencialmente mayor. Algo semejante sucede con el derecho... Las doctrinas filosóficas que acompañaron y que se presentaron como soporte ideológico de las sucesivas generaciones de derechos humanos no asumieron la vieja noción de bien común 13. En todos los casos, se puso el

11.  Sobre este presupuesto se desarrollan filosofías aparentemente tan dispares como la de Grocio, Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu, Hume, Leibniz, Kant, o la del propio Marx... 12.  Ollero, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona 2007, p. 165, §2 13.  Que los derechos humanos sean un invento de la Modernidad quizá sea cierto desde el punto de vista puramente terminológico, porque lo cierto es que hasta el mismo Santo Tomás tiene una idea clara de los derechos humanos, que expone cuando habla de la justicia, en cuanto que propiamente se refiere al trato que han de recibir los demás en consideración a su ser persona, y no por otra razón especial. Además, como hace notar Finnis, el tratamiento que Sto. Tomás hace de las injusticias es un tratamiento implícito de los derechos. Finnis, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 137 Después de Santo Tomás, sin ir más


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énfasis en el individuo, ya fuera para defenderlo frente al abuso del poder, ya fuera para reclamar de éste su colaboración. En todas estas doctrinas –individualismo liberal, neomarxismo, ecologismo, cientificismo tecnológico...– surge el dilema de optar entre uno u otro extremo de la balanza, como si la comunidad sofocara la libertad individual, o la libertad no casara bien con la idea de bien común. Desde el inicio de la Modernidad, la contribución al bien común se ha presentado casi siempre como una especie de renuncia necesaria a los derechos en aras de la convivencia, una especie de mal menor que no tendríamos más remedio que aceptar si queremos vivir juntos. En la mayoría de los casos se nos presentó como un trueque de libertad por seguridad. Si descendemos del plano de la reflexión filosófica a la realidad jurídica concreta, podemos observar que los textos normativos confirman esta dicotomía entre libertad y bien común. Sin ir más lejos, el artículo 29 de la misma Declaración Universal de Derechos Humanos dice: 1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad. 2. En el ejercicio de sus derechos y el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática 14. lejos, el papa Pablo III († 1549) y sus sucesores intercedieron con firmeza en favor de los derechos de los indígenas y promovieron su reconocimiento legal. Carlos V promulgó leyes –otra cosa es que no se respetaran debidamente– que protegían los derechos de los indígenas, a los que expresamente reconocían como personas y, por tanto, titulares de derechos humanos. En el siglo XVII los teólogos y los canonistas españoles –muy especialmente el P. Vitoria– desarrollaron doctrinalmente la idea de los derechos humanos, aunque posteriormente, los pensadores liberales de la Europa protestante hicieron suya. Un elenco clasificado de los derechos humanos formulados por el P. Vitoria extraídos de sus obras puede verse en Hernández Martín, Ramón, Derechos humanos en Francisco de Vitoria, Ed. San Esteban, Salamanca, 2ª ed., 1984, principalmente en las pp. 241-258 14.  Otras declaraciones de derechos exponen esta salvedad al final de cada derecho proclamado. Un caso significativo es el de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica, de 1969) que, además referirse al límite del bien común en numerosos artículos que reconocen derechos individuales –art. 13, sobre la libertad de expresión; art. 15 sobre la libertad de reunión; art. 15 sobre el derecho de asociación; o el art. 16 sobre la libre circulación–, añade en su 32.2 dice: “Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática”.


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En el párrafo segundo de este artículo puede observarse la idea de que el bien común es un límite o un freno al derecho individual, que lo concibe –como veíamos antes– al modo de prerrogativa tendencialmente expansiva que sólo encuentra freno en el bien del otro. Y en todo caso, plantea el bien común como un bien alternativo al propio, como una suerte de sacrificio personal en beneficio de los demás. En este trabajo, en cambio, trato de argumentar de qué manera el bien común forma parte necesaria e inevitable de la delimitación de los derechos, e intento justificar que los derechos individuales no son tanto una suerte de escudo del individuo frente al interés general, sino al contrario, la mejor forma de garantizarlo 15. Asimismo argumentaré que el bien común no se puede identificar con el interés de la mayoría, aunque las más de las veces coincida; ni tampoco con la noción administrativa de bienes públicos. 2.  ¿Qué es el bien común? Comencemos afirmando lo que a primera vista puede resultar una obviedad, pero que es imprescindible para comprender cabalmente este tra15.  Es muy sugerente la línea argumental de Raz, que trata de justificar el respeto al bien común como suelo que sostiene las libertades individuales. En esta línea se mueve también la argumentación del estudio de Joaquín Rodríguez Toubes sobre la relación entre los derechos humanos y el bien común, que a su vez asume buena parte de las reflexiones de Joseph Raz sobre esta cuestión. Asegurar el bien común es un modo de respetar a las personas y a sus derechos, y viceversa: al respetar y promover a las personas y sus derechos, se respeta y se promueve el bien común. “Por un lado, –escribe Joaquín Rodríguez Toubes– los derechos aseguran directamente la posibilidad de disfrutar de algo que (potencialmente) es un bien para el titular del derecho. Por ejemplo, la libertad de expresión protege la posibilidad de dar a conocer a otros nuestras ideas y puntos de vista. Por otro lado, muchos derechos benefician a sus titulares indirectamente porque son la condición de una sociedad preferible, son el medio de promover un bien común que revierte en interés del individuo. Por ejemplo, la libertad de expresión es la condición de una sociedad democrática con intercambio libre de información. Y lo más destacable es que a menudo el beneficio indirecto es mayor que el directo, el bien común que generan los derechos es mayor que el bien individual que protegen. Por ejemplo, posiblemente sea más importante para cualquiera de nosotros vivir en una sociedad donde haya libertad de expresión que disfrutar nosotros mismos de ese derecho; coincidiremos con Raz en preferir no tener ese derecho y vivir en una sociedad donde los demás sí lo tengan, que lo contrario. Entonces se explica que a menudo la importancia de un derecho no se corresponda con el valor del interés que protege directamente en el titular: la razón es que su valor depende del interés general que promueve (y del consiguiente interés particular que protege indirectamente en el titular). Y si es así ya no tiene tanto sentido –al menos para este tipo de derechos– predicar un enfrentamiento entre derecho individual y bien común”. Rodríguez Toubes, Joaquín, “Derechos humanos y bien común”, en Derecho y libertades, Año nº 5, n. 9 (2000), p. 477. Las reflexiones de Raz están en Raz, Joseph, “Rights and Individual Well-Being”, Ratio Juris 5/2 (1992), 127-142; p. 135. Ahora en su Ethics in the puhlic domain, Clarendon Press, Oxford, 1994, p. 52


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bajo, a saber, que el bien común es el bien de una comunidad determinada. Lo más frecuente es que el bien común se predique de una comunidad política soberana, pero nada impide que también se predique –a veces lo hace Santo Tomás– de la comunidad de todo lo existente, y entonces habla del “bien común universal” o del “bien común de la creación” 16. Asimismo, también podemos hablar del bien común de sociedades más pequeñas, tales como la familia, la aldea, la asociación, etc. Cada comunidad, por lo tanto, tiene su bien común respectivo. El bien común de cualquiera de estas comunidades se cifra en la consecución del fin en vista del cual existe dicha comunidad. Por lo tanto, si queremos describir el bien común de un colectivo, habremos de expresar su propio fin, la razón de ser del colectivo en cuestión. Por otra parte, en la tradición aristotélico-tomista, la noción de ley está asociada íntimamente a la noción de bien común. Esto es así porque la ley es concebida como un instrumento para la consecución de dicho bien. Cuando Santo Tomás dice que “la ley propiamente dicha tiene por objeto primero y principal el orden al bien común” 17, quiere decir que por la ley se ordenan o disponen los individuos a la realización de la comunidad formada por ellos mismos. La ley, ya sea natural o positiva, es un instrumento para la consecución de ese fin, en cuanto que expresa cómo han de disponerse adecuadamente las partes para constituir el todo que es la comunidad. Una cuestión fundamental íntimamente relacionada con el bien común es la de la congruencia de determinadas comunidades con la estructura psicosocial del hombre. O dicho de modo más clásico, la noción clásica de bien común se vinculaba con la existencia de estructuras societarias naturales. Si tales sociedades existen, entonces podemos decir que la ley natural expresa la constitución de dichas comunidades. Por culpa del iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, tendemos a pensar la ley natural como una ley del individuo, como una expresión de su desarrollo personal individual. Se ha perdido de vista la estructura societaria que los clásicos asignaban a la ley, también a la ley natural, cuya noción estaba íntimamente relacionada con la de comunidad natural. Para Aristóteles toda ley es expresión de la adecuada constitución de una comunidad. Por eso es lógico que con la negación de la ley natural se niegue conjuntamente la

16.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II: q. 19, a. 10. s. 17.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II, q. 90, art. 3, s.


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naturalidad de determinadas uniones societarias: si todas las comunidades que forman los hombres fueran completamente arbitrarias, de tal suerte que, por ejemplo, diera lo mismo vivir solos que vivir con otros; o fuera indiferente la convivencia homosexual, heterosexual, poligámica, poliándrica, o bestial... la ley natural no tendría razón de ser. Cuando la tradición aristotélico-tomista argumenta a favor de la dimensión social del hombre, está vinculando el bien común a la naturaleza humana. Según esta tradición, el ser humano se realiza plenamente en la medida en que asume su papel en el conjunto del que forma parte; esto es, a través de una ordenada convivencia con sus semejantes. El colectivo con el que Santo Tomás vinculaba la ley natural era en primer término la comunidad familiar, luego la comunidad política, y por encima de todos, la comunidad de la Creación 18. La ley natural es concebida pues 18.  En la Suma Teológica escribe Sto. Tomás “Dios, que es el hacedor y gobernador del universo, aprehende el bien de todo el universo; por eso todo lo que quiere, lo quiere bajo razón de bien común, que es su bondad, que es el bien de todo el universo. (...) Pero no es recta la voluntad de quien quiere un bien particular si no lo refiere al bien común como a fin, porque incluso el apetito natural de una parte se ordena al bien común del todo”. Suma Teológica, I-II: q. 19, a. 10. s. En el capítulo 148 de su Compendio de Teología, bajo el título “Todas las cosas han sido hechas para el hombre” Sto. Tomás sintetiza clarísimamente su visión del orden cósmico: § 296 “Aunque todas las cosas se ordenan a la bondad divina como a su último fin, hay algunas que están más próximas a este fin, pues participan de una manera más plena de la bondad divina. Por consiguiente, las cosas inferiores de la creación que, por lo mismo, participan menos en la bondad divina, están ordenadas de cierta manera a los seres superiores como a sus fines. En todo orden de fines, las cosas que están más cerca del último fin son, a su vez, fines de aquellas que están más distantes de él. Por ejemplo: la poción medicinal tiene por objeto la purgación; la purgación tiene por objeto la delgadez; y la delgadez, la salud; y por ello, la delgadez es el fin de la purgación, y ésta el de la poción. Así como en el orden de las causas agentes la virtud del primer agente alcanza los últimos efectos por medio de las causas segundas, así también en el orden de los fines las cosas que están más distantes del fin llegan al fin último por medio de las que están más próximas a él; del mismo modo que la poción medicinal no se dirige a la salud más que por medio de la purgación. Por esta razón, en el orden del universo, las cosas inferiores alcanzan su último fin, en cuanto que están ordenadas a las superiores”. § 297 “Lo cual es evidente por la sola consideración del orden mismo de las cosas. En el orden natural, las cosas se emplean según sus propiedades naturales, y así vemos que las cosas imperfectas se destinan para el uso de los seres más nobles: las plantas se alimentan de la tierra, los animales de las plantas, y todo está destinado para el uso del hombre. Por consiguiente, las cosas inanimadas han sido creadas para las animadas, las plantas para los animales, y todo para el hombre. Hemos demostrado antes (capítulo 74) que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza corporal; luego toda la naturaleza corporal estará ordenada a la naturaleza intelectual. Entre las naturalezas intelectuales, la que está más cerca del cuerpo es el alma racional, forma del hombre. Luego toda la naturaleza corporal parece estar creada para el hombre en cuanto animal racional; por consiguiente, la consumación de toda la naturaleza corporal depende en cierto modo de la consumación del hombre”.


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como razón integradora de los diversos miembros, los hombres, dentro de los colectivos en los que naturalmente forman parte. Y puesto que el hombre es simultáneamente parte de diversos colectivos o comunidades naturales, la razón por la que se integra y vincula en cada una de esas comunidades es igualmente expresión de ley natural. Así pues, mediante la ley natural el hombre se integra en la familia, se asocia con otros hombres, y se integra adecuadamente en el orden de la naturaleza, respetando sus ritmos y su relativa armonía. El ecologismo moderno, en la medida en que respeta la centralidad del hombre en la creación material, supone un gran estímulo a esta visión de la ley como integración del hombre en una comunidad que le precede y le vincula. Por eso, podemos decir que por la ley natural el hombre también se dispone adecuadamente hacia el bien común universal, que podríamos ilustrar con la imagen de una sinfonía formada por la Creación entera: los hombres representarían a los músicos con sus respectivos instrumentos, y el resto de las criaturas irracionales cumpliría una función instrumental al servicio del hombre, como acompañamiento. Todos los seres irracionales, al ser movidos directamente por Dios mediante la ley eterna, participarían pasivamente en esta orquesta. Los hombres, en cambio, participarían activa y responsablemente con “la partitura” de la ley natural, intimada en su corazón mediante la razón y el apetito natural del fin último y de los bienes naturales que hacia él conducen. En esta “sinfonía cósmica” cada hombre gozaría al escuchar su propio instrumento cuando interpreta fielmente su partitura –al vivir su propia vida–, pero aún gozaría más al darse cuenta de que lo bueno es la música de la orquesta entera, de la que él forma parte como músico y como espectador al mismo tiempo. Según esta visión, el individualismo, la realización puramente individual, sería tan irracional como si un músico, rompiendo la armonía, tratara de imponerse sobre los demás tocando más fuerte su instrumento (algo podría hacer, evidentemente, pero mucho menos de lo que lograría integrado en el conjunto). Esta cosmología de la tradición aristotélico tomista no supone un “cosmocentrismo” ajeno a la idea de dignidad o protagonismo de la persona, porque toda la naturaleza material se presenta al servicio de la persona humana, y porque en esta perspectiva los hombres son considerados como los únicos seres del mundo material que participan deliberadamente en esta sinfonía cósmica que Dios compone para ellos 19. En definitiva, con este ejemplo tratamos de ilustrar la

19.  Quizá Bobbio no comprendió bien la doctrina tomista del bien del todo y del bien de las partes. Para Santo Tomás, que el hombre sea parte de un todo, no significa que el todo tenga


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tesis de que la realización del hombre es comunitaria, necesariamente solidaria, y que sólo se logra asumiendo personalmente el papel que a cada uno le corresponde en el conjunto, porque la perfección de una parte consiste en estar adecuadamente dispuesta hacia el todo del que forma parte 20. Volveremos sobre este tema más adelante, cuando tratamos la relación entre la ley y el bien común 21. Por otra parte, cuando Santo Tomás habla del bien común de la sociedad política, unas veces se refiere a lo que podríamos llamar el bien común social integral y, otras, en cambio, al mero bien común político. El primero es más amplio que el segundo. El bien común social integral comprende todos los bienes que supone la vida de los hombres en común; a este bien común contribuyen los actos de todas las virtudes humanas, incluidos los de aquellas que a primera vista sólo afectan al hombre en su vida privada (por ejemplo, actos de fortaleza o de templanza), y por supuesto, todas las instituciones sociales como la familia, las comunidades religiosas, y la

más valor que cada una de las partes, de modo análogo a como un equipo de fútbol no vale más que cada uno de sus jugadores, o una orquesta más que sus músicos; significa, en cambio, que el bien de cada miembro, en cuanto músico o futbolista, sólo se puede percibir por la relación que guarda con el todo. Pero, hecha esta salvedad, creemos que Bobbio acierta con el diagnóstico del desplazamiento de la idea clásica de comunidad y de bien común: “proprio partendo da Locke si capisce bene che la dottrina dei diritti naturali [entiéndase la que se desarrolla a partir del XVII] presuppone una concezione individualistica della società e quindi dello stato, continuamente contrastata dalla ben più solida e antica concezione organica, secondo cui la società è un tutto, e il tutto è al di sopra delle parti”, Bobbio, Norberto, L’età dei diritti, Einaudi, Torino, 1992, p. 58. 20.  “Por eso dice San Agustín en III Confes. que es deforme cualquier parte que no se armoniza con el todo. De aquí que, al ser todo hombre parte de un Estado, es imposible que sea bueno si no vive en consonancia con el bien común, y, a la vez, el todo no puede subsistir si no consta de partes bien proporcionadas. En consecuencia, es imposible alcanzar el bien común del Estado si los ciudadanos no son virtuosos” (ST.I-II: q. 92, a. 1, ad.3). Respecto al grado de virtud que deban tener los miembros del Estado Sto. Tomás no dice que deban tener la integridad de la virtud, sino sólo aquél grado de virtud necesaria para mantener la comunidad. Por eso dice en este mismo artículo que sólo los gobernantes han de ser virtuosos con integridad, porque requieren de la virtud de la prudencia para hacer las normas, mientras que los súbditos les bastaría con respetar externamente las leyes para mantener unida a la comunidad. De hecho añade: “porque en cuanto a los otros [a los que no son gobernantes], basta para lograr el bien común que sean virtuosos en lo tocante a obedecer a quien gobierna. Por eso dice el Filósofo en III Polit. que es la misma la virtud del príncipe y la del hombre bueno, pero no la del ciudadano y la del hombre bueno”. 21.  Las consideraciones sobre el bien común que hemos hecho en los párrafos precedentes no se refieren al bien común jurídico: a él nos referimos al final de este trabajo. Adelantamos que el bien común jurídico vendría determinado por la solidaridad mínima exigible por el gobernante a la comunidad histórica concreta.


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multitud de asociaciones diversas que funcionan dentro de la comunidad política. En cambio, el bien común político –lo que muchos intérpretes de Santo Tomás llaman bien común sin más especificación– es aquella parte del bien común social integral que puede y debe ser promovido y tutelado por el Estado. Según esta noción más restringida de bien común, habría comportamientos privados viciosos que no atentarían contra él, y que por lo tanto, no deberían ser proscritos por la ley, a pesar de que sí afecten al bien común social integral. Ciertamente, la categoría moral de las personas singulares siempre influye de algún modo a la calidad de la convivencia entre los hombres (al bien común social integral), pero también es verdad que dicha influencia admite grados, y es sólo a partir de un determinado nivel de influencia, cuando la ley humana actúa. La ley humana interviene sólo cuando se considera intolerable el grado de perturbación del orden social provocado por la conducta inmoral. Podríamos representar gráficamente la diferencia entre el bien común político y el bien común social integral con dos círculos concéntricos, en los que la longitud de radio representa la intensidad y número de acciones relevantes para el bien común: el círculo de menor radio marcaría los mínimos exigidos por la ley humana para la cohesión mínima exigible de la sociedad, determinando así el área del “bien común político”; y el de radio mayor determinaría el “bien común social integral”, cuyo área abarcaría todo el comportamiento moral del hombre. Al legislador le compete determinar, según las circunstancias, la longitud del radio del primer círculo, mediante la regulación de las conductas exigibles a los ciudadanos. A su vez, estos dos círculos estarían dentro del círculo del bien común universal o cósmico al que Dios ordena toda la Creación 22.

22.  La distinción referida la expone claramente Finnis en su reciente obra sobre Sto. Tomás. Finnis explica que para el Aquinate el bien común alcanzable en una comunidad política es doble: por un lado está el bien común ilimitado (se refiere a lo que hemos llamado “bien común social integral”), y por otro existe un bien común que es político en un sentido más específico: (i) el bien de emplear el gobierno y la ley para ayudar a los individuos y las familias para que hagan bien lo que tienen que hacer, junto con (ii) el bien o los bienes que la comunidad política puede logar en nombre de las familias o de los individuos (incluido el bien de repeler y de reparar los daños y las amenazas que los individuos, sus familias y otros grupos privados no son capaces de repeler por sí mismos). Sólo este segundo sentido más específico de bien común es del que deben responder los gobernantes, y sólo sobre este sentido se justifica la obligatoriedad de las leyes y demás acciones de gobierno (judiciales y administrativas). Este sentido específico de bien común es limitado y en cierto sentido instrumental. Éste bien común es lo que Sto. Tomás llama a veces bien público. Cfr. Finnis, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, pp. 238-9. Esta idea la desarrolla también el profesor Andrés


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¿Cuál es entonces el contenido del bien común político? Dicho contenido sería aquella calidad mínima de la convivencia cuyo respeto y promoción es exigible a ciudadanos y gobernantes. Lógicamente el grado de respeto hacia determinados bienes –que normalmente se cifrará en obligaciones de no hacer– será mayor que el de exigencia de contribución activa hacia el bien común. Y, en línea de principio, la responsabilidad de los gobernantes por el bien común será mucho mayor que la de los particulares. Bien, ¿pero dónde encontramos formulados estos bienes, de cuyo respeto y promoción depende el bien común? Aquí entran en juego las modernas declaraciones de derechos humanos, reconocidas también en la parte dogmática de la mayoría de las Constituciones, que aunque recogen de modo fragmentario bienes de la personalidad y de la convivencia, al menos concretan algo los elementos constitutivos del bien común político. Entre estos bienes, podríamos destacar: el compromiso de todos, no sólo de los gobernantes, por la defensa de sus conciudadanos, la preocupación por la paz y la seguridad, tanto interna como externa; la solicitud por una correcta organización de los poderes del Estado; la creación y mantenimiento de un ordenamiento jurídico claro y eficaz; una protección especial a la familia, a los ancianos, a los menores, a los enfermos y a los discapacitados; la colaboración en servicios esenciales tales como la sanidad, la alimentación, la habitación y el vestido, la educación y la cultura; la promoción de las condiciones de trabajo y de ocio adecuadas; libertad religiosa y libertad de expresión; y el esfuerzo por la salvaguardia del ambiente. 3.  La ley como ordenación al bien común El autor contemporáneo que con más insistencia ha subrayado la continuidad entre el bien persona y el bien común es, sin duda, Alasdair McIntyre 23. Ollero en su libro El derecho en teoría (perplejidades jurídicas para crédulos), ThomsonAranzadi, Pamplona, 2007, pp. 65 y ss, donde explica el derecho como un “mínimo ético” exigible para que la convivencia entre los hombres sea propiamente humana. En el libro, Ollero maneja un concepto de justicia limitado a la actividad propiamente política y forense, o si se nos permite, un concepto de “justicia jurídica” a la que vincula su noción de mínimo ético. En este sentido, escribe en la p. 67: “Constituirán exigencias de justicia, y por tanto estrictamente jurídicas, todas aquellas necesarias para el logro de ese mínimo ético indispensable para garantizar una convivencia social realmente digna del hombre”. 23.  Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company,


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Este autor insiste tanto en la dimensión personal del bien común, que llega a afirmar que el bien propio sólo puede lograrse en y a través del logro del bien común, hacia el cual estamos inclinados cuando funcionamos y nos desarrollamos con normalidad 24. McIntyre añade a la tradición aristotélico tomista la importancia de la tradición, cuya comprensión y asimilación es imprescindible para participar activamente en una comunidad. Quien pretenda disentir de esa tradición y al mismo tiempo participar activamente en dicha comunidad, debe al menos conocer los debates internos o argumentos de esa tradición, y sobre ellos, superándolos quizá, hacer inteligible su discurso. Por otra parte, la noción de comunidad que McIntyre defiende no se puede identificar con el Estado moderno, sino con aquellas asociaciones o agrupaciones humanas intermedias entre la familia y el Estado en las que existiera un consenso básico sobre el ideal de perfección humana. Las normas que rigen estas comunidades tienden a garantizar la participación de sus miembros en las tareas y en los beneficios de la vida en común. Tales normas no son, por tanto, obstáculos para su realización, sino una ayuda para su adecuada integración. Desde una perspectiva todavía más general, las normas que rigen la integración de los seres en las diversas comunidades pueden distinguirse por el diverso modo de participación de los miembros de la comunidad: por la fuerza o libremente. Y así, mientras los animales se ordenan al fin por el instinto –más bien, son ordenados por él–, sin conocer el fin y sin elegir ni siquiera los medios, el hombre se ordena al fin con la ayuda de la ley, entendida como interpelación a una voluntad libre para que se integre adecuadamente en la comunidad. El hombre no es movido hacia su fin

Estados Unidos, 1999. La versión castellana ha sido editada por Paidós Básica, Editorial Paidós, Barcelona, 2001. Por otra parte, en su obra Tres versiones rivales de la ética encontramos una crítica durísima de liberalismo moderno, incompatible con la noción clásica de bien común replanteada por McIntyre. El liberalismo moderno, supuestamente imparcial desde el punto de vista ético, pretende justificarse diciendo que quiere hacer posible el pluralismo, pero toda su retórica pluralista se funda en un concepto de libertad como pura indeterminación. La comunidad liberal, mejor dicho, el Estado liberal, no es más que un entramado de relaciones establecidas para satisfacer intereses egoístas, en donde no existe un bien común distinto de la suma de los intereses de todos o la mayoría de los participantes. Los bienes humanos no son más que expresiones de preferencias personales que no necesitan justificación racional. 24.  “My own good can only be achieved in and through the achievement of the common good. And the common good is that toward which we are inclined when we are functioning normally and developing as we should be”, McIntyre, Alasdair, “Theories of Natural Law in the Culture of Advanced Modernity”, en Common Truths: New Perspectives on Natural Law, Edward B. Mclean (ed.), ISI Books, Wilmington, Delaware, 2000, p. 109


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por la fuerza, como los animales irracionales que obedecen ciegamente sus instintos, sino por medio de la ley natural y positiva. La ley natural está intimada, no impuesta por la fuerza, en la conciencia del hombre por medio de sus apetitos, para que participe activamente en dicha ordenación. Este modo de gobernar al hombre (por parte del Creador, se entiende) por medio de la ley y no de la fuerza, manifiesta que el hombre no sólo tiene un fin superior al resto de las criaturas materiales, sino también un modo superior de conseguirlo. Por ser gobernado el hombre mediante la ley, y por gobernar con ella también él a sus semejantes, de un lado hace meritoria su participación en la comunidad, y de otro, participa en el gobierno del mundo al que Dios le asocia, otorgándole la dignidad de ser causa segunda o delegada en la disposición de todo hacia el fin último, que es el bien común universal. Dicho con otras palabras, la ley, y no la fuerza, es el modo apropiado para gobernar a las personas, porque pueden percibir la ratio ordinis de la ley, y porque tienen capacidad de dominio sobre sus propias acciones. Que la ley sea el modo de gobernar más conforme con la dignidad humana, se ve también si lo comparamos con el gobierno del hombre sobre los seres irracionales. Toda la actividad desplegada en el uso de las cosas irracionales subordinadas al hombre, se reduce a los actos con que el hombre mismo las mueve: si son realidades inertes, el hecho está claro; y si son seres vivos irracionales, el dominio del hombre se manifiesta en el automatismo que se da entre el estímulo y la respuesta del animal cuando el hombre provoca su apetito; precisamente, por esto, el hombre no impone leyes a los seres irracionales, por más que le estén sujetos, sino que los mueve por la fuerza, aún cuando parezca que le obedecen libremente. El legislador humano, en cambio –siempre según la filosofía tomista–, participando de la tarea reunificadora que dispone todas las cosas hacia el bien común universal, pone leyes a los hombres que forman parte de la comunidad que gobierna, cuando imprime en sus mentes, con un mandato o indicación cualquiera, una regla en vista de la conformación de la comunidad que dirige 25. Si recapitulamos lo dicho hasta ahora, la ley en general tiene como función propia ayudar al hombre para que se disponga adecuadamente hacia el bien común. La ley civil, como especie de ley, le orienta hacia el bien común específico, el bien común político. Si el hombre está correctamente

25.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II: q. 93, a.5, s.


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dispuesto hacia este bien, decimos de él que es un buen ciudadano. La ley natural, en cambio, le orienta además hacia un fin ulterior, que es el bien común universal; y si el hombre está correctamente dispuesto hacia este fin, decimos de él que es una buena persona. Lo que para Aristóteles era el fin último del hombre, el bien común político, para Santo Tomás sólo será el fin particular de la sociedad política humana, un mero estadio del dinamismo centrípeto de la ley en general 26. ¿Por qué el Aquinate se refiere a la ley como una ordenatio rationis ad bonum comune? Cuando Santo Tomás afirma que la ley pertenece a la razón, hay que entender que la contrapone al apetito en el sentido que hemos visto antes: se trata de dejar clara la libertad del hombre en su respuesta. Todos los apetitos humanos tienen sus bienes propios naturales, que el hombre no elige apetecer; incluido el mismo apetito racional o voluntad, que tiende, como a su bien propio, hacia el bien sin restricción, que nadie puede dejar de querer. El apetito de felicidad o de plenitud, que es como el motor de la voluntad, no lo elegimos: lo tenemos “puesto” con la naturaleza, y en vista de él hacemos todo lo que elegimos hacer. La razón dispone, eligiendo, los medios más adecuados para ordenar al hombre hacia el logro de esa felicidad apetecida (por eso, la ley es principalmente obra de la prudencia). La ley, en su acepción más general, es precisamente una ayuda a la razón para que el hombre se disponga adecuadamente hacia su fin. Pero sería un error concebirla como una imposición heterónoma: el dilema heteronomía-autonomía aplicado a la ley natural no tiene cabida en el pensamiento tomista, por la sencilla razón de que el Aquinate presenta la ley natural como una ley participada (libremente) por la razón humana; o como dice Rhonheimer, es una teonomía participada, en la medida en que Dios nos hace apetecer lo que nos conviene (el vicio es precisamente la corrupción del apetito, y la virtud, en cambio es como su perfección) 27. Los bienes apetecidos naturalmente por la voluntad actúan como principios de la ley, porque por ellos comienza el proceso creador de la ley, que es obra de la razón práctica. Es un error pensar que, según Santo Tomás, los principios de la ley son normas muy generales. La ley es el plan trazado por la razón en orden a la consecución de tales bienes humanos, que no elegimos apetecer. La fuerza prescriptiva de la ley natural no se deriva, por tanto, 26.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II: q. 90, a.2, s. 27.  La concepción de la ley natural como teonomía participada está extraordinariamente desarrollada en la obra de Rhonheimer, Martin, Ley natural y razón práctica, Eunsa, Pamplona, 2000 (edición española de “Natur als Grundlage der Moral”, 1987).


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sólo de la voluntad de Dios que nos ha puesto el apetito de tales bienes, sino también de la congruencia entre dichos bienes y nuestros apetitos. Si la ley no es sólo enunciativa, sino que también prescribe, es por la misma fuerza del bien que prescribe. La obligatoriedad de la ley se deriva de la bondad del bien, que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad 28. Por lo tanto, la ley, como tal, así entendida, no es principio de los actos. Principio de los actos son los fines hacia los cuales las leyes disponen adecuadamente. La ley tiene razón de medio. La razón del hombre capta esos fines, que son apetecidos naturalmente por la voluntad, y dispone el mejor modo de lograrlos. La ley es una ayuda externa, ya sea creada por otros hombres o directamente dispuesta por Dios, para que los hombres ordenen o dispongan sus actos adecuadamente hacia ese fin común. A la luz de este carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad 29, se justifica la controvertida tesis tomista de que la ley injusta

28.  De ahí que la crítica de Hume de derivar un deber ser de un ser, de derivar normas prescriptivas a partir de enunciados descriptivos, sea una crítica errónea si se aplica a Sto. Tomás. El Aquinate no deriva el carácter obligatorio de la ley de un principio especulativo, sino de un principio práctico, esto es, de un bien que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad humana. Cfr. Grisez, Germain, cap. IV del “El primer principio de la razón práctica. Un comentario al art. 2 de la q. 94 de la I-II de la Suma Teológica”, en Persona y Derecho, 52 (2005), pp. 275-339. 29.  Cuando digo “carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad” no me refiero sólo ni principalmente a la causalidad eficiente, como si antes de la ley no hubiera comunidad. Me refiero principalmente a la causalidad final de la ley, en cuanto que ella determina el umbral mínimo de solidaridad hacia el cual han de tender los miembros de la comunidad para que ésta se mantenga (mantener una comunidad es mantenerla unida). Por otra parte, la propia existencia actual de la comunidad manifiesta también este carácter constitutivo de la ley, en cuanto que la ley es expresión de la constitución de la propia comunidad (aunque con otra terminología, esta causalidad formal expresada en la comunidad real fue descrita por la jurisprudencia del realismo escandinavo, y desde otra perspectiva, por el institucionalismo de Santi Romano o de Maurice Hauriou (cfr. en este sentido mi libro El derecho de los juristas, Ed. Dikinson, Madrid, 1998, p. 255). Pero no es que la ley sea cronológicamente anterior a la comunidad, del mismo modo que la forma no es cronológicamente anterior a la materia que ella informa, sino que se da con ella. Al decir esto quizá se pueda interpretar que yo también estoy defendiendo una consagración de los hechos, de la forma presente de cualquier comunidad. No, la forma actual de una comunidad expresa la constitución de la misma, pero no necesariamente la mejor constitución posible de la misma. Sobre la teoría de la jurisprudencia como formulación del mejor derecho posible cfr. Lombardi Vallauri, Luigi, Saggio sul Diritto Iurisprudenziale, Guiffrè, Milano, 1967, pp. 522, 531, y también Ollero, Andrés, ¿Tiene razón el derecho?, Publicaciones del Congreso de los Diputados (monografías), Madrid, 1996, pp 442 y 444. Por lo tanto, y recapitulando un poco, podemos decir que la ley tiene respecto de la comunidad una múltiple relación: en cuanto causa final, porque describe un horizonte de solidaridad ideal –de respeto y de colaboración– al que han de tender los miembros de la


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no es propiamente ley. Y no es propiamente ley, según Santo Tomás, sencillamente porque, en cuanto injusta, no sirve para conformar la comunidad, porque es un elemento perturbador o disgregador de la misma 30. Si una nota esencial de la ley consiste en ligar lo que es diverso, una ley que destruye la comunidad no es ley; es precisamente su negación aunque la promulgue solemnemente un Parlamento; como no es medicina un veneno, por mucho que se venda en farmacias. La ley injusta quizá mantenga la causa material y eficiente al ser adecuadamente promulgada por el gobernante legítimo, pero si carece de su causa final, carece de lo más importante, de aquello que propiamente la define. Y, dicho sea de paso, una ley que tiende a disgregar a la comunidad a la que va destinada, manifiesta la mayor perversión posible del gobernante en cuanto tal. Si el mejor gobernante es quien une más estrechamente a su pueblo en una convivencia armoniosa y pacífica, quien destruye esta convivencia es el peor de todos.

4.  Ley y libertad En la medida en que la libertad se identifique con total ausencia de vínculos, el bien común –y la ley que lo respalda– se presentarán como una carga que hay que soportar, precisamente en la misma la medida en que se considera que restringen la libertad individual. Esta es la noción de libertad más extendida actualmente, aunque su origen se remonta al siglo XIV, cuando Ockham comenzó a caracterizarla como quaedam indifferentia et contingentia. Esta noción de libertad reñida con la propia realización personal es contraria a la idea de libertad que tenía Santo Tomás. Para el Aquinate, la inclinación a la felicidad, esto es a la plenitud personal, era la fuente misma de la libertad y de la vida moral. La voluntad era considerada precisamente como el apetito racional de plenitud, que se sirve del impulso que le brin-

comunidad; en cuanto causa formal, porque expresa la forma de ser de una comunidad (de ahí que Lombardi llegue a decir que “hay más sociología en un código que en un libro de sociología”, cfr. “Diritto naturale”, en Persona y Derecho, 23 [1990], pp. 25-63); de causalidad eficiente, porque a su modo, la ley también contribuye a hacer la sociedad. Y la materia sobre la que la ley actúa es la propia comunidad: sólo forzando un poco los términos, podríamos decir que la propia ley es causa material de otra ley, en cuanto que las normas procedimentales o de estructura tienen por objeto otras normas, el modo de hacerlas efectivas. 30.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II: q. 96, a. 5 y a. 6.


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dan los demás apetitos naturales (nutritivo, sexual, etc.) en su caminar hacia la felicidad –no en vano tales apetitos eran considerados como semina virtutum, como el primer indicio de moralidad–. Para Santo Tomás, somos libres, no a pesar de estas inclinaciones, sino a causa de ellas. En cambio, para Ockham, y luego también para Kant, la libertad se situará por encima de las inclinaciones naturales, hasta tal punto que habremos de considerar que un hombre es tanto más libre cuanto más impasible sea, cuanto mejor resista a sus inclinaciones naturales. Por eso, desde esta perspectiva, las inclinaciones naturales no pueden ser el fundamento de la moral, sino más bien realidades del orden material o biológico, realidades que están fuera del ámbito moral, y que son más un impedimento que una ayuda para el ejercicio libre de la voluntad. Según Santo Tomás, la ley natural y la ley positiva son elaboradas por la razón a partir de los bienes humanos conocidos naturalmente como tales, que son bienes precisamente por su común referencia al fin último. Será la mayor o menor necesidad de los medios para lograr tales bienes lo que nos permita calibrar el mayor o menor grado de libertad del legislador para fijar el contenido de la ley. Esta libertad será menor cuando la ley humana se derive de la ley natural por vía de conclusión. En cambio, cuando se deriva por vía de determinación, el legislador elegirá entre varios medios posibles el que, según las circunstancias de su comunidad, le parezca más apto para lograr el fin (esto explica por qué en Santo Tomás la distinción entre el contenido de la ley natural y el de ley positiva, a partir de un determinado punto de necesidad, no tiene unos contornos precisos). A diferencia de Santo Tomás, desde Ockham se rompe el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre. Las relaciones del hombre con Dios, y de los hombres entre sí, a partir de entonces serán entendidas como relación de voluntades independientes: Dios manifiesta a los hombres su voluntad a través de la ley, que actúa con la fuerza de la obligación. La ley y la obligación ocuparán el centro de la reflexión moral. La vida moral se convierte en observancia, y el hombre bueno se define como el hombre observante. La felicidad sólo se relacionará con la moral como una recompensa extrínseca, y no como algo que se verifica en la misma medida en que el hombre se moraliza. Hacer el bien será hacer aquello a lo que se está obligado hacer; y hacer el mal será hacer lo contrario de lo que se está obligado a hacer. Es verdad que Ockham reconoce cierta fuerza normativa a la naturaleza, pero sólo considera el orden natural de las cosas “stante ordinatione divina, quae nunc est”, en cuanto manifiesta el querer


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de Dios; y da por descontado que Dios puede modificar dicho orden en cualquier instante. La clave fundamental del pensamiento de Ockham reside en la negación de Dios mismo como causa final de todo cuanto existe. Ockham no comprende que Dios se tenga a sí mismo como fin natural de todo cuanto hace. Dios es para Ockham la realización absoluta de la libertad gracias a su omnipotencia. La libertad máxima es la omnipotencia de la voluntad divina, que no es determinada por nadie ni por nada, ni siquiera por el amor de sí. A partir de esta noción de libertad divina, Ockham formula su teoría de libertad humana como una indeterminación limitada. Ahora quizá podemos comprender cómo el pensamiento moderno ha llegado a identificar la libertad personal, y el correlativo derecho subjetivo, traducido luego en derecho humano, como una potencia tendencialmente ilimitada que sólo se frena cuando colisiona con el bien de otra persona. En cambio, para Santo Tomás, Dios no podía dejar de amarse y de ser el fin de todo lo creado; y esto no era ninguna limitación de su poder, sino una afirmación de su divinidad, a la que le corresponde por definición ser también la causa final de todo cuanto existe. Para Ockham, la voluntad divina, al no estar determinada en la fijación del bien y del mal por nada, podría incluso querer que las criaturas le odiasen. Y, de este modo, Ockham rompió el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre 31.

5.  La virtud moral como disposición hacia el bien común La virtud humana es esencialmente disposición hacia el bien común. Esta afirmación, que puede desconcertar incluso a muchos que se consideran tomistas, es congruente con toda la filosofía de Santo Tomás. Si el hombre es parte de un conjunto, la perfección de algo o de alguien que es parte de un todo, hay que apreciarla por la relación que guarda con el todo del que forma parte. Hasta tal punto es así, que Santo Tomás llega a decir que el bien común es más amable que el bien propio, porque cada parte ama más el bien del todo que el bien exclusivamente propio (es muy significativo que, en este punto, Santo Tomás traiga a colación la cita de

31.  Cfr. Pinkaers, Servais, Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona, 2000 (Les Sources de la morale chretienne, Editions Universitaires, Friburgo, Suiza 1985), especialmente pp. 295 y ss (sobre la revolución nominalista).


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de la Escritura: “la caridad no busca su propio interés”) 32. Esta prioridad del amor natural a lo común se puede experimentar con lo que podríamos llamar el dilema de ser el último hombre sobre la tierra: si yo fuera ese hombre y se me presentara la disyuntiva entre vivir unos cuantos años más pero agotando conmigo la especie humana, o morir inmediatamente pero dejando descendencia, muy posiblemente elegiría esta segunda opción. Esta consideración no despersonaliza al individuo, sencillamente muestra que la categoría de persona no está reñida con la tendencia de la naturaleza, operativa en cada individuo, a preservar el todo. A este dinamismo natural de cada individuo hacia la unidad del todo, cuando se verifica en las relaciones interpersonales, le llamamos solidaridad. Para el Aquinate, esta disposición hacia el bien común no es fruto de una voluntad que se niega a sí mima porque, todo el movimiento apetitivo del hombre está naturalmente dispuesto en vista de ese fin. La virtud moral consiste precisamente en llevar a término, mediante el control de la parte racional, este impulso natural de los apetitos, moderándolos, no sofocándolos, es decir, ajustándolos para que todos jueguen a favor del fin último, fin en vista del cual ya están de forma incoativa naturalmente dispuestos. La razón de ser de las virtudes morales –incluida la justicia–, reside en que, cada una, en su nivel de mayor o menor ultimidad, contribuye a disponer adecuadamente todas las partes del hombre hacia su fin último. Muchos de los autores que, en supuesta continuidad con Aristóteles y Santo Tomás, han reflexionado sobre la justicia, han subrayado excesivamente la noción de justicia particular, dejando un poco de lado la noción de justicia general, cuando resulta que ésta es una pieza clave para entender toda la filosofía aristotélico-tomista sobre las virtudes. El concepto de justicia según Santo Tomás, es un concepto analógico, cuyo concepto central, referente, o más clásicamente, analogado principal, es la justicia general, entendida como la rectitud de la voluntad apoyada, o al menos, no impedida, por los demás apetitos. Esta consideración de la justicia general 32.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teologica, II-II, q. 26, a. 4, ad. 3. Sto. Tomás desarrolla esta idea en su Tratado sobre la caridad, concebida como la virtud del fin último. Para Sto. Tomás, el amor del fin último fortalece el amor de todos los bienes intermedios. Hasta tal punto es así, que llega a decir que “Si por un imposible Dios no fuera el bien del hombre, no tendría motivo el amor, porque Dios es el motivo de amar todo lo que amamos, incluso el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque el bien del hombre es la unión con Dios” (cfr. II-II, q. 26, a. 13, ad. 3). El motivo fundamental del amor al prójimo es el común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna, en que consiste el fin último (cfr. II-II, q. 26, a. 5, s).


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como concepto central, nos permite comprender las demás acepciones de la justicia. La justicia es en primer término una virtud personal, como lo son la fortaleza o la templanza, y por lo tanto, se predica en primer lugar del hombre mismo, y más en concreto, de su voluntad (la justicia es en primer término la rectitud de la voluntad). Sólo secundariamente y por analogía se habla de justicia del orden normativo, en cuanto que dicho orden tiende a producir la justicia en el hombre; y, por su parte, un acto se dice que es justo en cuanto que manifiesta cierta justicia en el hombre. Y cuando se habla de justicia objetiva, hay que entenderla en un sentido derivado, como efecto habitual de una voluntad justa, pero que también podría ser provocada por una voluntad injusta. Lo que algunos llaman justicia objetiva no es sino lo que Santo Tomás llamaba lo justo, que es precisamente el objeto de la justicia, que puede darse con virtud o sin ella, porque hay quien paga sus deudas sin ningún deseo de hacer bien al acreedor, incluso, a veces, con ánimo de estafarle más fácilmente después 33. Por otra parte, aunque el Aquinate distinga analíticamente diferentes virtudes, todas son aspectos de un mismo proceso perfectivo, por el que cada hombre se va disponiendo adecuadamente, y, en cierta manera, va anticipando progresivamente, la realización del fin último. Aristóteles lo explica, y Santo Tomás lo repite, comparando las virtudes con las artes que se subordinan entre sí en orden a la consecución del fin del arte principal 34.

33.  Para entender esto más claramente conviene leer el escrito de Sto. Tomás De Principiis Naturae, n.6, en concreto el siguiente pasaje: “Para entender esto debe saberse que una cosa se predica de muchas de tres maneras: unívoca, equívoca y analógicamente. Se predica unívocamente lo que se predica según el mismo nombre y según el mismo sentido, esto es, según la definición: así, animal se predica del hombre y del asno, pues ambos se dicen animales y ambos son sustancia animada sensible, que es la definición de animal. Se predica equívocamente lo que se predica según el mismo nombre y según un sentido diverso: así, can se dice del que ladra y del celeste, que convienen sólo en el nombre pero no en la definición o significación; el nombre significa, en efecto, la definición, como se dice en el libro IV de la Metafísica. Se dice que se predica analógicamente lo que se predica de muchos cuyos sentidos son diversos, pero se atribuyen a uno que es único y el mismo: así, sano se dice del cuerpo del animal y de la orina y de la bebida, pero no significa exactamente lo mismo en todos: de la orina se dice como del signo de salud, del cuerpo como del sujeto, de la bebida como de la causa. Pero todos estos sentidos se atribuyen a un único fin, a saber, la salud”, De Aquino, Sto. Tomás, De Principiis Naturae, ad Fratrem Silvestrem (recientemente traducido al castellano por la BAC, en Opúsculos y cuestiones selectas de Sto. Tomás, vol. 1, BAC, Madrid, 2001). 34.  En el Comentario de Sto. Tomás a la Ética a Nicómaco escribe en I, 1, §6: “En segundo lugar, propone el orden de los hábitos entre sí. Sucede que un hábito operativo, que llama virtud, depende de otro. Como el arte que hace la brida depende del arte de la equitación, porque el que ha de cabalgar enseña al artesano de qué modo se hace la brida. Así es el arquitecto, es


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Puesto que la realización personal no se logra en solitario, sino en comunidad, es preciso que el hombre, por medio de las virtudes, se disponga también adecuadamente a la convivencia con los demás. Y el hábito por el cual el hombre se dispone adecuadamente para la convivencia es la justicia. Dicho con otras palabras, si la virtud perfecciona al hombre, llevando a término la labor incoada por la naturaleza, y el hombre es naturalmente un ser social, la justicia en cuanto que perfecciona la dimensión social del hombre, perfecciona al hombre mismo. Y puesto que los hombres, debido a su naturaleza corporal, sólo se comunican por medio de acciones y cosas exteriores, la justicia versará sólo sobre las cosas exteriores con las que se relacionan las personas entre sí. Si con las demás virtudes morales cada hombre afina sus pasiones para que respondan adecuadamente a la propia razón; por la justicia lo que se afina es la propia voluntad para que quiera el bien del prójimo. Se trata de un proceso perfectivo continuo, en el que la justicia es como el último paso de la virtud, de una virtud que comienza a formarse y afianzarse por la templanza y la fortaleza, pero que culmina en la justicia. Dicho con otras palabras, las pasiones interiores –disciplinadas por las demás virtudes morales– no se ordenan de suyo al prójimo, pero sí sus efectos, las operaciones exteriores, que son ordenables a otro, y esto se logra mediante la virtud de la justicia. Cuando Aristóteles dice que la justicia general es la virtud moral completa o perfecta, nos está diciendo que la justicia general no es una virtud entre otras, sino que es el conjunto de todas las virtudes en acción desde la perspectiva del bien común. Por la justicia general, el orden impreso por la razón en los apetitos, tiene razón de medio para la adecuada disposición de la voluntad hacia el fin último, que es un bien común. Dicho con otras

decir, el artífice principal con respecto a ella. La misma razón se aplica a otras artes que hacen otros instrumentos necesarios para la equitación, como las sillas, etc. Todo lo que concierne a lo ecuestre será luego ordenado bajo el arte militar. Los soldados, decían antiguamente, no son solamente los jinetes, sino también todos los que combaten para lograr la victoria. Por esto, bajo el arte militar no sólo está contenido el arte que se refiere a lo ecuestre, sino todo arte o virtud ordenado a las operaciones bélicas, como la fabricación de flechas, de hondas o similares. Del mismo modo, otras artes dependen a su vez de otras”. Un poco más adelante, en I, 1, §7, añade: “En tercer lugar, propone el orden de los fines según el orden de los hábitos. En todas las artes o virtudes es una verdad corriente que los fines de las arquitectónicas o principales son francamente más deseables que los fines de las artes o virtudes que dependen de las principales. Lo prueba de este modo: los hombres prosiguen o buscan los fines de las artes o virtudes inferiores en razón de los fines de las superiores”.


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palabras, el orden impreso en los apetitos por las demás virtudes morales se realiza en vista de las acciones exteriores, y éstas mantienen su rectitud gracias a la virtud de la justicia. En este sentido hay que interpretar el adagio clásico Iustitia in se omnem virtutem complectitur 35, porque la justicia presupone siempre otras virtudes. Inversamente, también podemos decir que en la raíz de casi toda injusticia hay siempre una inmoralidad de otra especie distinta a la injusticia. Por ejemplo, muchos asesinatos se cometen por no haber podido moderar la ira; la mayor parte de las violaciones se realizan por una incapacidad habitual de controlar el instinto sexual. Sólo aquellas acciones voluntarias lesivas del prójimo no motivadas por ninguna pasión sensitiva, son debidas a la pura injusticia, y a esto propiamente lo llamamos “malicia”, que es una perversión de la misma voluntad. Entre las muchas consecuencias que se pueden derivar de esta consideración, podríamos destacar que el educar para la justicia, que es educar para la ciudadanía, presupone educar los afectos o apetitos, enseñando a vivir otras virtudes que aparentemente no tienen trascendencia social. Este planteamiento también pone en entredicho buena parte de las teorías modernas que distinguen entre “ética pública” y “ética privada” 36. El bien del otro es también mi bien; el bien común es al mismo tiempo un bien personal. Presupone reconocer que el otro forma parte del mismo conjunto que yo. Puesto que la justicia versa sobre las operaciones mediante las cuales el hombre se ordena no sólo en sí mismo, sino también en relación a los demás, es incompleta la proposición clásica “la justicia tiene por objeto el bien del otro”. Es incompleta por dos motivos: primero porque –como acabamos de ver– el bien del otro es también el bien del sujeto agente, ya que el bien de una parte (que es el individuo) presupone que las demás partes estén también adecuadamente dispuestas; y segundo, porque la virtud de la justicia manifiesta la perfección de las demás virtudes morales en el sujeto agente. Las demás virtudes morales –presupuestos de la justicia y de la prudencia– consisten en una cierta impresión del orden racional en los apetitos sensitivos; apetitos que, considerados cada uno aisladamente, sólo pueden tender hacia sus bienes parciales respectivos. Por ejemplo, el apetito nutritivo inclina al hombre a alimentarse cuando siente hambre; el apetito 35.  Citado por Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1, 1129b. El adagio se atribuye al poeta griego Teognis de Megara. 36.  También hay quienes prefieren utilizar el término ética sin más especificación para referirse a la ética pública, y el de moral, para referirse a la ética privada.


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sexual le inclina a una relación carnal cuando se dan determinadas circunstancias... En la medida en que los apetitos son moderados por las virtudes, son integrados en el conjunto de la personalidad, son como domesticados para que apetezcan cuando deben y como deben, esto es, conforme a la recta razón (que es recta cuando dispone hacia el fin para el cual el hombre fue creado). En cambio, en la justicia todas las virtudes están implicadas, porque la justicia presupone el orden en los demás apetitos. Por la prudencia, se eligen con facilidad los medios más adecuados para lograr la propia plenitud (que, como hemos visto, se verifica en ese saber formar parte de un conjunto), lo cual presupone una cierta habilidad de la mente para discernir el bien del prójimo. Mientras la prudencia es una perfección que radica principalmente en la inteligencia, la justicia es una virtud propia de la voluntad. Y, como la voluntad humana no es una potencia apetitiva desencarnada, sino que se fortalece o se debilita por la disposición de los apetitos sensitivos, la justicia presupone la disciplina que se logra mediante la fortaleza y la templanza. En suma, la virtud moral presupone una rectitud de todas las potencias, porque en el obrar humano no es sólo un apetito el que entra en juego, sino el hombre mismo con todos sus apetitos, por lo que, en el discurso moral, más que rectitud del apetito, sería más adecuado hablar de la rectitud del dinamismo apetitivo. Obviamente el reconocer el-bien-del-otro como objeto de la virtud de la justicia, presupone reconocer que hay otros seres humanos que forman parte de la misma comunidad, con el mismo título que yo. Retomando el ejemplo de la orquesta, cuando vemos al otro como parte del conjunto, le reconocemos los medios que le son necesarios para integrarse y mantenerse correctamente en la comunidad, y por ella realizarse. Cuando estos bienes que cada cual necesita sólo se pueden poseer o ser mantenidos en su posesión a través de la intervención de mi voluntad (de hacer o de no hacer), entonces me encuentro en posición de deudor, y cuando tengo el hábito de saldar mis deudas, entonces tengo la virtud de la justicia 37. Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, explica que, si bien la función común de toda justicia es la de ordenar al hombre con relación a otro, esto puede ser de dos maneras: a otro considerado individualmente, o a otro 37.  “El término DEBER expresa, en esta situación, la necesidad moral en la que se encuentra la libre voluntad del deudor por el hecho de estar regulada por el bien conveniente al otro, al acreedor”. Abba, Giuseppe, Felicidad, Vida Buena y Virtud, Barcelona, Eiunsa, 1992 (1989), p. 193.


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considerado en común, en cuanto que quien sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen 38. Cuando la acción se elige en orden al bien de una persona considerada individualmente, entonces hablamos de justicia particular como especie de justicia. Y cuando se elige motivado en primer término por el bien de la comunidad en su conjunto, entonces hablamos formalmente de justicia legal como otra especie de justicia. La diferencia no depende de la materialidad del acto, sino de la intencionalidad próxima de la acción. Los actos de todas las virtudes –ya ordenen el hombre hacia sí mismo, ya lo ordenen hacia otras personas singulares, como es el caso de la justicia particular– son ordenables al bien común de dos maneras: una con intención secundaria, y otra con intención principal. Sólo en este segundo caso estamos ante un acto específico de justicia legal 39. Ciertamente, tanto Santo Tomás como Aristóteles inducen a confusión al manejar el concepto de justicia legal o general en diversos sentidos, y con una afinidad muy grande entre ellos. Un sentido es el que acabamos de ver: la justicia legal como virtud específica cuando la motivación próxima es el bien común. Pero también utilizan la expresión justicia legal o general para referirse a la forma general de toda justicia, porque toda justicia ordena siempre, inmediata o mediatamente, al bien común (la mayor parte de las veces mediatamente). La doctrina tomista, especialmente la que se desarrolla a partir del siglo XVII, al tratar el tema de la justicia, se ha centrado especialmente la noción de justicia particular, y poco a poco ha ido olvidando de la justicia general, que en el mejor de los casos, se ha considerado como una noción religiosa vinculada con la santidad de vida. Por todo lo que hemos dicho hasta ahora, creemos que una interpretación fiel del pensamiento tomista –y más todavía, de Aristóteles– no nos permitiría esta separación. Ciertamente la justicia que interesará a los juristas es la justicia particular, tanto en los repartos como en los intercambios. Pero sin comprenderla en el contexto de la justicia general, sólo se tendrá una visión fragmentada y parcial de la justicia. Cuando Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sienta las bases de la noción de justicia, deja claro que una nota específica de la justicia particular es una cierta igualdad o equivalencia, mientras que la justicia general

38.  Cfr. De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II, q.66, a.4 y a.6 39.  El que Aristóteles utilice indistintamente los términos justicia legal y justicia general para referirse a esta especie de justicia referida inmediatamente al bien común, se debe a la noción de ley que él maneja, que se caracteriza por ser una ordenación de los actos de todas las virtudes al bien común.


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se mueve más en lógica de la perfección y de la solicitud sin tasa por el bien común. La imagen de la diosa Diké con una balanza en la mano y una espada en la otra, es apropiada para la justicia particular, especialmente la que se verifica en los intercambios, donde la condición personal está en un segundo plano, porque los términos de la comparación son principalmente los bienes o servicios intercambiados. Esta justicia particular, luego llamada “conmutativa”, se representa ciega porque mide impersonalmente los bienes intercambiados, o la lesión y su reparación. Dentro de la justicia particular está también la que se verifica en los repartos, la “justicia distributiva”, que mide la igualdad atendiendo principalmente a la condición personal, o mejor dicho, a la relación o proporción entre la condición personal y el bien que se reparte 40. Para resumir el pensamiento de Santo Tomás sobre la justicia en relación con el bien común podríamos decir lo siguiente: Todas las virtudes son aspectos de la realización personal. La realización personal sólo se completa en la convivencia, que actúa como catalizador de las posibilidades personales. La justicia manifiesta el arraigo de las demás virtudes, porque, por ella, se manifiesta hacia los demás, adecuándose a ellos, la recta ordenación de todos los apetitos. Esta adecuada comunicación se puede hacer atendiendo primariamente al bien del conjunto o atendiendo en primer término al bien de algún miembro particular. Cuando se hace mirando primariamente al bien del conjunto, esto es, atendiendo directamente al bien común, entonces hablamos de “justicia legal”, y cuando se hace atendiendo primariamente al bien de un miembro del conjunto considerado individualmente, entonces hablamos de “justicia particular”. A su vez, esta justicia particular se puede verificar en los repartos y en los intercambios, dando así lugar a dos subespecies, que se diferencian por el modo de medir la cantidad justa: la “justicia distributiva” y la “justicia conmutativa”. Y es común a toda justicia el contribuir al bien común, directa o indirectamente 41. 40.  Sobre la justicia distributiva es especialmente sugerente la exposición que hace HervaJavier, en el cap. V, II, de su Introducción Crítica al Derecho Natural, Eunsa, Pamplona, 2007 (10ª ed.) donde distingue cuatro criterios del reparto, que entrarán en juego en distinta medida según sean los bienes repartidos y el fin del reparto. Estos criterios son la condición (que actuaría más como una presunción de los otros tres criterios), la capacidad, la necesidad y la aportación. 41.  La presentación de la justicia distributiva como “la justicia del gobernante” induce a confusión (es el caso, por ejemplo del prestigioso filósofo alemán Joseph Pieper en su estudio sobre la virtud de la justicia Über die Gerechtigkeit [1954], recogido en castellano en una da,


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¿Entonces, podríamos decir que –según Santo Tomás– al legislador humano sólo le interesan los actos de la virtud de la justicia? En cierta manera sí porque, como ya hemos visto, sólo por la justicia el hombre se ajusta con su comportamiento al bien de otro. Los hombres nos comunicamos entre nosotros y conformamos la comunidad política mediante actos exteriores (y no con el mero pensamiento). A la comunidad política sólo le afectan los buenos o malos deseos de las personas cuando se traducen en acciones exteriores. Por eso, sólo serían susceptibles de regulación jurídica los actos de justicia –y no todos–. Los actos de otras virtudes sólo interesan al legislador en la medida en que repercuten en la justicia de la vida social. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la legislación educativa podría interesar fomentar el orden y la templanza en los jóvenes; o alentar la valentía de los soldados; o incentivar la diligencia de la policía en sus investigaciones; o promover la castidad de los maestros en la relación con sus alumnos. En este contexto se podrían ubicar muchos temas difíciles

recolección de trabajos suyos sobre las virtudes en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990). Si hay una justicia específica del gobernante esa es la justicia legal como justicia específica. La justicia distributiva es la que vive cualquiera que tenga que repartir bienes que son comunes. El origen de la interpretación errónea del pensamiento del Aquinate –extendida entre muchos autores supuestamente tomistas– se encuentra en el famoso comentario del Cardenal Cayetano a II-II, q. 61, a 1, donde Sto. Tomás distingue la justicia conmutativa y la justicia distributiva. “En su comentario a este artículo –escribe Finnis– Cayetano introdujo una nueva interpretación del entero esquema aristotélico-tomista, en el cual la justicia se dividía en ‘general’ (o ‘legal’) y ‘particular’; y la justicia particular, a su vez, en distributiva y conmutativa”. El atractivo del nuevo análisis de la justicia de Cayetano estaba en que empleaba toda la terminología del antiguo análisis, y que, a primera vista, parecía fundarse precisamente sobre un razonamiento del Aquinate, pero, sobre todo, su constante atractivo era la aparente simetría: “Existen tres especies de justicia [decía Cayetano], así como tres tipos de relaciones en cada ‘todo’: las relaciones de las partes entre sí, las relaciones del todo hacia las partes, y las relaciones de las partes hacia el todo. Y de la misma manera existen tres justicias: legal, distributiva y conmutativa. Pues la justicia legal ordena las partes al todo, la distributiva el todo a las partes, mientras que la conmutativa ordena las partes una a la otra”. [Cayetano “Comentaria in Secundam Secundae Divi Thomae de Aquino”, 1518, in II-II, q.61] En poquísimo tiempo, concretamente en el tiempo del tratado De Justitia et Jure (1556) de Domingo de Soto, se manifestó la lógica interna de la síntesis de Cayetano. De esta manera, ha llegado hasta nuestros días la interpretación del pensamiento del Aquinate. Como botón de muestra Finnis cita un pasaje del moralista Merkelbach, B.-H., Summa theologiae moralis, Paris 1938, vol. II, n. 252, p. 253 escribe: “Triples exigitur ordo: ordo partium ad totum, ordo totius ad partes, ordo partis ad partem. Primum respicit justitia legalis quae ordinat subditos ad republicam; secundum, justitia distributiva, quae ordinat republicam ad subditos; tertium, justitia commutativa quae ordinat privatum ad privatum”. Finnis, John, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press,1996 (1982), Oxford, New York, n. 26, p. 185.


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de la ciencia jurídica y política, como por ejemplo el tratamiento que deba darse al tema de la pornografía 42. Cuando John Finnis explica que la conveniencia de que la ley civil inculque virtudes, aduce que para que la ley funcione como garante de la justicia y de la paz, es preciso que los ciudadanos interioricen sus normas y requerimientos y, más importante todavía, que adopten el propósito de la ley de promover y preservar la justicia. Finnis explica que no es posible garantizar adecuadamente el bien común político si la gente es desconfiada, vengativa, insolidaria... Para la conservación del bien común político se necesita gente con virtudes humanas, con la disposición interior de la justicia. Y si esto es un legítimo objetivo, entonces debe existir al menos un legítimo interés por parte de los gobiernos en que los ciudadanos tengan virtudes humanas. La racionalidad práctica –dice Finnis– está hecha toda de una pieza, por lo tanto, aquellos que en su vida privada violan o descuidan los dictámenes de la prudencia, tienen menos motivos racionales y menos disposiciones para seguir sus dictámenes en elecciones con trascendencia pública o que afecten a otras personas 43. En cualquier caso, la ley civil y el gobierno tendrían que desempeñar un papel secundario (o “subsidiario”) en el desarrollo virtuoso de los ciudadanos en orden a preservar los derechos humanos. El papel primario 42.  En este sentido Sto. Tomás explica que “cualquier objeto de una virtud puede ordenarse tanto al bien privado de una persona cuanto al bien común de la sociedad. Un acto de fortaleza, por ejemplo, puede hacerse, ya sea para defender la patria, ya sea para salvar el derecho de un amigo, etc. Mas la ley se ordena al bien común, según ya expusimos (I-II, q.90 a.2). No hay, por lo tanto, virtud alguna cuyos actos no puedan ser prescritos por la ley. Pero esto no significa que la ley humana se ocupe de todos los actos de todas las virtudes, sino sólo de aquellos que se refieren al bien común, ya sea de manera inmediata, como cuando se presta directamente algún servicio a la comunidad, ya sea de manera mediata, como cuando el legislador adopta medidas para dar a los ciudadanos una buena educación que les ayude a conservar el bien común de la justicia y de la paz”. (ST.I-II: q.96, a.3, s.). “Y como los hombres se comunican unos con otros por los actos exteriores, y esta comunicación pertenece a la justicia, que propiamente es directiva de la sociedad humana, la ley humana no impone preceptos, sino actos de justicia; y si alguna cosa manda de las otras virtudes, no es sino considerándola bajo la razón de justicia, como dice el Filósofo en V Ethic. En cambio la comunidad que rige la ley divina [y también la ley natural] es de los hombres en orden a Dios, sea en la vida presente, sea en la futura; y así la ley divina impone preceptos de todos aquellos actos por los cuales los hombres se ponen en comunicación con Dios. El hombre se une con Dios por la mente, que es imagen de Dios, y así la ley divina impone preceptos de todas aquellas cosas por las que la razón humana se dispone debidamente, y esto se realiza por los actos de todas las virtudes. Pues las virtudes intelectuales ordenan los actos de la razón en sí mismos; las morales los ordenan en lo tocante a las pasiones interiores y a las obras exteriores”. (ST. I-II: q. 100, a. 2, s.). 43.  Cfr. Finnis, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 232.


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ha de corresponder a las familias, a las instituciones religiosas, a las asociaciones privadas, y a otras instituciones que, trabajando estrechamente con los individuos, colaboran en la difusión de la moralidad promoviendo las virtudes humanas. “Cuando las familias, las organizaciones religiosas y otras instituciones de ‘la sociedad civil’ no cumplan (o sean incapaces de desempeñar) su misión, –escribe Robert George– difícilmente las leyes serán suficientes para preservar la moral pública. De ordinario, por lo menos, el papel de la ley es apoyar a las familias, las entidades religiosas y similares. Y, por supuesto, la ley funciona mal cuando desplaza a estas instituciones y usurpa su autoridad” 44. No desarrollo aquí los motivos que justifican la autoridad, pero basta recordar que toda comunidad humana necesita una autoridad, de una instancia que sirva de medio para coordinar las acciones de los miembros en favor del grupo 45. Hemos visto antes que un gobernante será tanto mejor cuanto más y mejor promueva el fin de la comunidad. Y puesto que la comunidad significa unión para lograr un fin, no se promueve el fin cuando no se promueve también la unidad de los miembros que se asocian para lograr ese fin. En el caso de la sociedad política, los hombres se asocian para el intercambio recíproco de bienes y servicios, pero entre esos bienes está el mismo estar juntos. El hombre busca por naturaleza la compañía con sus semejantes. Dicho inversamente, el hombre sólo, aún suponiendo que fuera capaz de satisfacer por sí mismo todas sus necesidades materiales, no se basta para desplegar todas sus potencialidades. La convivencia no es un bien meramente instrumental, no es sólo un medio para lograr fines ulteriores: es también un bien en sí mismo.

44.  George, Robert, Para hacer mejores a los hombres, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2002 (1993), p. 205 45.  Sto. Tomás en la Parte I de la Suma Teológica, q.96, a.4, s, justifica la existencia de la autoridad precisamente por el bien común. De ahí que incluso en el estado de naturaleza (anterior al pecado original) también existiría autoridad: “el dominio libre coopera al bien del sometido o del bien común. Este dominio es el que existía en el estado de inocencia por un doble motivo. 1) El primero, porque el hombre es por naturaleza animal social, y en el estado de inocencia vivieron en sociedad. Ahora bien, la vida social entre muchos no se da si no hay al frente alguien que los oriente al bien común, pues la multitud de por sí tiende a muchas cosas; y uno sólo a una. Por esto dice el Filósofo en Politic. 13 que, cuando muchos se ordenan a algo único, siempre se encuentra uno que es primero y dirige. 2) El segundo, porque si un hombre tuviera mayor ciencia y justicia, surgiría el problema si no lo pusiera al servicio de los demás, según aquello de 1 Pe 4,10: El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros. Y Agustín, en XIX De Civ. Dei 14, dice: Los justos no mandan por el deseo de mandar, sino por el deber de aconsejar. Así es el orden natural y así creó Dios al hombre”.


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Compete al legislador disponer el mejor modo posible en que los súbditos puedan contribuir al bien común, e incumbe a los ciudadanos cumplir tales disposiciones. Sin embargo, la contribución al bien común no se agota en el cumplimiento estricto de la ley. Semejante postura supondría la aceptación de un paternalismo incompatible con la responsabilidad personal y social que han de tener todos los ciudadanos. La ley marca el umbral mínimo de solidaridad, de contribución al bien común, que puede ser exigido coactivamente. Pero, los ciudadanos que son conscientes de la dimensión naturalmente solidaria de su existencia, asumen responsabilidades no exigidas por la ley, que contribuyen indudablemente al bien común. 6.  Conclusión A lo largo de este trabajo he tratado de explicar de qué modo la noción de bien común no se circunscribe al bien de la comunidad política, y cómo ésta constituye sólo un bien intermedio en el contexto del bien común universal de la Creación en su conjunto. La filosofía tomista sobre el bien común se enmarca, por lo tanto, en una cosmología en cuyo contexto encuentra su pleno sentido. Quizá se me pueda reprochar que me he alejado demasiado del planteamiento que hacía en la introducción, donde decía que iba a tratar de la relación entre los derechos humanos y el bien común, pero creo que no es así: he tratado de exponer las razones que justifican la noción de bien común como un bien personal; he tratado de justificar que el bien común no es un límite que restrinja los derechos individuales en aras de la convivencia, sino un elemento fundamente y definidor de los propios derechos. He querido explicar que la noción liberal de la ley como una restricción necesaria a la libertad, que se desarrolla especialmente a partir del racionalismo, pero que hunde sus raíces en la filosofía de Ockham, es incapaz de comprender la noción clásica de bien común que he desarrollado en este trabajo, ya que, en el mejor de los casos, dicha filosofía liberal tiende a identificar el bien común con la noción administrativa de bien público. La idea tomista de la libertad como intrínseca indiferencia activa, fundamentada en la potencia apetitiva de la voluntad, que sólo puede ser satisfecha por el bien sin restricción –somos libres porque el objeto natural de nuestra voluntad es inmenso– me ha llevado a la consideración de la ley en general, no como un freno a la libertad, sino como una ayuda en la determinación de la voluntad hacia el bien en vista del cual fue creada. La ley humana es sólo una ayuda humana en este caminar del hombre


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hacia su fin. El gobernante no es responsable de la realización integral de los administrados, pero sí ha de garantizar las condiciones indispensables para que los ciudadanos, por su cuenta o asociados, puedan desarrollar al máximo su posibilidades, que en esto consiste precisamente la perfección moral (ya he dicho que, según la filosofía tomista, la inmoralidad es esencialmente renuncia a la propia plenitud, es un vivir por debajo de las propias posibilidades). El fin último del hombre, según Santo Tomás, consiste en el “común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna”. Ciertamente el objeto de la ley humana no es éste, es mucho más modesto, pero en la medida en que una ley es justa, colabora en ese proceso perfectivo en que consiste la vida moral del hombre. En este sentido es muy ilustrativa la siguiente afirmación de Santo Tomás: “Hay dos géneros de personas a quienes una ley se impone: De éstos, unos son duros y soberbios, que por la ley han de ser reprimidos y domados, y otros buenos, que por la ley son instruidos y ayudados en el cumplimiento de lo que intentan” 46. Creo que el tema más original –aunque no he pretendido serlo– de este trabajo es el replanteamiento de la idea de virtud humana como disposición hacia el bien común. El renacimiento del individualismo –y también de un cierto personalismo– de los últimos cuarenta años, en parte justificada como reacción pendular frente a los colectivismos del siglo XX, tanto fascistas como marxistas, ha motivado que incluso entre muchos pensadores cristianos se haya perdido de vista la importancia que la noción de comunidad y de bien común tenía en el contexto de la filosofía tomista. Por otra parte, la noción de justicia que se ha ido desarrollando especialmente a partir del siglo XVII, ha invertido los términos al tomar la parte por el todo: se ha tendido a desarrollar una filosofía moral de la justicia a partir de la versión restringida de la justicia jurídica y política. La idea de la justicia como virtud completa se ha perdido de vista hasta el punto de resultar extraña incluso para muchos pensadores que se dicen tomistas. Y, en fin, la cuestión del bien común me ha llevado a replantear de nuevo la dimensión naturalmente solidaria que tiene el hombre, sin la cual creo que la humanidad no se comprendería a sí misma. En la introducción apuntaba que el argumento fundamental sobre la obligatoriedad de la naturaleza no puede estar en ella misma: ¿qué razón hay para plegarse a una naturaleza puramente casual?, ¿qué razón justifica la obligatoriedad de la

46.  De Aquino, Tomás, Suma Teológica, I-II, q. 98, a. 6, s.


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vida en común por muy natural que ésta sea? Por eso he sugerido volver a la reflexión sobre la noción de criatura, y por tanto, sobre la idea de un Creador que ha pensado y amado a su criatura, cuyo bien consiste en la fiel realización de ese pensamiento, y que, a su vez, se percibe en el propio dinamismo de la naturaleza. La tendencia natural del hombre hacia la convivencia es una inclinación hacia su propia realización, cuya obligatoriedad no es sino la expresión de la necesidad del fin en cuya consecución el hombre alcanza su plenitud 47. Casi todo lo que hemos dicho en este trabajo es principalmente un discurso moral. Se me podría objetar –el profesor Ollero lo hace con frecuencia– que esto tiene poco que ver con el Derecho. Creo que ese prejuicio deriva de la preocupación por la neutralidad, propia de los estados liberales modernos. Estoy convencido de que la distinción radical, propia de la Modernidad, entre moral y derecho, es imposible en la práctica: si no se trasmite una moral común, sólo queda el Derecho como criterio de conducta, que tiende a ocupar todo el espacio que antes se confiaba a la moral. En el fondo, se trata de invertir el orden: antes la moral, que se nutría de la tradición, de la religión, de la cultura de un pueblo, determinaba el contenido del Derecho; ahora se pretende que sea al revés: el Derecho se coloca en primer lugar, y luego se proyecta sobre la educación, la cultura, la familia, la religión (aunque sea para impedirla)... hasta tal punto, que, a falta de criterios “morales”, se termina apelando al Derecho para solventar los conflictos morales más básicos. Y así, lo cierto es que la moral cristiana, que impregnaba las costumbres de los pueblos de Occidente, su educación, su vida familiar, su comercio... es expulsada en nombre de una supuesta neutralidad del poder dominante, que termina imponiendo su moral en todos los ámbitos de la vida social 48. Esta obsesión por la neutralidad

47.  Desde una perspectiva cristiana, escribía el profesor Ratzinger: “El ser humano ha sido creado con una tendencia primaria hacia el amor, hacia la relación con el otro. No es un ser autárquico, cerrado en sí mismo, una isla en la existencia, sino, por su naturaleza, es relación. Sin esa relación, en ausencia de relación, se destruiría a sí mismo. Y precisa mente esta estructura fundamental es reflejo de Dios. Porque Dios en su naturaleza también es relación, según nos enseña la fe en la Trinidad. Así pues, la relación de la persona es, en primer lugar, interpersonal, pero también ha sido configurada como una relación hacia lo Infinito, hacia la Verdad, hacia el Amor”. Ratzinger, Joseph, La fiesta de la fe, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999, p. 37 48.  Esto ya lo denuncia McIntyre, Alasdair, “Social Structures and Their Threads to Moral Agency”, Philosophy: The Journal of the Royal Institute of Philosophy, n. 74 (289) (Jul. 1999), pp. 311-329.


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moral del poder político, supone también la destrucción de la verdadera comunidad, que se funda sobre valores morales compartidos, fomentados y protegidos también por la autoridad política. Lo cierto es que el Estado moderno, como forma institucional impersonal, no es una comunidad en el sentido que McIntyre atribuye a término. Pero, donde existen vínculos de verdadera comunidad, moral y derecho van de la mano, precisamente porque hay un bien común realmente compartido, porque allí las virtudes morales informan todas las actividades de la vida comunitaria, desde las más básicas hasta la práctica del gobierno político. Cuando se desintegra la virtud, cuando se niega la continuidad o el dinamismo unitario de la virtud, se da paso a la desvinculación entre poder político y moral. Se me podría objetar, al menos, que el cometido del jurista o del político es mucho más modesto: al político o al jurista le interesa la efectividad de los actos justos, hechos con virtud o sin ella, y, además sólo unos pocos: aquéllos que se consideran imprescindibles para la cohesión de la sociedad. Ciertamente, pero si admitimos que todo el dinamismo moral es un movimiento centrípeto de solidaridad creciente, y que al derecho positivo le compete la determinación del umbral mínimo de cohesión o solidaridad exigible a los ciudadanos, por debajo del cual se entiende que la vida en comunidad ya no valdría la pena, el discurso moral afianza y perfecciona el discurso jurídico en la misma medida en que la moral afianza y perfecciona las exigencias de la ley humana. El derecho positivo, con sus sanciones, se justifica precisamente porque la convivencia vale la pena (también en sentido literal). Además, en la medida en que la ciencia jurídica (incluida la filosofía jurídica) no es sólo ciencia del ius conditum, sino también del ius condendum, si cultiva la ciencia moral, estará en mejores condiciones de justificar con argumentos extralegales nuevas realidades susceptibles de regulación jurídica.



La “gramática de los derechos” y el concepto de derechos humanos en John Finnis* Cristóbal Orrego

Resumen: El artículo analiza dos tesis de John Finnis: que conviene usar el lenguaje de los derechos humanos para expresar las exigencias de la justicia y que Tomás de Aquino, aunque nunca usó la expresión “derechos humanos”, poseía el concepto de derechos humanos. El estudio sitúa el pensamiento de Finnis en el marco del debate sobre los orígenes de la noción de derecho subjetivo, con especial consideración de las tesis de Villey y Tierney. Finalmente, el autor evalúa los argumentos de Finnis: concuerda con la necesidad de adoptar el lenguaje de los derechos humanos, pero estima que el concepto mismo de derechos humanos no existe como tal, diferenciado, en la obra de santo Tomás, aunque sea compatible con ella. Palabras clave: derechos humanos, derecho subjetivo, derecho natural, John Finnis. Sumario: 1. La “gramática de los derechos”; 2. El concepto de “derechos humanos”; 3. Evaluación conclusiva.

La celebración del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) ofrece una oportunidad destacada para indagar sobre su inserción en la tradición jurídica que, desde hace milenios, ha reconocido la existencia de límites racionales a la voluntad humana, especialmente a la de quienes ejercen la potestad para establecer lo debido en la convivencia social. Por una parte, la Declaración surgió en *  Este artículo se inserta en una investigación sobre la función de los principios de la razón práctica en el razonamiento jurídico según algunas orientaciones iusfilosóficas contemporáneas. Agradezco al Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología de la República de Chile el subsidio que ha hecho posible este proyecto (Fondecyt Nº 1050227, 2005-2007). Agradezco al profesor Santiago Legarre, investigador de CONICET y profesor de la Universidad Católica Argentina, la ayuda prestada para el perfeccionamiento de este artículo en el marco del proyecto de cooperación internacional Fondecyt Nº 7070210.

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un momento de radical autoconciencia de la Humanidad acerca de su capacidad tanto para excederse en el mal como para hacer prevalecer la justicia mediante el uso de la fuerza. A la vista del Holocausto, palidecieron por unos instantes los atractivos del relativismo y del escepticismo sobre la dignidad de la persona humana. Sesenta años después, cuando todo parece estar en paz –al menos en las sociedades opulentas y autosatisfechas–, brota una vez más el lujoso retoño del pensamiento no comprometido con unos límites infranqueables para la libertad humana. Se ha llegado a la desfachatez, incluso, de acusar a quienes defienden esos límites –límites que habrían evitado el Holocausto– de ser ellos mismos totalitarios por creer en la verdad sobre el hombre y sus derechos inalienables 1. De manera que la Declaración Universal ha de ser defendida de nuevo mediante la argumentación racional. John Finnis ofrece elementos valiosos para una defensa racional de los derechos humanos. El pensamiento de Finnis permite encuadrar esta empresa en una filosofía práctica que, remontándose hasta Platón, reconoce algo debido al hombre por naturaleza, esto es, por una exigencia racional –no física o biológica– fundada en la

1.  Entre quienes, desde el interior de las sociedades tardomodernas, vinculan la democracia con el relativismo, así como el totalitarismo con la confianza en la verdad objetiva –a lo que denominan, a veces, “absolutismo moral”– se cuentan Hans Kelsen (cfr. “¿Qué es justicia?”, en Kelsen, Hans, ¿Qué es justicia?, 2ª ed., Ariel, Barcelona, 1992, pp. 35-63), Richard Rorty (cfr. especialmente los ensayos del primer volumen de sus Philosophical Papers: Richard Rorty, Objectivity, Relativism, and Truth, Cambridge University Press, Cambridge, 1991) y Gianni Vattimo (cfr. Gianni Vattimo, La fine della modernità. Nichilismo ed ermeneutica nella cultura postmoderna, Garzanti, Milano, 1985, y, de él mismo, Oltre l’interpretazione. Il significato dell’ermeneutica per la filosofia, Laterza, Roma-Bari, 1994). Por el contrario, la necesidad de fundamentar la democracia en una verdad objetiva sobre el hombre y sus bienes básicos es defendida por los romanos pontífices (cfr. Juan Pablo II, Carta encíclica Centesimus annus [1991], n. 46) y por autores recientes como, aparte del mismo John Finnis, Robert Spaemann (cfr. Spaemann, Robert, Crítica de las utopías políticas, Eunsa, Pamplona, 1980), Charles Taylor (cfr. Taylor, Charles, La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona, 1994), Javier Hervada (cfr. “Derecho natural, democracia y cultura”, en Hervada, Javier, Escritos de derecho natural, Eunsa, Pamplona, 1993, pp. 351-377), Andrés Ollero (cfr. Ollero, Andrés, Derecho a la verdad. Valores para una sociedad pluralista, Eunsa, Pamplona, 2005), y Robert P. George (cfr. “Law, Democracy, and Moral Disagreement”, en George, Robert P., In Defense of Natural Law, Oxford University Press, Oxford, 1999, pp. 315-334). El hecho de que algunos pensadores que no creen en una verdad objetiva profieran discursos políticos como si creyeran en ella ha de atribuirse, si atendemos a su filosofía especulativa, a un uso estratégico del lenguaje. Vattimo, por ejemplo, para oponerse a la pena capital en Estados Unidos, afirma: “Le differenze delle tradizioni etiche, culturali, religiose, non possono valere più della vita umana, che è condizione di ogni cultura e di ogni sistema di valori spirituali” (“Intervento contro la pena di morte”, sesión plenaria del Parlamento Europeo, Estrasburgo, 6 de julio de 2000). Y su nihilismo, ¿qué se fizo?


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prioridad ontológica del hombre respecto del resto del universo 2 y en la estructura inmutable de sus fines o bienes básicos 3. No obstante, el uso del lenguaje de los “derechos humanos” y el mismo concepto de “derechos naturales” o “derechos humanos” como derechos subjetivos han sido recibidos con dificultad y lentitud en la cultura de la tradición de la “ley natural” 4. Por eso estimo de interés examinar los argumentos que Finnis aduce para, al hilo de una renovación crítica del pensamiento iusnaturalista, acoger el concepto de “derechos humanos” y usar el lenguaje de los derechos como instrumento que expresa adecuadamente las exigencias de la ley moral natural sobre la justicia. Si esto es posible y deseable, como piensa John Finnis, podremos hablar de “derechos naturales” en la medida en que los derechos subjetivos formulados por las fuentes jurídicas nacionales e internacionales –como la Declaración Universal de Derechos Humanos que conmemoramos– puedan especificarse suficientemente e interpretarse como fórmulas jurídicas positivas que reconocen, recogen y salvaguardan, algunos derechos subjetivos universales, inmutables, inalienables e imprescriptibles, propios de todo ser humano por su sola pertenencia a la especie. Si es el caso, como pienso, que ya no es extraña al lenguaje común la expresión “derechos humanos”; si es verdad, además, que la conciencia de la dignidad de la persona humana –todo individuo de la especie, cualquiera sea su estado o condición– se ha plasmado progresivamente en definiciones de “derechos humanos”, y que, en consecuencia, las “violaciones de los derechos humanos” son casos paradigmáticos y gravísimos de injusticia, de conculcación de esa dignidad; si, en fin, la filosofía práctica ha de iluminar la experiencia que poseemos para orientar la acción con la luz de la verdad racional, sin abdicar de esta misión por la dificultad que supone 2.  Cfr. Finnis, John, “The Priority of Persons”, en Horder, Jeremy (ed.), Oxford Essays in Jurisprudence. Fourth Series, Oxford University Press, Oxford, 2000, pp. 1-15. 3.  Cfr. Finnis, John, Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, pp. 91-129 y 247-248, y Finnis, John, Aquinas. Moral, Political, and Legal Theory, Oxford University Press, Oxford, 1998, pp. 79-94 y 132-140. Estas obras se citan en adelante, respectivamente, como LNDN y A. 4.  Cfr. la contraposición entre la concepción iusnaturalista premoderna, centrada en la ley natural y los deberes, y la concepción de los derechos naturales “revolucionarios”, que D’Entrèves expone a mediados de siglo XX en D’Entrèves, A. P., Natural Law: An Introduction to Legal Philosophy, Hutchinson’s University Library, London, 1951, pp. 17 ss. y 48 ss. Javier Hervada intenta explicar el fenómeno de esta contraposición en Hervada, Javier, Lecciones propedéuticas de Filosofía del Derecho, 3ª ed., Eunsa, Pamplona, 2000, pp. 237-244 y 522-527.


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la evolución del lenguaje; si esto es así, entonces nos conviene advertir las ventajas de este lenguaje y de estos conceptos, y no solamente algunos inconvenientes reales suficientemente resaltados por el pensamiento hostil a la noción de derecho subjetivo. Este examen también puede arrojar luces sobre la función de tales conceptos en el razonamiento práctico acerca de cómo respetar la dignidad de las personas, explicitada por esos derechos. En particular, puede esclarecer la manera de insertar las exigencias universales de la ley moral natural en el razonamiento jurídico de abogados y jueces, que han de ponerse al servicio de la dignidad de las personas precisamente mediante la argumentación racional que utiliza las fuentes del derecho positivo vigente, como son actualmente los catálogos nacionales e internacionales de derechos humanos. El pensamiento de John Finnis sobre los derechos humanos ha tenido una continuidad sustancial desde la publicación de su primer libro, Natural Law and Natural Rights (1980), aunque ha habido algunas variaciones que se reflejan de forma más nítida en Aquinas (1998). En lo que sigue pretendemos exponer y analizar solamente lo que se refiere a su confianza en la utilidad presente de la “gramática de los derechos” (apartado 1) y la evolución de su pensamiento sobre el concepto mismo de “derechos humanos” (apartado 2), para terminar con una valoración (apartado 3). 1.  La “gramática de los derechos” John Finnis se preocupa no solamente de las cuestiones de fondo relativas a los derechos naturales, sino también de cuál puede ser la forma adecuada de expresar y de analizar las exigencias de justicia subyacentes. En realidad, él necesita ocuparse de este asunto porque, desde el mismo origen del uso del lenguaje de los derechos para reclamar exigencias de justicia (reales o aparentes), la tradición iusnaturalista ha estado dividida entre quienes admiten y quienes rechazan la categoría de los derechos subjetivos, ya de manera absoluta, ya como categoría relevante del pensamiento jurídico 5. Por otra parte, aun admitiendo el concepto y el lenguaje de los 5.  Michel Villey ha pasado a la historia del pensamiento jurídico contemporáneo como el principal impugnador de la ideología de los derechos humanos y de la noción de derecho subjetivo, considerada como un invento bajomedieval. Esta posición aparece claramente en el conjunto de artículos recogidos en Villey, Michel, Estudios en torno a la noción de derecho


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derechos subjetivos, la precisión lingüística requerida para una adecuada argumentación racional práctica en sede de derecho positivo exige herramientas analíticas que fueron afinadas adecuadamente por la obra señera de Wesley Newcomb Hohfeld, Fundamental Legal Conceptions (1919) 6. Finnis utiliza este aparato conceptual para clarificar el lenguaje de los derechos humanos, aunque rectifica en parte a Hohfeld a la luz de la crítica de poco más de medio siglo 7.

subjetivo, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valparaíso (Chile), 1976. Cfr. la síntesis de la interpretación tradicional de Villey en Rabbi-Baldi Cabanillas, Renato, La filosofía jurídica de Michel Villey, Eunsa, Pamplona, 1990, pp. 437-506. En el ámbito anglosajón, han defendido el origen moderno o bajomedieval de la noción de derecho subjetivo, entre otros autores, Tuck, Richard, Natural Rights Theories. Their Origin and Development, Cambridge University Press, Cambridge, 1979 (recoge la tesis de Villey, con una ligera crítica, en ibid. pp. 7-8); Tierney, Brian, The Idea of Natural Rights. Studies on Natural Rights, Natural Law and Church Law 1150-1625, Scholars Press, Atlanta, 1997; Fortin, Ernest, “The New Rights Theory and the Natural Law”, The Review of Politics, 44 (1982), pp. 590-612; y McInerny, Ralph, “Natural Law and Human Rights”, The American Journal of Jurisprudence, 36 (1991), pp. 1-14 (una exposición y matizada defensa de las tesis de Villey, o cercanas, en el sentido de la incompatibilidad entre el tomismo y la noción de los derechos subjetivos, más un análisis crítico pero comprensivo de los intentos de Maritain y de Finnis por fundar los derechos naturales en la ley natural). El año 2002, un volumen de la Review of Politics recogió parte de este debate, con especial intervención de Finnis y Tierney. Véase: Tierney, Brian, “Natural Law and Natural Rights. Old Problems and Recent Approaches”, The Review of Politics, 64, 3 (2002), pp. 389-406; Finnis, John, “Aquinas on ius and Hart on Rights: A Response to Tierney”, The Review of Politics, 64, 3 (2002), pp. 407-410, y Tierney, Brian, “Author’s Rejoinder”, The Review of Politics, 64, 3 (2002), pp. 416-420. 6.  Hohfeld publicó sendos artículos que sirvieron de base para su libro póstumo, publicado en 1919. Cfr. Hohfeld, Wesley Newcomb, “Some Fundamental Legal Conceptions as Applied in Judicial Reasoning”, Yale Law Journal, 23 (1913-1914), pp. 16-44, y “Fundamental Legal Conceptions as Applied in Judicial Reasoning”, Yale Law Journal, 26 (1916-1917), pp. 710-770 (en la primera nota de este artículo, Hohfeld anuncia el libro futuro, que no alcanzó a ver publicado en vida). Cfr. ahora Hohfeld, Wesley Newcomb, Some Fundamental Legal Conceptions as Applied in Judicial Reasoning [ed. original: Yale University Press, New Haven, 1919, facsímile disponible en Hein Online]; entre las ediciones recientes en inglés, ver Hohfeld, Wesley Newcomb, Some Fundamental Legal Conceptions as Applied in Judicial Reasoning, Aldershot, Ashgate, 2001 [edición de David Campbell y Philip Thomas con una nueva introducción de Nigel E. Simmonds]; finalmente, en castellano contamos con la traducción de Genaro R. Carrió: Hohfeld, Wesley Newcomb, Conceptos jurídicos fundamentales, Fontamara, 2ª ed., México, 1992. 7.  John Finnis había sintetizado algunas de las dificultades del esquema hohfeldiano en Finnis, John, “Some Professorial Fallacies about Rights”, The Adelaide Law Review, 4 (1971-1972), pp. 377-388. En este artículo, sin embargo, Finnis rescata la necesidad de utilizar un análisis riguroso cercano al de Hohfeld. Sostiene que un uso del lenguaje de los derechos no suficientemente preciso –que no observe las distinciones propuestas por Hohfeld, muy oscurecidas por los profesores de Derecho–, solamente confunde, impide el diálogo racional sobre la justicia y, fi-


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Un derecho puede ser, según el análisis de Hohfeld mejorado por Finnis, un derecho-exigencia, una libertad, un poder o una inmunidad. Un derecho es siempre una relación de tres términos: dos personas relacionadas con un tipo de acto. Hohfeld pensaba que todos los derechos realmente existentes –independientemente de su complejidad– pueden expresarse como uno de estos derechos (i.e., un derecho hohfeldiano, siempre de tres términos) o una combinación de ellos, sin residuo, es decir, sin que ningún elemento del derecho quede sin expresarse en términos de estas categorías. Finnis muestra, siguiendo el análisis de Tony Honoré y de otros autores, que el típico lenguaje de los juristas sobre derechos de dos términos, esto es, que vinculan a un titular con un objeto de manera independiente de otros sujetos (e.g., “el derecho a la vida”, “la propiedad privada”), tiene un sentido práctico que impide reducir tales derechos a las categorías hoh­ feldianas. En efecto, los derechos de dos términos permiten mantener la identidad temporal de lo debido a una persona con independencia de la variación de las personas obligadas a respetarlo y del conjunto de reglas jurídicas eventualmente aplicables en un caso sobre ese derecho, dos elementos que frecuentemente cambian a lo largo del tiempo sin que cambie necesariamente el titular del derecho 8. Esta precisión del lenguaje jurídico llevó desde antiguo a utilizarlo para hablar, por analogía, de cuestiones morales, como se ve en la expresión “ley natural”. Pues bien, nada de extraño tiene, entonces, que la expansión del uso del lenguaje de los derechos subjetivos y su progresiva tecnificación jurídica haya terminado por suplementar también el lenguaje tradicional de la ética inspirada en la tradición clásica. Según Finnis, el lenguaje de los juristas sobre los derechos de las personas sirve “para expresar virtualmente todas las exigencias de la razonabilidad práctica” 9, aunque de modo directo solamente las de la justicia 10. En efecto, “podemos hablar de derechos siempre que una exigencia o principio básico de la razonablidad práctica, o una regla de ahí derivada, da a A y a todos y cada uno de los otros miembros de una clase a la que A pertenece, el beneficio de (i) una

nalmente, devalúa los verdaderos derechos inalienables de la persona humana. Por ese entonces, Finnis estaba en plena redacción de Natural Law and Natural Rights, de manera que su posición era menos favorable al lenguaje de los derechos, aunque no necesariamente hostil. Adviértase que la terminología de Finnis corrige ligeramente la de Hohfeld: cfr. LNDN 228 y 254.   8.  Cfr. LNDN, pp. 228-234 y 254-255.   9.  Ibid., p. 227. 10.  Cfr. ibid., pp. 191-194 y A, pp. 132-138.


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exigencia (obligación) positiva o negativa impuesta a B (incluyendo, inter alia, cualquier exigencia de no interferir con la actividad de A o con su disfrute de alguna otra forma de bien) o de (ii) la habilidad de hacer que B quede sometido a una exigencia de ese tipo, o de (iii) la inmunidad de verse sometido él mismo por B a cualquier exigencia de ese tipo” 11. Si se trata de exigencias correspondientes a principios básicos de la razonabilidad práctica o a conclusiones racionales a partir de ellos, es decir, de ley natural, y no, por ende, de determinationes o concreciones positivas 12, tales derechos son naturales 13. La expresión derechos humanos es un “modismo contemporáneo” 14 que Finnis usa como sinónimo de derechos naturales, pues considera que el uso lingüístico actual, aunque no muy firme, refiere las dos expresiones a “los derechos morales fundamentales y generales” 15, es decir, a “los derechos respecto de los que uno tiene un título simplemente en virtud de ser una persona” 16. Naturalmente, esta estipulación de sinonimia no resulta aceptable para los autores que separan la noción de derechos humanos de su origen histórico y de su fundamento en la naturaleza racional del hombre –un intento comprensible, aunque plagado de incoherencias internas 17–; como tampoco agrada a los seguidores más estrictos del lenguaje de Tomás de Aquino, que entienden que la gramática de los derechos subjetivos está preñada de la ideología revolucionaria ilustrada y de individualismo 18. La

11.  Ibid., p. 234. 12.  Cfr. ibid., pp. 308-317 y 322-324, y A, pp. 266-274. 13.  Más adelante, en este artículo, se aclara que los derechos humanos de las declaraciones e instrumentos jurídicos son, todos ellos, derechos positivos, que recogen de una manera más o menos adecuada los derechos naturales –o los conculcan, si se recoge como “derechos humanos” algunas exigencias injustas–; en cambio, los “derechos humanos” de que se trata ahora, como conclusiones racionales independientes del derecho positivo de un cierto lugar y tiempo, constituyen en sentido estricto derechos naturales. De ahí que los “derechos humanos” positivos –establecidos mediante actos de voluntad humana– pueden contener y de hecho contienen, a la vez, conclusiones y determinaciones de la ley moral natural. Vid. infra, apartado 3. 14.  LNDN, p. 227. 15.  Ibid., p. 228. 16.  A, pp. 136-137. 17.  Se trata de las aporías y de los círculos viciosos que detalladamente ha examinado Pedro Serna en su monografía sobre los intentos del denominado positivismo conceptual o metodológico por hacerse compatible con elementos iusnaturalistas. Cfr. Serna, Pedro, Positivismo conceptual y fundamentación de los derechos humanos, Eunsa, Pamplona, 1990, pp. 24-25, 54-64, 108-116, 208-247, 272-276, 290-293, 377-386. 18.  Cfr. Villey, Michel, Compendio de Filosofía del Derecho, Eunsa, Pamplona, 1979, I, pp. 144-179.


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estipulación lingüística, en cuanto tal, no es susceptible de crítica esencial, sino solamente de discrepancia sobre la conveniencia de acudir a ella. No obstante, tiene el mérito de introducir claridad a la hora de interpretar el pensamiento del autor que ha adoptado la estipulación. Finnis es plenamente consciente, por lo demás, de las dificultades. Por una parte, “esta gramática [de los derechos] tiene un alcance tan extenso y flexible que su estructura es generalmente entendida de un modo bastante pobre” 19, por lo cual “los malentendidos en las discusiones sobre los derechos, y sobre determinados (pretendidos) derechos y su extensión, son [...] bastante frecuentes” 20. Por otra parte, los mismos derechos humanos “pueden ciertamente verse amenazados por usos del lenguaje de los derechos que, con buena o mala fe, le atribuyan prematuramente un carácter concluyente o absoluto a este o aquel derecho humano (e.g., de propiedad, de contratar, de reunión, de expresión)” 21. Este uso espurio del lenguaje de los derechos, debido posiblemente a “sus orígenes dudosos en el siglo XVII” 22, facilita “su abuso por fanáticos, aventureros y personas interesadas, desde el siglo XVIII hasta hoy” 23. No obstante cualquier inconveniente, Finnis se atreve a encauzar este lenguaje de múltiples resonancias y raíces, que ya forma parte del lenguaje ordinario consolidado, en lugar de cerrarse a él. Sus razones son las siguientes. La primera es que “la gramática y el vocabulario moderno de los derechos son un instrumento multifacético para expresar y afirmar las exigencias u otras implicaciones de una relación de justicia desde el punto de vista de la(s) persona(s) que se beneficia(n) de esa relación” 24. En consecuencia, este vocabulario “proporciona una manera de hablar sobre ‘lo que es justo’ desde un ángulo especial: el punto de vista del ‘otro’ o de los ‘otros’ a quienes algo [...] les es debido o adeudado, y a quienes se perjudicaría ilegítimamente si se les negara ese algo” 25. Así, aunque ciertamente este modo de hablar es ajeno a Tomás de Aquino –el gran punto 19.  LNDN, p. 227. 20.  Ibid. 21.  Ibid., pp. 248-249. 22.  Ibid., p. 249. Finnis expone la historia del origen de este lenguaje y critica su carga voluntarista, que tiene su apogeo en Hobbes, contraria a la primacía de la razón como fundamento de la obligatoriedad: véase ibid., pp. 234-239. 23.  Ibid., p. 249. 24.  Ibid., p. 234. 25.  Ibid.


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de referencia de los más destacados defensores de la tradición iusnaturalista premoderna– 26, “no se trata de querer hacer retroceder el reloj en el tiempo. El lenguaje moderno de los derechos es más flexible y, al ser más específico en su punto de vista o perspectiva, es susceptible de ser usado de un modo más diferenciado y con mayor precisión que el uso premoderno de ‘el derecho’ (jus)” 27. En el contexto de las actuales discusiones terminológicas, me parece apropiado destacar que Finnis afirma que, si bien puede abusarse de la gramática de los derechos, también cabe usarla con precisión; que “el énfasis moderno en los poderes del titular del derecho, con la consiguiente bifurcación sistemática entre ‘derecho’ (incluyendo ‘libertad’) y ‘deber’, es algo que unos juristas refinados no echaron de menos durante toda la existencia del derecho romano clásico” 28. Al mismo tiempo, “el lenguaje moderno de las exigencias de derechos como pieza principal del discurso político debería reconocerse [...] como una valiosa adición al vocabulario de la razonabilidad práctica recibido (i.e. a la tradición de la ‘doctrina de la ley natural’)” 29. La segunda razón para valorar esta adición lingüística va más allá de aceptar una evolución del lenguaje ordinario, o de proponer una estipulación más o menos precisa del significado de las palabras. Se trata de una cuestión más de fondo: la aptitud de este lenguaje para poner en el primer plano del pensamiento la virtud de la justicia 30, cuyo objeto propio es el derecho de cada uno (lo debido a cada uno y que cada uno puede por eso exigir que se le dé o se le respete). En efecto, “el uso moderno del lenguaje de los derechos enfatiza acertadamente la igualdad, la verdad de que todo ser humano es sede de la plena realización humana, la cual ha de ser considerada favorablemente respecto de él tanto como respecto de cualquier otro” 31. En fin, Finnis aduce a favor de este lenguaje de los derechos otras dos razones: su aptitud para disminuir el atractivo del cálculo consecuencialista incluso en el nivel lingüístico, aunque solamente los derechos absolutos lo excluyen totalmente 32, y la capacidad de las listas de derechos para

26.  Cfr. ibid., p. 237 y A 136. 27.  LNDN, p. 237 (énfasis en el original). 28.  Ibid. 29.  Ibid., p. 249. 30.  Cfr. ibid. 31.  Ibid. 32.  Cfr. ibid.


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expresar el contenido específico del bien común: “el lenguaje moderno de los derechos amplía la referencia indiferenciada a ‘el bien común’, al proporcionar un listado provechosamente detallado de los diversos aspectos de la plena realización humana y de los elementos fundamentales de la forma de vida en comunidad que tiende a favorecer esa plena realización en todos” 33. En todo caso, no se trata de desconocer las ventajas de otros modos de hablar sobre un mismo contenido. Según Finnis, “no hay motivo para tomar partido entre los usos más nuevos y los más antiguos, en cuanto formas de expresar las implicaciones de la justicia en un contexto dado” 34. Todavía más: “cuando se trata de explicar las exigencias de la justicia, lo cual hacemos refiriéndonos a las necesidades del bien común en sus distintos niveles, hallamos entonces que hay razón para considerar que el concepto de deber, obligación o exigencia, desempeña un rol más explicativo y estratégico que el concepto de derechos” 35. Y, sin embargo, “no por eso tiene menor importancia o dignidad el concepto de derechos, pues el bien común es precisamente el bien de los individuos cuyo beneficio, derivado del cumplimiento del deber por parte de otros, constituye su derecho porque les es exigido a esos otros en justicia” 36. Ahora bien, más allá de la defensa de incorporar un nuevo uso lingüístico a la tradición iusnaturalista clásica –un uso ajeno a Aristóteles, los juristas romanos y santo Tomás 37–, Finnis se ocupa de la cuestión conceptual de fondo. En este punto, ha sostenido diversas posiciones a lo largo de su obra. 2.  El concepto de “derechos humanos” Ya en 1980 pensaba Finnis que debía acogerse plenamente la “gramática de los derechos”. Sin embargo, respecto del concepto de derecho subjetivo concordaba con Michel Villey. En realidad, el profesor de Oxford aceptaba la historia que Villey había construido sobre los orígenes de la noción de derecho subjetivo en la Baja Edad Media. Finnis admitía, en

33.  Ibid. 34.  Ibid., pp. 238-239. 35.  Ibid., p. 239. Énfasis añadido. 36.  Ibid. Énfasis en el original. 37.  Cfr. Hervada, Javier, Lecciones propedéuticas de Filosofía del Derecho, cit. pp. 238-239.


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consecuencia, que Tomás de Aquino carecía no solamente del lenguaje de los derechos, sino también del concepto mismo. En Natural Law and Natural Rights, procura explicar la diferencia entre el ius como objeto de la justicia y la noción de ius como poder o facultad moral. Defiende la legitimidad de los dos usos, como hemos visto. Además, destaca la conexión fundamental entre los significados de ius como objeto debido en justicia (ipsa res iusta) y como ley (lex), contra lo que él calificaba de distinción exagerada entre ius y lex por parte de Villey: “Desafortunadamente, el tratamiento de jus por Villey se resiente de una distinción exagerada entre jus y lex (que son, por supuesto, nociones distintas, pero estrechamente relacionadas), lo cual le lleva a distinciones extraviadas entre el derecho (law) y la moral, y entre la justicia y los principios de la razonabilidad práctica” 38. En este marco, crítico pero a la vez muy influido por Villey, Finnis sostiene que Tomás de Aquino no posee el concepto de derecho subjetivo ni, en consecuencia, el de derechos humanos tal como nosotros concebimos estos conceptos. Respecto del significado de ius para Tomás de Aquino –nos dice Finnis en 1980– “hay poca ambigüedad” 39. Se refiere a los significados recogidos en la Suma Teológica (II-II, 57, 1), donde “el significado primario [...] es ‘la misma cosa justa’ [...]. Se podría decir que para Tomás de Aquino ‘jus’ significa primariamente ‘lo justo’ (fair) o ‘aquello que es justo’; en realidad, si se pudiera usar el adverbio ‘justamente’ (aright) como sustantivo, se podría decir que su explicación primaria es acerca de ‘los justamentes’ (arights) (más que sobre los derechos [rights])” 40. Finnis distingue claramente, como se ve, entre el ius como objeto de la justicia y el ius como facultad. En efecto, primero menciona los “significados secundarios y derivados de ‘jus’” 41 que Tomás de Aquino recoge en esa cuestión: el ius como arte, el ius como lex –que propiamente es ratio iuris– y la sentencia del juez. Entre ellos no

38.  LNDN, p. 256. Finnis se remite aquí a un intercambio de puntos de vista entre Villey y él mismo, publicado en los Archives de Philosophie du droit en 1972 (cfr. ibid.). También participó del intercambio un discípulo de Villey, El-Shakankiri. El debate fue traducido al español por Renato Rabbi-Baldi Cabanillas y publicado bajo el título “Bentham y el Derecho Natural Clásico”, en Revista de Derecho Público, n. 43-44 (enero-diciembre 1988), Facultad de Derecho, Universidad de Chile, 15 ss. Véase, además, Villey, Michel, Compendio de Filosofía del Derecho, I, pp. 172 ss. y Compendio de Filosofía del Derecho, Eunsa, Pamplona, 1981, II, pp. 173 ss. y 207-208. 39.  LNDN, p. 235. 40.  Ibid. Énfasis añadido en más que sobre los derechos. 41.  Ibid.


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aparece el ius como facultas o potestas o algo parecido. Entonces Finnis nos recuerda que Francisco Suárez sostiene que “el ‘significado verdadero, estricto y propio’ de ‘jus’ es: ‘una clase de poder moral [facultas] que todo hombre tiene, ya sobre sus propios bienes ya respecto de aquello que le es debido’ (De Legibus, I, ii, 5)” 42. Y concluye: “El significado que para Tomás de Aquino era primario es mencionado bastante vagamente por Suárez y luego se pierde de vista; a la inversa, el significado que para Suárez es primario no aparece en lo absoluto en el análisis de Tomás de Aquino. En algún lugar entre los dos hombres hemos cruzado la línea divisoria” 43. A nosotros no nos interesa ahora revisar la narración de ese paso de la línea divisoria, sino solamente mostrar que John Finnis pensaba que Tomás de Aquino no poseía el concepto de derecho subjetivo. En cambio, algunos años más tarde el profesor de Oxford va a afirmar la existencia del concepto de derecho subjetivo en Tomás de Aquino. En su libro Aquinas, reduce la diferencia entre el concepto del Aquinate sobre el o los derechos y el concepto de derechos humanos como derechos naturales subjetivos a una cuestión terminológica. Incluso sostiene que “este cambio en el uso lingüístico es de poca importancia” 44. No desconoce, por cierto, la significación ideológica e histórica del lenguaje y del contenido de la noción de derecho subjetivo en la modernidad. En concreto, como en Natural Law and Natural Rights, afirma ahora que “tal como lo emplea Hobbes, este lenguaje es ciertamente diferente del de Tomás de Aquino de diversas maneras muy significativas” 45. No olvidemos que en Hobbes ya no se da una relación de fundamentación racional entre ius y lex –la ley como ratio iuris–, sino una contraposición entre el ius o derecho subjetivo considerado como libertad y la lex o ley considerada como limitación de ese poder o libertad 46. Ahora bien, a mi modo de ver una cosa es constatar la distancia que existe entre las concepciones de ciertos autores modernos sobre los derechos subjetivos (incluidos los derechos naturales) y la concepción del derecho y de los derechos naturales anclada en la teoría clásica de la ley natural, y otra cosa muy distinta es deducir de esa distancia una incom-

42.  Ibid. 43.  Ibid. 44.  A, p. 134. Énfasis añadido. 45.  Ibid., p. 180. Énfasis añadido. 46.  Cfr. LNDN, pp. 236-237 (con referencia al pasaje de Hobbes, Thomas, Leviathan, c. XIV).


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patibilidad entre el concepto mismo de derecho subjetivo y la tradición representada por Tomás de Aquino. Un mismo concepto (v.gr., los de bien común, derecho, igualdad, justicia) admite diversas concepciones rivales, que son rivales precisamente por adscribir contenidos diversos a un mismo concepto, por interpretarlo de modos incompatibles 47. Si no pretendieran definir lo mismo (concepto) de manera diversa (concepción), no habría el acuerdo mínimo necesario para un desacuerdo cualquiera posible. John Finnis, de acuerdo con esta observación –aunque yendo incluso más allá–, no solamente aboga, como hemos visto, por la incorporación del uso lingüístico para enriquecer la teoría clásica de la ley natural, sino que se ha convencido de que el uso inglés actual de right y rights (ius y iura) comprende los dos aspectos, lo que es suyo de y debido a otros (el ius como ipsa res iusta) y la correspondiente facultad de exigirlo (el ius como facultad, poder moral, “derecho a” o derecho subjetivo). Todavía más: Finnis sostiene que la diferencia lingüística entre el vocabulario del Aquinate y el inglés jurídico moderno (que en esto no difiere de las principales lenguas modernas) no impide que el concepto mismo de derecho subjetivo ocupe un lugar en la filosofía de santo Tomás. Finnis argumenta de la siguiente manera. Primero constata que Tomás de Aquino analiza las especies de injusticias por referencia a los bienes suyos de cada uno que son dañados mediante los actos injustos, es decir, las diversas injusticias se diferencian por objetos diversos que, como algo suyo de cada uno, son debidos: se les debe respeto y dañarlos constituye una forma de injusticia. En consecuencia, los derechos (rights, iura) son el correlato conceptual necesario de las injusticias (wrongs, iniuriae) 48. Ahora bien, iura en latín se traduce hoy como rights (derechos), tal como ius se traduce como right (derecho). Si el inglés jurídico moderno incluye bajo una sola palabra dos conceptos

47.  La distinción entre “concepto” y “concepción” fue popularizada en la literatura política de las últimas décadas por John Rawls (cfr. Rawls, John, A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge, 1971, 5), quien reconoce que la toma de su uso implícito por Hart (cfr. Hart, H.L.A., The Concept of Law, Oxford University Press, Oxford, 1993 [1961], 155-159). En otras disciplinas filosóficas, la distinción corresponde aproximadamente a la que existe entre la definición nominal y la definición real de una misma palabra/concepto (cfr. Sanguineti, Juan José, Lógica, Eunsa, Pamplona, 1985, pp. 85-88), o, con otra terminología, entre las definiciones lexicográficas, estipulativas y aclaratorias, de una parte, y las definiciones teóricas, de otra (cfr. Copi, Irving M., Introducción a la lógica, Eudeba, Buenos Aires, 1976, pp. 134-142). 48.  Cfr. A, p. 137.


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diversos, análogos, cabe pensar que la palabra equivalente en un lenguaje más antiguo, como el latín, sirviera también implícitamente para referirse al concepto de derecho como facultad. Podemos advertir, entonces, que si la palabra right (derecho) incluye los dos significados de ius (lo debido y la facultad de exigirlo), en sentido inverso la explicación del ius como objeto de la justicia en Tomás de Aquino ha de incluir implícitamente el concepto de derecho subjetivo. Esta tesis sobre la noción de derecho subjetivo es trasladada enseguida a la cuestión de los derechos humanos. John Finnis afirma: “Aunque él nunca usa un término traducible como “derechos humanos”, Tomás de Aquino claramente tiene el concepto” 49. La afirmación es, sin duda, sorprendente. Estamos muy acostumbrados a pensar que los conceptos que pensamos o mediante los cuales pensamos la realidad están incorporados en el lenguaje que utilizamos. No obstante la posible asimilación o correspondencia absoluta entre conceptos y términos a que podría inclinarnos esta costumbre –injustificadamente, pues no se sigue lógicamente–, la verdad es que la distinción entre término y concepto es un elemento de la filosofía aristotélica del lenguaje. Así, con base en la misma filosofía del lenguaje que sigue el Aquinate –la de Aristóteles–, Finnis afirma la existencia de lo uno, el concepto, la palabra interior que es signo natural de una realidad, sin lo otro, sin la palabra exterior convencional que es signo del concepto 50.

49.  Ibid., p. 136. Énfasis añadido. 50.  Cfr. Aristóteles, De Interpretatione 16a3-8. La Escolástica –al menos desde Juan de Santo Tomás– denomina signo formal o meramente intencional al concepto que, como semejanza de la cosa exterior, remite a ella en la mente. Sobre la teoría aristotélica del lenguaje y las relaciones entre términos y conceptos, puede verse una síntesis en Gianto, Agustinus, “Aristotle”, en Siobhan Chapman y Christopher Routledge (eds.), Key Thinkers in Linguistics and the Philosophy of Language, Edingburgh University Press, Edingburgh, 2005, pp. 1-7; un tratamiento con una discusión detallada de la filosofía especializada en Modrak, Deborah K. W., Aristotle’s Theory of Language and Meaning, Cambridge University Press, Cambridge, 2000, especialmente pp. 15-51 y 262-263 (síntesis de los capítulos precedentes); O’Callaghan, John P., “The Problem of Language and Mental Representation in Aristotle and St. Thomas”, The Review of Metaphysics, 50, 3 (1997), pp. 499-546. O’Callaghan intenta defender la interpretación de Tomás de Aquino sobre Aristóteles contra la crítica de “representacionismo” que articula Hillary Putnam; para eso propone, a su vez, una interpretación de santo Tomás que parece original si se la compara con las exposiciones tradicionales de la teoría tomista del conocimiento y del lenguaje en términos de representación mental. Alejandro Llano matiza el argumento de O’Callaghan y de otros autores de similar orientación, como John Haldane; pero coincide en lo sustancial con que ni Aristóteles ni Tomás de Aquino incurren en el denunciado “representacionismo” (cfr. Llano, Alejandro, El enigma de la representación, Síntesis,


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Si tenemos en cuenta que algunas de las principales críticas contra la teoría de la ley natural propuesta por Finnis –usualmente con Grisez y Boyle, mas no en Natural Law and Natural Rights ni en Aquinas– proceden de autores tomistas católicos, normalmente muy apegados al lenguaje de santo Tomás, nos parece notable que el profesor australiano haya tomado la tesis de la existencia de conceptos o significados sin palabras de la historia de la teología católica. La distinción podría defenderse por sí misma, pero, naturalmente, en el marco de una controversia en curso entre tomistas, adquiere particular valor hermenéutico respecto del pensamiento de santo Tomás acudir a él mismo como autoridad sobre este punto. Concretamente, Tomás de Aquino explica que muchas de las palabras que la Iglesia utiliza para formular las verdades reveladas 51 han sido incorporadas al acervo teológico tiempo después –incluso siglos después– de haberse enseñado esas mismas verdades, por primera vez, con otras palabras. Un caso paradigmático es el del término persona, utilizado para precisar la verdad sobre Cristo (una persona con dos naturalezas) y sobre la Trinidad (tres personas subsistentes en una única naturaleza individual). Santo Tomás afirma respecto del término persona: “aunque el término {nomen} persona no es usado nunca sobre Dios ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, lo que el término significa es afirmado sobre Dios en muchos pasajes de la Escritura” 52. Y Finnis trae a colación precisamente esta cita para resolver la cuestión de la existencia del concepto de derechos humanos sin el lenguaje respectivo en el pensamiento del mismo santo Tomás 53. Aunque el argumento de autoridad es el menos importante en una discusión filosófica, nos parece que la estrategia de Finnis en este punto es adecuada. Tomás de Aquino se ha constituido en una autoridad entre autores tomistas –especialmente si son católicos–, una autoridad de tal envergadura que muchos no se atreven a utilizar ni siquiera un lenguaje

Madrid, 1999, pp. 115-176, especialmente 170-176). O’Callaghan y Llano permiten hacerse cargo del tema en el estado actual de la discusión, más allá del asunto del “representacionismo” en particular, que no nos incumbe ahora aunque también estimo que es incompatible con el realismo metafísico de Aristóteles y santo Tomás. 51.  Tales son las verdades que, según el Magisterio de la Iglesia católica, están contenidas como en “un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia”, constituido por “la Sagrada Tradición [...] y la Sagrada Escritura” (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación, n. 10). 52.  S. Th. I, 29, 3. Énfasis añadido por Finnis al citar en A, p. 180. 53.  Cfr. A, p. 180.


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que se aparte del maestro. En este contexto de debate, resulta realmente aleccionador mostrar que “el maestro” admite la legitimidad de apartarse del lenguaje recibido cuando hay razones de peso para hacerlo. En el caso de la proclamación de un dogma, la razón de peso es la necesidad de clarificar la doctrina, de manera especial cuando el lenguaje recibido da pie a interpretaciones heterodoxas. De manera que Finnis parece decir, cuando acude a esta distinción, que él propone un progreso en el uso del lenguaje no para hablar como Tomás de Aquino habló –pues su lenguaje no conoció nuestro uso actual de la palabra derechos– sino para hacer lo que el maestro hizo: usar palabras nuevas para expresar conceptos que ya existían. Finnis quiere decir, entonces, que, aunque Tomás de Aquino no utiliza nunca el término “derechos humanos” para referirse a lo debido a los seres humanos por ser tales, sí que afirma lo que ese término significa. El Aquinate da muestras de poseer implícitamente –argumenta el profesor de Oxford– el concepto de derechos humanos de dos maneras relacionadas entre sí. Primero, cuando santo Tomás explica que todos los seres humanos pertenecen por igual a la gran “república bajo Dios” 54 y a todos les es debido en común o por igual que no se les mate (intencionalmente por un individuo privado) ni hiera ni mutile ni robe ni se les acuse falsamente o difame, etcétera 55. Segundo, cuando prosigue analizando tales injusticias, porque “la discusión por Tomás de Aquino de los daños injustos (iniuriae) es implícitamente una discusión de los derechos” 56. Además, no es que santo Tomás esté más interesado en afirmar los deberes que impone la justicia como virtud, por lo cual quedan en sordina los correlativos derechos, sino que, aunque analiza los derechos en ese contexto moral de la justicia “como una virtud –como un aspecto del buen carácter–” 57, deja al mismo tiempo claro “que la exigencia primaria de la justicia es que los ‘actos externos’ relevantes sean realizados” 58. “El bien de la justicia [...] es el mismo objeto de la justicia: el derecho (los derechos) de la persona humana acreedora del trato igual que llamamos justicia” 59.

54.  S. Th. I-II, 100, 5c, citado en A, p. 136. 55.  A, p. 136. 56.  Ibid., p. 137. 57.  Ibid. 58.  Ibid. 59.  Ibid., p. 138.


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3.  Evaluación conclusiva Hemos visto que lo que comenzó como una discusión de conveniencia lingüística en 1980 prosiguió como un asunto conceptual –el reconocimiento del concepto de derechos humanos implícito en santo Tomás– y culminó como una tesis hermenéutica de la filosofía jurídica y política del Aquinate: “La política y la moral de Tomás de Aquino son un asunto de derechos de manera tan fundamental como lo son de deberes y de excelencias del carácter individual y comunitario” 60. Por eso, Finnis piensa que “Tomás de Aquino habría aceptado de buena gana la flexibilidad de los idiomas modernos que nos invitan a articular la lista [de exigencias de justicia] no solamente como formas de violación del derecho (in-iur-iae) comunes a todos, sino sencillamente como derechos comunes a todos: derechos humanos” 61. En otro lugar he defendido la conveniencia de superar las discrepancias meramente lingüísticas en la medida de lo posible, para reconocer que muchos autores autodenominados iuspositivistas –como Hart, Raz, Kramer y otros– conceden sustancialmente la tesis iusnaturalista de que las normas positivas injustas no tienen fuerza moral de obligar, es decir, no poseen validez normativa definitiva aunque posean la validez jurídica en sentido meramente formal 62. Esto no significa que el vocabulario sea irrelevante, sino solamente que las opciones lingüísticas, convencionales, son revisables de acuerdo con las circunstancias históricas. Así, por ejemplo, en una época la expresión “derechos del hombre” conllevó la carga ideológica revolucionaria, que negaba algunas exigencias fundamentales de justicia –aunque pretendiera exaltar otras–, por lo que los defensores de la ley natural se negaron a usar ese lenguaje. En cambio, pasado el peligro de confusión se comenzó a hablar sin escrúpulos de “derechos del hombre”, “derechos naturales”, “derechos esenciales de la persona humana”, etc. Por su parte, la expresión “derechos humanos” estuvo también monopolizada mucho tiempo por movimientos ideológicos de orientación más o menos marxista, que descubrían más violaciones a los derechos humanos

60.  Ibid. 61.  Ibid., p. 137. 62.  Cfr. Orrego, Cristóbal, “Natural Law under other names: De nominibus non est disputandum”, The American Journal of Jurisprudence, 52 (2007), pp. 77-92. Se trata de una versión corregida de “La ley natural bajo otros nombres: de nominibus non est disputandum”, en Anuario de Filosofía Jurídica y Social (Chile), 23 (2005), pp. 75-90.


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en Estados Unidos que en Cuba, la Unión Soviética o China, a pesar de que el movimiento de refugiados e inmigrantes iba y sigue yendo en sentido inverso. En consecuencia, a muchos les parecía que usar ese lenguaje cohonestaba una cierta política. Sin embargo, el uso generalizado del término llevó poco a poco a que fuese asimilado por todos los sectores interesados en formular y defender las exigencias de la dignidad humana en términos de derechos subjetivos. En ese punto de la historia, entonces, me parece que, como sostiene John Finnis, no resulta conveniente negarse a utilizar ese lenguaje. La negativa puede comprometer a la tradición clásica de la ley natural en una posición igualmente ideológica, rígida, ahistórica, aunque fuese de signo contrario. De la incorporación del lenguaje de los derechos humanos no se sigue, sin embargo, que sea útil la convención adoptada por Finnis: llamar “derechos humanos” a los derechos naturales. En efecto, la convención no es útil porque, de hecho, si nos referimos al fondo del asunto –más allá del lenguaje–, los “derechos humanos” de las declaraciones, tratados internacionales, constituciones escritas, etc., son textos de ley humana (positiva) que procuran, al menos en su núcleo esencial, recoger exigencias universales de justicia (ley natural). Ahora bien, tal como están formulados en esos textos de derecho positivo, los derechos humanos no constituyen todos ellos auténticos derechos naturales universales, exigibles en cuanto tales con independencia de las circunstancias. Ellos deben ser ulteriormente especificados para recoger exigencias reales de justicia. Por eso, el mismo Finnis reconoce la necesidad de expresar la mayoría de los derechos humanos con cláusulas limitativas como el respeto a los derechos de los demás, el orden público y la moral pública, y otras similares. Estas cláusulas limitativas, que exigen ulterior especificación, no se aplican a los derechos formulados como prohibiciones absolutas de conductas correlativas (v.gr., el derecho a no ser sometido a esclavitud o tortura: artículos 4º y 5º de la Declaración Universal) 63; pero las formulaciones, aunque recojan una exigencia que se sigue por conclusión de los principios universales de la justicia, son ellas mismas instituidas por el derecho positivo. Además, con independencia de la cuestión de la universalidad de los derechos humanos tal como se formulan en los textos jurídicos positivos, solamente puede formularse en forma muy restrictiva lo que realmente

63.  Cfr. LNDN, pp. 239-246.


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cabe tener como un derecho humano absoluto, i. e. un derecho natural que no admita excepción en ningún caso. Así, por ejemplo, los textos positivos reconocen genéricamente el derecho a la vida (artículo 3º de la Declaración Universal); pero el único derecho a la vida que existe como derecho natural –correlato en términos de derecho subjetivo de una exigencia de la ley natural tal como ha sido entendida tradicionalmente–, es decir inmutable y no susceptible de excepción, es el más concreto “derecho a no verse privado directamente de la propia vida como medio para ningún fin ulterior” 64 o el derecho de todo ser humano inocente a no ser matado directamente, o como quiera que se exprese mediante una fórmula análoga que permita matar en legítima defensa al agresor o al enemigo en un combate conforme a las reglas del ius in bello o al reo de la pena capital. En síntesis, la necesidad de especificar los derechos humanos de acuerdo con una visión del hombre y del bien común, afirmada por Finnis 65, y el carácter excepcional de las normas prohibitivas absolutas, muestran que, en el lenguaje moderno, los derechos humanos abstractamente formulados no constituyen o no recogen necesariamente derechos naturales en el sentido clásico. No siempre expresan en el lenguaje de los derechos las exigencias de la ley natural universal. Por otra parte, si se estipula la sinonimia, lo cual, como he afirmado, presenta la ventaja de clarificar el discurso, entonces habría que decir que los más importantes derechos humanos de los instrumentos jurídicos positivos no constituyen todavía verdaderos derechos, porque, mientras no sean especificados, no son exigibles en justicia ni tampoco ante los tribunales competentes. Son directamente exigibles, sin más especificación, solamente aquellos que los mismos instrumentos jurídicos especifican mediante reglas (v.gr., las que facultan a los tribunales para adoptar medidas de amparo en casos de detención ilegal y otros suficientemente descritos) y los que ya están especificados como abstenciones de obrar porque corresponden a esas prohibiciones universales de la ley natural. Los principales derechos humanos son expresiones abstractas de derechos naturales insuficientemente especificados 66; pero algunos derechos humanos –como el derecho “a vacaciones periódicas pagadas” (artículo 24 de la Declaración Universal)– pueden formular exigencias de justicia solamente supuestas 64.  Ibid., p. 253. Énfasis añadido. 65.  Cfr. ibid., pp. 247-248. 66.  Cfr. Hervada, Javier, Lecciones propedéuticas de Filosofía del Derecho, cit., pp. 522-527.


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unas determinadas estructuras de organización económica y laboral. Difícilmente cabe denominarlos “derechos”; mucho menos, “naturales”. Por último, más allá de la cuestión lingüística, la tesis de John Finnis sobre la existencia del concepto de derechos humanos en Tomás de Aquino también exige una interpretación matizada. De lo contrario, corremos el riesgo de atribuir al Aquinate pensamientos que no pasaron por su mente. Arribaríamos a la curiosa situación de reconocer que santo Tomás no habló de derechos humanos, pero sí pensó en ellos con el grado de diferenciación conceptual con que nosotros los pensamos ahora. La hipótesis de un pensamiento oculto, que jamás se expresa en toda la vida de un autor, y que, no obstante, constituye una pieza fundamental de su explicación sobre el derecho, desafía toda imaginación y toda sana hermenéutica. Por eso, personalmente comparto una parte de la tesis de John Finnis, es decir, solamente en el sentido que posee el análisis teológico de santo Tomás, al que él acude como ejemplo. Mas sucede que Finnis va más allá de lo que ese análisis teológico permite concluir. En efecto, el concepto de persona es una forma sofisticada de pensar la realidad revelada, que los autores de la Sagrada Escritura pensaron con categorías conceptuales diversas, y de la cual hablaron con las palabras correspondientes a esas categorías conceptuales diversas. Esto quiere decir precisamente que los autores de la Escritura –los redactores de los diversos textos, que componían acudiendo al lenguaje y a los conceptos que ellos tenían en sus mentes– reconocían una realidad de manera menos precisa que la que pudo captarse más tarde mediante los conceptos –más exactos– de persona y de naturaleza para referirse a la Trinidad y a Cristo. De aquí no se sigue que estos autores tuvieran el concepto de persona, sino solamente que, mediante sus propios conceptos menos precisos, accedían a una comprensión sustancialmente idéntica de la misma realidad revelada. Análogamente, de lo que Finnis expone se deduce solamente que el concepto de derecho subjetivo y, por ende, el concepto de derechos humanos, pueden constituir un añadido posterior útil para pensar con mayor precisión –o desde una perspectiva complementaria– una realidad sustancialmente idéntica a la pensada por el Aquinate mediante otras categorías conceptuales, parcialmente diversas. Con otras palabras, cabe sostener –según este modo de argumentar– que el lenguaje y el concepto de los derechos humanos subjetivos son compatibles con el modo de pensar la realidad jurídica técnicamente articulada al menos desde los juristas romanos. Así, el lenguaje de los derechos subjetivos puede ser un añadido posterior útil para expresar una realidad


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conocida por el Aquinate, presente en su pensamiento sobre la ley, la justicia y su objeto debido y la exigibilidad por parte del sujeto beneficiado. Hasta ahí me parece aceptable la tesis de John Finnis. De ahí no se sigue, sin embargo, que santo Tomás poseyera el concepto respectivo tal como lo pensamos nosotros tras setecientos años de elaboración conceptual. En efecto, el contacto suyo con la realidad se realizaba mediante otros conceptos, aunque éstos exigieran lógicamente el de derecho subjetivo que se precisaría más adelante. De ahí que, en el debate entre Finnis y Tierney, concuerdo con éste en “que Tomás de Aquino no articuló él mismo una doctrina de los derechos naturales, pero que esta doctrina no era incoherente con su enseñanza sobre la ley natural” 67; pero coincido con Finnis en que el uso lingüístico y el modo de razonar de santo Tomás suponen simultáneamente el concepto de ius como lo debido (objeto de la justicia) y el de ius como exigencia correlativa del sujeto (“claim-right”, en términos hohfeldianos): el ius es “subjetivo” como algo que pertenece a alguien, que no cabe interpretar, en los textos de santo Tomás, solamente como la relación o la posición justa 68. Esta inseparabilidad conceptual, en el esquema tomista, entre el aspecto objetivo (lo justo) y el aspecto subjetivo (la facultad) del ius es precisamente lo que impide hablar de un concepto de derecho subjetivo como facultad moral abstraída de su objeto. En el ámbito de habla inglesa el asunto es más sencillo que en castellano. El mismo uso de la palabra “right” no exige separar los dos conceptos o los dos aspectos –el objetivo y el subjetivo–, sino que, por el contrario, los mantiene siempre unidos. No sucede así en castellano, donde la palabra “derecho” fluctúa permanentemente entre su significado normativo –de él no nos hemos ocupado en este trabajo– y su significado subjetivo –la facultad de exigir–, pero prácticamente no tiene, en el uso ahora vigente entre nosotros, el significado objetivo de “lo justo”, “lo suyo” o “lo debido” (el objeto de la justicia, la ipsa res iusta, la acción o cosa exigida en justicia).

67.  Tierney, Brian, “Author’s Rejoinder”, The Review of Politics, 64, 3 (2002), pp. 416-420, 416. Sin embargo, su interpretación del concepto de derecho subjetivo en la actualidad (“a right”) se resiente de una aceptación acrítica de la teoría de la elección, defendida por Hart en sus obras principales (rechazada o restringida hacia el final de su vida), que en nada coincide con la acepción del ius como ipsa res iusta. Tampoco parece suficientemente justificada su vinculación entre los derechos naturales y su fundamento en los preceptos permisivos de la ley natural, que supone esa interpretación del ius como libertad (véase Tierney, Brian, “Natural Law and Natural Rights. Old Problems and Recent Approaches”, cit., pp. 399-406). 68.  Cfr. Finnis, John, “Aquinas on ius and Hart on Rights: A Response to Tierney”, cit., p. 408.


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Una detallada investigación –sucinta y exacta– en el ámbito académico de lengua española ha sostenido, además, que incluso aquellos juristas más hostiles a la noción de derecho subjetivo –según la interpretación tradicional de sus obras principales–, como Villey, D’Ors y otros, admitieron un uso marginal de “ius” –un uso al menos implícito, como sostiene Finnis– también por parte de los juristas romanos 69. Villey, por ejemplo, sostuvo que “nadie puede prescindir completamente de la idea de derecho subjetivo”, pero que entre “la idea romana de derecho subjetivo” y nuestro concepto moderno existe una gran diferencia. D’Ors, a su vez, afirma la flexibilidad del término ius para comprender aspectos objetivos y subjetivos a la vez; pero señala textos del período posclásico que lo utilizan en su sentido subjetivo 70. Según la interpretación de Megías, la acepción del ius como derecho subjetivo es reconocida por Villey, aunque para él “tendría un lugar muy secundario y que no se reconocía con suficiente nitidez” 71. Puede parecer que esta investigación en sede romanista hace plausible la tesis de Miller de que el sentido de “derecho subjetivo” como “claimright” en inglés corresponde al uso de “to dikaion” como “lo justo” en Aristóteles 72. Sin embargo, el mismo Miller, al utilizar el análisis hohfeldiano de los derechos 73, consigna que el griego “to dikaion” significa en inglés “the just thing” (la cosa justa) o “one’s own” (lo suyo de uno). Solamente como consecuencia significa el inglés “claim-right” (derecho-exigencia). De aquí se sigue precisamente, a mi modo de ver, que “to dikaion” incluye a la vez el aspecto objetivo y el subjetivo sin diferenciación; por ende, que no corresponde al derecho subjetivo como facultad de exigir. Todavía más: según Miller, “to dikaion” significa solamente el “derecho-exigencia” (de lo justo) y no las otras formas del derecho subjetivo según Hohfeld, que son expresadas en griego mediante otros tantos términos 74. Ahora bien, esas otras formas (i. e., libertad o privilegio, poder e inmunidad) son las

69.  Megías, José Justo, “El subjetivismo jurídico y el derecho subjetivo en los textos romanos”, en Carpintero, Francisco et al., El derecho subjetivo en su historia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz, 2003, pp. 17-34. 70.  Ibid., pp. 21 y 32-34. 71.  Ibid., p. 21. 72.  Cfr. Miller, Fred D., Nature, Justice, and Rights in Aristotle’s Politics, Oxford University Press, Oxford, 1995, pp. 93-111. Miller considera las tesis de Villey –las más conocidas y menos matizadas– en ibid., pp. 91-93. Su análisis de los derechos en el ámbito de la política en ibid., pp. 144 ss. 73.  Cfr. ibid., pp. 93-96. 74.  Cfr. ibid., p. 106.


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más cercanas conceptualmente a la identificación entre ius y facultas o potestas que subyace al concepto más difundido de derecho subjetivo. En consecuencia, el análisis de Miller prueba más bien que en la Antigüedad no existía el concepto diferenciado de derecho subjetivo en un sentido que incluyera todas sus formas y especialmente las que consisten en facultades y potestades. Se podría decir, pues, que nuestro concepto moderno de derecho subjetivo es más incluyente de diversas relaciones jurídicas y, por eso, menos preciso, pero, al mismo tiempo, más flexible para expresar los diversos aspectos de las relaciones de justicia. En lo que al tema de este artículo respecta, la lectura de Miller parece más bien confirmar que para los angloparlantes, como sucedía también en el griego y en el latín y a diferencia de lo que sucede en castellano, la connotación de lo justo presente en la palabra “right” no es separable de la connotación de que el titular es titular de una exigencia (“claim”) que recae sobre ese objeto (derecho en el sentido subjetivo). A fin de cuentas, las posiciones no son tan irreconciliables. Por eso, con el matiz ya expuesto acerca de las relaciones entre conceptos y palabras, estimo que es razonable perfeccionar el pensamiento de Tomás de Aquino mediante las precisiones conceptuales y los puntos de vista ulteriores que el desarrollo homogéneo del pensamiento jurídico de raigambre clásica hace posible, de la misma manera que es razonable perfeccionar el conocimiento de la verdad revelada mediante el desarrollo homogéneo del dogma. Oponerse a este progreso en la filosofía del derecho inspirada en santo Tomás es conservar sus fórmulas a costa de negar su modo integrador de proceder en teología, que en su propia época fue revolucionario 75.

75.  Cfr. MacIntyre, Alasdair, “Natural law as subversive: the case of Aquinas”, en Id., Ethics and Politics. Selected Essays, Vol. 2, Cambridge University Press, Cambridge, 2006, pp. 41-63.



derechos y libertades



Aborto y legislación: interpelar la Ley Luca Parisoli* Concordia discordantium canonum (título de la obra conocida como Decretum Gratiani, aproximadamente 1140)

Abstract: La comprensión de la dimensión fenomenólogica contradictoria de la práctica abortiva debería persuadirnos de que, aunque esté faltando un reconocimiento pleno de un sistema moral auténtico, la propia existencia de opiniones diferentes en el cuerpo social debería empujar al legislador a evitar el máximo daño probable y, por lo tanto, a no permitir el aborto (aunque luego pudiera haber óptimas razones para no castigarlo). La ontología de las normas puede contener contradicciones verdaderas, como afirman los teóricos “voluntaristas”, de los talmudistas de teyku a la escuela franciscana, hasta la concepción iusnaturalista de Peña. Por eso es fundamental distinguir si en el caso del aborto se trata de una contradicción verdadera (como resulta si nos quedamos en el nivel de la experiencia fenomenológica del agente moral medio, y, a fuer de tal, no completamente advertido) o de una contradicción falsa (y por ende de un acto que hay que evitar). Me parece útil ofrecer un argumento para sostener que, en la situación actual de las sociedades occidentales, la imposición del derecho al aborto es inicua no sólo para quien acepta una ontología en la cual el feto es una persona, sino también para quien no comparta tal tesis y acepte al menos ciertas reglas del razonamiento normativo sin opción ideológica caracterizada (un anti-cristiano es ideológicamente abortista). Para hacerlo tendré que exponer las razones para rechazar el legalismo ético, que me parece la característica dominante de la demanda (de los ciudadanos) y de la producción legislativa (parlamentaria) en la Europa actual, independientemente de que sea una doctrina normativa sostenida por algunos autores. Palabras clave: Dilemas normativos; Tragedia moral; Negación; Lógica paraconsistente; Legalismo ético; Aborto. Sumario: 1. Una lectura paraconsistente de las normas; 2. Equidad, dialéctica de la aplicación de las normas en vigor. *  Gracias a los Frailes pobres de San Francisco y a Lorenzo Peña que me han ayudado a traducir ma pensée al español. Mi pensamiento como papá va a nuestra segundogénita, Rita, nacida el 6 de octubre de 2007. Con ella, con su hermano Francesco-Flavio y con mi mujer Antonella comparto las penas y las alegrías de este texto.

Persona y Derecho, 59 (2008**) 161-182

ISSN 0211-4526


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1.  Una lectura paraconsistente de las normas Los dilemas normativos No pretendo aquí dilucidar cuál es la mejor solución a los problemas de la autorreferencialidad normativa (la norma funda­mental constitucional que forma parte de la constitución) y de la presencia de contradicciones en el sistema jurídico (la eliminación de las contradiccio­nes gracias a la interpreta­ción), ya que sólo quiero mostrar cómo la solución paraconsis­ tente –o sea la que admite la existencia de contradicciones verdaderas diversas de las falsas– es convincente y prometedora para una eficaz aplicación a los problemas jurídicos. Paréceme, en particular, que puede aplicarse a una cuestión como el aborto: ciertamente el aborto es una contradicción falsa en un sistema moral como el católico, y en tantos otros sistemas morales objetivos (y también subjetivos). Sin embargo, en la experiencia fenomenológica de los que viven la experiencia de las prácticas abortivas se impone como una contradicción verdadera (o como un dilema o como una tragedia moral) suscitada por la legislación en vigor, en un sentido normativo y positivo; y es que, practicando el aborto –permitido por la ley– una mujer se ve frecuentemente desgarrada en su conciencia moral (aquí “desgarrar” quiere decir, por ejemplo, soñar con matar cada noche un niño). De ahí que, si, ante una legislación que lo condena, quien practica el aborto vive una contradicción que resulta de violar la ley frente a un imperativo de la conciencia, en cambio, ante una legislación que lo permite, quien lo practica vive una contradicción entre la ley que lo permite –y lo que hace de esa ley positiva un criterio moral– y la conciencia profunda que lo presenta a sus ojos como la supresión de una vida. En particular –a diferencia de cuanto se hace hoy en nombre de tan sofisticados como vacíos argumentos de filosofía moral e ideologías nihilistas y “liberticidas” (es decir las que anulan la libertad)–, la comprensión de la dimensión fenomenológica contradictoria de la práctica abortiva debería persuadirnos de que, aunque esté faltando un reconocimiento pleno de un sistema moral auténtico, la propia existencia de opiniones diferentes en el cuerpo social debería empujar al legislador a evitar el máximo daño probable y, por lo tanto, a no permitir el aborto (aunque luego pudiera haber óptimas razones para no castigarlo, cuando se presentara un caso como el abelardiano de la madre que, para proteger el propio hijo contra el frío, lo ahoga). Quiero sostener, por lo tanto, que constatar la existencia de contradicciones en el orden jurídico es un útil instrumento lógico-racional para compren-


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der mejor la complejidad misma de la admisión fenomenológica de la ley. Es más, en virtud del fundamento de un sistema jurídico es menester que haya normas que pertenecen y, al mismo tiempo, no pertenecen al sistema –una verdadera dialéctica contradictoria, y en un sentido verdadera–. De un lado, dada una norma fundamental, o bien pertenece al sistema (y no es realmente fundamental –al menos en el sentido corriente de la inmutabilidad e identificación–, toda vez que el sistema requiere una fundamentación tal que al menos una norma irrevisable asegure la identidad del sistema), o bien no pertenece al sistema (y no puede fundarlo en el sentido de la exclusividad del derecho positivo, por ser inmutable e identificadora, mas no una norma constitucional); por otro lado, si la norma fundamental no es propiamente una norma, entonces, o bien es un objeto de otro tipo (y en tal caso estamos fuera del derecho), o bien es una norma y no es una norma (lo cual supone un gran “adiós” a la lógica clásica). Si la norma que regula la revisión de una constitución (el acto normativo situado en la cumbre del sistema jurídico) puede autorizar su propia modificación, entonces cada norma puede revisarse; por lo demás, hay normas que enuncian la inmutabilidad de ciertas partes de la constitución (art. 139 Cost. italiana 1); si las tomamos verdaderamente, parecen impedir la aplicación de la norma de revisión (art. 138 Cost. italiana); por lo tanto esa norma, como cualquier otra que sea inmutable, no pertenece a la constitución (en cuanto no-jurídica). Para mostrar la utilidad de reconocer la existencia de contradicciones verdaderas tengo que rechazar argumentadamente la negación “monística” clásica (es decir el “monismo”, que es el sistema filosófico que considera que la multiplicidad de lo real se funda en un único principio), a favor de una negación dual, más en armonía con el lenguaje común. La negación no-“monística” comporta un doble operador de negación, dotado de significado ontológico y de ninguna manera convencional. En referencia al derecho, he hablado extensamente de ello en otro artículo 2: no se trata del distingo efectuado por Georg von Wright entre una negación débil y una negación fuerte –posteriormente entre una negación interna 1.  La forma republicana, dispone este artículo, no puede ser modificada. 2.  “Le dépassement de la logique classique et les paradoxes des normes fondamentales”, en L’architecture du droit. Mélanges Troper, Paris, 2006. Allí remito a Von Wright, G.H., On the Logic of Negation, Helsinki, 1959, y Von Wright, G.H., Norm and Action, London, 1963. Para un enfoque paraconsistente, remito a Vasil’ev, N. A., Imaginary (no-Aristotelian) Logic, en Logique et Analyse, 46 (2003), pp. 127-163. V. el escrito de los editores y traductores Vergauwen, R., Zaytsev, E. A., “The Worlds of Logic and the Logic of Worlds”, en Logique et Analyse, 46 (2003), pp. 165-247.


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y una externa–. Trátase, en vez de eso, del distingo formulado por Peña 3 en sus escritos lógicos. Utilizando recientes palabras de von Wright en su autobiografía científica, la negación clásica es una negación débil, mientras la negación con que se niega la presencia de ventanas en una casa –las ventanas a las que podríamos atribuir existencia– es una negación fuerte 4. Los teóricos de la lógica paraconsistente, sin embargo, consideran que el principio de contradicción aristotélico no se basa en una negación débil, sino en una negación fuerte. Para von Wright la dimensión interna y la dimensión externa son dos aspectos de una misma negación lógica; pero para el paraconsistente esa idea tiene que considerarse falsa. La doble naturaleza de la negación puede expresarse en muchos modos, pero esencialmente hay una negación “A no es B” tal que comporta compromiso ontológico sobre que sean A y B, que implica diversidad absoluta entre A y B –Dios no puede ser malvado–; luego, una negación que no comporta el mismo compromiso ontológico sobre que sean A y B, “A es no-B” 5, tal que pudiera ser que A fuera B: la manzana no es roja, pero podría serlo. Deber hacer A y deber hacer no-A puede ser posible, legítimo e incluso verdadero. En particular, los rabinos del Talmud han llamado el dilema moral teyku: normalmente, deber hacer A y deber hacer no-A es una contradicción falsa, pero por algunos estados de cosas A, reseñados por Louis Jacobs en su libro 6, es verdadero que se tiene que hacer A y que se tiene que hacer no-A. Ese dilema moral (y jurídico, en cuanto normativo) no es un caso particularmente difícil, un hard case, cuya solución se aplace al momento en que se pueda contar con una comprensión mejor del caso examinado: los talmudistas, al menos en la soberbia interpretación de Jacobs, consideran el dilema moral como una situación definitiva de contradicción verdadera. En particular, se puede afirmar “definitiva” por teyku dado que la salida del sistema introduciendo nuevas reglas no es imaginable para la Torah oral, Palabra divina y por lo tanto extraña a la palabra “nomotética” de los hombres (el talmudista interpreta, no produce leyes en absoluto). En la filosofía moral del siglo XX hay autores que han sostenido la existencia de dilemas morales

3.  Por ejemplo, L. Peña, Introducción a las lógicas no clásicas, México, 1993, pp. 47, 85-98. 4.  Von Wright, G.H., “Intellectual Autobiography”, en Schilpp, P. A., Hahn, L. E., The Philosophy of Georg Henrik von Wright, La Salle Il. 1990, pp. 30, 36. En el mismo volumen, Alchourrón, C. E., Bulygin, E., Von Wright on the Deontic Logic and the Philosophy of Law, pp. 682-684. 5.  Vergauwen, R., Zaytsev, E. A., The Worlds of Logic and the Logic of Worlds, p. 179. 6.  Jacobs, L., Teyku. The Unsolved Problem en Babylonian Talmud, London, 1981.


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meramente aparentes, mientras otros han afirmado la existencia de dilemas morales irreducibles, al menos mientras no se salga del sistema normativo en que se sitúa el discurso 7. Los primeros consideran que el hecho moral no tiene consistencia ontológica (emblemáticamente, John Stuart Mill); los segundos consideran que el hecho moral tiene consistencia ontológica (Ruth Barcan Marcus, por ejemplo). Efectivamente, el hecho de creer en la existencia de verdaderos dilemas morales remite a una ontología rica, que no permite encerrarse en los moldes reducidos del lenguaje. La contradicción no es siempre falsa: el legislador humano puede producir normas algunas de las cuales sean contradictorias, cuya conjunción es verdadera porque se trata de dos actos de voluntad puestos por el “nomoteta” habilitado. A lo mejor eso es sumamente indeseable si se confía en la dignidad de la legislación (como versa el título de un libro de Jeremy Waldron), mas es posible: el intérprete post-promulgatorio puede disolver la contradicción verdadera interpelando la Ley con nuevas normas fruto de la interpretación, pero ésa es una operación que no restituye dignidad a la legislación, operación que sólo puede cumplir el buen legislador (sea éste lo que fuere). La ontología de las normas puede contener contradicciones verdaderas, como afirman los teóricos “voluntaristas”, de los talmudistas de teyku a la escuela franciscana, hasta a la concepción iusnaturalista de Peña. Por eso es fundamental distinguir si en el caso del aborto se trata de una contradicción verdadera (como resulta si nos quedamos en el nivel de la experiencia fenomenológica del agente moral medio, y, a fuer de tal, no completamente advertido) o de una contradicción falsa (y por ende de un acto que hay que evitar). Ya he tratado de proporcionar un análisis sobre la posibilidad casi-ine­ vitable de que se ocasione una contradicción normativa verdadera en mi libro dedicado a una nueva interpretación del pensamiento ontológico y moral de Juan Duns Escoto 8. La posibilidad de contradicciones verdaderas, su casi-inevitabilidad, deriva de la existencia de un único fundamento de la norma, el acto de voluntad, y del hecho de creer en la realidad ontológica 7.  Un punto de partida lo constituye el volumen colectivo coordinado por Gowans, C. W., Moral Dilemmas, New York, 1987; empleo en la continuación en particular el volumen coordinado por Mason, H. E., Moral Dilemmas and Moral Theory, Oxford, 1996. En lengua española y en una perspectiva explícitamente paraconsistente, Peña, L., “El problema de los dilemas morales en la filosofía analítica”, en Isegoría, 3 (1991), pp. 43-79. 8.  Parisoli, L., La contraddizione vera. Giovanni Duns Scoto tra le esigenze della metafisica e le necessità della filosofia pratica (La contradicción verdadera. Giovanni Duns Escoto entre las exigencias de la metafísica y las necesidades de la filosofía práctica), Roma, 2005. Véase también La philosophie normative de Jean Duns Scot. Droit et politique du droit, Roma, 2001.


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de las normas 9. En esa perspectiva, la norma fundamental, o sea la objetividad del sistema jurídico, es necesaria por razones vinculadas a la primacía de la jerarquía normativa, y también es unitaria por razones ontológicas 10: Hans Kelsen expresó fuertes dudas sobre la aplicabilidad del principio de contradicción a las normas; le habría bastado creer en la aplicabilidad de los valores veritativos a las normas (en vez de la simple validez) para llegar a una teoría paraconsistente. En el panorama contemporáneo de los sistemas jurídicos, Nicola Gra 11 na ha reducido las clasificaciones de las reglas, a través de la teoría analítica del derecho 12, a dos familias en la manera de abordar las normas fundamentales –de una parte, el rechazo de la aplicabilidad de la lógica clásica y de la lógica tout court, de otra el recurso a tesis formuladas ad hoc– 13. Para un partidario de una ontología pobre a lo Quine, puede bastar: ninguna ontología pobre reclama una lógica paraconsistente ni es compatible con ella. Los partidarios de la ontología pobre, los “destructores”, como fueron llamados en la Edad Media, niegan que haya una paradoja en el hecho de que el fundamento del sistema, a la vez, pertenece y no pertenece al sistema (teológicamente, es la transcendencia de Dios). Paréceme, en cambio, que el instrumento paraconsistente permite un enfoque semántico –no ya léxico o metalingüístico– de la auto-referencialidad. Evidentemente, la solución semántica de las paradojas de la auto-referencialidad no requiere necesariamente rechazar la lógica clásica: la solución medieval de Paulo Véneto a la paradoja del embustero es plenamente conforme con la lógica clásica. Sin embargo, creo que el enfoque paraconsistente es muy fértil en la explicación de los fenómenos normativos:

9.  Parisoli, L., “Antinomie et hiérarchie dans la philosophie du droit médiévale. De la dissonance des normes à l’émergence de la hiérarchie”, Congreso de Ruán 2004, Mediaeval Sophia, <www.mediaevalsophia.it> 3 (2008), pp. 124-141. 10.  El voluntarismo jurídico también es el rasgo sobresaliente de la filosofía normativa de Hans Kelsen, en particular de su última obra Teoría general de las normas (v. original. 1979). Si leemos el Kelsen de la Teoría general de las normas a la luz de la posibilidad de una lógica paraconsistente, su tesis de que la lógica clásica no se aplica a las normas se hace más clara, ya que el principio de contradicción no tiene alcance universal. Kelsen tal vez ni siquiera sospechó esa eventualidad, mas sus intérpretes pueden hacerlo. 11.  Grana, N., Logica deontica paraconsistente, Nápoles, 1990, pp. 79-87. 12.  Vale la pena relacionar esto con Guillaume Tusseau, Les normes d’habilitation, Paris 2006. 13.  Guastini, R., “Problemi di analisi del linguaggio normativo”, en Ross, A., Critica del diritto e analisi del linguaggio, Bolonia, 1982; véase también Lezioni di teoria analitica del diritto, Turín, 1982.


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ciertamente la argumentación que propongo sobre la legislación acerca del aborto puede venir aceptada aún por quien no comparta una visión paraconsistente de la lógica. Yo uso tal visión para defender un acercamiento a la realidad humana que tenga en cuenta su naturaleza contradictoria y a la vez fértil: la misma tesis puede aceptarse por razones puramente antropológicas o fenomenológicas, haciendo de las mismas el fundamento de una legislación humana mediante el instrumento clásico de un derecho natural de inspiración tomista. 2. Equidad, dialéctica de la aplicación de las normas en vigor a)  Una premisa. ¿Bajo qué condiciones cabe discutir de nuevo sobre el aborto? Me adhiero personalmente a una concepción iusnaturalista basada en una ontología de las normas fundada en el acto de la voluntad que las establece: la extraigo de la filosofía de Duns Escoto, franciscano muerto a principios del siglo XIV. Peña ha formulado una concepción del derecho natural muy parecida –conjugada con una preferencia explícita por un enfoque tomista–, si bien no ha formulado ninguna referencia a la fundamentalísima esfera divina, de las normas puestas por el Señor personal y transcendente, del catolicismo: las normas del derecho natural no pertenecen al derecho positivo, y, sin embargo, se imponen al derecho positivo (casi) como una norma de derecho positivo perteneciente a un nivel jerárquico superior a otra norma positiva. Escoto situó la dialéctica de los opuestos en el corazón de la reflexión sobre la ontología paraconsistente de la creación inanimada y las criaturas personalísticas. Dios está para Escoto vinculado por la Super-contradicción, todo el resto le es posible, en particular –por citar un ejemplo célebre y relevante para la filosofía práctica– puede condenar a Pedro y salvar a Judas. Notamos que para un intelectual –sea católico, teísta o cualquier otra cosa– esto último puede aparecer una gran contradicción, mientras que para Escoto es sobre todo una proposición verdadera 14.

14.  Sobre el coste ontológico de la renuncia al tomismo, en favor de un enfoque a la manera de Escoto, remito a un artículo mío: “Dalla modalità dell’essere all’irrealtà del tempo passando per i futuri contingenti. Il prezzo della rinuncia al tomismo in margine ad alcune annotazioni di Carlo Giacon sopra al beato Duns Scoto”, en Fabriziani, A., Tomismo ieri e oggi, Gregoriana, Roma, 2001, pp. 157-178.


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Mi reflexión sobre los contenidos del fundamento del derecho está influenciada por las fuentes filosóficas que me han llevado a una concepción iusnaturalista: la antropología franciscana del hombre y su lugar en la naturaleza es la clave de mi modo de entender la función y la utilidad del derecho. Por otro lado, me inclino hacia una interpretación fuerte de los análisis de Pierre Legendre, insistiendo en el papel ineliminable de los Símbolos y los Referentes fundadores en el norma social, o más precisamente del emblema, aquello capaz de mostrar lo que no puede decirse y sin embargo es esencial. La semántica del psicoanálisis es, en efecto, paraconsistente, puesto que en el inconsciente no vale el principio de contradicción y el discurso humano se juega en una incesante dialéctica entre la afirmación del principio de realidad (vinculado a la validez del principio de contradicción) y la persistencia de los emblemas del inconsciente (violaciones del principio de contradicción que manifiestan a la persona humana). Pero más que de eso, aquí me interesa hablar de la aplicación de las normas, y no afrontar un discurso de iure condendo que me sitúe sobre una línea que no es mayoritaria en el mundo contemporáneo occidental. Por lo tanto me interesa proponer una reflexión sobre un tema en el que me parece que la admisión de la existencia de dilemas morales y su relevancia en el análisis sobre la fenomenología moral puede conducir a una crítica de la interpretación jurisprudencial positivista dominante, y de las líneas legislativas actuales. En este trabajo no me ocupo de argumentar a favor de una ontología de las normas en lugar de otra, ni de criticar una filosofía social para preferir otra mejor. Constato que hoy, a pesar de los deseos de una recristianización del mundo occidental por una parte, y los opuestos deseos de evacuar el hecho religioso por otra, la sociedad está dividida entre dos ontologías de las normas alternativas. Legendre 15 ha observado que hay una diferencia fundamental entre dialoguer y négocier: dialogar presupone un común horizonte dogmático; negociar presupone una diferencia de horizonte dogmático. Las invitaciones constantes al diálogo del debate público contemporáneo son loables, pero presuponen la idea de que no hay diferencias aparentes entre los interlocutores: en cambio a mí me parece que se puede negociar sobre el aborto, no dialogar, dada esa diferencia de ontologías normativas. A menos que se crea que la ontología normativa ajena carezca de todo valor (como sospecho que muchos creen, aun sin afirmarlo abiertamente porque se trata de una actitud anti-democrática inconfesable por parte de las élites democráticas).

15.  Legendre, P., Le désir politique de Dieu, Fayard, Paris, 1998.


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Frente a un callejón sin salida, determinado por la adhesión a ontologías normativas divergentes, paréceme que un enfoque paraconsistente puede indicar una solución que hunde sus raíces en la aplicación de la equidad de la ley. La conciencia de la realidad paraconsistente del mundo interpela (como diría Legendre) la ley en una dirección que no me parece ser hoy la predominante. Sin poner en tela de juicio a las leyes actuales que permiten el aborto, reformables sólo por Parlamentos con otras mayorías –sin renunciar a la utilidad fundamental de criticar su producción de lege ferenda–, me parece útil ofrecer un argumento para sostener que, en la situación actual de las sociedades occidentales, la imposición del derecho al aborto es inicua no sólo para quien acepta una ontología en la cual el feto es una persona, sino también para quien no comparta tal tesis y acepte al menos ciertas reglas del razonamiento normativo sin opción ideológica caracterizada (un anti-cristiano es ideológicamente abortista). Para hacerlo tendré que exponer las razones para rechazar el legalismo ético, que me parece la característica dominante de la demanda (de los ciudadanos) y de la producción legislativa (parlamentaria) en la Europa actual, independientemente de que sea una doctrina normativa sostenida por algunos autores 16. b)  Una argumentación en once puntos El argumento que propongo es el siguiente: I) En las sociedades contemporáneas occidentales, existen posiciones radicalmente diferentes sobre la ontología, los hechos y los valores, en el caso que nos ocupa sobre el aborto, aunque las legislaciones tienden a consagrar el derecho al aborto, que se traduce en el apoyo activo del Estado a las prácticas abortivas, en nombre de la libre elección de la mujer. I.1) El feto viene reducido sustancialmente a una unidad biológica y orgánica no-humana según la noción de derecho al aborto (que no es lo mismo que una ley que no castigue penalmente acudir a la práctica abortiva), hasta el cartel pro-aborto del semanario Nouvel Observateur que en el 1971 habla de “tumeur”: diversas entidades nomotéticas, como las de Bruselas o las 16.  Tales autores existen, aunque no muchos se jactan abiertamente de sostener tal doctrina. Un solo ejemplo: Baertschi, Bernard (La valeur de la vie humaine et l’intégrité de la personne, Paris 1995, p. 104) sostiene que la legalización de la eutanasia cambiaría la actitud de los médicos al respecto, haciendo de ello su argumento principal a favor de la eutanasia activa, hoy frenada por una indefinida “conciencia” del personal médico, que corre el peligro de verse eliminada, derritiéndose como nieve al sol, con un cambio legislativo.


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ema­nadas de la plétora de instancias de la ONU –electivas o no–, han contribuido a la valoración positiva de leyes que pudieran interpretarse como derecho al aborto. Sin embargo no constituye en absoluto una injuria decir que quien sustente el derecho al aborto puede considerar al feto como una persona humana: un análisis antropológico-simbólico podría recordarnos que la civilización Inca (juzgada, sin embargo, por algunos como espléndida) practicó sacrificios humanos en un contexto que los diferenció del simple homicidio. Dicho sea sin intención provocadora: ¿podemos interrogarnos sobre el hecho de que la tecnocracia abortista de Bruselas y de las Naciones Unidas sea funcionalmente semejante al dominio político de la clase sacerdotal de los Incas en la común fascinación de una moral sacrificial? II) Los partidarios de dos (o más) ontologías opuestas no lo consideran en absoluto un dilema moral en sentido fuerte, sino antes bien una situación encauzable en un solo sentido –derecho al aborto contra derecho a la vida personalísima– y la dicotomía no perjudica posiciones articuladas que ponen en juego la voluntad del feto y su expresión junto a la voluntariedad del acto de concepción 17, pero a la dicotomía cabe volver como a dos modelos en los que insertar las eventuales excepciones a la regla. Está claro que admitir una ley que tolere el aborto, después de un embarazo causado por estupro, no es en ningún sentido afirmar un derecho subjetivo de la mujer embarazada al aborto: está menos claro determinar si la afirmación “es mejor que el hijo del estupro no hubiera nacido nunca” sea predicable de la mujer (lo cual hace a sus ojos preferible el aborto al abandono legal del niño en el momento del nacimiento, que en Francia se llama “accouchement sous X”) o bien de la persona fetal (lo cual significaría que para ella la muerte sería mejor que la vida, concepto que a pesar de los análisis de Peña y Ausín no me convence en absoluto, en la medida en que no veo cómo la eutanasia pueda llamarse propiamente un suicidio asistido, y no en verdad un homicidio con pretensión paternalista). Me parece preferible estar con vida y saber que la madre ha decidido abandonar al hijo según un procedimiento legal (y recientemente en el 2006 el Tribunal de Casación francés ha establecido que no se puede impedir al padre reconocer al hijo que la madre no quiere reconocer), antes que poder tener opinión alguna, en cuanto no-viviente, a causa de la realización del aborto por parte de la madre. III) Haciendo abstracción de la ontología que uno profese, hay que reconocer que el aborto es un dilema moral al menos en sentido débil, en el 17.  Peña, L. y Ausín, T., “Libertad de vivir”, en Isegoría, nº 27 (2002), pp. 131-149.


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cual no se oponen negaciones absolutas, sino negaciones relativas, tales que puede aparecer prima facie fundado abortar y no-abortar (en un auténtico dilema moral es, en cambio, absolutamente verdadero que están fundados A y su negación). Ese extremo es evidente sólo si se sale del juego social actual en el cual el aborto está, por una parte, legitimado, mas por otra parte ha de hablarse de él lo menos posible (ni mostrarlo, ni escuchar el testimonio de quien acude a él), a menos que se trate de la justificación abstracta de su legitimidad: el sociólogo francés Luc Boltanski ha mostrado eso y muchas otras cosas en un libro completamente peculiar, donde reclama un enfoque de “neutralidad axiológica” a pesar de la naturaleza eminentemen­te polémica del debate contemporáneo sobre el aborto, y donde reproduce manifestaciones de mujeres que han acudido al aborto, subrayando la dialéctica intrínsecamente contradictoria entre la procreación, el engendrement y el aborto, interrupción del engendrement 18. Se trata de una real y verdadera contradicción en el nivel de las pasiones y los sentimientos de las personas implicadas en la práctica abortiva: contradicción que, ciertamente, pasa desapercibida para la filosofía moral del liberalismo de izquierda dominante en el debate anglosajón –y no sólo en él–, mas no para aquel feminismo que, aun defendiendo la libertad de acudir al aborto, no puede dejar de partir del hecho de que el feto forma parte del cuerpo de la mujer y, a la vez, no forma parte del cuerpo de la mujer (por ejemplo, Catharine MacKinnon). Boltanski rinde un importante servicio a la causa de una real fenomenología de la experiencia abortiva, que rompe con el discurso aséptico de la llamada filosofía analítica dominante y con el ideologismo militante. El aborto es ciertamente una tragedia moral en sentido fenomenológico, aunque el ficcionalismo jurídico (una de las más tristes conquistas jurídicas de la civilización romana, basada sobre una antropología que no daba demasiada importancia a la vida humana) trata de negar la existencia misma de la tragedia moral para la mujer que aborta, en cuanto sería absurdo dolerse por la eliminación de un inútil tejido orgánico. En sociedades no-occidentales o en la sociedad de la Roma republicana el infanticidio no es un homicidio si se comete antes que el padre dé el nombre a su hijo: es un “ficción” enraizada en el simbolismo fundador de la entrega del nombre, ciertamente cargado de valores antropológicos

18.  Boltanski, L., La condition foetale. Sociologie de l’engendrement et de l’avortement, Gallimard, París, 2004.


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(más de lo que no sucede en la Europa post-moderna), por cuanto permite la supresión de un ser animado después de su separación de la madre. El sentido de lo monstruoso se define con respecto de reglas compartidas por el cuerpo social: a falta de reglas compartidas, lo monstruoso se reduce hasta hacerse evanescente. El hecho de que existan mujeres que abortan sin experimentar ningún sentimiento trágico no es un problema para mi afirmación, al menos no más que el hecho de que hay individuos que roban sin remordimiento. Tampoco el hecho de que se prefiera una sociedad matriarcal –en la cual el derecho de vida o muerte es ejercido sobre el fruto de la procreación por la madre, no por el padre– o bien una sociedad patriarcal –en la que el derecho de vida o muerte es ejercido sobre el fruto de la procreación por el padre, no por la madre– es un problema para mi análisis: si los ciudadanos de una democracia fueran favorables, en su inmensa mayoría, al matriarcado, entonces habría un excelente argumento para preferir el aborto al infanticidio. Mas no sucede (todavía) así (tal vez). O bien se cree que hay una percepción moral de los hechos en los seres humanos, o bien mi análisis carece de objeto: un ficcionalismo jurídico larvado en Occidente cree que tal percepción moral es un fenómeno que no merece ninguna consideración. IV) Si no se reconoce III, se puede prohibir absolutamente el aborto –en cualquier variante del caso particular (en el caso de daño futuro para la vida de la mujer que ella considere insoportable, el abandono legal reemplaza íntegramente la práctica abortiva)–, o bien considerarlo un derecho positivo cuya puesta en práctica ha de favorecer el Estado 19 –las variantes de las situaciones que han conducido al embarazo o del embarazo mismo son tendencialmente irrelevantes–. Considerarlo en cambio un comportamiento tolerado por la ley requiere alguna noción de tolerancia, o sea no sólo la conciencia de una pluralidad de ontologías normativas en el cuerpo social, sino también, y sobre todo, de la necesidad de no imponer la guerra de la una contra la otra con vistas a su desaparición. El anti-cristianismo no debería imponer el derecho al aborto por pura oposición a lo que el cristianismo reprueba moralmente: ese comporta­miento se llama guerra ideológica totalitaria. 19.  Peña, L., Un acercamiento lógico-filosófico a los derechos positivos, relación presentada al VII Encuentro Ecuatoriano de Filosofía, Cuenca (Ecuador), octubre de 1997, posteriormente publicada en las Actas.


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V) No reconocer III, en una sociedad en que de hecho las opiniones están divididas, significa embarcarse en una empresa ideológica, y dar tristemente razón a Carl Schmitt cuando equipara democracia y relativismo de los valores (Teologia politica I, 1922), aludiendo a la teoría elitista de Mosca y Pareto, según los cuales en democracia el poder viene detentado por una oligarquía que manipula un escenario de obligación política. En tanto en cuanto pueda constatarse que las fuerzas políticas de todo tipo, aun las democráticas, son inconscientemente fieles al esquema de Schmitt, es necesario darse cuenta de que eso le da la razón a las argumentaciones anti-democráticas de Mosca y Pareto. VI) Encontramos un solo documento en ese sentido, un artículo proabortista aparecido sobre el Nouvel Observateur en el 1971, 5 de abril, firmado por Jean Daniel: “ce n’est pas en effet un débat idéologique ou religieux... nous constatons simplement qu’un million de femmes se font avorter chaque année en France”. Como diría Legendre, la folclorización de las religiones y de cualquier moral de fuente extralegislativa está en el corazón de esa agenda política. Concesiones generosas a las minorías con fuertes convicciones religiosas no han conducido siempre al resultado esperado por el management occidental, a saber: lo que para Legendre es la forma de la difusión en el mundo del liberalismo democrático independientemente de cualquier diferencia antropológica: el protestantismo europeo se ha transformado –especialmente en el alma luterana– en comunidad religiosa y ya no en Iglesia, en cambio el Islam (proyecto geopolítico capaz de unificar a los creyentes musulmanes) se ha “puesto el cuchillo en la boca” para asaltar lo que desprecia, como ya previó hace decenios Legendre. VII) Se puede admitir, por el contrario, que es posible la discusión porque hay 1) divergencia sobre la ontología normativa, y 2) ausencia de intención de aniquilar legalmente a la ontología rival (y no se limita a la plurisecular hipocresía de políticos), entonces el enfoque paraconsistente permite reconocer en el aborto un dilema moral, con relación a la comunidad social, aunque el individuo pueda no considerarlo como tal: dada mi ontología normativa (que se sitúa entre el nominalista anything goes y la confianza hiperrealista en la existencia del objeto norma), no reconozco en el aborto un genuino dilema moral (verdadero-y-falso); sin embargo, considerada la diferencia existente en el cuerpo social, es un dilema con respecto de la esfera social.


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VIII) Sea verdadero o falso, la experiencia prueba que el aborto genera dilemas psicológicos y sociales, oportunamente, Gowans localiza en la controversia sobre la existencia de genuinos dilemas morales una discrepancia entre una actitud racionalista-intelectual y una actitud empíricofenomenológica en la filosofía práctica 20. Además, Mason nota que se ha roto la red de responsabilidades compartidas en las sociedades occidentales contemporáneas 21 (observación importante para comprender qué es el bien común 22), en las cuales el individualismo ha dejado de ser una preferencia para pasar a ser la nueva pretensión ontológica legislativa, y donde la tradicional posición iusnaturalista se ha debilitado por la incapacidad de los ciudadanos que se expresan a favor de una determinada opción moral con alto coste de realización –especialmente en las alternativas difíciles o sea dilemas morales no-absolutos– a ponerla en práctica en sus propias vidas 23. Retomando la tesis franciscana de la difusión del mensaje de Cristo, en un mundo no-cristiano (como lo era la edad media para San Francisco) hay que pasar por el exemplum Christi: a falta de eso, se propaga la negación de los valores cristianos. El “todo está bien” se convierte en el fundamento ontológico de la ley, los “lobbies” más fuertes (o sea determinantes políticamente, cualquiera sea el número de sus integrantes) imponen la agenda política de una clase dirigente que, a falta de una creencia y una práctica de los valores, no puede sino aspirar al hecho biológico mínimo, la autoreproducción de sí misma. IX) El legalismo ético –una radicalización del positivismo ideológico – es una posición que no apruebo, porque me parece inmoral y falsa la tesis ética de que la legislación humana determina la frontera entre el bien y el mal, independientemen­te de cualquier fuente normativa superior  24

20.  Gowans, C. W., “Moral Theory, Moral Dilemmas, and Moral Responsibility”, en GowC. W., Moral Dilemmas and Moral Theory, pp. 200-204. 21.  E. H. Mason, “Responsibilities and Principles: Reflections on the Sources of Moral Dilemmas”, en C. W. Gowans, Moral Dilemmas and Moral Theory, especialmente p. 230. 22.  Peña, L., “El bien común, principio básico de la ley natural”, en Isegoría, 17 (1997), pp. 137-163. 23.  Quien está en contra del divorcio, lo está en virtud de su ontología de la normas, pero socialmente su posición no es irrelevante. Como consecuencia, debería dar ejemplo para hacer valer su posición y, sin embargo se divorcia... Lo mismo ocurrirá si está en contra del aborto y no obstante aborta. 24.  Tal radicalización, en cambio, parece cada vez más la forma dominante del positivismo jurídico en nuestra época. ans,


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o concurrente. Sin embargo, el legalismo ético es una característica del mundo occidental contemporáneo, como lo muestran las solicitudes apremiantes por parte de las minorías de verles reconocidos derechos por legislaciones apropiadas, a fin de no ser “discriminadas”. Ya no es suficiente que un comportamiento no sea castigado –y por ende tolerado– por la ley, sino que tiene que ser admitido por la ley, que lo hace ipso facto bueno. El matrimonio homosexual o el derecho al aborto son casos que manifiestan el legalismo ético, en el cual la legislación debería producir el bien, y los partidarios de la inmoralidad del matrimonio homosexual pasan a ser homófobos (categoría legal en Francia por ejemplo). El legalismo ético es inicuo e injusto, independientemente del hecho que entre o no en conflicto con la ley natural: ignora la noción (y la realidad) de un bien común, e incita a la protección de los derechos de las minorías erigidos en derechos intangibles. El fantasma desiderante (en términos lacanianos) se hace ley: en términos legendrianos (es decir de Legendre), se pretende dialogar con la Ley, mientras en realidad no se puede sino interpelarla: la igualdad se libera de cualquier noción de bien común compartido y de responsabilidades comunes; en términos más prosaicos, los “lobbies” electorales (de homosexuales a islámicos, de la investigación científica sobre embriones a los movimientos “anti-economicistas” milenarios) determinan las políticas legislativas por su fuerza electoral, mínima en términos absolutos, pero sin embargo capaz de cambiar la mayoría política. La falta de un bien común compartido produce el relativismo político que genera el legalismo ético: en el vacío de la moral la ley positiva hace las veces de moral. X) Tanto los argumentos legislativos proteccionistas, a propósito del feto, como los argumentos fenomenológicos relativos a la mujer incitan a no considerarlo en absoluto un derecho positivo-material, y por lo tanto no perteneciente al derecho natural. Nótese que se admiten usualmente argumentos prudenciales en otros campos en el mundo contemporáneo –por ejemplo, el principio de precaución ambiental, admitido con altanería por las instancias comunitarias y exaltado por el presidente francés Chirac, real icono del estadista europeo entregado al legalismo ético–. Sin embargo, el propio principio de prudencia no viene invocado por las élites en el caso del embarazo o de la manipulación genética sobre los seres humanos. Me resulta personalmente difícil comprender las posiciones (ciertamente políticas, pero intelectualmente alambicadas) de quienes, oponiéndose ferozmente a los organismos genéticamente modificados en el reino vegetal, son favorables a la manipulación genética de los embriones humanos:


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la voz del movimiento ecologista europeo que se opone a ambos es rigurosamente minoritaria, si no ya reducida a un pequeño número de individuos sin peso alguno en la dirección política del propio movimiento. Me parece misteriosa –y tiendo a sospechar un doble juego, al menos inconsciente– la actitud que, junto con una hostilidad hacia las manipulaciones genéticas de los tomates –invocando el principio de precaución–, pone en sordina el principio de precaución cuando se trata de embriones humanos y fetos que pudieran ser animados. Me resulta difícil que “sobre la vida no se pueda negociar” cuando se habla de ballenas –que siempre deben ser protegidas–, mientras que, cuando se habla del feto, se pase a no negociar en sentido diametralmente opuesto –garantizándose la lícita posibilidad de su supresión–. Si nos remitimos al derecho canónico medieval, descubrimos que su fuerte connotación moral (que lo diferencia del derecho romano, carente de una concepción no-ficticia de la persona) no le impide asumir una concepción no-moralista de la ley, y, en cierto sentido, tolerante 25. Es cierto que la doctrina católica condena el aborto como delito contra la dimensión social de la procreación, haciendo de él un pecado contra el bien del acto sexual conyugal. Se pueden atribuir derechos a sujetos no-existentes (rei quae non est), a condición de que lo vayan a ser (sed erit re existente in rerum natura): así Graciano comenta el canon 45 Sic quippe discipulum (C. 27, q. 2), mostrando que la esencia del matrimonio es la esperanza de futuro, spe futurorum, no la posesión actual (re praesentium). San Jerónimo afirmó que el matrimonio no viene constituido por la unión sexual, sino por la voluntad. El aborto, en ese sentido, siempre es un delito contra la esperanza de futuro, si los desposados persiguen el objetivo de la unión; en los demás casos, es un pecado moral 26. Pero la doctrina católica no establece una equivalencia entre el pecado moral y el crimen perseguido por la ley: en el canon C. 32, q. 2, c. 8

25.  Parisoli, L., Antinomie et hiérarchie dans la philosophie du droit médiévale. En particular, se trata de Digestum, 48, 19 De poenis, 38 Si quis aliquid: es sancionado el escándalo social procurado por el aborto, de manera semejante al motivado por el estupro. Hay que subrayar que la sociedad romana no conocía una noción de persona metafísica, sino sólo una noción bioló­gica de ser humano; por lo tanto podía practicar naturalmente el infanticidio en el caso de recién nacidos monstruosos o de formas insólitas (D. 1, 5 De statu hominum, 14 Non sunt liberi). 26.  En cambio, la moral romana –la de Séneca, por ejemplo– no influía sobre la normativa social, muy cercana a las costumbres crueles de tantas otras sociedades modeladas por un código de la venganza.


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Quod vero (San Agustín In Exodum, q. 80), viene retomada la distinción del Éxodo (21, 22): el aborto de un feto animado se califica de homicidio, aunque la prudencia del legislador (in dubio pro reo) tiene que llevarlo a abstenerse del considerarlo verdaderamente como un homicidio, aunque siga siendo un tipo de delito. La dimensión biológica de la reproducción se asocia a su dimensión antropológi­ca; además, se analiza la naturaleza personal del feto en cuanto reconocimiento de un hecho, y no como convencionalismo arbitrario (como bajo aquellos regímenes en los que esta o aquella categoría de personas son consideradas –por ley– como no-personas –así los judíos, esclavos, etc.–). La naturaleza personal del feto se sitúa en el centro de la antropología cristiana (y de muchas otras –del budismo al chamanismo–); mas la determinación de la “animación” del feto es demasiado controvertida para ser el elemento de una legislación uniforme de la sociedad europea. Así pues, la acción abortiva no puede sancionarse como un homicidio. Subsiste el hecho de que esa misma acción es un delito: se da una posibilidad diferente de cero de que el feto sea animado, y el magisterio de la Iglesia medieval, en cuanto se dirige a los que comparten la fe católica (y no a una comunidad pluralista), tiene razón al considerar con un argumento protector que la animación se cumple en el momento de la concepción. Un enorme mal probable (el homicidio) requiere la mayor prudencia para evitarlo: por consiguiente, vale más considerar que el aborto ha de ser evitado. Mas hay que subrayar que eso no presupone la afirmación de un derecho a la vida del feto; basta sostener un argumento de precaución para evitar un mal potencial (de probabilidad desconocida) de una gravedad muy notable (el homicidio). El legislador humano se dirige en cambio a una comunidad plural: la sanción penal requiere una uniformidad de las creencias ontológicas y los sistemas morales que no está asegurada en el caso del aborto. No se trata en las legislaciones actuales –que han convenido en un derecho al aborto– de divergencias sobre la ilicitud de la muerte provocada a un feto animado; se trata del rechazo de aplicar el argumento de precaución y prudencia únicamente al caso del aborto. Hay excelentes razones interpretativas para pedirle al legislador y a quien debe aplicar sus normas que no favorezca nunca acudir a las prácticas abortivas, porque persiste una probabilidad diversa de cero de que se trate de un homicidio. No es posible que una especie de rana en peligro de extinción admita la aplicación del principio de precaución, mientras un ser humano en vías de desarrollo no. El abogado general ante el Tribunal de Casación francés, Jerry Saint-Rose –cuyo


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parecer, además, no ha sido escuchado en el caso Perruche y en otras sentencias 27–, se ve llevado a preguntarse, frente a la enésima sentencia que rechazaba reconocer un delito de supresión de la vida del feto en caso de homicidio contra la madre, cómo es posible que romper –aunque sea involuntariamente– un huevo de una especie protegida sea sancionable con seis meses de prisión, mientras que, en el caso del feto que acompaña a la madre a la tumba, sólo exista un delito de homicidio contra la madre 28. Hay dos niveles, en una sociedad en que la noción de “democracia” no sea un espantapájaros manipulado por una élite oligárquica 29: el legislador no debería producir normas que sólo expresen una de las ontologías normativas en juego en la sociedad; el intérprete debería aplicar la ley con equidad en la conciencia de esa divergencia de creencias ontológicas. Ambos deberían considerar no sólo la pura efectividad (hay quien hace X, hay que legalizar la práctica X), sino las modalidades mentales del sujeto (cómo se vive el hacer X). ¿Se ha abandonado la pena de muerte por considerarla ineficaz (aunque Mill creyó lo contrario)? El aborto era eficaz en la ratio legis de la Unión Soviética de Stalin (como práctica anticonceptiva); pero ¿en qué sentido es hoy eficaz (cuando se rehúsa acudir a ella como práctica anticoncepti­va)? En una ideología hoy dominante, ¿es indispensable no ver en el feto a una persona? ¿Qué haría repugnante la pena de muerte si el aborto o la eutanasia fueran considerados actos justos de supresión de vidas personales? No es necesario concordar con la tesis del reduccionista Richard Posner 30 para el cual el aborto y el infanticidio son formalmente equivalentes para reconocer el criterio más imparcial en la aplicación de la legislación. El criterio de la equidad (Justitia dulcor misericordiae temperata) 31 impele a intepretar la ley que no-sanciona el acto del aborto como una tolerancia, no como un derecho: si fuera un derecho, los valores fundamentales de una parte de

27.  Véase Jerry Saint-Rose, “L’enfant à naître: un objet destructible sans destinée humaine?”, en Revue générale de droit médical, 15 (2005), pp. 193-198. 28.  De eso habla Gianluca Arrigoni, en la revista Tempi, n. 10 (marzo, 2005). 29.  Si el aborto lo impone un régimen como el de Stalin, mi argumento no funciona. Trátase en efecto de un régimen totalitario, y, a fuer de tal, no-democrático (aunque la realidad es bien compleja, puesto que los países del socialismo real se pretendían “democracias populares”). En un caso parecido, se puede argumentar sólo que el aborto es moralmente una acción mala (aunque los regímenes totalitarios son más sensibles a la acción que a los argumentos). 30.  Posner, R., Sex and Reason, Cambridge Mass. 1992, ch. X in fine. 31.  Parisoli, L., “La justice au Moyen Age”, en G. Samama (ed.), La justice, París, 2001, pp. 95-111.


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los ciudadanos serían combatidos por la mayoría, una perspectiva válida para Schmitt, ciertamente, pero no democrática; asimismo, si estuviera absolutamente prohibido, se trataría de una ley dañina para la conciencia de los relativistas; sin embargo la interpretación imparcial, aunque discordante del derecho natural, podría atemperar su aplicación aunque sea contra legem. También las tesis de Rawls sobre la posición originaria, con el criterio del maximin, deberían ir en la misma dirección, aunque de hecho el Rawls político desconoce su propios (y vacuos) criterios meta-éticos 32. Subsiste la posibilidad de tolerar en la práctica, como ya los teóricos cristianos reconocían –San Agustín afirma en el De libero arbitrio que la ley tolera algunos pecados, y que no puede castigar todos los males–. Tanto más cuanto que las ciencias psicológicas nos ayudan a comprender que la práctica del aborto puede usarse como contracepción; pero ella difiere profundamente de la contracepción en el inconsciente humano: el racionalismo ideológico puede ofrecernos un discurso depurado de dilemas morales, pero en la gran mayoría de los casos la mujer que aborta quiere y no quiere hacerlo. En el inconsciente humano ésa no es una incoherencia, es la realidad cotidiana: la terapia psicoanalítica, cuando las contradicciones verdaderas perjudican al bien del sujeto, no hace sino permitir al sujeto dar libre curso a su discurso plagado de contradicciones verdaderas, que, si se toman como falsas, pueden eliminar las causas del malestar. Lo que me parece seguro es que presentar el aborto como intervención quirúrgica de eliminación de tejidos orgánicos –o sea presentarlo depurado de todo valor de simbología humana y de lo profundo– deja libre curso al estallido de los desgarramientos del inconsciente. A fin de cuentas, quien niega más profundamente el significante simbólico del feto en el seno materno no es la mujer que aborta, sino quien pretende enseñarle que es una práctica absolutamente inocua, es más: un derecho suyo tal que no ejercitarlo sería una tontería. Quien les enseña que no hace falta tener esperanza en el futuro, sino sólo gozar egoísticamente del momento actual –palabras de que se jactó Adele Faccio en el 1975, una de las heroínas radicales del campo pro-abortista, verdadera vestal del sacrificio de fetos por el bien de los individuos individuales, sin bien común, reconocible 33–.

32.  Maitzen, S., “Abortion in Original Position”, en The Personalist Forum, 15 (2003), pp. 373-387. 33.  Socci, A., Il genocidio censurato, Casale Monferrato, 2006.


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XI) La comprensión de la ideología que sostiene el aborto como derecho positivo-material desborda el presente contexto (trátase de una ideología sacrificial arcaica, revitalizada por el racionalismo radical –pensamos en René Girard, con su teoría antropológica del deseo mimético, el chivo expiatorio que es el inocente que se reconoce culpable un instante antes de ser sacrificado; pensamos que el feto en el vientre materno es un inocente perfecto y a la vez sus ejecutores no corren el riesgo de que se rebele proclamando su inocencia–; la vulgata pro-derecho-al-aborto privilegia al bien futuro de la madre que aborta sobre el feto, que si naciera, le provocaría un mal a ella y a sí mismo –con otras palabras es culpable por anticipación–). El legalismo ético es, para ello, un instrumento fundamental: es incompatible con el bien común, y me parece una forma inconfesa de concepción amigo/enemigo de la política que oculta sus tentaciones totalitarias para exaltar la dictadura de la democracia y su fragmentación axiológica. La dialéctica entre finalidades individuales y bien común, afrontada por Legendre a través de la noción de “montage juridique” 34 se sitúa en el corazón de los sistemas jurídicos que pretenden haber eliminado la noción de transcendencia divina. El “montage” del derecho al aborto puede encontrar su sitio sólo en una sociedad que se define programáticamente sin futuro, o sea en términos psicoanalíticos que tiende al suicidio. Pierre Legendre 35 ha considerado la noción de vitam instituere en el centro de la estrategia del derecho civil romano, luego del derecho romano medieval (Digestum, 1, 3, 2, fragmento griego de Marchan): “ce qui a été posé ensemble dans la cité, selon quoi tous doivent vivre” 36. Se trata de reconocer las normas que emanan de la naturaleza humana, conscientes de que el hombre es una criatura, no un creador. La noción de vitam decernere (ésta expresión mía evoca, entre otras cosas, la antropología bíblica) se opone a la noción de vitam instituere. Lo que está en juego es la elección entre un conjunto de cosas (res) que recibimos: se da un orden de la naturaleza, que determina el marco de la normativa humana. La moral, o más bien un sistema de normas morales, tiene por fin efectuar una opción (decernere) dentro de tal orden de la naturaleza: la pluralidad de los sistemas jurídicos es absolutamente compatible

34.  Legendre, P., Le désir politique de Dieu, cit. 35.  Legendre, P., Sur la question dogmatique en Occident, Fayard, París, 1999. 36.  Parisoli, L., “Vitam instituere: la portée fondamentale du droit de vie et de mort dans un cadre d’histoire de la pensée juridique”, en Politeia, Les Cahiers de l’Association Française des Auditeurs de l’Académie Internationale de Droit Constitutionnel, n° 3 (2003), pp. 81-90.


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con el reconocimiento de ese orden natural. Las divergencias respecto al conjunto de las normas del derecho natural, un reproche frecuentemente formulado por los iuspositivistas contra los iusnaturalistas, son en realidad divergencias sobre el sistema moral utilizado como criterio de selección dentro del orden natural al objeto de construir un sistema jurídico positivo. Pero esas divergencias siempre están dentro de una estrategia de vitam decernere, en oposición al convencionalismo de vitam instituere. Desgraciadamente, hoy el lema del legislador de Bruselas y del pseudolegislador de la ONU es la siguiente asimetría: hay divergencias en las legislaciones nacionales –es menester, por consiguiente, no sentar como principio universal la protección de la vida pre-natal–; hay divergencias en las legislaciones nacionales –es menester, por consiguiente, empeñarse en que el derecho al aborto sea reconocido en cada país–. En esa óptica de contradicción tan falsa como invisible, el que la administración de Bush haya rehusado apoyar a las asociaciones de regulación de la natalidad que claramente profesan la filosofía “aborto=prolongación de la contracepción” se convierte para Bruselas en una ocasión para aumentar su aportación a tales asociaciones, por encima de todas la activísima UNFPA 37. En esas dos proposiciones, unificándolas, se ve brillar la señal de la civilización jurídica contemporánea, fascinada por su atracción hacia la afirmación de la autonomía individual hasta protegerla en cuanto tal, y no como bien instrumental. No creo que sea correcto describir la evolución de las sociedades europeas diciendo que en un primer momento se difunde la familia monoparental, luego el control absoluto de las mujeres sobre la reproducción, luego la “familia” del mismo sexo y, al final, un legislador tiene que asumir esas modificaciones de la realidad social. Creo, más bien, que los legisladores del siglo XX en los Estados europeos y el nuevo “nomoteta” tecnocrático europeo han optado por favorecer un proceso de modificación de la estructura de la familia como realidad social (la estadística y la demografía, más o menos mentirosas, se han plegado a ese proyecto ideológico): la idea de protección de la vida prenatal no tiene cabida en esa desestructuración de la familia natural. En la democracia la mayoría impone su derecho, aunque sea a expensas de la realidad ontológica (el hecho de que una norma sea real y verdadera no implica que no sea posible violarla; es el concepto mismo de mal y bien

37.  Casini, C., Casini, M., Diritti umani e bioetica, Roma, 2005, pp. 119 y ss.


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lo que lo exige). La mayoría democrática puede prescindir de la minoría, que tiene el deber intelectual de poner en guardia contra esa evolución, inspirada en un abandono del fundamento antropológico del derecho. Como dice Pierre Legendre, la carrera hacia la supresión de los tabúes en la civilización del derecho civil (aborto, manipulaciones genéticas, matrimonio entre cualquier pareja de sujetos de derecho...) es una huida hacia adelante que nos anuncia violencias venideras, ya que la humanidad no podrá vivir sobre esas presuntas bases.


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Resumen: En la sociedad multicultural la libertad de expresión juega un papel fundamental a la hora de facilitar la comunicación y el respeto entre identidades colectivas diferentes, al igual que el diálogo intercultural para garantizar el núcleo duro de los derechos no negociables. Un ejercicio incorrecto de la libertad de expresión amenaza el corazón de la democracia al poder lesionar la dignidad humana; mientras que su uso correcto favorece la integración. Esta última comporta un enriquecimiento, pues, si se recurre a a la ética del diálogo, se favorece la valoración de las diversas identidades culturales, sin privarlas de su especificidad. De ahí la importancia de los posibles límites de la libertad de expresión en relación con el derecho al honor y a la tutela de la moral. El derecho a satirizar ofrece ejemplos muy claros: como el caso Rushdie o el de las viñetas danesas. Del mismo modo, el derecho de información en las sociedades multiculturales puede transformarse de “condición prejudicial” de la democracia a medio para difundir mensajes de intolerancia o instigaciones al odio. En estos casos resultan patentes las ambigüedades de la jurisprudencia nacional y supranacional a la hora de ponderar estos derechos. Sommario: 1. Introduzione; 2. Libertà di espressione e identità collettive; 3. Diritto di informazione e diffusione di messaggi intolleranti; 4. Libertà di espressione nello spirito del costituzionalismo americano; 5. Considerazioni conclu­ sive.

1.  Introduzione La libertà di espressione, affermata solennemente all’art. 19 della Dichiarazione universale dei diritti dell’uomo, è un diritto fondamentale, essenziale per lo sviluppo dei valori democratici all’interno delle società Persona y Derecho, 59 (2008**) 183-204

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caratterizzate sempre più dalla presenza di molteplici identità collettive culturali, in quanto possiede una forte carica costruttiva nel facilitare il dialogo interculturale e garantire quel nucleo duro di diritti non negoziabili 1. Pertanto, l’effettivo esercizio di questa libertà, pur con i limiti espressamente previsti dalle singole Carte costituzionali, dalle Convenzioni, sia a livello universale che regionale, appare determinante per evitare l’appiattimento culturale e realizzare un’integrazione tra culture differenti, minacciate, non di rado, sia dal pericolo di una globalizzazione culturale che dia voce solo alla cultura di massa, sia dagli integralismi culturali. Questi ultimi hanno come effetto quello di oscurare le voci delle minoranze, ossia di non riconoscere i diritti reclamati da queste ultime 2. Nella società pluralista l’utilizzo corretto della libertà di espressione favorisce l’integrazione tra culture nel segno del rispetto 3. Il suo uso di­ storto, invece, la fa divenire per paradosso uno dei nemici della democrazia, perché formidabile strumento di diffusione di sentimenti che incitano alla violenza, all’intolleranza tra culture differenti. La libertà de quo, pertanto, deve essere combinata, in qualsiasi confronto tra identità collettive, con la tolleranza, unica strada percorribile per un futuro di integrazione e di rispetto della dignità umana 4. Essa deve

1.  L’art. 19 della Dichiarazione universale dei diritti dell’uomo, adottata dall’Assemblea Generale delle Nazioni Unite il 10 dicembre del 1948, afferma che “ogni individuo ha diritto alla libertà di opinione e di espressione incluso il diritto di non essere molestato per la propria opinione e quello di cercare, ricevere e diffondere informazioni e idee attraverso ogni mezzo e senza riguardo a frontiere”. 2.  A tal proposito, si può parlare, come sostiene Touraine, di una vera e propria democrazia culturale, all’interno della quale “le tecnologie ed i mezzi di comunicazione possono essere utilizzati da un lato dal maggior numero possibile di culture e, dall’altro, per ripristinare l’autonomia delle culture”. Touraine, A., Libertà, eguaglianza, diversità, trad. it. Salvatori R., Il Saggiatore, Milano, 1998, p. 212, sostiene che nel realizzare questi obiettivi si corre, tuttavia, un duplice rischio: il predominio della cultura di massa e di coloro che la controllano, avendo essi la capacità di reinterpretare le opere di tutte le culture passate da una parte, e un nazionalismo culturale intollerante dall’altra. 3.  Lüther, J., “Le frontiere dei diritti culturali in Europa”, in Zagrebelsky, G. (a cura di), Diritti e Costituzione nell’Unione Europea, Laterza, Roma-Bari, 2003, pp. 221 e ss.; Häberle, P., Cultura dei diritti e diritti della cultura nello spazio costituzionale europeo, Saggi, trad. it. P. Häberle, L. Dirozzi, Giuffrè, Milano, 2003, pp. 34 e ss. 4.  Cfr.: Abel, R., La parola e il rispetto, Giuffrè, Milano, trad. it. M. C. Reale, 1996, pp. 27 e ss.; Balle, F., “La tolérance dans le village planétaire”, in Flauss J.-F. (a cura di), Liberté, Justice et Tolerance, Mélanges en hommage au Doyen Gérard Cohen-Jonathan, vol. I, Bruylant, Bruxelles, 2004, pp. 157 e ss.; Cohen-Jonathan, G., “Liberté d’expression et négationnisme”, in Rev. trim. dr. de l’homme (1997), pp. 571 e ss. In particolare è interessante riflettere sulle due interpretazioni del concetto di tolleranza elaborate dalla giurisprudenza


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esercitarsi nel segno del rispetto verso l’altro e verso se stessi, nel senso di conservare i valori che sono alla base della propria identità. In tal modo, si ha non solo il diritto, ma anche il dovere di non tollerare chi non tollera gli altrui valori 5. Il rispetto, dunque, è il filo rosso che permette di comprendere quando si incorre in un abuso di diritto da parte di un’identità per ledere l’onore di un’altra. Il tema dei limiti alla libertà di espressione è centrale. In questo è interessante la posizione di Rawls, il quale sostiene che “la limitazione del­la libertà è giustificata solo quando è necessaria per la libertà stessa, cioè per prevenire una violazione della libertà che sarebbe ancora peggiore” 6. Il problema è tracciare in modo più definito i suddetti limiti. 2.  Libertà di espressione e identità collettive Il tema dell’identità è fondamentale in una società dove diversità ed appartenenza ad un gruppo costituiscono dinamiche di un rapporto circolare, una doppia via che dall’identità conduce alla differenza e che dalla dif­ ferenza conduce all’identità. E’ di tutta evidenza il problema del rapporto tra identità diverse, della loro difficile e necessaria convivenza 7. Emerge, della Corte europea dei Diritti dell’Uomo. Nella prima essa assume un significato debole, vale a dire nel senso di sopportare ciò che ci molesta. In tale direzione, devono essere sopportate quelle opinioni o idee che non sono favorevoli o che anche scioccano, inquietano o molestano. In quest’ottica, la tolleranza esige un sacrificio da parte di colui che tollera. La libertà di espressione, come anche quella religiosa, di associazione non sono diritti fondamentali assoluti, ma sono soggetti ad una serie di restrizioni, che suppongono un’ingerenza che il titolare del diritto deve tollerare nella misura in cui tale intromissione sia legittima e proporzionata. La tolleranza assume anche un significato forte nel senso che suppone rispetto verso le idee, le convinzioni o le pratiche diverse da quelle generalmente condivise. In questa direzione viene riconosciuta come uno dei valori, senza i quali non vi può essere una società democratica. V. Català i Bas, A., La (In)Tolerancia en el Estado de derecho, Un anàlisis de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de la del Tribunal Constitucional, Universitat de València, Valencia, 2002, pp. 343 e ss. Cfr. Corte eur. Dir. Uomo: Lingens c. Austria, 8 luglio 1986, serie A, n. 103, § 42; Hatton e altri c. Regno-Unito, 2 ottobre 2001, n. 36022/97; Regime linguistico dell’insegnamento in Belgio c. Belgio, 23 luglio 1968, serie A, n. 6. Handyside c. Regno-Unito, cit. 5.  Cfr. Popper, K. R., “Tolleranza e responsabilità individuale”, in Mendus S., Edwards D. (a cura di), Saggi sulla tolleranza, Il Saggiatore, Milano, 1990, pp. 20 e ss. 6.  Rawls, J., Una teoria della giustizia (1971), trad. it. U. Santini, Feltrinelli, Milano, 1999, p. 186. 7.  Habermas, J., “Lotta di riconoscimento nello Stato democratico di diritto”, in Habermas, J., Taylor, C. (a cura di), Multiculturalismo, Lotte per il riconoscimento, trad. it. L.


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in particolare, una contrapposizione tra l’identità della maggioranza e una frammentazione di comunità-minoranze, che “lottano” per il riconoscimento di un proprio status e di un minimum di diritti 8. In questo contesto, la libertà di espressione svolge un ruolo chiave, in quanto si tratta del diritto attraverso cui si manifesta la propria diversità 9. La parola può ledere i valori di un’identità collettiva, il suo status e può, anche, aggravare le differenze, alimentando tensione. Il diritto di parola concesso a ciascuno sino a dove si estende? Si può manifestare in pubblico la propria morale se questa urta quella altrui? Tale problematica è particolarmente evidente nel delicato equilibrio tra morale, religione e libertà di espressione, contesto nel quale si sviluppa la sfida di una società multietnica, globalizzata, sia a livello giuridico, sia a livello sociopolitico 10. La risposta degli ordinamenti degli Stati europei nel bilanciamento tra interessi contrastanti è stata non univoca, in quanto frutto delle due diverse concezioni in merito alla libertà di espressione. C’è chi sostiene la necessità di tracciare implicitamente un limite a ciò che può essere tollerato e a ciò che non lo può essere e chi, di contro, non ritiene necessaria l’apposizione di alcun limite, ispirandosi alla concezione americana del Free Marketplace of Ideas. Sono in contrapposizione, dunque, due modi di valutare la libertà di espressione. Per alcuni è un valore in nome del quale tutto può essere espresso e consentito, valore sostenuto in Europa, in particolare da

Ceppa, G. Rigamonti, Feltrinelli, Milano, 1999, pp. 74 e ss.; Zolo, D., “Per un dialogo tra le culture del Mediterraneo”, in Jura gentium, in <http://www.tsd.unifi.it/jg/>; Id., Horchani, F., Mediterraneo: un dialogo tra le due sponde, Jouvence, Roma, 2005, p. 18. Cerrone, F., “I diritti all’identità e le minoranze”, in I diritti fondamentali e le Corti in Europa, in <http:// www.luiss.it/semcost>.   8.  Sen, A., Identità e violenza, trad. it. F. Galimberti, Laterza, Roma-Bari, 2006, pp. 8 e ss., sostiene che il non percepire che l’identità di ciascuno è determinata dalla sua appartenenza ad una pluralità di identità collettive fomenta l’odio ed anche la violenza verso ciò che si considera distante ed estraneo. L’A. sottolinea che “[...] con un’adeguata dose di istigazione, un sentimento di identità con un gruppo di persone può essere trasformato in un’arma potentissima per esercitare violenza su un altro gruppo [...]. L’idea che le persone possano essere classificate unicamente sulla base della loro religione o della loro cultura è un’importante fonte di conflitto potenziale nel mondo contemporaneo [...]”.   9.  Abel, R., “Fighting words”, in University of Maryland Law Journal of Race, Religion, Gender and Class (2001), pp. 198 e ss.; Castells, M., Il potere delle identità, trad. it. G. Pannofino, Egea, Milano, 1997, p. 14. 10.  Bevere, A., Cerri, A., Il diritto di informazione e i diritti della persona: il conflitto della liberta di pensiero con l’onore, la riservatezza, l’identità personale, II ed., Giuffrè, Milano, 2006, pp. 28 e ss.; Barile P., Diritti dell’uomo e libertà fondamentali, Il Mulino, Bologna, 1984, pp. 236 e ss.


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quei Paesi che hanno vissuto larghe restrizioni alla libertà in questione. Invece, per altri, in particolare per le democrazie “più mature”, essa necessita di limiti più stringenti, in base alle esperienze del passato, per evitare che se ne faccia un uso distorto e che divenga strumento di propaganda e di apologia della violenza e dell’odio razziale, come avvenuto nella prima metà del secolo corso 11. In base ad un esame giurisprudenziale comparato e da ciò che si ricava dalle pronunce della Corte europea dei Diritti dell’Uomo, emerge una protezione ampia della libertà di espressione, seppur non illimitata, poiché si garantisce un minimum essenziale di tutela della collettività, tale da assicurare il rispetto delle identità, per la presenza di imperativi etici presenti, “codificati”, pur non espressamente, nel corso dei secoli nello spirito del costituzionalismo europeo 12. In particolare, si può citare la pronuncia Otto-Preminger Institut c. Austria 13, ove la Corte di Strasburgo ha considerato legittimo il provvedimento di sequestro e di confisca di un’opera cinematografica considerata bla­ sfema. L’Alta Corte ha confermato il giudizio di condanna delle autorità interne alla luce delle limitazioni previste dalla Convenzione alla libertà de quo. Essa ha fondato il suo ragionamento sul fine legittimo: “[...] proteggere il diritto dei cittadini a non essere insultati nei loro sentimenti religiosi attraverso l’espressione in pubblico di punti di vista di altre persone” 14. La Corte, in tal modo, si è riferita da una parte alla libertà di espressione e dall’altra ai sentimenti religiosi, ricompresi nei diritti altrui. Gli Organi di Strasburgo hanno dedotto dal fine legittimo sopramenzionato “[...] un obbligo di evitare di fare lo stesso delle espressioni che sono gratuitamente

11.  Cfr. tra gli altri Zeno-Zencovich, V., La libertà di espressione. Media, mercato e potere nella società dell’informazione, Il Mulino, Bologna, 2004, p. 10, sostiene che la correlazione tra sistema democratico e libertà di informazione è soggetta a numerose variabili: “[...] Vi sono poi momenti nei quali le democrazie pongono significative restrizioni a tale libertà: si pensi a quel che normalmente avviene in periodo di guerra, quando una democrazia si sente minacciata da ideologie totalitarie (nazismo e fascismo nella Germania e nell’Italia postbellica, comunismo negli Stati Uniti della guerra fredda) [...]; si tratta di una libertà ontologicamente dinamica, essa si presta non solo ad ampliamenti, ma anche a riduzioni. D’altronde proprio la sua configurazione come libertà pone la questione dei limiti, di quali siano, a chi spetti fissarli, quali sanzioni irrogare in caso di loro superamento [...]”. 12.  Perelman, C., Éthique et droit, Éditions de l’Université de Bruxelles, Bruxelles, 1990, pp. 254 e ss. 13.  Corte eur. Dir. Uomo, Otto-Preminger-Institut c. Austria, 20 settembre 1994, serie A, n. 295. 14.  Ivi, § 48.


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offensive per altri e [...] non contribuiscono ad alcuna forma di dibattito pubblico capace di favorire il progresso del genere umano” 15. Nel bilanciamento tra libertà di espressione e protezione dei sentimenti di un’identità religiosa è stata protetta in nome dell’ordine pubblico la pace religiosa in una regione dove la stragrande maggioranza è cattolico-romana 16. Questo ragionamento ha sollevato critiche in dottrina da parte di chi ha ritenuto non accettabile la motivazione della Corte europea, allorché ha affermato che i provvedimenti adottati perseguivano uno scopo legittimo, poiché il rispetto dei sentimenti religiosi sarebbe stato violato attraverso rappresentazioni provocatorie. Quest’argomentare, secondo eminenti studiosi, avallerebbe le motivazioni che sono state alla base della fatwa a Rushdie o dell’esilio della scrittrice Nashreen 17. Libertà di espressione nei casi Rushdie, Van Gogh e vignette danesi La contrapposizione tra identità differenti, con particolare riferimento a quelle religiose, pone in modo evidente la problematica dell’estensione della libertà di parola e dei suoi limiti nel caso in cui ad essere leso è l’onore della comunità islamica che si contrappone all’identità occidentale, la quale ricomprende tanto la tradizione giudaico-cristiana, quanto la non appartenenza ad alcuna religione. Si tratta di un problema aperto e di non facile soluzione, come dimostra il ripetersi nel tempo della medesima questione nei casi dello scrittore Rushdie, del regista Van Gogh e delle vignette danesi 18. Nel caso dei Versetti satanici l’affaire ha avuto origine quando Salman Rushdie ha pubblicato un romanzo che presenta un ritratto dell’Islam e del

15.  Ivi, § 49. 16.  Rigaux, F., “La liberté d’expression et ses limites”, in Rev. trim. dr. de l’homme (1995), pp. 405 e ss., pone il problema della difesa delle religioni minoritarie o poco popolari contro l’intolleranza della maggioranza. 17.  Margiotta-Broglio, F., “Uno scontro tra libertà: la sentenza Otto-Preminger Institut della Corte europea”, in Riv. dir. internaz (1995), pp. 368 e ss.; Wachsmann P., “La religion contre la liberté d’expression: sûr un arrêt regrettable de la Cour européenne des Droits de l’Homme”, in Rev. univ. dr. de l’homme (1994), pp. 441 e ss.; Cannone, A., “Gli orientamenti della giurisprudenza della Corte europea dei diritti dell’uomo in materia religiosa”, in Riv. internaz. dir. uomo (1996), pp. 264 e ss. 18.  Mi permetto di rinviare a Cuccia, V., Libertà di espressione e identità collettive, Giappichelli, Torino, 2007, pp. 44 e ss.


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profeta Maometto in uno stile satirico o postmoderno. Il libro è accusato di essere blasfemo, in quanto ritenuto un’aperta distorsione della storia islamica, già a partire dallo stesso titolo che, riferendosi ad un’antica tradizione apocrifa, è in contrasto con il credo dei musulmani riguardo al Corano e a Maometto. Emerge la complessità della tutela della libertà di espressione, la quale comprende vari tipi di “parola” e questioni ad essa connesse: il diritto di scrivere un romanzo, il diritto di satira, ma anche i reati di blasfemia e di diffamazione 19. Posto che la libertà di espressione non può essere limitata, né censurata perché diretta contro un tema proprio di una religione, al tempo stesso, in tutti gli ordinamenti giuridici europei, un discorso se blasfemo può essere condannato. Tuttavia, si solleva un problema legato anche alla diversa tradizione a cui si riferisce la libertà di espressione in occidente e nella comunità musulmana 20. Quest’ultima, fortemente radicata ad una visione comunitarista (per cui diffamare ciò in cui si crede significa ledere l’onore del gruppo), contra­sta con la difesa ad oltranza del valore occidentale della libertà personale, in particolare di espressione, fondamento dell’autonomia individuale. A prova di ciò, la diffamazione verso una singola persona nella concezione occidentale è ben qualificata nei sistemi giuridici, mentre la diffamazione di gruppo pone numerose problematiche e la sua sussistenza è sottoposta ad una serie di ristretti requisiti, propri di una visione fortemente individualista. Nella concezione musulmana, invece, l’individuo si realizza nel gruppo: offendere l’onore della comunità equivale a offendere l’onore del singolo 21. Il caso Rushdie è un affaire irrisolto, come prova nel 2004 il caso de regista olandese Theo Van Gogh, ucciso da un fondamentalista islamico per un cortometraggio di undici minuti considerato blasfemo 22. Van Gogh

19.  Sul caso Rushdie tra gli altri: Chase, A., “Legal Guardians: Islamic Law, International Law, Human Rights Law and the Salman Rushdie Affair”, in American University Journal of International Law & Policy (1996), pp. 375 e ss.; Slaughter, M., The Salman Rushdie Affair: Apostasy, Honor and Freedom of Speech, in Va. L. Rev. (1993), pp. 153 e ss. 20.  Franck T. M., “Is Personal Freedom a Western Value?”, in Am. J Int.’l L. (1997), pp. 593 e ss.; Baldassarre, A., voce “Diritti inviolabili”, in Enc. giur. Treccani, vol. XI, Roma, 1989, pp. 2 e ss. 21.  Slaughter, M., The Salman Rushdie Affair: Apostasy, Honor and Freedom of Speech, cit., pp. 184 e ss. 22.  Buruma I., Murder in Amsterdam: the Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance, Penguin, London, 2006.


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ha affrontato il tema della mancanza di libertà e della sottomissione della donna nella famiglia islamica. Il documentario con un fine provocatorio è stato ritenuto impresentabile e offensivo dai musulmani moderati, soprattutto nella scena in cui i versetti del Corano venivano proiettati sulla schiena nuda di una donna percossa. Non si può non evidenziare la disproporzione tra beni giuridici. Far morire un artista per la sua visione del mondo viene meno ai principi democratici su cui riposa la civiltà giuridica occidentale 23. Nel caso Van Gogh, come in quello Rushdie, si evidenzia la difficoltà di relazione tra identità, la quale sfocia in una guerra, in cui la libertà di espressione –nella forma di diritto di critica e di satira– diventa “l’arma” usata dai fondamentalisti, i quali, strumentalizzandola, la fanno percepire come mera offesa verso la propria identità 24. Distinguere la critica dall’oltraggio alla dignità e all’onore di una comunità è fondamentale per una pacifica coesistenza. La provocazione può essere strumentalizzata e diventare un’offesa ai valori di un’identità collettiva. Questa problematica fa risaltare la delicatezza della comunicazione e la responsabilità di cui è gravato colui che si esprime, qualsiasi manifestazione scelga. Bisogna saper dosare la provocazione, legittima e necessaria per stimolare e far evolvere la società, senza, tuttavia, offendere deliberatamente identità portatrici di valori diversi dai propri 25. Il problema è ritornato nel recente affaire delle vignette danesi. Il giornale conservatore Jillands-Posten ha pubblicato dodici vignette satiriche irriverenti nei confronti del profeta Maometto e di qualche topos della precettistica islamica, con la pericolosa semplificazione di identificare come terrorista chi crede in Maometto 26. Al di là della storia del caso de quo, del­

23.  Dupuy, R.-J., “La protection et les limites de la liberté d’expression de l’artiste dans la société européenne”, in Rev. dr. de l’homme (1974), pp. 41 e ss; Barile, P., “Libertà di manifestazione del pensiero”, in Enc. dir., vol. XXIV, Giuffrè, Milano, 1974, pp. 424 e ss. 24.  Razzante, R., Manuale di diritto dell’informazione e della comunicazione: con riferimenti alla tutela della privacy, alla diffamazione e all’editoria on-line, Cedam, Padova, 2002, pp. 254 e ss.; Pace, A., Petrangeli, F., voce “Cronaca e di critica (diritto di)”, in Enc. dir., Agg. V, Giuffrè, Milano, 2002, pp. 338 e ss.; Polvani, M., La diffamazione a mezzo stampa, Cedam, Padova, 1998, pp. 180 e ss. 25.  Balestra, L., La satira come forma di manifestazione del pensiero. Fondamento e limiti, Giuffrè, Milano, 1998, pp. 95 e ss. 26.  La Corte danese nella sentenza pubblicata il 26 ottobre 2006 ha statuito che il giornale Jillands Posten, che aveva pubblicato le vignette sul profeta Maometto, non aveva diffamato i musulmani, in quanto pur non escludendo che i disegni potevano aver offeso alcuni musulmani, non era, tuttavia, ragione sufficiente per ritenere che le vignette fossero


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la sua evoluzione e strumentalizzazione, il quid è l’identità che si è sentita lesa nel suo onore dalla satira riportata dai giornali occidentali. Difendere la libertà di espressione, quale valore precipuo di un’identità, è un dovere oltre che un diritto, ma trasformarla in un valore assoluto ne svuota e viola il senso, perché essa non può tradursi in libertà di oltraggiare e ledere l’onore di un’altra identità collettiva. I punti di conflitto tra le identità sono innegabilmente presenti, ma il più lacerante da tentare di comporre, come già evidenziato nei sopramenzionati casi, si manifesta nel tentativo di conciliare i diritti dell’individuo con quelli della collettività. Occorre una maggiore responsabilizzazione, che non significa autocensura, perchè un simile atteggiamento non porta al progresso della società. Ciò che si richiede alla stampa è un corretto bilanciamento tra libertà di espressione e protezione dei diritti altrui, che non sembra essere avvenuta nella rappresentazione stereotipata degli arabi, attraverso una fisiognomica che li ridicolizza nei loro tratti, apparendo più frutto di una xenofobia islamica, che ricorda quella antisemita, allora espressa nelle pubblicazioni della rivista nazista Der Stürmer 27.

3.  Diritto di informazione e diffusione di messaggi intolleranti Nelle società multiculturali i media sono al centro di un conflitto tra diritti e valori, in quanto può essere facile trasformare il diritto di informazione, “condizione pregiudiziale” della democrazia 28, in mezzo per diffondestinate a insultare. o a creare pregiudizi che potrebbero danneggiare la posizione dei musulmani nella società. 27.  Abel, R., La parola e il rispetto, cit., pp. 27 e ss. 28.  I mezzi di informazione, definiti nella sentenza Sunday Times dalla Corte europea i cani da guardia della democrazia, in virtù del loro importante ruolo nel corretto funzionamento della vita democratica, godono di una particolare tutela ed attenzione da parte sia delle Corti interne che di quelle sopranazionali. La ratio è da rinvenire nel fatto che diffondere e ricevere liberamente informazioni si riflette nell’esercizio degli altri diritti. Per questa ragione, un’informazione libera, indipendente dallo Stato e non soggetta a censura, riveste un ruolo primario. Nell’assumere decisioni politiche, infatti, il cittadino deve essere pienamente informato attraverso il libero confronto tra opinioni differenti. In una democrazia rappresentativa l’informazione è il legame costante e lo strumento di supervisione tra il popolo ed i suoi rappresentanti eletti in Parlamento. In tal senso, si può affermare che il diritto di informazione mostra il suo aspetto rivoluzionario e conscienciador, come definito da Sánchez Ferriz. Cfr.: Peters, B., “Diritti e responsabilità dei professionisti dei media: diritto ed etica”, in AA.VV.,


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dere messaggi che racchiudono al loro interno semi di intolleranza sino a connaturarsi come vere e proprie istigazioni all’odio, alimentando la tensione tra le identità e non facilitando alcuna comunicazione. I media sono le nuove agorà di discussione di tematiche di interesse pubblico e hanno la capacità di formare, modificare e influenzare la percezione della collettività 29. Il loro potere di suggestione e di persuasione è penetrante. E’ difficile e sottile la distinzione tra fatti e giudizi di valore, tra ius narrandi e la loro strumentalizzazione a fini propagandistici. Il diritto di libertà può trasformarsi in mezzo di potere, in strumento per acquisire il consenso dei cittadini, giustificando e sostenendo scelte politiche di gestione dello stesso, e legittimando gruppi che attraverso essa ottengono il loro riconoscimento 30. E’di tutta evidenza, dunque, la responsabilità di cui è gravato il giornalista, pur non sussistendo alcun riferimento diretto alla sua posizione, né il riconoscimento di uno status particolare nelle Convenzioni internazionali. Tuttavia, il contenuto materiale del diritto de quo, ossia ricercare, comunicare e ricevere informazioni ed idee, rimanda a chi per professione esercita tale diritto. Questa condizione particolare è riconosciuta implicitamente dalla giurisprudenza interna e sovranazionale, che considera il giornalista quale destinatario privilegiato di tale diritto, come sottolinea Guedj, in virtù del ruolo esercitato dalla stampa nella vita democratica 31. E’difficile tracciare il confine tra chi riporta a titolo di cronaca espressioni che possono far indignare il pubblico, ricorrendo anche ad una certa

Media e Democrazia. I media “cani da guardia pubblici”, Consiglio d’Europa, Sapere 2000, Roma, 1999, pp. 92 e ss.; Sánchez Ferriz, R., El derecho á la informacion, Valencia, 1974, pp. 81 e ss. Cfr. Corte eur. Dir. Uomo, Sunday Times c. Regno Unito, 26 aprile 1979, serie A, n. 30. 29.  Si veda: Baldassarre, A., Globalizzazione contro democrazia, Laterza, Roma-Bari, 2002, pp. 166 e ss.; Jakubowicz, K., “Economia dei media”, in AA.VV., Media e democrazia..., cit., I media “cani da guardia pubblici”, pp. 151 e ss.; Parliamentary Assembly of the Council of Europe, Recommendation n. 1407 (1999) on Media and Democratic Culture, ove si afferma che “the Assembly stresses that the media are vital for the creation and the development of a democratic culture in any country. They provide people with information which influences the process of shaping opinions and attitudes and of making political choices”. I testi dei documenti del Consiglio d’Europa sono reperibili in <http:// www.coe.int>. 30.  Anderson, T., “Terrorism and Censorship”, in J. Int’l Aff. (1993), pp. 127 e ss. 31.  Guedj, A., Liberté et responsabilité du journaliste dans l’ordre juridique européen et international, Bruylant-Némésis, Bruxelles, 2003, pp. 68 e ss.


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dose di esagerazione, di provocazione e chi, invece, abusa di tale diritto 32. La difficoltà di tracciare un limen definito tra i due modi di fare e di intendere il giornalismo rimanda al concetto di stampa di qualità ed alla funzione cui essa è preposta e per la quale è accordata una speciale tutela. Il diritto di informazione tutelato e protetto può, infatti, trasformarsi in disinformazione. Infatti, diffondere messaggi carichi di odio equivale a snaturare il concetto stesso di informazione. In questo senso, si aderisce alla posizione assunta da Türk e Joinet, rapporteurs della Commissione dei diritti dell’uomo delle Nazioni Unite, i quali hanno sostenuto che la diffusione di messaggi razzisti “può essere assimilata ad un’opera di disinformazione, che legittima delle limitazioni”, intendendo il diritto di informazione come il diritto degli altri ad essere ben informati 33. In questo contesto si comprende il legame tra limitazioni alla libertà di informazione e protezione dei diritti altrui. Segue: la giurisprudenza della Corte europea dei diritti dell’uomo: il caso Jersild Il conflitto tra l’esercizio della libertà di espressione e il diritto di ciascuno alla protezione contro il razzismo contrappone due diritti fondamentali: la libertà di espressione di ogni persona e del giornalista in particolare (che deve essere protetta come valore essenziale della società democratica) e il diritto a non essere discriminato in ragione della razza. Il razzismo attenta alla dignità umana e mina anche l’ordine pubblico, poiché minaccia la coesione del gruppo sociale ed il fondamento democratico dell’ordinamento. Agli organi di controllo spetta il giudizio di proporzionalità tra due diritti in conflitto, ossia la valutazione in concreto, come scrive Cannizzaro,

32.  Costa, J.-P., “La liberté d’expression selon la jurisprudence de la Cour européenne des Droits de l’Homme de Strasbourg”, in Actualité et droit International (2001), in <http://www. ridi.org/adi>. Cfr. Corte eur. Dir. Uomo: Prager e Oberschlick c. Austria, 26 aprile 1995, serie A, n. 313, § 38; Lopes Gomes De Silva c. Portogallo, 28 settembre 2000, 2000-X, § 34. Sul problema dei limiti oggettivi alla libertà di espressione si veda tra gli altri Pace, A., Manetti, M., “Rapporti civili: art. 21: la libertà di manifestazione del proprio pensiero”, in Branca G., Pizzorusso A. (a cura di), Commentario della Costituzione, Zanichelli-Società editrice “il Foro italiano”, Bologna-Roma, 2006, pp. 97 e ss. 33.  Türk D., Joinet L., Droit de la liberté d’opinion et d’expression, Commission des Droits de l’Homme des Nations Unies, 1995/40, Rapport de la troisième Commission (A/51/617), in <http://www.un.org>.


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della “tollerabilità dell’impatto comparato nella sfera della libertà in­di­ viduale” 34. Nell’operare il principio di proporzionalità tra diritti fondamentali, si nota come la Corte europea dei Diritti dell’Uomo aderisca alla teoria del contenuto essenziale del diritto, propria della dottrina tedesca, in base alla quale l’intangibilità del contenuto essenziale del diritto non è assimilata alla disproporzione delle limitazioni che la riguardano. In tal modo, se ogni disproporzione non è necessariamente un attacco al contenuto essenziale, ogni attacco al contenuto essenziale del diritto si tradurrà necessariamente in una disproporzione, nel momento in cui si suppone che il contenuto essenziale del diritto nella bilancia degli interessi pesa più di qualsiasi altro interesse che gli possa essere contrapposto 35. Nell’ambito della giurisprudenza della Corte europea dei Diritti dell’Uomo è interessante il caso Jersild c. Danimarca, che ha avuto origine a seguito di un servizio televisivo nel corso del quale sono stati intervi­ stati alcuni giovani naziskin, che hanno pronunciato espressioni offensive e razziste nei confronti degli immigrati. Gli Organi di Strasburgo hanno difeso l’operato del giornalista, rigettando le obiezioni sollevate contro di lui dalla Corte Suprema danese in merito all’opportunità di non aver tagliato le parti più violente (essendo una trasmissione registrata) e di non aver commentato, successivamente, il contenuto delle dichiarazioni al fine di bilanciare i valori in gioco 36. La libertà di valutazione del giornalista in merito alla modalità di riportare questioni di pubblico interesse è stata considerata un valore da difendere. Nel caso di specie, la Corte non ha ritenuto necessario un commento del giornalista, trattandosi di un filmato indirizzato ad un pubblico ben informato e di estrema brevità volto alla finalità di informare, in cui era stato messo in evidenza il disagio sociale dei ragazzi 37. Nel bilanciamento tra diritti, ossia tra libertà di espressione e protezione contro la discriminazione,

34.  Cannizzaro, E., Il principio della proporzionalità nell’ordinamento internazionale, Giuffrè, Milano, 2000, pp. 70 e ss. 35.  Van Drooghenbroeck, S., La proportionnalité dans le droit de la Convention européenne des Droits de l’Homme, Bruylant, Bruxelles, 2001, pp. 352 e ss. 36.  Il giudizio della Corte di Strasburgo è in contrasto con quello del Comitato delle Nazioni Unite per l’eliminazione della discriminazione razziale il quale, in occasione dell’esame del rapporto del governo danese nel 1990, aveva considerato la sentenza della Corte Suprema danese come “l’affermazione più chiara mai fatta in un Paese del primato del diritto alla protezione contro la discriminazione razziale sul diritto alla libertà di espressione”. 37.  Corte eur. Dir. Uomo. Jersild c. Dinamarca, 23 settembre 1994, serie A, n. 298, § 34.


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essa ha giudicato prevalente il primo diritto, statuendo che “sanzionare un giornalista per aver favorito la diffusione di dichiarazioni di terzi durante un’intervista sarebbe un grave ostacolo al contributo della stampa ed alla discussione di problemi di interesse generale e sarebbe ammissibile solo per ragioni particolarmente serie” 38. E’importante sottolineare come nell’emettere questa sentenza la Grande Camera si sia divisa. Sette giudici hanno manifestato opinioni dissenzienti. In particolare, i giudici Ryssdal, Bernhardt, Spielmann e Loizou hanno sottolineato come alla tutela delle minoranze non può essere offerta un’importanza minore rispetto al diritto di diffondere notizie 39. Infatti, l’istigazione all’intolleranza ed alla violenza, derivata inter alia dalla de­ scrizione di atti vandalici a danno delle famiglie immigrate, avrebbe potuto minacciare la sicurezza di queste ultime. Non vi è un’affermazione in astratto, ma un giudizio di valore, basato su circostanze concrete, che rimanda alla responsabilità del giornalista. In quest’opinione dissenziente vi è un riferimento alla Convenzione internazionale del ’65 per l’eliminazione di ogni forma di discriminazione, che, pur non prevedendo sanzioni per i giornalisti responsabili di trasmissioni di quel genere, implicitamente si richiama all’“idea che i media possono essere chiamati ad assumere una chiara posizione in materia di odio e di discriminazione razziale” 40. Sull’effettiva applicazione della sopracitata Convenzione si è basata l’opinione dei giudici Gölcülklü, Russo, Valticos, secondo i quali le disposizioni del testo impegnano la Danimarca e possono considerasi una fonte di limitazioni al principio della libertà di espressione e, di conseguenza, non possono essere ignorate nell’applicazione della Convenzione europea 41. La sentenza Jersild mette in luce un problema: il propagarsi di idee razziste può avvenire anche senza la volontà del giornalista. Nella Grande Camera la maggioranza dei giudici ha considerato come elemento necessario per valutare in merito alla violazione della libertà di espressione la mens rea di propagare odio ed idee razziste. La Corte non ha giudicato in merito al nesso causale tra azione ed evento dannoso, ma si è limitata ad affermare che il ricorrente non aveva come fine quello di diffondere idee razziste, minare l’ordine pubblico e ledere i diritti altrui. 38.  Ivi, § 35. 39.  Ivi, opinione dissenziente dei giudici Gölcülklü, Russo, Valticos, § 5 40.  Ivi, § 4. 41.  Ibid.


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Considerata la buona fede del giornalista permane una questione: sino a che punto è legittimo far discutere, sia pure in modo provocatorio? Le stesse autorità interne, in questo caso, hanno ritenuto opportuno porre un freno ad un uso indiscriminato del mezzo televisivo. Tale decisione induce ad un’ulteriore riflessione perché ciò avviene in Danimarca ove, come in tutti i Paesi scandinavi, è particolarmente tutelata la libertà di espressione. In altre sentenze, principalmente in tema di tutela della morale e dell’ordine pubblico, la Corte europea ha valutato anche la sfera dell’interesse sociale riconnessa all’esercizio delle libertà individuali, superando, in tal modo, la difficoltà di confrontare beni e valori eterogenei, quali i diritti di carattere individuale, garantiti dalla Convenzione, e i diritti collettivi fatti valere dal­ lo Stato. In particolare, la pronuncia Jersild, molto discussa e controversa, è stata contrapposta alla sopracitata Otto-Preminger-Institut in cui la Corte europea aveva fatto prevalere, al contrario, il rispetto dei sentimenti religiosi sul diritto alla libertà di espressione. L’accostamento delle sentenze Jersild ed Otto-Preminger-Institut induce ad interrogarsi sulla coerenza di queste decisioni e a domandarsi se la Corte europea in presenza di conflitti di diritto non si sia impegnata sulla via della gerarchizzazione dei diritti da proteggere 42. 4.  Libertà di espressione nello spirito del costituzionalismo americano

La libertà di espressione costituisce la prima libertà americana e l’onnipresente diritto costituzionale. Infatti, come mette in luce Rosenfeld “la preminenza culturale della libertà di espressione deriva dal modo di pensare, profondamente radicato, secondo cui gli Stati Uniti sarebbero la terra delle opportunità per tutti coloro che sono stati perseguitati nel loro Paese di origine a causa delle proprie convinzioni e credenze, nonché dall’idealizzazione del cittadino americano come il risoluto individualista teso al superamento di ogni tipo di nuova frontiera” 43.

42.  Van Drooghenbroeck, S., La proportionnalité dans le droit de la Convention européenne des Droits de l’Homme, cit., pp. 524 e ss. 43.  Rosenfeld, M., “La filosofia della libertà di espressione in America”, in Ragion Pratica (1999), pp. 17 e ss. Sulla nozione di Free Marketplace of Ideas, coniata dal giudice Holmes cfr. Abrams v. United States, 250 U.S. 616 (1919).


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La giurisprudenza della Corte Suprema, nel suo evolversi, ha circo­ scritto sotto la definizione di hate speech solo alcune categorie della parola come l’osceno, la diffamazione e le c.d. fighting words. In linea con questa posizione si comprende il comportamento del governo americano in relazione alla Convenzione internazionale sull’eliminazione di ogni forma di discriminazione razziale, in particolare per la ferma ostilità in merito all’art. 4, che prevede di “dichiarare reato punibile dalla legge qualsiasi forma di diffusione di idee basate sulla superiorità della razza o su sentimenti di odio” e, pertanto, ritenuto dall’amministrazione americana incompatibile con il testo e lo spirito della Costituzione. Per tale ragione, in sede di firma nel 1966 è stata apposta la riserva che: “the Constitution of the United States contains previsions for the protection of individual rights, such as the right of free speech, and nothing in the convention shall be deemed to require or to authorize legislation or other action by the United States of America incompatible with the provisions of the Constitution of the United States of America” 44. Le restrizioni alla libertà di espressione, previste dalla sopracitata Convenzione appaiono, dunque, rispondere più alla logica europea di apporre limiti più stringenti a tale libertà rispetto alla protezione quasi assoluta di cui essa gode nella giurisprudenza della Supreme Court, come si va ad esaminare in questa sintetica ricostruzione 45. La quasi illimitata estensione della libertà di parola, propria della dottrina del Free Marketplace of Ideas, è espressa nel caso Abrams v. United States del 1919 nella celebre dissenting opinion del giudice Holmes, il quale riprende la teoria del clear and present danger test, da lui formulata per la prima volta nel caso Schenck v. United States 46. Essa rafforza, piuttosto che restringere la libertà di parola, affermando che “solo il pericolo attuale di un danno immediato o l’intenzione di provocarlo autorizzano il Congresso

44.  La Convenzione è stata ratificata solo recentemente, il 21 ottobre 1994, confermando la riserva de quo. Il testo è reperibile in <http://www.ohchr.org>. 45.  Fish, S., Hate Speech in The Constitutional Law of The United States, in The Constitutional Treatment of Hate Speech, XVIth Congress of the International Academy of Comparative Law Brisbane, 14-20 luglio 2002, in <http://www.ddp.unipi.it>, pp. 2 e ss.; Pizzorusso A., “La disciplina costituzionale dell’istigazione all’odio”, in The Constitutional Treatment of Hate Speech..., cit., pp. 15 e ss. 46.  Cfr. Schenck v. United States, 249 U.S. 47 (1919). V. anche Pinelli, C., Il dibattito sulla legittimazione della Corte Suprema, in <http://www.associazionedeicostituzionalisti.it>, pp. 4 e ss.


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a porre limiti all’espressione di opinioni laddove non siano in gioco diritti privati” 47. La parola, secondo la Corte Suprema, non cessa di essere costituzionalmente protetta per la sola ragione che possa nuocere ad altre persone o che possa essere offensiva per la società. In questa logica, le espressioni che ledono l’onore delle identità non sono sanzionabili negli Stati Uniti 48. La concezione americana induce a tollerare frasi razziste, purché non si oltrepassi il limite che separa l’apologia della violenza dall’istigazione ad essa. La protezione accordata al razzismo si fonda sulla considerazione che la tutela della libertà di pensiero sia condizione necessaria per il conseguimento di un libero, vivo e aperto dibattito sulle questioni pubbliche, fondamento di ogni democrazia 49. E’preferibile, secondo questa visione, tollerare il razzismo e anche il negazionismo, piuttosto che reprimerli, per evitare che si propaghino nella clandestinità, ove potrebbero diventare più pericolosi. In altri termini, permettere discorsi razzisti o negazionisti implica aprire un dibattito su di essi, che porterà alla verità e, di conseguenza, al loro ripudio 50. Il fondamento di questa concezione razionalista si rinviene nelle parole di Jefferson “se ci sono tra noi coloro che desiderano dissolvere que­ sta Federazione o rivedere la sua forma repubblicana che li si lasci liberi di esprimere, saranno emblema della tolleranza di cui può beneficiare un’opinione erronea, laddove la ragione è libera di combatterla” 51. La ratio di ciò appare chiara nel pensiero di Rawls, secondo il quale “le libertà di cui godono gli intolleranti potranno persuaderli a credere nella libertà. Questa persuasione funziona in base al principio psicologico per il quale coloro che beneficiano di una Costituzione giusta, che tutela le loro libertà tenderanno col tempo e a parità di condizioni a sviluppare un senso di fedeltà verso di essa” 52. Tuttavia, le restrizioni alla libertà di espressione sono inevitabili nella giurisprudenza americana quando si istiga alla violenza, come nel caso 47.  Abrams v. United States, 250 U.S. 616, 1919. Sul clear and present danger test, cfr.: Gitlow v. New York 268 U.S. 652 (1925); Whitney v. California, 274 U.S. 357 (1927). 48.  Mi permetto di rinviare a Cuccia, V., Libertà di espressione e identità collettive, cit., pp. 210 e ss. 49.  New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964). 50.  Rosenfeld, M., La filosofia della libertà di espressione in America, cit., pp. 26 e ss. 51.  McKitrick, E. L., Portrait of an Enigma, The New York Review of Books, 1997, pp. 8 e ss. 52.  Rawls, J., Una teoria della giustizia, cit., p. 190.


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della dottrina delle fighting words, espressa nella sentenza Chaplinsky v. New Hampshire 53. È molto sottile il confine tra la diffusione di idee raz­ ziste ed antisemite e quella di epiteti antisemiti che possono provocare violenza. Solo alle prime è accordata la protezione del Primo Emendamento. Infatti, per poter limitare un diritto costituzionalmente garantito, come la libertà di espressione, occorre avere un compelling interest, cioè un interesse abbastanza importante da permettere una limitazione del diritto protetto, nonché che la restrizione sia narrowly tailored o che si utilizzi the least restrictive means. In altri termini, non si può limitare il diritto oltre ciò che è strettamente necessario per la protezione dell’interesse che si intende tutelare 54. Nella sopracitata dottrina delle fighting words è possibile distinguere due parti. La prima riguarda in modo specifico quelle parole che, come si legge letteralmente nel testo, inflict injury, mentre la seconda comprende quelle che tend to incite an immediate breach of peace. Il divieto di quest’ultima categoria si ritrova nella pronuncia Brandenburg v. Ohio. In questo caso il leader ed alcuni membri del gruppo Ku Klux Klan minacciavano di ricorrere all’uso della violenza se non fossero state adottate misure segregazioniste. In particolare Brandenburg in un’occasione pubblica, innalzando la croce fiammeggiante (cross-burning), simbolo di superiorità della razza bianca, sosteneva il ritorno dei neri in Africa e degli ebrei in Israele. La Supreme Court in questa sentenza, rienunciando in senso marcatamente più liberale la teoria del clear and present danger, ha affermato che “l’istigazione ad azioni illegali o violente non è protetta dal Primo

53.  Chaplinsky v. New Hampshire, 315 U.S. 568 (1942). In questa sentenza la categoria di unprotected speech comprende: the lewd and obscene, the profane, the libellous, and the insulting or fighting words. Attualmente la categoria dell’unprotected speech comprende: obscenity, fighting words, incitement to lawless action, true threats. Cfr. anche Cohen v. California 403 U.S. 15 (1971). Esistono una serie di distinzioni che prevedono un controllo più o meno severo esercitato dal giudice sulle leggi che restringono la libertà di espressione In particolare, il discorso pubblico è oggetto della massima protezione al punto da permettere insulti o frasi oltraggiose. Cfr. Schenck v. United States, 249, U.S. 47 (1919), in Zoller E., Grand arrêts de la Cour Suprême des États-Unis, Presses Universitaires de France, Paris, 1990, pp. 362 e ss.; Manetti, M., L’incitamento all’odio razziale tra realizzazione dell’eguaglianza e difesa dello Stato, in <http://www.associazionedeicostituzionalisti.it>; Pace, A., Manetti, M., Rapporti civili: art. 21..., in Branca G., Pizzorusso A. (a cura di), Commentario della Costituzione, cit., pp. 276 e ss. 54.  Mannheimer, M. J., “The Fighting Words Doctrine”, in Colorado Law Review (1993), pp. 1565 e ss.; Rabe, L. A., “Sticks and Stones: The First Amendment and Campus Speech Codes”, in The John Marshall Law Review (2003-2004), pp. 205 e ss.


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Emendamento solamente se emerge che è intenzionalmente diretta o idonea ad incitare o produrre un’imminente azione illegale” 55. Una tale interpretazione del Primo Emendamento protegge i diritti dei gruppi come il Ku Klux Klan e quelli neonazisti come nel caso emerso negli anni ’70 Skokie v. National Socialist Party of America. Le Corti statali e federali hanno annullato, infatti, in nome della libertà di espressione, il provvedimento delle autorità municipali che avevano deciso di vietare lo svolgimento di una manifestazione neonazista 56. Questa decisione si situa in aperta contrapposizione alla dottrina del Group Libel Theory, elaborata negli anni ’50 nella decisione Beauharnais v. Illinois 57, in cui il Presidente della Lega americana dei bianchi era stato condannato per aver distribuito materiale razzista nei confronti degli afroamericani in base all’art. 224 dello Statuto dell’Illinois. In questo caso una maggioranza stretta ha ritenuto costituzionalmente legittima tale disposizione che prevedeva sanzioni per le espressioni diffamatorie dirette ad una minoranza 58. A questa pronuncia si sono accompagnate alcune dissenting opinions che meritano attenzione, in particolare quella del giudice Black che ha riconosciuto un palese conflitto tra le leggi sulla diffamazione di gruppo e la protezione del Primo Emendamento, sottolineando che “[...] every expansion of the law of criminal libel so as to punish discussions of matters of public concern means a corresponding invasion of the area dedicated to free expression by the First Amendment [...]” 59. Nella stessa

55.  Courtney, N., “British and United States Hate Speech Legislation: a Comparison”, in Brooklyn Journal of International Law (1993), pp. 748 e ss. 56.  In questa occasione il gruppo voleva sfilare con le svastiche e le divise delle SS in un quartiere abitato in prevalenza da ebrei, tra cui molti sopravvissuti all’Olocausto. National Socialist Party of America v. Village of Skokie, 432 U.S. 43 (1977); Ainis, M., “Valore e disvalore della tolleranza”, in Quad. cost. (1995), pp. 425 e ss; Rosenfeld, M., “Hate Speech in Constitutional Jurisprudence: a Compartive Analysis”, in Cardozo L. Rev. (2002-2003), pp. 1537 e ss. 57.  Beauharnais v. Illinois, 343 U.S. 250 (1952). Si veda Manetti, M., “L’incitamento all’odio razziale tra realizzazione dell’eguaglianza e difesa dello Stato”, in Studi in onore di Gianni Ferrara, vol. II, Giappichelli, Torino, 2005. 58.  Il giudice Frankfurter ha esaminato i diritti del singolo individuo affermando che “such group-protection on behalf of the individual may, for all we know, be a need not confined to the part that a trade union plays in effectuating rights abstractly recognized as belonging its members”. Beauharnais v. Illinois, cit. Il giudice nella sua opinione cita l’articolo (su cui poggia la sua teoria) di Riesman, D., “Democracy and Defamation: Control of Group Libel”, in Columbia L. Rev. (1942), pp. 750 e ss. 59.  Beauharnais v. Illinois, cit. e ripresa, successivamente, nella sentenza New York Times Co. v. Sullivan.


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direzione, vi è stata l’autorevole dissenting opinion del giudice Douglas, il quale ha criticato l’opinione della maggioranza perché “[...] it represents a philosophy at war with the first amendment, a constitutional interpretation which puts free speech under the legislative thumb [...]” 60. Dal quadro complessivo si nota come la sentenza Beauharnais costituisce un esempio isolato rispetto alla difesa ad oltranza della libertà di espressione in nome del Primo Emendamento, che ha trovato nel caso R.A.V. v. City of St. Paul, Minnesota del 1992 una delle massime espressioni dell’orientamento della giurisprudenza americana in tema di fighting words 61. Emerge, in sostanza, un richiamo al principio di neutralità, che si rinviene nel ragionamento, del giudice Scalia, il quale ha sostenuto che in nome della lotta alla diffusione dell’ideologia razzista non è possibile gettare le basi per una regolamentazione del discorso, sottolineando che “[...] the point of the First Amendment is that majority preferences must be expressed in some other fashion than silencing speech on the basis of its content [...]” 62. Infine, la Corte Suprema è ritornata a pronunciarsi recentemente in tema di cross-burning nel caso Virginia v. Black del 2003, ove essa ha ritenuto incostituzionale una disposizione dello Statuto della Virginia secondo cui “any such burning of a cross shall be prima facie evidence of an intent to intimidate a person or group of persons” a causa della sua “indiscriminate coverage”. La Supreme Court ha meglio precisato il contenuto delle true threats (ricomprese nel discorso non protetto), da intendere come “statements where the speaker means to communicate a serious expression of an intent to commit an act of unlawful violence to a particular individual or group of individuals” 63. Tuttavia, essa è pervenuta alla con-

60.  Ivi, dissenting opinion del giudice Douglas. 61.  R.A.V. v. City of St. Paul, Minnesota, 505 U.S. 377 (1992). Nel caso de quo un gruppo di giovani bianchi aveva dato fuoco ad una croce collocata nel piano antistante (abitato da una famiglia di colore) e ad un’altra simile, posta all’angolo della strada. Si veda: Dorsett D. M., “Hate Speech Debate and Free Expression”, in Southern California Interdisciplinary Law Journal (1996-1997), pp. 286 e ss; Appleman B. A., “Hate Speech: a Comparison of The Approaches Taken by The United States and Germany”, in Wisconsin International Law Journal (1995-1996), pp. 424 e ss. 62.  Shriffin, S. H., Dissent, Injustice and the Meanings of America, Princeton University Press, Princeton, 1999, pp. 51 e ss. 63.  Virginia v. Black, 538 U.S. 343 (2003). Cfr. Watts v. United States, 394 U.S. 798 (1969).


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clusione che l’uso della croce fiammeggiante, anche se ha rappresentato da sempre un’istigazione alla violenza, è sottoposto al requisito della prova dell’intento minatorio per essere penalmente perseguito, al pari di tutte le forme di intimidazione 64. Da questo quadro, dunque, emerge la contraddizione tra il desiderio di non voler favorire la diffusione di messaggi razzisti e l’impossibilità di fissare una regulation del discorso. Ogni tentativo, anche giurisprudenziale, di creare una disciplina che limiti l’estensione del Primo Emendamento appare essere un caso isolato, in quanto, per la filosofia sottostante al pensiero americano, prevale il primato della libertà di espressione, pur nella consapevolezza di una necessaria tutela dell’onore dei gruppi, che trova espressione nella dottrina words that wound, cioè in quella corrente che dichiara di porsi dal punto di vista dei gruppi discriminati 65. In questo panorama giurisprudenziale americano si evidenzia la differenza rispetto all’approccio europeo in materia, pur notando come rimanga aperto il dibattito sul problema di ripensare, in termini diversi, i rapporti tra libertà di espressione e tutela delle identità dei gruppi 66. 5.  Considerazioni conclusive Il problematico rapporto tra il diritto alla libertà di espressione e di informazione e il diritto alla protezione dei diritti altrui si orienta verso la ricerca di un giusto equilibrio che tenga conto del principio di proporzionalità tra gli interessi in gioco 67. Questo criterio ritorna a porre il problema in termini sia di conflitto (diritto contro diritto) sia di conciliazione (diritti e doveri reciproci). Il criterio del giusto equilibrio tra diritti lascia inevitabilmente un largo margine all’apprezzamento dei giudici caso per caso (con64.  Cfr. tra gli altri: Martin, M. G. T., “True Threats, Militant Activists, and the First Amendment”, in North Caroline L. Rev. (2003-2004), pp. 290 e ss.; Crane, P. T., “True Threats” and the Issue of Intent”, in Va. L. Rev. (2006), pp. 1252 e ss.; Gellman, S. B., Lawrence, F. M., “Agreeing to Agree: A Proponent and Opponent of Hate Crime Laws Reach for Common Ground”, in Harv. J. on Legis. (2004), pp. 437 e ss. 65.  Delgado, R., “Words that Wound: a Tort Action for Racial Insults, Epithets and NameCalling”, in Harvard Civil Rights-Civil Liberties Law Review (1982), pp. 133 e ss. 66.  Si veda Bird, K., “Racist Speech or Free Speech? Comparison of the Law in France and in the United States”, in Comparative Politics (2000), pp. 413 e ss. 67.  De Gouttes, R., “A propos du conflit entre le droit à la liberté d’expression et le droit à la protection contre le racisme”, in AA.VV., Mélanges en hommage à Luis Edmond Pettiti, Bruxelles, 1998, pp. 251 e ss.


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ducendo ad un ad hoc balancing) potendo essere all’origine di differenze se non di divergenze di apprezzamento tra giudici nazionali ed europei 68. In definitiva, conciliare i singoli diritti e le libertà di ciascuno è compito complesso e deve essere inquadrato nell’ambito dei singoli ordinamenti giuridici. Ogni libertà deve essere disciplinata, avere gli opportuni limiti nel suo esercizio. Nel bilanciamento tra il diritto alla libertà di espressione e la tutela dei diritti altrui emerge un vulnus che consiste nell’assenza di criteri standardizzati che stabiliscano in modo sufficientemente predeterminato ciò che è diritto e ciò che è abuso di diritto. Il problema è se sussiste una causa possibile di decadenza del diritto di invocare la libertà di espressione quale mezzo di protezione legittimo delle società democratiche 69. La questione del rispetto dell’altro, dell’onore è cruciale per le minoranze, in quanto l’onore, come bene giuridico, è un diritto strutturalmente legato alla dignità umana 70. La tutela dell’identità collettiva è, dunque, una logica conseguenza, in quanto il diritto del singolo si allarga ad una più ampia prospettiva di comunità. Pertanto, il problema della strumentalizzazione della libertà di espressione è centrale. Un suo uso distorto minaccia i principi dello Stato di diritto, della convivenza civile e della dignità umana 71. Il rispetto di quest’ultima è, infatti, un valore “intoccabile” e comprende un nucleo inderogabile che non può sottostare alle istanze fondamentaliste. In questo senso, essa può essere considerata “il limite del limite”: l’imperativo assoluto, poiché solo un imperativo di questa natura può giustificare che si limiti la libertà di

68.  Si veda Van Drooghenbroeck, S., La proportionnalité dans le droit de la Convention européenne des Droits de l’Homme, cit., pp. 524 e ss. 69.  Cohen-Jonathan, G., “Discrimination raciale et liberté d’expressión. A propos de l’arrêt de la Cour européenne des Droits de l’Homme du 23 septembre 1994, Jersild contre Danemark”, in Rev. univ. dr. de l’homme (1995), pp. 3 e ss. 70.  Musco, E., Bene giuridico e tutela dell’onore, cit., pp. 133 e ss.; Tesauro, A., La diffamazione come reato debole ed incerto, cit., pp. 11 e ss. 71.  Sul valore della dignità umana si veda tra tutti: Häberle, P., Cultura dei diritti e diritti della cultura nello spazio costituzionale europeo. Saggi, trad. it. P. Häberle, Milano, 2003, pp. 50 e ss.; L’ A. sostiene che “[...] i diritti fondamentali susseguono la dignità umana che ne costituisce la premessa così come i fini dello Stato e le varianti delle ‘forme di Stato’ sono determinati in funzione ‘della dignità dell’uomo [...]’. Essa contribuisce a ‘[...] consolidare la società, strutturata o da strutturare che sia e sviluppa direzioni di tutela pluridimensionali, calibrate sulla situazione di pericolo che minacci l’alto bene giuridico costituzionale da essa rappresentato [...]’”. Non rispettare la dignità delle singole identità collettive equivale a non rispettare la dignità di ogni membro che ne è parte.


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espressione. Tuttavia il problema è individuarne il contenuto, in quanto il concetto di dignità umana rimanda ad un patrimonio valoriale, culturale ed anche religioso, che risulta molto difficile da tracciare in modo preciso 72. Questa è la problematica difficile da attuare nel concreto bilanciamento di valori nella prassi: fare prevalere la tolleranza attraverso la repressione dell’intolleranza, sempre, tuttavia, nel rispetto del celebre motto di Voltaire “detesto le vostre idee, ma darei la mia vita perché voi possiate esprimerle” 73.

72.  Sul problema della dignità si veda tra gli altri: Marcus Helmons, S. (a cura di), “Dignité humaine et hiérarchie des valeurs: les limites irréductibles”, in Id. (a cura di), Actes du colloque organisé par le centre des droits de l’homme de l’Université Catholique de Louvain, 16 Octobre 1998, Bruylant, Bruxelles, 1999; Häberle, P., Cultura dei diritti e diritti della cultura nello spazio costituzionale europeo, cit., pp. 34 e ss.; Sacco, F., “Note sulla dignità umana nel diritto costituzionale europeo”, in Panunzio S. (a cura di), I diritti fondamentali e le Corti in Europa, Jovene, Napoli, 2005, pp. 585 e ss.; Landa, C., “La dignidad humana valor fundamental de la Unión Europea”, in Lucarelli, A., Patroni-Griffi, A. (a cura di), Studi sulla Costituzione europea. Percorsi ed ipotesi, Edizioni scientifiche italiane, Napoli, 2003, pp. 73 e ss. 73.  Voltaire, Trattato sulla tolleranza (1763), trad. it. L. Bianchi, Milano, 2003.


Privacidad en la sociedad de la información José Justo Megías

Abstract: The Information Society has had a profound effect on the protection of privacy. The Universal Declaration of Human Rights reflects the need to protect the individual’s private life and correspondence from arbitrary incursions, but at the time it was impossible to foresee how the New Technologies would affect this subject. Over the years, legislators and the courts have had to broaden these concepts to provide –not without certain difficulties– the required protection. Of particular note is the recognizing of the right to informative self-determination, the basis of which is found in German jurisprudence of the 1980s. Similarly, the double dimension attributed to privacy; the first being the exclusion of third parties from what belongs to and is retained within the sphere of what is intimate (intimacy); the second –dynamic– being the control of personal data by the interested party. In these pages we consider the vulnerability of privacy in the face of technological innovation and the response, generally by the courts, to safeguard the human rights related to it. Palabras clave: privacidad, intimidad, secreto de comunicaciones, protección de datos, Sociedad de la Información. Sumario: 1. Marco general; 2. Qué debemos entender por vida privada; 3. El derecho a la intimidad; 4. El derecho a la autodeterminación informativa; 5. El derecho al secreto de las comunicaciones; 6. Supuestos más frecuentes de atentados contra la privacidad; 7. Conclusiones

1.  Marco general El desarrollo de las Nuevas Tecnologías ha puesto a nuestro alcance, en el campo de las comunicaciones, posibilidades difíciles de imaginar hace sesenta años, cuando vio la luz la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es cierto que muchas de ellas suponen mejoras de la calidad de Persona y Derecho, 59 (2008**) 205-251

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vida tanto personal como social, reportando incluso nuevas vías de promoción de la dignidad, pero también han abierto las puertas a nuevas formas de ataque a los derechos personales y a los intereses sociales por quienes se sirven de esos medios para fines ilícitos, ataques difíciles de neutralizar y perseguir dadas las innovadoras características tecnológicas. Uno de los campos más afectados en este sentido es el de la privacidad 1. Resulta palmaria la distancia entre lo que nos promete el Derecho positivo como garantías y protección de nuestra privacidad –como elemento esencial de nuestro desarrollo personal– y lo que realmente se puede conseguir en la práctica, y es que no sólo las actividades de hackers y crackers llevan la delantera a cualquier diseño de seguridad por parte de las autoridades o del sector privado, sino que también han crecido las sospechas de atentados “oficiales” contra la vida privada con cierto amparo legal. La psicosis social desencadenada tras los actos terroristas de Nueva York, Madrid y Londres sirvió a los legisladores de justificación para aprobar ciertas normas cuestionables. En el caso norteamericano, pocas horas después de los atentados de 2001, el FBI comenzó a solicitar a los proveedores de acceso a Internet, servicios web y mensajería electrónica que instalasen el sistema Carnivore de espionaje de la Red, llamado también DCS1000, idóneo para intervenir las líneas de comunicación que fluían a

1.  He tratado estas cuestiones anteriormente en “Vida privada y nuevas tecnologías”, en RCE, 17 (2001), pp. 3-27 y “Privacidad e Internet: intimidad, comunicaciones y datos personales”, en Anuario de Derechos Humanos, 3 (2002), pp. 515-560. La bibliografía sobre este tema es abundantísima, por ello sólo destaco algunas de las obras utilizadas en las que se puede encontrar referencia de numerosos artículos y libros: García San Miguel, L. (ed.), Estudios sobre el derecho a la intimidad, Tecnos, Madrid, 1992; Pérez Luño, A.E., Manual de Informática y Derecho, Ariel, Barcelona, 1996; Id., La tercera generación de derechos humanos, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2006; Ollero, A., “La ponderación delimitadora de los derechos humanos. Libertad informativa e intimidad personal”, en La Ley, 4691 (1998), pp. 1-4; Fernández, Mª L., Nuevas tecnologías, Internet y Derechos Fundamentales, McGraw-Hill, Madrid, 1998; Herrán, A. I., La violación de la intimidad en la protección de datos personales, Dykinson, Madrid, 1998; Rodríguez Ruiz, B., El secreto de las comunicaciones: tecnología e intimidad, McGraw-Hill, Madrid, 1998; Herrero Tejedor, F., La intimidad como derecho fundamental, Colex, Madrid, 1998; Álvarez-Cienfuegos, J. Mª, La defensa de la intimidad de los ciudadanos y la tecnología informática, Aranzadi, Pamplona, 1999; Rebollo Delgado, L., El derecho fundamental a la intimidad, Dykinson, Madrid, 2000; Campuzano Tomé, H., Vida privada y datos personales, Tecnos, Madrid, 2000; Serrano, Mª M., El derecho fundamental a la protección de datos. Derecho español y derecho comparado, Thomson-Civitas, Madrid, 2003; Fernández Rodríguez, J. J., Secreto e intervención de las comunicaciones en Internet, Thomson-Civitas, Madrid, 2004; Martínez Martínez, R., Una aproximación crítica a la autodeterminación informativa, Thomson-Civitas, Madrid, 2005.


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través de las redes de los ISPs. La Foreing Intelligence Surveillance Act (FISA) limitaba la facultad de intervención de comunicaciones, pero no en el supuesto de acciones criminales 2. Días más tarde, el Senado aprobaba el proyecto de la Anti-Terrorism Act. Concedía al Gobierno un margen mayor en la utilización de la tecnología de vigilancia (intervención de las conexiones a Internet, sistemas de vigilancia de las comunicaciones globales, videocámaras online, dispositivos de reconocimiento del rostro y escaneo de las huellas digitales) para combatir el terrorismo. Revisado durante la última semana de septiembre, culminó con su aprobación por el Senado a mediados de octubre como Provide Appropiate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism (PATRIOT) Act. Incluía una nueva definición de terrorismo y contemplaba la limitación de algunos derechos fundamentales: posibilidad de intervenir las líneas de teléfono o cualquier otro dispositivo electrónico de comunicación utilizado por persona sospechosa de terrorismo, identificación de remitentes y receptores de mensajes, conducción del tráfico de los usuarios hacia servidores centrales para su control, etc. De poco sirvieron las críticas de la Unión de Libertades Civiles de América sobre la inconstitucionalidad de algunas de sus cláusulas. La norma ampliaba definitivamente el estatuto pen register –dispositivo de seguimiento electrónico que se conecta a una línea de teléfono y registra los números marcados– a las comunicaciones electrónicas y a la navegación por Internet, de modo que para los investigadores sería más fácil obtener los datos sobre la actividad en Internet y el registro de información privada sobre direcciones IP. También contemplaba la obligación para los proveedores de servicios de Internet de contribuir en esta intervención, permitiendo a las autoridades capturar información o facilitándola 3. En febrero de 2002 era enviada al Congreso una nueva propuesta de ley, la Cyber Security and Enhancement Act, que contenía el endurecimiento de las penas para los hackers y crackers y obligaba a los ISPs a comunicar a las autoridades la existencia de “riesgos razonables” en el tráfico de comunicaciones, y no sólo los “riesgos graves” recogidos en la Patriot Act.

2.  Ello permitió a America Online y EarthLink la colaboración con el FBI en la consecución de información privada para esclarecer determinados hechos, aunque se negaron a instalar Carnivore por considerarlo innecesario. 3.  La Asociación de Internautas (AI) y la Asociación de Usuarios de Internet (AUI) calificaron de “demencial” la USA Patriot Act, en especial por permitir la reconducción del tráfico de Internet hacia servidores centrales, donde retendrían los mensajes de correo electrónico para su revisión.


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La última controversia sobre el respeto de la privacidad en EE.UU. ha derivado de la modificación de la FISA en julio de 2008. Los cambios introducidos, que tienen efectos retroactivos, permiten la interceptación de comunicaciones sin previa autorización judicial. Con esta nueva regulación se impide que puedan prosperar las demandas multimillonarias interpuestas contra las empresas de telecomunicaciones que pusieron sus medios al servicio de las Fuerzas de Seguridad norteamericanas. De poco ha servido la oposición de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), que ha considerado dichas modificaciones contrarias a la Constitución 4. El Reino Unido se sumó desde un principio a este tipo de regulación, con la consiguiente aprobación de normas ciertamente cuestionables 5. Y poco tiempo después lo haría Alemania. En el año 2006 el Estado de Renania del Norte-Wesfalia había aprobado una ley que autorizaba a la policía a introducirse, a través de Internet, en los ordenadores personales de los internautas sospechosos de terrorismo y analizar el contenido de su disco duro. El 27 de febrero de 2008 se pronunciaba el Tribunal Constitucional sobre su inconstitucionalidad, dejando entrever que sólo sería constitucional tal registro si la ley lo autorizase en casos de “peligro para la vida de las personas o riesgo para el Estado”, y previa autorización judicial. En su lectura pública, el Presidente del Alto Tribunal recalcaba que con esta sentencia se impulsaba la eficacia de un “derecho básico de garantía de confidencialidad e integridad de los sistemas técnicos de información”. En España se encuentra sometida a la consideración del Tribunal Constitucional la Ley 25/2007, de 18 de octubre, de conservación de datos relativos a las comunicaciones electrónicas y a las redes públicas de comunicaciones, que permite ciertos controles y seguimientos previos a la autorización judicial. El interés por evitar posibles abusos siempre ha existido, pero en ocasiones parece que se trata más bien de un interés no muy firme. En el marco comunitario ya se había apreciado con la propuesta a principios de diciembre de 2000 de la Carta Europea de Derechos Fundamentales en la Cum-

4.  Las modificaciones fueron aprobadas, tras un año de discusión, por el Senado norteamericano a principios de julio de 2008 por 69 representantes, y con tan sólo 28 votos en contra. Con ellas se legitimaban las interceptaciones llevadas a cabo desde el año 2005 sin previa autorización judicial. 5.  Ya había aprobado algunas normas para el ámbito laboral provocando ciertas suspicacias, como la Regulation of Investigatory Powers Act 2000, que permitía –con ciertos límites– a las empresas controlar el uso del correo electrónico desde los puestos de trabajo.


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bre de Niza; reforzaba el estatuto jurídico de los derechos que conforman la vida privada. A ella se uniría más tarde una Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de julio de 2002, relativa al tratamiento de los datos personales y a la protección de la intimidad en el sector de las comunicaciones electrónicas 6. Pero los acuerdos concretos adoptados en el seno del Consejo de Justicia y Asuntos de Interior restan efectividad. Por lo que se refiere a la regulación jurídica en territorio español, el año 2000 fue especialmente significativo. Entró en vigor la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal (LOPD) y el Tribunal Constitucional dictó dos sentencias de gran trascendencia que afectaban a la citada ley y a la derogada LORTAD. Desde entonces también hemos podido contar con las primeras sentencias del Tribunal Supremo, de los Tribunales Superiores de Justicia y de la Audiencia Nacional relativas a la privacidad y nuevas tecnologías. Más tarde se han elaborado otras normas importantes, como las leyes que sectorialmente vinieron a regular la Sociedad de la Información (LSSICE y LISI), o se han modificado otras, como la Ley General de Telecomunicaciones –y el Reglamento que la desarrolla–, que han arrojado luz y claridad sobre las innovaciones aportadas por las Nuevas Tecnologías. Es de destacar, fundamentalmente, la importancia de la LOPD para el reconocimiento y protección del derecho a la “autodeterminación informativa”, cumpliendo así con el mandato contenido en el art. 18.4 CE. Este derecho fundamental aporta –a la vertiente negativa, de exclusión, de la intimidad– una vertiente positiva que lo diferencia notablemente de la intimidad (art. 18.1 CE), aunque ambos derechos quedan bajo el paraguas de lo que nuestro Tribunal Constitucional entiende como vida privada. Por su parte, las SSTC 290/2000 y 292/2000, ambas de 30 de noviembre, resolvieron las dudas en torno a ciertas competencias legislativas sobre la cuestión y sobre el contenido esencial de los citados derechos respectivamente. A la intimidad y la autodeterminación informativa habría que añadir el derecho al secreto de las comunicaciones (art. 18.3 CE) y la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2 CE) 7 para completar el contenido de la privacidad.

6.  Complementa la regulación de la Directiva 95/46/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 24 de octubre, relativa a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de los datos personales y a la libre circulación de estos datos. 7.  Así viene a entenderlo el Tribunal Constitucional cuando expone que “el reconocimiento explícito en un texto constitucional del derecho a la intimidad es muy reciente y se encuentra en muy pocas Constituciones, entre ellas la española. Pero su idea originaria, que es el respeto


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2.  Qué debemos entender por vida privada Una primera dificultad que debemos resolver se centra en la diferenciación entre privacy –en ocasiones traducida como privacidad– e intimidad, términos no coincidentes en cuanto a su significación. Fue en una sentencia de 1873 de un tribunal norteamericano cuando se utilizó por primera vez el término privacy con una pretensión jurídica. En ella se apoyaron años más tarde los abogados Warren y Brandeis para escribir su artículo The Right to Privacy 8, en el que defendieron la existencia de un derecho a preservar la “privacidad” de posibles injerencias no consentidas. Aunque la reivindicación tenía su fundamento, los tribunales pusieron objeciones para reconocer una protección jurídica inexistente hasta el momento del entorno personal. Tras una serie de sentencias titubeantes y contradictorias, la dictada en 1905 por la Corte Suprema de Georgia en el caso Pavesick v. New England Life Insurance Company sería decisiva. En ella se reconocía a cualquier persona unos derechos, entendidos como naturales, que debían ser respetados tanto por las autoridades como por los particulares y entre ellos se encontraba el de la “libertad personal”, tanto en su vertiente de derecho a la vida pública como del derecho correlativo a la intimidad. Años más, la Corte Suprema de EE.UU. –con Brandeis entre sus magistrados– consagró, al amparo de la Cuarta Enmienda, el reconocimiento del ámbito personal merecedor de protección jurídica. Aunque esta enmienda –referida a la propiedad privada– trataba de proteger el derecho del ciudadano a la seguridad en su persona, domicilio, documentos y efectos frente a registros, arrestos y embargos sin causa suficiente, también incluía la ilicitud de cualquier orden de registro o arresto que no contuviera una motivación fundada y la descripción del lugar que debía ser registrado o de

de la vida privada, aparece ya en algunas de las libertades tradicionales. La inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, que son algunas de esas libertades tradicionales, tienen como finalidad principal el respeto a un ámbito de vida privada, personal y familiar, que debe quedar excluido del conocimiento ajeno y de las intromisiones de los demás, salvo autorización del interesado” (STC 110/1984, de 26 de noviembre, Fundamento Jurídico 3º). 8.  Warren, Ch. y Brandeis, L.D., “The Right to Privacy”, en Harvard Law Review, 4 (1890), pp. 193-200. El origen de este artículo estuvo en el acoso al que fue sometida –por parte de la prensa– la familia Warren, objeto de críticas continuas por su forma de vida. Warren, con buena formación jurídica, acudió a su amigo Brandeis con la pretensión de iniciar un trabajo que justificara la necesidad de proteger jurídicamente aquello que veía atacado en su familia sin causa legítima y limitar así la intrusión en determinadas esferas que debían tener la consideración de privadas.


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las personas o cosas sobre las que recaía la orden. La citada Enmienda se utilizó a partir de los años 30 para proteger la intimidad, pero no fue hasta 1965 cuando esta protección adquirió el rango de derecho constitucional, identificado su objeto con la “autonomía para tomar decisiones íntimas”, y con la característica más propia de los derechos humanos de la primera generación: la exclusión de terceros de ámbitos que se entienden reservados al titular del derecho. Dado que en Estados Unidos se aprecia aún la preeminencia de la propiedad, no sólo de las cosas materiales, sino también de todo lo que concierne a la persona, no resulta difícil comprender que el ámbito de la intimidad fuera concebido como una esfera en la que sólo cada persona puede decidir si permite o no a los demás participar de su conocimiento, de modo que la facultad principal consiste en algo negativo –excluir–, no en llevar a cabo acciones concretas o en controlar determinados datos 9. La mentalidad continental europea, por el contrario, no suele reducir los derechos a facultades negativas, de exclusión, sino que prima también su vertiente positiva 10; en el caso que nos ocupa conllevaría la facultad de controlar los datos personales por parte de cada sujeto, incluso de aquellos que aparentemente no son datos íntimos, pero que podrían dar acceso a nuestra intimidad si fueran tratados siguiendo determinadas pautas. No sólo se pretende limitar su conocimiento, sino poder cambiar datos, anularlos, pedir información sobre aquellos que nos afecten y del uso que se hace de los mismos, etc. En esta dirección apuntó la Carta Europea de Derechos Fundamentales, cuyos arts. 7 y 8 tienen por objeto esta cuestión. El primero establece que “toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y del secreto de sus comunicaciones”, lo que representaría la vertiente negativa o de exclusión de la vida privada. En cambio el segundo –más en consonancia con los adelantos tecnológicos– reconoce que “toda persona tiene derecho a la protección de los datos de carácter personal que la conciernan”, que deben ser tratados “de modo leal,   9.  Una de las consecuencias inmediatas de esta mentalidad es el juego de la exclusionary rule –también con fundamento en la Cuarta Enmienda– cuando se obtiene una prueba incriminatoria sirviéndose de un atentado a la vida privada, regla que deja al juez cierta discrecionalidad para decidir si es más valiosa la intimidad o el bien jurídico atacado y conocido mediante la acción ilegal. 10.  Vid. Carpintero, F., Libertad y Derecho, Escuela Libre del Derecho, México, 1999, pp. 12-105. No siempre fue así. Mientras que dominó la concepción de la Escuela Kantiana el objetivo del Derecho fue salvaguardar las esferas de libertad de los individuos, quedando reducidas a ámbitos de los que se podía excluir lícitamente a los demás.


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para fines determinados y sobre la base del consentimiento de la persona afectada o en virtud de otro fundamento legítimo previsto por la ley. Toda persona tiene derecho a acceder a los datos recogidos que le conciernan y a su rectificación. El respeto de estas normas quedará sujeto al control de una autoridad independiente” 11. Lo cierto es que podemos distinguir claramente entre intimidad y vida privada (o privacidad), pues la primera tiene como objeto propiamente excluir a los extraños del conocimiento de nuestros datos íntimos, mientras que la segunda conlleva no sólo el respeto de éstos, sino también su control, así como el secreto de las comunicaciones y de las circunstancias en que se producen, el control de otros datos públicos que dan acceso a la intimidad 12, etc. Además, por su naturaleza, podríamos decir que el secreto de las comunicaciones, o la inviolabilidad del domicilio, o incluso en ocasiones el control de datos, son derechos que están al servicio de la intimidad, pues lo que se pretende con ellos es evitar que se llegue al conocimiento de ésta. El derecho a la intimidad, por tanto, tendría un carácter material, mientras que los otros tendrían un carácter más formal; es decir, para evitar el conocimiento de la intimidad, toda comunicación debe ser secreta, o todo domicilio debe ser inviolable, o todos los datos personales deben permanecer bajo el control de su titular 13, salvo que haya una causa justifi-

11.  El contenido de estos dos artículos fue recogido también en el Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa (por ejemplo, artículos I-51, II-68, etc.). El hecho de que no fuera aprobada por Francia y Holanda impidió su entrada en vigor y su sustitución por el Tratado de Lisboa, recientemente rechazado por Irlanda. Sobre la relevancia y tratamiento de esta materia en Europa, vid. Pérez Luño, A.-E., “Internet y derechos humanos”, en La tercera generación de derechos humanos, cit., pp. 87-128, especialmente pp. 106-114 y Arenas Ramiro, M., “El principio del consentimiento en los Estados miembros de la Unión Europea”, en Revista Española de Protección de Datos, 2 (2007), pp. 159-183. 12.  La Exposición de Motivos de la LOPD se hizo eco de esta diferencia al manifestar que “la privacidad constituye un conjunto más amplio, más global, de facetas de su personalidad que, aisladamente consideradas, pueden carecer de significación intrínseca pero que, coherentemente enlazadas entre sí, arrojan como precipitado un retrato de la personalidad del individuo que éste tiene derecho a mantener reservado”. 13.  Ya en 1984 dejaba claro el Tribunal Constitucional que era necesario proteger determinados ámbitos para proteger la intimidad, manifestando que los avances tecnológicos obligaban “a extender esa protección más allá del aseguramiento del domicilio como espacio físico en que normalmente se desenvuelve la intimidad y del respeto a la correspondencia, que es o puede ser medio de conocimiento de aspectos de la vida privada. De aquí el reconocimiento global de un derecho a la intimidad o a la vida privada que abarque las intromisiones que por cualquier medio puedan realizarse en ese ámbito reservado de vida” (STC 110/1984, Fundamento Jurídico 3º).


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cada para permitir lo contrario. Habría que matizar que el simple hecho de intervenir una comunicación no implica forzosamente que podamos llegar a lo íntimo –dependerá de su contenido–, pero lo que no se puede negar es que constituye un medio idóneo para conseguirlo 14. Como consecuencia de estas distinciones, también se reivindica una protección diferente, acorde a cada ámbito. La intimidad, donde se sitúa “el ámbito de los pensamientos de cada cual, de la formación de las decisiones, de las dudas que escapan a una clara formulación, de lo reprimido, de lo aún no expresado y que quizás nunca lo será...”, debe estar protegida por un “velo de total opacidad que sólo podría ser levantado por el individuo mismo” 15. En cambio, la privacidad sería un ámbito donde imperan exclusivamente los deseos y preferencias individuales, condición necesaria del ejercicio de la libertad individual, y que podría denominarse “esfera personal reconocida”; sus límites dependerían del contexto cultural y social, de modo que el velo que la cubre debería ser de una transparencia relativa. Estas precisiones nos permiten un análisis o estudio, por separado, de los derechos afectados por las Nuevas Tecnologías en este ámbito, esto es, la intimidad, el secreto de las comunicaciones y la autodeterminación informativa, aunque todos conformen al mismo tiempo lo que entendemos como vida privada 16. 3.  El derecho a la intimidad Al establecer Yepes Stork las notas que definen a la persona, afirmaba que la primera de ellas es la intimidad, como grado máximo de la inmanencia o apertura hacia dentro que corresponde a cualquier ser humano 17. 14.  Así lo ha vuelto a declarar la STC 70/2002, en el Fundamento Jurídico 9º al estimar que “El concepto de lo secreto tiene carácter formal: ‘El concepto de secreto en el art. 18.3 tiene un carácter formal, en el sentido de que se predica de lo comunicado, sea cual sea su contenido y pertenezca o no el objeto de la comunicación misma al ámbito de lo personal, lo íntimo o lo reservado’”. 15.  Garzón Valdés, E., “Privacidad y publicidad”, en Doxa, 21-1 (1998), p. 226. 16.  Cfr. Pérez Luño, A.-E., “Biotecnologías e intimidad”, en La tercera generación de derechos humanos, cit., pp. 129-161, especialmente pp. 129-136. 17.  “La intimidad es el grado máximo de la inmanencia, porque no es sólo un lugar donde las cosas quedan guardadas para uno mismo sin que nadie las vea, sino que además es, por así decir, un dentro que crece, del cual brotan realidades inéditas, que no estaban antes: son las cosas que se nos ocurren, planes que ponemos en práctica, invenciones, etc. La intimidad tiene capacidad creativa. Por eso la persona es una intimidad de la que brotan novedades, una


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Es la nota que nos permite a cada uno ser nosotros mismos y de ahí su importancia y necesidad de protección, pues en ella entronca el rumbo que le demos a nuestras actuaciones y, en definitiva, a nuestra vida. No se trata solamente de proteger algo interno de las miradas extrañas, sino de permitir que ese algo “interno” guíe sin intromisiones ilegítimas el pleno desarrollo de cada persona de acuerdo con su dignidad. “La característica más importante de la intimidad es que no es estática, sino algo vivo, fuente de cosas nuevas, creadora: siempre está como en ebullición, es un núcleo del que brota el mundo interior. Por ahí se puede ver que ninguna intimidad es igual a otra, porque cada una es algo irrepetible, incomunicable: nadie puede ser el yo que yo soy. La persona es única e irrepetible, porque es un alguien; no es sólo un qué, sino un quién. La persona es la contestación a la pregunta ¿quién eres? Persona significa inmediatamente quién, y quién significa un ser que tiene nombre, que es alguien ante los demás” 18. Si arrebatáramos la intimidad a una persona, estaríamos atacando directamente su dignidad, lo más vulnerable del ser. Aunque la persona vive en sociedad, rodeado de otras muchas personas ante las que debe dar cuenta de innumerables actuaciones, sin embargo tiene también la necesidad de volverse hacia su interior y meterse dentro de sí. No solemos adoptar nuestras decisiones de un modo irreflexivo, instintivamente, sino que éstas suelen ser el resultado de un proceso racional interno en el que han intervenido sentimientos, formas de pensar, deseos, anhelos... que normalmente no deseamos revelar a los demás. Es más, en numerosas ocasiones nos comportaríamos de modo distinto si no pudiéramos mantener “retirado” de los demás ese proceso de toma de decisiones. Esta necesidad de la persona de retirarse a un lugar interior discreto es precisamente lo que viene a proteger el derecho a la intimidad y, en definitiva, lo que nos permite desarrollar la personalidad propia que quedará reflejada en nuestro comportamiento externo, porque la intimidad no se agota en la interioridad humana, sino que también condiciona la acción. La sobe-

intimidad creativa, capaz de crecer” y que cuando se muestra al exterior supone una “manifestación de la intimidad”. Yepes Stork, R., Fundamentos de Antropología, Eunsa, Pamplona, 1996, pp. 76-77. 18.  Yepes Stork, R., Fundamentos de Antropología, cit., p. 78. Afirma un poco antes que “lo íntimo es tan central al hombre que hay un sentimiento natural que lo protege: la vergüenza o pudor, que es, por así decir, la protección natural de la intimidad, el cubrir u ocultar espontáneamente lo íntimo frente a las miradas extrañas”. Cfr. también Spaemann, R., Personas. Acerca de la distinción entre “algo” y “alguien”, Eunsa, Pamplona, 2000.


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ranía del ser humano sobre sus acciones no puede consistir simplemente en no encontrar impedimentos para ejecutarlas, sino que excluye también la mirada ajena durante la decisión, puesto que esa mirada ajena puede condicionarnos en el modo de comportamiento. Como afirma L. García San Miguel, la intimidad sería “el derecho a no ser conocidos, en ciertos aspectos, por los demás. Es un derecho al secreto, a que los demás no sepan lo que somos o lo que hacemos” 19. E. Garzón llega a dar por válido que el paso desde lo privado hacia lo público pueda estar caracterizado por la hipocresía y la reducción de la verdad, de modo que cuando no nos sea posible evitar la curiosidad ajena y “malsana” de nuestra intimidad se convertiría en lícito actuar de acuerdo con lo “políticamente correcto”, aunque no responda exactamente a la verdad de lo que sentimos y pensamos 20. En definitiva, es un derecho al servicio de la libertad, fundamentalmente, en el desarrollo de la propia personalidad y debe ser, por tanto, uno de los derechos perfectamente delimitados y protegidos por cualquier ordenamiento jurídico. Es tal su importancia que los límites a su protección sólo quedan justificados en la medida que se establecen para salvaguardar la sociedad. Los textos internacionales no han hecho sino recoger esta necesidad humana, si bien se aprecia en ellos una visión más genérica y abstracta de la vida privada en contraposición a la mayor concreción de la intimidad que encontramos en los textos jurídicos de las legislaciones internas. El art. 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que “nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques” 21. Dado que la Declaración era tan sólo eso, una declaración, se

19.  García San Miguel, L., “El derecho a la intimidad”, en AA.VV., Diccionario crítico de derechos humanos. Univ. Internacional de la Rábida, Huelva, 2000, p. 258. 20.  Cfr. Garzón Valdés, E., Privacidad y publicidad, cit., p. 231. Previamente ha sentado la base de que la revelación de lo íntimo es discrecional por parte de su titular, y “ello explica por qué la revelación voluntaria de nuestra intimidad solemos hacerla sólo en caso de relaciones excepcionales como las que crea el amor o un cierto tipo de amistad que justamente llamamos ‘íntima’. En estos casos la revelación suele ser recíproca y es considerada como forma más auténtica de entrega al otro. Está también, desde luego, la transmisión de secretos al confesor, o su versión laica, el psicoanalista” (p. 229). 21.  También de 1948, aunque un poco anterior, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en su art. 5, establecía que “toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra los ataques abusivos a su honra, a su reputación y a su vida privada y familiar”. Y el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos establecía dos años más tarde en su art. 8 que “Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de


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hacía preciso establecer mecanismos de garantía que pudieran ofrecer una protección real y efectiva tanto de la intimidad como del resto de derechos humanos que guardan relación con ella; para cumplir tal misión se aprobó en 1966 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo art. 17 establecía que nadie sería “objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra y reputación”; este instrumento contemplaba algunos mecanismos –insuficientes a todas luces– para la salvaguarda de los derechos o reparación por la vulneración de los mismos. La diferencia más destacable entre uno y otro artículo es que en el segundo texto se abren las puertas a las injerencias “legales”, es decir, se pone de manifiesto que la intimidad no puede ser entendida como derecho absoluto, sino que es susceptible de límites; pero continúa siendo preceptiva la eliminación de cualquier injerencia arbitraria, haya sido o no objeto de una regulación legal. Otros textos, de diversos ámbitos de aplicación, vinieron con posterioridad a incidir sobre la importancia –para el desarrollo de la persona– que tiene la protección de la intimidad, como fueron el Pacto de San José de Costa Rica de 1970, el Convenio 108 Para la protección de las personas en lo relativo al tratamiento automatizado de datos de carácter personal de 1981 22, la Declaración del Parlamento Europeo sobre Derechos y Libertades Fundamentales de 1989, la Convención de los Derechos del Niño de 1990, etc. El más reciente es la ya citada Carta Europea de Derechos Fundamentales, aprobada en Niza en diciembre de 2000, que reconoce el derecho al respeto de la vida privada y familiar, de su domicilio y del secreto de sus comunicaciones (art. 7) y el derecho a la protección de los datos de carácter personal (art. 8). La debilidad de estas exigencias proviene no del fundamento que las acompaña –sin duda cuentan con un fundamento fuerte–, sino del tipo de texto en el que se recogen, que se asemejan más a declaraciones de buena voluntad. Lo que sí aportan, sin embargo, es una mayor claridad en torno a la autonomía entre cada uno de estos derechos sin privarlos de una estrecha conexión.

su domicilio y de su correspondencia”. Solamente razones de seguridad, bienestar económico, defensa del orden, prevención de infracciones penales, protección de la salud, de la moral o de los derechos y libertades de los demás podrían justificar injerencias en este ámbito de la intimidad. 22.  Modificado en junio de 1999, fue uno de los textos internacionales más importantes. España se cuenta entre los primeros Estados que lo ratificaron –junto con Alemania, Noruega, Suecia y Francia–, entrando en vigor en noviembre de 1985.


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El paso definitivo para distinguir de forma clara los diversos derechos que conforman la vida privada lo dieron los textos constitucionales, que abandonaban esta expresión para dar cabida de forma expresa a la “intimidad”, con la advertencia del peligro que podría derivar de las Nuevas Tecnologías. Así, nuestra Constitución recogió en su art. 18.1 el derecho a la intimidad personal y familiar y en el 18.4 limitó el uso de los medios informáticos cuando con ellos se pudiera lesionar tal derecho. Ese derecho a la intimidad recogido en el art. 18.1, lo definiría el Tribunal Constitucional más tarde como “un ámbito propio y reservado frente a la acción y conocimiento de los demás, necesario –según las pautas de nuestra cultura– para mantener una calidad mínima de la vida humana” 23. Esta fórmula, más o menos general, permite incluir en ese ámbito no sólo los datos, sucesos, acciones, etc., que se produzcan en la intimidad, sino también todo aquello que, aún siendo público y notorio, o bien ha sido difundido más allá del ámbito en que tenía sentido su conocimiento, o bien puede dar acceso a la intimidad al ponerlo en conexión con otros datos 24. El segundo supuesto se enmarcaría concretamente en lo que se ha denominado “teoría mosaico”: un dato conocido públicamente, pero aislado, puede ser inocuo, pero puesto en conexión con otros datos también públicos puede revelar el perfil íntimo de una persona. Las Nuevas Tecnologías permiten la obtención de estos datos, su almacenamiento, su tratamiento, su combinación, etc., hasta indicarnos, por ejemplo, si conviene a un empresario contratar a un determinado trabajador o si a una aseguradora le compensa mantener a determinados asegurados, etc. Por ello distingue el Derecho entre la facultad de excluir los datos del conocimiento ajeno y la de controlarlos. En el primer caso nos encontraríamos ante el derecho a la intimidad, cuya función es proteger frente a cual23.  STC 231/1988, Fundamento Jurídico 3º; esta idea ha sido reiterada en las SSTC 179/1991, Fundamento Jurídico 3º, 20/1992, Fundamento Jurídico 3º, 57/1994, Fundamento Jurídico 5º, 143/1994, Fundamento Jurídico 6º, etc. 24.  Es difícil obtener una definición de dato íntimo que salve todas las dificultades. Podríamos definirlo como aquél que se produce en la intimidad y que carece de trascendencia para la vida social, de modo que ésta podría continuar su curso sin resentirse a pesar de su ignorancia. Pero esta definición nos sirve a medias solamente, pues con ella tendríamos que valorar en cada caso si algo íntimo repercute o no. Por ejemplo, puede pertenecer a la intimidad el hecho de que una persona sea heroinómana, y que no podamos ir preguntándole a los demás si son drogadictos. Pero ¿qué pasaría si esa persona es anestesista y puede contagiar una enfermedad como la hepatitis a los pacientes que entran en quirófano? Pues que entrar a conocer ese dato no supondría una violación de la intimidad, ni tampoco lo sería informar sobre ello si se hubieran producido los contagios.


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quier invasión que pueda realizarse “en aquel ámbito de la vida personal y familiar que la persona desea excluir del conocimiento ajeno y de las intromisiones de terceros en contra de su voluntad” 25. El segundo, por el que podemos proteger nuestros datos, nos garantiza “un poder de control sobre los datos personales, sobre su uso y destino, con el propósito de impedir su tráfico ilícito y lesivo para la dignidad y derecho del afectado” 26. 4.  El derecho a la autodeterminación informativa Este derecho, recogido en el art. 18.4 de la Constitución, había sido desarrollado por la LORTAD y ampliamente perfilado por la STC 254/1993, de 20 de julio 27. Las SSTC 290/2000 y 292/2000, de 30 de noviembre, que resolvieron los recursos presentados contra la LORTAD y la LOPD supusieron un paso definitivo en su consolidación detallada, y se ha establecido un marco más acorde a los nuevos avances tecnológicos con la aprobación de la Ley sobre la Sociedad de la Información y el Comercio Electrónico y la Ley de Impulso de la Sociedad de la Información. Aunque la generalidad de la doctrina, incluido el Tribunal Constitucional, fundamenta este derecho –también llamado derecho de libertad informática– en el art. 18.4 CE, no falta quien prefiere recurrir a otra fundamentación del mismo, como ocurre con M. Jiménez de Parga, que en su voto particular a la Sentencia 290/2000 negaba su contemplación expresa en el texto constitucional y defendía su vertebración partiendo del art. 10.1 y su configuración a partir de los arts. 18.1 y 20.1 CE 28. La Sentencia 290/2000 resolvía en realidad una cuestión de competencias, pero dejó fuera de dudas el ámbito de aplicación definitivo de 25.  STC 144/1999, de 22 de julio, Fundamento Jurídico 8º. 26.  STC 292/2000, de 30 de noviembre, Fundamento Jurídico 6º. 27.  Cuya doctrina ha sido reiterada con posterioridad, entre otras, en las SSTC 143/1994, de 9 de mayo (que se pronunciaba sobre el uso del NIF), 11/1998, de 13 de enero, y 94/1998, de 4 de mayo (ambas sobre datos de afiliación sindical), 202/1999, de 8 de noviembre (sobre datos médicos), etc. Sobre la acumulación de datos médicos, vid. Romero, Mª J., “A propósito de la creación por parte de una entidad bancaria de una base de datos relativa a las bajas médicas de sus trabajadores”, en Revista de Derecho Social, 10 (2000), pp. 123-130; Rodríguez, S., “La intimidad del trabajador en el uso de diagnósticos médicos informatizados”, en Revista Española de Derecho del Trabajo, 101 (2000), pp. 287-299. 28.  Afirma que “los cimientos constitucionales para levantar sobre ellos el derecho de libertad informática son más amplios que los que proporciona el art. 18.4 CE”. Voto particular, apartado 4.


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la LOPD. Efectivamente, la Sentencia resolvía los recursos interpuestos contra la LORTAD en el año 1993, cuyos argumentos fueron discutidos y debatidos junto a los de la Abogacía del Estado y el Ministerio Fiscal hasta julio de 1998. Con la aprobación y entrada en vigor de la LOPD y la derogación expresa de la LORTAD, los únicos recursos que mantuvieron una razón de subsistencia fueron los presentados por el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña y por el Parlamento de Cataluña, pues el problema planteado en sus recursos seguía siendo el mismo 29, esto es, si el Estado tenía competencias para atribuir a la Agencia Española de Protección de Datos y al Registro General de Datos Personales –como órgano integrado de aquella– las funciones que le otorgaba sobre ficheros de titularidad privada en todo el territorio nacional. La respuesta del Tribunal fue contundente al respecto: tanto la LORTAD antes, como ahora la LOPD, tienen como objeto la protección eficaz de un derecho fundamental –común en todo el territorio nacional–, no el establecimiento de una simple regulación del uso de la informática, donde sí podrían tener consideración las cuestiones competenciales 30. Dado que se trata de asegurar la igualdad de todos los españoles en el disfrute de los derechos fundamentales, “es claro que las funciones y potestades de este órgano [la Agencia de Protección de Datos] han de ejercerse cualquiera que sea el lugar del territorio nacional donde se encuentren los ficheros automatizados conteniendo datos de carácter personal y sean quienes sean los responsables de tales ficheros” 31. Por su parte, la Sentencia 292/2000 –como decía más arriba– tiene especial

29.  En su Fundamento Jurídico 4º establece esta sentencia que “la regla general en este supuesto es que cuando la controversia competencial se ha planteado ante este Tribunal por el cauce del recurso de inconstitucionalidad o el conflicto de competencias y tal controversia pervive tras la derogación de la ley que ha suscitado el conflicto, es procedente que nos pronunciemos sobre el mismo”. 30.  Es rotundo en su Fundamento Jurídico 11º al afirmar que “si se considera la actividad aquí examinada como meramente instrumental o accesoria de otras materias competenciales, es claro que con este planteamiento se está desvirtuando cuál es el bien jurídico constitucionalmente relevante, que no es otro que la protección de los datos de carácter personal frente a un tratamiento informático que pueda lesionar ciertos derechos fundamentales de los ciudadanos o afectar al pleno ejercicio de sus derechos... El objeto de la Ley cuyos preceptos se han impugnado no es el uso de la informática, sino la protección de los datos personales. De suerte que esta protección mal puede estar al servicio de otros fines que los constitucionales en relación con la salvaguardia de los derechos fundamentales, ni tampoco puede ser medio o instrumento de actividad alguna”. 31.  STC 290/2000, Fundamento Jurídico 14º. Sin embargo, no hay inconveniente en que las Comunidades Autónomas tengan sus propias APD.


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importancia, pues no sólo reitera la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el derecho a la autodeterminación informativa, sino que también declara nulos determinados incisos de la LOPD, reforzando de este modo la importancia que ya se venía concediendo a este derecho fundamental. Sobre la concreción positiva de este derecho, habría que decir que fue el Tribunal Constitucional alemán el primero en establecer unas directrices claras al enjuiciar la Ley del Censo alemana de 1983, pues vislumbró que tan importante era reconocer unas esferas personales dignas de protección y reservadas frente al conocimiento ajeno, como reconocer las facultades de control de tales zonas y de los datos que se generaran en ellas. Quedaba configurado así un derecho que otorgaba a cada persona el control sobre la información que pudiera obtener el poder público o las personas privadas y el uso que pudieran hacer de ella 32. Nuestro Alto Tribunal tardó unos años más, pero llegado el momento admitió que “la garantía de la intimidad adopta hoy un contenido positivo en forma de derecho de control sobre los datos relativos a la propia persona. La llamada libertad informática es, así, también, derecho a controlar el uso de los mismos datos insertos en un programa informático (habeas data) y comprende, entre otros aspectos...” 33. La STC 292/2000 dio por admitida esta doctrina de forma unánime en sus Fundamentos Jurídicos 4º y 5º, de modo que no se cuestionaba otra posibilidad. Afortunadamente, tanto el legislador comunitario como nuestro legislador nacional han realizado un notable esfuerzo por conseguir una legislación de desarrollo de este derecho fundamental, aunque el resultado no haya sido todo lo idóneo que se esperaba. En el ámbito comunitario contamos con tres Directivas importantes. La primera Directiva de trascendencia fue la 95/46/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 24 de octubre de 1995, relativa a la protección de las personas físicas en lo que

32.  Rodríguez, B., El secreto de las comunicaciones..., cit., pp. 14-15. Considera que este derecho es inseparable de la intimidad; sería, efectivamente, como la otra cara de la moneda, distinto, pero inseparable de la faceta negativa o excluyente (cfr. pp. 15-17). Vid. una opinión crítica sobre la argumentación del Tribunal Constitucional alemán, por su complejidad, en Pérez Luño, A.-E., “Biotecnologías e intimidad”, en La tercera generación de derechos humanos, cit., pp. 130-132. 33.  STC 254/1993, de 20 de julio, Fundamento Jurídico 7º. En el Fundamento Jurídico anterior declara que el art. 18.4 establece un derecho fundamental claro, “el derecho a la libertad frente a las potenciales agresiones a la dignidad y a la libertad de la persona provenientes de un uso ilegítimo del tratamiento mecanizado de datos, lo que la Constitución llama ‘la informática’, lo que se ha dado en llamar libertad informática”.


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respecta al tratamiento de los datos personales y a su libre circulación. La segunda es de julio de 2002 (2002/58/CE), relativa al tratamiento de los datos personales y a la protección de la intimidad en el sector de las comunicaciones electrónicas. La última, es la Directiva 2006/24/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de marzo, relativa a la conservación de datos generados o tratados en relación con la prestación de servicios de comunicación electrónica 34. En el ámbito nacional tendríamos que destacar, naturalmente, la LO 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal y algunos artículos de la Ley 32/2003, de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones y la Ley 25/2007, de 18 de octubre, de conservación de datos relativos a las comunicaciones electrónicas y a las redes públicas de comunicaciones (hoy recurrida ante el Tribunal Constitucional). Entre las normas de rango inferior, muy numerosas, tiene especial relevancia el RD 1720/2007, de 21 de diciembre, por el que se aprueba el Reglamento de Desarrollo de la LOPD. El objeto de este derecho, como tiene declarado el Tribunal Constitucional, es más amplio que el objeto del derecho a la intimidad, pues incluiría también la protección de los datos relativos al honor y al pleno ejercicio de los derechos de la persona, es decir, aquellos datos que sean relevantes para el ejercicio de cualquier derecho relacionado con el honor, la ideología, la intimidad personal o familiar, o a cualquier otro bien constitucionalmente amparado 35. Además, como he advertido anteriormente, podríamos afirmar que su objetivo tiene un cierto carácter formal, pues trata de evitar que un extraño consiga llegar hasta lo que propiamente constituye la intimidad de la persona mediante el tratamiento de datos que han podido ser obtenidos lícitamente 36. Por ello, fue normal la preocupación que suscitó en ciertos círculos norteamericanos el lanzamiento de Passport por parte de Microsoft

34.  Sobre su posible nulidad, vid. Guerrero Picó, M. C., “Operadores privados y seguridad pública: la retención de los datos de tráfico a la luz de la sentencia PNR”, en Revista Española de Protección de Datos, 2 (2007), pp. 185-215. 35.  STC 292/2000, Fundamento Jurídico 6º. En concreto, “los datos amparados son todos aquellos que identifiquen o permitan la identificación de la persona, pudiendo servir para la confección de su perfil ideológico, racial, sexual, económico o de cualquier otra utilidad que en determinadas circunstancias constituya una amenaza para el individuo”. 36.  Se aprecia una diferenciación entre simples datos personales (nombre, dirección, etc.) y datos personales sensibles, referidos éstos últimos al origen racial o étnico, ideología, creencias religiosas o filosóficas, afiliación sindical, salud o vida sexual. Los segundos tienen un nivel mayor de protección, necesitándose para su tratamiento un consentimiento explícito del interesado o una causa estricta contemplada en la legislación.


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hace años. El Electronic Privacy Information Center y otras organizaciones pro defensa de la privacidad presentaron el 26 de julio de 2001 una demanda formal ante la Comisión Federal de Comercio (FTC) alegando que el sistema de autenticación Passport de Microsoft, incluido en Windows XP, violaba las leyes federales de privacidad, pues obligaba a los usuarios a almacenar sus datos personales en una base de datos de la compañía. Este sistema, que recogía información personal de los consumidores –como las contraseñas e información de las tarjetas de crédito– y las almacenaba en una base para que el usuario no tuviera que reescribirlas continuamente al realizar sus compras por Internet –se introducía automáticamente–, suponía una gran comodidad para los usuarios, pero al concentrar toda la información personal de cada usuario dejaba abierta una puerta al tratamiento abusivo de los mismos, lo que suponía para los defensores de la privacidad una causa de alarma 37. Microsoft acudió a Washington a petición del Center for Democracy & Technology, grupo que defiende los intereses de los consumidores, para discutir los detalles técnicos de Passport y rebatir todas estas acusaciones. Se ha dado un gran paso en las garantías de la privacidad en la Sociedad de la Información con el reconocimiento de la dirección IP como dato de carácter personal. La dirección IP o serie de números que identifica un ordenador tiene hoy día la consideración indiscutible de dato de carácter personal porque puede revelar (no siempre) la identidad del usuario y la actividad que se desarrolla desde un ordenador. Así lo reiteró en el Parlamento Europeo (enero de 2008) Peter Scharr, Director de la Oficina de Protección de Datos alemana y presidente del Grupo de la UE que analiza los procedimientos de buscadores y titulares de otros servicios que pretenden servirse de esta información para remitir publicidad. Aunque en España ya había sido considerada con tal carácter por el Informe 327/2003 de la Agencia Española de Protección de Datos, la entrada en vigor del RD 1720/2007, de 21 de diciembre, por el que se aprueba el Reglamento de Desarrollo de la LOPD supone desterrar toda duda al respecto. Todos los ficheros en los que queden recopiladas estas direcciones, las direcciones de

37.  Microsoft utilizaba este sistema en MSN Messenger y en los servicios de correo electrónico de Hotmail, en el acceso online a Microsoft Developer Network y en las adquisiciones de libros electrónicos para Microsoft Reader, entre otros productos y servicios. Además, Passport también era el sistema de autenticación para HailStorm, un conjunto de servicios web que permitiría a los suscriptores acceder a sus mensajes, listas de contactos, compras y otros servicios, tales como banca o entretenimiento.


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e-mail o los nombres de personas asociados a ellas –con independencia del sistema utilizado– deberán ser comunicados a la Agencia, y su tratamiento deberá contar con el consentimiento de los afectados 38. Para evitar que pueda resultar afectada la intimidad, las normas coin­ ciden en establecer una serie de principios que deben regir bien en el momento de recoger los datos, bien en el momento de su tratamiento. La recolección de datos personales debe estar presidida por los principios de justificación legal y social (motivo lícito para llevarla a cabo), de licitud y limitación (a través de medios lícitos –legales y consentidos– y sólo aquellos datos necesarios para cumplir con el fin que se persigue), de fidelidad a la información (deben ser datos completos, exactos y actuales, con posibilidad de ser rectificados cuando falte alguna de estas características) y de pertinencia y finalidad (sólo se deben conservar para la finalidad perseguida lícitamente). Por lo que respecta a los principios que deben regir el tratamiento y procesamiento de los datos ya recogidos, encontramos el de confidencialidad de los datos recogidos (incluye a la entidad y a sus trabajadores), el de seguridad (el responsable de los archivos debe disponer las medidas para preservarlos del conocimiento ajeno), el de caducidad (deben mantenerse solamente hasta que se alcance el fin perseguido, procediéndose a la cancelación inmediatamente después) y el de autonomía de la voluntad (cualquier tratamiento debe ser previamente consentido por el titular de los datos). Todos estos principios han informado las Directivas citadas y las normas nacionales, pero en un principio incurrían en el error de proteger fundamentalmente frente a los abusos por parte del sector público y pasaban de puntillas por el ámbito del sector privado. Las últimas modificaciones de las normas reguladoras han introducido mecanismos para hacerlos efectivos en todo momento tanto frente a la administración pública como frente a cualquier particular. Hemos hecho notar anteriormente que las facultades que nos otorga el derecho de intimidad son negativas, de exclusión de la mirada extraña, comprendiendo aquellos datos que siendo públicos rebasan su ámbito de conocimiento propio o aquellos que puestos en relación con otros revelan

38.  Los Proveedores de Acceso a Internet tienen identificados a sus abonados, tanto si su dirección es estática como dinámica, pero tanto su dirección IP como los datos asociados (conexión, fecha, duración, etc.) tienen la consideración de dato de carácter personal y protegidos, por tanto, por las garantías establecidas legalmente. Sólo caben las excepciones establecidas por la ley o cuando los datos sean, por alguna razón, públicos, en cuyo caso quedaría excluido el tratamiento no consentido.


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la intimidad. En cambio lo propio del derecho a la autodeterminación informativa es que nos otorga facultades positivas, de acciones concretas, erigiéndonos en señores de la información personal que generamos. Si en la realidad no podemos hacer uso de esas facultades, nuestro derecho será teórico, pero no un derecho real. Estas facultades se podrían resumir en: consentir la recogida –la obtención y el acceso a los datos personales–, consentir su posterior almacenamiento y tratamiento, consentir su uso o usos posibles por un tercero, saber en todo momento quién dispone de esos datos y qué usos hace de ellos, y, por último, la de denegar esa posesión y uso 39. Es decir, la libertad informática atribuye un “haz de facultades” por las que el sujeto de derecho puede imponer a terceros la realización u omisión de determinados comportamientos relacionados con el uso de la informática que le afectan a él personalmente 40. ¿Por qué el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales y anuló determinados incisos de la LOPD? Precisamente por no haber establecido unas garantías precisas y eficaces de estas facultades, que podían quedar convertidas en facultades teóricas –pero no reales– y convertir el derecho a la autodeterminación informativa en un derecho impracticable. En concreto, los arts. 21 y 24 abrían las puertas a cesiones de datos sin previa información (y preceptiva autorización) a través de normas reglamentarias, lo que suponía una restricción del derecho contraria a Derecho, que exige una norma de rango legal: en el caso del “derecho a la protección de datos personales cabe estimar que la legitimidad constitucional de la restricción de este derecho no puede estar basada, por sí sola, en la actividad

39.  STC 292/2000, Fundamento Jurídico 7º. Lo realmente importante será conseguir un control efectivo sobre los datos personales y la información personal que generamos, no sólo para evitar la consecución de perfiles que puedan interesar desde un punto de vista comercial, sino para evitar cualquier retrato de la intimidad de una persona. 40.  Un ejemplo reciente, fuera de España, que nos puede servir para poner de manifiesto la facilidad con la que se vulneran estas facultades se produjo en Italia en mayo de 2008. La Agencia Tributaria italiana colgó durante unas horas en Internet los datos de todas las declaraciones correspondientes al año 2005. La Autoridad Garante de la Protección de Datos Personales requirió horas después su retirada por vulnerar la ley de protección de datos personales; al día siguiente prohibió definitivamente su publicación. Fuentes del Gobierno comunicaron que se trataba de favorecer la democracia y la transparencia. La Autoridad Garante reconoció que la ley permitía a la Agencia Tributaria elaborar esas listas, pero no elegir los modos de publicación (sin filtros ni protección). Codacons, asociación de consumidores, interpuso demanda contra el ex-Secretario de Estado de Economía (responsable de la decisión) por la que solicitaba una indemnización de 20.000 millones de euros (520 por cada contribuyente afectado).


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de la Administración Pública. Ni es suficiente que la ley apodere a ésta para que precise en cada caso sus límites”. Es el legislador y sólo él quien debe determinar cuándo concurre un bien o un derecho que justifique una restricción, en qué circunstancias cabe la limitación y qué reglas precisas deben seguirse, de modo que el afectado pueda prever las consecuencias. Y ello requiere también desterrar las expresiones “interés público” o “intereses de terceros más dignos de protección” por constituir fórmulas abiertas y ambiguas que pueden suponer una restricción arbitraria del derecho en cuestión por parte de las administraciones públicas. Junto a lo anterior, uno de los mayores problemas que se nos plantea viene derivado de la internacionalidad de la red. Aunque un país establezca una regulación protectora, puede ocurrir que los datos salgan de su ámbito territorial de protección a otro país que carece de una protección similar. La Unión Europea, consciente de este problema ante el avance de las comunicaciones electrónicas, propuso en agosto de 2000 el texto de una Directiva que contemplaba también el tratamiento de los datos personales y la protección de la intimidad en este tipo de comunicaciones 41. El 28 de enero de 2002 se aprobó la Posición Común nº 26/2002 sobre esta nueva Directiva, con la aprobación por el Consejo de un buen número de enmiendas realizadas por el Parlamento Europeo; la Directiva fue aprobada definitivamente unos meses más tarde. Este nuevo texto, junto a las Directivas 95/46/CE y 97/66/CE, establecerá el marco jurídico de cesión de datos personales a terceros países siempre que se garantice una “protección adecuada”. No obstante, las asociaciones de usuarios han vuelto a denunciar en mayo de 2008 que los últimos convenios establecidos entre la Unión Europea y terceros países sobre esta materia no respetan íntegramente el contenido del Derecho comunitario 42. La trascendencia de este derecho fundamental se puso de manifiesto, por ejemplo, con el aumento de los mensajes electrónicos no solicitados

41.  En el quinto considerando reconoce que “el éxito del desarrollo transfronterizo de estos servicios (se refiere a las comunicaciones electrónicas) depende en gran parte de la confianza de los usuarios en que no se pondrá en peligro su intimidad”, para añadir en el sexto que “los servicios de comunicaciones electrónicas disponibles al público a través de Internet introducen nuevas posibilidades para los usuarios, pero también nuevos riesgos para sus datos personales y su intimidad”. Sus veinte artículos tienen como objetivo que puedan seguir desarrollándose las comunicaciones electrónicas, pero sin que ello suponga abrir las puertas a los posibles abusos en el tratamiento de datos tanto por los prestadores del servicio como por las autoridades. 42.  Vid. sobre esta cuestión, por ejemplo, el Informe Jurídico 0391/2007 de la Agencia Española de Protección de Datos sobre Cribado de correo electrónico.


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(spam), que destaparon el tráfico de datos existente sin que los usuarios tuvieran conocimiento 43. Estas conductas, cada vez más extendidas, son constitutivas de verdaderos atentados difíciles de evitar y su fin más común suele ser la venta a otras compañías de los datos de clientes propios o de personas ajenas que han utilizado determinados servicios. Uno de los casos más relevantes en este terreno fue el de Toysmart.com, que pretendió vender las bases de datos de sus clientes antes de proceder a su cierre 44. En Europa –como hemos visto– la protección jurídica es mayor, aunque el problema es que muchos europeos contratan directamente con empresas norteamericanas o de otros países, que no resultan obligadas jurídicamente al respeto de las garantías europeas. Entre los medios utilizados para conseguir datos personales destaca la implantación de cookies en el disco duro del usuario, de modo que, cada vez que comienza una sesión de navegación en Internet, estará enviando información hacia algún lugar sin que tenga conocimiento de ello. Algunos países han decidido regular restrictivamente estas prácticas, como Francia, que modificó su legislación para autorizar las cookies únicamente si el usuario había “recibido previamente una información clara y completa sobre las finalidades del tratamiento y los medios de los que dispone para oponerse a el” 45. Los organismos comunitarios no pudieron llegar a un acuerdo unánime sobre su regulación, pues algunos Estados miembros se encontraron con la presión del sector publicitario y al final se optó por dejar un margen de libertad en la regulación nacional 46. 43.  Vid., por ejemplo, los dictámenes del Grupo de Trabajo creado por el artículo 29 de la Directiva 95/46/CE, en particular el Dictamen 2/2006 sobre el Respeto de la Privacidad en relación con la prestación de servicios de cribado de correo electrónico. 44.  Tras un largo proceso, un juez federal de EE.UU. lo evitó a principios de 2001 ordenando la destrucción de la lista. Dos meses más tarde el Senado estadounidense aprobaba una ley, por 83 votos a favor y 15 en contra, prohibiendo a las compañías vender o alquilar los datos de clientes cuando para su obtención se habían comprometido a no hacerlo. 45.  Sin embargo, contempla la legalidad del uso de estos ficheros siempre que sean empleados exclusivamente para facilitar las comunicaciones, prohibiendo además que el acceso a un sitio quede condicionado a la aceptación por parte del internauta de que sus datos sean almacenados en su ordenador para otros fines que no sean los autorizados. 46.  J. A. Ureña propone, como única solución a los problemas de injerencia en la intimidad que suponen las cookies, la combinación de medidas de protección basadas en autoprotección, códigos de conducta y acuerdos internacionales. A pesar de que coincido con este planteamiento, entiendo que ni aún así quedaría garantizada de forma efectiva la intimidad. Vid. Ureña, J. A., “Internet y la protección de datos personales”, en Internet y Derecho. Monografías de la Revista Aragonesa de Administración Pública IV. Gobierno de Aragón, Zaragoza, 2001, pp. 128-141.


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En cuanto a los seguimientos y obtención de datos por parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado, es preciso hacer notar que debe existir un equilibrio entre los derechos individuales y los intereses generales, y para ello es necesario que los datos sean obtenidos y procesados legítimamente (legalidad y justicia), con fines específicos previamente establecidos (legalidad) y asegurando la proporcionalidad entre medios utilizados (lo que podemos perder en el camino) y los objetivos que pretendemos alcanzar. No podemos ignorar que para perseguir a “posibles terroristas” se procesan datos (viajes, finanzas, telecomunicaciones, etc.) que afectan a otras muchas personas inocentes; si se permitiera que el control y seguimiento fuera previo a cualquier control judicial que pudiera velar por la legitimidad, nuestra vida privada sería una quimera. 5.  El derecho al secreto de las comunicaciones Tuvo un reconocimiento en los textos constitucionales muy anterior al derecho a la intimidad, quedando recogido en España por primera vez en los arts. 7 y 8 de la Constitución de 1869, y reconocido de nuevo en las de 1876 (art. 7) y 1931 (art. 32). Nuestra Constitución establece en su art. 18.3 textualmente que “se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial”. Aunque tan sólo recoge las más comunes, la expresión “en especial” supone que pueda quedar protegida cualquier tipo de comunicación realizada a distancia, por lo que no se puede albergar dudas sobre si la comunicación electrónica queda amparada o no: “se limita a actuar como fórmula de apertura de cara al desarrollo futuro de nuevas formas de comunicación a distancia por canal cerrado” 47. La STC 70/2002, de 3 de abril, tuvo que realizar una llamada de atención al legislador al afirmar en su noveno Fundamento Jurídico que “Ciertamente los avances tecnológicos que en los últimos tiempos se han producido en el ámbito de las telecomunicaciones, especialmente en conexión con el uso de la informática, hacen necesario un nuevo entendimiento del concepto de comunicación y del objeto de protección del derecho fundamental, que extienda la protección a esos nuevos ámbitos, como se deriva necesariamente del tenor literal del art. 18.3 CE”. No entró en más profundidades,

47.  Rodríguez, B., El secreto de las comunicaciones..., cit., p. 67.


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pero al menos dio a entender que no era ajeno a los avances en este terreno. El derecho al secreto de las comunicaciones, al igual que el derecho al control de nuestros datos, se caracteriza por ser al mismo tiempo un derecho autónomo del derecho a la intimidad e inseparable de ésta 48, pues lo que se pretende salvaguardar es precisamente tanto la intimidad en las comunicaciones privadas –aquí radica la autonomía– como el acceso al resto de la intimidad a través de la interceptación de las comunicaciones, sean orales o escritas. A diferencia de la intimidad, ha sido entendido mayoritariamente como un derecho de carácter formal, es decir, que siempre que se produce una injerencia sin la correspondiente autorización judicial, se consuma un atentado contra este derecho. Sin embargo, el Tribunal Constitucional no lo ha entendido así, pues su modo de enjuiciar las demandas de amparo consiste en constatar primero si se ha producido una injerencia y, en caso afirmativo, valorar si tiene algún tipo de justificación, aunque se haya producido sin la preceptiva resolución judicial 49; combina, pues, el carácter formal y el material para realizar un juicio de valor 50. Con

48.  Esta idea es repetida constantemente a lo largo de la obra de Rodríguez, B., El secreto de las comunicaciones..., cit., pp. 1, 4, 14, 20-21, 24, etc. Considera que la intimidad constituye un derecho más flexible en cuanto a su contenido (puede proteger también las conversaciones y comunicaciones privadas), por ello, cuando alguna de sus zonas de protección pueden ser bien definidas, como ocurre con las comunicaciones, “dichas zonas deben ser reconocidas como derechos independientes” (p. 4). 49.  En sentido contrario a este modo de proceder se pronuncia J. Jiménez Campos, que entiende que la intimidad tiene siempre un contenido material, mientras que el secreto de las comunicaciones es rigurosamente formal, pues “toda comunicación es, para la norma fundamental, secreta, aunque sólo algunas, como es obvio, serán íntimas”. Jiménez Campos, J., “La garantía constitucional del secreto de las comunicaciones”, en Revista Española de Derecho Constitucional, 20 (1987), p. 41. 50.  Así, podemos leer en la STC 70/2002, de 3 de abril, Fundamento Jurídico 9º que “Esta doctrina –establecida ciertamente en otro ámbito diferente, pero conexo– resulta aplicable también a los supuestos que nos ocupan. La regla general es que el ámbito de lo íntimo sigue preservado en el momento de la detención y que sólo pueden llevarse a cabo injerencias en el mismo mediante la preceptiva autorización judicial motivada conforme a criterios de proporcionalidad. De no existir ésta, los efectos intervenidos que puedan pertenecer al ámbito de lo íntimo han de ponerse a disposición judicial, para que sea el juez quien los examine. Esa regla general se excepciona en los supuestos en que existan razones de necesidad de intervención policial inmediata, para la prevención y averiguación del delito, el descubrimiento de los delincuentes y la obtención de pruebas incriminatorias. En esos casos estará justificada la intervención policial sin autorización judicial, siempre que la misma se realice también desde el respeto al principio de proporcionalidad”; y más adelante: “La valoración de la urgencia y necesidad de la intervención policial ha de realizarse ex ante, y es susceptible de control judi-


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ello se sitúa en una posición intermedia entre la mantenida por el Tribunal Constitucional alemán, más abierto a las limitaciones del derecho, y la que defiende el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que admite como única justificación de la injerencia el cumplimiento de todos los requisitos establecidos legalmente para llevarla a cabo 51. La suspensión del derecho está contemplada por el art. 55 CE para los casos de estado de excepción o sitio y en la persecución de las actividades de bandas armadas y terroristas, en cuyo caso podría hablarse más de una restricción especial que de una suspensión, pues la CE es más permisiva en este caso si se rebasaran los límites legales. La razón de esta mayor permisibilidad es que se pretende evitar un daño a la sociedad –mediante el ataque de sus valores y principios constitucionales– causado por uno o varios ciudadanos con el ejercicio abusivo de un derecho fundamental, como es el secreto de las comunicaciones en este caso. Por otro lado, es preciso resaltar que el secreto de las comunicaciones no afecta solamente al contenido de las mismas, sino a determinados datos relacionados con las comunicaciones que nos podrían revelar información relevante de la vida privada de los comunicantes. Así lo han puesto de manifiesto todos los tribunales. Baste citar la Sentencia del Tribunal Constitucional 230/2007, de 5 de noviembre, que recoge la doctrina reiterada en otras anteriores. En su Fundamento Jurídico segundo afirma que “el bien constitucionalmente protegido es así –a través de la imposición a todos del ‘secreto’– la libertad de las comunicaciones, por lo que dicho derecho puede resultar vulnerado tanto por la interceptación en sentido estricto –que

cial ex post, al igual que el respeto del principio de proporcionalidad. La constatación ex post de la falta del presupuesto habilitante o del respeto al principio de proporcionalidad implicaría la vulneración del derecho fundamental y tendría efectos procesales en cuanto a la ilicitud de la prueba en su caso obtenida, por haberlo sido con vulneración de derechos fundamentales”. 51.  Cfr. Rodríguez, B., El secreto de las comunicaciones..., cit., pp. 55-62. Habría que decir, a favor de nuestro Tribunal Constitucional, que no se conforma con que exista una resolución judicial puramente formal, sino que le exige a ésta la superación de un juicio de razonabilidad, lo que “significa, ante todo, que la limitación debe perseguir un fin legítimo y constitucionalmente protegido; debe ser, además, necesaria o, mejor, indispensable para alcanzar ese fin, de forma que sólo es legítima imponerla cuando se justifique que no existen medios alternativos, menos lesivos para el disfrute de los derechos fundamentales, de llegar a él; y, por último, la envergadura de la limitación debe ser proporcional a la importancia de la finalidad que persigue” (SSTC 7/1994, de 17 de enero, Fundamento Jurídico 3º, 57/1994, de 28 de febrero, Fundamento Jurídico 6º, 49/1996, de 26 de marzo, Fundamento Jurídico 3º, 54/1996, de 26 de marzo, Fundamento Jurídico 7º. En el mismo sentido y más recientes, cfr. SSTC 299/2000, de 11 de noviembre, y 17/2001, de 29 de enero).


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suponga aprehensión física del soporte del mensaje, con conocimiento o no del mismo, o captación, de otra forma, del proceso de comunicación– como por el simple conocimiento antijurídico de lo comunicado –apertura de la correspondencia ajena guardada por su destinatario, por ejemplo–. Igualmente se ha destacado que el concepto de secreto de la comunicación cubre no sólo el contenido de la comunicación, sino también la identidad subjetiva de los interlocutores, de ahí que se haya afirmado que la entrega de los listados de llamadas telefónicas por las compañías telefónicas a la policía, sin consentimiento del titular del teléfono, requiere resolución judicial, toda vez que el acceso y registro de los datos que figuran en dichos listados constituye una forma de afectación del objeto de protección del derecho al secreto de las comunicaciones”. 6.  Supuestos más frecuentes de atentados contra la privacidad Son numerosas las modalidades de vulneración de la privacidad que facilitan las Nuevas Tecnologías. Sólo destacaré, por su importancia, las más frecuentes en el ámbito laboral, en el que se han cuestionado determinadas prácticas por parte de la empresa respecto de los derechos de los trabajadores y, de un modo más genérico, respecto de la libertad de información sindical. Terminaré aludiendo a vulneraciones de carácter más general. 6.1.  Los riesgos para los empleados en el ámbito laboral Uno de los supuestos más repetidos en los últimos años es la injerencia por parte del empresario, público o privado, en la privacidad de los empleados, derivada del control tanto del ordenador que la empresa pone a disposición de éstos para desempeñar sus tareas, como del uso de Internet que los trabajadores puedan realizar desde su puesto de trabajo 52. A ello se

52.  Vid. Vicente, F. de, El derecho del trabajador al respeto a su intimidad, Consejo Económico y Social, Madrid, 2000; García, J. y Val, A.L. de, “Incidencia de las nuevas tecnologías en las relaciones laborales”, en Internet y Derecho. Monografías de la Revista Aragonesa de Administración Pública IV. Gobierno de Aragón, Zaragoza, 2001; Luján, J., “Uso y control en la empresa de los medios informáticos de comunicación”, en Aranzadi Social, 3 (2001); Mercader, J. R., “Derechos fundamentales de los trabajadores y nuevas tecnologías”, en Relaciones Laborales, 10 (2001); Escribano, J., “El derecho a la intimidad del trabajador. A


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debe que contemos ya con la primera sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, dictada el 3 de abril de 2007 en el caso L. Copland vs. Reino Unido. Durante seis meses se había controlado el teléfono, el correo electrónico (direcciones, fechas y horas en las que se enviaban) y la navegación por Internet (páginas visitadas, fecha, hora y duración) de una trabajadora de un College público sin su conocimiento, sin autorización judicial y sin base legal alguna que permitiera tal control 53. La doctrina sentada por el Tribunal es clara: a) Toda comunicación efectuada desde el centro de trabajo quedan incluidas en el concepto de “vida privada”, ya sea telefónica, electrónica o de navegación en Internet 54; b) no existía advertencia previa del control, luego cabía esperar que la trabajadora confiara en la privacidad de sus acciones 55; c) la información relativa a la fecha y duración de las conversaciones telefónicas y de los números marcados forman parte de las comunicaciones y, aunque se hayan conseguido estos datos legítimamente (facturas), su conocimiento constituye una injerencia en la vida privada 56;

propósito de la STC 186/2000, de 10 de julio”, en Relaciones Laborales, 10 (2001); Rodríguez-Piñero, M. y Lázaro, J. L., “Los derechos on-line en el ordenamiento laboral español: estado de la cuestión”, en Derecho y Conocimiento, vol. 2 (2003); Rodríguez Escanciano, S., “La potencialidad lesiva de la informática sobre los derechos de los trabajadores”, en Revista Española de Protección de Datos, 2 (2007). 53.  El Gobierno británico alegó tras la demanda que no se había llegado a interceptar las llamadas, ni a analizar el contenido de las páginas, ni el de los correos, y que sólo pretendía realizar un análisis para comprobar si se hacía un uso personal de los medios del College; entendía que no se trataba de una injerencia en la vida privada y que, aun constituyéndolo, estaría justificada por constituir una medida proporcionada para preservar un interés (fondos) público. La demandante dudaba que no se hubieran leído sus correos y alegaba, además, que el College carecía de legitimidad para vigilar a los trabajadores y que lo había efectuado con medios innecesarios y desproporcionados. 54.  Sentencia Copland, núm. 41: “Según reiterada jurisprudencia del Tribunal, las llamadas telefónicas que proceden de locales profesionales pueden incluirse en los conceptos de ‘vida privada’ y de ‘correspondencia’ a efectos del artículo 8.1 (...) Es lógico pues que los correos electrónicos enviados desde el lugar de trabajo estén protegidos en virtud del artículo 8, como debe estarlo la información derivada del seguimiento del uso personal de Internet”. 55.  En el número 42 especifica que no se advirtió a la demandante de que estaba siendo controlada, por lo que “podía razonablemente esperar que se reconociera el carácter privado” de sus llamadas, su correo y su navegación. 56.  Cfr. Sentencia Copland, núm. 43. Habría que incluir las direcciones electrónicas y también los datos relativos a los correos.


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d) la ley puede regular la posibilidad del control y seguimiento con fines legítimos, pero el vacío legal no puede dejar al trabajador a merced del control indiscriminado del empresario 57. “En consecuencia, el Tribunal considera que la recogida y almacenamiento de información personal relativa a las llamadas telefónicas, correo electrónico y navegación por Internet de la demandante, sin su conocimiento, constituye una injerencia en su derecho al respeto de su vida privada y su correspondencia, en el sentido del artículo 8 del Convenio” 58.

De la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional también podemos concluir algunos principios básicos a la hora de enjuiciar este control. La STC 281/2005, de 7 de noviembre, reconocía el poder de la empresa sobre los ordenadores de su propiedad, pero sin un carácter “omnímodo e indiscriminado”, por lo que no goza de una “libérrima facultad de control de su contenido, haya o no documentos personales del actor”. Por su parte, en las SSTC 98/2000, de 10 de abril, y 186/2000, de 10 de julio, se reconocía que al trabajador le corresponde también en el desempeño de su trabajo un “ámbito propio y reservado frente a la acción y conocimiento de los demás”, incluido el empresario; es cierto que no se trata de un derecho absoluto y que puede, por tanto, ceder ante intereses constitucionalmente relevantes, pero para ello se exige la conclusión satisfactoria de tres juicios conjuntamente: a) de idoneidad, es decir, que con tal medida se pueda lograr el objetivo propuesto; b) de necesidad, es decir, que no exista otra medida más moderada para lograr el mismo objetivo con igual eficacia; y c) de proporcionalidad, esto es, que la medida sea ponderada y equilibrada, de modo que deriven de ella más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto 59. En nuestro ordenamiento existe una diferencia con respecto al británico en esta materia y es que, aunque no existen normas específicas sobre el

57.  “El Tribunal no excluye que el seguimiento del uso por parte de un trabajador del teléfono, el correo electrónico e Internet en el lugar de trabajo pueda considerarse ‘necesario en una sociedad democrática’ en ciertas situaciones que persigan un fin legítimo”, pero debe estar regulado explícitamente para evitar la arbitrariedad. Cfr. Sentencia Copland, núm. 48. 58.  Sentencia Copland, núm. 44. Más adelante (núm. 54) da a entender que la injerencia hubiera sido más grave si hubiera interceptado las llamadas, conocido el contenido de los correos o analizado el contenido de las páginas visitadas, pero el hecho de no hacerlo no convierte el seguimiento en lícito, simplemente es menos grave. 59.  Cfr. STC 186/2000, Fundamento Jurídico 6º.


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control de los ordenadores de la empresa, contiene unos preceptos en el Estatuto de los Trabajadores que permiten al empresario dos tipos de control sobre sus empleados y los bienes materiales. Uno de ellos es el art. 20.3, que permite a la empresa adoptar las medidas oportunas para controlar y vigilar el cumplimiento de las obligaciones laborales por parte de sus trabajadores, así como el control de los bienes de la empresa. Sería un “poder ordinario” o normal, sujeto siempre al respeto de la dignidad e intimidad de los trabajadores, como establece el art. 4.2 del mismo texto legal. El otro precepto es el art. 18, que otorga un “poder extraordinario” de control que permite el registro sobre la persona del trabajador, así como el registro de sus taquillas y efectos personales, en cuyo caso sería preciso, en primer lugar, contar con una razón que lo justifique –que puede ser perfectamente la protección del patrimonio empresarial y del resto de los trabajadores– y, en segundo lugar, que su realización se efectúe en presencia de un representante de los trabajadores. Este art. 18 había servido a los tribunales españoles para resolver los primeros supuestos planteados. Así lo entendió el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía 60 y también el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco en dos sentencias, la primera de ellas de 21 de diciembre de 2004 61 y la segunda de 12 de septiembre de 2006. En el supuesto de esta segunda 60.  La Sala de lo Social (Málaga) del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, en su Sentencia 389/2000, de 25 de febrero, condenó al Instituto Municipal de la Vivienda del Ayuntamiento de Málaga por haber procedido al registro del ordenador y copia de ficheros de un trabajador sin justificar previamente su acción, lo que constituía una intromisión ilegítima en la intimidad de éste. En su Fundamento Jurídico 7º, tras admitir que el art. 18 ET habilita al empresario a realizar los registros, “lo condiciona a que ello sea necesario para la protección del patrimonio empresarial y del de los demás trabajadores de la empresa, cosa que la demandada ni siquiera ha alegado en el supuesto de autos, pues de un somero examen del acta de registro se desprende que la empresa ni siquiera adujo causa o motivo alguno para la realización del registro en cuestión. Por ello, consideramos que dicho registro violó el derecho a la intimidad del trabajador, garantizada en el plano estrictamente laboral por el art. 4.2 e) del Estatuto de los Trabajadores”. En el mismo sentido se pronunció posteriormente también el Tribunal Superior de Justicia de Galicia. 61.  En ella se juzgaba el uso del acceso a Internet para entretenimiento personal y del correo electrónico con fines particulares, sin que existiera norma expresa de la empresa que lo excluyera. El TSJPV estimó que constituía una intromisión ilegítima en la vida privada del trabajador. Posteriormente el Tribunal Supremo, en sentencia de 28 de junio de 2006, entendió que la empresa había dado al trabajador acceso a Internet y cuenta de correo para uso privado sin prohibición expresa de utilizarlo con fines personales, lo que le otorgaba un marco de “ámbito privado y particular para hacer las comunicaciones con otras personas”, de modo que todo control vulneraba el art. 18 CE y convertía en nulas las pruebas aportadas para el despido (Fundamento Jurídico 4º).


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sentencia, el trabajador había utilizado el ordenador de la empresa para almacenar –además de sus documentos de trabajo– música, fotografías personales y contenido sensible para la empresa en una carpeta con su propio nombre. No existían normas ni advertencia expresa sobre la prohibición de uso con fines personales. La empresa practicó un registro sin conocimiento del trabajador y sin autorización judicial, realizando copia del contenido de la carpeta personal. Más tarde solicitó al trabajador la clave de acceso del ordenador y el consentimiento para el registro, que fue denegado por éste. El tribunal consideró nulas las pruebas obtenidas porque debería haber solicitado al trabajador el permiso de registro desde un principio y, en caso de negativa, haber solicitado autorización judicial 62. En última instancia podría, al menos, haber realizado el registro con las garantías mínimas exigidas por el art. 18 del Estatuto de los Trabajadores para las taquillas. La omisión de estas garantías le llevó a declarar vulnerado el art. 18 CE 63. Similar fue la argumentación realizada por el Tribunal Superior de Justicia de Galicia en su sentencia de 25 de enero de 2006. El recurso para unificación de doctrina presentado contra ella ha dado lugar a la sentencia del Tribunal Supremo 8807/2007, de 26 de septiembre, que ha venido a cerrar las discusiones no sin causar ciertas perplejidades. El motivo de litigio era el despido de un trabajador por utilizar el ordenador de la empresa para acceder a páginas pornográficas, lo que ocasionó la entrada de virus en el sistema; el efecto de los virus hizo que la empresa solicitara a los técnicos su reparación, en cuyo transcurso se registró el contenido del ordenador en presencia del Administrador (no del trabajador ni de representante sindical), haciendo copia de los archivos temporales antiguos que demostraban el acceso a las citadas páginas. Reparado el ordenador, se repitió veinte días más tarde la operación de registro y copia en presencia de dos delegados de personal, pero ausente el trabajador y sin su consentimiento. La sentencia del Tribunal Supremo refunde los argumentos esgrimidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la Sentencia Copland y por los Tribunales Superiores de Justicia españoles. Ello se aprecia desde un primer momento, en el que advierte que el control de uso de los medios informáticos facilitados por la empresa puede afectar al derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones cuando incide sobre el correo

62.  En este caso, podría haber retirado del uso el ordenador hasta conseguir la autorización, a fin de evitar la destrucción de la prueba. 63.  Fundamento Jurídico 2º.


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electrónico, sobre la navegación por Internet y sobre los archivos personales en él almacenados. El conflicto puede derivar, en estos casos, de las “dificultades prácticas de establecer una prohibición absoluta del empleo personal del ordenador (...) y de la generalización de una cierta tolerancia con un uso moderado de los medios de la empresa”, al tiempo que constituye una herramienta propiedad de la empresa facilitada por ésta para cumplir la prestación laboral, por lo que quedaría “dentro del ámbito del poder de vigilancia del empresario” (art. 20.3 ET) siempre que se respete la dignidad del trabajador 64. Y a continuación afirma, en contra de la doctrina mayoritaria y de la jurisprudencia producida hasta la fecha, que el art. 18 ET no es aplicable a los medios informáticos facilitados por la empresa para la ejecución de la prestación laboral, porque en los registros de taquillas y efectos personales de los trabajadores amparados por este artículo, el empresario actúa de forma excepcional como “policía empresarial” y al margen de lo que le permite el marco contractual. Sin embargo, “las medidas de control sobre los medios informáticos puestos a disposición de los trabajadores se encuentran, en principio, dentro del ámbito normal de esos poderes [de control]: el ordenador es un instrumento de producción del que es titular el empresario ‘como propietario o por otro título’ y éste tiene, por tanto, facultades de control de la utilización, que incluyen lógicamente su examen” 65. Viene a afirmar que el hecho de que se ejecute la prestación de trabajo con el ordenador habilita al empresario para verificar en él su correcto cumplimiento, y se trata, por tanto, de un control normal de los medios de producción. Ofrece, para sustentar esta doctrina, cuatro razones –todas ellas en el Fundamento Jurídico 3º– que en mi opinión pueden ser susceptibles de crítica. La primera, es que no hay analogía con la taquilla porque su control no tiene que justificarse por “la protección del patrimonio empresarial y de los demás trabajadores de la empresa”, sino por su carácter de instrumento de producción y es lógico que compruebe tanto si se realizan actividades extralaborales en horario de trabajo (lo que supondría una retribución injusta) como que se obtiene el resultado debido. Se justifica también por “la necesidad de coordinar y garantizar la continuidad de la actividad laboral en los supuestos de ausencia de los trabajadores (pedidos, relaciones con

64.  Cfr. Fundamento Jurídico 2º. En el mismo sentido, cfr. Informe Jurídico 0391/2007 de la Agencia Española de Protección de Datos sobre Cribado de correo electrónico, cit., pp. 6-7. 65.  Fundamento Jurídico 3º.


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clientes...), por la protección del sistema informático de la empresa, que puede ser afectado negativamente por determinados usos, y por la prevención de responsabilidades que para la empresa pudiera derivar también de algunas formas ilícitas de uso frente a terceros”. Pero ¿no pertenece todo esto al “patrimonio empresarial”? “En segundo lugar, (...) el hecho de que un trabajador no esté presente en el control no es en sí mismo un elemento que pueda considerarse contrario a su dignidad”. Es cierto, pero a medias, porque dependerá de lo que se controle y cómo se controle. Un ordenador permite guardar documentos, fotos, vídeos, etc., en los que estén muy presentes rasgos y datos que aporten información muy sensible relacionada con la ideología, religión, moral, orientación sexual, etc. que pertenecen al ámbito de la privacidad del usuario. Si se exige esa presencia en otros supuestos es porque se considera una garantía para el respeto de su dignidad e intimidad. En tercer lugar, entiende el Tribunal Supremo que la exigencia de que el registro de la taquilla se practique en el centro de trabajo y en las horas de trabajo “tiene por objeto permitir la presencia del trabajador y de sus representantes”, no preservar su intimidad. También es cierto, pero constituye un medio indirecto añadido de preservar la intimidad, de modo que el empresario no pueda actuar indiscriminada y arbitrariamente. En una máquina de hacer tornillos no puede reflejarse la intimidad del trabajador, en un ordenador sí, por muy de la empresa que sea, de modo que la presencia añade un plus que garantiza de modo más real el respeto de los derechos fundamentales. “Por último, la presencia de un representante de los trabajadores o de un trabajador de la empresa tampoco se relaciona con la protección de la intimidad del trabajador registrado; es más bien (...) una garantía de la objetividad y de la eficacia de la prueba” 66. Al igual que en la razón anterior, se trata de un medio indirecto de preservar la intimidad, por cuanto impide el control indiscriminado por parte del empresario cuando puede estar comprometida la intimidad y el secreto de las comunicaciones. No creo

66.  Estos cuatro argumentos le lleva a concluir que “No cabe, por tanto aplicación directa del artículo 18 del ET al control del uso del ordenador por los trabajadores, ni tampoco su aplicación analógica, porque no hay ni semejanza de los supuestos, ni identidad de razón en las regulaciones”; En definitiva, quedaría regulado por el art. 20.3 ET. Cfr. Fundamento Jurídico 3º. El ordenador no es equiparable a un destornillador, un torno, un bolígrafo, una mesa, etc.; se trata de un medio de producción con características específicas que lo hacen idóneo para recoger datos sensibles que pertenecen a la intimidad.


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que se trate simplemente de una garantía de objetividad, al alcance por otras vías –grabación del registro, por ejemplo–, sino de estar sometido a otra opinión sobre la proporcionalidad y control de legalidad de lo que se va a llevar a efecto sin una previa autorización judicial. En definitiva, los criterios fijados por el Tribunal Supremo son los siguientes: 1.º El poder que corresponde al empresario sobre el uso del ordenador por parte de los trabajadores (almacenamiento, comunicaciones electrónicas y navegación, incluidos los archivos temporales que se guarden automáticamente como resultado de ésta 67) se encuentra regulado por el art. 20.3 ET, y por lo tanto debe ser considerado como el control normal y similar al que puede realizarse sobre cualquier otro bien de producción, sin requerir garantías especiales como pudiera ser la presencia de representantes sindicales. 2.º Tal poder sólo está limitado por el respeto de la dignidad e intimidad de los trabajadores, pero éstas carecen de carácter absoluto y no excluyen todo control 68. 3.º El empresario debe fijar claramente unas normas de uso del ordenador y del acceso a Internet, que pueden excluir cualquier uso personal 69.

67.  Las garantías derivadas de la intimidad y del secreto de las comunicaciones son extensibles a las comunicaciones telefónicas, correos electrónicos y a los archivos personales; aunque puedan caber dudas sobre la inclusión de los archivos temporales guardados automáticamente por el ordenador como resultado de la navegación, “hay que entender que estos archivos también entran, en principio, dentro de la protección de la intimidad”, porque pueden tener datos sensibles en orden a la intimidad (ideología, orientación sexual, religión, etc.). Cfr. Fundamento Jurídico 4º. 68.  Debe respetar la intimidad en los términos dictados por el Tribunal Constitucional en sus Sentencias 98 y 186/2000, teniendo en cuenta “el hábito social generalizado de tolerancia con ciertos usos personales moderados de los medios informáticos y de comunicación facilitados por la empresa a los trabajadores”, lo que crea “una expectativa también general de confidencialidad en esos usos”. Dicha expectativa no puede ser desconocida, pero tampoco convertirse en causa de exclusión absoluta de control si se han establecido instrucciones para su uso y controles para verificar la correcta utilización que garantice la permanencia del servicio. Cfr. Fundamento Jurídico 4º. 69.  Los límites que puedan establecer estas normas dependerán del empresario o de la negociación con sus trabajadores, pero pueden ser exhaustivos. Puede servir de ejemplo, la Instrucción 2/2003, de 26 de febrero, del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, que en su art. 9 impone a todos los usuarios de equipos y sistemas informáticos al servicio de la Administración de Justicia –incluidos los magistrados– la prohibición de utilizar el “correo electrónico para actividades personales restringidas en las que pueda haber alguna expectativa de privacidad o secreto en las comunicaciones”.


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Tales normas deben explicitar los medios de control que serán efectuados 70. 4.º Si no existen tales normas, debe presumirse que existe autorización para una utilización personal moderada, siendo preciso en estos casos el consentimiento del trabajador o la previa autorización judicial para efectuar el registro 71. En mi opinión, estos criterios conllevan una disminución de las garantías legales de derechos tan importantes como la intimidad y el secreto de las comunicaciones del trabajador. Nadie pone en duda que el ordenador es propiedad de la empresa y que puede ser esencial para la producción, pero igual de evidente es que constituye una herramienta peculiar en la que puede quedar reflejada con gran facilidad información íntima del usuario, lo que requiere un tratamiento distinto al resto de las herramientas profesionales. Creo que, existiendo o no normas de uso, es preciso excluir cualquier control indiscriminado y arbitrario del empresario o directivos 72, lo que podría lograrse con la necesidad de aportar una razón justificada para llevarlo a cabo y la presencia de un representante del trabajador, como exige el art. 18 ET. En el caso Copland el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no puede entrar en esta cuestión porque el Reino Unido carecía de regulación similar. Nuestra regulación laboral es más respetuosa con la

70.  “Por ello, lo que debe hacer la empresa de acuerdo con las exigencias de buena fe es establecer previamente las reglas de uso de esos medios –con aplicación de prohibiciones absolutas o parciales– e informar a los trabajadores de que va a existir control y de los medios que han de aplicarse en orden a comprobar la corrección de los usos (...) De esta manera, si el medio se utiliza para usos privados en contra de estas prohibiciones y con conocimiento de los controles y medidas aplicables, no podrá entenderse que, al realizar el control, se ha vulnerado ‘una expectativa razonable de intimidad’ en los términos que establece el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en las Sentencias Halford y Copland”. Cfr. Fundamento Jurídico 4º. 71.  En el supuesto enjuiciado entendió vulnerada la intimidad del trabajador por proceder al registro sin que existieran normas previas que prohibieran el uso personal. Cfr. Fundamento Jurídico 5º. 72.  La ya citada STC 98/2000, de 10 de abril, establece que la relación laboral no supone una renuncia absoluta a la intimidad, siendo necesario en cada caso concreto valorar si las medidas de vigilancia y control establecidas pueden dañar el derecho a la intimidad de los trabajadores. En su Fundamento Jurídico 6º concreta esta valoración en “si la instalación se hace o no indiscriminada y masivamente, si los sistemas son visibles o han sido instalados subrepticiamente, la finalidad real perseguida con la instalación de tales sistemas, si existen razones de seguridad, por el tipo de actividad que se desarrolla en el centro de trabajo de que se trate, que justifique la implantación de tales medios de control, etc.”


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intimidad y sería preciso aprovecharlo como un plus en la garantía de los derechos humanos 73. Además, creo que hay que establecer una clara diferencia entre el simple control del ordenador y el control del contenido de los correos electrónicos, pues en éste no sólo queda afectada la intimidad, sino también el secreto de las comunicaciones con todas sus características peculiares. Los mensajes electrónicos de los empleados (recibidos o enviados) desde sus puestos de trabajo y en horario laboral pueden contener referencias íntimas del trabajador y de terceros sin relación alguna con el entorno laboral 74. Debemos partir de la premisa de que es cierto que el trabajador no tiene reconocido ni de modo universal ni en nuestro ordenamiento jurídico un derecho a usar de forma privada los medios tecnológicos que la empresa pone a su disposición para el desempeño de su cometido laboral, pero tampoco se lo prohíbe expresamente. La solución definitiva, como han reiterado todos los tribunales, tendrá que venir de la mano de una nueva regulación legal que se enfrente a este problema, pero mientras tanto debe ser la negociación colectiva o los empleados y empresarios, en particular, los que tengan que pactar unas medidas concretas. La doctrina mayoritaria entiende, al igual que la jurisprudencia –como ya hemos visto–, que las medidas de control son lícitas cuando existe una política clara de la empresa, estableciéndose un código de conducta conocido por los trabajadores y unas reglas accesibles y admitidas por éstos. Tales medidas –que restringen derechos fundamentales– deben cumplir unos requisitos como

73.  Esta es la impresión que se obtiene a partir de los documentos elaborados en el seno de la Unión Europea por el Grupo del Artículo 29 (Recomendación 1/2001 sobre datos de evaluación de los trabajadores, Dictamen 8/2001 sobre tratamiento de datos personales en el contexto laboral, Documento de Trabajo de 29 de mayo de 2002, relativo a la vigilancia por parte del empleador de la utilización del correo electrónico e Internet por parte de los trabajadores y Dictamen 2/2006 sobre el Respeto de la Privacidad en relación con la prestación de servicios de cribado de correo electrónico) y por el Grupo Berlín (Informe y Recomendaciones sobre las Telecomunicaciones y la Privacidad en las relaciones laborales). 74.  Vid. Cardona, Mª B., “Correo electrónico de los empleados. Transgresión de la buena fe contractual”, en Aranzadi Social, T. III (2000); Val Arnal, J.J. de, “El correo electrónico en el trabajo y el derecho a la intimidad del trabajador”, en Aranzadi Social, T. III (2000); Sanfulgencio, J. A., “Reflexiones prácticas sobre el uso del correo electrónico en el trabajo y la utilización del ordenador para fines particulares”, en Revista de la Asociación Española de Dirección de Personal, 18 (2001); García, J. I., “Sobre el uso y abuso del teléfono, de fax, del ordenador y del correo electrónico de la empresa para fines particulares en lugar y tiempo de trabajo. Datos para una reflexión en torno a las nuevas tecnologías”, en Tribuna Social, 127 (2001).


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son la idoneidad para conseguir el objetivo propuesto, la necesidad de las mismas sin que se puedan utilizar otras menos restrictivas y, por último, un equilibrio entre los perjuicios ocasionados y el bien que se produce para el interés general 75. Por tanto, habría que descartar a priori que sea lícita cualquier medida de control sin más como facultad del “poder normal” del empresario. Además, habría que distinguir entre el uso para fines particulares de mi dirección desde el trabajo (minombre@miservidor.com), el uso de mi dirección particular pero creada para el trabajo (minombre@empresa.com) y el uso con fines exclusivamente profesionales (departamentodeempresa@ empresa.com). En el primer supuesto nos encontraríamos ante un posible uso indebido de la red en horario laboral, por lo que la cuenta de correo será intocable por parte de la empresa. Equivale a la carta privada que recibe un trabajador en su lugar de trabajo y que dejan sobre su mesa al repartir el correo, por lo que nadie tiene derecho, ni siquiera el empresario, a abrir esa correspondencia 76; el simple hecho de utilizar identificadores privados hace presumir que el trabajador lo utiliza para fines privados, aunque podría desvirtuar esta presunción en caso de ser requerido por la empresa y mostrar su contenido si así lo desea. En el segundo supuesto resulta afectado el nombre de la empresa, por lo que se deben fijar unas reglas de uso –mejor pactadas– y, en caso de indicio de uso inadecuado, el control del contenido deberá motivarse y requerirse autorización judicial o consentimiento del usuario. La propiedad del ordenador y la titularidad sobre la dirección electrónica no faculta al empresario a un control indiscriminado de su uso, no tanto por una vulneración de la intimidad (más complicado en el ámbito laboral) 77, sino por el

75.  Cfr. STC 186/2000, de 10 de julio, Fundamentos Jurídicos 6º y 7º. 76.  El Tribunal Superior de Justicia de Valencia condenaba, en Sentencia de diciembre de 2000, a un empresario que había manipulado una carta recibida a nombre de uno de sus trabajadores a fin de conocer su contenido. 77.  Afirma el Tribunal Constitucional en su Sentencia 186/2000, de 10 de julio, Fundamento Jurídico 6º, que “también hemos afirmado que el atributo más importante del derecho a la intimidad, como núcleo central de la personalidad, es la facultad de exclusión de los demás, de abstención de injerencias por parte de otro, tanto en lo que se refiere a la toma de conocimientos intrusiva, como a la divulgación ilegítima de esos datos. La conexión de la intimidad con la libertad y dignidad de la persona implica que la esfera de la inviolabilidad de la persona frente a injerencias externas, el ámbito personal y familiar, sólo en ocasiones tenga proyección hacia el exterior, por lo que no comprende, en principio los hechos referidos a las relaciones sociales y profesionales en que se desarrolla la actividad laboral, que están más allá del ámbito del espacio de intimidad personal y familiar sustraído a intromisiones extrañas por formar


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derecho al secreto de las comunicaciones (garantía formal) y por mermar la libertad de autodeterminación y la dignidad en el trabajo. Así lo reconoció, por ejemplo, el Tribunal Supremo francés, en su Sentencia de 3 de octubre de 2001 cuando afirmaba que “un empresario no puede tener conocimiento de los mensajes personales enviados por un trabajador y recibidos por éste a través de un útil informático puesto a su disposición para su trabajo” sin que ello suponga una violación del secreto de comunicación, aunque previamente se hubiera “prohibido la utilización no profesional del ordenador”. El Tribunal dio la razón a un ingeniero de Nikon France despedido en 1995, al que los magistrados reconocían que “el trabajador tiene derecho, incluso en su tiempo y lugar de trabajo, al respeto a su intimidad y su vida privada” 78. Nuestra Constitución también ampara el derecho al secreto de las comunicaciones en el trabajo, y el art. 197 de nuestro Código penal también es aplicable en el entorno laboral 79. Si se ha prohibido expresamente el uso privado de esta cuenta de correo por parte del trabajador, el empresario podría ejercer un control sobre la misma con los límites establecidos por el Tribunal Constitucional: idoneidad del medio de control, necesariedad y proporcionalidad. Por ello, si existen indicios de uso indebido que justifiquen el control, éste debe ser lo más inocuo posible para los derechos fundamentales, por lo que debería centrarse en el número de mensajes enviados y recibidos, destinatarios y remitentes, asunto contenido en la cabecera, ficheros ligados, dimensión de los mensajes, etc. Si esto no fuera suficiente, al ser la cuenta de correo propiedad de la empresa, debería –a mi juicio– tener la misma consideración que una taquilla, por lo que podrían ser abiertos en presencia de un representante sindical o equivalente en determinados supuestos. Así como el derecho a la intimidad en el trabajo admite limitaciones, también el derecho al secreto de las comunicaciones las puede admitir, aunque ello no debe suponer que se produzcan conductas arbitrarias por parte del empresario. parte del ámbito de la vida privada”. Con todo, hay que decir que el derecho a la intimidad “en principio” queda excluido del ámbito laboral, pero no definitivamente; y lo mismo ocurre con el derecho al secreto de las comunicaciones. El trabajador no pierde estos derechos mientras realiza su trabajo, aunque pueden resultar limitados por exigencias de las circunstancias. 78.  En idéntico sentido se había manifestado el Tribunal de Trabajo de Bruselas en Sentencia de 2 de mayo de 2000. 79.  Sobre las consecuencias penales, vid. Romeo Casabona, C. Mª, “La protección penal de los mensajes de correo electrónico y de otras comunicaciones de carácter personal a través de Internet”, en Derecho y Conocimiento, vol. 2 (2003), pp. 123-149.


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Esta ha sido la doctrina establecida por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en sus Sentencias 666/2006, de 19 de junio, y 358/2007, de 30 de abril. Esta última resuelve el recurso de Casación interpuesto por un trabajador municipal que entendía vulnerada su intimidad y el secreto de sus comunicaciones al ser copiado uno de sus correos electrónicos durante una prolongada baja laboral. El Tribunal Supremo entiende que cuando el ordenador es de titularidad de la empresa o de la Administración y la cuenta electrónica tiene como fin el desempeño de las funciones laborales, ante una baja laboral y la necesidad de continuar con el normal desarrollo de las prestaciones de la empresa hacia sus clientes, es lícito abrir el correo si esa es la única posibilidad de cumplir con las obligaciones adquiridas por la empresa o por la entidad pública implicada 80. En ningún momento admite que tales circunstancias justifiquen el visionado de todos los correos electrónicos recibidos o enviados, sino el de aquellos que tengan como objeto el desarrollo de las normales prestaciones laborales. Por ello afirma el tribunal Supremo que “se podrían haber planteado cuestiones distintas en el caso de que, aun cuando no fuera previsible el hallazgo de datos reservados o íntimos, tal hallazgo se hubiera producido, pues en ese caso sería valorable la reacción de los autores ante tal suceso” 81. El último tipo de cuenta de correo (empresa@empresa.es) es el más claro de todos, pues lo que hace el trabajador es operar en nombre de la empresa con una cuenta de correo de ésta, por ello debe excluirse el uso personal; la empresa podría controlar perfectamente el contenido y abrir los mensajes sin necesidad del consentimiento de ninguno de los emplea-

80.  Se trataba de un ordenador de titularidad pública –utilizado en ocasiones por otros trabajadores– y una cuenta de correo electrónico para el desempeño del trabajo, de cuya apertura se obtuvo el documento de naturaleza pública buscado e imposible de conseguir por otras vías dada la enfermedad del trabajador. Por ello afirma el Tribunal Supremo que “no es posible afirmar que la voluntad de los acusados estuviera caracterizada por la finalidad de vulnerar la intimidad del recurrente, pues razonablemente solo era posible esperar el hallazgo de datos públicos en los archivos revisados. Ello coincide además con la conducta posterior de aquellos una vez accedieron al ordenador, pues exclusivamente utilizaron un mensaje de correo electrónico con las características expuestas en el hecho probado, que excluye en su contenido tanto la naturaleza de datos íntimos como la de datos reservados, en cuanto que se trataba de un reenvío procedente de la Alcaldía de un mensaje que previamente había sido remitido precisamente al Alcalde, y relacionado con un borrador de un convenio urbanístico. Es decir, exclusivamente en relación con actuaciones administrativas de los órganos municipales”. STS 358/2007, de 30 de abril, Fundamento Jurídico 1º. 81.  STS 358/2007, de 30 de abril, Fundamento Jurídico 1º, último párrafo.


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dos que tengan acceso a la misma 82. Pensemos, por ejemplo, que una enfermedad del trabajador que normalmente opera con esa dirección de correo podría dejar inoperantes los servicios de pedidos, atención al cliente, servicio técnico, etc. 6.2.  Las comunicaciones electrónicas y la libertad sindical Otro de los supuestos que dio origen a una gran disputa relacionado con el secreto de las comunicaciones y el uso de las Nuevas Tecnologías en el ámbito laboral tuvo lugar con motivo del conflicto entre el BBVA y CCOO por el envío a los empleados de mensajes de contenido sindical, considerando el sindicato que se había vulnerado su derecho de información sindical al ser bloqueados por el banco 83. La Sala de lo Social de la Audiencia Nacional dio la razón en su sentencia de 6 de febrero de 2001 al sindicato siempre que utilizara la mensajería electrónica con “mesura y normalidad”, al tiempo que instaba a regular el uso de las nuevas tecnologías en la empresa en la negociación colectiva mientras no existiera norma legal que lo hiciera 84. La Sala de lo Social del Tribunal Supremo decidió anular, en su sentencia de 26 de noviembre de 2001, la dictada por la Audiencia Nacional sin entrar en la cuestión más interesante para nuestro estudio: la licitud de la interceptación de la correspondencia electrónica por parte del empresario 85. Pero sí que reconoció en ella que 82.  En este último caso se podría ejercer todo tipo de control, tanto el formal (número de envíos, duración, destinatarios, tipo de archivos, etc.) como el material (propiamente del contenido, con apertura de los mensajes y ficheros). 83.  Vid. Correa, M., “Libertad sindical y libertad informática en la empresa”, en Revista de Derecho Social, 2 (1998); Marín, I., “La utilización del correo electrónico por los sindicatos o sus secciones sindicales para transmitir noticias de interés sindical a sus afiliados o trabajadores en general”, en Aranzadi Social, 1 (2001). 84.  El sindicato se amparaba en un ius usus inocui de la red, que no impedía el normal desarrollo de la actividad empresarial, mientras que la entidad bancaria alegaba que entre las normas de uso facilitadas a sus empleados se recogía que “el correo electrónico es una herramienta de productividad que el grupo pone a disposición de sus empleados para el desarrollo de las funciones que les tiene recomendadas. Los usos ajenos a estos fines son por tanto considerados inapropiados y en el límite podrían configurar falta laboral. En particular la remisión a uno o varios usuarios de correos no solicitados (actividad conocida como ‘spam’) es una práctica rechazable y, dependiendo de las circunstancias que concurran, puede llegar a ser perseguible”. 85.  Es cierto que en ningún momento se le pidió al Tribunal Supremo que se planteara esta cuestión, pues el recurso había sido interpuesto por el BBVA –convencido del derecho que tiene el empresario a controlar el uso de la red– y la única cuestión esencial planteada


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la empresa no tenía obligación de facilitar los medios materiales de comunicación a los sindicatos y trabajadores, salvo que se hubiera pactado expresamente. El Tribunal Constitucional –con criterio mantenido invariablemente desde su Sentencia 114/1984, de 29 de noviembre– ha entendido el derecho al secreto de las comunicaciones “rectamente entendido, [como] el derecho fundamental [que] consagra la libertad de las comunicaciones, implícitamente, y, de modo expreso, su secreto” 86. Estas dos apreciaciones convertían en dudosa la legitimidad del BBVA para discriminar los mensajes sindicales dirigidos a sus empleados. Siendo cierto que los medios pertenecen a la empresa y que cumplen un fin determinado, se hace necesario compaginar el uso empresarial de los medios con esa libertad de las comunicaciones reconocida por el Tribunal Constitucional. Por ello, contrariamente a lo fijado por el Tribunal Supremo y dado que es fácil conocer el tráfico usual de la red, se trataría de establecer tan sólo limitaciones a los posibles horarios de envíos y a la cantidad de mensajes ligados, evitando de este modo que se pudiera producir un colapso de la red, que es lo que pretendía evitar la empresa (cfr. STC 281/2005) 87. Como bien había manifestado la Audiencia Nacional, ni la Constitución ni la Ley Orgánica de Libertad Sindical “permiten reconocer en términos absolutos... el derecho a utilizar el medio del correo electrónico a través del servidor de la Empresa para el ejercicio de la actividad sindical en la misma o recibir la información que le remita su Sindicato” 88, pero

era si la representación sindical tenía derecho o no a usar la red de la empresa para remitir su información sindical. 86.  STC 114/1984, de 29 de noviembre, Fundamento Jurídico 7º. También lo recoge literalmente la STC 70/2002, Fundamento Jurídico 9º: “Rectamente entendido, el derecho fundamental consagra la libertad de las comunicaciones, implícitamente, y, de modo expreso, su secreto, estableciendo en este último sentido la interdicción de la interceptación o del conocimiento antijurídicos de las comunicaciones ajenas. El bien constitucionalmente protegido es así –a través de la imposición a todos del ‘secreto’– la libertad de las comunicaciones, siendo cierto que el derecho puede conculcarse tanto por la interceptación en sentido estricto (que suponga aprehensión física del soporte del mensaje –con conocimiento o no del mismo– o captación de otra forma del proceso de comunicación) como por el simple conocimiento antijurídico de lo comunicado (apertura de la correspondencia ajena guardada por su destinatario, por ejemplo)...” 87.  Si los representantes sindicales no respetaran estas limitaciones y causaran perjuicio demostrable a las empresas por dejar bloqueados los sistemas informáticos (ocasionando pérdidas o lucro cesante), deberían responder de los daños causados, como lo hacen en Gran Bretaña y EE.UU. 88.  SAN 17/2001, de 6 de febrero de 2001, Fundamento Jurídico 4º.


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sí un derecho “a transmitir noticias de interés sindical a sus afiliados y a los trabajadores en general a través del correo electrónico (e-mail) con la mesura y normalidad inocua” (FJ 5º) como lo venía realizando antes de ocasionar los problemas. Sin embargo, el Tribunal Supremo se situó en una posición estricta de justicia formal: no hay precepto legal que reconozca tal derecho, no existe acuerdo entre las partes al respecto (ni siquiera tácito, como podría ser el uso pacífico previo) y tampoco existe autorización unilateral del empresario, por lo que CC.OO debía cesar en el uso de la red del banco mientras no cambiara una de las tres posibilidades 89. Los últimos convenios colectivos suelen hacer ya mención expresa de estas cuestiones, bien para conceder acceso en condiciones determinadas, bien para denegarlo 90. En estos supuestos es preciso plantearse si las interceptaciones de los correos electrónicos de contenido sindical, además de afectar a la libertad de comunicaciones, afectarían también al secreto de las comunicaciones. La respuesta debe ser negativa, puesto que la interceptación realizada con filtros por parte del banco permite rechazar los mensajes sin acceder a su contenido y con independencia de los destinatarios, por lo que quedaría amparada tal conducta por la facultad de control en el entorno laboral que corresponde al empresario. 6.3.  Vulneración de la intimidad y del secreto de las comunicaciones en general Un supuesto de carácter internacional y de importancia considerable, fue el de la famosa red Echelon, de la que se confirmó su existencia en 89.  En los Fundamentos Jurídicos 2º y 3º resalta el TS que la cuestión verdaderamente importante es si el sindicato tiene derecho a esos medios tecnológicos, por ello pasa por alto incluso la posible nulidad de la Sentencia recurrida por su imprecisión. En el Fundamento Jurídico 4º expone que “descartada la adquisición del derecho por el consentimiento de su ejercicio, es lo cierto que no hay norma jurídica alguna que conceda al Sindicato el derecho a utilizar los medios informáticos del Banco para realizar la comunicación con sus afiliados y con las Secciones sindicales... Podrá ser objeto de negociación colectiva o acuerdo de cualquier tipo, pero, mientras no se obtenga, la utilización deberá ser expresamente consentida por la demandada”. 90.  Por ejemplo, el I Convenio Colectivo Getronics Grupo CP S.L., en su Sección 10ª ya reconocía el acceso de los sindicatos a la red y el derecho a enviar correos de contenido sindical a los empleados, aunque con “previo conocimiento y aceptación de la empresa”. Sin embargo el Convenio Mapfre, Grupo Asegurador 2002-2004 (firmado el 21 de febrero de 2002) concedía acceso a la red en su art. 55, pero establecía expresamente que “Los representantes de los trabajadores no utilizarán como medio de comunicación el envío de correos electrónicos a grupos de empleados”.


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marzo de 2001 por parte de una Comisión del Parlamento Europeo que le atribuyó un papel fundamental en la interceptación de mensajes electrónicos. Gerhard Schimd, parlamentario y ponente de la Comisión, recomendó en su exposición a los gobiernos, empresas y ciudadanos la utilización de sistemas de cifrado seguro 91. Ni la erradicación del terrorismo, ni la seguridad del Estado, ni la persecución de la pedofilia, etc., justificarían la interceptación indiscriminada por parte de los poderes públicos. Debe existir una razón y una resolución judicial motivada o, en caso de urgencia, la autorización de una instancia gubernativa prevista en la ley y que pueda responder después de la decisión tomada 92. Los atentados de Nueva York, Madrid y Londres sirvieron de justificación para que algunos gobiernos –nacionales o locales– promovieran la aprobación de normas vulneradoras de la privacidad. Ya nos hemos referido a la Sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 27 de febrero de 2008 que declaraba la inconstitucionalidad de una norma del Estado de Renania del Norte-Wesfalia que permitía a la policía las injerencias tecnológicas sin autorización judicial. El Reino Unido también ha tenido que modificar algunas de sus normas en este sentido 93. En España la denuncia más notoria se ha producido sobre la red SITEL. En el año 2000 comenzó a desarrollarse un sofisticado software, con este nombre, que permitía la interceptación de comunicaciones y la recogida de ciertos datos anexos (números y nombres de los usuarios, localización geográfica, DNI u otro documento identificativo, NIF o CIF, etc.) que las operadoras debían entregar a unos “agentes facultados” antes de intervención

91.  El Parlamento Europeo aprobó por 367 votos a favor, 159 en contra y 34 abstenciones, el informe definitivo de 120 páginas sobre las actividades de la red de espionaje Echelon. Gerhard Schmid –autor del informe– consideró probado que este sistema de interceptación electrónica de las comunicaciones privadas y de carácter económico contaba con la cooperación de Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. 92.  El Informe Cappato –aprobado en julio de 2001 por 22 votos a favor, 12 en contra y 5 abstenciones por el Comité de Libertades Civiles del Parlamento Europeo– proponía restricciones a las autoridades policiales comunitarias para interceptar el tráfico de las comunicaciones y su localización, y desestimaba la propuesta de guardar los datos del tráfico de las comunicaciones electrónicas durante siete años, proponiendo alternativamente un plazo máximo de 30 días. La falta de consenso entre los Estados miembros hizo que se retrasara sucesivamente su aprobación definitiva en sesión plenaria del Parlamento. 93.  En mayo de 2008 se presentó un nuevo proyecto de norma que permite la creación de base de datos, cedidos por compañías telefónicas y operadoras de Internet, sobre detalles de llamadas y correos electrónicos que serán guardados durante 12 meses, pero exige autorización judicial para que puedan ser procesados


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judicial alguna. En marzo de 2004 comenzó la fase de prueba bajo riguroso control judicial, pero carecía de base legal para su utilización generalizada. El Ministerio de Industria aprobó en abril de 2005 el Reglamento sobre las condiciones para la prestación del servicio de comunicaciones electrónicas, el servicio universal y la protección a los usuarios (RD 424/2005, de 15 de abril) 94 que incluía en su articulado (arts. 88, 89, 95, 96 y 97) la interceptación de las comunicaciones sin previa autorización judicial. La Asociación de Internautas recurrió la norma ante el Tribunal Supremo por entender que suponía la restricción de derechos fundamentales (intimidad, protección de datos y secreto de las comunicaciones) y precisaba, por tanto, una regulación mediante ley orgánica. En octubre de 2007, antes de que se produjese fallo alguno del Tribunal Supremo, fue aprobada la Ley 25/2007, de 18 de octubre, de conservación de datos relativos a las comunicaciones electrónicas y a las redes públicas de comunicaciones, lo que otorgaba rango legal al contenido del Reglamento recurrido. Aprobada esta ley, el Tribunal Supremo preguntó a los recurrentes sobre su desistimiento, pero éstos mantuvieron que debía ser una ley orgánica y no ordinaria la que regulara tal materia y, además, que seguía sin exigirse el control judicial previo. El 5 de febrero de 2008 el Tribunal Supremo desestimaba el recurso por entender que la ley cumplía todos los requisitos exigibles al permitir simplemente la recogida de datos instrumentales sin afectar al contenido de la comunicación 95. En marzo de 2008 se interpuso Recurso de Amparo ante el Tribunal Constitucional alegando que el Tribunal Supremo había vulnerado el sistema de competencias al valorar la constitucionalidad de la norma sin plantear la cuestión de inconstitucionalidad al Alto Tribunal, y que la norma no respetaba las garantías de derechos fundamentales 96. Es de destacar que el Tribunal Supremo ha considerado lícita la obtención de datos personales –sin previa autorización judicial– disponibles en

94.  El Reglamento desarrollaba la Ley 32/2003, de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones. 95.  En voto particular, uno de los Magistrados manifestaba su disconformidad con el fallo argumentando que no se garantizaba un control judicial del tipo de datos a recoger y del alcance del seguimiento (autorizados genéricamente por la ley), por lo que entendía precisa la presentación de una cuestión de inconstitucionalidad. 96.  Aún no se ha pronunciado nuestro Tribunal Constitucional y, dado el ritmo de resolución de los recursos, es probable que debamos esperar un par de años.


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las redes de intercambio P2P cuando es la policía quien los obtiene, y así se recoge en la Sentencia 236/2008, de 9 de mayo. En ella consideraba que las pruebas obtenidas por la policía en este tipo de redes son válidas, porque todo lo que se puede obtener en ellas (datos, ficheros, etc.) son puestos a disposición del resto de usuarios voluntariamente por sus titulares, por lo que debe entenderse que tienen carácter público 97. Pero en contradicción con la sentencia de 5 de febrero anteriormente citada, entiende el Tribunal Supremo en esta posterior que las pruebas obtenidas resultan válidas porque la policía, una vez que comprueba los indicios de comisión de un delito desde una determinada dirección IP, solicita autorización judicial para identificar al usuario. Este modo de proceder es el más acorde con una garantía efectiva de los derechos fundamentales, que solicita la autorización judicial antes de identificar al usuario de la IP. Desgraciadamente el riesgo que sufre nuestra privacidad no proviene solamente de instancias oficiales, sino también por parte de hackers y de empresas que desean obtener algún beneficio con los datos obtenidos. La primera demanda se formuló contra Netscape por obtener información de los usuarios no autorizada por éstos mediante su SmartDownload, programa que se activaba automáticamente al descargar archivos de la red y transmitía a Netscape información sobre lo realizado para crear un perfil de descargas. Poco más tarde fue DoubleClick la demandada por procesar los hábitos de navegación de quienes usaban sus banners, mientras que Avenue A y MatchLogic lo fueron por implantar cookies en los discos duros de los internautas sin su consentimiento. ¿Constituyen estos hechos un atentado contra la intimidad? Naturalmente, aunque habría que admitir que viene precedido por la violación de otro derecho, el de la autodeterminación informativa, pues se ha llegado a conocer nuestra intimidad mediante la recolección y tratamiento de datos personales sin nuestro consentimiento 98.

97.  Esta sentencia anulaba otra de la Audiencia de Tarragona que consideraba nulas las pruebas obtenidas por vulnerar el derecho al secreto de las comunicaciones al “rastrear” las descargas de la usuaria denunciada sin control judicial. El Tribunal Supremo estimaba que esos rastreos se pueden llevar a cabo, dadas las características del P2P, sin violentar la privacidad de los usuarios, que consienten esa posibilidad si quieren utilizar dichos programas (no vulnera el art. 18, 1º y 3º CE). Se trata de una doctrina muy cuestionable, puesto que abre la puerta a todo tipo de abusos. 98.  Las demandas no animaron al sector privado a erradicar estas prácticas, como pusieron de relieve, por ejemplo, las actividades de la compañía norteamericana Comcast, tercera operadora de cable que reconocía haber registrado toda la actividad en Internet del millón de


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En la actualidad, los intentos de frenar los intercambios de contenidos digitales protegidos por derechos de autor ha elevado el riesgo de vulneración de la privacidad. Las sociedades de autores han contratado empresas y el desarrollo de software espía para identificar a los usuarios infractores. Dado que no constituyen elemento de prueba los datos obtenidos ilegalmente, en algunos países han intentado forzar a las operadoras para que entreguen esos datos, pero con resultado negativo. La Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 29 de enero de 2008, Asunto C-275/06, Promusicae vs. Telefónica de España, ha resuelto que el derecho comunitario no obliga a los Estados a facilitar los datos personales para garantizar los derechos de autor frente a infracciones civiles (sí en los casos de investigación criminal y para la salvaguardia de la seguridad pública y de la defensa nacional). En el caso de protección de derechos y libertades personales que sólo constituyen ilícitos civiles, cada Estado tiene libertad para exigir la facilitación de datos (proporcionalidad), pero debe ser restrictivo. En el caso de España, la legislación vigente no lo permite 99. 7.  Conclusiones Era imposible reflejar en 1948 en el texto de la Declaración Universal algo tan concreto como las incidencias de las Nuevas Tecnologías en la vida privada y su trascendencia para el desarrollo personal. Pero, afortunadamente, la redacción de los artículos que la reconocen y garantizan es tan abierta que permite la exigencia de una protección adecuada a las circunstancias contemporáneas. Sesenta años después de su aprobación corresponde a los legisladores y a los jueces la obligación de habilitar los mecanismos y vías necesarias para que la protección de la privacidad no

clientes a los que daba servicio sin haberlo notificado previamente. Aunque negó cualquier intención de tratamiento para obtener rendimientos de ellos y aseguró que sólo trataba de optimizar la navegación, la compañía responsable de la tecnología –Inktomi– admitió que los datos recogidos sobrepasaban los necesarios. 99.  En Francia y en el Reino Unido los gobiernos han llegado a acuerdos con las operadoras para que éstas desconecten temporal o definitivamente –en caso de reincidencia– a los usuarios infractores. La medida no deja de ser problemática, por cuanto convierte a las operadoras en policías de la Red. En España, el portavoz del Consejo General del Poder Judicial declaró en mayo de 2008 que se trata de una materia que debería ser regulada mediante ley, no al margen de ella.


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tenga que discurrir por los senderos propios del mercantilismo, es decir, que tuviéramos que recurrir al derecho de propiedad sobre lo íntimo y sobre los datos para obtener una garantía efectiva. Es preciso establecer unos mecanismos propios y adecuados en la Sociedad de la Información, complementados por la autorregulación, pero sin dejar todo en manos de ésta con el peligro del sometimiento a los más fuertes (las grandes empresas). No es sencillo, pues los Estados suelen apelar continuamente a la seguridad nacional para establecer limitaciones excesivas, facultando incluso a entidades privadas que le faciliten la labor mediante el almacenamiento de datos y su procesamiento posterior. Es preciso hacerse cargo de que lo que está en juego es la dignidad del ser humano y su desarrollo como persona, lo que requiere el establecimiento de normas protectoras adecuadas. La protección de datos personales no tiene como fin únicamente la simple protección formal de éstos frente al conocimiento de terceros, sino algo más elevado como es preservar la intimidad y la libertad para tomar decisiones personales sin injerencias externas que nos condicionen. En este sentido se inclinan los altos tribunales, que una y otra vez instan al legislador al establecimiento de normas que recojan de modo claro los fines que persiguen los bancos de datos autorizados y las limitaciones incuestionables. De igual modo se ha exigido que dichas normas establezcan unas exigencias mayores en torno al consentimiento otorgado por los usuarios sobre sus datos, exigencias que contemplen una mayor claridad en cuanto a su recolección –en cláusulas contractuales en lugar preeminente, por ejemplo– y en cuanto a su destino. Es preciso también que las normas no contengan conceptos abstractos que den pie a interpretaciones ambiguas. La Sociedad de la Información requiere normas precisas adaptadas a las nuevas circunstancias. No basta con extender la aplicación de las ya existentes, forzando su interpretación para encajar en ellas las nuevas situaciones derivadas del uso de las Nuevas Tecnologías. El legislador debe partir de la nueva realidad tecnológica y elaborar normas adecuadas a ella, única vía para asegurar los derechos fundamentales de los ciudadanos correctamente. Resulta fundamental en este sentido eliminar lo antes posible las lagunas jurídicas resultantes de las innovaciones tecnológicas, evitando de este modo que lo “técnicamente posible” adquiera visos de legalidad porque no exista una norma que lo impida. Y, por último, precisamos normas que tengan un carácter dinámico, susceptibles de adaptarse a la variabilidad propia de la Sociedad de la In-


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formación. Las continuas innovaciones que se producen en este ámbito obligan a diseñar nuevas estrategias de regulación que doten de agilidad al legislador. Quizá pueda ser útil la formación de comisiones de expertos en los campos más afectados (privacidad, propiedad intelectual, seguridad, etc.) que propongan los cambios normativos precisos sin esperar a que los problemas desborden a los tribunales, facilitando la labor de éstos a la hora de proteger los derechos de todos los ciudadanos.



Derecho a un juicio público, libertad de información y derechos al honor y a la vida privada: relaciones, conflictos, interferencias* Antonio del Moral Abstract: The publicity of criminal judicial proceedings appears as a construction within the declaration of rights of those who face criminal charges. But this publicity combined with freedom of information sets up risks for other rights such as the violation of personal privacy, so much so for the accused or third parties –victims, witnesses...– These pages analyse some of the consequences of these possible conflicts of rights. Key words: public trial, freedom of information, honour, intimacy, publicity, criminal proceedings, privacy, auto determination of the providing of information, data protection. Sumario: 1. Introducción; 2. El derecho a la publicidad del proceso penal; 3. La libertad de difundir y recibir informaciones; 4. El derecho al honor; 5. El derecho a la vida privada; 6. Honor e intimidad versus libertad de información: las pautas de resolución; 7. Tratamiento de las informaciones sobre asuntos judiciales; 8. Secreto sumarial: sus relaciones con los derechos al honor y a la intimidad; 9. La publicidad de la fase de juicio oral; 10. Publicidad de las sentencias; 11. Colofón.

1.  Introducción La potencialidad que encierra cada uno de los derechos proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuyo sesenta cumpleaños estamos celebrando, es difícil de exagerar. Este aniversario es buen momento para volver la mirada sobre ese texto cuyos sencillos enunciados tienen *  Muchas de las ideas apuntadas en estas notas están recogidas en el libro Publicidad y secreto en el proceso penal del que es coautor Jesús Santos Vijande (Comares, 1996), aunque sólo en germen. Luego he tenido ocasión de seguir reflexionando sobre estos temas en algunos cursos desarrollados tanto por la Fiscalía General del Estado como por el Consejo General del Poder Judicial.

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una enorme fuerza expansiva. Siguen representando no logros ya alcanzados, sino metas que alientan al jurista a mantener la tensión por acercarse a ellas. No sólo a través de impulsos legislativos o de la exégesis dogmática, sino también mediante el estudio reflexivo que ayude tanto a profundizar en el contenido de esos derechos y a extraer sus consecuencias, como a iluminar nuevas situaciones sociales con la luz que emana de esos principios. Atendiendo la gentil invitación dirigida para participar en esta revista concebida como un homenaje a esa Declaración Universal, he elegido un tema concreto pero enjundioso: las interferencias que se producen entre dos de los grandes derechos enunciados en la Declaración: el derecho a la publicidad del proceso penal y los derechos al honor y a la intimidad. Es una materia muy cercana a mi dedicación profesional y se ha mantenido en la primera línea de actualidad en los últimos años. Nuevamente en fechas muy recientes en España, al saltar al debate público el ¿problema? de la revelación de la identidad de mujeres que eran llamadas como testigos en determinados procesos penales incoados por abortos practicados, al parecer, al margen de los supuestos legalmente despenalizados 1. Sitúo la palabra “problema” entre signos de interrogación porque, aunque la reacción de los poderes públicos haya surgido al hilo de esa coyuntura, la cuestión es más general y así será enfocada aquí. Salvo por indisimuladas razones ideológicas, no se entiende muy bien por qué esa materia puede requerir un tratamiento singularizado al margen de otras igualmente sensibles desde la perspectiva de la intimidad (delitos sexuales; muchos casos de lesiones; delitos contra la intimidad; aquellos en que es necesaria la revelación de datos sanitarios...). La reciente irrupción de la mano del Tribunal Constitucional 2 de una nueva estrella en la constelación de derechos fundamentales –la autodeterminación informativa–, aporta ingredientes novedosos y perspectivas todavía no suficientemente exploradas. El punto de vista primordial será el derecho nacional positivo, enfoque acorde con mi formación, más de práctico que académica. Sobra advertir que quedará defraudado quien quiera buscar en estas páginas un estudio sistemático y exhaustivo de la cuestión anunciada. Se vierten sólo algunas consideraciones volcando puntuales pronunciamientos jurisprudenciales con ánimo de mera aproximación. 1.  Llegándose a anunciar el dictado de una normativa reglamentaria específica que no parecía necesaria, pues en ese punto no aporta ningún refuerzo relevante a lo que ya se deriva de la legislación previgente. 2.  Sentencia 292/2000, de 30 de noviembre.


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Quiero moverme por los espacios comunes de esos dos grandes temas: la publicidad de las actuaciones judiciales y los derechos de la personalidad que son el honor y la vida privada. En la intercesión entre los dos planos he puesto el punto de mira: el juego de relaciones, interferencias y mutuos condicionantes, implicaciones y equilibrios entre el principio de publicidad de las actuaciones procesales –auténtico derecho del acusado– y el binomio honor-intimidad. Cada una de esas materias tendría otros eventuales desarrollos conscientemente orillados. Sí se imponen, sin embargo, unas ideas básicas sobre los principios que regulan la combinación de publicidad y secreto en los procesos penales en particular; y sobre las modulaciones de la protección del honor y la intimidad derivadas de las libertades de expresión e información. Derecho a un juicio público, libertad de información y derecho a la vida privada interactúan y generan tensiones y zonas fronterizas oscuras. Los parámetros para obtener respuestas equilibradas y ponderadas ante la encrucijada de esos tres grandes grupos de valores (la realización de la justicia en el proceso que necesita del derecho de defensa y de la imparcialidad de los jueces y tribunales; el respeto al honor e intimidad; y la preservación de los contenidos esenciales de la libertad de información) es lo que pretendo esbozar –que no solucionar– en esta breve exposición. 2.  El derecho a la publicidad del proceso penal La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 alude a este derecho en dos preceptos, de forma que puede ser incluso redundante. El art. 10 habla del derecho de toda persona “a ser oída públicamente... para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”. El art. 11.1 de manera más enfática sienta el derecho de “toda persona acusada de delito” a un “juicio público”. Se refieren esos preceptos no a la denominada publicidad interna, que se predica de las partes procesales, que afecta sobre todo al derecho de defensa y que en materia penal puede tener excepciones (principalmente las declaraciones de secreto durante la fase de instrucción); sino a la publicidad externa o general que se proclama de terce­ros, de quienes no son parte en el proceso; en definitiva, de la sociedad en general. Que el proceso sea público, desde esta perspectiva, supone que cualquiera ajeno al proceso pueda conocer las actuaciones en que se desenvuelve. A este tipo de publicidad es a la que se refieren directamente tanto el art. 120.1 de la Constitución Española (“Las actuaciones judiciales serán públicas, con las


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excepciones que prevean las leyes de proce­dimiento”), como su art. 24.2 (“todos tienen derecho... a un proceso público...”). La publicidad externa presenta una doble vertiente que justifica la duplicidad de reconocimiento constitu­cional. Desde una perspectiva, aparece como un principio programático que, en palabras del Tribunal Constitucional, “ocupa una posición institucional en el Estado de Derecho que la convier­te en una de las condiciones de la legitimidad constitucional de la Administración de Justicia” [S. TC 96/1987 (FJ 2º)]. La publicidad externa sirve para mantener la confianza de la comunidad en los tribunales, dado que constituye una de las fórmulas irre­nunciables para facilitar el control de la colecti­vidad sobre el quehacer jurisdiccional 3. Este es, sin duda, el aspecto destacado en el art. 120.1 CE. Pero, de otro lado, la publicidad de las actuacio­nes judiciales no sólo interesa a toda la sociedad, sino también a las propias partes procesales, en la medida en que las protege “de una justicia sustraída al control del público” (S. TC 96/1987), lo que se convierte en freno y garantía frente a posibles arbitrariedades. Desde este punto de vista la publicidad externa es un derecho de las partes procesales, consagrado también por el art. 24.2 de la Constitución con el rango de fundamental, cuando establece el derecho “a un proceso públi­co”. De lo expuesto se deriva que el titular de ese derecho a un proceso público no son los terceros, sino las partes. Respecto de los terceros no existe un derecho fundamental, sino un principio general no establecido en sede de derechos fundamenta­les. En la Declaración Universal de Derechos Humanos no aparece esta faceta de la publicidad de las actuaciones judiciales, más que de una manera muy indirecta en el derecho de todos de “recibir informaciones” (art. 19) que, como se expondrá enseguida, debe alcanzar a todos los asuntos de interés público entre los que pueden ocupar un papel significativo los que se ventilan en los procesos penales, que son precisamente esos en que por su propia naturaleza están presentes de forma más intensa intereses sociales. La diferenciación entre ambas vertientes tiene trascendencia. Si en un proceso penal concreto se acuerda la celebración a puerta cerrada, es decir sin publicidad externa, sólo las partes podrán reclamar frente a tal decisión. Incluso podrán acudir en nuestro sistema a un recurso de amparo consti3.  Expresado en los términos, ya clásicos, de Couture: “El pueblo es el juez de los jueces” (Proyecto de Código de Procedimiento Civil, Montevideo, 1945, p. 51. Insiste el autor en esta idea en sus Fundamentos del Derecho Procesal Civil, Buenos Aires, 1951, p. 87).


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tucional. Un tercero que, en virtud de tal decisión, no hubiese podido presenciar el juicio, no podrá recurrir por carecer de legitimación: el interés de los terceros en presenciar un juicio está reconocido constitucio­nalmente (art. 120.1), pero no con el rango de derecho fundamen­tal. La publicidad del proceso sólo es derecho fundamen­tal desde la perspectiva de las partes, mas no para los terceros. Cuestión distinta es que una decisión como la expresada pudiera vulnerar otros derechos fundamentales de los terceros [verbigracia, la libertad de información (art. 20 CE)]. En tales supuestos es evidente la viabilidad del recurso de amparo 4. He ahí otro derecho fundamental en juego, tal y como se acababa de anunciar al mencionar el art. 19 de la Declaración. De esta manera el principio de publicidad del proceso penal aparece por una parte como un medio de control social del Poder Judicial. La publicidad del proceso, como afirmó Watson, tiene un efecto disciplinario sobre el tribunal y también sobre los letrados y testigos 5. La publici­dad sirve a la mejor realización de la justicia. Desde este punto de vista, la publicidad del proceso aparece como una conquista del pensa­mien­to liberal en oposi­ción al sistema inquisitivo 6. Conquista que, porque se erige en garan­tía eficaz frente a posibles arbitrariedades, incrementa notablemente la confianza de la colectividad en la Administra­ción de Justicia. La publicidad viene exigida por una de las garantías de control sobre el funcionamiento de la justicia: la llamada responsabilidad social del juez,

4.  Así sucedió, por ejemplo, en el conocido asunto resuelto por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 30/1982, de 1 de junio. 5.  Citado por Fairen Guillen (“Los principios procesales de oralidad y publicidad general y su carácter técnico o político”, en Revista de Derecho Procesal, num. 2-3 [1975], p. 328), quien, abundando sobre esta idea (ibid., p. 327), recuerda igualmente la opinión de Stalev, cuando dice (“Fundamental guarantees of litigants in civil proceeding: a survey of the laws of the european people democraties”, en Fundamental guarantees of the parties in civil litigation, p. 406): “La importancia de la publicidad del proceso es muy conocida y apreciada. Constituye una garantía para el procedimiento legal e imparcial de los Tribunales, tanto como la veracidad de las alegaciones de las partes y la ‘evidency’ de los testigos, debido a la influencia disciplinadora causada por la posibilidad que concede al pueblo para vigilar los procesos y seguir su desarrollo. Al mismo tiempo la publicidad abre la vía a los efectos educativos de la Justicia, constituyendo los procedimientos una vívida lección de la voluntad y la fuerza de la ley. En el mundo la publicidad es el mejor clima para una buena justicia, y uno de los mejores medios para la educación jurídica del pueblo”. 6.  Cfr., por todos, Beling [Derecho Procesal Penal (trad. de M. Fenech), Labor, 1943, p. 148)]. Se hace eco de esta misma idea la S. TC 9/1982, de 10 de marzo.


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que se expresa en la más amplia sujeción de las resoluciones judiciales a la crítica de la opinión pública 7. Mas la virtualidad benéfica de la publici­dad en el proceso no se proyecta sólo sobre la confianza de la sociedad en la Justicia. De modo más importante, se traduce también en una mayor garantía de que la decisión judicial se adopta atendiendo única y exclusivamente a crite­rios jurídicos, esto es, desechando cualquier influencia espuria. Y es que la publicidad también coadyuva al logro efectivo de la independen­cia judicial, pues actúa como freno ante la tentación de presionar a un juez o magistrado. Es más, cuando la presión sobre un juez por parte del Ejecutivo o de cualquier otro Poder del Estado (incluido el Judicial) tiene lugar de modo real, la publicidad se constituye en auténtico escudo, en amparo verdadero de la independencia del presiona­do, facilitando su resistencia frente a la iniquidad. En este sentido se pronuncia, entre muchos, Florian 8, cuando estima que el Magistrado se siente más independiente del Poder Ejecutivo si está bajo la tutela y casi protección del control del público 9. Ejemplos de lo que decimos están en la mente de todos: la publici­dad durante la investigación ha ayudado a mantener el temple de la actuación judicial y, con frecuencia, ha impedido claudicaciones investi­gadoras 10.

7.  Ferrajoli, L., Derecho y Razón (Teoría del garantismo penal, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 601). Recuerda el tratadista italiano como Bentham había encontrado en el control de la opinión pública y en la sustitución de las miradas del soberano por las del público el principal factor de probidad, de responsabilidad y de independencia de los jueces (Tratado de las pruebas judiciales, Ediciones Jurídicas Europa-América; Buenos Aires, 1959, vol. I, Libro II, capítulo X, pp. 143 a 144). Entre los presupuestos institucionales de esa forma de responsabilización de los jueces, señala Ferrajoli, se encuentran la obligación de motivación de las resoluciones judiciales, la supresión de toda forma de penalización de la libertad de crítica de la actuación judicial y la generalización del principio de publicidad a todas las fases del proceso con la consiguiente abolición o, al menos, máxima limitación del secreto sumarial (cit., p. 602). Cfr. asimismo las pp. 616 y ss. del Tratado de Ferrajoli donde pueden encontrarse muy atinadas observaciones sobre la función de la publicidad en el proceso, bien ornamentadas con abundantes referencias a clásicos tratadistas.   8.  Elementos de Derecho Procesal Penal (traducción y referencias al Derecho español por L. Prieto-Castro), Bosch, Barcelona, 1934, p. 79. Vid., igualmente, Beling (ibid., p. 148), Manzini [Tratado de Derecho Procesal Penal (traducción de Sentis Melendo y Ayerra Redin), Buenos Aires, 1952, T. III, pp. 46 y 47] y Romagnosi (Opere, T. IV, p. 439).   9.  La misma idea se encuentra también en Carrara, F., Programma. Parte General, II, X, pp. 251 a 253 (citado por Ferrajoli, cit., p. 672). 10.  Varela Castro, Proceso penal y publicidad, en “Jueces para la democracia”, nº 11 (diciembre, 1990), p. 44; cfr., así mismo, Peces Morate, Publicidad y secreto sumarial, en “Jueces para la Democracia”, nº 7 (septiembre, 1989), p. 54.


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Estas reflexiones tienen un contrapunto: la publicidad descontrolada, desmedida, o sencillamente ilimitada en ocasiones perturba la misma realización de los fines del proceso penal. El conflicto entre el derecho a un juicio justo (art. 10 de la Declaración) y unas campañas de prensa que pueden influir en la imparcialidad de los jueces es un tema nada desdeñable, presente en la jurisprudencia de otros países desde hace muchos años y que ya ha dado lugar a diversos pronunciamientos de nuestros Tribunales. Pero esa es materia que, por interesante y apasionante que se presente, escapa del marco acotado. Queda marginada aunque contribuye a poner de manifiesto que estamos ante una auténtica encrucijada de derechos, todos ellos de primer orden. Del mismo modo la necesidad de un mínimo de discreción para la investigación inicial de los delitos determina otra modulación de ese principio general: el secreto de las actuaciones durante la fase de instrucción. Sólo incidiré en él en la medida en que aparezcan vinculaciones con esos derechos de la personalidad que delimitan el tema abordado. 3.  La libertad de difundir y recibir informaciones El derecho a “investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas” (art. 19 de la Declaración); o en la terminología de nuestra Constitución el derecho a “comunicar o recibir libremente informa­ción veraz por cualquier medio de difusión” (art. 20.1.d) tiene una relevancia reforzada en una sociedad democrática y pluralista. Es condición y garantía de un sistema democrático. La libertad de informa­ción presenta también dos caras, cada una con sus derechos correlativos: desde la perspectiva del informador, el derecho a informarse y a difundir información; desde el prisma de la sociedad, su derecho, a veces no suficientemente destacado, a recibir información veraz. La colectividad tiene interés en conocer los hechos socialmente relevantes. En este sentido, es indudable que en muchas ocasiones; es más, en casi todas las ocasiones, los hechos objeto de investigación en un proceso penal gozan de esa relevancia social. Casi por definición en un proceso penal se dilucidan cuestiones que afectan al interés público: la persecución de los delitos es algo que interesa a todos. Precisamente por ello se establece un deber colectivo de denunciar; se crea un órgano del Estado encargado de la persecución de los delitos; y, en nuestro sistema procesal, se otorga


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legitimación a todo ciudadano (con algunas excepciones) para ejercer la acción penal. Negar la trascendencia social de un proceso penal no es fácil. Podrá graduarse. Esa relevancia será máxima en algunos supuestos (procesos que afectan a políticos o personajes públicos; o que han convulsionado a la sociedad por tratarse de gravísimos delitos). Podrá ser mínima o casi despreciable en otros (robos sin violencia o intimidación que tanto proliferan). Pero negarse totalmente no parece compatible con la misma esencia del objeto del proceso penal. La publicidad del proceso engarza, digámoslo de nuevo, con el derecho fundamental a difundir y recibir libremente información veraz. En principio, cualquier proceso penal entraña un cierto interés público por la naturaleza misma de los bienes jurídi­cos en él implicados; de ahí que los procesos penales con frecuencia sean hechos “noticiables”, en la expresiva termino­lo­gía del Tribunal Constitucional (S. TC 6/1988, de 21 de enero). Por tanto, la información sobre tales hechos, que tiene interés para la opinión pública, queda incluida en el ámbito del art. 20 de la Constitución y del art. 19 de la Declaración. No obstante, es preciso insistir en la necesidad de una grada­ción según la incidencia que tenga cada proceso en concreto en la formación de una opinión pública libre. Y es que, desde el punto de vista de este interés constitucionalmente amparado (formación de una opinión pública libre y responsable), no puede tener la misma consideración un proceso en el que se hallan implicados cargos públicos, políticos o gobernantes, o que incida directamente en la situación políti­ca del país, donde las exigencias de la libertad de informa­ción imponen dar mayores facilidades al quehacer informativo incluso en fase sumarial, que un proceso por un delito frecuente de escasa entidad que no afecta a ningún personaje público 11. 11.  Ratifica este planteamiento una doctrina constitucional muy reiterada, emitida al ponderar las limitaciones recíprocas que existen entre los derechos y libertades del art. 20.1.d) CE y los derechos consagrados por el art. 18.1 CE. Así, por ejemplo, advierte el Tribunal Constitucional [S. TC 219/1992 (FJ 3º)] que “... no cabe olvidar que, como los demás derechos fundamentales, el derecho a comunicar o recibir libremente información no es absoluto (S. TC 254/1988), pues su ejercicio se justifica en atención a la relevancia social de aquello que se comunica y recibe para poder contribuir así a la formación de la opinión pública. De este modo, es obvio que la libertad de información no puede invadir la esfera de la intimidad personal y familiar en cuanto ‘ámbito propio y reservado frente a la acción y conocimiento de los demás’ (S. TC 231/1988), de suerte que el derecho reconocido en el art. 18.1 constituye un límite estricto de esa libertad ex art. 20.4 CE; y más allá de ese ámbito –esto es, respecto a hechos de la vida social– el elemento decisivo para la información no puede ser otro que la trascendencia pública del hecho del que se informa –por razón de la relevancia pública de una persona o del propio hecho en el que


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La conexión del derecho a la información libre y la publicidad de las actuaciones judiciales ha sido destacada por nuestro Tribunal Constitucional en su Sentencia 30/1982, de 1 de junio, deduciendo de ella un derecho preferente de los profe­sionales de la informa­ción para asistir a los juicios, desde la perspectiva de lo que puede calificarse de publicidad mediata: el ciudadano que no asiste al juicio público, pero que tiene acceso a su desarrollo a través de los medios de comunicación. 4.  El derecho al honor Si ahora traemos a colación el derecho a la honra o reputación (art. 12 de la Declaración) o derecho al honor en la fórmula más común en nuestro ordenamiento (art. 18 CE), tendremos que lo que aparecía como un derecho del acusado en un proceso penal (derecho a la publicidad del proceso penal), combinado con el derecho a la libertad de información, puede convertirse en un factor de riesgo de otro derecho de igual rango: el derecho a la fama y a la reputación. ¿Cómo lograr un adecuado equilibrio? En ocasiones es el propio imputado quien estaría dispuesto a renunciar al derecho a un juicio público para salvaguardar su propia estimación. Pero no está en sus manos pues como se ha visto existe otra dimensión social de la publicidad de las actuaciones judiciales. No se puede negar que la difusión de informaciones sobre procesos en trámite crean en la opinión pública una imagen peyorativa de los imputa-

ésta se ve involucrado (...)–, pues es dicho elemento el que le convierte en noticia de general interés. Con la consecuencia de que, en tal caso, el ejercicio del derecho a comunicar libremente información gozará de un carácter preferente sobre otros derechos, incluido el derecho al honor, pues contribuye a la función institucional que aquél cumple en una sociedad democrática”. Congruente con estos postulados, el Tribunal estimó, in casu, que “tanto por el hecho objeto de la información (libramiento de un talón sin fondos para pagar una partida de cerdos) como por la persona involucrada en el mismo, la concreta noticia en cuestión tenía escasa o nula relevancia pública; y (que), consiguientemente, la persona afectada por dicha información gozaba de un mayor ámbito de protección en su derecho al honor (SS. TC 115/1990 y 143/1991)” (FJ 3º). Debo advertir que en estos primeros epígrafes dedicados a describir el marco general de las relaciones entre libertad de información y derecho al honor me limito a citar los pronunciamientos del Tribunal Constitucional más representativos. Algunos son ya clásicos, pero han marcado una doctrina que posteriormente no ha hecho sino reiterarse. Prescindo por tanto de agotadores listados de números y fechas de sentencias. En el mismo sentido, v.gr., Morales Prats, F., “Garantías penales y secreto sumarial”, La Ley, T. II (1985), pp. 1267 y 1268.


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dos, por más que éstos sean presentados simplemente como “presun­tos”. La distinción entre lo que es una pura imputación provisional y una sentencia condenatoria demanda una sutileza jurídica y, por qué no decirlo, una formación cívica ajenas, hoy por hoy, al gran público, cuya percepción de esa realidad no se ajusta a exigencias ineludibles de nuestra Constitución al estar mediatizada por la polémica social. Polémica que, en ocasio­nes, es exacerbada justamente por quienes más están llamados por la Norma Fundamental a formar una opinión pública libre y respon­sable. La difusión poco cuidadosa de noticias sobre el proceso en curso, sobre la implica­ción de personas concre­tas, su citación a declarar en calidad de imputados –que muchas veces no obedece más que a una pura exigencia procesal, al margen de que existan indicios fundados de responsabi­lidad–, etcétera, afecta a la fama de esas personas. Y una sentencia final absolutoria, de producirse, no reparará de modo suficiente el menoscabo del honor ocasionado. Muchas veces esa sentencia absolutoria se limita a sentar que no han existido pruebas convincentes, sin zanjar las dudas porque no es su función. Esto es tan conocido que muchas veces el proceso penal es perversamente manipulado y se utiliza casi con esa exclusi­va finalidad: se interpone una querella farra­gosa y poco fundamentada, para luego airear en la prensa su admisión a trámite –muchas veces inevitable desde el punto de vista procesal–, las comparecen­cias como imputado del quere­llado... Cuando con el tiempo llegue el auto de sobresei­miento, el mal causado será difícil­mente reparable. La escasa persecución de los delitos de acusación y denuncia falsa fomenta estas prácticas. De esa forma el derecho a un juicio público se puede convertir para el acusado en un boomerang que en abstracto evita un sistema de justicia opaco y por tanto con peligro de guiarse por intereses ajenos a la justicia; pero que, en concreto, podrá implicar –sea cual sea el sentido de la resolución– una merma de su reputación. En mi opinión y a diferencia de otros autores y de lo que con frecuencia manifiestan personajes de la vida pública, así como de la tesis que parece haberse impuesto en el seno del Tribunal Constitucional, no creo que en los casos a que acaba de aludirse resulte afectado, en cuanto tal, el derecho a la presunción de inocencia, sino únicamente los derechos contemplados en el art. 18.1 CE y, de modo especial, el derecho al honor. El derecho a la presunción de inocencia (art. 11.1 de la Declaración: “toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad”), en cualquiera de sus aspectos, sólo se tiene frente al Estado, porque, en sentido estricto, ese derecho opera como garantía y


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límite de la actuación punitiva y sancionadora de los poderes públicos. Cuando son particulares los que realizan una presunción de culpabilidad se puede afectar al derecho al honor, pero no a la presunción de inocencia. Dicho de otra forma: los particulares no están obligados a presumir “inocente” a una persona mientras que no exista una sentencia condenatoria. Pero sí lo están a respetar su honor, evitando expresiones difamatorias no amparadas por la libertad de expresión o información 12. La cuestión tiene interés en la medida en que en materia de honor habrá que estar a todos los criterios establecidos por el Tribunal Constitucional Español para decidir en cada caso si debe prevalecer la libertad de información o no sobre el derecho al honor y a que luego me referiré. No es sin embargo esa la idea que ha acabado imperando en la jurisprudencia constitucional. La sentencia 166/1995, de 20 de noviembre contiene unas apreciaciones que serían más acordes con la visión expuesta 13. También en el Tribunal Europeo de Derechos se tratan estos supuestos no sólo desde la perspectiva del derecho al honor, sino también enfocados desde la presunción de inocencia. Ejemplo de esa afirmación pueden ser la Decisión de 10 de mayo de 2005 (Arrigo y Vella c. Malta) o las sentencias de 3 de octubre de 2000 (Du Roy y Malaurie c. Francia) o 28 de octubre de 2004 (Y.B. y otros c. Turquía). 5.  El derecho a la vida privada La privacy de los ordenamientos vinculados a los sistemas anglosajones, se desarrolla en el derecho continental en diversas vertientes. El derecho a

12.  Con el mismo parecer Espin Templado, “En torno a los llamados juicios paralelos y la filtración de noticias judiciales”, Poder Judicial, nº especial XIII, p. 125. 13.  La confusión entre el honor y la presunción de inocencia aparecerá en el voto particular de la S. TC 6/1996, de 16 de enero. La más reciente sentencia del mismo Tribunal 244/2007 de 10 de diciembre establece un camino de retorno al volver a insistir en que la dimensión extraprocesal de la presunción de inocencia viene a superponerse al derecho al honor: “...la presunción de inocencia que garantiza el art. 24.2 CE, alcanza el valor de derecho fundamental susceptible del amparo constitucional, cuando el imputado en un proceso penal, que ha de considerarse inocente en tanto no se pruebe su culpabilidad, resulte condenado sin que las pruebas, obtenidas y practicadas con todas las garantías legal y constitucionalmente exigibles, permitan destruir dicha presunción. En los demás casos relativos al honor y a la dignidad de la persona, que no son una presunción sino una cualidad consustancial inherente a la misma, serán los derechos consagrados en el art. 18 CE los que, por la vía del recurso de amparo, habrán de ser preservados o restablecidos”.


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la intimidad personal y familiar es la fórmula utilizada por el constituyente español (art. 18.1) 14. La prohibición de injerencias arbitrarias en la vida privada (art. 12 de la Declaración) puede adquirir también un cierto protagonismo en esta materia. Bajo este prisma, es ahora fundamentalmente la víctima la que ha de ser tomada en consideración. Aunque tampoco pueden despreciarse los conflictos o roces con otros personajes que aparecen en el escenario procesal: testigos, profesionales de la judicatura, policías o, incluso, el propio acusado. El derecho a un proceso penal público puede entrar en colisión con el derecho a la intimidad. La publicidad del proceso penal puede agravar lo que se ha llamado “victimización secundaria”. Cuando se trata de diseñar el régimen de publicidad de un proceso, no puede ignorarse este factor. La legislación internacional abunda cada vez más en esta materia. Puede mencionarse la Recomendación nº R(85) del Comité de Ministros del Consejo de Europa, relativa a la posición de la víctima en el marco del Derecho y el Procedimiento Penal en lo concerniente a la protección de la vida privada. Esta Recomendación aboga en favor de que “las políticas de información y de relación con el público en el marco de la instrucción y del juicio de las infracciones (tengan) debidamen­te en cuenta la necesidad de proteger a la víctima de toda publicidad que atente contra su vida privada o contra su dignidad. Si el tipo de infracción, el estatuto particular, la situación o la seguridad personal de la víctima requieren una protección especial, el proceso penal anterior al fallo deberá tener lugar a puerta cerrada, y la divulgación de datos perso­na­les de la víctima deberán ser objeto de restricciones adecuadas”. El Derecho anglosajón ofrece pautas merecedoras de atención. En el Reino Unido los tribunales tienen la facultad de prohibir la publicación en un periódico de fotografías o de cualquier otro tipo de material que pueda llevar a la identificación de un menor implicado en un proceso. Igualmente queda prohibida la identificación, directa o indirecta, de las víctimas de delitos sexuales. Aquí puede insertarse una mención a la polémica actual sobre los procesos penales seguidos con motivo de abortos practicados según los indicios al margen de los supuestos legalmente despenalizados y la intimidad de las

14.  Soy consciente de que el concepto de intimidad es más restringido que el de privacy que abarca otros aspectos y facetas. Pero a los efectos puramente expositivos del texto sirve esa asimilación un tanto grosera y simplificadora.


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mujeres que se sometieron a esa práctica. Si son testigos, podrán beneficiarse de las medidas de protección establecidas para los testigos (incluso si fuera necesario de la condición de testigo protegido), pero no se plantea ninguna especialidad diferente de la que pueda suscitarse en otros procesos penales en que la investigación puede sacar a la luz datos íntimos de terceros absolutamente necesarios para esclarecer los hechos penales. Hay que prever mecanismos para tratar de conciliar el derecho a un proceso público y la intimidad, en la medida de lo posible. Pero igual conflicto puede surgir en un proceso que se desencadena por la detención de un violador en serie, o de un pederasta con múltiples víctimas o en muchos otros imaginables. 6.  Honor e intimidad versus libertad de información: las pautas de resolución

El reconocimiento a nivel constitucional de la libertad de expresión y la consagración del pluralismo y la libertad como valores superiores del ordenamiento jurídico obligan a pagar un tributo ineludible: no es posible evitar de forma radical los excesos en el ejercicio de esas libertades. Éstas deben ocupar un puesto destacado en una Sociedad Democrática. ¿Cómo conciliar ambos derechos? ¿En qué casos habrá de considerarse que la merma del honor –o, con otros matices, la intimidad– debe ser asumida como exigencia de la libertad de información básica en una sociedad pluralista y democrática? Aun a costa de extender estas páginas es necesario para completar el marco de fondo recordar brevísimamente los parámetros que nuestra jurisprudencia constitucional ha ido diseñando y que hoy son ya tópicos. La protección del honor tiene unos límites constitucionales. No toda afectación del honor puede dar lugar a una reacción jurídica. Según esa doctrina constitucional, para que el ejercicio de las libertades de expresión o información se consideren legítimos constitucional­mente ha de superar un triple test: el test de la veracidad; el test de la necesidad; y el test de la proporcionalidad. a)  La veracidad de la información El primero de los tests se fija en la adecuación a la verdad o no de la información. Ahora bien, según ha expresado el Tribunal Constitucional


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importando una doctrina cuya génesis hay que buscar en el Tribunal Supremo Americano 15 la exigencia de veracidad no significa corresponden­ cia exacta con la realidad. La comunicación que la Constitución protege es la que trasmita información “veraz”, pero de ello no se sigue que quede extramuros del ámbito garantizado la información cuya plena adecuación a los hechos no se ha evidenciado en el proceso. “Cuando la Constitución requiere que la información sea ‘veraz’ –explica la sentencia 6/1988, de 21 de enero– no está tanto privando de protección a las informaciones que puedan resultar erróneas –o sencillamente no probadas en juicio– cuanto estableciendo un específico deber de diligencia sobre el informador, a quien se le puede y debe exigir que lo que transmita como ‘hechos’ haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos, privándose, así, de la garantía constitucional a quien, defraudando el derecho de todos a la información, actúe con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado. El ordenamiento no presta su tutela a tal conducta negligente, ni menos a la de quien comunique como hechos simples rumores o, peor aún, meras invenciones o insinuaciones insidiosas, pero sí ampara, en su conjunto, la información rectamente obtenida y difundida, aun cuando su total exactitud sea controvertible. En definitiva, las afirmaciones erróneas son inevitables en un debate libre, de tal forma que, de imponerse ‘la verdad’ como condición para el reconocimiento del derecho, la única garantía de la seguridad jurídica sería el silencio” 16. De esa forma la doctrina constitucional, reiterada luego profusa­mente en numerosas sentencias, ha subjetivizado la condición de veracidad de la información. En materia de información sobre asuntos judiciales normalmente no será esta la cuestión decisiva a dilucidar. Si se relatan las incidencias procesales, la información será veraz, por cuanto no se afirma la acomodación a la realidad de los hechos investigados, sino que los mismos están siendo objeto de esclarecimiento en un proceso penal y se da cuenta de testimonios o actuaciones judiciales que son reales. Ahora bien no bastará invocar la existencia de una imputación judicial para amparar en

15.  Un excelente desarrollo de los diferentes hitos y matices de esa doctrina ya clásica y de su importación al derecho español se expone en Salvador Coderch, El mercado de las ideas, obra colectiva, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, pp. 243 y ss. 16.  Insisten y precisan esa doctrina un nutrido número de sentencias posteriores del TC entre las que cabe citar las 15/1993, de 18 de enero, 123/1993, de 19 de abril, 28/1996, de 26 de febrero, 52/1996, de 26 de marzo o sentencia 21/2000, de 31 de enero.


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la veracidad la atribución ya segura y sin matices de la comisión del delito. Serán necesarios otros componentes. No quiero decir con ello que siempre sea ilegítimo constitucionalmente sentar que una persona ha cometido un delito antes de que exista un pronunciamiento judicial condenatorio. En absoluto. Si existen elementos suficientes para formular con fundamento en un texto periodístico esa atribución (ya sean los elementos extraídos de la investigación judicial; ya otros extraprocesales) la información podrá ser considerada veraz, incluso aunque finalmente se demuestre que no se ajustaba a la realidad. b)  La relevancia pública El segundo test se centra en la materia sobre la que versan las opinio­ nes o informaciones, en su contenido. El menoscabo al derecho al honor, en aras de preservar el derecho a la información, sólo puede estar justificado si la información tiene interés para el fin de formación de la opinión pública que está en la base del derecho a la información y su privilegiado carácter constitucional, por servir de cimientos de una sociedad pluralista y democrática. Sin información libre –ha dicho el Tribunal Constitucional– no hay opinión pública libre, y sin ésta los valores constitucionales del pluralismo y la libertad se tambalean. Pero cuando la información en nada sirve a ese fin de formación de la opinión pública, ha de ceder en beneficio de otros bienes constitucionales. Así sucede cuando la información versa sobre hechos que no tienen relevancia pública alguna. Sólo los hechos “noticiables” –utilizando una expresiva terminología del Tribunal Constitucional (sentencia 6/1988, de 21 de enero)– por tener interés para la opinión pública, pueden encontrar amparo en el derecho a difundir libremente información. Con palabras de la sentencia del Tribunal Constitucional 154/1999 de 14 de septiembre es exigible “que la información tenga por objeto hechos que, ya sea por la relevancia pública de la persona implicada en los mismos, ya sea por la trascendencia social de los hechos en sí mismos considera­dos, puedan calificarse como noticiables o susceptibles de difusión, para conocimiento y formación de la opinión pública”. Esta exigencia ha sido reiteradamente establecida por la doctrina de este Tribunal, que ha estimado la existencia de acontecimientos noticiables en los sucesos de relevancia penal (sentencia 178/1993 y 320/1994), y ello con independencia del carácter de sujeto privado de la persona afectada por la noticia (sentencia 320/1994), apreciándose, asimismo, que la relevancia


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pública de los hechos ha de ser también reconocida respecto de los que hayan alcanzado notoriedad (sentencia 3/1997) 17. La información sobre asuntos sometidos a la jurisdicción penal, como antes se anotó, lleva consigo una presunción de interés público por definición; aunque no puede extremarse la presunción hasta el punto de desechar que puedan darse casos en que esa información sobre un asunto penal o una sentencia condenatoria o una investigación carezca de todo relieve por ser muy antigua, o versar sobre una materia sin alcance social relevante y su difusión por tanto no sobrepase este segundo filtro. c)  La prohibición del insulto innecesario El tercero de los tests se fija en la forma en que son vertidas y expuestas esas informaciones u opiniones. Aunque la información sea veraz y aunque verse sobre aspectos de relevancia pública, no estará amparada constitucionalmente si las expresiones utilizadas o la forma de difundir la noticia es innecesariamente ofensiva, vejatoria e insultante. Son las denominadas injurias formales. Las frases formalmente injuriosas e imbuidas de una carga ofensiva innecesaria para el cumplimiento de las finalidades a que responden tales libertades, no pueden encontrar cobijo en las mismas (sentencias 165/1987 o 107/88). La libertad de expresión no ampara el insulto. Esto no significa que no deban tolerarse ciertas expresiones o frases, aunque sean formalmente injuriosas o estén imbuidas de una innecesaria carga despectiva, cuando del conjunto del texto quepa detectar el predominio de otros aspectos que otorguen una eficacia prevalente a la libertad de expresión (sentencia 20/1990, de 15 de febrero). Ciertos excesos son permisibles y pueden quedar cobijados por la libertad de expresión o información siempre que aparezcan como una forma de reforzar la crítica. Pero 17.  Un pronunciamiento del Tribunal sobre esta materia que resulta especialmente pertinente transcribir parcialmente por tratarse de información sobre asuntos judiciales, puede encontrarse en la sentencia 134/1999, de 15 de julio: “Una información posee relevancia pública porque sirve al interés general en la información, y lo hace por referirse a un asunto público, es decir, a unos hechos o a un acontecimiento que afecta al conjunto de los ciudadanos, no por narrar los detalles relativos a una adopción y a sus protagonistas. Aún en el caso de que se convenga en que la existencia de un proceso judicial sobre la presunta existencia de una red de compraventa de menores sea un asunto dotado de dicha relevancia pública, y al margen de que no es éste el asunto sobre el que versan los reportajes periodísticos en cuestión, tal circunstancia no justifica, por absolutamente innecesario, revelar información sobre dos menores cuya única relación con tan desagradables hechos es que, quien dice ser su madre biológica, está implicada en ellos”.


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los meros y simples insultos desvinculados de la materia sobre la que versa la crítica no merecen el amparo del art. 20 de la Constitución (sentencia 105/1990, de 6 de junio, o sentencias 42/1995, de 13 de febrero y 76/1995, de 22 de mayo 18). Esta doctrina sobre las injurias formales fue reiterada nuevamente por el TC en su sentencia 200/1998, de 14 de octubre: añadir en un contexto informativo veraz en términos globales, calificativos expresos o implícitos que producen por sí mismos deshonra o descrédito innecesarios para la información, o epítetos ofensivos no imprescindibles, deslegitima desde el punto de vista constitucional el ejercicio de las libertades de información o expresión. Si el texto o las expresiones no superan esa triple prueba, habrá que dar prevalencia al derecho al honor. En caso contrario, será la libertad de información el derecho preferente, aunque la conducta afecte al derecho al honor. En materia de intimidad es el segundo de los filtros –la relevancia pública– el que conserva su operatividad en combinación con la voluntariedad y anuencia de la persona afectada. Si la información no se ajusta a la verdad, no habrá afectación de la intimidad por definición. 7.  Tratamiento de las informaciones sobre asuntos judiciales Las pautas indicadas valen también para el tratamiento informativo de los asuntos judiciales. La casuística es muy variada. Busquemos algunos ejemplos extraídos de la jurisprudencia nacional. Como simple apunte –pues son muchas otras las resoluciones que cabría citar sobre este interesante tema– podemos fijarnos es la S. TC 6/1996, de 16 de enero en la que se analiza una información periodística que imputaba a una persona la participación como intermediario en un secuestro llevado a cabo por una banda terrorista, basándose en la existencia de una actuación policial y judicial previa. Posteriormente las diligencias judiciales serían archivadas. Las decisiones de la jurisdicción ordinaria declarando que se trataba de una intromisión ilegítima en el honor del afectado son refrendadas por el Tribunal Constitucional por considerar que la actuación 18.  Vid. sin embargo la laxitud de criterio que maneja en este punto la sentencia 297/1993, de 14 de noviembre también referida a una información sobre un asunto judicial atinente a un delito especialmente despreciable, lo que posiblemente pesó mucho para que el Tribunal admitiese unos epítetos cuyo carácter vejatorio es difícil disimular.


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del medio periodístico no estaba rodeada de la diligencia necesaria para dotar a la información de “veracidad”, pues las declaraciones obrantes en el procedimiento eran insuficientes para llegar a las imputaciones que se hacían en el texto periodístico y no se llegó a acreditar por los demandados la existencia de la diligencia necesaria exigible al haber transmitido como veraces esas imputaciones: “En consecuencia, constatada la imputación de unos hechos al señor de la Hoz Uranga en la información vertida en el citado reportaje, que acarrean objetivamente una difamación o desmerecimiento en su consideración ajena; constatado, a su vez, que la información no respetó los límites constitucionales, pues las diligencias judiciales seguidas por esos mismos hechos fueron finalmente archivadas; constatado, también, que en ninguna de las tres instancias ordinarias el informador acreditó su diligencia en la comprobación de la veracidad de la noticia; así como tampoco lo hizo en esta sede; y, constatado, por último, que la imputación al señor de la Hoz de estos hechos, anticipando peligrosas y graves conclusiones como se hicieron en este caso no era un elemento necesario a la información vertida pues se podía haber informado a la opinión pública lisa y llanamente de la investigación en curso, debe concluirse que las resoluciones impugnadas no han vulnerado el art. 20.1.d) CE, puesto que el derecho invocado fue ejercido transgrediendo el campo de protección que la Constitución le reconoce”. Sin embargo esta sentencia venía acompañada de un voto particular suscrito por dos Magistrados que consideraban que debía haberse concedido el amparo al estimar que la noticia había sido “veraz”. Cada asunto tendrá sus matices. No es posible establecer unas reglas rígidas. Sí que es obvio que la marcha del proceso marcará ciertas diferencias en el tratamiento. Las exigencias han de ser mayores al inicio del procedimiento penal: en esos momentos el test de veracidad tendrá un papel mucho más relevante. En la fase sumarial incide también el tema del maltratado secreto externo de la investigación. El principio de publicidad del juicio oral y la existencia de unas acusaciones que han pasado ya el filtro del órgano judicial, relajarán los criterios en esa fase. La veracidad y la relevancia pública de la información difícilmente van a faltar. Existiendo ya sentencia, se refuerza más esa estimación. Pero de cualquier forma tampoco pueden establecerse en ningún momento reglas absolutas. No puede descartarse que la información sobre un asunto ya resuelto en sentencia y que no se aparte de esa verdad “oficial” pueda lesionar en forma no tutelada constitucionalmente honor o intimidad.


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Ese carácter casuístico hace que en esta materia más que en muchas otras resulte de especial interés el análisis de casos, para comprobar cómo se proyectan en ellos los principios generales. Recordaré por ello algún otro supuesto extraído de una jurisprudencia que, por otra parte, es abundante y casi limitándome a servir de altavoz de los pronunciamientos. La sentencia del Tribunal Constitucional 1/2005, de 17 de enero analiza desde la perspectiva del reportaje neutral una entrevista vertida en una cadena de radio realizada a la supuesta víctima de unos abusos sexuales que estaba acompañado de su abogado, su madre y su novia. Los hechos habían sido objeto de denuncia y se investigaban en un Juzgado de Instrucción. El procedimiento sería definitivamente archivado mediante un auto de sobreseimiento libre recaído unos meses después. Los imputados, sendos militares, interpusieron demanda de protección del honor que sería desestimada en primera instancia. El recurso de apelación prosperó. También la sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 24 de septiembre de 1999 entendió que se trataba de una intromisión ilegítima en el derecho al honor, aunque dos magistrados en un voto particular disentían de esa opinión. El hecho de que la locutora en algunos de sus comentarios diese el salto de la información sobre la existencia del proceso, a pronunciarse abiertamente por la realidad de los hechos denunciados sirve al Tribunal Constitucional como clave para estimar ilegítima la información y declarar inaplicable la doctrina del reportaje neutral. “Tampoco cabe afirmar que en el presente caso nos encontremos ante un reportaje neutral en el sentido establecido por nuestra doctrina ya citada. La clave en este supuesto está en si la locutora ha sido un mero transmisor de la denuncia o, por el contrario, la ha reelaborado, haciendo suya la versión de los hechos contenida en la misma, y utilizándola para darle otra dimensión, diferente de la mera exposición neutra. En principio, una entrevista en la que el periodista se limite a formular preguntas y a transcribir por escrito las respuestas, o permitir que las mismas se emitan por radio, como en este caso, o por televisión, es el ejemplo paradigmático de reportaje neutral, en el que el locutor no hace suyas las afirmaciones del entrevistado y, por tanto, no puede ser acusado en ningún momento de asumir las tesis que este último haya podido formular”. “Sin embargo, también es posible que este género periodístico sea vehículo para intentar hacer llegar al lector u oyente no sólo las convicciones del que es objeto de la entrevista, sino también las de quien la realiza, que reelabora las intervenciones de aquél y añade consideraciones propias, que alejan del resultado de lo que hemos considerado como reportaje neutral”.


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“La lectura de la transcripción de la entrevista objeto del presente procedimiento hace pensar que la locutora asume los principios del reportaje neutral con manifestaciones como estas: ‘Queremos ser muy ponderados también en nuestras preguntas’; ‘No buscamos sensacionalismos, sino esclarecer de alguna manera la verdad’ y expresiones respecto a la función de los medios: ‘No participar, no opinar. No poner el pie de página’; ‘No hacer comentarios, ni opiniones personales, sino simplemente invitar a los personajes para que cuenten los hechos’. Pero, al mismo tiempo, otras manifestaciones dan por cierta la sodomización del recluta, como se deduce de una serie de expresiones que se formulan a lo largo de su intervención. Por ejemplo, cuando, tras preguntar al Sr. Santana si alguien había presenciado los hechos, concluye la Sra. Sánchez que ‘Sí, lo vieron’; cuando, al entrevistar a la novia del Sr. Santana, afirma la citada periodista ‘Si te hubiera ocurrido a ti, como ahora le ha ocurrido a él’; y, cuando al dialogar con el Sr. Sagaseta, Abogado del Sr. Santana, la locutora afirma ‘el hecho es evidente’ y, ante el razonamiento del mismo sobre si ocurrieron los hechos, afirma tajantemente, interrumpiéndole, que ‘Ocurrieron’”. “Todas estas manifestaciones de la Sra. Sánchez conducen inevitablemente a concluir que no nos encontramos ante un caso de reportaje neutral, pues la locutora no se limitó a invitar a los entrevistados a narrar su versión de los hechos, sino que tomó partido, dando por ciertos los mismos, y transmitiendo a su público radiofónico la clara impresión de que los militares habían sodomizado al recluta entonces denunciante de éstos”. “No puede, por tanto, entenderse cubierta por el derecho a comunicar libremente información veraz por cualquier medio de difusión, reconocido en el art. 20.1 d) CE, una intervención radiofónica en la que se dio por cierta la comisión de un grave delito por parte de unas personas que tenían derecho a que se respetara su presunción de inocencia, sin hacer el más mínimo trabajo de contraste; es decir, sin observar la diligencia que hubiera convertido a la noticia, que luego se demostró falsa, en una al menos dotada de veracidad, tal como ha sido definida ésta por nuestra jurisprudencia antes citada”. Nótese como en esta sentencia se habla ya abiertamente de respeto a la presunción de inocencia, y no meramente al honor, en contra de la opinión que antes he sustentado. La sentencia del Tribunal Constitucional 244/2007, de 10 de diciembre es una muestra de que una absolución o exculpación posterior no determinan la ilegitimidad de las imputaciones hechas públicamente con anterioridad, ni siquiera cuando están en boca de un responsable público que


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convoca una rueda de prensa para informar precisamente de una actuación policial que, si se atiende a lo que dice la LECrim, no podría ser objeto de divulgación. En ella sin ningún matiz o reserva atribuye a quien finalmente sería excluido de toda responsabilidad penal ser integrante de un comando de la banda terrorista ETA que habría cometido delitos de enorme gravedad (asesinatos). Que sea un gobernador civil actuando en tal condición quien traslada esa información a los medios de comunicación introduce además un ingrediente peculiar, pues ya no puede hablarse propiamente de un derecho fundamental –libertad de información– que no puede atribuirse al Poder Público. Aunque al final la técnica de resolución es similar a la que se ha de usar tratándose de quien actúa en ejercicio de su propio derecho 19. El Tribunal reitera en sintonía con algún pronunciamiento anterior –sentencia 14/2003, de 28 de enero– que no existe un deber de la autoridad gubernativa de mantener en secreto las investigaciones policiales en tanto no haya recaído decisión judicial sobre el asunto. Pero la información que se suministre habrá de ser cuidadosa en no prejuzgar, lo que ha de deducirse más del contexto, que de ese casi ritual uso de las palabras “presunto”, “sospechoso”, etc. Precisamente ese contexto permite deducir que no se señalaba su culpabilidad de forma indubitada; simplemente se daba cuenta de la detención y de las imputaciones existentes frente a él. Ese es un elemento diferencial de otros pronunciamientos jurisprudenciales que eran invocados por el afectado por la información. Ésta se refería a hechos de indudable relevancia pública y se ajustaba a parámetros de veracidad: “Baste recordar a los efectos de su contraste con el caso ahora examinado que en la STEDH de 5 de febrero de 1995, caso Allenet de Ribemont c. Francia, el supuesto examinado consistió en que en el transcurso de una rueda de prensa convocada para informar sobre un programa plurianual

19.  “El problema que suscita el presente enjuiciamiento es el de los límites que han de enmarcar el deber de los poderes públicos al informar de sus actuaciones sobre determinados asuntos que afectan a bienes cuya protección les está encomendada (medio ambiente, sanidad, seguridad pública, etc.), en tanto en cuanto tal información puede facilitar la libre difusión y recepción de información veraz (STC 178/1993, de 31 de mayo, FJ 4) entendida como garantía institucional de la existencia de una opinión pública libre (STC 171/2004, de 18 de octubre, FJ 2, entre muchas otras), aspecto éste que cobra singular relieve en el caso examinado, dado el especial compromiso que incumbe a los poderes públicos en el fomento y preservación de aquella garantía y dada la particular significación de la materia sobre la que versa la información difundida en relación con los valores de la convivencia democrática encarnados en la Constitución”.


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de equipamiento para la policía, el entonces Ministro del Interior francés, acompañado de altos cargos policiales, fue preguntado por la investigación policial del asesinato de una relevante personalidad política, a lo que contestó afirmando que el delito había quedado esclarecido, que todas las personas implicadas habían sido detenidas, describiendo seguidamente el detalle de la trama delictiva y el papel desempeñado en la misma por cada uno de los detenidos; a lo que añadió uno de los altos cargos policiales presentes en la rueda de prensa, refiriéndose al allí demandante, que éste había sido el instigador del asesinato”. Por el contrario, en el caso que aquí nos ocupa el entonces Gobernador Civil de Guipúzcoa “no efectuó en la rueda de prensa un juicio de culpabilidad respecto del recurrente, sino que se limitó, en términos más o menos acertados, a precisar la causa que determinó la detención del recurrente en amparo, como consecuencia de los datos y resultados de la investigación policial en el momento en el que tiene lugar la rueda de prensa...” “...en el supuesto que nos ocupa, amén de no referirse a una información emanada de un medio de comunicación, es incuestionable la relevancia e interés general de la información divulgada por el entonces Gobernador Civil de Guipúzcoa, como ya hemos señalado, al igual que no se aprecia falta de diligencia por parte de aquél, toda vez que el contenido de sus manifestaciones sobre la detención del recurrente se ajustaron a los datos de la investigación en el momento en el que se produjo la comparecencia en rueda de prensa”. “Así pues, la falta de identidad entre los supuestos comparados despoja a las resoluciones invocadas del valor interpretativo que pretenden el recurrente y el Fiscal, y priva de relevancia a la alegada ausencia de empleo de expresiones o términos que indiquen alguna prevención, matización o reserva (tales como ‘presunto’, ‘supuesto’, ‘aparente’, etc.) en la formulación de las declaraciones realizadas por el informante en la rueda de prensa sobre la detención del recurrente”. “En suma, la información transmitida por el entonces Gobernador Civil de Guipúzcoa sobre la detención del recurrente en el transcurso de una operación antiterrorista y en cuanto integrante de un comando de ETA al que se atribuyen diversos crímenes revestía incuestionable relevancia e interés público, al referirse a los resultados alcanzados en sus investigaciones por las fuerzas y cuerpos de seguridad en relación con delitos que entrañan notoria gravedad y causan un impacto considerable en la opinión pública (por todas, SSTC 219/1992, de 3 de diciembre, FJ 4; 185/2002, de 14 de octubre, FJ 4; y 14/2003, de 28 de enero, FJ 11, citadas); además, esa in-


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formación sobre el recurrente tenía carácter veraz en el momento en que fue difundida, por lo que el Gobernador Civil de Guipúzcoa satisfizo en su actuación el especial deber de diligencia que, en cuanto autoridad pública, pesaba sobre su decisión de hacer públicos los datos facilitados por las fuerzas y cuerpos de seguridad a sus órdenes (STC 69/2006, de 13 de marzo, FJ 4); finalmente, esa información resultó proporcionada para alcanzar el fin constitucionalmente legítimo de informar a los ciudadanos sobre los resultados obtenidos en el curso de la operación antiterrorista llevada a cabo por la Guardia civil a primeros de junio de 1994, pues, encontrándose detenido el recurrente –por su presunta implicación en los hechos investigados– en el momento de efectuar sus declaraciones en rueda de prensa el entonces Gobernador Civil de Guipúzcoa, éste no efectuó en la rueda de prensa un juicio de culpabilidad respecto del recurrente, sino que se limitó, como ha quedado señalado, a precisar la causa que determinó la detención de aquél, de acuerdo con los datos y resultados de la investigación policial en el momento en el que tiene lugar la rueda de prensa”. Una última referencia en este apartado para ponernos ahora en la perspectiva no del honor de los imputados en el proceso penal, sino de la fama y reputación de la víctima de los hechos que están siendo sometidos a investigación judicial. Es la sentencia también del Tribunal Constitucional 185/2002 la que nos proporciona un supuesto que encierra cierto carácter paradigmático. Un periódico regional publicaba haciéndose eco de la nota expedida por el Gabinete de Prensa de la Comisaría de Policía la detención de un joven como presunto autor de una agresión sexual en el portal del domicilio de la víctima cuando ésta regresaba a su casa. La detención se llevó a cabo en virtud de un reconocimiento casual por parte de la víctima al identificar al supuesto autor en una cafetería. El reportaje periodístico venía encabezado con el titular: “Encarcelado un ‘violador’ que asegura tener pruebas de su completa inocencia”. Dicho reportaje, en su entradilla, relataba que el día anterior el Juez de Instrucción encargado del caso había decretado la prisión incondicional de un joven como presunto autor de la agresión sexual, añadiendo seguidamente: “la complicación del caso ha vuelto a poner de relieve el dilema de muchos procesos por violación, donde, a falta de pruebas objetivas, queda la palabra de la víctima contra la protesta del acusado. ¿Es este un violador con coartada o un inocente atrapado en un drama kafkiano?”. En el cuerpo de la información se exponía un relato de los hechos sometidos a investigación judicial tal y como constaban en el sumario, al que, según se decía, el periódico había tenido acceso. En dicho minucioso relato se indica-


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ba el número del portal de la calle donde residía la víctima, se la identificaba por su nombre completo y las iniciales de sus dos apellidos, y al describir minuciosamente el desarrollo de la agresión sufrida se decía lo siguiente: “Después le quitó a la chica los pantalones y la desnudó por completo, a excepción del jersey con que le tapaba la cabeza. Le puso la navaja al cuello: ‘Si te quitas el jersey, te mato’. Entonces la penetró. Ella, que era virgen, le suplicó que la dejase, que le estaba haciendo mucho daño. Él respondió que se callara y volvió a penetrarla. Luego, la abandonó, tumbada y semiinconsciente en el suelo y huyó”. Junto al minucioso relato de la agresión sexual y de las circunstancias en las que la víctima reconoció al supuesto agresor, bajo el título “Oscuridades”, se relataron otros pormenores del caso relativos a la coartada ofrecida por el detenido, diversas diligencias probatorias pedidas por su Letrado defensor, sus antecedentes delictivos, y cómo la defensa hacía hincapié en las sucesivas modificaciones del testimonio de la víctima sobre la descripción del autor. La demanda por intromisión en la intimidad interpuesta por la víctima fue estimada en todas las instancias de la jurisdicción ordinaria. La demanda de amparo interpuesta por el medio y los periodistas condenados aducía que el reportaje tenía como antecedente la nota informativa emitida por la Comisaría provincial de Policía y las informaciones sobre los hechos reproducidas por otros medios de comunicación regionales. La noticia –se argumentaba– no era la agresión sexual en sí misma, sino el hecho de haber sido reconocido un joven como supuesto autor de los hechos. Por ello la víctima era el sujeto activo de la noticia en su cualidad de denunciante. De los datos cuya publicación se reprocha “únicamente no habían sido difundidos con anterioridad el nombre de pila y las iniciales de la denunciante y el número de la calle” donde vivía, pues la circunstancia relativa a la virginidad de la joven, no sólo constaba en el sumario, sino que había sido publicada dos días antes por otro periódico regional cántabro. Se añadía que el proceso penal finalizó con un pronunciamiento judicial absolutorio para la persona denunciada, por lo que en todo caso el derecho a la libertad de información debe prevalecer sobre la pretensión de protección de la intimidad. El Tribunal Constitucional desestimaría la demanda de amparo pues algunos de los aspectos de la información (identificabilidad de la víctima, condición de virgen...) no superaban el test de necesidad, es decir, no eran relevantes desde el punto de vista del interés público: “los datos que el reportaje enjuiciado revela sobre la joven agredida, en la medida en que permiten su completa identificación, exceden de cuanto puede tener tras-


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cendencia informativa en relación con la agresión sexual y su investigación judicial objeto del trabajo periodístico, y por ello ese contenido concreto de la información (el único que justifica el reproche que ha dado lugar a la condena civil impugnada) no merece la protección constitucional que otorga el art. 20.1 d) CE, tal como estimaron correctamente las Sentencias impugnadas”. No faltan en esta materia textos sin contenido normativo, pero con un valor promocional inequívoco. Algunos son códigos deontológicos; otros, documentos internacionales. Por la autoridad de la institución de que emana tiene un valor singular la Recomendación (2003) 13 del Comité de Ministros del Consejo de Europa sobre la difusión por los medios de información sobre procedimientos penales que va acompañada de una declaración de la misma fecha (10 de julio) en la que el citado Comité se declara preocupado por la creciente comercialización de información relativa a procedimientos penales. La Recomendación es reiteradamente aludida en la Instrucción 3/2005, de 7 de abril de la Fiscalía General del Estado que extrae de ella muchas pautas.

8.  Secreto sumarial: sus relaciones con los derechos al honor  y a la intimidad

El principio general de secreto externo del sumario viene proclamado en nuestro ordenamiento procesal en el art. 301 de la LECrim: “Las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral, con las excepciones determi­nadas en la presente ley...” (art. 301.1º). El vigente régimen se inspira ante todo en preservar la eficacia en la investigación. Otros intereses como la libertad de información o el derecho al juicio justo están totalmente marginados. El respeto al honor del imputado también está presente, aunque en un segundo plano que aflora en ocasiones en cuestio­nes muy concretas. Así sucede, por ejemplo, cuando se regula la detención o la entrada y registro en lugar cerrado. El art. 520 establece que “la detención y la prisión provisional deberán practicar­se en la forma que menos perjudique al detenido o preso en su persona, reputación y patrimonio”. Por su parte, el art. 552 advierte de la necesidad, al practicar un registro, de adoptar “todo género de precauciones para no comprometer su reputación, respetando sus secretos si no interesaren a la instrucción”.


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Ambas normas, tantas veces incumplidas, previenen de la conveniencia de evitar todo género de publicidad. Y obligan no sólo a guardar una actitud pasiva, de no provocar la publici­dad, pero resignarse si llega; sino a ser beligerantes, adoptando las cautelas preci­sas para evitar esa publicidad que afectaría a la reputación del inculpado. No es difícil encontrar en los medios de comunicación noticias e imágenes que revelan que tales recomendaciones se ponen con frecuencia en sordina. Baste recordar un supuesto que llegó a la jurisdicción de Estrasburgo: Banco de finanzas e Inversiones S.L. v. España. La entidad demandante reclamaba porque se había efectuado un registro judicial en su sede con la presencia de numerosos representantes de la prensa. Radio y Televisión el mismo día del registro dieron amplia cuenta, con imágenes, de las investigaciones penales. La demanda no fue admitida por la Sección IV del Tribunal (Decisión de 27 de abril de 1999) al considerarse que no estábamos ante un “domicilio” en el sentido del Convenio. Pero ahí queda documentado el flagrante incumplimiento de la normativa nacional. Seguramente la legislación vigente en nuestro país sobre el secreto sumarial está necesitada de una acomodación al nuevo régimen constitucional y al papel primordial de la libertad de información. Pero el acoplamiento no puede consistir simple y llanamente en hacer tabla rasa con las normas vigentes y optar por su tolerada vulneración sistemática. El secreto sumarial se extiende hasta la apertura del juicio oral (art. 649 LECrim.). Una vez abierto éste, todas las actuaciones son públicas, incluidas las previas actua­ciones sumariales. Si se concluye el proceso con un sobreseimiento, hay que entender que, firme esa resolución, cesa igualmente el secreto sumarial, lo que no significa que todas las actuaciones procesales puedan sin más ser difundidas (vid. art. 234 de la Ley Orgánica del Poder Judicial). Que el fundamento primordial del secreto sumarial estribe en facilitar la investigación según la mentalidad del legislador decimonónico, no significa que esta institución procesal no tenga también algo que ver con la necesidad de preservar el derecho al ho­nor de los afectados por el proceso penal, incluido, por su­puesto, el imputado. En eso han puesto el acento algunas sentencias del Tribunal Constitucional (vid en especial voto particular que acompaña a la sentencia 6/1996), o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (v. gr., sentencia de 15 de julio de 2003, asunto Ernst y otros c. Bélgica), aunque, en mi opinión, enfatizando en exceso pues en algún caso se da a entender que la protección del honor pasa por el res-


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peto a ultranza del secreto del sumario, aseveración con la que no puedo estar de acuerdo. No se trata de que el secreto lleve aparejada, a modo de con­secuencia o efecto, una mejor protec­ción del honor o de la fama de las personas: eso es evidente. Se trata de que la existencia del derecho al honor y, en particular, su acertado reconocimiento como derecho fundamental exigen, en relación con la Justicia penal, que el Estado arbitre mecanismos razonables, proporcionados y a la vez eficaces, que protejan a los ciudadanos frente a las consecuen­cias indeseables de un deber ele­­mental asumido por el propio Estado: el deber de proceder por vía penal ante la notitia criminis, que obliga a valerse de im­putaciones provisionales, sustentadas, por tanto, en una duda –aunque liminarmente esa duda sea más o menos fundada–, de suerte que, tras la investigación y, en su caso, los debates públicos propios del plenario, tales imputaciones pueden revelarse como del todo improcedentes. Decir que el fundamento principal del secreto sumarial radica en la tutela del honor del imputado es exagerado 20. Eso dejaría sin explicar por qué abierto el juicio oral y antes de que exista sentencia se abren ya las puertas de par en par a la publicidad. Del mismo modo también resulta poco armonizable con las exigencias de la libertad de información un secreto entendido de forma tal que vedase toda información sobre asuntos sujetos a investigación judicial o que impidiese conocer la identidad de los imputados en aras de esa protección de su fama que supondría –en contra

20.  No faltan ejemplos en la jurisprudencia de esa vinculación clara, jurídicamente relevante, entre el secreto y el derecho al honor. Tal es el caso, v.gr., de la S. TS (1ª) de 18 de abril de 1990. Esta resolución, cuando examina el alcance del art. 7º.7 LO 1/1982 (precepto que, en el ámbito de protección delimitado por esa Ley, considera como intromisión ilegítima “la divulgación de expresiones o hechos concernientes a una persona cuando la difame o la haga desmerecer en la consideración ajena”), dice (FJ único): “Esta tipología viene agravada en los supuestos de actuaciones criminales dadas a conocer al público por vía de información periodística, olvidando el secreto de las diligencias sumariales conforme previene el art. 301 de la LECrim”. “Tal ocurre en el supuesto ahora enjuiciado, en que se publica en el Diario Montañés... una información que se destaca con gruesos caracteres tipográficos bajo la rúbrica de presunta estafa en la Cooperativa X., y donde, sin consentimiento de los afectados, se informa con todo detalle, con expresión de sus nombres, de la presentación de una querella contra la mismos (la querella fue admitida pocos días después de la información y finalmente desestimada como temeraria), exponiendo la posibilidad de que veinte millones de pesetas hayan sido estafados por el Presidente, Secretario y Tesorero de la Cooperativa, que faltan veintiún millones de pesetas, que se han asignado precios diferentes para pisos iguales, destacando diversas irregularidades”).


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de lo que se deriva de nuestro ordenamiento constitucional– la prevalencia absoluta del art. 18 sobre el art. 20 del texto constitucional. Pero de esas consideraciones se puede extraer alguna consecuencia que ya se ha apuntado: el momento de la investigación en que nos hallemos impone una mayor prudencia en la información derivada de ese deber de diligencia en que consiste la veracidad. Obviamente, esto no significa que el acusado, en la fase de plenario, e incluso el condenado puedan ser objeto de vilipendio, como si la finalización del secreto implicase la erradicación ope legis de un derecho fundamental irrenunciable como es el derecho al honor. El test de proporcionalidad o la prohibición del insulto innecesario sigue operando aunque exista una sentencia y ésta sea condenatoria. Sobre este particular, la Instrucción 3/1993, de 16 de marzo, de la Fiscalía General del Estado, apunta lo siguiente: “Con las razones de la administración de justicia concurren a justificar el secreto instructorio los derechos del imputado a la reserva, pues la presunción de no culpabilidad hasta la condena definitiva no tiene únicamente un valor procesal y es justo que encuentre en el secreto instructorio un instrumento que, al menos en parte, garantice la personalidad del imputado, así como su dignidad”. Hablar en la actualidad de secreto del sumario precisa una puntualización que salta a la vista: el incumplimiento generalizado de ese principio general de secreto de las actuaciones sumariales 21. Aquí hay que dejar entre paréntesis el derecho del acusado a un juicio público que está provisionalmente suspendido durantes las investigaciones preliminares: sólo cuando exista una acusación formal aflorará ese derecho con toda su fuerza. Mientras tanto sí que existe (salvo supuestos excepcionales) la publicidad interna puesta al servicio de su derecho de defensa, que le permitirá a él a través de su defensa conocer el curso de los autos. Pero eso como ya se dijo es temática diferente. No se descubre nada si se constata que, en la práctica, el régimen del secreto del sumario está enormemente relajado. Estamos acostumbrados

21.  Sobre este tema en los últimos años se ha producido una bibliografía relativamente abundante. Me permito destacar dos monografías: El Secreto del Sumario y la libertad de información en el proceso penal, de Rodríguez Bahamonde (Dykinson, 1999) y Protección penal del secreto sumarial y juicios paralelos de Otero González (Ed. Centro de Estudios Ramón Areces, 1999). En ambas se pueden encontrar referencias al derecho comparado, pues como es sabido en los sistemas anglosajones en esta materia se caracterizan por la flexibilidad frente a la general rigidez del derecho continental.


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a leer en la prensa, transcritos íntegramente, autos de procesamiento o de prisión, resolu­ciones de inculpación, detalles de las declaraciones sumariales de asuntos que, por un motivo u otro, despiertan el interés de la opinión pública. Los medios de comunicación conocen al minuto, y en ocasiones antes que las propias partes, cada una de las vicisitudes de la instrucción: las fechas fijadas para las comparecencias, los resultados de las periciales, las diligencias acordadas... Es más, en ocasiones, los periodistas llegan a tener datos minuciosos sobre diligencias cuyo secreto ha sido declarado judicialmente incluso para las partes personadas. Es evidente el divorcio entre el régimen legal y la praxis. Desde la perspectiva de un jurista, inicialmente, sólo cabe repudiar ese apartamiento entre la realidad y lo que dispone la ley. En una segunda fase de análisis es necesario reflexio­nar sobre las causas de ese generalizado incumplimien­to del régimen legal, que genera enorme inseguridad jurídica. Muchas filtra­ciones no dan lugar a la más mínima reacción, ni siquiera a la apertura de unas diligencias para intentar esclarecer la identidad de los responsables de esas quiebras flagrantes del secreto sumarial. Otras veces, las menos, se llega no sólo a abrir procesos penales, sino incluso a condenas 22. Es inútil la búsqueda de criterios legales que justifiquen esa divergencia de tratamiento. Entre las causas de esa realidad destaca una que pone de manifiesto la necesidad de una reforma legal del régimen de secreto del sumario. Las libertades de información y expresión y, en el reverso de la moneda, el derecho de la sociedad a recibir información veraz, se compaginan mal con la rígida disciplina normativa que crea un clima asfixiante; clima que ha sido liberado en la práctica con esa relajación generalizada, especialmente en asuntos que, por la implicación de personas públicas o por la trascendencia política, exigen que la colectividad tenga un conocimiento puntual e inmediato de lo que sucede. La necesidad social de difusión de ciertos datos sumariales se acentúa y multiplica por la excesiva duración de la fase de investigación. La prolongación de la instrucción no sólo aumenta la dificultad de mantener el secreto sumarial, sino que, al mismo tiempo, hace decaer los fundamentos de la institución.

22.  Por ejemplo, sentencia 987/1995, de 10 de octubre de la Sala 2ª por la que se desestimaba el recurso de casación interpuesto por una Magistrada contra la sentencia que le condenaba por el citado delito al haber entregado testimonio a un letrado de determinadas actuaciones penales que previamente habían sido declaradas secretas y que luego serían divulgadas en los medios de comunicación. Se trata desde luego de un asunto muy singular por cuanto se estaba no ante el genérico secreto sumarial, sino ante un supuesto de secreto interno.


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La realidad práctica sobre el secreto sumarial acredita la necesidad de una reforma que, de otra parte, viene impuesta por principios constitucionales que ya han determinado una reforma de facto tal y como en definitiva viene a respaldar la Instrucción 3/2005, de 7 de abril de la Fiscalía General del Estado sobre las relaciones del Ministerio Fiscal con los medios de comunicación. Pero dejaré esta cuestión tan sólo apuntada para retomar el hilo temático principal. 9.  La publicidad de la fase de juicio oral Una vez se abre el juicio oral, todas las actuaciones del proceso son ya públicas, también para terceros ajenos al proceso, tal y como ordena el art. 649.2º LECrim.: “Dictada que sea esta resolución (el auto de apertura del juicio oral), serán públicos todos los actos del proceso”. La publicidad se predica de una forma singular respecto del acto del juicio oral: “Los debates del juicio oral serán públicos, bajo pena de nulidad” (art. 680.1º LECrim.). El principio de publicidad externa del juicio oral no es absoluto. Admite excepciones que han de ser acordadas por el Juez o Tribunal. A nivel internacional el derecho a la publicidad del proceso aparece consagrado no sólo en la Declaración Universal que se ha tomado como punto de partida para estas reflexiones, sino también en otros textos, donde se alude a posibles limitaciones. El art. 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos prevé ya excepciones cuando establece: “el acceso a la Sala de audiencia puede ser privado a la prensa y al público durante la totalidad o parte del proceso en interés de la moralidad, el orden público o de la seguridad nacional en una sociedad democrática, cuando el interés de los menores o de la protección de la vida privada de las partes en el proceso así lo exijan o en la medida considerada necesaria por el Tribunal cuando en circunstancias especiales la publicidad pudiera ser perjudicial para los intereses de la justicia”. Se abre un abanico bastante nutrido de posibles causas legítimas para limitar la publicidad del juicio: moralidad, orden público, seguridad nacional, protección de los menores y de la vida privada e interés de la justicia 23.

23.  En el derecho comparado suele aludirse a las mismas causas aunque con variantes más o menos significativas.


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Que la Declaración Universal no contemple excepciones no significa que sean incompatibles con ella, siempre que respondan a intereses de igual peso programático y que no supongan la anulación total de la publicidad. En nuestro sistema procesal penal es más reducido el cuadro de posibles causas de limitación de la publicidad. El art. 680.2º de la LECrim permite que el Presidente pueda acordar la celebración del juicio a puerta cerrada cuando “... lo exijan razones de moralidad o de orden público o el respeto debido a la persona ofendida por el delito o su familia”. El art. 232 de la Ley Orgánica del Poder Judicial marca unos criterios más amplios. La remisión genérica a la protección de los derechos y libertades permite englobar buena parte de las causas previstas en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, como el respeto a la intimidad, o el derecho a un juicio justo. Por su parte el art. 15.5 de la Ley 35/1995, de 11 de diciembre, de ayudas y asistencia a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual, se refiere a la posibilidad de celebración a puerta cerrada del juicio oral desde la perspectiva de la protección de la intimidad de la víctima, encomendando al Ministerio Fiscal la tarea de velar por ese interés: “El Ministerio Fiscal cuidará de proteger a la víctima de toda publicidad no deseada que revele datos sobre su vida privada o su dignidad, pudiendo solicitar la celebración del proceso penal a puerta cerrada, de conformidad con lo previsto por la legislación procesal” 24.

Así, el art. 472 del Código de Procedimiento Penal Italiano permite la celebración a puerta cerrada de todo o parte del juicio cuando la publicidad pueda perjudicar las buenas costumbres o de ella pueda derivarse la difusión de noticias que deban mantenerse en secreto en interés del Estado; cuando pueda afectar al orden público, puedan producirse manifestaciones que perturben el normal desarrollo de la vista o se considere necesario para salvaguardar la seguridad de los testigos o acusados. Asimismo es motivo para la celebración sin publicidad la realización de pruebas que puedan afectar a asuntos privados de las partes o testigos en relación a hechos que no constituyan objeto de la imputación. En Alemania, el parágrafo 172 de la Ley Orgánica de los Tribunales se refiere al riesgo para la seguridad estatal, orden público o moralidad; la afectación a circunstancias del ámbito de la intimidad de un participante en el proceso o testigo, o a negocios empresariales, inventos comerciales secretos, secretos fiscales o secretos privados relevantes, siempre que estos intereses hubieren de preponderar. Y en todo caso siempre se ha de celebrar a puerta cerrada la declaración de una persona menor de 16 años. En algunos casos el Tribunal puede obligar a mantener el secreto a los presentes (174.3º). Por su parte el art. 87 del Código del Proceso Penal Portugués se refiere a los casos en que la publicidad pueda causar grave daño a la dignidad de las personas, a la moral pública o al normal desarrollo del acto. 24.  Como se ve el precepto no aporta nada sustantivo y además adolece de alguna incorrección técnica: hablar de “proceso penal” cuando es evidente que quiere referirse al “juicio oral”.


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A diferencia de lo que sucede en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, nuestra legislación parece partir de la disyuntiva entre publicidad total o secreto externo absoluto. No obstante debe admitirse la posibilidad de acuerdos de publicidad parcial, de forma que el Presidente del Tribunal disponga que sólo determinadas pruebas o partes del juicio se celebren a puerta cerrada. Tal solución es la más lógica y además goza de apoyo legal tanto en el art. 232 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que habla de acordar el carácter secreto de “todas o parte de las actuaciones”, como en el art. 682 de la LECrim, que permite que la decisión de celebración a puerta cerrada se adopte al comienzo del juicio o en cualquier estado del mismo. Extender la falta de publicidad a actuaciones o fases del juicio oral en que no pueden padecer esos intereses que la determinaron sí que supondría atentar contra el derecho a un juicio público. En la misma línea entiendo que también caben limitaciones subjetivas parciales a la publicidad, excluyéndose la presencia de unas personas y no de otras: así, cabría decretar la celebración a puerta cerrada con la excepción de los familiares de la víctima o del acusado; también sería posible admitir la presencia de prensa escrita, pero no la grabación del juicio... En cualquier caso la decisión, por encerrar discriminación, tendría que estar basada en un motivo razonable y razonado. En el fondo la facultad de expulsar del local a determinadas personas por razones de alteración del orden público (art. 684.2) no deja de ser una forma de limitación de la publicidad ceñida a quienes son objeto de tal medida. Debe dejarse también constancia de algunos casos, no siempre suficientemente tomados en consideración en la práctica, que han de permanecer al margen de la publicidad característica de esta fase procesal en atención a principios como la intimidad. No todas las actuaciones procesales o todos los datos de que se haya hecho acopio durante el proceso pueden, llegada esta fase del proceso, ser sometidos sin restricción alguna a la publicidad. El art. 232 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, ya comentado, servirá de base para que determinadas actuaciones o documentos que se incorporan a un proceso queden completamente al margen de toda publicidad. Pienso, por ejemplo, en aquellas conversaciones grabadas en el curso de una intervención telefónica acordada en su momento judicialmente y que, sin embargo, no guardan relación alguna con los hechos objeto de investigación ni tienen relevancia a los efectos del enjuiciamiento. Igualmente, cuando lo investigado son materias que por su naturaleza son secretas, han de excluirse de la publicidad todos los datos obtenidos que no sean relevantes para la causa.


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En la LECrim se encuentran algunas referencias que demuestran que este tema no era ajeno a las preocupaciones del legislador. Así en el art. 552, al regular el registro de lugar cerrado, se hace la advertencia de la necesidad de respetar los secretos del particular “si no interesaren a la instrucción”. De forma más pormenorizada, el art. 587 LECrim. establece, cuando se ha acordado la intervención de la correspondencia del imputado, la necesidad de apartar aquella que no haga referencia a la causa para evitar su eventual divulgación y conocimiento por terceros. Este tipo de medidas, debidamente adaptadas a las peculiaridades de cada supuesto, deben adoptarse inexcusablemente en todos aquellos procesos en que se den circunstancias similares, de forma que la publicidad interna de la fase de instrucción y la publicidad externa de la fase de juicio se extienda exclusivamente a lo que es efectivamente necesario y relevante para el enjuiciamiento pero no a aquellos otros datos que hayan aparecido durante la instrucción y que, sin ser trascendentes para el enjuiciamiento, deban permanecer reservados por su propia naturaleza o por exigencias de derechos fundamentales. Así, por ejemplo, de las grabaciones obtenidas a través de una intervención telefónica deben separarse, sin perjuicio de conservarlos a los efectos que puedan proceder, todos aquellos fragmentos que no tengan interés ni relevancia alguna para la causa, evitando de esa forma que a través de su publicidad resulte innecesariamente vulnerado el derecho fundamental a la intimidad. Y consideraciones semejantes pueden trasvasarse a muchos otros casos que aparecen en la práctica y que no siempre son tratados con el cuidado que requieren. 10.  Publicidad de las sentencias En general para todos los actos no sometidos a secreto rige establecido en los arts 234 y 235 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuyo desarrollo hay que buscar en el Reglamento 1/2005, de 15 de septiembre del Consejo General del Poder Judicial. Ahora quisiera centrarme en las sentencias, pero sin pretensiones de agotar todas las aristas de esta cuestión y centrándome en la posibilidad de restricciones en su difusión. No entraré por tanto en el tema, por otra parte nada productivo, del sistemático incumplimiento del art. 120.3 de la Constitución (que obliga a que las sentencias sean leídas en audiencia pública) o la forma en que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos entiende


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que queda satisfecho el principio de publicación de las sentencias. Aunque sí que interesa para el desarrollo de este tema comprobar que el citado Tribunal “no cree posible considerar que (la publicidad de las resoluciones judiciales) esté sometida a limitaciones implícitas”, de modo que, por ejemplo, cupiese aplicar por analogía a esta materia las causas que permiten prohibir el acceso del público a la vista de los procesos, de acuerdo con el propio art. 6.1 CEDH. A juicio del Tribunal semejante postulado estaría vedado tanto por el art. 17 CEDH como por el mismo art. 6.1, que no ha previsto excepciones a la publicidad de las sentencias. Congruentemente, vulneraría el art. 6.1 CEDH que de iure o de facto no se adopte ningún tipo de medida para publicar las decisiones de los tribunales 25. Pese a ese principio que parece general y sin posibilidad de matización, pienso sin embargo que ciertas restricciones serán posibles si tienen como fundamento otros bienes comunitarios y, de forma muy singular, la protección de derechos fundamentales (v.gr. la intimidad de una víctima de un delito sexual). Una cosa es que el Convenio no permita la absoluta falta de publicidad de una resolución judicial, que es lo que de verdad enjuicia la Corte cuando afirma que no existen limitaciones implícitas, y otra que esa publicidad no pueda y no deba verse limitada parcialmente en determinadas circunstancias (v.gr., art. 906 de la LECrim) y sin menoscabo del control general de la actuación jurisdiccional. A esa idea responde el art. 266.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que tras expresar que “Las sentencias... serán depositadas en la Secretaría del Juzgado o Tribunal y se permitirá a cualquier interesado el acceso al texto de las mismas”, apostilla que “el acceso al texto de las sentencias, o a determinados extremos de las mismas podrá quedar restringido cuando el mismo pudiera afectar al derecho a la intimidad, a los derechos de las personas que requieran un especial deber de tutela o a la garantía del

25.  Cfr. los apdos 90 y 92 del caso Campbell y Fell. Para entender en sus justos términos la afirmación del Tribunal Europeo sobre la ausencia de limitaciones implícitas en la publicidad de las resoluciones judiciales, es pertinente la siguiente aclaración: es sabido que, en el caso Campbell y Fell, se juzgaba la falta de publicidad en un proceso disciplinario a que fueron sometidos dos presos del IRA. En el Reino Unido los Comités de Inspectores Penitenciarios –que, a los efectos del Convenio, son verdaderos tribunales– actúan en el interior de la cárcel, sin posibilidad de que el público acuda a las audiencias que se practiquen. El TEDH estimó que razones de seguridad y de orden público justificaban la falta de publicidad externa de los debates. Por su parte, el Gobierno británico pretendía que la facultad de excluir al público comprendía tanto la sustanciación del proceso como el pronunciamiento del fallo, en este último caso en virtud de una limitación implícita contenida en el art. 6.1 CEDH.


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anonimato de las víctimas o perjudicados, cuando proceda, así como, con carácter general, para evitar que las sentencias puedan ser usadas con fines contrarios a las leyes”. En desarrollo de ese postulado, el Reglamento 1/2005 del Consejo General del Poder Judicial contiene una compleja regulación en que se mezclan otras cuestiones. Por un lado en su art. 3 reitera el contenido del art. 266 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. A continuación establece en los artículos siguientes el procedimiento para que los interesados puedan tener acceso a las sentencias o a otros documentos judiciales: la competencia para decidir corresponde al Secretario Judicial, en acuerdo que será susceptible de revisión por el Juez o Presidente, abriéndose después la puerta a los recursos de carácter gubernativo previstos en el Reglamento de los órganos de gobierno. El art. 7 en relación en concreto con las sentencias establece lo siguiente: “Con el objeto de asegurar el cumplimiento de lo dispuesto en el art. 107.10 de la LOPJ, en lo que se refiere a la publicación oficial de las sentencias y otras resoluciones del Tribunal Supremo y del resto de órganos judiciales, para velar por su integridad, autenticidad y acceso, así como para asegurar el cumplimiento de la legislación en materia de protección de datos personales, todos los Juzgados y Tribunales, bajo la supervisión de sus titulares o Presidentes, o de alguno de los Magistrados en quienes aquellos deleguen a estos efectos, procederán a remitir al Consejo General del Poder Judicial, a través del Centro de Documentación Judicial y con la periodicidad que se establezca, copia de todas las sentencias, así como de otras resoluciones que puedan resultar de interés, que hayan sido dictadas por el respectivo órgano judicial. Para que la remisión a través de los sistemas informáticos judiciales sea posible, todos los Jueces y Magistrados cuidarán de que las sentencias y demás resoluciones se integren en las aplicaciones informáticas de su órgano judicial... En el tratamiento y difusión de las resoluciones judiciales se cumplirá lo dispuesto en la legislación en materia de protección de datos personales y en los artículos. 234 y 266 de la LOPJ. Salvo lo dispuesto en los artículos 234 y 266 de la LOPJ, no se facilitarán por los órganos jurisdiccionales copias de las resoluciones judiciales a los fines de difusión pública regulados en el presente artículo, sin perjuicio del derecho a acceder en las condiciones que se establezcan, a la información jurídica de que disponga el Centro de Documentación Judicial del Consejo General del Poder Judicial. Todo ello sin perjuicio de las competencias atribuidas a los Gabinetes de Comunicación del Tribunal Supremo,


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Audiencia Nacional y Tribunales Superiores de Justicia, previstas en el Reglamento de los Órganos de Gobierno de Tribunales”. El Consejo General del Poder Judicial ha impulsado ya esa difusión que quiere convertirse en generalizada a través de la red de las sentencias judiciales, aunque por lo que entiende que es imperativo de la Legislación de Protección de Datos suprime cualquier dato personal identificativo de los afectados. Conectamos así con ese otro derecho fundamental a la autodeterminación informativa de nueva generación. ¿son exigibles restricciones parciales a la publicidad de la sentencia por razones vinculadas no ya tanto al derecho a la intimidad o al honor (art. 906 de la Ley Procesal Penal) como al régimen de protección de datos? El tema es vidrioso. La opinión del Tribunal Constitucional, al menos en lo que se refiere a sus propios pronunciamientos queda expuesta con extensión en su sentencia 114/2006, de 5 de abril de 2006. Se trataba de un recurso de amparo contra una sentencia condenatoria por delitos de apropiación indebida y daños dictada por una Audiencia Provincial al estimar el recurso de apelación interpuesto contra la sentencia absolutoria inicial. El fondo del asunto no interesa aquí tanto cuanto la petición accesoria que hacía el recurrente interesando que en la publicación e inserción de la Sentencia que se dictara únicamente se hiciera constar sus iniciales, así como las de su ex esposa, y demás personas que pudieran constar en la resolución. Idéntica petición se hizo respecto del Auto que resolviese el incidente de suspensión, lo que no fue atendido por el Tribunal Constitucional pues consideró que no resultaban convincentes los argumentos expuestos para desvirtuar el principio general de publicidad que preside las actuaciones jurisdiccionales. La sentencia finalmente estimó el recurso de amparo, dedicando luego una larguísima exposición a esa petición accesoria. El Tribunal se entretiene realizando un exhaustivo análisis de la cuestión, llegando a la conclusión de que, al menos en el ámbito de la jurisdicción constitucional, es exigible una publicidad íntegra como principio general, una publicidad que ha de extenderse a la identidad de las partes del proceso constitucional (“la publicidad que así debe ser garantizada es la de la resolución judicial en su integridad, incluyendo, por lo común, la completa identificación de quienes hayan sido parte en el proceso constitucional respectivo, en tanto que permite asegurar intereses de indudable relevancia constitucional, como son, ante todo, la constancia del imparcial ejercicio de la jurisdicción constitucional y el derecho de todos a ser informados de las circunstancias,


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también las personales, de los casos que por su trascendencia acceden, precisamente, a esta jurisdicción; y ello sin olvidar que, en no pocos supuestos, el conocimiento de tales circunstancias será necesario para la correcta intelección de la aplicación, en el caso, de la propia doctrina constitucional”). Eso no quita que sean admisibles excepciones puntuales determinadas por la eventual prevalencia de otros derechos fundamentales (anonimato de las víctimas en casos especiales, no identificación de menores...). Se adoptan así unas pautas semejantes a las que imperan en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (art. 47.3 de su Reglamento): sólo en casos debidamente justificados y en todo caso excepcionales podrá autorizarse la no identificación de alguna de las personas implicadas. Conclusión: son posibles restricciones, pero han de ser excepcionales y muy calibradas. Un entendimiento no coincidente con lo que parecía ser el criterio de la Agencia de Protección de Datos ni con el que ha asumido el Consejo General del Poder Judicial. Existen otros supuestos especiales de publicidad cualificada de las sentencias recaídas en un proceso penal que responden a finalidades distintas: en unos casos, la publicación tiene un alcance reparatorio; en otros, la naturaleza de esa publicación es más difusa, aunque tiene un indubitado sabor de medida de prevención general que la aproxima a una pena innominada. En el primer caso está la publicación o divulgación de la sentencia condenatoria en los delitos de injuria y calumnia que contempla el art. 216 del Código Penal de 1995 26. Y en el segundo supuesto se encuentran otras dispersas previsiones referidas a los delitos contra la propiedad intelectual (art. 272.2 del Código Penal de 1995 27); los delitos relativos al mercado y a los consumidores (art. 288 del Código Penal de 1995 28); y los delitos contra la Hacienda Pública (art. 113 de la Ley General Tributaria).

26.  “En los delitos de calumnia o injuria se considera que la reparación del daño comprende también la publicación o divulgación de la sentencia condenatoria, a costa del condenado por tales delitos, en el tiempo y forma que el Juez o Tribunal consideren más adecuado a tal fin, oídas las dos partes”. En el Código Penal anterior se contiene parecida prescripción en los arts. 456.2º y 465. 27.  “En el supuesto de sentencia condenatoria, el Juez o Tribunal podrá decretar la publicación de ésta, a costa del infractor, en un periódico oficial”. 28.  “En los supuestos previstos en los artículos anteriores se dispondrá la publicación de la sentencia en los periódicos oficiales y, si lo solicitara el perjudicado, el Juez o Tribunal podrá ordenar su reproducción total o parcial en cualquier otro medio informativo, a costa del condenado”.


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Más discutible es la previsión de alguna legislación autonómica (Ley 5/2001, de 17 de mayo de Castilla-La Mancha; art. 11) de publicación y difusión de las sentencias recaídas en asuntos de violencia doméstica, aunque el componente estigmatizante y aflictivo con que inicialmente había sido concebida y que la hacía demasiado parecida a una pena, quedó muy diluido en el texto final (inclusión en una memoria que se presenta a la Cámara regional y siempre que conste el consentimiento de la víctima o perjudicados y con respeto a la intimidad de menores). Sin embargo el ejemplo se ha extendido y hace unos meses un Ayuntamiento acordaba dar publicidad en su página web a todas las sentencias condenatorias por delitos de violencia contra la mujer. Si la conformidad con otros sectores del ordenamiento de la disposición normativa de la citada Comunidad Autónoma es muy discutible, que sea una Corporación Local la que proceda a esa publicación parece desbordar sin duda alguna lo permitido por la Legislación de Protección de Datos 29. El art. 6 del Convenio 108 del Consejo de Europa para la protección de las personas con respecto al tratamiento de datos de carácter personal equipara las condenas penales con los datos sensibles especialmente protegidos, como pueden ser el origen racial, opiniones políticas y religiosas, salud o vida sexual. No cabe el tratamiento 30 de esos datos salvo por las Administraciones Públicas y siempre que se cuente con una expresa previsión legal. La publicación de listas elaboradas por entidades particulares conteniendo los datos de identificación de personas condenadas o investigadas como presuntos autores de ciertos delitos (torturas, negligencias médicas, maltrato doméstico) es contraria al derecho a la autodeterminación informativa y así ha sido declarado por nuestros Tribunales 31. La reciente sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 26 de junio de 2008 confirma ese criterio restrictivo avalando la sanción impuesta a la entidad que publicaba un listado de agentes estatales condenados o imputados por

29.  Sobre estos temas, vid, Guichot, E., Datos personales y Administración Pública, Thomson-Civitas, 2005, pp. 382 y ss; Fernández Salmerón, M., La protección de datos personales en las Administraciones Públicas, Thomson-Civitas, 2005, pp. 191 a 225 y Bustos Gisbert, R., “Sobre la publicación en páginas web de listados de condenados penalmente: las listas de pedófilos, maltratadotes, torturadores y errores médicos”, en Revista Vasca de Administración Pública, núm. 62 (2002). 30.  Repárese en que la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, ya no exige que el tratamiento sea automatizado. 31.  Sentencia de la Audiencia Nacional (Sección 1ª de la Sala de lo contencioso-administrativo) de 28 de febrero de 2003.


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delitos de torturas o similares. Se argumenta así: “Como hemos adelantado ya, la Sala de instancia tiene por probado que se recopiló y ordenó un conjunto de nombre y apellidos de funcionarios, organizados por cuerpos con mención de denuncias sobre torturas, de las que había conocimiento y ello es relevante, no sólo por noticias de prensa, o por resoluciones judiciales, sino por otras vías... Es evidente que con independencia de las consideraciones que la actora realiza sobre la norma y su adecuación, según su opinión, al derecho comunitario, no es que se esté negando su acceso a las sentencias que, efectivamente, son públicas, sino al tratamiento y creación de ficheros en los supuestos allí contemplados, que sólo corresponde a las Administraciones públicas, y lo cierto es que la actora ha creado un fichero con datos extraídos de sentencias firmes aunque también con datos procedentes de otras fuentes de origen diferente, olvidando que no puede proceder al tratamiento y cesión a terceros de datos cuyo conocimiento o empleo pueda afectar a derechos sean o no fundamentales, en los términos recogidos en las sentencias ya citadas. En tal sentido es importante tener en cuenta la trascendencia que en la valoración social se hace de la imputación de conductas delictivas, que dan lugar a los llamados juicios paralelos y que pueden o no terminar en pronunciamientos condenatorios, que sin ninguna duda inciden en la consideración que pueda tenerse de un determinado funcionario público y más si lo que se le imputan son hechos tan execrables como los que pudieran dar lugar a condena por delitos contra los derechos humanos. Consiguientemente ha de rechazarse la vulneración de los arts. 1 y 7.5 de la Ley 15/99 mencionados en el tercer motivo de recurso y también de su art. 6.2, y de los arts. 232 y ss. de la LOPJ, que se citan en el cuarto motivo, pues ha de partirse por un lado del hecho probado de que los datos que obraban en el fichero de la actora no procedían todos ellos de fuentes accesibles al público, y porque además no se está negando su acceso a las actuaciones y resoluciones judiciales públicas, sino la posibilidad de crear ficheros y comunicación de datos con las características a las que venimos refiriéndonos... Debe precisarse que las concretas conductas sancionadas, nada tienen que ver ni con la libertad de expresión, ni con el derecho a la información, en relación a la tortura y a la denuncia de tan execrable práctica. La probada publicación vía internet de lo que sin duda y como hemos dicho constituye un fichero (art. 3 de la LORTAD) con los nombres y apellidos de funcionarios públicos denunciados por la comisión de delitos de maltrato o tortura no es una manifestación de los derechos a la libre expresión, y a la información que no puede atribuirse sin más la actora, con la mera remisión a sus fines sociales, sino una clara vulnera-


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ción del derecho fundamental consagrado en el apartado 4 del art. 18 de la Constitución, al que tan extensamente nos hemos referido, infringiendo el art. 11 de la Ley 15/99, cuyo artículo 3, en su apartado i) define la cesión o comunicación de datos como ‘toda revelación de datos realizada a una persona distinta del interesado’. En definitiva, pues, lo que se está sancionando es, por un lado un tratamiento de datos contrario a la norma, y por otro una cesión de tales datos con infracción de lo establecido en el art. 11 de la LORTAD, sin que sancionando tales conductas se vulnere en modo alguno el art. 20.1.a) y d) y 2 de la Constitución, ni pueda reputarse censura previa el cumplimiento de lo establecido en la Ley para la protección del derecho fundamental consagrado en el art. 18.4 de la Constitución. La interpretación que la Sala de instancia hace del art. 9 del Convenio para la Protección de datos automatizados de carácter personal, y de la Directiva 95/46, a las que se refiere el Tribunal Constitucional en la sentencia que hemos recogido y según se desprende de la misma, es ajustada a derecho por las razones que en ella se mencionan”. Adviértase que la perspectiva de la autodeterminación informativa no sólo modula, sino que llega a anular los criterios que se derivarían de un análisis que tuviese como único punto de referencia la libertad de información. El tema es escabroso y resbaladizo, máxime desde el momento en que en la legislación vigente lo prohibido es todo tratamiento y no sólo el automatizado. Da la impresión, y así ha sido destacado por algún comentarista, de que están manejando parámetros distintos a la hora de valorar actuaciones de los medios de difusión clásicos (televisión, prensa escrita) frente a los más rigurosos que se aplican frente a los difícilmente ahormables medios que proporciona la Red. Pero esa cuestión queda para otra ocasión. 11.  Colofón Volvamos a la Declaración Universal de Derechos Humanos. Arrancamos de unas escuetas proclamaciones tomadas de su texto. El desarrollo demuestra que el panorama se ha modificado sustancialmente; que muchos problemas nuevos no están contemplados expresamente en esa Declaración; que la colisión entre unos y otros derechos es fuente de conflictos a veces de muy difícil resolución; incluso que han surgido algunos derechos novedosos, que nadie acertaba a intuir hace sesenta años, al hilo del desarrollo tecnológico.


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¿Está pues ya caduca aquella Declaración? ¿Son sesenta años una edad razonable para proceder a su honrosa jubilación con un sentido homenaje de despedida? No: los principios siguen siendo los mismos. La dignidad del hombre que es la base sobre la que se asientan esos derechos no ha cambiado. En esos mismos principios hay que buscar las soluciones a los nuevos y viejos problemas. Se tratará de desarrollar, de indagar, de reflexionar. Pero no de renunciar a un texto que sigue produciendo buenos frutos.



REFLEXIONES SOBRE EL TIEMPO DE TRABAJO Y LOS DESCANSOS EN LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS Rodrigo Martín

Resumen: Todas las personas han de ser titulares no sólo de derechos políticos y civiles, sino también sociales y laborales, que procuran un status de dignidad favorecedor, en última instancia, de la igualdad reconocida universalmente como principio. La amplitud que en la Declaración Universal y en los textos normativos posteriores –además de la realidad social– han adquirido estos derechos permite catalogarlos como auténticos derechos humanos y en ellos se integran, ya hoy sin duda, algunos típicamente laborales como la limitación de la jornada, el descanso o las vacaciones, con los efectos que son propios de aquéllos. Sumario: 1. Introducción; 2. Bases normativas y conceptuales del tiempo de trabajo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; 3. Otras normas supranacionales sobre la limitación del tiempo de trabajo; 4. Dimensiones prácticas y aspectos críticos del tiempo de trabajo; 5. Conclusión: el tiempo de descanso como derecho humano.

1.  Introducción El tiempo de dedicación a la actividad laboral o profesional puede ser objeto de análisis desde perspectivas muy diversas 1. De entre las posibles –la filosófica, la psicológica, la sociológica, la estadística, etc.– y asumiendo que todas ellas son de la máxima importancia, optamos –en la medida en que ello sea posible– por un enfoque eminentemente jurídico-positivo del tiempo de trabajo y, correlativamente, de los descansos, a partir de

1.  Cfr. Janne, H., “Moral de trabajo y moral de ocio: un nuevo tipo humano en perspectiva”, en La civilización del ocio, ed. Guadarrama, Madrid, 1968, passim; Elias, N., Sobre el tiempo. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1989, pp. 28 y ss.

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las bases normativas que con carácter mínimo proporciona la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin duda, uno de los desafíos de los derechos humanos es encontrar caminos para defender su universalidad en beneficio de todos los seres humanos, respetando al mismo tiempo, su diversidad 2. En este sentido, la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece, antes que nada, unos principios básicos comunes a todos los Estados, unas reglas de convivencia y respeto de carácter mínimo, que no son susceptibles de transgresión o menoscabo. Sin renunciar, desde luego, a una elevación ordenada y sostenida de los mínimos logrados, y en coherencia con lo anterior, resultan inservibles a estos efectos aquellos planteamientos puramente idealistas que no asumen las realidades imperantes, particularmente las de naturaleza económica 3. Quiere decirse con ello que el presupuesto para la 2.  Como observa Ermida Uriarte, O., “Los derechos humanos no pueden ser sino universales, habida cuenta de la universalidad del sujeto, la persona humana, idéntica a sí misma quienquiera que sea y donde quiera que esté, independientemente del vínculo de nacionalidad, ciudadanía o residencia que tenga con un Estado determinado. La ciudadanía, que restringe su espectro al Estado nacional, es insuficiente para dar cuenta de esta extensión universal de los derechos humanos. En otras palabras, en el mundo de hoy, se verifica una primera tensión o desajuste entre la noción de ciudadanía y la necesaria titularidad de los derechos humanos por toda persona y no solo por los ciudadanos de un determinado país. Una segunda tensión se da entre la noción de ciudadanía que circunscribe el reconocimiento, ejercicio y garantía de los derechos a un determinado Estado nacional, y la necesaria titularidad, validez y eficacia universal de los derechos humanos. Finalmente, la tercera tensión se verifica entre la globalización actual y la localización de los derechos adscriptos al binomio ciudadanía-Estado nacional”. Vid. “Trabajo, ciudadanía y Derechos Humanos”, Iuslabor (2006). 3.  Un reciente Informe de Naciones Unidas (“Situación y Perspectivas de la Economía Mundial a mediados de 2008”) establece lo siguiente: “A raíz de las turbulencias registradas en la economía, la previsión de referencia de las Naciones Unidas para el crecimiento económico mundial ha sido revisada a la baja en consonancia con la hipótesis pesimista de World Economic Situation and Prospects 2008, publicado en enero. La creciente crisis crediticia en las principales economías de mercado desarrolladas, desencadenada por el constante desplome inmobiliario, la pérdida de valor del dólar de los Estados Unidos con respecto a las demás monedas principales, los persistentes desequilibrios mundiales y la rápida subida de los precios del petróleo y demás productos básicos están aminorando el crecimiento de la economía mundial. El crecimiento mundial alcanzó el 3,8% en 2007, aunque se espera que disminuya acusadamente hasta el 1,8% en 2008, siendo probable que la atonía se extienda hasta bien entrado 2009. Se prevé que el crecimiento de los países en desarrollo disminuya y pase del 7,3% en 2007 al 5,0% en 2008 y al 4,8% en 2009. Los riesgos de regresión siguen siendo elevados, sin embargo, incluso en esta sombría hipótesis. En una hipótesis pesimista aún no probable, aunque tampoco improbable, de un empeoramiento mucho más prolongado en los Estados Unidos de América y una persistente agitación financiera internacional, la economía mundial podría llegar a quedarse prácticamente paralizada, lo que tendría graves repercusiones adversas en las perspectivas de los países en desarrollo para alcanzar los objetivos de desarrollo del Milenio. En muchos países en desarrollo,


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mejora progresiva de los estándares mínimos es asumir la situación concurrente en un lugar y en un momento determinados para construir a partir de ella los soportes necesarios sobre los que asentar la mejora futura de las condiciones de trabajo y de los descansos, en los términos que se exponen a continuación. Sin necesidad de realizar un análisis histórico pormenorizado, debe recordarse que la limitación del tiempo de trabajo constituyó a lo largo del siglo XIX una de las reivindicaciones fundamentales del movimiento obrero, lo que trajo como consecuencia que las primeras intervenciones legislativas de los Estados en la regulación de las condiciones laborales se refirieran a la jornada de trabajo: en un primer momento se puso tope a los abusos de las jornadas de los menores y de las mujeres y, paulatinamente, se limitaron las jornadas de los sectores más combativos, como el textil, la minería o la construcción. Es significativo, en este sentido, que el primer convenio de la Organización Internacional del Trabajo (1919) tuviera por objeto la regulación de la jornada de trabajo en la industria. Desde luego, no es ésta una norma única o excepcional, aunque sí quizá la primera que a nivel internacional aborda una cuestión que con el paso del tiempo se ha revelado esencial, no sólo en cuanto a su dimensión jurídica superior (Derechos Humanos), sino también, más modestamente, desde la perspectiva de las legislaciones nacionales y desde la práctica empresarial vinculada con la gestión de los recursos humanos. En los países industrializados, la reducción del tiempo de trabajo forma parte de un debate permanente, no sólo por constituir una aspiración constante de los trabajadores y de las organizaciones sindicales representativas de sus intereses, sino porque desde la perspectiva de la empresa se muestra como un factor que actúa directamente sobre el rendimiento y los costes y, por ende, en la competitividad y, todo ello, en un contexto internacional de economías emergentes. En este último sentido, no puede perderse de vista

esta atonía de la situación económica mundial se ve agravada por las marcadas alzas del costo de los alimentos y la energía. La crisis alimentaria no es únicamente motivo de grave preocupación humanitaria, sino que también supone una amenaza para la estabilidad social y política. Los responsables de formular políticas macroeconómicas en todo el mundo afrontan una ardua tarea, habida cuenta de todas estas dificultades. La situación actual requiere un plan de acción mundial multilateralmente concertado a fin de estimular una demanda sólida y sostenida en la economía mundial, reformar el marco reglamentario de los mercados financieros a fin de restablecer la confianza en los cauces crediticios y atenuar las limitaciones a la oferta y la adecuada distribución de los alimentos y demás productos primarios”. Vid. <documents-dds-ny.un.org/ doc/UNDOC/GEN/N08/336/38/pdf/N0833638.pdf?OpenElement>.


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que los costes de producción en países en desarrollo son mucho menores como consecuencia de la desregulación laboral (salarios bajos, escasa presencia sindical, medidas de seguridad deficientes, jornadas excesivas, etc.), como tampoco puede olvidarse que las jornadas de trabajo excesivas repercuten negativamente en la calidad del trabajo y, en último término, en la productividad de las empresas. Como decíamos, el tiempo de trabajo aparece como cuestión ligada a las políticas de empleo de los distintos Gobiernos. Las crisis económicas, unidas a los profundos cambios tecnológicos, se han traducido en tasas de desempleo elevadas –con frecuencia estructurales– cuya solución requiere de la aplicación combinada de diversos tipos de medidas de inversión y económicas, además de las propiamente jurídicas como las relativas a las modalidades contractuales flexibles (duración determinada, tiempo parcial) o las más específicas de la limitación del tiempo de trabajo con el fin –no siempre claro– de redistribuir y asignar el exceso de trabajo de unos a la desocupación (total o parcial) de otros. En fin, el tiempo de trabajo se vincula, tanto en su regulación originaria como en la actualidad, a la seguridad y salud de los trabajadores y a su posible lesión o menoscabo como consecuencia de la ausencia de límites, lo que tiene su manifestación más evidente –aunque no única– en la siniestralidad laboral. 2.  Bases normativas y conceptuales del tiempo de trabajo  en la Declaración Universal de los Derechos Humanos El artículo 24 de la Declaración Universal reconoce el derecho de “toda persona” al “descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”. A primera vista el precepto es llamativo porque equipara el derecho al descanso y otros que son desarrollo específico de él a otros derechos que, como la vida, la integridad física o moral, la no discriminación, etc., gozan habitualmente de la máxima protección, dada la naturaleza de los bienes jurídicos subyacentes. Sin embargo, si discurrimos mínimamente acerca de las implicaciones prácticas que tienen el tiempo de trabajo y el descanso en la vida de las personas, en seguida surgen ejemplos y situaciones que entroncan con los aspectos sociales y humanos más fundamentales, por lo que inmediatamente se comprende su inclusión en una Declaración que sienta las bases jurídicas de la convivencia humana en todas las dimensiones que ésta posee.


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La Declaración Universal establece varios elementos que deben tomarse en consideración, en la medida en que se nutren de los precedentes históricos a que aludiremos más adelante y también constituyen la base y el fundamento de regulaciones posteriores, tanto de carácter internacional como europeo o americano o, en fin, nacional. Estos elementos son los siguientes: • Un elemento subjetivo indeterminado: las personas. Todos los seres humanos son titulares del derecho que se reconoce, sin que pueda establecerse ninguna diferenciación por razón de origen o nacionalidad, edad (también comprende a los menores), sexo, condición social o actividad, pudiendo ser ésta pública o privada, abstracción hecha de su naturaleza, carácter o sector en el que se desarrolle. • Cuatro elementos objetivos: descanso, tiempo libre, limitación de la jornada y vacaciones remuneradas. – El descanso presenta una doble dimensión que, simplificadamente y sin perjuicio de cuantos matices quieran establecerse, permite al trabajador reponer las fuerzas necesarias para trabajar y correlativamente permite a la empresa contar con la recuperación física y emocional de aquél. – El disfrute del tiempo libre trasciende los límites del trabajo y se sitúa en el plano de la vida personal. – La limitación de la jornada se realiza de acuerdo con la naturaleza de la actividad, teniendo en cuenta las particularidades concurrentes en cada caso. – Las vacaciones periódicas retribuidas constituyen un mecanismo compensatorio del previo esfuerzo, por lo que sin trabajo no nace el derecho a las vacaciones que son retribuidas en la medida en que su cuantificación económica depende directamente del tiempo trabajado antes de su disfrute, dentro del año natural, tal y como se expondrá. 3.  Otras normas supranacionales sobre la limitación del tiempo  de trabajo

3.1.  Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales El artículo 7 del Pacto Internacional (1966) reconoce el derecho de toda persona al disfrute de unas condiciones de trabajo equitativas y satisfacto-


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rias que le aseguren, en especial, “el descanso, el disfrute del tiempo libre, la limitación razonable de las horas de trabajo y las variaciones periódicas pagadas, así como la remuneración de los días festivos” (apartado d). Esta norma se refiere, como novedad, a los días festivos que, como las vacaciones, habrán de ser remunerados. La compensación económica en situaciones de inactividad laboral (sea por vacaciones o por disfrute de festivos) se fundamenta no tanto en la liberalidad de quien deja de recibir los servicios sino más bien, como apuntábamos más arriba, en el trabajo previamente realizado, si bien el disfrute de los festivos no se condiciona a que se haya trabajado antes, lo que supone que quien deja de recibir los servicios asume sin contraprestación su coste. 3.2.  Convenios de la Organización Internacional del Trabajo Siempre atenta y sensible a los bienes jurídicos necesitados de tutela, la OIT ha abordado la regulación del tiempo de trabajo desde ópticas bien distintas 4 que se mueven desde planos elevados y generales hasta descender a terrenos sectoriales o muy específicos y de detalle. El Convenio nº 1, sobre las horas de trabajo en la industria (1919), ya estableció en su artículo 2 que “En todas las empresas industriales públicas o privadas, o en sus dependencias, cualquiera que sea su naturaleza, con excepción de aquellas en que sólo estén empleados los miembros de una misma familia, la duración del trabajo del personal no podrá exceder de ocho horas por día y de cuarenta y ocho por semana”. Esta norma es importante porque, casi un siglo después, la jornada semanal de 48 horas (distribuida en períodos de ocho horas diarias, seis días a la semana) sigue vigente en un buen número de países, y si bien el Convenio de la OIT se refiere únicamente al trabajo en el sector industrial, lo cierto es que esta jornada se ha extendido a la práctica totalidad de sectores de actividad, sin perjuicio de las especialidades concurrentes en ciertos trabajos que determinan aumentos o reducciones de jornada. El precepto es relevante, además de lo anterior, porque exceptúa de la regla a los familiares del empresario y, por supuesto, al propio empresario, lo que significa que la protección jurídica no les alcanza por entenderse

4.  Cfr. “Working, longer, Working better?”, The Magazine of ILO: Index. World of work nº 31 (sept.-oct.).


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innecesario en la medida en que falta la nota de la ajenidad, que es característica típica del contrato de trabajo en la mayoría de las legislaciones nacionales. Esta excepción se completa en el citado Convenio con otras más puntuales y específicas, que atienden a la naturaleza de la actividad. Así, la limitación de la jornada no se aplica a las personas que ocupen un puesto de inspección o de dirección o un puesto de confianza, o cuando por ley, convenio o norma consuetudinaria, la duración del trabajo de uno o varios días de la semana sea inferior a ocho horas; en estos casos –añade el precepto– podrá autorizarse la superación del límite de ocho horas en los restantes días de la semana, sin que pueda exceder de una hora diaria 5. También se prevé (artículo 3) la superación del límite de horas de trabajo ya indicado en caso de accidente o grave peligro de accidente, cuando deban efectuarse trabajos urgentes en las máquinas o en las instalaciones, o en caso de fuerza mayor; pero solamente en lo indispensable para evitar una grave perturbación en el funcionamiento normal de la empresa. El límite de 48 horas semanales se amplía a 56 en los trabajos cuyo funcionamiento continuo, por razón de la naturaleza misma del trabajo, deba ser asegurado por equipos sucesivos (artículo 4); en este caso se advierte que la ampliación de jornada “no influirá en las vacaciones que puedan ser concedidas a los trabajadores, por las leyes nacionales, en compensación del día de descanso semanal”. Las excepciones anteriores –supuestos generales de ampliación de jornada– conectan con las previsiones generales y específicas, históricas y actuales, en materia de seguridad laboral y se desarrollan de manera pormenorizada en normas tanto comunitarias como nacionales. En fin se prevé en el artículo 5 del Convenio una importante previsión al permitir a los interlocutores sociales regular el tiempo de trabajo “con fuerza de reglamento”, pudiendo incluso proceder a lo que actualmente se denomina distribución irregular de la jornada, que en nuestro derecho goza hoy de carta de naturaleza 6. Otros Convenios de la OIT, como el nº 14, sobre el descanso semanal en la industria (1921), establecen también regulaciones básicas, pero de la

5.  Esta norma puede entenderse como el antecedente de la regulación contenida en numerosos textos legales nacionales (como el Estatuto de los Trabajadores), que establecen con carácter general una dedicación diaria al trabajo de 9 horas. 6.  Sobre el tema, recientemente, Pérez Yáñez, R. M., “La regulación convencional del tiempo de trabajo”, en Escudero Rodríguez, R., La calidad del empleo del nuevo sistema para la autonomía personal y la atención a la dependencia, Madrid, 2007, pp. 146-163.


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máxima importancia en esta materia. Así, se prevé en el citado Convenio (artículo 2) que “todo el personal empleado en cualquier empresa industrial, pública o privada, o en sus dependencias, deberá disfrutar, en el curso de cada período de siete días, de un descanso que comprenda como mínimo veinticuatro horas consecutivas” (apartado 1), que “coincidirá, siempre que sea posible, con los días consagrados por la tradición o las costumbres del país o de la región” (apartado 3). Nuevamente se excepciona de esta regla (artículo 3) a las “personas empleadas en empresas industriales en las que únicamente estén empleados los miembros de una misma familia”. Este Convenio introduce varios factores novedosos, que aún hoy son de la máxima importancia, entre los que destaca el descanso mínimo semanal, de un día ininterrumpido 7, que en algunos países como el nuestro se ha hecho coincidir, por razones históricas y culturales, con el domingo, hasta el punto de que el descanso semanal se denominaba en origen descanso dominical, y se imponía más por precepto religioso que con el fin de recuperar las energías del trabajador 8. El Convenio nº 30, sobre las horas de trabajo en comercio y oficinas (1930) establecía en su artículo 2 que las horas de trabajo –tema éste con infinidad de proyecciones y aristas– lo son mientras “el personal esté a disposición del empleador”, con exclusión de “los descansos durante los cuales el personal no se halle a la disposición del empleador”. Por su parte, el artículo 3 recordaba que “las horas de trabajo (...) no podrán exceder de cuarenta y ocho por semana y ocho por día”. En la línea ya apuntada –y de la máxima actualidad– de la distribución irregular de la jornada, el artículo 4 disponía que “las horas de trabajo por semana (...) podrán ser distribuidas de suerte que el trabajo de cada día no exceda de diez horas”, si bien “cuando excepcionalmente deba efectuarse el trabajo en condiciones que (las) hagan inaplicables (...), los reglamentos de la autoridad pública podrán autorizar la distribución de las horas de trabajo en un período mayor de una semana, a condición de que la duración media del trabajo, calculada sobre el número de semanas consideradas, no exceda de cuarenta y ocho horas por semana y de que en ningún caso las horas diarias de trabajo excedan de

7.  El descanso mínimo semanal es, en nuestro país, y sin perjuicio de su posible acumulación de acuerdo con la distribución irregular de la jornada de trabajo, de un día y medio ininterrumpido. 8.  Cfr. López Ahumada, J. E., “Orígenes y formación del derecho al descanso semanal”, en <www2.uah.es/adtss/files/estudios_doctrinales/origenesyformaciondelderechoaldescansosemanal.pdf>.


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diez” (artículo 6). En fin, se preveía que en caso de interrupción general del trabajo motivada por fiestas locales, causas accidentales o de fuerza mayor la jornada de trabajo podrá prolongarse para recuperar las horas de trabajo perdidas (artículo 5). A mayor abundamiento, aunque sin ánimo de examinar en detalle la cuestión, relacionamos a continuación los Convenios de la OIT que contienen previsiones sobre el tiempo de trabajo y los descansos: nº 49, sobre la reducción de las horas de trabajo (fábricas de botellas), 1935; nº 51, sobre la reducción de las horas de trabajo (obras públicas), 1936; nº 52, sobre las vacaciones pagadas, 1936; nº 54, sobre las vacaciones pagadas de la gente de mar, 1936; nº 57, sobre las horas de trabajo a bordo y la dotación, 1936; nº 61, sobre la reducción de las horas de trabajo (industria textil), 1937; nº 67, sobre las horas de trabajo y el descanso (transporte por carretera), 1939; nº 72, sobre las vacaciones pagadas de la gente de mar, 1946; nº 76, sobre los salarios, las horas de trabajo a bordo y la dotación, 1946; nº 91, sobre las vacaciones pagadas de la gente de mar (revisado), 1949; nº 93, sobre salarios, horas de trabajo a bordo y dotación (revisado), 1949; nº 101, sobre las vacaciones pagadas (agricultura), 1952; nº 106, sobre el descanso semanal (comercio y oficinas), 1957; nº 109, sobre salarios, horas de trabajo a bordo y dotación (revisado), 1958; nº 146, sobre las vacaciones anuales pagadas (gente de mar), 1976; nº 180, sobre las horas de trabajo a bordo y la dotación de los buques, 1996.

3.3.  Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales El Protocolo Adicional de esta Convención (San Salvador) se refiere (artículo 7) al derecho al trabajo en el sentido de que toda persona ha de gozar del mismo “en condiciones justas, equitativas y satisfactorias”, para lo cual los Estados se comprometen a garantizar en sus legislaciones nacionales, de manera particular “la limitación razonable de las horas de trabajo, tanto diarias como semanales”. Asimismo se indica que las jornadas “serán de menor duración cuando se trate de trabajos peligrosos, insalubres o nocturnos” (apartado g), y que se garantizará “el descanso, el disfrute del tiempo libre, las vacaciones pagadas, así como la remuneración de los días feriados nacionales” (apartado h). Son muy numerosas las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre esta cuestión, si


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bien, se ciñen a la resolución de asuntos concretos y no a la conveniencia, oportunidad o acierto de las legislaciones nacionales en la regulación del tiempo de trabajo 9. 3.4.  Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea 10 El artículo 31 de la Carta, relativo a las condiciones de trabajo justas y equitativas, vincula directamente el tiempo de trabajo y los descansos a bienes jurídicos dignos de la más alta protección, ligados a la seguridad y salud en el trabajo. Así, el apartado 1º reconoce a todos los trabajadores el derecho a trabajar en condiciones que respeten su salud, su seguridad y su dignidad, para añadir después que todo trabajador tiene derecho a la limitación de la duración máxima del trabajo y a períodos de descanso diarios y semanales, así como a un período de vacaciones anuales retribuidas. Al tratarse de una proclamación general con elementos comunes a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y a los Convenios de la OIT, nos remitimos a lo ya indicado anteriormente, sin perjuicio de que más adelante se examine su relevancia desde la óptica de los Derechos Humanos. 3.5.  Directivas comunitarias De las Directivas comunitarias sobre tiempo de trabajo 11, la 2003/88/ CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 4 de noviembre de 2003, relativa a determinados aspectos de la ordenación del tiempo de trabajo 12,

9.  La jurisprudencia de la Corte Interamericana puede consultarse en <www.corteidh.or.cr>. 10.  DOCE de 18 de diciembre de 2000. 11.  Directiva 96/34/CE del Consejo, de 3 de junio de 1996, relativa al Acuerdo marco sobre el permiso parental celebrado por la UNICE, el CEEP y la CES; Directiva 97/81/CE del Consejo, de 15 de diciembre de 1997, relativa al Acuerdo marco sobre el trabajo a tiempo parcial concluido por la UNICE, el CEEP y la CES; Directiva 99/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, relativa al Acuerdo marco sobre el trabajo de duración determinada de la CES, la UNICE y el CEEP. 12.  Esta Directiva, con el fin de incrementar la claridad y la transparencia del Derecho comunitario, codifica la antigua Directiva de base 93/104/CE del Consejo, de 23 de noviembre de 1993, así como su modificación operada por la Directiva 2000/34/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de junio de 2000. Sus objetivos fundamentales son, de una parte, la creación de un equilibrio entre el objetivo principal de seguridad y salud de los trabajadores y, de otra, la satisfacción de las necesidades de la economía europea moderna.


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es la que establece una regulación más desarrollada y detallada de los postulados básicos enunciados en la Declaración Universal de 1948. a)  Noción de tiempo de trabajo El tiempo de trabajo corresponde al período durante el cual el trabajador permanece en el trabajo, a disposición del empresario y en ejercicio de su actividad o sus funciones, de conformidad con las legislaciones y/o prácticas nacionales. Los Estados miembros deben tomar las medidas necesarias para que todo trabajador pueda disfrutar: • De un período mínimo de descanso diario de 11 horas consecutivas en el curso de cada período de 24 horas. • De una pausa de descanso para un trabajo diario superior a seis horas por cada período de siete días, de un período mínimo de descanso ininterrumpido de 24 horas, a las que se añadirán las 11 horas de descanso diario. • De una duración máxima semanal del trabajo de 48 horas incluidas las horas extraordinarias. • De un período de al menos cuatro semanas de vacaciones anuales retribuidas. A fin de calcular el tiempo de trabajo semanal promediado, los Estados miembros pueden prever períodos de referencia: • Que no excedan de 14 días para el descanso semanal. • Que no excedan de cuatro meses para la duración máxima del tiempo de trabajo semanal. • Previa consulta con los interlocutores sociales o dándoles esta posibilidad mediante convenios colectivos, por lo que respecta a la duración del trabajo nocturno. b)  Trabajo nocturno La duración del trabajo nocturno no debe superar las ocho horas por término medio cada 24 horas, debido fundamentalmente a la implicación en él de riesgos especiales o tensiones físicas o mentales, lo que justifica un alto grado de intervención legislativa o convencional. Los trabajadores nocturnos deben beneficiarse de un nivel de protección en materia de salud y seguridad acorde con la naturaleza de su trabajo.


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Asimismo, deben disfrutar de una evaluación gratuita de su salud antes de su incorporación a un trabajo nocturno y, posteriormente, a intervalos regulares. Si se considera que no son aptos, deben ser ocupados, siempre que sea posible, en trabajos diurnos. Las empresas que organizan el trabajo con arreglo a cierto ritmo (trabajo a turnos) deben tener en cuenta el principio general de adecuación del trabajo a la persona, en particular, con el fin de reducir el trabajo monótono y acompasado. En caso de recurrir de manera regular o habitual a trabajadores nocturnos debe informarse a las autoridades competentes en materia de salud y seguridad. Pueden establecerse excepciones a los criterios indicados anteriormente a través de la negociación colectiva. En concreto, pueden preverse excepciones cuando la duración del trabajo no esté medida o establecida previamente por el propio trabajador, para determinadas actividades laborales caracterizadas por un alejamiento entre el lugar de trabajo y el de residencia del trabajador, como las actividades off-shore, para las actividades de guardia o de vigilancia con el fin de garantizar la protección de bienes y personas, para las actividades caracterizadas por la necesidad de garantizar la continuidad del servicio, tales como la asistencia médica prestada por hospitales, la agricultura o los servicios de prensa e información, en caso de aumento previsible de la actividad, en particular en los sectores de la agricultura, el turismo o los servicios postales, así como para las personas que trabajan en el transporte ferroviario o, en fin, siempre que se conceda un período de descanso compensatorio. Por otra parte, conviene advertir de la existencia de una serie de disposiciones que se aplican a determinados sectores laborales específicos: • Trabajadores móviles y trabajo off-shore: las disposiciones sobre el descanso diario, las pausas, el descanso semanal y el trabajo nocturno no se aplican a los trabajadores móviles, pero los Estados miembros deben garantizar un descanso suficiente de conformidad con las orientaciones de la Directiva. Los períodos de referencia para los trabajadores off-shore pueden elevarse a doce meses para el cálculo de la duración máxima del tiempo de trabajo semanal. • Trabajadores que ejercen su actividad a bordo de buques de pesca: las disposiciones sobre el descanso diario, la duración máxima del tiempo de trabajo semanal y el trabajo nocturno no se aplican a los trabajadores que ejercen su actividad a bordo de un buque de pesca de un Estado miembro, aunque la duración media semanal del trabajo no debe superar las 48 horas en un período de referencia de un año. El


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número máximo de horas de trabajo es de 14 horas por cada período de 24 horas, y de 72 horas semanales. El número mínimo de horas de descanso no puede ser inferior a 10 horas diarias y 77 horas semanales. Una serie de disposiciones nacionales, convenios colectivos o acuerdos con los interlocutores sociales fijan el límite de horas en estos dos ámbitos. • Médicos en período de formación: en la actualidad, el límite máximo no puede superar, por término medio, las 56 horas semanales de trabajo efectivo. La tendencia futura es la reducción del tiempo de trabajo que, por término medio, no podrá superar las 52 horas semanales y, en el último período previsto por la Directiva, el límite máximo será de 48 horas. c)  La Directiva comunitaria sobre las 60 horas Los medios de comunicación han alertado recientemente de los peligros de la aprobación, el pasado 10 de junio, de una Directiva que aprueba una jornada laboral semanal de 60 horas, en sustitución de la histórica de 48 horas. Una vez leído y reflexionado el texto de esta Directiva, entendemos que en absoluto se pone en peligro el status quo vigente. En primer lugar, el número máximo legal de horas de trabajo a la semana, incluyendo las horas extras, sigue siendo 48 con carácter general. En segundo término, los Estados miembros pueden reducir, si lo consideran oportuno, la jornada semanal máxima de 48 horas, como ha sucedido en Francia con la jornada de 35 horas 13, aunque recientemente se ha dado un importante paso atrás en esta medida 14. La Directiva simplemente permite que los trabajadores trabajen más de 48 horas a la semana si firman un acuerdo con la empresa que les contrata y si el Estado miembro permite dicha opción 15. Como garantía adicional, este acuerdo no podrá firmarse sino hasta que hayan transcurrido, al menos, cuatro semanas de trabajo efectivo, lo cual evita 13.  Cfr. Nieves Nieto, N. de, “Notas sobre la reducción del tiempo de trabajo en Francia y en Italia”, Aranzadi Social, nº 5 (1999), pp. 801-826; Martín Puebla, E., “La reducción del tiempo de trabajo en Francia. Modificación del contrato y despido en la Ley de reducción negociada del tiempo de trabajo”, Relaciones Laborales, nº 1 (2003), pp. 515-540. 14.  Martín Puebla, E., La reducción del tiempo de trabajo en Francia: un análisis desde el derecho, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 2006. 15.  Hasta ahora, el límite máximo era de 78 horas semanales.


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posibles discriminaciones en el acceso al empleo por el hecho de que los trabajadores se nieguen a firmar el acuerdo. En fin, en los casos de aceptación voluntaria del aumento de jornada, las empresas deberán llevar un registro de las horas de exclusión voluntaria trabajadas, de modo similar a como se exige en el caso de las horas extraordinarias. Excepciones a esta regla se aplican en sectores en los que la disponibilidad forme parte del contrato (caso de los médicos, por ejemplo), donde cabe diferenciar entre el tiempo de disponibilidad activo e inactivo, siendo así que el primero computa a los efectos de la jornada semanal máxima. 4.  Dimensiones prácticas y aspectos críticos del tiempo de trabajo Tomando como referencia la normativa expuesta, y con independencia de las previsiones legales de cada Estado y de los mecanismos establecidos para su exigencia (principalmente a través de la Inspección de Trabajo y de los Tribunales), el tiempo de trabajo presenta una dimensión práctica de hondo calado que repercute en un buen número de instituciones jurídicolaborales y, descendiendo al terreno de los hechos, en la organización de las empresas y en la vida de las personas. A este respecto, no puede ignorarse la responsabilidad que tienen los interlocutores sociales en la adecuación de las previsiones generales sobre tiempo de trabajo a la realidad de los sectores productivos y de las empresas, siendo decisivo su papel, hasta el punto que la pasividad negociadora puede conducir a un retorno nada discreto al estadio previo a la Declaración Universal, como consecuencia de la natural expansión del poder de dirección empresarial. Quiere decirse que la regulación concreta del tiempo de trabajo mediante el establecimiento de reglas definidas para su ordenación y distribución –en la que las normas heterónomas difícilmente tienen cabida, salvo en supuestos concretos por razón de la peculiar naturaleza de las actividades productivas– es tanto o más importante que la imposición de límites máximos, precisamente por la incidencia de aquéllas en el desarrollo no sólo de las actividades productivas sino también en el de la vida humana. 4.1.  La doble perspectiva del tiempo de trabajo El tiempo de trabajo, como elemento del factor de producción para la empresa y como medida de actividad para el trabajador, puede examinarse


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de manera natural desde una doble perspectiva, que no es otra que la de las partes del contrato. Desde el punto de vista del empresario, el tiempo de trabajo, presenta, a su vez, una doble dimensión: • Como tiempo de aprovechamiento del factor productivo. • Como coste referido a una unidad de tiempo, que es la hora medible, relacionada a su vez con un módulo de referencia contable que suele ser el año. Desde el punto de vista del trabajador, el tiempo de trabajo también tiene una doble perspectiva, contrapuesta a la anterior: • Como tiempo de aplicación de un esfuerzo, lo que exige la imposición de límites a la duración de los períodos de trabajo y, consiguientemente, la fijación de tiempos de descanso o de recuperación. • Como precio o retribución, referido a una unidad de tiempo medible, que es variable y se vincula bien con la hora, el día, la semana, el mes o el año. Lo anterior significa, pues, que mientras para el empresario, fundamentalmente el tiempo de trabajo es coste medible dentro de una unidad básica (horas/año) sin tener en cuenta el tiempo de no trabajo (salvo como coste “añadido” cuando retribuye el descanso y como tiempo de no aprovechamiento de este factor), para el trabajador, el tiempo de trabajo dentro de la medida escogida, es cantidad de retribución y, además, está indisolublemente unido también al tiempo de descanso, a una parte del cual le imputa un precio o retribución (descanso semanal, festivos, vacaciones legalmente retribuidas). Esta doble perspectiva plantea diversos problemas de enfoque y de interpretación, con desajustes en la aplicación de los conceptos de la jornada, del tiempo de no trabajo (descansos y vacaciones) y de su relación con el salario como retribución referida a dicho tiempo, que, como se ha señalado, mezcla el de trabajo efectivo, propiamente dicho, con el de no trabajo (descansos, festivos y vacaciones). Ciñendo el análisis exclusivamente a la determinación del tiempo de trabajo en la empresa y a su distribución, se ha de destacar, en primer lugar, la falta de claridad de las normas –y también del lenguaje común– sobre las distintas unidades de tiempo utilizadas, las cuales no tienen por sí mismas un valor único e incontrovertido. Así, se habla de jornada/día o jornada/ semana sin referencia a la hora de trabajo efectiva o al número de horas como unidad de medida; este desajuste se manifiesta sobre todo cuando se relaciona al salario con un módulo de temporal que no tiene en cuenta las


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horas de trabajo sino las jornadas, vinculadas a elementos comprensibles pero poco útiles como el día, la semana, el mes o el año. Ejemplo de ello es, entre otros, la fijación del salario mínimo interprofesional por día de trabajo, sin hacer referencia al número de horas trabajadas. Los criterios de medición del tiempo de trabajo han de considerar dos aspectos que resultan de la máxima utilidad: el cuánto de la actividad –aplicando un módulo temporal diario, semanal, mensual o anual– y el cuándo, es decir, su distribución: jornada partida o continuada; períodos de trabajo semanal: cinco o seis días a la semana; 40 horas a la semana de modo uniforme, etc., y delimitando consecuentemente el “cuándo” de los descansos obligatorios, pero dentro de unos períodos de referencia, que, como señala la Directiva de 2003, deben poner el tope al número de horas a realizar en los mismos. a)  El elemento cuantitativo: la hora de trabajo En relación con el cuánto del tiempo de trabajo, suelen utilizarse de modo incorrecto –tanto en el plano jurídico como en el común– las expresiones “jornada diaria” o “jornada semanal”, sin especificar exactamente las horas de trabajo que comprenden como medida del tiempo de trabajo efectivo. Ello tiene importancia, tal como se ha señalado, no sólo respecto a la medición del tiempo aplicado a la actividad laboral, sino también en relación con el salario, al utilizarse para éste los mismos criterios (día, mes, etc.) sin referirse al número de horas que comprenden tal módulo salarial. Desde la perspectiva del cuánto, en relación con el tiempo de trabajo, las empresas parecen tener mayor claridad en los criterios aplicables para su medición, puesto que utilizan como referencia la hora de trabajo como unidad básica y su coste real, sin tener en cuenta el tiempo de no trabajo o de descanso, de tal manera que el módulo utilizado es el coste hora. Por el contrario, los trabajadores suelen considerar el tiempo de trabajo como período de trabajo o de esfuerzo que han de emplear y, al mismo tiempo, como precio o retribución, que, a diferencia de la empresa, no va referido en general a la hora de trabajo como unidad de medida, sino a otras variables indeterminadas, como la semana, el mes o el año, en las que el cuánto, medido en horas efectivas, se diluye indebidamente, de tal manera que realiza una valoración global o de conjunto, cuyo resultado puede ser satisfactorio o no, pero que tiene en cuenta factores extralaborales que no son considerados por las empresas.


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A nuestro juicio, la hora de trabajo ha de ser la rigurosa unidad de medida del tiempo de trabajo –expresión del cuánto– pues a través de ella se indica el tiempo de trabajo efectivo y su valor monetario traducido en salario o en coste de empresa. Asumimos que la medida adecuada, generalmente aceptada como valor universal, es la hora de trabajo porque puede constatarse la insuficiencia de otras más amplias como el día o la semana que sólo podrían ser válidas si se refirieran a un número de horas predeterminado abstractamente y con carácter de generalidad. Prueba de cuanto se dice es que históricamente se utilizaba la jornada diaria como referencia presuponiendo que era de ocho horas, o la semanal de 48 horas, asumiendo que era el resultado de aplicar seis días de trabajo efectivo, de lunes a sábado. En la actualidad, sin embargo, los módulos temporales distintos de la hora tienen un significado variable debido fundamentalmente a la necesaria flexibilidad en la utilización del tiempo de trabajo: el día de trabajo (o jornada), contiene un número variable de horas según la distribución del tiempo de trabajo en los días de la semana en función de las necesidades de las empresas; la semana, a su vez, expresa un “promedio” de horas por la dificultad de que el tiempo de trabajo sea igual en cada una de ellas; sólo el año, como unidad de medida máxima tiene la referencia cuantitativa global, y en este caso, necesariamente se refiere a las horas de trabajo, como lo muestran la práctica totalidad de convenios colectivos vigentes en España y la mayoría de los países. Por tanto, y en resumen, la medida exacta del tiempo de trabajo es la hora, como unidad plena, esto es, como tiempo básico de actividad, tanto en todos los sectores productivos como en las empresas donde se aplica. El módulo referencial de la hora de trabajo permite, así, integrar otros períodos o unidades temporales (semana, mes, año), a través de los cuales se distribuye el número de horas que se emplean en dichos períodos, con expresión en cada uno de ellos del número o cuánto de horas que lo integran. El tiempo de trabajo está limitado a través de descansos obligatorios, en períodos de referencia de días, semanas, meses o años; es decir, el día, la semana, el mes o el año, son utilizables también como unidades de medida, pero de limitación temporal del número de horas de tiempo de trabajo. Y así, se ha establecido que para la jornada diaria normal, el tiempo de trabajo no puede superar, en términos generales, las nueve horas diarias, o para la jornada de la semana el trabajo se interrumpe necesariamente con un descanso de un día (en España día y medio ininterrumpido y acumulable, en su caso, en períodos de tres días tomando como referencia la quincena).


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Las unidades de tiempo, referidas habitualmente a días o semanas, también sirven, por tanto, como períodos de referencia para limitar el tiempo de trabajo medido en horas. Esta reflexión en apariencia sencilla coincide, al menos parcialmente, con el sentido de la Directiva 93/104/CEE, de 23 de noviembre, sobre tiempo de trabajo. Así, la semana, además de permitir determinar el cuánto o número de horas de trabajo a realizar, se utiliza como referencia del descanso semanal obligatorio, que puede aplicarse, como en la legislación española, a dos semanas o 14 días, dentro de los que habrá que disfrutar, en su caso, los dos descansos semanales. En la Directiva Comunitaria no seguida en este punto por la normativa española, es también la semana, dentro de un período de referencia de cuatro meses, el límite para fijar como duración media del trabajo semanal las de cuarenta y ocho horas, incluidas las horas extraordinarias. Sin embargo, se admite pacíficamente en la práctica negocial que el tiempo de trabajo se refiera al año en lugar de los cuatro meses que establece la Directiva de 2003, sin que los interlocutores sociales hayan asumido la encomienda de los artículos 6 y 15 de la Directiva en orden a mejorar las disposiciones de carácter mínimo establecidas en las Leyes. Quizá un ejemplo resulte ilustrativo de cuanto se pretende expresar: es posible fijar “legalmente” una jornada de doce horas diarias, descansar otras doce horas y acumular los descansos semanales al final del período de catorce días sin ningún otro límite, de modo que desde el primer lunes hasta el domingo de la semana siguiente, se pueden trabajar 12 horas diarias, 11 días consecutivos, y descansar el viernes, sábado y domingo de la segunda semana; por tanto puede efectuarse como “jornada legal ordinaria”, en períodos de cada dos semanas la de 132 horas (doce horas/día, por once días), sin que el exceso se repute como horas extraordinarias. Con carácter general, tanto las normas internacionales como comunitarias y nacionales establecen limitaciones –absolutas o relativas, según los casos– al tiempo de trabajo efectivo. En nuestro ordenamiento, el Estatuto de los Trabajadores establece que la jornada máxima será de 40 horas semanales. Es evidente que por convenio colectivo o por contrato individual pueden establecerse jornadas inferiores al promedio de las cuarenta horas semanales, Sin embargo, puesto que el tiempo de trabajo se toma por referencia al año natural, es posible –y, desde luego, muy frecuente– que la jornada se distribuya de modo irregular, de tal manera que, respetando el promedio de 40 horas semanales, sea posible trabajar por encima de esa cifra en no pocas ocasiones.


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Por otra parte, en el cómputo de la jornada no suelen incluirse las horas extraordinarias ni tampoco las dedicadas a la prevención o reparación de siniestros (artículo 35.3 del Estatuto de los Trabajadores), de tal manera que el número total de horas de trabajo aumenta sin que existan mecanismos efectivos para su control y reparación de sus consecuencias. La duración máxima de la jornada ordinaria diaria es en casi todos los países de nueve horas, salvo que por convenio se fije otra superior, debiendo respetarse en todo caso la jornada anual máxima. Excepciones –también comunes– a esta regla se prevén para los trabajadores menores de 18 años (la jornada diaria no puede ser superior a 8 horas de trabajo efectivo), y para los trabajos nocturnos. La jornada superior diaria de nueve horas permite una distribución irregular de la jornada a lo largo de la semana o del año, lo que dota de una gran flexibilidad a la gestión del tiempo de trabajo en las empresas. El descanso diario entre jornadas suele ser de doce horas (artículo 34.3 del Estatuto de los Trabajadores) y el semanal de un día o un día y medio ininterrumpido, según los países y los sectores de actividad, incrementándose en el caso de trabajadores menores de 18 años. El descanso anual (vacaciones) es bien distinto según los Estados y según la actividad que se realice, oscilando entre 2 y 6 semanas. b)  El elemento cualitativo: la distribución (irregular) de la jornada La distribución del tiempo de trabajo puede realizarse, como se ha indicado, de modo regular o irregular. La distribución regular del tiempo de trabajo depende básicamente de las necesidades de la empresa y a ellas ha de ajustarse. La distribución del tiempo de trabajo a lo largo del año y, por tanto, su cuantía, se contiene en el calendario laboral, elaborado por el empresario, donde se reflejan los días laborables del año, con el tiempo de trabajo efectivo en función del horario, así como los descansos semanales y festivos. El calendario, en tanto expresión del horario de trabajo, determina el comienzo y el fin de la jornada diaria efectiva de trabajo. El principal problema que plantea el horario es el de su rigidez o flexibilidad, pues un calendario estricto dificultará inevitablemente la adaptación de la empresa a los cambios que puedan presentarse a lo largo del año, mientras que un calendario abierto facilitará tal adaptación, permitiendo afrontar nuevas necesidades y exigencias.


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La distribución irregular del tiempo de trabajo no puede ser acordada unilateralmente por el empresario, sino que debe negociarse con los representantes, respetando en todo caso los mínimos de derecho necesario referidos a los períodos de descanso. Hay que entender que la irregularidad va referida a la posibilidad de variación o flexibilidad en la fijación de la distribución de las horas, lo que puede dar lugar a importantes conflictos en materia de disfrute de vacaciones o permisos o en orden a la medición y control del tiempo de trabajo efectivo. En fin, un análisis completo del tiempo de trabajo no puede ignorar todos los elementos apuntados en la exposición: el quantum, la distribución, los tiempos de descanso obligatorio y su conexión con la distribución y la retribución del tiempo de trabajo, así como con el sentido y el alcance que posee la hora de trabajo. 4.2.  Las ampliaciones y reducciones del tiempo de trabajo por razón de la actividad La heterogeneidad de las actividades productivas conlleva que las reglas expuestas –especialmente las limitativas del tiempo de trabajo– no puedan aplicarse en ciertos supuestos que, por la naturaleza de la prestación, permiten ampliar el tiempo de trabajo o, por el contrario, exigen una limitación más intensa. En la normativa española, el Real Decreto 1561/1995, de 21 de septiembre, establece un régimen específico para estos casos, distinguiendo las ampliaciones de jornada (empleados de fincas urbanas, guardas, vigilantes, trabajo en el campo, comercio y hostelería, transportes 16, trabajo en el mar, etc.) de las reducciones de jornada (trabajos expuestos a riesgos ambientales, trabajo en el interior de las minas, construcción y obras públicas, trabajos en cámaras frigoríficas y de congelación, etc.). Es evidente que el principal problema que plantean estos supuestos es el de la medición del tiempo de trabajo efectivo y el de los descansos, así como el de la eficacia del sistema establecido para su control. Por descontado, la incidencia que todo ello tiene desde la doble perspectiva apuntada (empresa-trabajador) repercute directamente en la más abstracta concepción del tiempo de trabajo como derecho humano.

16.  Cfr. Reglamento comunitario 561/2006, de 15 de marzo.


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4.3.  Las interrupciones del trabajo Dentro del período destinado al trabajo efectivo, y por determinadas circunstancias, el trabajador puede interrumpir la actividad laboral. Estas interrupciones, en ocasiones, tienen como finalidad satisfacer necesidades personales del trabajador (permisos o licencias), mientras que otras veces obedecen a impedimentos o vicisitudes derivadas de la organización del sistema productivo, ya sea por causa imputable al empresario o por razones objetivas. En todos estos supuestos importa subrayar una característica común: la interrupción de la prestación de trabajo tiene lugar durante un período de tiempo generalmente de corta duración, continuando vigente y en plenitud el contrato de trabajo, que no queda en suspenso. A diferencia de los descansos obligatorios retribuidos, los permisos se producen dentro del tiempo computado en el año como de trabajo efectivo. El permiso, en la práctica, interrumpe la actividad laboral individual prevista en el contrato y fijada en el calendario laboral. Si la norma determina que la ausencia sea sin merma del salario del trabajador, significará que la interrupción es a costa de la empresa, que debe abonar el tiempo no trabajado. Por contra, si no se retribuye el permiso o licencia, el trabajador verá mermado su salario en la proporción correspondiente al tiempo no trabajado dentro del tiempo previsto en general como de trabajo, salvo que, en su caso, lo recupere mediante la realización de la actividad en otro momento. Es evidente que el disfrute de los permisos influye decisivamente en el desarrollo personal de los trabajadores, toda vez que se aplican a situaciones tales como el matrimonio, el nacimiento de hijos, la guarda legal, el fallecimiento o la enfermedad grave de familiares, el cumplimiento de deberes públicos, la realización de exámenes, el ejercicio de funciones representativas, traslados de domicilio, etc. Otras interrupciones de la actividad laboral diferentes de los permisos pueden darse como consecuencia de riesgos graves para la salud o seguridad de los trabajadores o de situaciones imprevisibles que obliguen a paralizar las actividades. Aunque con causa distinta en la voluntad del trabajador, es evidente que estos tiempos de no-trabajo también repercuten en la doble perspectiva antes señalada y, por extensión, en el más alto plano de los tiempos de trabajo y de descanso como derecho humano.


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4.4.  El tiempo efectivo de trabajo, la disponibilidad y los descansos Son conocidas las dificultades para medir adecuadamente y con rigor el tiempo de trabajo aplicado al desarrollo de una actividad productiva, sea anual o intelectual. A esas dificultades se añade otra, que es consecuencia directa de que el tiempo de trabajo se aplique únicamente al efectivamente realizado y no a períodos de tiempo distintos, con independencia de que tampoco pueda aplicarlos a sus necesidades personales. El tiempo de puesta a disposición de la empresa sin trabajar efectivamente, la disponibilidad, tiene una difícil ubicación –además de una proyección compleja– desde la perspectiva de este estudio, en la medida en que se sitúa a medio camino entre el descanso y el trabajo, con el inconveniente de que por lo común no permite obtener una compensación económica a cambio o, al menos, no de igual cuantía a la que ordinariamente se obtendría si se estuviera trabajando. Las exigencias productivas y la naturaleza de ciertas actividades (médicos, por ejemplo) permite observar una realidad que limita considerablemente la libertad de los trabajadores y que, sin embargo, no goza de una protección equivalente a la que se brinda en el trabajo. Las esperas no son trabajo efectivo, si bien puede computarse como tal el tiempo aplicado a la actividad durante estos períodos. El estado transitorio y potencial de estos tiempos que ni son de trabajo ni de descanso se manifiesta de igual manera en una debilidad de las instituciones que operan naturalmente en uno o en otro caso, dejando en el margen de la linde, y situando extramuros de la seguridad que proporcionan las normas a un buen número de trabajadores que aplican el máximo esfuerzo y dedicación a sus quehaceres profesionales. 5.  Conclusión: el tiempo de descanso como derecho humano Si las Declaraciones universales y regionales de derechos proclamadas a partir de 1948, fueron, por un lado, enriqueciendo el elenco de derechos humanos mediante la incorporación de los llamados derechos sociales y, por otro, ampliando la titularidad de estos derechos a todas las personas, los Estados han consagrado en sus respectivas legislaciones mecanismos concretos de protección que operan frente a los excesos y abusos en el trabajo. Ahora bien, el establecimiento de unos principios básicos en orden a la salvaguardia de valores fundamentales no ha impedido la consolidación


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de dos modelos bien diferenciados: uno, en el que los Estados asumen en sus normas e integran en sus sociedades importantes derechos “sociales”; otro, en el que el Estado es incapaz de garantizar la eficacia de estos derechos, ya sea por razones políticas, sociales, culturales o simplemente económicas. Todas las personas han de ser titulares no sólo de derechos políticos y civiles, sino también sociales y laborales, que procuran un status de dignidad favorecedor, en última instancia, de la igualdad reconocida universalmente como principio. La amplitud que en los textos normativos y en la realidad social han adquirido estos derechos permite catalogarlos como auténticos derechos humanos y en ellos se integran, ya hoy sin duda, algunos típicamente laborales como la limitación de la jornada, el descanso, las vacaciones, etc., con todo lo que ello significa en materia de autoaplicabilidad, intangibilidad, irrenunciabilidad o imprescriptibilidad 17. Pero repárese en que no es el tiempo de trabajo un derecho humano, sino que éste se aplica al tiempo de descanso en la medida en que permite el desarrollo vital, personal y familiar de los trabajadores y de “todos” en general, lo que permite deslindar adecuadamente el trabajo (como medio para la subsistencia y no fin en sí mismo) del no-trabajo, si bien en no pocas ocasiones uno y otro se mezclan sin posible disolución. En fin, no puede ignorarse que la eficacia de las regulaciones supranacionales depende en buena medida de las decisiones y prácticas acordadas concretamente por cada Estado, siendo así que en las economías desarrolladas se cumplen con creces los estándares mínimos establecidos por los Convenios internacionales, mientras que la necesidad de emerger provoca en otros casos que los trabajadores se sitúen extramuros de la protección otorgada por las normas de ius cogens, cuya eficacia se muestra muy limitada cuando las necesidades vitales se imponen al Derecho como único medio de escapar de la pobreza.

17.  Cfr. Ermida Uriarte, O., cit.



despuĂŠs del 68



SOBRE EL DISCURSO UTÓPICO DE LOS DERECHOS HUMANOS. A PROPÓSITO DE DOS CONMEMORACIONES: 1948 Y 1968 María Luisa Marín-Castán

“Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración mas elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias” (Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos 1948) “Le rève est réalité” (Censier, 1968) “L’émancipation de l’homme sera totale ou ne sera pas” (Censier, 1968) “La Révolution doit se faire dans les hommes avant de se réaliser dans les choses” (Cour Sorbonne, 1968) “Tout réformisme se caracterise par l’utopisme de sa stratégie et l’opportunisme de sa tactique” (Grand Hall. Sorbonne, 1968)

Abstract: The reflection on utopian discourse on human rights revolves around two important axes which reflect two typical processes of the struggle for human rights: The Universal Declaration of Human Rights of 1948 and the french students uprising of 1968. This year of 2008 the respective anniversaries are celebrated. Between the two events there exist links which are both historical and logical. The generation of beneficiaries of political, social and economic order created after World War II rebels against of the previous generation. Utopian discourse on human rights is different in both processes. In the face of collapse of the revolutionary utopias at the end of the past century, it has become reoriented and “reinvented” utopian element which should accompany the discourse of human rights in XXI century. Sumario: 1. Introducción; 2. Un año clave de esperanza en la civilización de la dignidad human: 1948; 3. Utopía individual, rebelión antiautoritaria y metamorfosis en la sociedad tardocapitalista: 1968; 4. ¿Qué queda hoy de los discursos utópicos de los Derechos humanos? Reflexiones finales. Persona y Derecho, 59 (2008**) 321-338

ISSN 0211-4526


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1.  Introducción Como es sabido, en el presente año, 2008, se celebran dos importantes efemérides que tuvieron lugar en dos escenarios distintos, aun con muy diferente significación y ámbitos de proyección, y que aluden a sendos procesos sociales de “lucha por los derechos”. La doble conmemoración que aquí evocamos: el sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948 y el cuadragésimo de la revolución estudiantil francesa de mayo del 68, nos brinda, sin duda, una magnífica ocasión para reflexionar desde la perspectiva de Filosofía del Derecho y la Filosofía política, sobre la innegable dimensión utópica y emancipatoria de los derechos humanos. Junto a su irrenunciable dimensión utópica, que constituye uno de los polos de la relevancia significativa de los derechos humanos, entrañan éstos un proyecto emancipatorio real y concreto que tiende a plasmarse en formas históricas de libertad, lo que comporta –como señala Pérez Luño– el otro polo de su concepto. Así pues, faltos de su dimensión utópica dichos derechos “perderían su función legitimadora del derecho; pero fuera de la experiencia y de la Historia perderían sus propios rasgos de humanidad” 1. El componente utópico resulta, pues, consustancial a la noción de derechos humanos y aparece íntimamente vinculado a su potencial reivindicativo. En lo que aquí nos concierne, no está de mas empezar recordando el viejo lema del insigne Ihering, cuando escribía que el derecho no es otra cosa que “la lucha por el derecho”, o dicho de otro modo, la “lucha por los derechos”. Estos nacen de la lucha y hay que luchar para alcanzarlos en un combate que se produce frente a su eterno antagonista, la injusticia. Se puede afirmar, por tanto, que las libertades, como el derecho reclaman una lucha constante del individuo y de las instituciones 2.

1.  Pérez Luño, A. E., “Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad: ¿Continuidad o cambio de paradigma”, en AA.VV., Derechos humanos y constitucionalismo ante el tercer milenio, coord, A.E. Pérez Luño, Marcial Pons, Madrid, 1996, p. 15. 2.  A este respecto, deben recordarse las palabras del gran jurista alemán, cuando escribía, a propósito de esta concepción polémica del Derecho, lo siguiente: “No, no basta para que el derecho y la justicia florezcan en un país, que el juez esté dispuesto siempre a ceñir la toga y que la policía esté dispuesta a desplegar sus agentes; es preciso aún que cada uno contribuya por su parte a esta grande obra, porque todo hombre tiene el deber de pisotear, cuando llega la ocasión, la cabeza de esa víbora que se llama la arbitrariedad y la ilegalidad” (Von Ihering, R., La lucha por el derecho, trad. A. Posada, Cívitas, Madrid, 1985, p. 101).


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En diverso contexto, E. Bloch apunta una idea parecida, cuando, desde su actitud, a la vez crítica (por su carácter ahistórico) y receptiva del iusnaturalismo (el Derecho Natural como utopía), consideraba que, no había algo así como una “naturaleza eterna” del hombre, sobre la que pudiera basarse el Derecho Natural, sino que “toda la Historia muestra, al contrario, una transformación constante de la naturaleza humana. No es sostenible, por ello que el hombre es por nacimiento libre e igual, pues no hay derechos innatos, sino que todos son adquiridos o tienen todavía que ser adquiridos en lucha” 3. Los derechos –sobre todo los derechos humanos– en su origen, obedecen a una dinámica revolucionaria. Las propuestas políticas que se sustentaron en los mismos implicaban una alternativa real al sistema político-social imperante. Los derechos se han conquistado siempre impulsados desde los sueños. Desde las revoluciones inglesas del siglo XVII, y especialmente, desde las grandes y emblemáticas revoluciones norteamericana y francesa, de finales del XVIII, la reivindicación de los derechos y libertades y la apuesta por la “cultura de los derechos” ha sido una constante en la cultura occidental, una seña de identidad de la misma. Esta defensa de los derechos y libertades, que tiene su origen en las propuestas histórico-utópicas del Derecho Natural de la Ilustración –arraigadas a su vez en las utopías renacentistas– se ha tenido que abrir paso, no sin dificultades –es más, venciendo importantes obstáculos y resistencias– en pos del logro del establecimiento de un determinado modelo de sociedad y de organización política basado en la libertad, la dignidad humana y los derechos fundamentales. Tal modelo sociopolítico, en el que los derechos fundamentales han constituido un potencial legitimador de los Estados democráticos ha conseguido imponerse a otros pueblos y sociedades que han optado por recorrer el mismo camino, contando con un ejemplo a seguir y con la cooperación y solidaridad de otras organizaciones políticas, tanto nacionales como internacionales o regionales. Está claro que esta función legitimadora del orden político y social que desempeñan los derechos humanos, con una tendencia progresiva a que sus propuestas se conviertan en derecho positivo, no excluye, sino que, por el contrario, implica su función crítica y, en tal caso, tendencialmente deslegitimadora de dichos órdenes; pues también actúan como pauta valo3.  Bloch, E., Derecho Natural y dignidad humana, trad. F. González Vicén, Aguilar, Madrid, p. 192. Un interesante examen sobre el problema del Derecho natural en la obra de este autor, puede verse en Serra, F. Historia, política y derecho en Ernst Bloch, Trotta, Madrid, 1998, especialmente pp. 141 y ss.


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rativa que fundamenta la disconformidad con parcelas o grandes sectores del derecho positivo y de las realizaciones político-sociales vigentes en cada sociedad. Así pues, se ha escrito que: “Legitimación, impulso reformador y oposición crítica diseñan la gama polivalente operativa y el vigor sustantivo de los derechos humanos” 4. Entre los dos acontecimientos que tomamos en consideración, al margen de sus palmarias diferencias, existe alguna relación, además, como es natural, de la reivindicación de los derechos y libertades, realizadas en base a las diversas propuestas utópicas y llevada a cabo en tan distintos términos y contextos. Podríamos decir que entre ambos momentos se da una secuencialidad histórica y lógica. En el Preámbulo de la Declaración Universal –tal y como aparece reflejado en la cita que encabeza estas líneas– se plasmarían las inquietudes históricas de una sociedad que sale conmocionada de la Segunda guerra mundial. Esta, al reflexionar sobre sí misma, llegaría a la conclusión de que, en gran medida, la tragedia que acababa de vivir se debía a que muchos Estados, incluso algunos con avanzado grado de civilización y desarrollo, no habían tenido en cuenta o habían vulnerado claramente los derechos fundamentales de la persona y, en consecuencia, afronta el desafío de luchar por conseguir que se realicen jurídicamente aquellas exigencias de dignidad, libertad e igualdad para todos los seres humanos. Por su parte, el movimiento espontáneo de reivindicación de la libertad individual frente al poder del Estado, la protesta frente al sistema político y económico dominante, tanto en el Mayo francés como en la llamada “revolución de Berkeley” norteamericana –acontecida con algunos años de anterioridad– no planteaba una alternativa política o ideológica concreta, sino que representaba un fuerte sentimiento de rechazo y de contestación frente a los principios y valores de la generación que había padecido la II Guerra Mundial; esto es, precisamente la misma generación que auspiciara la formulación de la Declaración Universal del 48. Paradójicamente, los beneficiarios aparentes del nuevo orden político, social y económico surgido de la posguerra, se rebelaban contra él en nombre de un ambiguo proyecto de nuevo cuño 5.

4.  Gimbernat, J. A., “Consideraciones histórico-argumentativas para la fundamentación ética de los derechos humanos”, en Muguerza, J. y otros, El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pp. 173 y 174. 5.  Vallespín, F., “De la rebelión al consumo”, Foreing Policy (ed. española) (abril-mayo, 2008), pp. 28-32.


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Utopía social, utopía política y utopía jurídica son vertientes de la utopía que confluyen, en mayor o menor medida y con diferente significación, en el discurso de los derechos humanos de los procesos que tomamos en consideración. Todas ellas obedecen al mismo rasgo anticipador de algo que aún no se ha producido, pero de lo que el hombre pueda tener conciencia de lo que pueda llegar a ser. Todas ellas hunden sus raíces en el reino de la esperanza, en cuanto que las mismas expresan la voluntad de justicia y de perfeccionamiento social e individual. 2.  Un año clave de esperanza en la civilización de la dignidad humana: 1948 Se puede afirmar, sin temor a error, que la Declaración Universal de Derechos humanos se propuso dar una respuesta de esperanza a una Humanidad destrozada por las dos últimas contiendas mundiales. Las Naciones Unidas, pero también, aunque con menos fortuna la antigua Sociedad de Naciones, quisieron recordar a todos que sólo desde el respeto a la dignidad humana y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana podía garantizarse la libertad, la justicia y la paz 6. El desconocimiento de estos principios esenciales, como afirma el Preámbulo de la Declaración, había originado, ciertamente “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”, que reclamaban, aparte de este sentimiento común de rechazo, una radical rectificación. La Declaración Universal constituiría, sin duda un avance sin precedentes en este largo e inacabado camino hacia la “civilización de la dignidad humana”. Sus propuestas supondrían así un importante paso en esa “aspiración mas elevada del hombre”, consistente en “el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria”, disfrutaran de los derechos humanos básicos y universales, al comprometerse en la aprobación y proclamación solemne de una concepción común de estos derechos y libertades, plasmada en el texto que nos ocupa 7.

6.  Balado, M., “Libertad, igualdad y fraternidad”, en AA.VV., La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su 50 aniversario, coords. M. Balado y J. A: Regueiro, CIEP, Bosch, Barcelona,1998, p. 32. 7.  Marín Castán, M. L., “La Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948: ¿Nuevo Derecho Natural de la Humanidad?”, en AA.VV., La Declaración Universal..., cit., pp. 151 y 152.


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Es evidente, que la internacionalización de los derechos humanos, lejos de obedecer a una evolución natural, constituía una auténtica ruptura con lo anterior, pues suponía una etapa que no era prolongación natural de las anteriores. No hay que olvidar que la cuestión del reconocimiento de los derechos humanos surgió, primeramente, en el interior de los Estados. Los relevantes textos que se invocan al respecto(ingleses, americanos y franceses) en ningún momento han concernido a las relaciones entre Estados, ni pretendían tampoco hacerlo 8. El quinto “Considerando” del Preámbulo de la Declaración –impregnado, a nuestro juicio, de alto valor simbólico– deja constancia de la reafirmación de las Naciones Unidas en “su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres”, declarándose resuelta dicha Organización “a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto mas amplio de libertad”. No deja de resultar curioso, por cierto, el hecho de que el proceso de supranacionalización y universalización de los derechos humanos, que se iniciaría de manera inequívoca con la Declaración del 48, haya permitido hablar a los especialistas en la materia –y no sin cierta razón– del renacimiento de un “iusnaturalismo difuso”, que surgiría auspiciado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial y sus cincuenta millones de muertos. Esto es, cuando los Estados toman conciencia de que el problema de la protección de los derechos humanos rebasa las fronteras nacionales para adquirir una dimensión netamente supranacional. En consecuencia, este es, precisamente el momento en que las declaraciones de derechos no pudiendo ya legitimarse por referencia al sistema de valores predominante en un país, exigen una plataforma valorativa que resulte aceptable para una serie de pueblos y regímenes políticos estructurados en torno a principios filosóficos, políticos, religiosos, económicos y culturales bastante dispares 9. En consecuencia, las propuestas de los derechos humanos plasmadas en los enunciados de la Declaración Universal quedaban así habilitadas para representar una esperanza universal, si tenemos en cuenta el caudal utópico-revolucionario que ha impregnado siempre el discurso de los De-

8.  Imbert, P. H., “Los derechos humanos en la actualidad”, en AA.VV., Derechos humanos y constitucionalismo ante el tercer milenio, cit., p. 73. 9.  Castro Cid, B., “El reconocimiento de los Derechos Humanos”, en AA.VV., Los Derechos Humanos. Significación. Estatuto jurídico y sistema, Universidad de Sevilla, Sevilla, 1979, pp. 27 y 28.


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rechos del Hombre, en cuanto realización iniciada y con las expectativas de lo todavía no logrado 10. Tales enunciados poseen una innegable intención utópica, toda vez que éstos no representan mas que “el umbral de una sociedad justa”; en este caso la antesala de un largo proceso de positivación y supranacionalización de los derechos en el que todavía nos cuesta mucho avanzar. Desde la perspectiva apuntada, la Declaración Universal cumpliría, por consiguiente, la función de mantenimiento de la esperanza abierta y orientación de futuro hacia una sociedad mas justa y hacia un “derecho justo”, lo que se corresponde, a su vez, con una de las principales dimensiones del planteamiento iusnaturalista actual, de carácter histórico y abierto, al que nos hemos referido en trabajos anteriores: la dimensión utópica en torno a la reflexión sobre el “derecho justo” 11. A este respecto, el propio Bloch, desde su concepción marxista crítico-radical del iusnaturalismo, considera la lucha por la dignidad humana y la vindicación de los derechos fundamentales, como la herencia constitutiva del Derecho Natural 12, en su personal versión de tal Derecho Natural, como depositario de algunas de las mas hermosas aspiraciones de la Humanidad, cual es la búsqueda de la sociedad mejor 13. Esta característica de Derecho Natural como “horizonte utópico de crítica del derecho positivo” –en gran medida herencia de E: Bloch– constituye, sin duda, una de las señas de identidad más significativas del iusnaturalismo actual. En este sentido, la Declaración representa sólo el núcleo mínimo y restringido de la conciencia histórica que la humanidad tenía de sus propios valores y principios fundamentales en la segunda mitad del siglo XX. Como escribe N. Bobbio, “la Declaración Universal es sólo el comienzo de un largo proceso del que no estamos en condiciones de ver todavía la realización final. La Declaración es algo más que un sistema doctrinal, pero algo menos que un sistema de normas jurídicas”; ella mis-

10.  Gimbernat, J. A., “Consideraciones...”, cit., p. 172. 11.  Marín Castán, M. L., cit., p. 156. También “Declaración Universal de Derechos Humanos y dimensión axiológica de la Constitución”, en Estudios de Teoría del Estado y Derecho constitucional en honor de Pablo Lucas Verdú, dir. R. Morodo y P. de Vega, UNAMFDUCM, México-Madrid, 2001, vol. III, pp. 1725 y ss. 12.  Bloch, E., Derecho Natural y dignidad humana, trad. F. González Vicén, Aguilar, Madrid, 1980, p. 191. En este mismo sentido, señala el autor, que “pocas cosas hay que hayan sido tan anticipadoramente humanas en razón de sus postulados como el contenido de los derechos del hombre” (p. 177). 13.  Serra, F., Ernst Bloch..., cit., p. 240.


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ma “proclama los principios de los que se hace pregonera”. Ello significa que, “es un punto de partida hacia una meta progresiva”. De tal suerte, que los derechos enunciados en ella “no son los únicos posibles derechos humanos: son sólo los derechos del hombre histórico, tal y como se configuraba en la mente de los redactores de la Declaración después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, en una época que había tenido comienzo con la Revolución francesa y había llegado hasta la Revolución soviética” 14. La dignidad de la persona y sus derechos inviolables son elementos en constante dinamismo y abiertos a ampliaciones, innovaciones y desarrollos futuros. La Declaración no es una propuesta cerrada, definitiva y conclusa; el componente utópico de los derechos humanos es un elemento consustancial a la conceptualización de los mismos y es el que, precisamente, confiere a éstos su virtualidad de transformación y actualización. No debe olvidarse que la Declaración se proclamaba a sí misma como “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse...”. Este “ideal común a alcanzar”, designaba, sin duda, tanto en 1948 como en la actualidad, algo inalcanzable, distante y lejano, que se percibe en el horizonte: el deseo de reparación de todas las situaciones de injusticia del presente, el anhelo de construir una sociedad mejor. Es a causa de su profundo aliento humano inherente al discurso utópico de los derechos, el que su reivindicación haya dirigido, desde hace ya mas de dos siglos, y todavía, de alguna manera, siga liderando, el debate his­ tó­ri­co-político. Como escribe Gordon Lauren: “Todos los avances en la evolución histórica de los derechos humanos internacionales comenzaron por visiones. Nada podría hacerse sin la voluntad y la capacidad de imaginar; de ir mas allá de la experiencia del orden prestablecido y de lo que es y soñar o tomar en consideración lo que podría ser. Las visiones cambian los esquemas mentales haciendo emerger interesantes cuestiones, despertando la conciencia y planteando la posibilidad de que las prácticas existentes(incluso las consagradas por una tradición milenaria) podrían no ser necesariamente inevitables”... “Así se explica por qué las visones han resultado tan inspiradoras...” 15. De tal modo, que este “lenguaje común de 14.  Bobbio, N., “Presente y porvenir de los derechos humanos”, en El tiempo de los derechos, Trad. R. de Asís, Sistema, Madrid, 1991, pp. 70 y 71. 15.  El subrayado es del autor (Gordon Lauren, P., “Nuevos retos para los derechos humanos. El futuro a la luz del pasado”, en ADH (Nueva Epoca), vol. 5 [2004], pp. 381-382).


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la humanidad” 16, cual es la Declaración Universal ha logrado materializar una determinada visión que modifica las categorías históricas anteriores. La misma representa, como ya hemos dicho, un nuevo enfoque o perspectiva en la consideracion de la dignidad y los derechos humanos, producto de un contexto –el internacional o universal– que exigía una dinámica de cambio, a la vez que una esperanza de libertad, de justicia, de igualdad y de paz para el futuro. Actualmente –y a diferencia de 1948– los derechos humanos efectúan una proclamación ético política y jurídica que nadie considera innecesaria, y que muchos reclaman como un programa de la hora presente, al que se le atribuye la capacidad de orientar el futuro. En efecto, esta consagración de los derechos humanos, que se impone como referente fundamental del sistema axiológico-político de nuestro tiempo, como sustrato moral de legitimidad democrática, no es, sin embargo, sinónimo de extensión de los mismos a todos los habitantes del planeta ni de inserción de todos en una sociedad justa y armoniosa. Las ideas apuntadas no hacen mas que confirmar, tanto entonces –en 1948– como ahora, que estamos todavía en una fase de aprendizaje de esta “cultura de los derechos” o de inicio o entrenamiento en esta larga marcha hacia la “civilización de la dignidad humana”, y recordar que “los derechos son tan solo el lenguaje de la humanización del hombre” 17. 3.  Utopía individual, rebelión antiautoritaria y metamorfosis  en la sociedad tardocapitalista: 1968 Es sabido, que para los franceses, y aún para otros muchos europeos, la revuelta de estudiantes, intelectuales y obreros y los sucesos que con este motivo tuvieron lugar en Francia, hace cuatro décadas –y que paralizaron la vida económica y social del país, poniendo en jaque al Gobierno presidido por el general De Gaulle–, representan el acontecimiento mas importante en el siglo XX después de la II Guerra Mundial El caldo de cultivo de Mayo del 68 fue el Barrio Latino y las universidades de París, especialmente Nanterre y la Sorbona, donde una nueva

16.  United Nations Document E/CN.4/1997-1998, “Follow-Up to the World Conferences on Human Rights: Report of the High Commissioner” (24-2-1997). 17.  Imbert, P. H., “Los derechos...”, cit., p. 84.


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generación de estudiantes –la primera generación del bienestar– empezaría a tomar conciencia de la importancia de los sentimientos y de la vida cotidiana, cuestionando los valores dominantes, los principios políticos, económicos y sociales y los grandes sistemas filosóficos que habían servido de pilares a la generación anterior. Se trataba así de poner fin a una determinada concepción del mundo, alumbrando un proyecto nuevo, aún sin dirección ni concreción aparente. Negación de la política, contestación de la Filosofía, democracia del borrón y cuenta nueva 18. Los propios lemas que se escribían, a modo de grafitis en las paredes de la universidades, resultaban de por sí suficientemente expresivos de esta indeterminación. “Tengo algo que decir, pero no se muy bien que es”, aparecía escrito en la pared de Censier. “Nuestra esperanza no puede venir mas que de los sin esperanza”, quedaría consignado en el hall de la Facultad de Ciencias Políticas 19. La influencia de la Teoría crítica de la sociedad de la Escuela de Frankfurt, diluída junto con otras muchas y variadas influencias, quedaba con ello plenamente incorporada a tan ambiguo proyecto. Como es bien conocido, W. Benjamin concluiría su estudio sobre Las afinidades electivas con la paradójica afirmación que Marcuse años después recogería como conclusión en El hombre unidimensional: “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza” 20. En esta paradoja de la “posibilidad de lo imposible”, como diría Adorno, se cumple el destino de la Humanidad, una Humanidad que, ante el fin de una etapa de la cultura, exigía una renovación total. Como ya hemos indicado, no había detrás de la revuelta estudiantil un partido político, o una alternativa ideológica concreta, o un programa preciso, ni siquiera una estrategia determinada, sino, que se trataba de un fuerte sentimiento de rechazo y de protesta contra los valores de la generación que había padecido los horrores de la II Gran Guerra y que, consecuentemente, había puesto todas sus ilusiones y esperanzas en los enunciados de la Declaración Universal y en la implementación de los mismos. Esta

18.  Bessancon, J., prol. a Les murs ont la parole, Journal Mural, mai 68, Tchou, París, 1968, p. 9. 19.  Todos los esloganes citados en este texto están recogidos en Les murs..., cit., recogidos por J. Bessancon. El éxito de los mismos provenía del cómo estos reflejaban el espíritu de la época y las aspiraciones de una nueva generación 20.  Benjamin, W., Sobre el progreso de la filosofía futura y otros ensayos, Monte Avila, Caracas, 1970, p. 88.


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generación había sido, además, la artífice del acelerado crecimiento económico de la posguerra, dando lugar a la nueva sociedad del crecimiento económico ilimitado y del consumo de masas 21, contra la que se dirigían las reclamaciones de los protagonistas del 68. Dichos protagonistas tomarían marcada distancia respecto a los que se consideraban los logros y esperanzas de la generación anterior. La Segunda Guerra mundial, según el historiador J. Fontana, “se había hecho en nombre de la democracia, la liberación de los pueblos y las mejoras sociales ligadas al Estado del bienestar. Pero al cabo de veinte años, el panorama distaba de responder a las expectativas de las nuevas generaciones, que veían ante sí toda una serie de motivos de desencanto: la crisis económica de los países subdesarrollados y de los de Europa del Este, la guerra de Vietnam, el fracaso de los intentos de transformación social de América Latina, las dificultades de la lucha por la integración racial en Estados Unidos y, en Europa occidental, la insatisfacción por la cortedad de las conquistas alcanzadas” 22. Se trataba, sobre todo, en palabras de uno de los principales líderes sesentayochistas, como D. Cohn-Bendit, de “una rebelión antiautoritaria que tuvo lugar un poco por todas partes. La rebelión de una juventud que había nacido después de la guerra y se revolvía contra el tipo de sociedad impuesto por las generaciones de la guerra. Los rebeldes eran diferentes en Polonia, en Estados Unidos, en Francia o en Alemania, pero el corazón fue precisamente esta rebelión antiautoritaria” 23. Los protagonistas de la revuelta confiaron en que una alianza entre la clase trabajadora y el movimiento estudiantil podía romper la espina dorsal del sistema capitalista y alumbrar una nueva sociedad 24. Sin embargo –como se ha sostenido, recientemente, por el mismo Cohn-Bendit–, no era esta una revolución para subvertir, propiamente, el orden político y económico, ya que no pensaban en ocupar los ministerios ni los centros de poder, sino, que se pretendía “algo completamente diferente, cambiar la 21.  A este respecto, se ha puesto, recientemente, en relación la conmemoración del 40 aniversario de mayo del 68, con el cincuentenario de la publicación del libro de Galbraith, K., La sociedad opulenta, donde se anticipa con claridad lo que después preocuparía a los hijos mas inquietos de esa sociedad opulenta. Una sociedad que, sin embargo, llevaba su antítesis, sus contradicciones, gravadas en sus genes (Vallespín, F., “De la rebelión...”, cit., p. 29). 22.  Fontana, J., “El año en el que el mundo se despertó”, en Tribuna Complutense (6 de mayo 2008). 23.  Cohn-Bendit, Daniel (Entrevista, por A. Missé, El País [11de mayo, 2008]) 24.  Vallespín, F., “De la rebelión...”, cit., p. 30.


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vida, nuestra vida; todo ello marcado por situaciones surrealistas: era poesía revolucionaria. Pero contrariamente a los revolucionarios que quieren el poder político, en las revueltas de 1968 lo que queríamos era el poder sobre nuestra propia existencia”. Por eso, para él, la palabra rebelión resulta mas adecuada, para definir el proceso que el término “revolución” 25. Mas o menos coincidente con esta interpretación se muestra A. Gluksman, otro de los filósofos que expone su peculiar vivencia y visión del 68, cuando señala en un reciente libro, publicado junto a su hijo Raphaël, que: “El movimiento no aportaba ninguna solución al conjunto de problemas que provocaba. Lejos de ser fuente de respuestas, sus propuestas contestatarias no ofrecían un programa de gobierno. Para hacer críticas legítimas no es necesario tener propuestas alternativas”... “Vayamos al fondo de la cuestión. Mayo del 68 pone en crisis los principios de un modo de vivir y de pensar caduco” 26. Consecuencia de ello sería el hecho de que el cambio cultural y social que produjo este movimiento fuese infinitamente mas importante que el cambio o la transformación en las estructuras políticas o económicas. Mayo del 68 se traduce, sobre todo, en una transformación considerable de las costumbres en Occidente, de los valores y de las relaciones sociales: esencialmente una sociedad individualista sustituyó a la sociedad jerárquica 27. El propio Cohn Bendit 28 así lo valora al cabo del tiempo: “Vencimos en lo cultural y lo social y, afortunadamente, perdimos en lo político”. La falta de proyecto político concreto de mayo del 68 la pone de manifiesto R. Vaneigem, cuando con ocasión de comentar su propio libro –que se consideró mítico en mayo del 68: Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones–, propugnaba la desconfianza en el poder –en todas sus formas– y señalaba la acción del denominado “un nuevo poder”, en cuya virtud pretendía “librar la subjetividad del descrédito que generalmente sufría y fundar un proyecto de sociedad sobre el disfrute de uno

25.  Cohn-Bendit, D., Forget 68, L’Aube, París, 2008, p. 21.En sus propias palabras, se trataría, en todo caso de una radicalización antiautoritaria: “La revolución supone un análisis clásico que pone siempre por delante el problema de la toma del poder, cuando precisamente la mayoría de la gente que estaba en la calle quería tomar el poder sobre sus vidas y no el poder político. Por eso, la palabra rebelión es mas adecuada” (Cohn-Bendit, D. Entrevista, por A. Missé, cit.). 26.  Gluksmann, A. y R. Mayo del 68. Por la subversión permanente, trads. M.J Hernández y A. Martorell, Taurus, Madrid, 2008, pp. 27 y 28. 27.  Sorman, G., “El espíritu de mayo de 68”, ABC (27-4-2008). 28.  Forget, cit., p. 14.


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mismo. que se reclama como disfrute del mundo”... “El mayo de 1968 ha separado definitivamente de la revolución que los revolucionarios hacen contra sí mismos la revolución permanente por la soberanía de la vida” 29. Dan cuenta cabal de tales propósitos las consignas de los grafitis que aparecían por doquier. Así podemos citar, a título de ejemplo, el de Odeón, que rezaba: “Queremos: las estructuras al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las estructuras. Queremos tener el placer de vivir y no el de sobrevivir” o el de Censier: “Creatividad, espontaneidad, vida”: “El sueño es realidad”, o el famoso de la escalera de Ciencias Políticas: “Decreto el estado de felicidad permanente”. Los anhelos utópicos de estos discursos coinciden mas o menos en expresar un profundo deseo de cambio, que apunta al sueño de una sociedad emancipada del capitalismo para vivir en plena libertad la propia autonomía 30. Ahora bien, esta “bandera de la utopía” adopta, en todo caso, una significación marcadamente diferente de la utopía colectiva, propia de otras versiones de la utopía a las que hemos hecho referencia. Las ideas reflejadas en los textos que comentamos y en otros muchos, resultan de por sí suficientemente expresivas de lo que queremos decir: “Construir una revolución es también destruir todas las cadenas interiores” (Facultad de Medicina). “Seamos realistas, pidamos lo imposible” (Censier). “Olvidad todo lo que habeís aprendido. Comenzad a soñar” (Sorbonne). Se trata de una “utopía individual”, que se niega a aceptar lo dado como lo único posible y que reside, básicamente, en la concepción de la libertad y en la autonomía del individuo. Ello explica el hecho de que las reivindicaciones estudiantiles se focalizaran en reclamar a la represiva sociedad de sus padres una nueva forma de liberación que intuían posible; y que la liberación política se concibiera unida a la sexual y a la libertad de costumbres. “Mi pensamiento no es revolucionario si no implica acciones cotidianas en el marco educativo, familiar, político y amoroso”, se podía leer en las paredes de la Escuela de Educación Especial. Resultaba, en definitiva, bastante difícil construir una identidad colectiva en torno a principios tales como “Gocemos sin trabas” o “Prohibido prohibir”. Como ha señalado recientemente Cohn-Bendit, “la utopía de masas dejó su lugar a la idea de que había que invertir no en la subversión, sino en cambiar lo que no funcionaba del sistema político. Se abrió así un cambio 29.  Prol. a la 2 ed. francesa (1988), recogido en la ed. española, trad. J. Urcanibia, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 10. 30.  Cohn Bendit, D., Forget 68, cit., p. 23.


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de mentalidad” 31. De esta suerte –se ha escrito con motivo de hecho cuya conmemoración comentamos– comprobamos que: “Hundidas las ilusiones en la revolución socialista, los satisfechos hijos de la sociedad opulenta gritan al mundo su insatisfacción, sus esperanzas por acceder a lo ‘completamente otro’ (Adorno) que, decían, les era negado bajo las condiciones actuales. Todavía sólo tenían a mano el instrumental de las revueltas de la tradición marxista y un buen acopio de textos... de los frankfurtianos, Sartre, toda la retahíla del neomarxismo, pero su movimiento apuntaba a algo mas profundamente nuevo” 32. A. Gluksmann nos ofrece, en cierto modo, la respuesta a este interrogante, cuando escribe lo siguiente: “Después de haber explorado muchas de estas perspectivas unilaterales y parciales, propongo que definamos retrospectivamente mayo del 68 como la promesa de una revolución filosófica. Precisando de entrada que está lejos de estar terminada. Los jóvenes en el 68 quebraban torpemente, y a menudo sin ser conscientes de ello, los dogmas del siglo XX... Pasar de una civilización campesina milenaria a la ‘sorda inquietud’ de los hijos del siglo es una tarea colosal. Todo se tambalea y van cayendo, poco a poco, tradiciones, usos costumbres, referencias, certidumbres... El sesentayochista pronto coloca frente al leninista sus pálidas dudas. El hijo del siglo no sólo es un desarraigado de una ruralidad milenaria, también es huérfano de la cultura revolucionaria proletaria que santifica las experiencias utópicas del siglo XX” 33. El orden del mundo –el viejo orden– establecido en la última postguerra, por la generación del 39 y los principios y valores que lo sustentaban se derrumbaría, con mayor o menor virulencia en los años posteriores. El 68 puede considerarse, sin duda, como el preludio de los cambios que estaban por producirse.

4.  ¿Qué queda hoy de los discursos utópicos de los derechos humanos? Reflexiones finales El mundo ha cambiado mucho en estas cuatro décadas. El siglo XX ha muerto y un nuevo milenio ha comenzado. En 1989 cayó el Muro de Berlín

31.  Entrevista por R. Amón, en El Mundo (15 de mayo, 2008). 32.  Vallespín, F., “De la rebelión...”, cit., p. 31. 33.  Gluksmann, A. y R., Mayo del 68, cit., pp. 106 y 107. El subrayado es de los autores.


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y con ello se produjo, sin indicios de violencia, una transformación radical de las estructuras políticas y económicas, tanto nacionales como internacionales. Acabó el comunismo soviético en Europa, el imperio de la URSS, la división de Alemania y una contienda ideológica y política, como fue la guerra fría, que había determinado toda la política internacional durante medio siglo. Garton Ash analiza los posibles vínculos de las dos “revoluciones”, la del 68 y la del 89 –la llamada “revolución de terciopelo”–, llegando a la siguiente conclusión: “A pesar de los enormes contrastes entre los dos movimientos, el resultado combinado del utópico 68 y el antiutópico 89 fue, en la mayor parte de Europa y gran parte del mundo, una versión globalizada de un capitalismo reformado, social y culturalmente progresista y políticamente socialdemócrata” que, en su opinión, se encuentra ahora seriamente amenazado 34. Ciertamente, hay otros acontecimientos posteriores que también han determinado el cambio de rumbo del orden y de la política mundial, que deben ponerse de relieve en lo que a nuestro propósito concierne. Así, el ataque a las Torres Gemelas de Manhattan y las consecuencias que ello supuso respecto a países como Irak o Afganistan, la amenaza del terrorismo internacional, la reunificación, en gran parte de la Europa democrática, las limpiezas y luchas étnicas en los Balcanes o en la región de los Grandes Lagos de Africa, los desastres humanitarios de los desplazados hacia “ninguna parte”, la miseria, el hambre, la enfermedad... Todos estos sucesos –y sus secuelas– de nuestra reciente Historia ponen, tristemente, en primera página de actualidad el tema de los derechos humanos, confiriendo a los problemas implicados en su consideración una dimensión global. No debe resultarnos extraño el que se haya puesto de manifiesto, recientemente, en el ámbito de Filosofía jurídica la idea de que los derechos humanos han perdido buena parte de su capacidad emancipatoria, porque el discurso de los derechos humanos se ha integrado en una estrategia discursiva que resulta funcional a un orden mundial impuesto por lo que se considera “pensamiento único”, lo que implica una desvirtuación en la tra-

34.  Según este autor, “muchos representantes destacados de la generación del 68, se dedicaron durante los decenios posteriores a una política mas seria de tipo liberal, socialdemócrata o de ‘nuevo evolucionismo verde’..., que incluyó el fin de un montón de regímenes autoritarios desde Portugal hasta Polonia y la promoción de los derechos humanos y la democracia en países lejanos de los que aprendieron a saber mas” (Garton Ash, T., “Historia de dos revoluciones”, El País [11-5-2008]).


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dición de los derechos, contraria a su lógica emancipadora 35. Denunciar las injusticias y los fallos de nuestra sociedad es útil, necesario e irrenunciable en el ámbito de los derechos humanos. Es cierto que el movimiento que se ha convenido en denominar “postmodernidad”, a finales de los 80, trata, entre otras cosas, de acabar con el círculo vicioso en que las utopías progresistas encerraron el horizonte vital de la humanidad, al acentuar lo errático de la ilusión, tratando de introducir un nuevo tipo de racionalidad en el análisis de la realidad social. Gluksmann refleja el proceso de la siguiente manera: “Mientras que el providencialismo progresista de la posguerra se emborrachaba de esperanzas, el postmodernismo posterior a Mayo del 68 se contenta con acumular esquelas. Abolición de la Historia. Muerte del arte. Destrucción de la metafísica. Extinción de la literatura. Muerte de la gran política y depreciación de la pequeña. Y de paso parece de buen tono afirmarse antihumanista, antiliberal, antieuropeo, antioccidental, antiamericano” 36. En este escenario, caracterizado por la desaparición de los grandes proyectos políticos, aumentan el escepticismo, el alejamiento de los ciudadanos de la cosa pública, lo que se traduce, por contra, en un creciente individualismo “hipermoderno”. Con razón se ha afirmado, recientemente 37, que: “El sentido de la vida se busca y encuentra ahora donde no está la política”. El general De Gaulle decía, que “la política que no permite soñar está condenada”. ¿Dónde quedaron pues las ilusiones en los grandes proyectos políticos de progreso de la humanidad, la adhesión a principios y valores universales de democracia y paz? Señala Lipovetsky, en relación con la “modernidad triufal”, que lo que mas ha cambiado es que ya no tenemos

35.  En este sentido, J. de Lucas señala al respecto, que “el discurso de los derechos humanos, en no poca medida, se ha integrado como herramienta de dominación de un discurso liberal y etnocéntrico que secuestra la tradición de los derechos” (“Derechos humanos e inmigración”, en AA.VV., 50 años de Derechos Humanos, Asociación pro Derechos Humanos, Fundamento, Madrid, 2000, p. 47). 36.  “El postmoderno es irreductiblemente pacifista, porque las batallas y las guerras le parecen irreductiblemente superadas, pertenecientes al pasado. Su nueva sabiduría poshistórica le convence de que los combates de antaño nunca pasaron de las palabras y que su eterno retorno sólo plantea en la actualidad peleas de borrachos. Su visión retrospectiva remite a una confrontación de las pasiones de ayer. Su sentencia definitiva establece la paz de los cementerios: ‘sólo hay interpretaciones’, ningún hecho las puede desmentir, ninguna prueba las jerarquiza, todas son equivalentes” (Glucksmann, A. y R. Mayo, cit., pp. 112 y 126). 37.  Lipovetsky, G., La sociedad de la decepción (Entrevista con B. Richard), trad. A. P. Moya, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 65.


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grandes sistemas portadores de esperanza colectiva, de utopías capaces de hacer soñar, de grandes objetivos que permitan creer en un mundo mejor 38. Como se ha visto, recientemente, a propósito del fracaso de la Constitución Europea y de su sustitución por el tratado de Lisboa, no somos capaces ni de construir “la Europa de los ciudadanos”. Efectivamente, el fin del comunismo y el triunfo de la democracia pudieron hacer creer que íbamos hacia un mundo de paz y prosperidad, pero la realidad demuestra otra cosa bien distinta. Ahora bien, esto no significa que los referentes morales y el sentido del valor hayan sido eliminados de nuestro escenario cultural. La sociedad actual no está huérfana de ideales de justicia, tal y como lo demuestran las innumerables protestas sociales con las que se articula la reivindicación de los derechos humanos. No se trata, propiamente, de una época de decadencia moral, sino de la coexistencia de una pluralidad de principios morales y éticos, acorde con una sociedad secularizada, abierta, plural, multicultural, democrática y marcadamente individualista. Coincido por tanto con quienes afirman, a diferencia de algún que otro colega de la disciplina, que el neoliberalismo no ha conseguido erradicar la base de los valores democrático humanistas, puesto que no se han perdido los referentes axiológicos que permiten justificar y argumentar la crítica a la sociedad actual. La democracia y los derechos humanos, como elemento consustancial a esta forma de poder, poseen, indudablemente, medios para reorientarse, corregirse y, de cierta manera “reinventarse”. Y este debe ser, precisamente, uno de los grandes retos del presente siglo XXI: la reformulación del discurso utópico de los derechos. Como ya hemos dicho, las visiones, las anticipaciones de futuro han sido, y todavía continúan siendo, fuentes de inspiración y vehículos de esperanza para el desarrollo histórico de los derechos humanos. Gordon Lauren, en un reciente trabajo ya citado sobre los nuevos retos para los derechos humanos en el siglo XXI, lo plantea así: “Estas visiones o anticipaciones se proyectan hacia lo que podría ser, en vez de conformarse con lo que de hecho es o había sido en un mundo imperfecto y nos llaman a elevarnos sobre las limitaciones y experiencias del pasado y a tratar a todos los hombres, mujeres y niños con dignidad y respeto. Sacan lo mejor de nosotros mismos, no lo peor y por eso influyen en la gente de un modo poderoso, elevan el espíritu humano y nos permiten soñar, incluso en tiempos

38.  Ibid., p. 63.


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de grandes peligros. Así se explica por qué las visiones han resultado tan inspiradoras para los que buscan la consecución de los derechos humanos. Y todavía lo son” 39. A estas visiones se les reconoce la aportación de una innegable intención utópica, que desborda sus límites sociales y su espacio temporal. En razón de su caudal utópico, las propuestas de los derechos humanos quedan habilitadas para representar una esperanza universal 40. La esperanza de una sociedad mejor y mas justa. La lucha por los derechos y libertades de hombres, mujeres y niños, así como el combate contra la injusticia y la miseria, pueden y, es mas, deben ser convergentes, articulándose en un único discurso entre todos los pueblos y naciones, que es hoy tan necesario como hace sesenta o cuarenta años; sobre todo en estos momentos en que se habla de crisis de las Naciones Unidas y de la consecuente exigencia de proceder a una profunda reforma de sus estructuras, procedimientos y objetivos. La ONU tiene, necesariamente, en estos momentos, que reaccionar y responder con eficacia y contundencia a las vulneraciones flagrantes de los derechos humanos y comprometerse a la extensión de los mismos a todos los habitantes del planeta. Para ello, entre otras cosas, debe reimpulsar, reorientar y reinventar el discurso utópico de los derechos humanos, que tantos y tan importantes frutos recolectó en otra época. Precisamente, en un reciente informe de dicha Organización se ha puesto de relieve la importancia de estas visiones ilusionantes y anticipatorias para el presente y el porvenir de los derechos y libertades, en los siguientes términos: “La comunidad mundial necesita volver a la audaz visión de aquellos que soñaron con los Derechos del Hombre y del Ciudadano y prepararon la Declaración Universal de Derechos Humanos. Un nuevo milenio es una ocasión ideal” 41 para reafirmar tal visión y para renovar los compromisos prácticos que la hagan realidad.

39.  Gordon Lauren, P., “Nuevos retos...”, cit., p. 382. 40.  Gimbernat, J. A., “Consideraciones...”, cit., p. 172. 41.  United Nations Development Program, Human Rights Development, Report, 2000, p. 32.


L’EVOLUTION DES DROITS DE L’HOMME DEPUIS 1968 Face au Tocqueville de “l’ancien regime et la revolution” Dominique d’Antin

Abstract: The Democratic purpose, despite its weaknesses, aims to respect human rights. A. de Tocqueville warns against possible abuses of this project, which European societies, since 1968, are unfortunately customary. Tocqueville, more than a century, could not imagine all the evolutions. But he painted a prophetic picture of many evils that he feared come true. Table des matières: 1. Des “droits de l’Homme” à “l’individu-roi”: une évolution prévisible; 2. L’Anti-thèse élitiste:condition de la liberté ou condition de la société?; 3. La synthèse nationale: remède ou menace?

Alexis de Tocqueville (1805-1859), redécouvert par Raymond Aron, est devenu la référence obligée de tous les intellectuels tenant de la démocratie moderne et modérée, elle-même, modèle indépassable et désormais non concurrencé de l’organisation politique des pays occidentaux. Tous puisent, surtout dans “La démocratie en Amérique”, les principes et les justifications d’un régime vieux de deux siècles, congénitalement fragile, puisque menacé par le despotisme lorsque ses objectifs d’égalité semblent accomplis. “Le fait particulier, dominant, qui singularise les siècles démocratiques, c’est l’égalité des conditions; la principale passion qui agite les hommes dans ces temps-là, c’est l’amour de cette égalité (...)” 1. Voila le principe fondateur, à l’oeuvre depuis le XIème siècle dans la société française, dont les origines chrétiennes –l’égalité devant Dieu– transcendent pour Tocqueville les inégalités naturelles. La révolution française se révèle comme le seul moyen, malheureusement brutal, de mettre un terme 1.  Tocqueville, A. de, De la Démocratie en Amérique, GF-Flammarion, Paris, 1981 t. 2, p. 120.

Persona y Derecho, 59 (2008**) 339-355

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au décalage insupportable entre des institutions entretenant la fiction d’une féodalité aristocratique, et une société devenue, en cette fin du XVIIIème siècle, plus prospère, plus ouverte, et plus... raisonnante. C’est à cette démonstration que s’attache “L’Ancien Régime et la Révolution”, ouvrage longuement mûri, paru en 1856, inachevé après dix ans de recherche, et destiné à une élite intellectuelle toujours divisée, après l’échec de la Révolution de 1848, sur la forme –monarchique ou républicaine– du régime nécessaire à la France. Mais en faisant du souci d’égalité le principe directeur des constructions démocratiques, Tocqueville ne se contente pas d’expliquer la cause de la Révolution française. Il l’oppose au souci de la liberté, et trouve dans cette alliance contradictoire, le moteur des convulsions politiques qui ne cesseront d’agiter la France tout au long du XIXème siècle. “A plusieurs reprises, depuis que la Révolution a commencé jusqu’à nos jours, on voit la passion de la liberté s’éteindre, puis renaître, puis s’éteindre encore, et puis encore renaître (...) Pendant ce même temps, la passion pour l’égalité occupe toujours le fond des coeurs dont elle s’est emparée la première (...) prête à tout sacrifier à ceux qui lui permettent de se satisfaire, et à fournir au gouvernement qui veut la favoriser et la flatter les habitudes, les idées, les lois dont le despotisme a besoin pour régner” 2. La boite de Pandore est ainsi ouverte: la France sera condamnée à une oscillation permanente entre régimes autoritaires et régimes libéraux, dont le Présidentialisme atténué de la Vème République est finalement une synthèse moderne mais toujours inachevée. Mais le despotisme qu’annonce Tocqueville n’est pas qu’institutionnel. A côté des lois, produits des institutions, il mentionne les habitudes et les idées. Désormais, et avant Durkheim, Tocqueville relie la forme du pouvoir aux ressorts les plus profonds de la société. Cette intuition en fait l’inventeur d’une nouvelle science politique qui manquerait son but en s’attachant aux seules formes constitutionnelles, en oubliant les ressorts forgés par l’histoire, les circonstances locales, les idéologies, les modes de consommation, les préjugés, les mentalités religieuses... qui contribuent toutes à la “production” du Pouvoir. C’est en appliquant cette nouvelle grille d’analyse que Tocqueville est précurseur, et souvent prophète, surtout dans l’annonce d’une société d’individus isolés, préoccupés de leur seul bien-être, poursuivant

2.  Tocqueville, A. p. 298.

de,

L’Ancien Régime et la Révolution, GF-Flammarion, Paris, 1988,


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une égalité mesquine à l’égard de leurs semblables, qu’ils préfèrent à la liberté et qui leur fait accepter de nouvelles oppressions. L’ère démocratique ouverte par les Révolutions américaine et française est ainsi prisonnière de cette dialectique sans fin qui éclaire les évolutions récentes des sociétés occidentales. La course à l’égalité doit trouver sa traduction dans l’énonciation et la mise en exercice de droits individuels, tandis que les moyens pour y parvenir sont délégués à une puissance collective: la nation souveraine en 1789, puis l’Etat-Providence en 1945, demain une “gouvernance” régionale, voire mondiale... Mais le triomphe de la servitude n’est en rien inéluctable: pour Tocqueville, on peut y échapper en réveillant les libertés locales, en favorisant les corps intermédiaires, les associations, mais aussi le sentiment religieux, qui demeure l’antidote le plus puissant contre toutes les oppressions. Tocqueville est ainsi un démocrate inquiet, mais non dénué d’espérance, et d’espérance chrétienne: sa pensée paradoxale est un reflet, par sa méthode du moins, des paradoxes permanents qui structurent la pensée évangélique. Ceci rend difficile l’établissement d’un état des lieux qui permettrait de vérifier, ou d’infirmer, à un moment donné, l’état véritable des tendances contradictoires qu’il a décelées, dès l’origine, dans les démocraties modernes. Leur état contemporain vérifie-t-il les prévisions, ou annonce-t-il une rupture? En revanche, la pensée paradoxale, en s’appuyant sur les contrastes et les oppositions, qui ouvrent la porte aux approfondissements, s’enrichit et se nourrit en permanence de la comparaison (c’est le principe de la parabole). Penser les droits de l’Homme depuis 1968 sous l’éclairage de Tocqueville, c’est s’inviter à mettre en perspective des destins aussi différents que celui de la France et de l’Espagne dans leur “conquête” réciproque de la démocratie. C’est aussi mettre en évidence des rythmes parallèles, dont les temps et les formes diffèrent, entre les forces motrices de la démocratie que Tocqueville a distingué lors de leur genèse, mais qui aboutissent, en France et en Espagne, à des résultats voisins. 1.  Des “droits de l’Homme” à “l’individu-roi”: une évolution prévisible

Il suffit d’énoncer les deux premiers articles de la Déclaration des droits de l’Homme du 26 août 1789 pour y trouver tout entier la loi fondamentale des régimes démocratiques: “Les Hommes naissent libres et égaux en


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droits” (article 1), ce qui contient en germe l’instabilité prophétisée par Tocqueville, l’objectif d’égalité rendant nécessaire pour le faire respecter un pouvoir collectif qui n’évitera que difficilement une oppression destructrice des libertés. Mais l’article 2, beaucoup moins cité, assigne aux organisations politiques nouvelles un projet précis qui n’est autre que l’épanouissement de ce que nous appelons aujourd’hui: l’individu. “Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’Homme. Ces droits sont la liberté, la propriété, la sûreté, et la résistance à l’oppression” (article 2) On notera que ce catalogue, bref mais promis à des développements ininterrompus, semble répondre aux objections tocquevilliennes, puisque la résistance à l’oppression et la liberté, s’affichent comme les objectifs mêmes de l’association politique, les instances suprêmes qui fonderont –ou pas– la légitimité des gouvernements futurs émanant de toute association politique, c’est à dire de toute collectivité exerçant un pouvoir quelconque sur l’individu, qu’elle ait pour nom Nation, Etat-Nation, Etat tout court... La Déclaration de 1789 relègue au rang d’instruments dérivés le bien commun de saint Thomas d’Aquin, ou l’intérêt général de Rousseau, justifications essentielles de la puissance souveraine. Aux visions holistes issues de Rome et reprises par les théoriciens de l’absolutisme qui donnent la primauté au “tout collectif”, la Déclaration de 1789 oppose la partie au tout, renverse la perspective, en fixant au collectif la seule fonction de promouvoir l’individuel. Le pouvoir politique n’a, désormais, qu’une seule finalité: la conservation des droits de l’Homme. C’est pourtant dans ce chaudron, condensé en deux articles, qu’ont cru puiser les horreurs révolutionnaires de la Terreur, et avec quelques développements conceptuels, les goulags soviétiques. Le paradoxe révolutionnaire est d’avoir tout au long du XXème siècle nourri la croissance des Etats et les dérives totalitaires, tout en se réclamant de principes visant à garantir l’intégrité et l’autonomie de l’Homme. Les urgences immédiates suffiraient à expliquer, comme autant de causes efficientes, la mise entre parenthèse des droits de l’Homme, qui demeurent la cause lointaine. Les “états d’urgence” –à commencer par les conflits violents– se sont toujours traduits par la restriction des libertés publiques, tandis que les crises économiques les transforment peu ou prou en abstractions lointaines. Que signifie la liberté pour celui qui n’a pas les moyens de l’exercer? Et qu’en est-il de la sûreté vue d’un abri, sous des bombardements? Une certaine aisance, et une certaine puissance, sont les conditions préalables à l’exercice concret des droits de l’Homme, ce qui en fait un


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trait caractéristique des sociétés occidentales, tout en les disqualifiant pour des cultures qui reposent sur d’autres fondements. Mais, après 60 ans de paix européenne, les démocraties occidentales n’ont plus d’excuses pour remettre à plus tard l’accomplissement du pacte des droits de l’Homme. Sous cet éclairage, la “révolution de 1968” apparaît comme un rappel à l’ordre anticipé des intentions de 1789, au moyen, comme souvent en France, de désordres significatifs. Son expression libertaire (“il est interdit d’interdire”), sa contestation radicale de tout ordre établi et de l’autorité par laquelle il s’impose (“l’imagination au pouvoir”), la libération qu’elle préconise contre tout engagement collectif (“Faites l’amour, pas la guerre”) surprennent une république gaullienne dédiée à la grandeur de la France et à la reconstruction de la puissance d’Etat. 1968, dont l’impact institutionnel fut insignifiant, est l’expression d’un “état social” après tout cohérent avec les objectifs de 1789, promise à un succès durable, et finalement en accord plus profond qu’il n’y paraît avec le libéralisme économique. L’après soixante-huit est marqué en France, bien plus que par des avancées sociales compromises par des taux de croissance anémiques, par l’accent mis sur le développement des droits individuels: droit à l’objection de conscience, droits à la contraception et à la différenciation sexuelle, droits à la non discrimination, droits au revenu minimum, débat sur le droit à la vie comme à la mort, droit opposable au logement. Il semble bien que les temps d’après soixante huit soient ceux de la montée en puissance de l’individu roi, jusqu’au point d’épuiser les ressources collectives de la Res Publica que tout rend débitrice, non seulement du respect des droits individuels et de leur traduction dans la Loi, mais encore de leur garantie économique. L’Etat Providence des reconstructions post-guerrières est à la fois contesté en tant qu’autorité tutélaire de plus en plus insupportable, et valorisé comme dispensateur des “droits réels”, que seule la puissance collective est en mesure de répartir. Cette contradiction est au cœur du malaise actuel de la gauche française, inséparable de l’Etat “dispensateur” et socialiste en même temps qu’appuyée par les seuls suffrages issus de l’archétype de la “génération 68”, les bobos (bourgeois-bohêmes), hyper-individualistes, citadins, vivant le plus souvent de la rente médiocre d’un fonctionnariat pléthorique, consommateurs avisés (bio, de préférence), souvent adeptes de la recomposition familiale, et toujours prompts à dénoncer “l’injustice sociale”. En se plaçant à l’avantgarde de la promotion et de la défense des droits de l’Homme, elle ne s’est pas rendue compte qu’elle épuisait l’essentiel de son fonds de commerce, qui demeure l’action collective, au profit de l’extension de l’autonomie


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individuelle dont la “chose commune” est le dernier des soucis, sinon par politesse culturelle. En étant fidèle à l’esprit de 1789, qui est celui d’une Révolution libérale, elle provoquait le désaveu implicite de celui des combats prolétariens de 1917, qui est tout leur contraire, et qui, de plus, souffre désormais d’une disqualification historique. Le désarroi d’un sociologue (de gauche) tel qu’Alain Touraine est si profond qu’il s’alarme aujourd’hui de la perte de substance de toutes les constructions collectives et de leurs combats associés, véritable âme de la gauche, au profit du seul individu, isolé, égoïste, replié sur lui-même, et ne cherchant plus à établir avec ses semblables des relations citoyennes, capables de projet politique. Comment l’atteindre, dans sa souveraine autonomie, et lui faire accepter la prévalence d’un idéal social sans doute plus généreux, mais porteur de la remise en question inévitable de ses avantages matériels? Ce diagnostic est posé d’avance par Tocqueville: “Les hommes n’y étant plus rattachés les uns aux autres par aucun lien de castes, de classes, de corporations, de familles, n’y sont que trop enclins à ne se préoccuper que de leurs intérêt particuliers, toujours trop portés à n’envisager qu’eux-mêmes et se retirer dans un individualisme étroit où toute vertu publique est étouffée. Le despotisme, loin de lutter contre cette tendance, la rend irrésistible, car il retire toute passion commune, tout besoin mutuel, toute nécessité de s’entendre, toute occasion d’agir ensemble; il les mure, pour ainsi dire dans la vie privée” 3.

Assisterait-t-on donc à un épuisement du Politique par réalisation de l’objectif inscrit dans la Déclaration des Droits de 1789, transformé véritablement en fin ultime de la Démocratie: l’épanouissement individuel? Ou doiton craindre derrière cette impasse apparente l’apparition d’une oppression douce, déjà envisagée par Tocqueville, et qui plus est insaisissable? Ces temps nouveaux, pressentis par Tocqueville, sont en effet difficiles à décrypter. La valeur d’égalité (et des Droits de l’Homme, qui en sont la traduction formelle) donne le champ libre au despotisme 4 que seul l’amour de la liberté peut remettre en cause, quitte à faire apparaître de nouvelles inégalités contre lesquelles de nouveaux asservissements seront préférés. Et ainsi de suite, la boucle étant bouclée, et les démocraties se trouvant

3.  Tocqueville, A. de, L’Ancien Régime et la Révolution, cit., p. 93. 4.  Il faudrait même écrire “les despotismes”, et parmi eux, celui de l’opinion et de sa forme contemporaine: le “politiquement correct”.


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soumises à cette oscillation sans fin se traduisant par des “convulsions” ininterrompues. Voilà le moteur interne des démocraties modernes, autrement plus pertinent pour rendre compte de leurs développements historiques que l’appareil mouvant de leurs appareils institutionnels. Mais que devient un moteur sans carburant pour l’alimenter? Si l’équilibre final des démocraties combine à la fois un standard de vie commun au plus grand nombre et un despotisme dont il s’accommode, le sens de l’Histoire lui-même s’affadit, car “la liberté seule, au contraire, peut combattre efficacement, dans ces sortes de société, les vices qui leur sont naturels et les retenir sur la pente où elles glissent. Il n’y a qu’elle en effet qui puisse retirer les citoyens de l’isolement dans lequel l’indépendance même de leur condition les fait vivre, pour se contraindre à se rapprocher les uns des autres, qui les réchauffe et les réunisse chaque jour par la nécessité de s’entendre, de se persuader et de se complaire mutuellement dans la pratique d’affaires communes (...) seule elle substitue de temps à autre à l’amour du bien-être des passions plus énergiques et plus hautes, fournit à l’ambition des objets plus grands que l’acquisition des richesses, et crée la lumière qui permet de voir et de juger les vices et les vertus des hommes” 5. Comment alors combler cette carence, et dénouer cette association perverse entre la tendance à l’égalité, et celle non moins agissante, au despotisme? 2.  L’Anti-thèse élitiste: condition de la liberté ou condition  de la société? La conviction de Tocqueville, noble de naissance, et peut-être aussi sa nostalgie, c’est que l’aristocratie est le véritable antidote à tous les despotismes: “Ce qui contribuait le plus à assurer l’indépendance des particuliers dans les siècles aristocratiques, c’est que le souverain ne se chargeait pas, seul, de gouverner et d’administrer les citoyens; il était obligé de laisser en partie ce soin aux membres de l’aristocratie; de telle sorte que le pouvoir social, étant toujours divisé, ne pesait jamais tout entier et de la même manière sur chaque homme”. Ou encore: “Les pays aristocratiques sont remplis de particuliers riches et influents, qui ne savent se suffire à eux-mêmes, et qu’on n’opprime pas

5.  Tocqueville, A. de, L’Ancien Régime et la Révolution, cit., p. 94.


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aisément ni en secret; et ceux-là maintiennent le pouvoir dans des habitudes de modération et de retenue” 6. Convaincu que la fin des aristocraties est inéluctable, Tocqueville propose alors d’en reconstruire artificiellement les avantages au moyen de l’association, capable, selon lui de transformer les simples citoyens en “personnes aristocratiques”. “Je crois fermement qu’on ne saurait fonder de nouveau, dans le monde, une aristocratie; mais je pense que les simples citoyens, en s’associant, peuvent y constituer des êtres très opulents, très influents et très forts, en un mot des personnes aristocratiques (...) Une association politique, industrielle, commerciale ou même scientifique ou littéraire, est un citoyen éclairé et puissant qu’on ne saurait plier à volonté ni opprimer dans l’ombre, et qui, en défendant ses droits particuliers contre les exigences du pouvoir, sauve les libertés communes” 7. Cette vision, marquée par l’extrême centralisation française, issue directement de l’absolutisme de l’Ancien Régime, repose sur une sensibilité exacerbée au despotisme que les soubresauts politiques du début du XIXème siècle rendent bien compréhensibles. Mais elle pose des interrogations, à la fois théoriques et pratiques, qu’un détour par l’Espagne intellectuelle du début du XXème siècle permet de nourrir, sans doute utilement. La première question est celle posée par la condamnation définitive de l’aristocratie: pour Tocqueville, l’avènement des démocraties se fait contre une aristocratie française que le pouvoir royal n’a cessé d’asservir, d’opposer à une bourgeoisie conquérante et bientôt capable de la remplacer dans ses fonctions administratives et économiques, de sorte qu’au XVIIIème siècle, la noblesse se crispe sur des avantages symboliques et d’autant plus insupportables qu’ils ne correspondent plus à la réalité sociale, qui a échappé depuis des lustres au système féodal. La “réaction nobiliaire”, qui précède de peu la Révolution, est pour lui l’expression caractéristique d’une classe sociale qui s’est peu à peu transformée en caste, et dont les privilèges surannés exacerbent les tensions sociales et les ardeurs révolutionnaires. L’abolition des privilèges, le 4 août 1789, n’a même pas besoin d’être arrachée à une noblesse vacillante. Elle est “consentie” par ses représentants, comme pour faire place nette dans un grenier encombré de vieux objets. Les droits de la noblesse sont abolis, pour faire place, quinze jours plus tard à ceux de l’Homme et du Citoyen, comme par symétrie,

6.  Tocqueville, A. de, De la Démocratie en Amérique, cit., t. 2, IV, p. 7. 7.  Ibid.


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comme par mimétisme. Les droits de l’homme remplacent ceux de la noblesse: s’agit-il d’un élargissement de la reconnaissance sociale au plus grand nombre, par souci d’égalité ou d’une rupture annonçant des âges véritablement nouveaux? Le débat n’est pas clos et la réapparition de lignées quasi-aristocratiques aux Etats Unis, tels que les Kennedy ou les Bush, oblige à nuancer l’incompatibilité radicale entre démocratie et aristocratie, telle que la concevait Tocqueville. La même remarque vaut également pour les sociétés européennes qui, contrairement aux voeux de Robespierre, n’ont pas éradiqué l’esprit aristocratique: elles ont reconstitué des élites administratives, économiques, médiatiques, sportives, multipliant le registre des différences tout en s’en défendant, mais avec la complicité du plus grand nombre. Qui ne rêve, aujourd’hui comme toujours, de se distinguer de son voisin par des statuts privilégiés, des appartenances prestigieuses, et toutes autres sortes de vanités? Ces hiérarchies multiples ne suffisent sans doute pas à remplacer une aristocratie, mais elles s’avèrent indispensables à l’hégémonie de l’individu qui passe par la satisfaction de son ego et la “reconnaissance sociale” qu’il persiste à revendiquer. Par un cheminement totalement opposé à celui de Tocqueville, un penseur également visionnaire, tel José Ortega y Gasset, dans “l’Espagne invertébrée”, prend une position radicalement inverse: “En suma: donde no hay una minoria que actua sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoria, no hay sociedad, o se esta muy cerca de que no la haya” 8. (En somme: là où il n’y a pas une minorité qui agit sur une masse collective et une masse qui sait accepter l’influence d’une minorité, il n’y a pas de société, ou on est très près qu’il n’y en est pas). Ou encore: “Resulta completamente ocioso discutir si una sociedad debe ser o no debe ser constituida con la intervencion de una aristocracia. La cuestion esta resuelta desde el primer dia de la historia humana: un sociedad sin aristocracia, sin minoria egregia, no es una sociedad” 9. (Il est complètement oiseux de se demander si une société doit ou ne doit pas être constituée avec l’intervention d’une aristocratie. La question est résolue depuis le premier jour de l’histoire humaine: une société sans aristocratie, sans minorité regroupée, n’est pas une société.) Jugement sans appel qui conforte les analyses du penseur de la complexité espagnole, qui détecte

8.  Ortega y Gasset, José, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos historicos, Coleccion Austral, Espasa, Madrid, 2000. 9.  Ortega y Gasset, José, España invertebrada, cit., p. 99.


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dans la faiblesse de la féodalité, à travers l’Espagne du Moyen-Age, la cause essentielle de son impuissance à se constituer en nation véritable. Dans ces conditions, le débat sur la démocratie et les droits de l’Homme est tranché d’avance: si la démocratie l’emporte sur l’aristocratie, il n’y plus de société, autre manière d’annoncer la situation contemporaine où les individus isolés, titulaires de droits, souverains et maîtres d’eux-mêmes, ne “font plus société”, mais restent intégrés à une organisation sociale tatillonne et précise. Les divergences entre ces deux analyses, aussi différentes, pourraient bien trouver un point d’accord au travers de l’idée nationale, qui demeure un cadre de pensée commune aux deux auteurs. 3.  La synthèse nationale: remède ou menace? Tocqueville, comme Ortega y Gasset, raisonnent tous deux à l’âge des nations: pour le premier, c’est à la nation qu’incombe de porter la démocratie, de la promouvoir, d’en corriger les excès; pour le second, c’est le déficit de nation qui empêche l’Espagne et les Espagnols de connaître les progrès des autres peuples européens. Pourtant, par des chemins différents, France et Espagne sont toutes deux rentrées désormais dans l’âge des Droits de l’Homme et de l’individu souverain, qui tendent à dissoudre la société, ainsi que la nation qui était jusqu’à présent son medium dominant. On n’est pas loin d’une opposition dialectique entre “Droits de l’Homme” et sentiment national, les premiers apparaissant souvent comme le rempart contre les excès du second. C’est ce qu’explicite Miguel de Unamuno de manière paradoxale: “Yo sé que en mi nativa tierra vasca, por ejemplo, y lo mismo en Cataluña, en Galicia, en Andalucia, o en otra region española cualquiera, ha de ser el Poder publico de la nacion española –llamasele, si se quiere, Estado español– el que ha de proteger la libertad del ciudadano español, sea o no nativo de la region en que habite y esté radicado en ella, contra las intrusiones del espiritu particularista, del ‘estadillo’ a que tende la region” 10. (Je sais que dans ma terre basque natale, par exemple, et de même en Catalogne, en Galice, en Andalousie, ou en quelque autre région espagnole, est nécessaire le Pouvoir public de la nation espagnole –appelons le, si on veut, Etat espagnol– pour protéger la liberté du citoyen espagnol, qu’il soit ou non natif de la région où 10.  Unamuno, Miguel de, El porvenir des España y de los Españoles. Individuo y Estado, Colección Austral, Espasa, Madrid, 1973, p. 205.


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il habite et où il est établi, contre les intrusions de l’esprit particulariste, du “petit Etat” auquel aspire la région).

Ainsi, pour Unamuno, les Droits de l’Homme s’interposent face à l’emprise des “nations”: le recours au pouvoir central apparaît comme leur garantie au profit du citoyen. L’âge des nations peut se poursuivre (comme dans l’Espagne contemporaine), c’est finalement la “liberté du citoyen” qui sera l’arbitre des rivalités nationales, contre les convulsions séparatistes et les luttes de pouvoir. La Constitution espagnole de 1978, en créant un équilibre fragile mais évolutif entre pouvoir central et pouvoir régional, semble faire confiance à cette tendance lourde. Mais l’opposition dialectique que nous avons mentionnée ne sert pas qu’à illustrer l’assertion du grand philosophe, elle peut servir à réconcilier les explications aussi contrastées qui opposent Tocqueville et Ortega y Gasset, explications qu’il faut bien réunir puisqu’elles aboutissent dans les deux cas à un Etat démocratique. Il est en effet singulier de constater que l’objectif démocratique finit par l’emporter, en France et en Espagne, par des voies aussi différentes. En dépassant l’étape nationale, en France; en s’y appesantissant en Espagne. L’association, en France, des droits de l’Homme, de la Démocratie, de la souveraineté nationale, puis leur mise en mouvement par l’histoire révolutionnaire, faisaient dire à Clémenceau: “La révolution française est un bloc”. En dépit des nuances apportées par les historiens contemporains, la Révolution française est un tout, qui ne peut se comprendre si on en détache les éléments. Et ce “tout” s’affirme et se dévoile dans une opposition frontale et violente contre les institutions de l’Ancien régime. Les droits de l’Homme n’échappent pas à cette genèse dialectique: ils sont une revendication contre les privilèges issus de la féodalité qu’il s’agit de dissoudre en les étendant au plus grand nombre; de même qu’il convient de donner la figure la plus générale et la plus commune au nouveau titulaire de ces droits. Le “personnage”, création sociale par excellence, qui en est issu, c’est l’Homme, notion universelle s’il en est, auquel peut s’identifier tout un chacun, au risque que ce référent demeure une abstraction incertaine et indéfinie. Les autres constructions révolutionnaires –la nation, le peuple, l’intérêt général (...)– n’échappent pas à cette épuration conceptuelle qui s’éloigne de l’homme concret, “situé”, qui est renvoyé à des définitions catégorielles et momentanées. Tant que ces concepts apparaissent comme des projets de remplacement d’une situation dont ils révèlent la nature insupportable, ils conservent leur force de ralliement: c’est en cela qu’ils nourrissent la force et la brutalité des idéologies ré-


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volutionnaires. Il s’agit alors de combler la distance entre les concepts et la réalité, d’accoucher du “monde nouveau”, le plus souvent dans la douleur. La dialectique opposant la nation souveraine à la monarchie de droit divin, la démocratie à l’aristocratie, les Droits de l’Homme pour tous aux privilèges et distinctions de la société d’ordres, ou, plus tard la conscience prolétarienne contre l’exploitation capitaliste, fournit les clefs de la puissance d’attraction et d’efficacité de l’idéal révolutionnaire. Mais un autre point commun rassemble les notions issues de la rupture révolutionnaire, c’est leur caractère non établi, virtuel, inatteignable dans l’absolu, qui les entretient dans un statut de projet permanent, toujours à construire. C’est le cas de la démocratie politique oscillant en France entre l’autoritarisme (qui la met entre parenthèse) et le parlementarisme (qui la livre à l’impuissance), mais c’est aussi le cas du fait national qu’ Ortega y Gasset caractérise avec cette formule brillante: “Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana” 11 (Les nations se forment et vivent en ayant un programme pour demain). Et la même loi peut s’appliquer aussi aux Droits de l’Homme: c’est quand un régime est autoritaire, quand les libertés publiques sont suspendues, que les droits de l’Homme reprennent toute leur importance, parce qu’ils sont vivifiés par ce moteur dialectique. Est-ce que la transition démocratique espagnole faisant suite à la disparition du régime franquiste n’a pas répondu à ce schéma? Ceci signifie aussi que, si les concepts de la Révolution Française forment un tout indissociable, dont la réunion a fourni le mélange explosif capable de la rupture historique de 1789, rien n’empêche à certaines parts de son héritage de “vivre leur vie”, pour ainsi dire séparément, chaque abstraction rencontrant à des degrés divers la diversité des peuples et de leurs situations historiques. C’est ainsi que le concept national, tout en connaissant des degrés d’accomplissement aussi différents en France et en Espagne, a pu donner naissance à des démocraties somme toutes comparables par leur égale soumission au respect des Droits de l’Homme. Si la dialectique, mais aussi la permanence du projet, sont les deux conditions structurelles de la vivacité démocratique, que se passe-t-il quand ces conditions viennent à manquer? Quand les “obscurantismes” sont enfin vaincus, quand il n’existe plus d’ennemis aux frontières ou à l’intérieur, quand des classes moyennes majoritaires permettent de penser que la démocratie sociale est atteinte, le

11.  Ortega y Gasset, José, España invertebrada, cit., p. 32.


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moteur de la dialectique tend à s’épuiser. Et comment se donner “un programme pour demain”, quand les promesses de la Démocratie sont globalement atteintes? Pourtant les évènements de 1968 en France sont le fait “d’enfants gâtés”, de “fils de riches” (les étudiants), et ils sont récusés par la majorité d’une population qui vient d’accéder aux standards confortables de la société de consommation. Par là-même, les droits de l’Homme depuis 68 sont portés par des “minorités agissantes”, par des fabriquant d’opinion; ils ne correspondent pas à une aspiration profonde du peuple, ils sont instillés plus que proclamés, ils convertissent le sentiment général en passant par la petite porte. Comme le remarque Pierre Manent, cette élite idéologique est formée par les “amis immodérés de la démocratie”, tandis que Philippe Bénéton 12 pose une utile question: “L’homme démocratique n’est-il pas davantage le produit de cette dynamique que son auteur?”. Cela signifierait que nous sommes rentrés dans une nouvelle ère, cette fois non prévue par Tocqueville, et marquée par l’instrumentalisation des droits de l’Homme, qui auraient ainsi perdu leur statut d’idéal social au profit de celui, moins reluisant, de fonds de commerce politique. Il faut, en effet, pour comprendre cette révolte singulière, admettre que les Droits de l’Homme entretiennent avec le pouvoir des relations particulièrement ambiguës, puisqu’ils contiennent en germe la soumission du pouvoir collectif à l’individu désormais souverain, tout en rendant nécessaire un pouvoir fort et incontesté, pour faire respecter les droits individuels. Là encore, Miguel de Unanumo fournit une réponse sans appel: “Es que quien pone sobre todo en el orden civil los llamados derechos individuales, los de la Revolucion francesa, es que el liberal, el neto liberal se opone por ello al Estado? (...) Yo digo que el individuo busca la garantia de sus derechos individuales en el Estado mas extenso posible, a las veces en Poderes internacionales” 13. (Est-ce que celui qui place au dessus de tout l’ordre civil ce que l’on appelle les droits individuels, ceux de la Révolution française, est-ce que le libéral, le pur libéral, s’oppose pour cela à l’Etat? (...) Je dis que l’individu cherche la garantie des ses droits individuels dans l’Etat le plus étendu possible, y compris dans les Pouvoirs internationaux).

12.  Bénéton, Philippe, Introduction à la politique moderne, Hachette, Pluriel, Paris, 1987 p. 244. 13.  Unamuno, Miguel de, El porvenir des España y de los Españoles. Individuo y Estado, cit., p. 204.


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Comment ne pas trouver dans cette affirmation un voisinage avec la pensée de Tocqueville, et une illustration du “paradoxe démocratique”? Ainsi, la croissance du pouvoir, et le despotisme tellement redouté par Tocquevillle, se nourrissent du progrès des droits individuels... jusqu’au moment où les libertés, portées par une élite (désormais introuvable), retrouvent leur force revendicatives. Ce schéma cyclique n‘est cependant pas une fatalité, et “l’espoir démocratique”, restera, selon Tocqueville, un “horizon indépassable”, sous réserve d’en entretenir la substance. Il faudra opposer au despotisme les remparts que constituent des contre-pouvoirs robustes, selon les préconisations de Montesquieu: Associations, collectivités décentralisées, corporations professionnelles. La démocratie s’entretient et se confirme dans un rapport spécifique entre l’individu et le groupe: si le citoyen s’efface devant l’individu, et si l’individu est transformé en miettes (le client, le consommateur, le contribuable, l’électeur, le géniteur, etc.), comment éviter une pulvérisation de l’appartenance collective? Telle est, en effet, la question nouvelle à laquelle Tocqueville n’apporte pas de réponse, tout en pressentant la dilution de la démocratie post-moderne: “Je veux imaginer sous quels traits nouveaux le despotisme pourrait se produire dans le monde; je vois une foule innombrable d’hommes semblables et égaux qui tournent sans repos sur eux-mêmes pour se procurer de petits et vulgaires plaisirs, dont ils emplissent leur âme. Chacun d’eux, retiré à l’écart, est comme étranger à la destinée de tous les autres: ses enfants et ses amis particuliers forment pour lui toute l’espèce humaine; quant au demeurant de ses concitoyens, il est à côté d’eux, mais il ne les voit pas; il les touche et ne les sent point; il n’existe qu’en lui-même et pour lui seul, et, s’il lui reste encore une famille, on peut dire du moins qu’il n’a plus de patrie. Au dessus de ceux-là s’élève un pouvoir immense et tutélaire, qui se charge seul d’assurer leur jouissance et de veiller sur leur sort. Il est absolu, détaillé, régulier, prévoyant et doux” 14. Ce tableau effrayant, décrit il y a presque deux siècles, est d’une vérité saisissante: les sociétés occidentales ne rentrent-elles pas dans ce tableau qui met en évidence un homme seul, sans espace public pour se mouvoir, et où la démocratie s’étiole faute d’objet? Le triomphe de l’autonomie individuelle, séparée du social, va jusqu’à faire disparaître l’exigence dé-

14.  Tocqueville, A. de, De la Démocratie en Amérique, cit., t. 2, IV, p. 6.


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mocratique. Et tous les domaines sont atteints: on ne s’étonne plus d’appliquer des normes environnementales sans légitimité démocratique, on ne se révolte plus lorsque le pouvoir déserte les organisations 15 élues –ou les contourne– au profit d’un cercle étroit de dirigeants, et l’incarnation de l’intérêt commun à travers l’institution ne fonctionne plus. Pourtant, cette nouvelle exclusion du “tout”, qui entraîne avec elle le soupçon généralisé à l’égard de toute autorité instituée, ce recentrage sur “l’autonomie individuelle”, débouchent sur le relativisme, le nihilisme, et l’étroitesse des relations sociales. Ces tendances consacrent, d’une certaine manière, l’accomplissement des promesses des Droits de l’Homme, à la fois regrettés et défendus quand ils sont menacés, et décevants quand ils sont réalisés. Comme si les origines chrétiennes des Droits de l’Homme s’étaient dissipées au fur et à mesure de leur épanouissement, qui doit plus à leurs combats séculiers, qu’à la fidélité à leur source spirituelle. Cette ambivalence explique peut-être le changement spectaculaire du jugement de l’Eglise à leur égard: Pie VII, et à sa suite tous les papes du XIX°, ont combattu sans relâche l’idéologie des Droits de l’Homme, perçus comme une opposition aux “Droits de Dieu”. A l’inverse, le pape Jean Paul II, plus sensible à leur efficacité contre les pouvoirs totalitaires, les a réhabilité, au nom de la dignité de l’Homme, fondée sur son statut de créature à l’image de Dieu. Mais cette dislocation inattendue entre les valeurs sociales et politiques et leurs simples données historiques ne touchent pas que les Droits de L’Homme. Tous les espaces publics européens “ont du mal” avec leur histoire depuis qu’ils ont abandonné la lecture judéo-chrétienne du passé à laquelle l’Alliance et la Providence fournissaient une cohérence de fond, nonobstant les passions interprétatives qu’elles pouvaient déchaîner. La laïcité rendant inacceptable cette vision, l’idéologie “droits de l’hommiste” n’a d’autre choix que de tuer deux fois la religion chrétienne: en s’affirmant, d’abord, contre elle, et en déniant toute racine chrétienne à sa propre réalité (de même qu’à l’Europe, en général). La seconde mort n’est-elle pas celle de la mémoire? On peut s’insurger contre de telles contre-vérités, qui n’en sont pas moins de véritables péchés contre l’esprit. Mais la vérité n’a jamais été le propre des Pouvoirs: s’ils s’acharnent avec une telle mauvaise foi à couper les idéo-

15.  Cette tendance touche toutes les organisations collectives, qu’elles soient associatives, économiques, syndicales... et politiques bien sûr.


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logies en vigueur de tout lien avec leur creuset chrétien, c’est pour mieux les isoler de leurs ferments de contre-pouvoir. Car la religion chrétienne est surtout dangereuse parce qu’elle inocule l’esprit de liberté, comme le saisit, là, encore avec clairvoyance, A. de Tocqueville: “Quand la religion est détruite chez un peuple, le doute s’empare des portions les plus hautes de l’intelligence, et paralyse à moitié toutes les autres (...) Un tel état ne peut que perturber les âmes: il détruit les ressorts de la volonté et prépare les citoyens à la servitude. Il en résulte alors que non seulement les citoyens se laissent arracher la liberté, mais qu’ils la livrent simplement” 16. Il faudrait donc convaincre nos contemporains qu’il existe une véritable cohérence entre le Christianisme, les Droits de l’Homme, et la... Démocratie: refaire le chemin inverse des deux siècles qui nous séparent de la Révolution française... Cette synthèse, possible avec le recul des temps modernes, mettrait en évidence la valeur sociale et politique de la religion chrétienne, qu’il serait bon de faire savourer aux tenants de l’opposition irréductible entre Etat et religion. Pour Tocqueville, témoin d’une France déchristianisée, la religion est l’alliée profonde de la démocratie. L’exemple américain lui prouve qu’elle n’est pas liberticide, et comme le remarque Jean Patrice Lacam 17, “Contre l’anarchie, ‘la religion empêche le peuple de tout concevoir et de tout oser’. Contre la tyrannie d’un homme ou d’une majorité, elle impose des limites au souverain et évite aux gouvernés de se jeter dans les bras d’un tyran, étant déjà dans les bras de Dieu. Contre le despotisme mou de l’Etat-Providence, elle combat le matérialisme et l’individualisme parce qu’elle élève l’âme et prêche le souci des autres”. Ce beau programme reste toujours à méditer, et la “laïcité positive” qui agite l’opinion française à l’occasion du voyage du Pape Benoît XVI est peut-être l’amorce d’une réhabilitation de la religion, après de longs malentendus... La démocratie, comme nous venons de le montrer, aurait tout à y gagner. Bibliographie Bénéton, Philippe, Introduction à la politique moderne, Hachette, Pluriel, Paris, 1987, p. 244.

16.  Tocqueville, A. de. La democracia en America, Orbis, Barcelona, 1995. 17.  Lacam, Jean Patrice (Université Bordeaux 4), “Tocqueville, pédagogue de la démocratie libérale”, Écoflash, n°107 (avril 1996).


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Lacam, Jean Patrice (Université Bordeaux 4), “Tocqueville, pédagogue de la démocratie libérale”, Écoflash, n. 107 (avril 1996). Llano Alonso, F.H., Castro Sáenz, A. (eds.), Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tebar, Madrid, 2005. Maestre, Agapito, “Christianismo y democracia”, Debate actual, n°5 (noviembre 2007), pp. 30-36. Manent, P., Tocqueville et la nature de la démocratie, Julliard, 1982. Ortega y Gasset, José, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos historicos, Coleccion Austral, Espasa, Madrid, 2000. — La rebellion de las masas, Espasa-Calpe, Madrid, 2005. Sánchez Camara, I., La teoría de la minoría selecta en el pensamiento de Ortega y Gasset, Technos, Madrid, 1986. Tocqueville, A. de, De la Démocratie en Amérique, GF Flammarion, Paris, 1981, t. 2, p. 120. — L’Ancien Régime et la Révolution, GF Flammarion, Paris, 1988, p. 298. Unamuno, Miguel de, El porvenir de España y de los Españoles. Individuo y Estado, Colleccion Austral, Espasa, Madrid, 1973, p. 205.



UN DOBLE, Y ÚNICO, ANIVERSARIO: EL NUESTRO A propósito de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y Mayo del 68* Aurelio de Prada

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” “sed realistas, pedid lo imposible” Abstract: From the different senses of the term “anniversary” and from the commemoration of the 60th anniversary of the Universal Declaration of Human Rights and of the 40th anniversary of the May of 1968, this article analyses which one of those senses must be applied to these events. The investigation concludes that both are included in the same historical dynamic process, where we are the main actors. Therefore is a double and unique anniversary, which, besides, is “our” anniversary. Sumario: 1. Introducción; 2. La Declaración Universal de los Derechos Humanos; 3­ . Mayo del 68; 4. A modo de conclusión. Un doble, y único, aniversario: el nuestro.

1.  Introducción Contra lo que pudiera pensarse el término “aniversario” no es unívoco sino que tiene diferentes sentidos más o menos interrelacionados que permiten diversos juegos semánticos. Ciertamente con él suele designarse, ante todo, el día en que se cumplen años de algún suceso especialmente relevante y, por traslación, un período más amplio como el mes o incluso todo un año en el que, valga la redundancia, se cumplen años de algún *  Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación titulado “Los derechos humanos en la era de la interculturalidad”, DER2008-06063-JURI, financiado por el MEC y cuyo investigador principal es el prof. Andrés. Ollero.

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acontecimiento trascendente. Y así, por ejemplo y sin ir más lejos, este año es el del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada el 10 de diciembre de 1948, y también el del cuadragésimo aniversario de los sucesos de Mayo del 68. Ahora bien esa designación puede ser abierta o cerrada, aún operante o ya conclusa, según que el suceso siga actuante o no, según tenga aún virtualidad presente o no. Dicho de forma más personal, con el término aniversario se puede aludir tanto al del día del nacimiento, al del día que inaugura un decurso vital que, por lo mismo, permite sucesivos aniversarios, cuanto al del que los hace imposibles, el de la muerte, el aniversario del día en que ese decurso vital concluye. Desde luego estos dos sentidos guardan evidente interrelación pues el surgimiento/nacimiento de algo implica necesariamente su acabamiento/ muerte y viceversa, pudiendo incluso yuxtaponerse, cuando el nacimiento y la muerte son simultáneos o se suceden en un lapso temporal reducido. Sin embargo, tienen implicaciones muy diferentes. Y en efecto, el primero de ellos es dinámico. Se inscribe en un proceso del que se es más o menos consciente y del que cabe realizar balances periódicos a la vista de lo ya hecho y del tiempo previsiblemente restante; a la vista, si se quiere, de los aniversarios aún previsiblemente disponibles. Por el contrario, el segundo de los sentidos es estático y el balance realizable, en su caso, no sólo resulta más o menos definitivo sino que no puede ser hecho más que por alguien diferente del sujeto del aniversario. Como se sigue de lo anterior, tales sentidos del término no sólo se aplican al decurso vital individual o personal, al nacimiento y muerte individuales, sino también a acontecimientos en los que intervienen dos personas, como el matrimonio, y también a acontecimientos colectivos o impersonales, como, por volver al ejemplo ya utilizado, los de la Declaración de los Derechos Humanos y el Mayo del 68 cuyo doble aniversario se cumple, al parecer, este año. ”Al parecer” decimos y decimos bien, pues puede que no quepa hablar de “doble aniversario” toda vez que, quizás, ambos aniversarios no pueden equipararse y el término ha de usarse en sentidos diferentes, como inicio, como conclusión o como inicio y conclusión. Y en efecto, cabe que uno de esos aniversarios lo sea de un decurso vital personal aún en marcha o de un proceso histórico aún vivo 1 a los que se suma un año más y que, por ello 1.  Por servirnos del título de una de las obras de Palacios Bañuelos, L., Historia viva. Apuntes desde el presente, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 1993.


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mismo, admite balances de lo ya realizado y de lo que queda por realizar. Y asimismo cabe que el otro aniversario corresponda a un decurso vital ya cerrado o a un suceso colectivo cuyo momento de defunción se conmemora un año más y cuyo balance, nunca definitivo, es realizado por alguien diferente a su/s protagonista/s. Por lo mismo cabe también que se trate de, por así decirlo, un doble aniversario, caso de que ambos aniversarios lo sean de procesos aún actuantes, aún en marcha y también caso que lo sean de procesos ya cerrados y conclusos. Más aún, cabe también que se trate de “un doble aniversario” no en el sentido recién apuntado sino en el de que quizás ambos aniversarios lo sean de momentos de un mismo proceso aún actuante con lo que en puridad estaríamos ante un único doble aniversario. Único, y doble aniversario, que, por lo mismo, también podría serlo de sucesos ya conclusos, sin virtualidad presente alguna. Así las cosas, parece más que oportuno indagar cuál es el auténtico estatus de tales aniversarios, si lo son de nacimiento o/y muerte, de inicio o/y conclusión, si se trata de un doble o un único aniversario... y ello tanto más cuanto que la cuestión afecta a nuestro horizonte de praxis, a nuestra propia comprensión histórica 2. En efecto, puede que lo que en realidad celebramos sea, de algún modo, “nuestro” propio aniversario: el de un sujeto colectivo, en el que nos integramos, aún actuante y que realiza balance de lo ya realizado y de lo que queda por hacer. Y puede también que seamos “meros” historiadores, meros fedatarios que testifican, un año más, la muerte, el fin de procesos ya conclusos, realizando, en su caso, un balance desde nuestra perspectiva histórica, desde el momento mismo en que conmemoramos tales aniversarios. 2.  La Declaración Universal de los Derechos Humanos Con todo lo anterior, resulta más que evidente que nuestra tarea ha de comenzar indagando qué tipo de aniversario es el de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH). Y es que si vamos a esclarecer cuál de los sentidos del término aniversario cabe aplicar a esos aconteci2.  “...forma parte de la verdadera comprensión el recuperar los conceptos de un pasado histórico de manera que contengan al mismo tiempo nuestro propio concebir. Es lo que antes hemos llamado fusión de horizontes”. Gadamer, H. G., Verdad y método. Vol. 1, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 453. Trad. de A. A. Aparicio y R. de Agapito


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mientos y, de paso, cuál es nuestro papel –si protagonistas o meros historiadores–, parece obvio que hemos de empezar por el más antiguo para, en su momento, comprobar si hay o no trazas de él en el más reciente y si, en su caso, hemos de extender nuestra, por así llamarla, “identidad colectiva” aún más en el tiempo. Yendo a ello no parece preciso gastar muchas palabras para demostrar que la aprobación el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas de la DUDH, por 48 votos a favor, 10 abstenciones y ningún voto en contra por parte de los 58 Estados que participaban en ese momento en dicha Organización, constituye un suceso especialmente relevante, un acontecimiento trascendente digno por ello mismo de aniversario. Y en efecto, parece haber acuerdo general en que, tanto desde un punto de vista formal como desde uno material, se trata de un suceso especialmente trascendente, inaugural, en cuanto que viene a romper con todo lo anterior. Formalmente, si es que así puede hablarse, al ser “el primer documento relativo a los derechos humanos elaborado por una Organización internacional” 3,

quebrándose así el modo en que hasta entonces se había planteado el tema del reconocimiento de los derechos humanos: en el interior de los estados. La DUDH supone, pues, una auténtica ruptura, una revolución frente a los anteriores textos –españoles, ingleses, americanos, franceses...–, que no sólo no se referían a las relaciones entre estados sino que ni siquiera pretendían hacerlo 4. También desde un punto de vista material, si es que, de nuevo, así puede hablarse, parece haber acuerdo general en que la DUDH constituye un suceso trascendente, revolucionario, en cuanto que es: “el primer texto jurídico-internacional que formula un catálogo omnicomprensivo de derechos humanos, el cual debe valer universalmente, es decir, para todos los hombres de la Tierra” 5,

3.  Cassese, A., Los derechos humanos en el mundo contemporáneo, Ariel, Barcelona, 1993, p. 53. 4.  Imbert, P. H., “Los derechos humanos en la actualidad”, en Pérez Luño, A.E. (coord.), Derechos humanos y constitucionalismo ante el tercer milenio, Marcial Pons, Madrid, 1996, p. 73. 5.  Sommermann, K. P., “El desarrollo de los Derechos Humanos desde la Declaración Universal de 1948”, Pérez Luño, A.E. (coord.), Derechos Humanos y Constitucionalismo ante el tercer milenio. Marcial Pons, Madrid, 1996, p. 98.


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lo cual, como es bien sabido, comporta: “...que el único requisito para la titularidad de los derechos humanos es la condición de ser humano. Si los derechos humanos son efectivamente universales para ser titular de tales derechos no puede exigirse ningún requisito particular, además de la condición de miembro de la especie humana; la titularidad y la garantía de tales derechos es completamente independiente de las situaciones y circunstancias en que los seres humanos vivan y de las posiciones jurídicas que eventualmente desempeñen. Cualesquiera que sean tales circunstancias, situaciones o posiciones jurídicas, todo ser humano, por el mero hecho de su pertenencia a la especie biológica ‘homo sapiens’, es titular de derechos humanos” 6.

La DUDH constituye, pues, un suceso especialmente trascendente, inau­gural y por ello, digno de homenaje, de aniversario pero no en el sentido conclusivo –de inicio y conclusión cuasi-simultáneos–, a que más arriba nos referíamos sino en el correspondiente al inicio de una dinámica vital, al comienzo de un proceso histórico. Y en efecto, al autoproclamarse como “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse”, la DUDH viene a ser, también según acuerdo prácticamente general, “el comienzo de un largo proceso del que no estamos en condiciones de ver todavía la realización final... un punto de partida hacia una meta progresiva” 7, “el primer paso” de una larga marcha hacia la “civilización de la dignidad humana” 8. Un punto de partida que consecuentemente permite aniversarios posteriores con sus correspondientes balances. Y así cabe constatar que periódicamente, y aún más con ocasión de aniversarios especialmente calificados como este sexagésimo que nos ocupa, se realizan tales balances, bien por parte de organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos humanos 9,

6.  Martinez Pujalte, A. L., “La universalidad de los derechos humanos y la noción constitucional de persona”, en Justicia, Solidaridad, Paz. Estudios en homenaje al Profesor José María Rojo Sanz, Quiles, Valencia, 1995, p. 264. 7.  Bobbio, N., “Presente y porvenir de los derechos humanos”, en El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid, 1991, pp. 70 y 71. Trad. R. de Asís. 8.  Marin Castan, M. L., “La Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948: ¿Nuevo Derecho Natural de la Humanidad?”, en AA.VV., La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su 50 aniversario, CIEP, Bosch, Barcelona,1998, pp. 151 y 152. 9.  Por ejemplo, el volumen elaborado con ocasión del 50 aniversario de la DUDH por la Asociación Pro Derechos Humanos, bajo el título 50 años de Derechos Humanos, Ed. Fundamentos, Madrid, 2000.


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bien por la propia comunidad científica, por los especialistas académicos en derechos humanos 10. Especialistas académicos, por cierto, que, en este punto, parecen tener no un mero propósito interpretativo, sino también constructivo 11, por no decir directamente activista y militante. Y es que esos balances académicos suelen considerarse por sus autores, explícitamente, como una suerte de “examen de conciencia colectivo”: “Al concebir la realización de esta obra colectiva en homenaje a la DUDH nos hemos propuesto realizar un análisis, una reflexión, y si se quiere, un examen de conciencia colectiva, para poder ofrecer un balance que permita saber dónde estamos, cuáles han sido los progresos consolidados y formular en su consecuencia nuevas iniciativas, denunciar corruptelas y rectificar caminos que no dan los frutos adecuados en esta empresa universal que es la conquista de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad” 12.

Así las cosas parece más que evidente cuál es el sentido del término aniversario aplicable a los de la DUDH: el correspondiente a un suceso que supone el inicio de un proceso histórico que no sólo permite sino que exige balances periódicos de lo ya conseguido y de lo que aún resta por conseguir. Y por lo mismo parece también claro que no se trata de un aniversario impersonal sino de un aniversario colectivo. El aniversario, si se quiere, de un sujeto histórico colectivo que tras conseguir que se haya aprobado la DUDH asume como propia esa “empresa universal que es la conquista de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad” a que acaba de aludirse. Un sujeto histórico colectivo en el que, por supuesto, nos incluimos. Y es que, en efecto, no sólo suscribimos las palabras de Ihering, cuando afirmaba que todo hombre tiene el deber de luchar por el derecho 13, no sólo hacemos nuestro a título individual ese esfuerzo que la DUDH, al auto-

10.  También a título de ejemplo, el volumen colectivo a que se alude en la nota 9. 11.  Por decirlo en los términos de Domingo Osle, R., ¿Qué es el Derecho global?, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2008, p. 24. 12.  Balado, M., “Libertad, igualdad y fraternidad”, en La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su 50 aniversario, cit., p. 20. 13.  ”No, no basta para que el derecho y la justicia florezcan en un país, que el juez esté dispuesto siempre a ceñir la toga, y que la policía esté dispuesta a desplegar sus agentes; es preciso aún que cada uno contribuya por su parte a esta grande obra, porque todo hombre tiene el deber de pisotear, cuando llega la ocasión la cabeza de esa víbora que se llama la arbitrariedad y la ilegalidad”: Ihering, R. von, La lucha por el derecho, Cívitas, Madrid, 1985, p. 101. Trad. A. Posada.


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proclamarse “ideal común”, reclamaba a todos los pueblos y naciones sino que en este mismo momento, sin ir más lejos, participamos en una obra de balance de la DUDH con ese mismo espíritu si no cuasi religioso, sí al menos militante que hace que este sexagésimo aniversario de la DUDH sea también “nuestro” aniversario. Y así, también nosotros hacemos “examen de conciencia”. Hacemos balance de lo ya conseguido y de lo que queda por conseguir en este 60 aniversario de la DUDH, en este “nuestro” aniversario. Un balance que tiene claros aspectos positivos, claras ganancias, como la constatación de que la DUDH ha sentado las bases “para todo el ulterior desarrollo de la actividad de las Naciones Unidas relativa a los derechos humanos recogiendo un catálogo de derechos mínimos como expresión de la conciencia jurídica de la Comunidad Internacional” 14. Y asimismo la de que se ha convertido en expresión de la conciencia jurídica de la humanidad 15, situando los derechos humanos en el centro del debate planetario 16. Y también la de que “se ha convertido con el paso del tiempo en uno de los parámetros fundamentales con arreglo a los cuales la Comunidad Internacional puede negar legitimidad a determinados estados” 17. Ahora bien y por lo mismo, por esa función potencialmente deslegitimadora de la DUDH, tampoco procede demorarse, aquí y ahora, exponiendo pormenorizadamente algunos de los puntos que acaban de situarse en el haber del balance. Detallando, por ejemplo, los numerosos instrumentos internacionales en los que se ha concretado la DUDH o, también por ejemplo, cómo ha sido recogida por legislaciones nacionales entre las que se encuentra la nuestra, la española 18... Y es que ciertamente, pese a todo lo que acaba de apuntarse, resulta más que difícil obviar que “nuestro examen de conciencia colectivo”, el balance en este sexagésimo aniversario 14.  Cassese, A., Los derechos humanos en el mundo contemporáneo, Ariel, Barcelona 1993 pp. 53 y ss. 15.  Castro Rial, F., “La Declaración Universal como elemento básico del orden internacional”, en La Declaración de..., p. 79. 16.  Culla, J. B., El mundo contemporáneo. Grandes textos y documentos políticos, Círculo de lectores, Barcelona, 2000, p. 258. 17.  Fernandez de Casadevante, C., “El Derecho Internacional de los Derechos Humanos”, en Fernandez de Casadevante, C. (coord.), Derecho Internacional de los Derechos Humanos, Dylex, Madrid, 2007 p. 69. 18.  Así el art. 10.2 según el cual: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas ratificados por España”.


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de la DUDH no sólo no es positivo, sino que resulta claramente negativo, demoledor incluso. Y en efecto, apenas si podemos dejar de atender informes sobre el estado de los derechos humanos en el mundo correspondientes a este año 19. Informes en los que, tras constatarse que: “El derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad es papel mojado en muchos países. En al menos 81 países se infligen torturas o malos tratos a las personas, en 54 se les somete a juicios sin garantías y en 77 no pueden hablar con libertad”,

y que “La injusticia, la desigualdad y la impunidad son hoy las marcas distintivas de nuestro mundo”,

se acaba concluyendo que este sesenta aniversario de la DUDH supone en realidad “los 60 años de fracaso en la defensa de los derechos humanos”,

instándose, en consecuencia, a los gobiernos a “pedir disculpas por su fracaso y a renovar sus compromisos para obrar mejoras concretas”.

Y ciertamente no podemos dejar de relacionar tales informes con el hecho de que este mismo año, en junio de este conmemorativo 2008, se ha celebrado en Roma una Cumbre Internacional sobre “La seguridad alimentaria mundial” con el objetivo, entre otros, de acabar con el “escándalo del hambre”... No podemos dejar de constatar que nada menos que sesenta años después de la proclamación de la DUDH se celebran cumbres que tienen entre sus objetivos, en palabras de un ex relator especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación, tratar de evitar que “muera de hambre un niño de menos de 10 años cada cinco segundos y que 854 millones de personas estén gravemente subalimentadas en el mundo” 20.

19.  Vid. El Mundo (28-05-2008), AI, Informe 2008 “El estado de los derechos humanos en el mundo”. 20.  Entrevista a Jean Ziegler, Le Monde (6-6-2008).


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Por si no bastara con tan demoledor contraste resulta que dicha Cumbre se ha saldado con un “fracaso absoluto” en palabras del mismo ex relator. Y en efecto, al margen de unas vagas conclusiones sin compromisos concretos, no hay resultado alguno, con lo que no ha de extrañar que, en el Día Mundial de la Alimentación, pocos meses después de esa Cumbre, se constate que lejos de disminuir, el número de personas que pasan hambre en el mundo aumenta, de 854 hasta casi mil millones en pocos meses. Casi el 20% de la población mundial 21 pasa hambre en un momento en que además, para acabar de redondear el contraste, se producen “alimentos para el doble”. Todavía más pues, en este mismo año 2008, en este mismo día en que escribimos celebramos otro aniversario. Un aniversario que tampoco podemos dejar de relacionar con el sesenta aniversario de la DUDH. Hoy, primero de noviembre de 2008, celebramos el vigésimo aniversario de la llegada de la primera patera a territorio español; celebramos, al menos, 18.000 muertos entre “aquellos cuya alternativa se reduce a morir de hambre en su país o intentar una nueva vida al otro lado del mar” 22. Pero no es momento de ampliar aún más ese demoledor contraste entre la conmemoración del sesenta aniversario de la DUDH y la situación actual de los derechos humanos, señalando, por ejemplo, que la propia ONU reconoce que los objetivos del milenio de erradicación de la pobreza extrema en el mundo son ya inalcanzables en la fecha inicialmente prevista... Y tampoco procede indagar en sus causas: si el hambre en el mundo se debe hoy por hoy a la especulación, a la actual crisis financiera global o a los biocombustibles... Y mucho menos en cómo hemos de denominar éstos últimos: si biocombustibles o agrocombustibles... No; lo que ahora procede es, ante todo, convenir en la desoladora pero obligada conclusión de que los sesenta años de la DUDH son sólo “60 años de fracaso en la defensa de los derechos humanos” derivando, después, las consecuencias pertinentes en lo que aquí respecta. Y, en efecto, todo lo anterior parece obligar a corregir lo escrito hasta aquí sobre el auténtico estatus de los aniversarios de la DUDH. Aniversarios que difícilmente podrían ya considerarse como los correspondientes a un hecho especialmente trascendente y relevante con virtualidad histórica posterior dado que esa virtualidad desemboca, sesenta años después, en 21.  Resultados de las encuestas realizadas por Sigma Dos en 56 países. Vid. El Mundo (16-10-08). 22.  Vid. El Mundo (1-11-2008).


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el escandaloso, en el demoledor “fracaso” que acaba de ilustrarse. Habría que hablar, pues, no ya del aniversario de un acontecimiento especialmente relevante que permite y, exige, balances periódicos, sino del aniversario de un suceso que, por así decirlo, se agota en sí mismo al no tener efectos hacia el futuro; el aniversario correspondiente a un suceso que se inicia y concluye al mismo tiempo. Podría objetarse, sin embargo, que tal cambio en la consideración de la DUDH, resulta excesivo pues supone obviar tanto el acuerdo casi general que la considera el “primer paso” en “un largo proceso hacia la civilización de la dignidad humana”, cuanto la autoproclamación de la DUDH “como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse”, a los que en su momento se hizo referencia. Condición de primer paso y carácter ideal éstos que, en cuanto tales, llevarían necesariamente a la conclusión de que ese “escandaloso fracaso” a los sesenta años de la su proclamación no es suficiente para privar a la DUDH de su carácter de suceso trascendental y mucho menos para reducirla a suceso importante, sí, pero que se agota en sí mismo sin virtualidad histórica alguna. Y ello tanto más cuanto que, todo lo tímidos y pequeños que se quiera, también parece demostrado que ha habido avances en la defensa de los derechos humanos achacables a la DUDH. A ello habría de contestarse en primer lugar que, desde luego, sesenta años no dejan de ser sesenta años y que, por muy ideal que se autoproclame la DUDH, por muy primer paso de un largísimo proceso que se la considere, son un plazo más que razonable como para que si la DUDH fuera realmente ese suceso trascendental y especialmente relevante que hasta ahora hemos dibujado, hubiera hecho imposible ese escandaloso fracaso al que venimos aludiendo. Con lo cual, resulta obligado negar esa consideración trascendental, especialmente relevante en la que hasta ahora hemos tenido a la DUDH. Sin embargo, y por otra parte, ciertamente ha de convenirse que esos “pequeños avances”, a los que también nosotros hemos hecho alusión, y el mero hecho de la realización de balances periódicos hacen imposible el corolario de la conclusión anterior al que –quizás aturdidos por ese escándalo que tanto nos golpea–, llegábamos: la consideración de la DUDH como un suceso que se agota en sí mismo, sin virtualidad histórica posterior alguna. Con todo lo cual resulta obvio que algo ha fallado en nuestro análisis y hemos de revisarlo buscando un punto intermedio entre la consideración de la DUDH como un suceso trascendental con virtualidad histórica posterior, y la de un suceso que se agota en sí mismo, opciones a lo que ve insostenibles.


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Yendo a ello, parece evidente que despreciamos con excesiva ligereza un dato que ahora se muestra más que revelador: el número de abstenciones que se produjeron en el momento de la votación de la DUDH. Y es que nada menos que 10 de los 58 países que entonces componían la ONU, casi un 20 por ciento, optó por abstenerse. Con lo cual, si ni siquiera en el momento mismo de su proclamación obtuvo la DUDH un apoyo unánime, no ha de extrañar que sesenta años después haya de hablarse de fracaso en la defensa de los derechos humanos. Y no sólo eso, parece también evidente, ahora, que no tuvimos suficientemente en cuenta un hecho crucial que ciertamente debilita al extremo la virtualidad histórica posterior de la DUDH. El hecho de que se trata de eso, de una mera declaración; o, si se quiere decirlo todavía más crudamente, “... una mera Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas desprovista de carácter jurídico vinculante” 23.

Con todo ello no sólo se explica, bien a las claras, ese “fracaso” de la DUDH sesenta años después sino que también resulta obvio nuestro error en el anterior análisis. Y es que, guiados por el acuerdo casi general, dimos por supuesto que la DUDH era el “primer paso” en una larga marcha hacia “la civilización de la dignidad humana” y ahora, gracias a ese escandaloso fracaso, caemos en la cuenta de que difícilmente cabe considerarlo como tal tanto por la ausencia de unanimidad en el momento de su proclamación, cuanto y sobre todo, por su falta de carácter vinculante Dicho a contrario, caemos ahora en la cuenta de que solo cabría considerarlo como primer paso, como momento inaugural, si efectivamente hubiera tenido carácter jurídico vinculante derivado de una decisión cuasi-unánime. Un error, por lo demás, con graves consecuencias en lo que aquí respecta, pues la consideración de “primer paso” llevaba aparejada la de “avance revolucionario”, la de “ruptura radical” con toda la tradición anterior, con todos los textos sobre Derechos Humanos anteriores. Ahora, por el contrario, dado su carácter no vinculante, se sigue que, a lo sumo, se trata de un paso más, de un texto más –todo lo relevante que se quiera, pero uno más–, dentro de la tradición de textos de Derechos Humanos; dentro, si así se quiere decirlo, de la “empresa universal que es la conquista de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad”. 23.  Fernández nos”, cit., p. 69.

de Casadevante,

C., “El Derecho Internacional de los Derechos Huma-


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Y ciertamente no parece que hubiera mayor problema en mostrar que se trata de un paso más –no el primero y, es de esperar, tampoco el último–, en esa “larga marcha hacia la civilización de la dignidad humana”, señalando las semejanzas de la DUDH con otros textos de esa tradición, con otras Declaraciones de Derechos Humanos y, singularmente, con la Declaración Francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Una Declaración con la que tendría en común 24 tanto la necesidad de romper con situaciones que se consideraban injustas mediante la enunciación de un conjunto de principios inherentes a la dignidad de la persona, cuanto el carácter meramente programático, dado que ni los representantes del pueblo francés ni los miembros de la Asamblea General de la ONU, al votar sus respectivos textos, pretendieron poner en vigor una carta de derecho positivo con eficacia jurídica directa, cuanto, en fin, el hecho de que quienes participaron en la elaboración de ambas declaraciones eran conscientes de que estaban protagonizando un hito en la historia de la cultura jurídica, al proponer una concepción universal de los Derechos Humanos. Desde luego, no procede entretenerse en mayores averiguaciones históricas indagando si asimismo puede ponerse la DUDH en relación con otras Declaraciones de Derechos o si habría que atribuir, ahora, a la Declaración Francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano, ese carácter de “primer paso” del que acaba de privarse a la DUDH. Y es que, en lo que aquí importa, en la consideración de la DUDH como un paso más, no el primero, en la lucha por los derechos humanos la cosa parece clara, toda vez que, a lo que acaba de señalarse, podría añadirse el testimonio de la propia ONU que también sitúa la DUDH en la estela de la Declaración Francesa: “The world community needs to return to the audacious vision of those who dreamed of the Rights of Man and of the Citizen and drafted the Universal Declaration of Human Rights. A new millenium is just the occasion to reaffirm such a vision and to renew the practical commitments to make it happen” 25.

24.  Seguimos en este punto la argumentación de Biglino Campos, P., “Acerca del significado jurídico de la Declaración Universal de Derechos Humanos”, en La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su 50 aniversario, cit., pp. 69-71, quien, sin embargo y sorprendentemente, llega a la conclusión contraria: la de que es arriesgado establecer tal línea de continuidad. 25.  United Nations Development Program, Human Rights Development, Report, 2000, p. 32.


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Así las cosas, resulta ya evidente dónde residía nuestro error y cuál es el auténtico estatus de los aniversarios de la DUDH. Y en efecto, tales aniversarios son los correspondientes a un suceso especialmente relevante sí pero incluido dentro de una secuencia histórica más amplia; dentro de la secuencia histórica de la lucha por la defensa de los derechos humanos. Con lo cual, este sexagésimo aniversario de la DUDH que aquí y ahora celebramos, resulta ser un aniversario en sí mismo y también dentro de la dinámica histórica en que se inserta; un único y, a la vez, doble aniversario. Doble, y único, aniversario, que también lo es “nuestro”, pues se recordará que el sesenta aniversario de la DUDH era también el de un sujeto colectivo que hace balances y exámenes de conciencia periódicos de lo ya conseguido y de lo que aún queda por conseguir en la empresa universal por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Un sujeto colectivo, un “those” por decirlo con la ONU, en el que nos incluíamos y que ahora sería –seríamos–, mucho más longevo de lo que suponíamos. Y en efecto, ese “those” que, por decirlo otra vez con la ONU, “tuvo la visión, soñó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y redactó la DUDH”, cumpliría así más de doscientos años de lucha por la defensa de los derechos humanos. Desde luego tampoco procede embarcarse en averiguar cuál es exactamente el aniversario que celebramos, cuántos años cumplimos. No procede intentar fijar el momento en que se inicia nuestra identidad como defensores de los derechos humanos, dónde comienza nuestra condición de sujeto colectivo. Pues ciertamente, aquí y ahora, bien se nos puede acusar de engañarnos, más o menos conscientemente, a nosotros mismos o, peor aún, de estar utilizando maniobras de distracción y/o dilatorias para eludir “nuestra” responsabilidad: la responsabilidad que se sigue del análisis anterior. Y en efecto, hasta aquí hemos obviado la conclusión obligada, el corolario de todo lo anterior que más nos afecta: la de que “el fracaso” de los 60 años de la DUDH es, también y sobre todo, “nuestro” fracaso. El fracaso de ese sujeto colectivo que, habiendo hecho suya la DUDH realiza balances periódicos de lo conseguido y de lo que queda aún por hacer. Un fracaso que, más o menos conscientemente, hemos tratado de ocultar, diluyendo nuestra identidad en la del sujeto colectivo más amplio en que, como se ha visto, nos integramos, pero que ahora nos salta a la vista... Y ello tanto más cuanto que hay evidencia científica de que somos la primera generación humana que “puede”, que tiene los medios y la capacidad técnica para acabar con el “escándalo del hambre”...


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Pero, de nuevo, no procede embarcarse en disquisiciones sobre los corolarios de lo que acaba de concluirse. No procede entretenerse en cómo ha de entenderse la identidad de ese sujeto colectivo que lucha por los derechos humanos desde hace, al menos doscientos años y las, por así llamarlas, subidentidades de los sujetos colectivos que, como acaba de verse, integran –integramos– aquel sujeto colectivo más amplio. Y desde luego tampoco procede indagar hasta dónde llega la responsabilidad o irresponsabilidad de esa identidad más amplia y de sus subidentidades en la lucha por la defensa de los derechos humanos. Lo que ahora procede es, ciertamente, cumplir, con nuestro propósito inicial y pasar a esclarecer cuál es el estatus del otro aniversario que también celebramos aquí y ahora: el cuadragésimo de Mayo del 68. Un análisis que quizás aclare las conclusiones aquí alcanzadas en relación con el sexagésimo aniversario de la DUDH; en relación con ese doble y único aniversario que, según lo visto, también es el “nuestro”, el de nuestro fracaso como defensores de los derechos humanos. 3.  Mayo del 68 Tal parece ser el caso pues este segundo aniversario resulta ser, según acuerdo general, el de unos acontecimientos, “súbitos e inesperados” 26, desarrollados durante todo ese año, a lo largo y ancho del mundo: EE.UU., Checoslovaquia, Vietnam, México... 27 y que alcanzaron su cenit en Francia, en el Mayo del 68. Unos sucesos que, también según acuerdo general, “levantaron esperanzas enormes, teñidas de romanticismo” pero que concluyeron en una “decepción” 28, en un “fracaso” 29 patentes en el asesinato de Luther King, en el fin de la primavera de Praga, en la matanza de Tratelolco... Y, por supuesto, también en el “fracaso” de los acontecimientos paradigmáticos del 68, los acaecidos en Francia, en París. El “movimiento espontáneo”, iniciado como una protesta estudiantil reclamando alojamientos mixtos en los colegios mayores y que se extendió, convirtiéndose en una 26.  Hobsbawn, E., “La fecha improbable” en 1968; Magnum en el Mundo, Lunerg, Barcelona 1998, p. 9. 27.  Un espléndido resumen grafico de tales sucesos, en 1968; Magnum en el Mundo, cit. 28.  Hobsbawn, E., “La fecha improbable”, cit., p. 9. 29.  Perlado, J. L., París, mayo de 1968. Crónica de un corresponsal, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2008, p. 18.


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revuelta universitaria con manifestaciones, enfrentamientos con la policía y cierre de las universidades, hasta acabar generalizándose en una “rebelión social”, huelga general incluida, habría terminado con una decepción. Habría concluido en un rotundo fracaso. Con la “vuelta a la normalidad”, con el “triunfo de De Gaulle”, simbolizado en el asfaltado de las calles del Barrio Latino ocultando las playas que había bajo los adoquines 30. Así las cosas ya podemos establecer cuál es el auténtico estatus de los aniversarios de Mayo del 68 y nuestra relación con ellos. Los correspondientes a sucesos trascendentes, especialmente relevantes pero que se inician y agotan en sí mismos, que surgen espontáneamente para agotarse, fracasados, inmediatamente después. Un fracaso que no impide aniversarios periódicos con sus correspondientes balances periódicos si bien tales balances no son realizados por sus “protagonistas”, sino por “meros” historiadores. Por una comunidad científica que, desde su correspondiente presente, analiza al 68, preguntándose, por ejemplo, en su vigésimo aniversario, qué queda del 68 31 y en el trigésimo, si su herencia es posible o imposible 32. Una comunidad científica en la que nos incluimos pues también nosotros hemos de hacer balance de ese Mayo del 68, cuarenta años después, conviniendo en su carácter de sucesos espontáneos e inmediatamente fracasados. Un fracaso, pues, que, contra lo que esperábamos, no tiene nada que ver con el que se siguió del análisis del sesenta aniversario de la DUDH y que difícilmente podrá iluminarnos sobre “nuestro” fracaso. Y es que efectivamente, se trata de dos “fracasos” distintos. El nuestro, el de la DUDH, es el correspondiente a un suceso trascendental, deliberado y consciente: la proclamación de un texto, fruto de un acuerdo internacional, con virtualidad histórica posterior por muy escaso éxito que haya obtenido por el momento. El fracaso del 68, por el contrario corresponde a sucesos espontáneos e inmediatamente agotados, definitivamente arrumbados. Ahora bien y pese al acuerdo general al que acabamos de sumarnos, la cosa no parece tan sencilla pues cabe dudar tanto de la “espontaneidad” de los sucesos del 68, como de su rotundo “fracaso”. Y así por lo que toca a la primera, a la espontaneidad, resulta difícil aceptar que haya sucesos

30.  Una crónica “día a día” de los acontecimientos del mayo del 68, en Perlado, J.L., París, mayo de 1968, cit. 31.  Weber, H., Vingt ans aprés, ¿que reste-t-il de 68?, Seuil, Paris, 1988. 32.  Por jugar con el título de la obra de Le Goff, J. P., Mai 68 l’heritage imposible, Éditions La Découverte, París, 1998.


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históricamente relevantes que no tengan causas más o menos remotas que un análisis histórico profundo no desvele. Y ello a pesar de –o precisamente por–, la multitud de calificativos que se han empleado para describir tales acontecimientos como espontáneos y primigenios: “preludio”, “alba”, “el primer gran movimiento espontáneo”, “un nuevo período en la historia universal”, “explosión”, “sacudida”, “erupción”, “tempestad”, “relámpago”... 33. En cuanto a lo segundo, al “fracaso”, la cosa es todavía más dudosa. Y ello, ante todo, por la “disputa”, por así llamarla, sobre la “herencia” del 68. Una herencia sobre cuya posibilidad o imposibilidad se preguntaron algunos en el treinta aniversario, como se apuntó más arriba, y que ahora, en el cuarenta aniversario, debería ser “sepultada”, según otros 34. Con lo cual parece obligado concluir que, lejos de haber fracasado por completo, algo de éxito histórico ha de haber logrado el 68 cuando lo que queda de él, su herencia, “debe” ser enterrada con los sucesos que la provocaron. No sólo eso, cabe dudar del “fracaso” del 68 también por el paradójico testimonio de uno de sus protagonistas más notables, quien, a pesar de propugnar expresamente el “olvido” del 68 35, afirma lapidariamente: “Vencimos en lo cultural y lo social y, afortunadamente, perdimos en lo político” 36.

Y desde luego no deja de ser paradójico pues con ello, ciertamente se viene a proclamar el triunfo total de ese 68 cuyo olvido se propugna: triunfó en lo que tenía que triunfar y fracasó, todo lo “afortunadamente” que se quiera, donde debía fracasar. Así las cosas parece obligado examinar con algo más de detalle tanto ese presunto carácter espontáneo como ese condición de fracasados de los sucesos del 68 que tan rápidamente, siguiendo el acuerdo general, hemos aceptado. Pero la tarea no resulta fácil, pues ese doble examen parece exigir un previo “sentido”, por así decirlo, de tales sucesos. Una caracterización por mínima que sea del, también por así decirlo, “espíritu del 68”

33.  Perlado, J.L., París, mayo de 1968, cit., pp. 17 y 18. 34.  En palabras del actual Presidente de la República Francesa, cfr. Perlado, J.L., París, mayo de 1968, cit., p. 14. 35.  Por jugar con el título de la obra de Cohn-Bendit, D., Forget 68, L’Aube, París, 2008. 36.  “Vencimos en lo cultural y lo social y, afortunadamente, perdimos en lo político”, Cohn-Bendit, D., Forget 68, cit., p. 36.


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que permita abordar ambas tareas. Que permita indagar tanto en el pasado inmediato o en acontecimientos más o menos lejanos, para esclarecer si efectivamente los sucesos del 68 fueron espontáneos o si se debieron a causas inmediatas o remotas, cuanto en los acontecimientos posteriores para saber si ha habido o no ese triunfo del 68 en lo cultural y lo social y ese “afortunado” fracaso en lo político. Y en efecto, la cosa no es sencilla pues a diferencia de lo que ocurría con la DUDH aquí no tenemos un acuerdo internacional más o menos amplio que se plasma en un texto cerrado, en un autoproclamado ideal por el que han de esforzarse los pueblos y naciones, desde el que puede establecerse el auténtico estatus de los aniversarios de Mayo del 68. Aquí no tenemos nada semejante sino tan sólo sucesos espontáneos y fracasados que, desde luego, en sí mismos, no nos aclaran cuál es ese “espíritu del 68”, ese sentido que tan perentoriamente invocamos. Cabría quizás, un poco a la desesperada, recurrir al análisis de la obra de los filosófos, políticos intelectuales... que, al parecer, tuvieron mayor influencia sobre los acontecimientos del 68: Marx, Lenin, Mao, Marcuse... Ahora bien ello no sólo nos llevaría a prolijas investigaciones históricofilosóficas que sobrepasarían con creces los límites impuestos a este trabajo sino que, en realidad, tampoco solucionarían nada. Y es que habría que demostrar previamente que se trata de tales ideólogos “oficiales” del 68, lo que exigiría una previa caracterización de ese espíritu del 68 que permitiera considerarlos tales, o sea justo lo que tratábamos de conseguir con ese análisis. Bien miradas las cosas, puede que esa insinuación de que el 68 tuvo ideólogos oficiales que acabamos de hacer no sea del todo inútil, pues parece que, con ella, estamos traicionando, de algún modo, ese espíritu del 68. Con lo cual, a contrario, se viene a reafirmar una de las características del 68 que estaban en discusión: su carácter espontáneo, “alérgico a las directrices, a las estructuras y a las estrategias” 37. Esa espontaneidad del 68 puede afianzarse aún más reparando en algo que hasta aquí –quizás, porque nos resulta absolutamente familiar y cotidiano–, hemos despreciado: los graffitis, el “arma natural” con la que se expresa el 68 38. Y ciertamente no hemos reparado suficientemente en que, con independencia de que los sucesos de mayo se hayan de considerar una

37.  Hobsbawn, E., “La fecha improbable”, cit., p. 10. 38.  Ibid.


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revolución, una reforma, una comedia, un psicodrama, una ilusión lírica, un ensayo general... en ellos “los muros tienen la palabra” 39. Desde luego no es momento de contraponer la espontaneidad de los graffitis a lo “meditado” de las obras de los presuntos ideólogos oficiales del 68 a los que se acaba de hacer alusión. Como tampoco lo es de abundar en lo que suponen de victoria del 68 la pervivencia de graffitis y grafiteros, aquí y ahora, en este presente desde el que escribimos. Lo que ahora procede, una vez que disponemos de un “texto”, por así llamarlo, en el que buscar el sentido del 68, su espíritu, es ciertamente pasar a leerlo Pasar a leer lo que “decían” esos muros, cosas como: “Prohibido prohibir”, “Decreto el estado de felicidad permanente”, “La felicidad a la mierda”, “Decir no por principio”, “Sed realistas, pedid lo imposible.”, “No fiarse de nadie que tenga más de 30”, “La imaginación al poder”, “Haz el amor y no la guerra”...

Pero no es necesario seguir leyendo, pues, contra lo que pensábamos, resulta que no disponemos de un texto articulado y coherente desde el que conseguir una caracterización del espíritu del 68, un “sentido” de los sucesos de mayo que nos permita abordar todas las tareas que tenemos pendientes. Y es que, según se ve, a lo sumo contamos con meros “fragmentos” de un discurso que, por lo demás, no parece estar muy articulado. Y en efecto como se sigue de la mera lectura, algunos de esos fragmentos son contradictorios entre sí, como ese “Decreto el estado de felicidad permanente” y ese “La felicidad a la mierda”. Otros son lógicamente inconsistentes como ese “prohibido prohibir” que se anula a sí mismo al implicar la prohibición de la prohibición de la prohibición 40, o ese “decir no por principio” que obliga lógicamente a decir también no a decir no por principio, o, en fin, ese “sed realista, pedid lo imposible” quizás el lema más característico del 68, que choca contra la evidencia, contra el uso común según el cual se es realista pidiendo, precisamente, lo posible no lo imposible. Más aún, esos fragmentos contradictorios entre sí y lógicamente inconsistentes, son también, por así decirlo, ideológicamente contradictorios. Y 39.  Por utilizar el brillante título de la obra de Besançon, J., Les murs ont le parole, mai 68, Tchou éditeur, Paris, 1968, de la que se recogen los lemas que figuran en el texto. 40.  Un análisis lógico detallado puede verse en Peña, L., “La paradoja de la prohición de prohibir y el sueño libertario de 1968”, en Persona y Derecho, cit., pp. 369 y ss.


UN DOBLE, Y úNICO, ANIVERSARIO: EL NUESTRO

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en efecto, el presunto aparente carácter libertario de la mayoría de los lemas puede traducirse sin problemas a un autoritarismo puro y duro. Y así, el libertario “prohibido prohibir” puede traducirse en el autoritario “obligatorio permitir”, al igual que el contestatario “decir no por principio”, o el “no fiarse de nadie de más de 30” rezarían en realidad, “obligatorio decir no” y “obligatorio no fiarse de nadie de más de treinta”. El eudeumonista “decreto la felicidad permanente”, por su parte, implica, en último término, un concepto de la felicidad como resultado de un mandato, de una decisión autoritaria. Incluso el pacifista “Haz el amor y no la guerra”, encierra, en realidad, la prohibición de hacer la guerra y la obligación de hacer el amor. Así las cosas, no procede seguir leyendo esos muros. No procede seguir señalando las incompatibilidades, las contradicciones lógicas e ideológicas que traslucen esos fragmentos del “texto” del 68. Un texto que presumíamos coherente y que ahora se revela pura contradicción. Con lo cual parece imposible caracterizar ese espíritu del 68, otorgarle un sentido desde el que establecer tanto el estatus de los aniversarios del 68 y nuestra condición en relación con ellos, cuanto su relación con los de la DUDH, con ese doble y único aniversario que, según se vio, también era el “nuestro”. Pero esa imposibilidad es sólo aparente pues, al igual que la insinuación de que el 68 tenía ideólogos oficiales, permitió reafirmar el carácter espontáneo del 68 la lectura que acaba de hacerse de lo que decían “los muros” permite ya dar un sentido, por mínimo que sea, al 68: pura contradicción. Un sentido mínimo ciertamente pero más que suficiente en lo que aquí respecta. Y en efecto, ¿cómo podemos dejar de reconocernos en esa pura contradicción, nosotros, los miembros de esa militante comunidad científica defensora de la DUDH que al tiempo que celebramos su sesenta aniversario, celebramos también una inútil cumbre alimentaria y, entre otros, el veinte aniversario de la llegada de pateras, 18.000 muertos? ¿Cómo podemos dejar de relacionar todas esas “nuestras” contradictorias celebraciones con la, también “nuestra”, celebración del cuarenta aniversario del 68? Así pues y paradójicamente, resulta que lejos de haber fracasado esos espontáneos y contradictorios sucesos del 68 siguen plenamente actuantes cuarenta años después en las contradictorias celebraciones de la DUDH. Con lo cual, no sólo resulta evidente el estatus de los aniversarios del 68 sino nuestra condición en relación a ellos. No la de una comunidad científica de “meros historiadores” que hacen balance de hechos ya cerrados históricamente, sino la de una comunidad científico-militante que conmemora y hace balance de sus contradicciones. Una comunidad que al cele-


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brar el cuadragésimo aniversario del 68, celebra también su aniversario: el nuestro. Un aniversario más, pues, que unir a ese nuestro doble, y único, aniversario que resultó ser la conmemoración de la DUDH. Más aún, pues hay otro aspecto de ese espontáneo y contradictorio del 68 que hace aún más “nuestro” este doble y único aniversario de la DUDH y mayo del 68. Y en efecto, de toda la lectura anterior puede derivarse otra conclusión: la de que como en cualquier otro “movimiento”, también en el del mayo del 68 cabe encontrar el aspecto puramente negativo, la pars destruens y el aspecto positivo, la pars construens. Unos aspectos que, dada la espontaneidad del 68, aparecen en toda su pureza. La parte negativa, como pura negación, como puro decir no por principio. La parte positiva como pura afirmación, como pura posibilidad, incluso la de hacer posible lo imposible, sed realistas, pedid lo imposible. Con lo cual y de nuevo, ¿cómo dejar de reconocernos tanto en ese “decir no por principio” a la negación de los derechos humanos, cuanto y sobre todo en ese “hacer posible lo imposible” en que, en último, término se resume “nuestra” lucha? ¿Cómo dejar de reconocer que mayo del 68 es un paso más en la “empresa universal por la libertad, la igualdad y la fraternidad”? ¿Un paso más para hacer posible lo imposible: que los hombres nazcan libres e iguales en dignidad y derechos? 4.  A modo de conclusión. Un doble, y único aniversario: El nuestro Desde luego, y al igual que con la DUDH, no procede, aquí y ahora, pasar a dilucidar dónde hay que situar exactamente ese nuevo paso que acaba de incluirse en la larga marcha hacia la civilización de la dignidad humana. Y, mucho menos, si con él hay que sumar otros pasos 41 a la empresa universal que es la lucha por los derechos humanos. Y por supuesto, tampoco procede ahondar en esa ampliación de la identidad del sujeto colectivo en que nos incluimos, subidentidad correspondiente incluida... Lo que ahora procede ciertamente es ahondar en nuestro lado militante y celebrar este nuestro doble, y único, aniversario con la conciencia de que ha de añadírsele otro: el de la efectiva vigencia de la DUDH. Un suceso éste del que, quizás, Mayo del 68 no ha sido sino un “ensayo general”.

41.  Como, quizás, las revoluciones del 1848, la “primavera de los pueblos” con la que también se han relacionado los sucesos del 68. Vid. Hobsbawn, E., “La fecha improbable”, cit., p. 9.


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Ángela APARISI, Derecho a la paz y derecho a la guerra en Francisco de Vitoria, Comares, Granada, 2007, 170 pp. Esta obra de la Profesora Ángela Aparisi, Directora del Departamento de Filosofía del Derecho y del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Navarra, fue galardonada en junio de 2008 por la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada con el premio Luís Portero. Dicho premio reconoce el mejor trabajo sobre derechos humanos que, en esta ocasión, abordó la teoría de la guerra justa de Francisco de Vitoria. La autora destaca el espíritu pionero de este pensador del Siglo XVI, precursor de la creación de organismos internacionales imparciales como, por ejemplo, Naciones Unidas. Considera que los trabajos de Francisco de Vitoria nos permiten sentar las bases de lo que podríamos denominar una “teoría de la paz justa”. Vitoria abogaba por una paz asentada sobre el respeto a la humanitas universal y, por ello, no dispuesta a permitir, sin ningún tipo de reacción internacional, que los derechos más elementales de las personas fueran impunemente violados. El libro esta dividido en tres capítulos. En el primero, titulado “Presupuestos filosófico-políticos de la teoría de la guerra justa” Aparisi expone, que actualmente en la cultura Occidental predomina un concepto negativo de “paz”, limitado a la ausencia de guerra o violencia. Frente al mismo, se situarían aquellas teorías que, de una manera u otra, mantienen un concepto más amplio no reducido a la ausencia de guerra. Como precedente de esta doctrina podría destacarse, entre otros, a Spinoza, para quien “...de los Estados cuyos súbditos tienen tanto miedo que no pueden levantarse en armas no se debería decir que la paz reina en él, sino solamente que no hay guerra. La paz, en realidad, no es sólo la ausencia de hostilidades...”. En este segundo contexto se enmarca la teoría tradicional de la “guerra justa”. Con palabras de la autora, “uno de los hilos conductores de esta doctrina es el entender que la paz no remite, exclusivamente, a la carencia de guerra, defendiendo la existencia de una cierta conexión entre paz y justicia” (pp. 3-4). Esta teoría no ignora la malignidad intrínseca de la guerra, pero insiste en la necesidad de establecer cuales son sus causas legítimas y cuales no lo son. Persona y Derecho, 59 (2008**) 379-429

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La conquista de América fue un hecho que influyó decisivamente en el pensamiento de Francisco de Vitoria. Partiendo del mismo, este autor centró su atención en la legitimación moral y jurídica de la ocupación española de las Indias. Ello quedó plasmado en su obra De iure belli, en la que abordó el problema de la licitud de la guerra. El libro de la profesora Aparisi destaca algunas de las más valiosas aportaciones de Vitoria como, por ejemplo, el germen de aspectos tan actuales como la idea de comunidad internacional (el totus orbis) o la exigencia de la búsqueda del bien común, por encima de intereses nacionales, al decidir el recurso a la violencia. En el Capítulo II, titulado “El Ius ad bellum”, la profesora Aparisi muestra como el problema de la guerra fue una preocupación constante en Vitoria, lo cual quedó plasmado en algunas de sus obras. En este sentido, la más importante fue su Relección De Iure Belli. La cuestión de fondo, abordada en este estudio fue la necesidad de esclarecer la justicia o injusticia de la ocupación de las Indias. No obstante, Vitoria consiguió elevar el problema de la “guerra justa” del marco concreto de las discusiones sobre la conquista de las Indias, otorgándole una proyección general y universal. En dicha obra se plasma, por primera vez, una distinción elemental para la teoría jurídica y moral de la guerra: la existente entre el ius ad bellum (derecho a la guerra), y el ius in bello (derecho de guerra o en la guerra). Mientras que el ius ad bellum se cuestiona sobre las causas que pueden legitimar el recurso a la violencia (fundamentalmente la legítima defensa), el ius in bello se pregunta por el modo de desarrollar la misma. A su vez, Vitoria aporta otra distinción: la existente entre guerra defensiva y guerra ofensiva. La autora traslada la teoría de Vitoria al contexto internacional actual. En este sentido se plantea, entre otras cosas, si en la noción de guerra defensiva de Vitoria cabría incluir el concepto de “guerra preventiva”, tal y como se entiende a partir de los ataques terroristas del 11 de septiembre contra los EE.UU., y la posterior reacción política internacional. Llega a la conclusión de que, partiendo de los presupuestos y principios de Vitoria, “sólo cabría admitir una legítima defensa preventiva cuando el ataque que provocara la respuesta previa fuera inminente, en consonancia con los parámetros de la legítima defensa privada. Por ello, únicamente podría incluirse en el concepto de guerra defensiva la acción consistente en recurrir a las armas para evitar una agresión real y perentoria, ya preparada e inevitable” (pp. 6-69). En realidad, como demuestra la profesora Aparisi, la teoría de la “guerra justa” fue concebida como una reacción ante una injuria o violación del derecho, “como una defensa contra un agresor que ha inferido, previamente a otro Estado, una injusticia –ya fuera una agresión armada o la lesión de un derecho–” (p. 70). Para la autora, este criterio se encuentra vigente en la actualidad, ya que las únicas “guerras que podrían considerarse aún justas hoy son las guerras defensivas, a las que se refiere el artículo 2, párrafo 4 de la Carta de Naciones Unidas. Este precepto requiere la existencia de un ataque armado actual, y no la presencia de simples amenazas o temores” (p. 70). No obstante, como pone de relieve Aparisi, Francisco de Vitoria defendió que la guerra defensiva no solo conlleva la defensa en sí, sino que también remitiría a


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la adecuada satisfacción por la injuria recibida. En este caso, la guerra se entendería como acto de justicia punitiva, aspecto polémico en la teoría de la “guerra justa” de Vitoria, que la autora aborda con profundidad. En relación a las causas que no justifican el recurso a la violencia, Aparisi también demuestra la actualidad del pensamiento de Vitoria. Así, por ejemplo, este autor ya afirmó que la diferencia de religión nunca es causa lícita, como tampoco lo es la voluntad de extender el territorio. En definitiva, para Vitoria la única razón y justa causa para declarar la guerra es la violación del derecho. Un aspecto especialmente actual de la teoría de la guerra justa de Francisco de Vitoria es su tratamiento de las intervenciones bélicas por razones humanitarias. Como destaca Aparisi, la posibilidad de una intervención bélica en los Estados cuando se producen graves violaciones de derechos humanos ya fue un tema vislumbrado por Vitoria, al afirmar que las Naciones pueden intervenir en ayuda de aquellos súbditos que se alzan contra un poder injusto que las oprime con su tiranía. Por ello, para la profesora Aparisi “Vitoria fue realmente un clarividente, no sólo por plantear en el siglo XVI estas cuestiones, sino por la oportunidad y ponderación de sus respuestas” (p. 115). “El derecho de guerra” es el título del Capítulo III. En él la autora nos muestra el tratamiento de Vitoria sobre el Ius in Bello, al intentar responder a la cuestión referente a qué es lícito hacer en la guerra justa y cómo deben ser tratados los enemigos. Vitoria vuelve a demostrar la actualidad de su pensamiento, al defender principios que deben regular el ejercicio de la guerra, con la finalidad de evitar que, dentro de su crueldad, se mantengan ciertos límites. Dichos principios van dirigidos, fundamentalmente, a la parte contendiente que afronta la guerra con justa causa. Podemos observar que en Vitoria ya aparece la distinción, actualmente existente en el Derecho Internacional, entre combatientes y personal civil. También se refiere a los ciudadanos del Estado que injustamente ha provocado el conflicto, distinguiendo entre los que han tomado la decisión y el resto de la población. Con palabras de Aparisi, esta separación “implica ya, en sí, una cierta humanización de la guerra, en la medida en que evita que todos los ciudadanos compartan la suerte de aquellos que han declarado injustamente el conflicto, o que han tomado parte activa en el mismo” (p. 132). Al abordar el trato debido a los inocentes, Vitoria distingue entre el bien a la vida, los bienes materiales y la libertad. De la misma manera, también trata la condición de los beligerantes, considerando las medidas bélicas que pueden ser lícitas con respecto a los combatientes y responsables del Estado ofensor, contra el que se promueve una guerra justa, en el que también distingue entre el bien de la vida y los bienes materiales. Quiero concluir destacando que estamos ante una obra muy valiosa. Como ya se ha indicado, el objetivo fundamental de la profesora Aparisi ha sido mostrar la actualidad del pensamiento de Francisco de Vitoria. La autora analiza, con profundidad, los principios en los que se apoya la teoría de la guerra justa de este autor, pero va mucho más allá. Nos sitúa en el contexto de la política internacional actual y nos muestra las claves para poder entender que las aportaciones de Vitoria aún rebosan actualidad. La obra nos anima a no olvidar que las soluciones a los pro-


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blemas del presente y del futuro siempre encuentran un importante asiento en los cimientos proporcionados por la historia. En este caso, Angela Aparisi nos remite a la decisiva contribución de quienes, como Francisco de Vitoria, sentaron las bases teórico-doctrinales para afrontar, desde la reflexión racional, un problema que hoy sigue siendo, aún más si cabe, decisivo para la humanidad, el de la guerra y la paz. Martha Miranda

Alejandro ARGIROFFI, Paolo BECCHI y Daniele ANSELMO (a cura di): Col­ loqui sulla dignità umana: Atti del Convengo internazionale (Palermo, ottobre 2007), Aracne, Roma, 2008, 295 pp. Como es bien sabido, el tema de la “dignidad humana” es objeto desde hace años de un amplio debate en el que intervienen múltiples disciplinas y autores provenientes de diversas, y a menudo heterogéneas, áreas culturales. Un debate que si bien en algunos países, como Alemania, se ha convertido casi en una “moda filosófica”, en otros, como Italia, apenas si se habría iniciado, y ello por mucho que se hable de “dignidad”, más o menos contradictoriamente, en relación con cuestiones bioéticas. Y así, con el reconocido propósito de corregir esa anomalía, “reflexionando sobre los presupuestos filosóficos y teológicos indispensables para abordar seriamente el tema”, se celebró, bajo la dirección científica del profesor Alessandro Argiroffi, un Congreso Internacional, en Palermo, del 2 al 5 de septiembre de 2007, cuyas actas aparecen publicadas ahora en una obra dedicada “idealmente” a la memoria de Sergio Cotta y Marco María Olivetti y estructurada en tres grandes apartados. Prospettive teologiche, Prospettive filosofiche, giuridiche e sociologiche e Interventi, a los que preceden dos aportaciones de carácter introductivo. La primera, Perché ancora sulla dignità umana? Breve analisi ontologico-fenomenologico se debe al propio profesor Argiroffi quien, efectivamente, responde a la pregunta planteada señalando cómo la cuestión de la “dignidad humana” está en nuestros días en el centro de profundas y encontradas discusiones en el espacio público democrático. Y ello como consecuencia, entre otras razones, de las nuevas e “irreversibles” posibilidades de la tecnología que habrían provocado un actuar tecnológicamente orientado, un novum categoriale respecto al pasado incluso al más inmediato. La constatación de la primacía contemporánea de la existencia sobre la esencia y la referencia al heideggeriano “pensamiento que se opone a valores” sirven de punto de partida al profesor Argiroffi para su breve análisis ontólogico-fenomenológico de la dignidad humana. Un análisis especialmente sugerente al contraponer


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la visión ética del mal kantiana con la concepción especulativa de Ricoeur y que le lleva a la conclusión de que la dignidad humana, lejos de ser objeto de valoración por parte de un sujeto (el hombre de la modernidad caracterizado por la razón sujeto-céntrica), sería la traza, la huella del sentido-contrasentido existencial en su singularidad e irrepetibilidad. El autor, con todo, es plenamente consciente de que tal conclusión “desorienta sin reorientar” por lo que acaba reivindicando expresamente una “apertura a la trascendencia”. El profesor Paolo Becchi, en la segunda de las ponencias introductorias, Il principio della dignità umana. Breve excursus storico-filosofico vuelve sobre los dos sentidos de la locución tal y como aparecen en Cicerón: el universalista que indica la posición especial del hombre en el cosmos, conectada al hecho de que es único animal racional, y el particularista, que diferencia a un hombre de otros por el papel activo que desarrolla en la vida pública. A partir de ahí realiza asimismo un breve pero no por ello menos sugestivo excursus histórico filosófico que partiendo del cristianismo va poniendo de relieve la primacía de una u otra acepción en las diversas corrientes de pensamiento hasta llegar a la “plena” legitimación jurídica de la dignidad humana tras la segunda guerra mundial. La primera de las Prospettive teologiche, que recoge el texto –Comprensione della dignità umana e dei diritti umani nel pensiero católico– es obra del profesor Eberhard Schockenhoff quien, comienza señalando que las principales influencias que están en la base de la idea moderna de la dignidad humana se reducen a la filosofía clásica, a la ética cristiana y al iluminismo europeo. Tras ello analiza exhaustivamente el pasaje del Génesis en el que se narra la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios”, para concluir que esa concepción del hombre como imago Dei lleva a superar todas las divisiones de los hombres en superiores e inferiores, poderosos y débiles, reconocidos por la sociedad o privados de derechos... La idea bíblica del hombre a imagen y semejanza de Dios, en la que se incluye también su ser corpóreo, estaría así en una relación de objetiva correspondencia con la idea de la dignidad humana que no implica ni una dependencia histórica unilateral ni una motivación sistemática. En lo que toca al papel de la Iglesia católica le asigna la función crítica de poner en duda el consenso social imperante, denunciando sus enmascaramientos y la de desafiarlo a confrontarse con la posición de la propia Iglesia católica. Una posición que se resume en tres principios fundamentales: respetar la vida del hombre significa aceptarla con su debilidad y su vulnerabilidad, con sus posibilidades de realización y con sus límites y, finalmente, aceptarla como un don. La profesora Luciana Pepi en su ponencia La dignità dell’uomo nell’ebraismo analiza asimismo el significada de la expresión “a imagen y semejanza (zelem demut) de Dios”, desde la perspectiva hebrea señalando como interpretación principal la que sitúa la semejanza en la ratio, en la capacidad de comprender y discernir. Esa capacidad de conocimiento se liga estrechamente a la acción de modo que es en el ámbito moral donde se realiza plenamente la semejanza con el creador: “Sed qadosh porque yo soy qadosh” se convierte así, para el hebreo, en el mandamiento bíblico por excelencia. Un mandamiento en el que se incluye tanto la perfección,


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como la plenitud, como la singularidad o la santidad... dado el arco semántico que permite el término qadosch En otras palabras, la dignidad humana para el hebraísmo estriba en la posibilidad de semejanza con Dios, en la posibilidad de imitatio Dei cumpliendo las leyes morales sociales y religiosas de la Torah. Una posibilidad que incluye la obligación de procrear, la de hacer posibles nuevos seres humanos, nuevas y ulteriores imágenes de Dios. La dignidad del hombre consiste pues, en el vivir plenamente la dimensión terrena finita de la existencia humana manteniendo la relación con lo trascendente, con lo divino. La ponencia siguiente Riforma protestante e principio della dignità umana vuelve al cristianismo en su vertiente protestante y en ella su autor, el profesor Paolo Ricca, analiza, en primer lugar, la relación entre la naturaleza de la Reforma y el principio de la dignidad humana y, después, la relación entre el mensaje de la Reforma y la afirmación de la dignidad humana. En cuanto a lo primero tras señalar que la Reforma supone con su afirmación del libre examen, una “resustanciación” de la Biblia, vuelve sobre las interpretaciones de la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” del Génesis, que serían básicamente cuatro. La primera, la semejanza física, la posición erecta que quedaría desmentida por la existencia de pingüinos; la segunda, el alma inmortal que tiene el inconveniente de que el texto bíblico ignora por completo la cuestión; la tercera que ve la imagen de Dios en la racionalidad del hombre y que resulta insostenible porque Dios es amor y no razón y, finalmente, la de “relación” según la cual la semejanza, la imagen de Dios en el hombre es la “relación” porque “Dios es relación de amor, relación interpersonal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”. Tras ello el profesor Ricca señala siete ámbitos en los que la Reforma protestante habría contribuido a la afirmación de la dignidad humana. La dignidad del laico, dado que abolió toda diferencia entre clero y laicos o, como dijo Marx, transformando el clero en laicado, transformó el laicado en clero. La dignidad de los trabajadores, al concebir el trabajo como una forma de oración, una forma de culto. La dignidad del matrimonio afirmando que la condición conyugal es la verdaderamente instituida por Dios. La dignidad de la conciencia del individuo respecto a la autoridad constituida, reivindicando el derecho de desobedecer a la autoridad para obedecer la propia conciencia. La dignidad de la mujer y ello no tanto en el ámbito de las grandes Iglesias nacidas de la Reforma, como en el protestantismo sectario, mennonitas, baptistas cuáqueros... y finalmente la dignidad de la comunidad local que tiene el derecho de instituir y destituir los ministros, función tradicionalmente ejercida por el obispo con lo que ello supone de socialización del poder ministerial y de superación de una relación de dependencia de la comunidad local con un poder central. En la ponencia siguiente el profesor de la universidad de Palermo, Daniele Anselmo, Dignità dell’uomo e prospettive islamiche examina el concepto de dignidad del hombre dentro del complejo mundo filosófico-jurídico y teológico islámico. Un examen que muestra la profunda diferencia de la concepción islámica respecto a la judeo-cristiana en la que la dignidad del hombre deriva de ser imagen de Dios.


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Para la concepción islámica, sin embargo, el hombre no es, ni puede ser, imagen de Dios, en cuanto que Dios es perfecto y el hombre no lo es. Tras ello realiza un análisis léxico del término árabe correspondiente a “dignidad”, la palabra karoma, que le permite establecer los dos niveles que constituyen la concepción islámica de la dignidad del hombre. El primero haber recibido la fe (amana) y la viceregencia, el ser califa de Dios en cuanto hijo de Adán, el segundo mantenerse fiel al empeño asumido, “comportándose bien”, algo posible incluso para los que no han recibido la revelación última siempre que se comporten “según razón”. A partir de esta concepción de la dignidad humana en dos estadios se habría desarrollado la concepción islámica de los derechos del hombre que se consideran sólo en relación con los deberes del individuo para con Dios y la comunidad. Una concepción, pues, que, a diferencia de la occidental, se funda sobre una idea del hombre que se anula en una comunidad a la que debe dar cuentas de su propio actuar. Para el Islam el ser humano es libre sólo si respeta las leyes de la comunidad; su única dimensión es la social mientras que en la concepción occidental, entre los valores fundamentales, se reconoce la autonomía y la autenticidad entendida como llamada del individuo a ser él mismo. La ponencia finaliza examinando las posibilidades de aproximar tan divergentes concepciones. Posibilidades muy remotas para el autor, toda vez que si difícil parece un “replanteamiento” en el interior de la concepción islámica no lo es menos la de conseguir un catálogo mínimo de derechos común a ambas concepciones. La contribución del profesor Francesco Viola, I volti della dignità umana, abre el segundo gran apartado del libro Prospettive filosofiche, giuridiche e sociologiche y en ella, tras establecer que la dignidad, en general, es una calificación normativa, y no ciertamente empírica, que puede ser reconocida también a los animales, las plantas e incluso a lugares naturales, afirma que la dignidad humana es particular y funda deberes específicos por lo que corresponde dilucidar en qué consiste esa calificación normativa atribuida al ser humano. Al respecto analiza en profundidad las dos categorías en que se dividen las teorías de la dignidad humana: las de la dotación, estas son aquellas teorías que ligan este valor moral a determinadas características ontológicas y las de la prestación, las que la hacen depender de factores progresivos que intervienen en el desarrollo histórico del ser humano. Dicho análisis le lleva a la conclusión de que ambas teorías no son incompatibles toda vez que ya en el célebre discurso de Pico della Mirandola, Oratio de dignitate hominis pueden encontrarse referencias tanto a la centralidad ontológica del hombre cuanto a su libertad. La situación de nuestro tiempo, por su parte, exigiría una colaboración aún más estrecha entre la teoría de la dotación y la de la prestación trazando una teoría integrada de la dignidad humana que podría dibujarse del siguiente modo: los derechos a “reconocer o atribuir” a todo hombre, basados en la teoría de la prestación, estarían fundados sobre el principio trascendental de la dignidad humana elaborado por la teoría de la dotación, lo que evitaría posibles derivas culturales y particularistas.


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El profesor Andrés Ollero en su contribución Dignità e statuto giuridico dell’embrione umano analiza la perspectiva del jurista a la hora de reflexionar sobre la dignidad humana. Una perspectiva que, dado su específico método de trabajo: la dogmática jurídica, tiende a no poner en discusión el punto de partida. Y es que el jurista práctico está más atento a calcular las consecuencias prácticas que derivan de los textos que utiliza que a preguntarse por sus fundamentos últimos. Y en efecto la contribución se dedica a analizar, con abundante uso de legislación y jurisrprudencia no sólo española, sino también alemana, colombiana..., cómo los juristas, en cuanto hombres prácticos que raramente pueden permitirse el lujo de la perplejidad, no dudan en recurrir a ficciones y presunciones en temas trascendentales como el inicio de la vida humana, la distinción entre persona y cosa, la fecundación in vitro... Todo lo cual lleva al autor a concluir que, en determinados estadios de la vida humana, la dignidad se ha transformado en una palabra vacía que no dice nada de modo que, paradójicamente, en el momento de fundar la dignidad personal, no le faltará qué hacer al jurista práctico. El profesor de Sociología del Derecho de La Sapienza, Pio Marconi, comienza su contribución, La dignità dei moderni apoyándose en Rousseau, Kant y Leopardi para mostrar cómo la dignidad de los modernos se diferencia de la dignidad de los antiguos por su naturaleza espiritual y por su carácter universal. Esos mismos autores, a los que se añade M. Shelley con su Frankenstein –el nuevo Prometeo, fruto de la cultura científica de la edad de las luces–, sin embargo habrían señalado también que la modernidad comporta peligros para el hombre y, en consecuencia, para la dignidad humana. Tales peligros revisados y corregidos, seguirían presentes en autores contemporáneos como U. Beck, J. Habermas o H. Jonas, quienes a diferencia de aquéllos no compartirían la confianza en la capacidad de la humanidad para liberarse del peligro y exorcizar el riesgo. Buena prueba de ello sería la propuesta de Habermas de limitar por ley la ciencia. Una limitación que protegería al hombre del riesgo de la ciencia (del sapere aude) con los instrumentos de una democracia que se funda en el consenso pero que niega al individuo y a la libertad, esto es, que niega la dignidad de los modernos. El también profesor de La Sapienza, B. Romano presenta una contribución, Nietzsche e Pirandello: diritti del uomo e formalismo giuridico, en la que se pone de relieve cómo las argumentaciones profético-filosóficas de Nietzsche encuentran expresión en el arte narrativo de Pirandello quien también considera falta de sentido la cuestión de la verdad dado que la vida no concluye sino que es un flujo continuo que tratamos de fijar mediante conceptos. Conceptos cuya esencia, sin embargo, se aclara cuando comprobamos que dentro de nosotros la vida sigue fluyendo de forma que el propio concepto de “yo” y los de “justicia” e “injusticia” no son sino meras ficciones. Siguiendo este modo de pensamiento emergería una modalidad radical del mal: la que lleva a la escisión completa entre lo verdadero y lo bueno, lo verdadero y lo justo, rompiendo la visión clásica del derecho que va desde Sócrates-Platón hasta Kant y afirmando un formalismo jurídico, un nihilismo jurídico que alcanzaría su


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máxima expresión en la teoría pura del derecho kelseniana. Frente a esa reducción del jurista a mero “razonador de las normas”, el autor reivindica un jurista “artista de la razón” que no mistifique hechos y actos así como una recuperación de la búsqueda dialógica de lo verdadero y lo bueno y lo justo basada en una antropología que diferencia a los hombres de los demás vivientes en cuanto que sufren por la falta de sentido, en cuanto que en ellos el sentido existencial excede a la fisiología de la vida. La profesora de la Universidad de Casino, L. Avitabile en su ponencia titulada Diritti umani e fenomenologia dello Stato in Edith Stein comienza por describir el ambiente filosófico en que se gesta la obra de Stein así como las limitaciones que su doble condición de mujer y hebrea supusieron en su carrera académica y que en cierto modo explican su empeño a favor de las mujeres, a favor de los derechos de las mujeres. Un empeño que, en su caso, no comporta ninguna “agresividad destructiva hacia el mundo masculino” dada su adscripción fenomenológica y el consiguiente uso de la empatía con su apertura incondicional a la humanidad como comunidad de seres humanos y no como hombres y mujeres. A partir de ahí, se analizan los presupuestos de la concepción steiniana del derecho centrado en el concepto de persona, que no es el ser único e irrepetible sin más sino el que lo es en un ámbito de reconocimiento recíproco del otro como hombre, como sujeto, como portador de derechos y deberes. Esa circularidad intersubjetiva del reconocimiento como persona es la que constituye la base para la reciprocidad universal e incondicionada mediante la institución del ordenamiento jurídico. Hablar de la persona significaría, pues, hablar de la personalidad, de la libertad, de la responsabilidad y del derecho. La autora presta asimismo atención a la relevancia fundamental que Stein atribuye al concepto de cultura entre los elementos constitutivos del Estado, y su conexión con el concepto de Estado de Derecho a través del concepto de espiritualidad que a su vez lleva al de interpersonalidad empática. Una empatía que se convierte, así, en la condición ontofenomenológica del derecho. La ponencia del profesor Pier Paolo Portinaro: La dignità dell’uomo messa a dura prova afirma en primer lugar que el imaginario religioso judeo-cristiano, la tradición filosófica moderna e incluso la actual concepción del estado constitucional se apoyan en el axioma o más bien en el dogma de la dignidad humana. Esa dignidad que se entiende a grandes rasgos como un valor absoluto, ideal atribuido al hombre y en virtud del cual todo individuo tiene un derecho jurídicamente garantizado al respeto por parte de su prójimo y del Estado, estaría doblemente amenazada hoy tanto por la violencia y voluntad de prevaricación de una infinidad de sujetos cuanto por dinámicas objetivas de deshumanización susceptibles de convertirse en sistemáticas Tras ello, el autor hace un recorrido histórico de la progresiva afirmación del concepto de dignidad haciendo hincapié en que ha habido que esperar para juridificarla hasta el siglo xx, hasta el siglo de los genocidios. Unos genocidios en cuya génesis y consecuencias se demora hasta señalar la que en su opinión resulta ser la principal amenaza a la dignidad humana: el dostoievskyano hombre del subsuelo.


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Una metáfora feliz, si es que así puede hablarse, de una humanidad incapaz de dar forma política al resentimiento y de canalizar las energías negativas hacia la consecución de una nueva formación social que realice la aspiraciones de libertad, igualdad y justicia difundidas entre los hombres. En la tercera y última parte del libro se recogen las comunicaciones al Congreso comenzando por la de D. Cananzi, La questione della “dignità umana”, en la que, tras señalar que si bien la temática de la dignidad humana podría parecer contracorriente e incluso obsoleta, sin embargo resulta fundamental y esencial a partir de las cuestiones preliminares que suscita. En concreto la de si se debe asumir el sujeto como cuestión y la de evidenciar la dimensión ontológica en la que lo justo y lo verdadero buscan el sentido. Y así, con especial atención al pensamiento de B. Romano examina tales cuestiones preliminares hasta llegar a la conclusión de que el derecho puede ser reconocido como el custodio de la estructura ontológica de la persona y, por tanto, de la propia dignidad humana. G. Bartoli por su parte, en su comunicación, Perchè il bene piuttosto che il male? Libertà, diritto e dignità dell’uomo, también hace especial hincapié en la obra del profesor B. Romano. Y en efecto, tras señalar que esa pregunta reenvía inmediatamente a la cuestión central de la tradición filosófica occidental –por qué el ser y no la nada–, señala que la pregunta sobre la elección del bien se radica en la dimensión esencial de la juridicidad superponiéndose a la búsqueda del contenido que el derecho presenta en la principialidad de la relación interpersonal como núcleo constitutivo de la dignidad del hombre. Dicho en otros términos acaba proponiendo una lectura del bien que coincide con cuanto estructura la esencia de lo justo, cuestión ésta prioritariamente jurídica. Luigi di Santo, en su comunicación, Filosofia della pace e dignità umana, examina la posibilidad de pensar la paz como espacio simbólico para la génesis de los derechos humanos con el objetivo de afirmar la dignidad humana. Una posibilidad que, entre otras cosas, exigiría una “purificación de la memoria” entendida como recuperación del pasado con todas sus contradicciones para una posible edificación de la paz. Lo que a su vez solo puede hacerse desde un presente que prepara el futuro pensando la dignidad como valor absoluto, como valor en sí mismo y no como reconocido por otros hombres. S. Mirabelli, por su parte, en una breve comunicación titulada Johann Sebastian Bach e Oliver Messiaen: morale e misticismo di due “musicisti da Chiesa” pone de relieve, tras una breve semblanza biográfica, cómo ambos músicos son expresión de unión de la búsqueda estética y científica con la espiritual y ontológica Finalmente A. Cognata, profesor de la Universidad de Palermo, en su comunicación, Nella “teoria economica” c’è un posto per la dignità? Una risposta ottimista, define la dignidad como la capacidad de decidir responsablemente el propio proyecto de vida, un proyecto que todo individuo puede concebir de modo diferente a como lo conciben otros. Lo importante, pues, es que los individuos tengan la libertad (capacidad) para vivir el tipo de vida que quieren vivir y ser el tipo de personas que quieren ser. A partir de ahí las diferentes políticas se evalúan


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en términos del impacto que tienen sobre las capacidades de las personas y para ello son relevantes no sólo los recursos económicos sino también las instituciones políticas y sociales que garantizan el uso de servicios públicos, la participación política, la libertad de pensamiento... lo que, ciertamente, como concluye el autor, no es poco para una teoría económica. Con todo lo cual y en resumen, estamos ante un texto que parece contradecir su propósito inicial. Y es que, a la vista de la cantidad y calidad de las aportaciones incluidas, a la vista de las múltiples perspectivas recogidas difícilmente puede decirse que en Italia no haya debate sobre el tema de la dignidad humana. Pero quizás sólo lo parece, pues resulta plausible pensar que tal riqueza y diversidad han aflorado sólo con ocasión de un Congreso que, ciertamente, ha conseguido propiciar una reflexión sobre un tema central de nuestro tiempo poniendo sobre el tapete las perspectivas imprescindibles para abordarlo. Aurelio de Prada

Enrique Del Carril, El lenguaje de los jueces. Criterios para la delimitación de significados lingüísticos en el razonamiento judicial, Ad-hoc, Buenos Aires, 2007, 150 pp. La teoría de la argumentación ha sido el ámbito en el cual ha transitado en buena medida la discusión iusfilosófica contemporánea. Fue allí donde el positivismo detectó las insuficiencias de su propio planteamiento epistemológico inicial e intentó luego resolver la dificultad que le planteaba –y le plantea aún– el mantenimiento de su tesis de la separación conceptual entre Derecho y moral con la simultánea necesidad de describir la intervención de argumentos éticos para la resolución de problemas jurídicos concretos. El lenguaje de los jueces. Criterios para la delimitación de significados lingüísticos en el razonamiento judicial se inserta en este contexto, y lo hace desde una perspectiva específica. Como lo anuncia Enrique del Carril en la Introducción, se procura en él sentar pautas para el manejo del lenguaje en las sentencias, con la finalidad última de alcanzar “una cierta uniformidad en los métodos de asignación de un sentido válido a las palabras”. No estamos, por eso, ante un trabajo que sintetice las distintas teorías de la argumentación o que proponga una teoría propia; tampoco ante un libro de epistemología o de lingüística, aunque hay un poco de todo esto en él. Se trata, más bien, de un análisis científico del uso de las palabras por partes de los jueces, en procura de describirlo y de prescribir algunos criterios para su mejora. Del Carril cuenta para esa tarea con una formación filosófica inusual en el jurista práctico, y con la experiencia profesional proveniente de largos años de trabajo en el Poder Judicial


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argentino 1. Sobre esa base, aborda los distintos temas implicados con solvencia y precisión, y lleva a cabo una sugerente sistematización, a la que me referiré luego, y una propuesta original e interesante. El lenguaje jurídico forense está contaminado de ficciones –no en el sentido técnico del término–: de oscuridades, vaguedades e imprecisiones más o menos deliberadas. Lombardi Vallauri denunciaba, años atrás, el “tecnicismo jurídico esotérico” en el que se suele encerrar el discurso sobre el Derecho 2. A esto han conducido, en mi opinión, tres factores. El primero es la ignorancia y la pobreza lingüística. Frente a una y otra, el recurso a fórmulas oscuras y aparentemente complejas se presenta como una salida a la que se le asignan falsamente poderes demiúrgicos. Lamentablemente, el deterioro general que en el último tiempo ha experimentado la educación en todos sus niveles acentuó de modo dramático la incidencia de este factor. En segundo lugar, un lenguaje oscuro y poco claro permite encapsular el Derecho en círculos áulicos que se tornan, así, indispensables. El corporativismo de jueces y abogados es un elemento importante a tener en cuenta a la hora de evaluar el fenómeno mencionado. Desde los códigos de ética y desde la propia jurisprudencia constitucional –casi siempre a la hora de tratar el derecho a la tutela judicial efectiva– se ha insistido con énfasis en la necesidad de un lenguaje menos intrincado y lioso, más abierto a todos, que prescinda de tecnicismos y de enredos fútiles. El tercer factor también tiene una proyección política, aunque su origen es epistemológico. La pretensión de construir una ciencia del Derecho capaz de atravesar con éxito los cánones modernos de cientificidad condujo en el primer positivismo a la proscripción de toda valoración, a la búsqueda de un juez que fuera un aplicador mecánico de la ley. Kelsen corrigió ese exceso racionalista y aceptó la necesidad de una determinación discrecional de lo que la norma prescribe, pero mantuvo la intención de edificar una teoría “pura” del Derecho, y por eso su visión de la discrecionalidad fue más bien pesimista: una discrecionalidad fuerte, sin más límites que los que otorgaría la norma, y también sin orientación. Así entendidas, las valoraciones son aceptables sólo dentro de límites muy estrechos, y siempre resultan sospechosas –por su no cientificidad–. Por eso no puede llamar la atención que los juristas formados en estas coordenadas de pensamiento hayan tendido a encubrir toda apreciación ética o política –que perciben como una patología inevitable, a la que hay que reducir todo lo posible– tras un lenguaje supuestamente a-valorativo, y por eso ficticio. La primera parte del trabajo está dedicada al análisis de la sentencia como “concreción del Derecho”. El capítulo 1 comienza con una explicación de las no-

1.  De esta doble conjunción ha sido fruto, también, González Warcalde, L. S. y Del Carril, E. H. La extradición, Lexis-Nexis, Buenos Aires, 2005. 2.  Cfr. Lombardi Vallauri, L., Corso di Filosofía del Diritto, CEDAM, Padova, 1981, pp. 111-115.


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ciones elementales de la lingüística. Sin alardes, con la bibliografía indispensable pero con rigor y capacidad de síntesis, del Carril explica el concepto de semiótica, la distinción entre sintáctica, semántica y pragmática, por un lado, y entre designación y significación, por otro. La primera conclusión que se deriva de conectar esta explicación con el objeto preciso de estudio del libro es que “atribuir un significado a una palabra es un acto arbitrario, pero el juez no puede ser arbitrario al atribuir un significado a una palabra”. Por eso, sostiene del Carril, “parecería que deben existir ciertas condiciones o límites para que sea admisible en el ámbito jurídico una determinada decisión”. Dar cuenta de esas condiciones es, en síntesis, el propósito último del libro. A continuación, al final del mismo capítulo 1, la sentencia es estudiada a partir de su definición como “razonamiento justificatorio judicial”, propuesta hace algunos años por el Prof. Rodolfo Vigo. El capítulo 2 está dedicado al análisis de la sentencia como conjunción de relatos. El autor aclara, nada más comenzar, que en su opinión no debe reducirse la sentencia a relato, como proponen las teorías narrativas, pero que sí pueden extraerse desde allí aportaciones de interés de cara a una descripción completa del tema. Sostiene del Carril –y lo desarrolla a lo largo del capítulo– que la perspectiva temporal es “especialmente interesante (...) si tenemos en cuenta que en la dimensión del razonamiento justificatorio judicial, el juez se halla enfrentado a tres tiempos que se vinculan entre sí: el del hecho que se esta juzgando, ocurrido en algún lugar del pasado; el del hecho mismo de juzgar, que está ocurriendo en su presente; y el de las consecuencias de ese juzgamiento, que acaecerá en el futuro”. El recorrido por los tres tramos mencionados conduce al tema del tercer capítulo: la verdad en la concreción del Derecho (“¿qué ocurrió?, ¿qué debe ocurrir?”). Una verdad que “históricamente situada y como tal ciertamente variable”, es imprecisa y parcial, puesto que “la revivificación de lo efectivamente acaecido en un pasado no es posible”. Ahora, ¿a qué concepto de verdad nos referimos? Del Carril expone los tres sentidos contemporáneos de verdad: como coherencia, como utilidad y como correspondencia, y afirma que buena parte de las discusiones en torno a la “verdad” en el Derecho obedecen a que los interlocutores parten de diferentes sustratos semánticos, a que el diálogo es a veces entre sordos. La salida se encuentra, en opinión del autor, en la recuperación de la noción de verdad práctica. La función del juez no es la del historiador. El juez debe decidir: “los datos que obtiene sobre el hecho-pasado, los precisa para la construcción del hecho-futuro, y viceversa. La ‘verdad’ aquí no es aquél acontecimiento pretérito sino lo que construirá el juez, a partir de él”, una verdad diferente, claro está, de la que proporcionan las ciencias duras respecto de sus objetos propios –empíricamente verificables–. Esta es la perspectiva desde la cual el saber jurídico recobra racionalidad. La segunda parte del libro, denominada “Lenguajes y sentencia” se dirige al objeto central del trabajo: “analizar cómo hacen los jueces para determinar el significado de las palabras que utilizan”. Los capítulos están dedicados al análisis de los tipos de lenguaje que el autor detecta en la sentencia: natural, científico no jurídico, jurídico y axiológico. Cada uno de ellos da lugar, según el autor, al surgimiento de una pauta orientada a la asignación de sentido a las palabras que


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utilizan los juristas. La primera pauta, referida al lenguaje natural, es la sumisión. El lenguaje natural, sostiene del Carril, es en cierta medida ajeno a los juristas: es la sociedad la que provee a las palabras correspondientes de su semántica respectiva, y les asegura vitalidad. “La sumisión será, entonces, a ese lenguaje que no sólo pertenece a la sociedad que el juez en su función de decir el Derecho representa, sino que es una parte constitutiva de ella misma”. La segunda pauta se refiere al lenguaje científico no jurídico. Partiendo de la evidencia de que “el juez se encuentra fuertemente limitado para dilucidar con éxito la semántica de los términos técnicos de otras ciencias”, el autor concluye en la necesidad de recurrir a la autoridad de la comunidad científica para dar respuesta a las cuestiones lingüísticas que suscitan estos términos. La segunda pauta, entonces, consiste en enfrentar el lenguaje científico no jurídico valiéndose para ello de la opinión de la doctrina especializada mayoritaria. Según del Carril, “no será válida la simple invocación de un trabajo científico aislado puesto que no otorga garantía de precisión”. Sin embargo, “este consenso de la comunidad científica más relevante es algo más que una mera determinación semántica por convención: no es la aquiescencia de un cierto número de personas lo que genera la verdad sino que la coincidencia de opiniones ‘de los más relevantes’ implica una presunción de que podría tratarse de la verdad (como correspondencia)”. A la tercera pauta el autor la titula “la norma como mediadora de lo real”. Luego del análisis del lenguaje jurídico, del Carril concluye que si bien la ciencia jurídica es eso, ciencia –y cuenta con un lenguaje propio que debe ser técnico en aras a la reducción de ambigüedades–, se trata de una ciencia con método que “no es el de las matemáticas; en consecuencia, su lenguaje no adquirirá nunca el grado de perfección simbólica y abstractiva a que ésta sí puede aspirar”. De allí que “la jurisprudencia (y no la dogmática o la ley)” tenga “en la semántica del lenguaje jurídico un papel principal”. En efecto, “su conformación a partir de los hechos concretos le permite un dinamismo que asegura al lenguaje jurídico el contacto con lo real, sin el cual no puede subsistir”. La cuarta pauta se vincula con el lenguaje axiológico. Según el autor, el juez se enfrenta en su tarea cotidiana con expresiones valorativas que debe interpretar: “conceptos como ‘sentencia arbitraria’, ‘mujer honesta’ o ‘justicia’ no pueden aprehenderse sin un ejercicio previo de criterios axiológicos”. Más allá de eso, del Carril sostiene –con citas de Larenz y de García Morente– que “es posible hablar de la interpretación jurídica en general como de una ‘interpretación conforme a valores’: referirse al mundo y a los actos humanos implica emitir juicios valorativos; ante un ente (cargado de valor) la inteligencia no permanece impasible. Esto no implica negar la existencia de una objetividad semántica sino que ‘las reglas gramaticales (...) reciben matices y perspectivas nuevas de acuerdo a la esfera de valores en que se insertan’”. En un ámbito algo más específico, el autor detecta dos clases de enunciados normativos referidos a valores: a) aquellos “que contienen términos que requieren del juez una calificación valorativa de conductas o estados de cosas”; b) los principios, que son “enunciados valorativos puros”. En uno y otro caso el juez debe “llenar” los términos correspondientes al momento de


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sentenciar. Esta exigencia “es tal que (...) una sentencia que no define estos conceptos al aplicarlos, es arbitraria”. No obstante esta nota común, los dos tipos de enunciados difieren “cualitativamente”: “en los enunciados valorativos adjetivos (...) el juez debe generar un estándar valorativo que ‘reemplace’ la expresión axiológica. Por el contrario, en los enunciados de principios existe una cierta noción abstracta de su contenido que, por sí, puede ser aplicada al caso”. De esta diferencia surge –según del Carril– otra: si bien en ambos casos el criterio veritativo preponderante será el de correspondencia, en los enunciados valorativos adjetivos el término correspondiente será la realidad social, mientras que en los principios ese rol lo desempeñará el deber ser. El autor cumple, así, con los objetivos que se había planteado en la Introducción del trabajo. Cada uno de los capítulos, sin embargo, queda abierto a desarrollos complementarios, y –como el propio del Carril reconoce en algún momento– en cierta medida los reclama. El hilo conductor que vertebra todo el libro va dejando preguntas colaterales que sólo pueden ser abordadas desde una teoría del Derecho –cuyo desarrollo requiere, a su vez, detectar todos los elementos que componen el fenómeno jurídico, en primer lugar, y explicarlos, luego–. La respuesta del positivismo de cuño kelseniano no da cuenta de modo satisfactorio de la existencia y, sobre todo, del funcionamiento de los principios jurídicos, puesto que los aparca contra-intuitivamente, y sin dar razones, de forma dogmática, en el arcón de la irracionalidad, como un sector de los autores positivistas se ha encargado de mostrar. La aceptación con todas sus consecuencias de la presencia de los principios dentro de los sistemas contemporáneos supone, asimismo, la inclusión de una regla de reconocimiento meta-normativa, con contenido ético 3. Tanto para una como para otra de las posiciones mencionadas, es decir, tanto para el positivismo excluyente como para el incluyente 4, y más aún para el ne-

3.  Intento que, por cierto, no está exento de problemas. Cfr., al respecto, Etcheverry, J. B., El debate sobre el positivismo jurídico incluyente. Un estado de la cuestión, UNAM, México, 2006, pp. 387-396. 4.  Como explicó recientemente Pilar Zambrano, “el debate interior al positivismo entre positivistas incluyentes y excluyentes se generó a raíz de la crítica de Ronald Dworkin a las tesis positivistas de Hart acerca de la separación entre Derecho y moral en la determinación de la validez del Derecho y en su interpretación, esbozada particularmente en una serie de artículos publicados entre 1965 y 1976, y recopilados en los primeros seis capítulos de Taking Rights Seriously, Gerald Duckworth & Co. Ltd., Londres, 1977” (cfr. Dworkin, R., Los derechos en serio, Guastavino, M., trad., Ariel, Barcelona, 1984). Las primeras respuestas a estas críticas de Dworkin aparecieron en los siguientes trabajos: Soper, E. Ph., “Legal Theory and the Obligation of a Judge: The Hart/Dworkin Dispute”, Michigan Law Review, 75 (1977), p. 473; Coleman, J., “Negative and Positive Positivism”, Journal of Legal Studies, 11 (1982), p. 139 (reimpresos en Ronald Dworkin & Contemporary Jurisprudence, Cohen, M., ed., Duckworth, London, 1984, caps. 1 y 2) y Lyons, D., “Principles, Positivism and Legal Theory”, Yale Law Journal, 87 (1977), p. 415. Dworkin respondió a estas y otras críticas en “Seven Critics”, Georgia Law Review, vol. 11, n° 5 (1977), y en Ronald Dworkin & Contemporary Jurisprudence, cit., pp. 247-300. El propio Hart también respondió a las críticas de Dworkin en el Po-


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oiusnaturalismo 5 o para el llamado “no-positivismo principialista” 6 –conectado con el positivismo incluyente, aunque no coincida con él en todos los aspectos– la realidad del constitucionalismo contemporáneo (del “neoconstitucionalismo” 7) se presenta en forma de desafío, con una pregunta acuciante: ¿es posible establecer la justicia o injusticia de las soluciones que ofrecen los sistemas jurídicos –y, a partir de ellos, los jueces– a los casos concretos? Cualquiera sea la respuesta que reciba esta pregunta, surge de modo paralelo una segunda inquietud: ¿cómo deben proceder los jueces cuando el sistema los enfrenta a la necesidad de elegir –es decir, de valorar–? Lenguaje jurídico, teoría del Derecho, teoría de la argumentación y, finalmente, teoría de la justicia, son abordables en forma de preguntas que acaban enlazándose entre sí. El intento de dar respuesta a una conduce a la otra, y a la otra, y a la otra, y esta última retrotrae a la primera, en ese dinámico “ir y venir de la mirada” al que se refería expresivamente Engisch 8. El lugar de encuentro que se propone en

scriptum de Hart, H.L.A., The Concept of Law, Clarendon Press, Oxford, 1994, pp. 238-276. Entre los principales referentes del “exclusive legal positivism” cabe incluir a Leiter, B., en “Legal Realism, Hard Positivism and the Limits of Conceptual Analysis”, Hart’s Postscritpt: Essays on the Postscript to the Concept of Law, Coleman, J. (ed.), 2001, p. 355; Joseph Raz, en “Legal Positivism and the Sources of Law”, The Authority of Law. Essays on Law and Morality, Clarendon Press, Oxford, 1979, p. 37; Scott Shapiro, en “On Hart’s Way out”, Hart’s Postscritpt: (...), cit., p. 149; Marmor, A., en “Exclusive Legal Positivism”, Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law, Coleman, J., & Shapiro, S. (eds.), 2002, pp. 104-124. Por su parte, el “Inclusive legal Positivism” nuclea a autores como Coleman, J., en “Negative and Positive (...)”, cit., “Incorporationism, Conventionality, and the Practical Difference Thesis”, Legal Theory, 2 (1998), p. 381, y The Practice of Principle. In Defense of a Pragmatist Approach to Legal Theory, Oxford University Press, 2001; y Waluchow, W.J., Inclusive Legal Positivism, Clarendon Press, Oxford, 2000, y “Authority and the Practical Difference Thesis: A Defense of Legal Positivism”, Legal Theory, 6 (2000), pp. 45-82. Cfr. Zambrano, P., “El liberalismo político y la interpretación constitucional”, en Cianciardo, J. (coord.), La interpretación en la era del neoconstitucionalismo. Una aproximación interdisciplinaria, Buenos Aires, Ábaco, 2006, pp. 83-117, p. 84, n. 4. Cfr., asimismo, Etcheverry, J. B., El debate sobre el positivismo jurídico incluyente (...), passim. 5.  Cfr. Massini, C. I., “La nueva escuela anglosajona del Derecho natural”, en, del mismo autor, El derecho natural y sus dimensiones actuales, Buenos Aires, Ábaco, 1999, pp. 67-89. 6.  Cfr. García Figueroa, A., Principios y positivismo jurídico. El no positivismo principialista en las teorías de Ronald Dworkin y Robert Alexy, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, passim. 7.  Cfr., al respecto, Cruz, L. M., La Constitución como orden de valores. Problemas jurídicos y políticos, Granada, Comares, 2005, passim, y, más recientemente, Estudios sobre el neoconstitucionalismo, México, Porrúa, 2006, passim. 8.  Engisch, K., Logische Studien zur Gesetzeanwendung, 3° ed., Heidelberg, 1963, p. 15, n. 41. La expresión ha sido traducida como aparece en el texto en Hassemer, W., “Hermenéutica y Derecho”, Anales de la Cátedra de Francisco Suárez, 25 (1985), p. 71. Cfr., asimismo, la versión de Rodríguez Molinero, M., Introducción a la ciencia del Derecho, Cervantes, Salamanca, 1991, p. 210.


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el debate contemporáneo es la teoría general de los derechos constitucionales, que permite ese paso con cierta facilidad y familiaridad –la discusión ética y política contemporánea se nutre del discurso de los derechos– más allá de algunas inevitables imprecisiones. Por eso no puede sorprender que el aporte de El lenguaje de los jueces resulte tan interesante, por un lado, e inquietante, por otro: su autor nos enriquece con propuestas profundas y novedosas, y mucho más aun con preguntas incisivas, cuya respuesta conectará el libro que ahora se publica con otros trabajos futuros que, así lo espero y auguro, emprenderá Enrique del Carril. Juan Cianciardo

Francisco José Contreras Peláez, Kant y la guerra. Una revisión de la Paz Perpetua desde las preguntas actuales, Tirant lo blanch, Valencia, 2007, 310 pp. Contreras Peláez ha publicado un libro dedicado al filósofo alemán Immanuel Kant, autor del que se había ya ocupado en su anterior obra “Tribunal de la razón: el pensamiento jurídico de Kant (2005)”. El propósito de esta nueva obra radica en llevar a cabo un análisis de la doctrina ética y jurídica-política de Kant sobre la guerra, la paz y la sociedad internacional. A pesar de que la obra principal del filósofo alemán sobre este tema sea Hacia la paz perpetua, Contreras aborda la investigación realizando continuas remisiones y comparaciones con otros escritos. Estamos ante un libro, riguroso, sistemático, muy bien documentado, de fuerte sabor académico. La explicación de esto último probablemente se encuentre en que la base de esta obra es el ejercicio de investigación presentado al concursooposición que le hizo conseguir al autor la habilitación como catedrático de universidad. En el texto abundan las citas a pie de página, a veces excesivamente largas, la mayoría muy útiles para delimitar de una forma más ordenada la importancia de los contenidos. Hay que agradecer al catedrático de Filosofía del Derecho que se acerque a los temas sirviéndose de un lenguaje sencillo y claro, que facilita y ayuda a la comprensión de cuestiones que, en ocasiones, no son tan sencillas como el autor consigue hacer creer al lector. El libro consta de seis capítulos, muy desiguales en extensión. El apéndice bibliográfico final de la obra da idea del vasto material bibliográfico que ha utilizado el autor para la elaboración de esta obra. El breve “Prólogo” resulta valioso, en la medida en la que Contreras presenta ante el lector una visión resumida, pero muy sincera, del contenido de la obra, con el fin de descartar a lectores poco interesados en estos asuntos. Como él mismo ahí aclara, en el libro gozará de gran importancia el contexto filosófico, jurídico-político y bélico de la doctrina internacionalista kantiana. Y, precisamente, por ello, se ocupará de rastrear los antecedentes doctrinales de ésta. El lector puede encontrar en esta obra explicaciones detalladas de


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las tesis internacionalistas e irenológicas de autores como Erasmo, Vitoria, Sully, Penn, Saint-Pierre, Rousseau, etc., además de referencias a la conocida Klassische deutsche Friedensdiskussion, la polémica ética y filosófico-jurídica en torno a la paz y la guerra, que tuvo lugar en el ámbito cultural germánico a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Interesa resaltar que el autor trata de demostrar, a lo largo de sus páginas, que la doctrina irenológica de Kant y su teoría de la sociedad internacional gozan de gran actualidad en el siglo XXI, desde el momento que gran parte de las cuestiones que el filósofo alemán abordó siguen teniendo hoy día un enorme protagonismo. No es que el autor elabore un capítulo específico para estas “proyecciones contemporáneas”, sino que se va refiriendo a ellas cuando las reflexiones sobre Kant así lo requieren. El capítulo primero, “El contexto de Hacia la Paz Perpetua: De la coalición antirrevolucionaria a la Paz de Basilea”, en pocas páginas, se remonta a la guerra antirrevolucionaria de 1792-95 y su superación a través de la Paz de Basilea, con el fin de situar el pensamiento de Kant en este contexto histórico concreto. Llama la atención la tesis defendida por el autor de que el tono pacificador de Kant apenas tuviera conexión con las condiciones históricas de la Paz de Basilea. El capítulo segundo, bajo el título, “¿Una obra menor?”, se dedica también muy resumidamente a despejar las posibles dudas sobre si la tarea que se propone con el libro merece la pena llevarla o no a efecto. Contreras trata de convencernos de que el Kant de Hacia la Paz Perpetua está a la altura de sus escritos anteriores y por ello la obra viene a encajar coherentemente dentro del sistema kantiano. El capítulo tercero, “La paz como imperativo moral y la paz como finalidad de la naturaleza: Kant frente a Hegel”, nos pone sobre la pista de que en el libro Hacia la Paz Perpetua se vislumbra cierto carácter dual, que incluso pudiera dar lugar a pensar que el pensamiento de Kant es contradictorio: por un lado, en su primera parte, propone una estrategia jurídico-política para la instauración de una paz internacional definitiva. Es en esta parte cuando señala que la paz “debe ser”, sugiriendo una serie de pasos para el cumplimiento de ese deber. Se revela aquí, de acuerdo con Contreras, “el Kant deontologista de la Grundlegung y de la Crítica de la razón práctica”. Sin embargo, en la segunda parte, en el suplemento sobre las “garantías de la paz perpetua”, Kant asume una óptica distinta, la de la teología natural y la filosofía de la historia, intentando ahora demostrar que la consecución final de la paz perpetua está garantizada por la naturaleza y por la historia. Como indicará Contreras, Kant pasa de asumir un enfoque deontológico en la primera parte a defender otro teleológico o “protohistoricista” en la segunda. El punto de partida de Kant es el de que la paz no se nos ha concedido a los hombres de una manera natural y, en consecuencia, debemos producirla, construirla e instaurarla, a través de normas y acuerdos jurídicos. El Derecho se convierte así para el filósofo alemán en la solución factible para la pacificación. Contreras trata de reflejar, de una manera concienzuda y convincente, que de ningún modo asume Kant un planteamiento de “fundamentalismo pacifista” en el plano filosófico-moral. Como él mismo precisa: “el esfuerzo por superar la guerra es, en Kant,


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más una cuestión filosófico-jurídica que una cuestión ética”. Contreras propone, por consiguiente, como línea de razonamiento de Kant que si para él la guerra es rechazable es porque aniquila la libertad, siendo éste el valor jurídicamente principal. También se nos presenta al filósofo alemán enfrentado a Hobbes, en lo que a la concepción de las relaciones internacionales se refiere. Para Kant de poco sirve que garanticemos la paz en el seno del Estado-nación, si luego pueden desencadenarse guerras interestatales. El capítulo cuarto, “Las condiciones preliminares para la paz”, se centra en examinar los seis artículos preliminares del tratado kantiano en los que el filósofo alemán desarrolla diversos aspectos de la praxis política de su momento que le parecen irreconciliables con su deseo de pacificación. De ahí que algún autor los haya definido como “condiciones negativas de la paz”. El autor analiza con detenimiento cada uno de los artículos preliminares y va sacando paulatinamente conclusiones. Así, entre otras, que para Kant la paz no es un mero armisticio o que el Estado es un sujeto jurídico-moral y no ha de concebirse como un objeto o una “cosa” de la que es propietario el que en cada momento detenta el poder. Esta afirmación de Contreras me parece sumamente importante ya que nos presenta al filósofo alemán alejado de planteamientos nacionalistas y más bien como un estatalista, al defender que los Estados de igual modo que las personas individuales son fines en sí mismos, y que la dignidad de Estado constituye un mero reflejo de la dignidad de la persona individual. El tercer artículo preliminar no goza de menos importancia que los anteriores desde el momento que Kant aboga en él por que los ejércitos permanentes desaparezcan totalmente. Me parece interesante el planteamiento de Contreras al comparar en este aspecto el pensamiento de Kant con el de Maquiavelo. Ambos rechazan las tropas profesionales, pero Kant por razones morales y por ser un instrumento peor para la paz, mientras que Maquiavelo por razones utilitarias, por su escasa fiabilidad y eficacia bélica. El examen del cuarto artículo preliminar nos acerca a un Kant con cierto “sabor protokeynesiano”, ya que el filósofo alemán se nos revela aquí no rechazando el endeudamiento estatal en términos absolutos sino tan solo aquél que se dirige a facilitar medios para entablar una guerra. El análisis del quinto artículo preliminar es de vital importancia, por garantizar el principio de no intervención por la fuerza en los asuntos internos de otro Estado. Kant se descubre reticente y crítico frente al “gobierno paternalista” cuando proclama que el Estado no debe “salvarme de mí mismo”: no debe coartar mi libertad “por mi propio bien”, en tanto yo no vulnere los derechos de otros. También el contenido de este artículo posibilita al autor sugerir el debate en torno al concepto de injerencia o intervención humanitaria, muy actual en la discusión iusfilosófica actual. El sexto artículo preliminar se dedica a analizar las reglas del ius in bello, lo que necesariamente conduce a preguntarse: pero, ¿no son la guerra y el Derecho conceptos intrínsecamente incompatibles para Kant? Contreras tratará de convencer al lector de que las páginas que dedicó el filósofo alemán al ius in bello constituyen una aportación extremadamente relevante, por haber contribuido a sentar


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las bases teóricas del desarrollo normativo de Derecho internacional humanitario a partir de la segunda mitad del siglo XIX: “La guerra es, en principio, ilegal; pero, una vez que ha estallado, tiene sentido intentar ‘juridificarla’ (...): someterla a ciertas reglas de humanidad, moderar su rigor, de forma que entre los contendientes no se abran brechas insalvables de destrucción y odio”, precisa literalmente Contreras. El catedrático de Filosofía del Derecho tendrá todavía mucho más difícil conseguir demostrar el pensamiento coherente de Kant cuando se refiera a su amplia y generosa justificación de la guerra preventiva en su obra la Metafísica de las costumbres. El capítulo quinto del libro se centra en el examen pormenorizado de las condiciones definitivas para la paz. El primer artículo definitivo da por sentado que existe una interacción entre la sociedad internacional y la estatal y además nos adentra en la categoría del republicanismo. Me parecen especialmente valiosas las páginas en las que el autor explica en qué consiste la “república” kantiana y cuáles son las características del estilo republicano de gobierno. Queda claro para el lector que “representatividad” no equivale en Kant a “democracia”, desde el momento que no creía que la sociedad de su tiempo estaba capacitada para la “colegislación”, esto es, para la participación democrática en el proceso político a través del voto. Lo verdaderamente original de este capítulo es que Contreras trata de averiguar en qué medida la “república” de friedensfreundlich favorece la paz internacional. Como él mismo sugiere, en la misma línea argumental que asumiría Hegel, abundan los comentaristas que entienden rebatida por la propia experiencia histórica la ingenua confianza de Kant en el pacifismo popular y en la “republicanización como pacificación”. El segundo artículo definitivo relata que “el Derecho internacional debe basarse en una federación de Estados libres”. Para Contreras el filósofo alemán actúa aquí por analogía, otorgando a la sociedad internacional la misma lógica que había operado antes en el ámbito nacional: “así como cada individuo tiene derecho a exigir de los demás el abandono del estado de naturaleza y el ingreso en una constitución civil, así, en el nivel interestatal, cada Estado estaría facultado para exigir de los otros que ingresen todos juntos en una constitución similar a la civil”. La idea del Estado mundial es claramente descartada por Kant, por razones pragmáticas y conceptuales. Si el filósofo alemán dice “no” a la república mundial es porque desea una sociedad mundial en la que el Derecho internacional siga siendo posible. También de gran interés son las páginas en las que el autor nos descubre a Kant como un precursor del Romanticismo, por su acusado interés por las diversidades histórico-culturales nacionales. El filósofo alemán parece ser contundente cuando apuesta por una solución cosmopolita-federal, que entronca con una amplia y larga tradición. Son muchos los pasajes de este capítulo que conectan con temas de rabiosa actualidad. Uno de ellos es el que plantea la cuestión de si verdaderamente la Völkerbund horizontal, soft y descentralizada de Kant se puede considerar que anticipa el espíritu de la actual “globalización”. El tercer artículo definitivo aborda el tema de la libertad comercial, el derecho de visita y el colonialismo, resaltando el tinte cosmopolita del pensamiento jurídi-


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co kantiano, ya analizado en epígrafes anteriores. Kant se nos presenta de nuevo como un sujeto adelantado a su tiempo, al haber defendido un postura claramente anticolonialista plenamente coherente con su humanismo cosmopolita. El último capítulo del libro, titulado “La ‘garantía’ de la Paz Perpetua: ¿Necesidad histórica o esperanza? (con un Epílogo teológico)”, no introduce en cuestiones que entroncan con la pregunta no tanto de ¿qué debo hacer? cuanto de ¿qué debo esperar? La filosofía de la historia cobra protagonismo en estas páginas, puesto que se trata de dilucidar ahora si el camino hacia la paz perpetua es posible que llegue a realizarse históricamente. Una vez más, Contreras apunta la evidencia de que Kant asume una postura ambivalente y ciertamente contradictoria respecto a la guerra: “al tiempo que la condena moralmente y encomienda al Derecho su progresiva superación, también le está reconociendo un valor civilizatorio”. Destacaría de este capítulo las páginas que el autor dedica a la tradición teórica del “pacifismo comercial” (Montesquieu, Adam Smith, Thomas Paine) con la que entronca Kant. Del mismo modo son muy bellos los pasajes en los que Contreras explica la difícil armonización kantiana entre libertad humana y providencia teleológico-natural (“destino”), en aras de garantizar la paz perpetua. El epílogo teológico constituye una invocación a la esperanza, a la fe. Gracias a que Dios no se muestra “constante y permanentemente ante nuestros ojos” podemos obedecer la ley moral, por esperanza, por deber. Y es que para Kant, verdaderamente, Dios ha deseado que existiera la autonomía moral del hombre. Queda claro tras la lectura del libro de Contreras que el Kant de Hacia la Paz Perpetua es el filósofo que apuesta por el valor de la esperanza y la libertad. No olvidemos que la guerra entraña la negación de la libertad y el Derecho es el instrumento que sirve a la conquista de la paz, pero no de cualquier paz: sólo de aquélla compatible con la libertad que no aniquila la esperanza humana. Cristina Hermida

Rafael DOMINGO OSLÉ, ¿Qué es el Derecho global?, Consejo General del Poder Judicial, Centro de Documentación Judicial, Madrid, 2008, 261 pp. Desde una teorización que pretende ser al mismo tiempo constructiva e interpretativa, y cumpliendo el “deber de los hombres del Derecho” ante la globalización, el autor, catedrático de Derecho romano en la Universidad de Navarra, ofrece a la comunidad científica una fundamentación de lo que, en su opinión, han de constituir las bases de “esta nueva realidad naciente” que es el Derecho global; el ius commune totius orbis, que “habrá de imponerse con la fuerza y naturalidad de las evidencias”. Y en efecto ese “Derecho global” inmediatamente definido, en la introducción del libro, como “un orden jurídico mundial que, partiendo de la noción de persona


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como origen del Derecho, rige las relaciones de justicia en la medida en que afectan a la humanidad en su conjunto” es objeto de una doble fundamentación, “histórica y jurídica”, que articula respectivamente las dos partes en que se divide la obra. Y así, bajo el rótulo “Del ius gentium al derecho internacional”, se aborda, en la primera parte, la continuidad histórico/conceptual de la idea de Derecho de gentes, en tanto, fuente del Derecho global. Una continuidad que, tal y como se muestra en el capítulo primero –“Ius Gentium, un concepto romano”–, tiene su punto de partida no en Roma, sino en la concepción griega de la justicia con su convicción de que la naturaleza trasciende la voluntad humana limitando sus decisiones. Como es bien sabido, Cicerón fue quien tuvo el mérito de aplicar ese pensamiento griego a las relaciones “internacionales” utilizando por vez primera la expresión ius gentium. Una expresión que superaba el denominado ius fetiale y que luego sería asumida por los juristas romanos y también –tal y como se refleja en el capítulo segundo “Ius commune, un concepto medieval”– por los juristas (civilistas y canonistas) y teólogos medievales, aunque en un contexto radicalmente distinto, toda vez que la gran aportación medieval a la cultura jurídica fue la elaboración del llamado Derecho común (ius commune): un Derecho de validez general y aplicado en armonía con los Derechos locales (iura propia). En este capítulo se examinan los diferentes desarrollos de ese ius commune en tres ámbitos europeos: el del Derecho romanocanónico (ius commune), el del Derecho inglés (common law) y el ámbito del Derecho consuetudinario francés (droit commun), realizándose también un sucinto análisis del ius canonicum y de la sharia y la siyar islámicas, en cuanto instrumentos de reflexión para la formación de un Derecho global. El concepto de ius gentium también fue asumido –tal y como se señala en el capítulo tercero, El Derecho internacional, un concepto moderno–, por los humanistas renacentistas y los ilustrados racionalistas que acabaron convirtiéndolo en un Derecho interestatal en sentido estricto. Análisis especial reciben Kant y Bentham quienes acuñaron respectivamente los conceptos de Weltbürgerrecht e International Law, capitales para la consolidación del Derecho internacional. También en este capítulo se examinan, sucintamente, algunos de los nuevos intentos de conceptualización del Derecho internacional, en concreto los de Jessup, Jenks, Rawls y D’Ors. Concluida la fundamentación histórica, la segunda parte de la obra, Hacia un Derecho global, se ocupa de la fundamentación jurídica de ese nuevo “Derecho global” comenzando por un lúcido análisis tanto de la crisis de los conceptos de Estado y soberanía, cuanto, y sobre todo, de la crisis de la territorialidad sobre la que se sustentan tales conceptos. Ese análisis, realizado en el capítulo cuarto, La crisis del Derecho internacional concluye examinando, como corolario de lo anterior, la crisis “irreversible” de la ONU y es que, según el autor, a la vista de su organización jerárquica y disfuncional y de su incapacidad para mantener la paz en el mundo, no valdrían ya revisiones ni reformas, sino únicamente su disolución para ceder sus derechos a una nueva organización mundial, la correspondiente a la “comunidad humana global”.


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La caracterización de esa comunidad, a no confundir con la “sociedad civil global”, es abordada en el capítulo quinto, El Derecho global, un reto de nuestros días, el más ambicioso del libro y en el que se entra de lleno en la fundamentación jurídica de ese nuevo Derecho global. Y así, tras volver sobre la ineficacia de la Grundnorm kelseniana correspondiente al Derecho internacional, se hace descansar el Derecho global en el concepto de persona –definida como viviente humano y en cuanto tal, digno, nomóforo y portador de derechos que han de ser reconocidos por los ordenamientos jurídicos–. Ex persona oritur ius, he ahí la regla de oro del Derecho global, que tendría su correspondiente regla de plata en una norma de reconocimiento, que justifique cuanto haya de ser regulado por el Derecho global por ser de su competencia y que rezaría quod omnes tangit ab omnibus approbetur. Esa “reserva de globalidad” se corresponde con la decisión tomada por el “Parlamento global”, la columna vertebral de la “Humanidad Unida”, nombre que el autor da a la nueva organización que habría de sustituir a la ya inservible ONU. Una Humanidad Unida que se organizaría políticamente no como un superestado mundial correspondiente a una nación, sino como una “antropoarquía”, correspondiente a un populus populorum, basada en la legitimidad más que en la legalidad y que apuesta por la fórmula del rule of law frente a la del Estado de derecho. Mención aparte merecen las brillantes páginas que el autor dedica al papel del territorio en la fundamentación del Derecho global. En ellas, tras criticar la tesis schmittiana de la tierra como madre del Derecho (die Mutter des Rechts) y señalar como uno de los más grandes errores de la ciencia jurídica moderna el intento de construir la Teoría del Derecho a partir del territorio, defiende la tesis de que, para el Derecho global, no hay propiamente propiedad sobre la tierra ya que ésta no tiene dueño por cuanto no es disponible, sólo cabría el aprovechamiento, el usus, que comprende también el disfrute (frui) pero jamás la facultad de disposición (habere). La estructura jurídica de ese nuevo Derecho global, bosquejada en el capítulo quinto, se completa en el capítulo siguiente y último del libro, Principios jurídicos informadores del Derecho global. Y así, tras aludir sucintamente a la discusión en sede iusfilosófica sobre la distinción entre reglas principios, concluyendo que cabe hablar de reglas principiales y de principios reglados, señala los siete principios primarios configuradores del Derecho global. Siete principios precisamente porque es “el siete el número que indica la perfección”. De ellos, los tres primeros –justicia, racionalidad y coerción–, serían los principios comunes a los ordenamientos internacional y global, toda vez que, por el momento, han de compaginarse, mientras que los cuatro restantes –universalidad, solidaridad, subsidiariedad y horizontalidad–, serían los específicos del Derecho global. Un Derecho global para cuya consolidación resulta imprescindible la configuración de una cultura jurídica universal. Y precisamente para ello, el autor, siguiendo expresamente los ejemplos de Justiniano y R. Pound, incorpora, al final de este capítulo, una serie de aforismos en latín que resumen todo lo defendido en el libro con el objetivo de la formación jurídica global de los futuros juristas que,


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por cierto, en cuanto hombres del Derecho, tendrían el mismo deber de contribuir a la nueva construcción que es el Derecho global que ya tenemos los actuales juristas, según expone el autor en la combativa conclusión del libro, A la tercera, la vencida. Una conclusión a cuyo entusiasmo resulta tan difícil sustraerse como difícil es no rendirse ante la erudición y capacidad de síntesis de un texto que, por lo demás, ofrece expresamente ideas “en carne viva” para promover un diálogo intelectual abierto y de carácter académico. Así las cosas, y en aras de ese diálogo pretendido por el autor cabría, entre otros, hacer dos apuntes. El primero, en cuanto al título de la obra. Título que parece dar por sentado que el Derecho global ya “es”, ya está acabado, cuando del texto se sigue que, si ese Derecho global “es”, es algo a construir, algo en construcción, con lo cual habría que hablar, más bien, de qué queremos que sea, qué debe ser o cómo ha de ser el Derecho global... Cualquiera de esos títulos, si bien carece de la contundencia interpretativa del elegido por el autor, incide más en el propósito constructivo que también le guía. El segundo apunte atañe a la fundamentación de ese Derecho global. Y es que la fundamentación “histórico-jurídica” ofrecida por el autor presenta, en opinión de quien escribe, algunos inconvenientes. En cuanto histórica, el de sustentar implícitamente que lo que ha llegado a ser debe, por ello mismo, ser. Y en cuanto jurídica, presenta, ante todo, la circularidad de fundamentar jurídicamente el Derecho global. Por lo demás, esa fundamentación “jurídica” parece acabar por no serlo toda vez que, tras fundamentar en la persona, en el “viviente humano” el Derecho global, el autor, literalmente, atribuye a los científicos el “patrimonio de determinar la noción de viviente humano, ya que la vida humana, es un factum, un hecho constatable”. Así las cosas, el auténtico fundamento del Derecho global ofrecido por el autor, no sería ex persona oritur ius, sino ex facto oritur ius, o, si se quiere y en último término, ex facto personae oritur ius. Por supuesto, lo que acaba de señalarse no disminuye sino, todo lo contrario, abunda en la capacidad de incitar el diálogo y también en el rigor y la erudición de un texto que no sólo ha merecido el premio “Rafael Martínez Emperador” en su edición de 2007, sino que, por el entusiasmo y convicción con que está escrito, arrastra a sus lectores a la tarea de construir, aquí y ahora, de un modo u otro, el Derecho común de la Humanidad. Aurelio de Prada

Joel-Benoit D’ONORIO (dir.), Loi naturelle et loi civile, Pierre Téqui, París, 2006, 179 pp. Se recogen en el presente volumen las actas correspondientes al XXI Coloquio Nacional de la Confederación de Juristas Católicos de Francia. Un coloquio cier-


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tamente especial toda vez que su tema fue directamente propuesto por el cardenal Ratzinger, pocos meses antes de ser elegido Papa bajo el nombre de Benedicto XVI. Y en efecto, en carta dirigida al profesor d’Onorio, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, informaba del estudio emprendido por dicha Congregación para verificar en qué medida los contenidos esenciales de la ley moral natural están presentes en la sociedad actual. Asimismo informaba de los primeros resultados de dicho estudio que habían llevado a la constatación de que, pese a la Declaración Universal de Derechos Humanos, en muchos medios se habían “oscurecido” las verdades morales naturales que durante siglos habían sido pacíficamente reconocidas como evidencias éticas y principios indiscutibles de la vida social. A la vista de la importancia, complejidad y urgencia del tema no sólo para la Iglesia sino también para la sociedad, la carta concluía invitando a la Confederación de Juristas Católicos de Francia a tomar en consideración, dentro de sus líneas de investigación y especialización, la posibilidad de organizar un simposio al respecto y ello con la idea de que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe sino de interpretar y defender los valores fundados sobre la naturaleza misma del ser humano. A tan sugerente, y poderosa, invitación dicha Confederación respondió organizando un coloquio nacional sobre el tema “ley natural y ley civil”. Un binomio cuyas tensiones son tan antiguas como la propia civilización y que, según los organizadores, parecen haber concluido en el oscurecimiento de las nociones mismas de ley, orden justo, naturaleza humana y libertad individual dado el triunfo del positivismo jurídico y del laicismo republicano. Desde ese punto de vista y toda vez que se considera que la ley natural es inseparable de la recta razón y que su rechazo procede de una ignorancia largamente compartida, los organizadores del evento han juzgado imprescindible el establecimiento de un nuevo inventario en una sana confrontación de diferentes escuelas filosóficas y tradiciones jurídicas a fin de que esos principios primeros vuelvan a ser, en nuestros días, principios comunes. Y efectivamente a esta búsqueda de “concordia civil” es a la que se entregan los diversos autores de la obra comenzando por el propio editor quien, en una contribución titulada Loi naturelle et loi civile: Un mariage de raison, examina, desde un punto de vista histórico, las relaciones entre la ley natural y la ley civil desde los presocráticos hasta nuestros días, haciendo especial hincapié en la síntesis de Tomás de Aquino y la crítica de los modernos, para concluir con una advertencia a los “legisladores autistas” tomada de Isaías: ¡Ay de los autores de leyes inicuas! Por su parte, el cardenal Z. Grocolewsky en su trabajo sobre La loi naturelle dans la doctrine de l’Église, tras una sucinta caracterización de la misma deteniéndose en sus propiedades de universalidad, inmutabilidad e inteligibilidad y en sus relaciones con el Decálogo concluye en que aunque la ley natural expuesta en la doctrina de la Iglesia constituye la base del humanismo cristiano, las exigencias éticas en ella contenidas no requieren en sí mismas la profesión de la fe cristiana.


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Si bien el titulo de la siguiente contribución Loi naturelle et loi divine parece salirse del marco del simposio no hay tal, y es que su autor, el profesor R. Brague, acaba por cotejar la idea cristina de ley divina con la idea islámica hasta llegar a la conclusión de que el escaso aprecio del hombre contemporáneo por la idea de ley divina no es una cuestión de sensibilidad sino de principio. Principio que, parafraseando a Terencio podría resumirse en el “peligroso” lema omne non humanum a me alienum puto toda vez que, según el autor, sin un punto de referencia exterior no podemos saber si la existencia sobre la tierra de la especie homo sapiens es o no algo bueno. Por su parte la profesora M.P. Deswarte en su contribución titulada La loi naturelle et le concept de loi selon la République en France comienza por analizar los sucesos de la revolución francesa hasta llegar, basándose en el contrato social rousseaniano, a la conclusión de que la República es para sí misma su propia ley natural. La “verdadera naturaleza del hombre” acabaría “protestando” contra esa “ley natural” y ello no sólo con el desprecio de la ley republicana sino con la reivindicación expresa de una ley que sea buena no por ser ley, la ley, sino por hacer el bien. A una conclusión aún más concreta llega el profesor, A. Sériaux en su trabajo La loi naturelle, loi de vie y, efectivamente, tras señalar cómo el hombre se sitúa entre la naturaleza y el proyecto, como no es ni ángel ni bestia, acaba por reivindicar para el “don de la vida” la aplicación del principio “dejar ser al ser”. Un principio que llevaría a no “osar” interrumpirla ni tampoco a alargarla indebidamente. El interrogante con que el profesor J.B. Donnier abre su contribución, Les droits de l’homme, renouveau de la loi naturelle?, no tiene una respuesta unívoca y es que frente a la disyuntiva de si los derechos del hombre pueden ser percibidos como el signo, la manifestación de una renovación de la ley natural o bien, a la inversa, como el instrumento de una relegación de la ley natural que vendrían a ocultarla sustituyéndola, el autor acaba afirmando las dos posibilidades. Y así analiza tanto las lecciones de la ruptura entre ley natural y derechos del hombre como las posibilidades de una renovación de la ley natural haciendo especial hincapié en la propuesta del entonces cardenal Ratzinger de invertir la hipótesis graciano: en lugar del “etiamsi daremus Deus non esse”, habríamos de vivir “quasi Deus daretur”, refundamentando así los derechos del hombre y el derecho natural. Un jurista católico no francés, el prof. italiano F. D’Agostino cierra las contribuciones al simposio con un trabajo titulado La loi naturelle et la loi civile: Une problématique a redécouvrir en el que comienza señalando que la crisis de procedimentalismo que, en su opinión, sufren, las democracias, ofrece buenas esperanzas para una nueva reflexión iusnaturalista capaz de volver a dar a las leyes civiles un fundamento de justicia no tanto formal como esencial, no contingente sino absoluto. A partir de ahí examina el arriesgado reenvío que esa evocación de lo absoluto hace al fundamentalismo. Un fundamentalismo que, a la postre, y para el autor, con su violencia viene a despertar de sus sueños dogmáticos a los teóricos de la democracia que olvidan que las decisiones sobre la vida no pueden confiarse a meros cálculos electorales.


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Un anexo, en el que se incluye un Homenaje a Juan Pablo II, El Papa de los juristas, cierra una obra que interesará no sólo a los juristas católicos franceses, italianos o de cualquier otra nacionalidad sino también a los creyentes no católicos e incluso a los no creyentes en la medida en que se trata no de imponer una verdad de fe sino de reflexionar sobre un tema importante, complejo y urgente. Aurelio de Prada

Paolo Grossi, Europa y el derecho (trad. Luigi Giuliani), Crítica, Barcelona, 2007, 235 pp. La obra que nos ocupa realiza un análisis crítico del recorrido jurídico seguido por la civilización occidental a lo largo de su historia y encuentra acogida dentro de la colección “La construcción de Europa” dirigida por el reconocido historiador Jacques Le Goff, esfuerzo editorial que reúne ensayos sobre los temas centrales para la historia europea. En orden a cumplir la difícil tarea que supone enfrentarse a coordenadas temporales y geográficas tan amplias como complejas, realiza algunas precisiones en las que se pone de relieve algunos rasgos del planteamiento historiográfico nuestro autor. La primera es que la historia del derecho se identifica con la historia de las experiencias jurídicas, es decir, los modos en que ha sido vivido y entendido el derecho en cada época. Para lo que se atiende al contexto cultural, a la antropología de la sociedad de cada época evitando las deformaciones y anacronismos que podrían generarse si se trasladasen al pasado categorías actuales. De esta manera se logra la caracterización del derecho pasado como una experiencia jurídica distinta que enriquece la visión del momento actual. En el caso de Europa estas experiencias jurídicas serían la edad media, moderna y contemporánea; división a partir de la que se estructuran los capítulos del libro. La segunda aclaración es la importancia dada a la regulación de la vida cotidiana de los particulares, énfasis que encuentra su justificación en que dado su estrecho contacto con el tejido social, reflejará con mayor fidelidad su mentalidad jurídica. El vacío dejado por la caída del imperio romano trae consigo que el derecho queda liberado del control del poder político y en la que proliferan sociedades intermedias donde el individuo se encuentra inserto dentro de una comunidad que le permite alcanzar sus intereses dada la ausencia de una fuerza general superior. La crisis demográfica (ocasionada por la carestía, guerras y epidemias) y la consecuente desconfianza en la capacidad del hombre para someter las cosas desembocan en que se preste mayor atención a los hechos sin intento de alterarlos. De ello se desprenden dos notas del derecho en aquella época: se trata de un derecho ordenador y plural. Ordenador, porque supone un orden social que surge espon-


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táneamente a partir de la consideración de la realidad objetiva considerando las exigencias de la vida cotidiana sin pretender alcanzar una elaboración científica como la del derecho romano. Y, plural ya que es el producto de la interacción entre los diversos ordenamientos jurídicos que rigen a los grupos sociales. La fuente del derecho más importante sera la costumbre, debido a que en este escenario sera la repetición colectiva la que genere y consolide el derecho. Posteriormente, debido a que la complejidad de la sociedad reclama la armonización –sin llegar a su supresión– de la diversidad presente en el ámbito jurídico mediante la ciencia, para cuya finalidad se recurre al derecho romano en virtud de la autoridad que le da su antigüedad. El derecho romano es adaptado a las necesidades concretas de la época, surgiendo el derecho común que gracias a su carácter científico logró coexistir con los derechos particulares, alcanzando el carácter de universal. La vuelta al individuo, la confianza en el dominio de la realidad y el ansia de renovar el viejo orden medieval supusieron el surgimiento de la modernidad, en donde las entidades políticas ganan terreno frente a la sociedad. En este momento, los caminos jurídicos de Europa se bifurcan adquiriendo una identidad propia. En Francia, el rey descubre el importante rol que puede jugar el derecho para cimentar su poder mientras que en Inglaterra, el derecho se muestra casuístico gracias a la labor de los juristas prácticos, permitiendo que el derecho mantenga su autonomía respecto del poder político. El intento por desentrañar con rigor la experiencia jurídica romana lleva a que el humanismo jurídico redescubra la dimensión histórica del derecho, recurriendo a la filología como instrumento primordial para alcanzar su cometido. Posteriormente, surge el iusnaturalismo como expresión de la búsqueda de las leyes universales que se encuentran inscritas en la naturaleza del hombre. Para tal cometido, prescinden de la historia y recurren a la abstracción del estado de naturaleza en el que se encuentran los individuos considerados aisladamente, lejos de los condicionamientos sociales y gozando de una libertad irrestricta. Como continuación de la labor emprendida por el iusnaturalismo, la ilustración jurídica conlleva que el derecho se convierta en la cuestión predilecta para la reflexión intelectual y la acción política. La figura del príncipe es exaltada y se elogia la ley, ya que se ve en ella una expresión de la voluntad del monarca; así como el legalismo se abre camino gracias a que toda la producción del derecho queda en manos del poder político. Las primeras manifestaciones históricas del constitucionalismo moderno parten de las fuentes iusnaturalistas, erosionan los vínculos estamentales pero dejan como sedimento un escenario irreal en el que los hombres aparecen como iguales aunque la realidad social presente un panorama dispar. Con la ruptura con el pasado planteada por la revolución francesa, la ley se queda erigida como la única fuente del derecho debido a que se ve en sus características de generalidad, abstracción y rigidez una garantía para la unidad jurídica del Estado. La ley se mitifica, es respetada porque proviene del titular del poder pero no por la justicia de sus contenidos. El código se convierte en una expresión fiel de la pretensión revolucionaria de la estatalidad del derecho, que procura dejar


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atrás la profusa producción jurídica del Antiguo régimen. El jurista queda relegado en el ámbito de la producción del derecho, cuestión que es puesta de relieve por Savigny en su polémica con Thibaut al sostener que debe descartarse el código, debiendo dejarse la ordenación en manos del jurista. En Alemania se forja un derecho abstracto, mediante la pandectística donde se recurre nuevamente al derecho romano. Aunque la atención se centra en el derecho privado, se inicia la construcción de un derecho público que traslada la noción de persona al Estado y entroniza al Estado como defensor supremo del ordenamiento jurídico. El BGB supone la plasmación de los planteamientos de la pandectística en terreno legislativo. La necesidad de la interpretación del código denunciada por Saleilles y Gèny es proseguida por la doctrina del derecho libre. Así mismo, la institución jurídica de la locación deviene en una figura insuficiente para reflejar la complejidad y riqueza de la relación de trabajo, surgiendo el derecho laboral. El último capítulo aborda los itinerarios contemporáneos, período caracterizado por la crisis del Estado y una mayor consideración de la complejidad del ámbito jurídico. La creciente separación entre individuo y Estado lleva al planteamiento de una recuperación de la dimensión social del derecho realizado por Santi Romano. El influjo de la primera guerra mundial y los regímenes totalitarios en el ámbito jurídico junto al proceso de integración jurídica ponen término al contenido del libro. Nuestro autor resulta airoso de la desafiante labor que se le presenta, los esfuerzos de claridad y síntesis –manifestados por el propio Grossi en las primeras páginas– no resultan vanos. La obra presenta el itinerario histórico jurídico de Europa a través de la sugerente visión de su autor; lo que constituye un valor agregado indiscutido para esta publicación que la hace especialmente recomendable. Carlos H. Sánchez-Raygada

Javier Hervada, Lecciones propedéuticas de filosofía del derecho, 4ª ed., EUNSA, Pamplona, 2008, 647 pp. Ve la luz una nueva edición de esta obra del Prof. Hervada, traducida ya a diversos idiomas y clásica para el mundo jurídico. Como el propio autor ponía de manifiesto en la primera edición, pretendía con ella ofrecer a los alumnos con cierta formación jurídica un acercamiento y exposición sencilla de los fundamentos últimos de la ciencia jurídica y del derecho, pero su lectura reporta hoy una gran utilidad no sólo a aquéllos, sino también a todo filósofo del derecho y a cualquier tipo de jurista, académico o práctico. En esta obra, en la que se pone de relieve el vasto conocimiento jurídico e histórico del autor, se nos trata de presentar un sistema de filosofía del derecho desde


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la perspectiva del realismo jurídico clásico sin entrar en polémicas con corrientes contemporáneas de signo diverso, aunque ello no impide que afloren ciertas críticas hacia el racionalismo neokantiano y hacia el positivismo normativista, tanto en su versión formalista como sociológica. Nos encontramos ante unas páginas cargadas de sabiduría jurídica, fruto de los años dedicados al estudio del derecho y de la historia del pensamiento jurídico, páginas que no recogen simples argumentos de autoridad –que pueden tener su valor también–, sino argumentos, reflexiones y aportaciones personales de quien ha dedicado toda una vida profesional al estudio detenido de la realidad y los textos jurídicos. Prueba de ello es la extensa bibliografía citada al final de cada capítulo, así como los casi seiscientos autores citados a lo largo de la obra y recogidos en el índice analítico. Resulta inviable realizar un comentario detallado a las trece lecciones que la componen, pero sí me detendré en los aspectos y cuestiones que entiendo más importantes. Las dos primeras lecciones están dedicadas a exponer qué debe entenderse por filosofía –en particular en el terreno jurídico– y que misión le corresponde. En sintonía con los primeros filósofos griegos, que no se consideraban sabios, sino amantes de la sabiduría, presenta la filosofía como la búsqueda y el amor por la sabiduría, no como la posesión de ésta, inalcanzable de modo completo para el hombre. Abarca la universalidad de los saberes humanos en profundidad, remontándose a las causas y principios. Fue la Modernidad la que introdujo cambios en el modo de afrontar el saber al reservar objetos y métodos diferentes a la filosofía y a las “ciencias exactas”. Éstas se ocuparían del saber fenoménico y positivo, mientras que a la filosofía le correspondería el saber metacientífico de todo lo real para ayudarnos a alcanzar el “sentido último de la vida humana”. Pero esta separación entre filosofía y ciencia se realizó sobre una base ficticia, como pusieron de relieve los intentos de construir una ciencia pura; estos intentos siempre han partido desde unos postulados filosóficos –intencionadamente ocultos– a los que no se puede renunciar. La unidad de lo real y la unidad del conocimiento hacen inviable una separación completa entre ciencia y filosofía, que debe ser entendida como la “ciencia de las ciencias, en cuanto saber último y radical y en cuanto fundamento de las restantes ciencias” (p. 12). Frente a las reiteradas tentativas de separación desde la Modernidad, entiende Hervada que la experiencia es necesaria para el conocimiento, pero no su única fuente. Se precisa simultáneamente de aquélla y de la especulación de la razón, que permite alcanzar conocimientos inaccesibles a los sentidos. Este conocimiento filosófico no quedaría reducido al plano especulativo, sino que abarcaría también la dimensión práctica del ser humano, facilitando de este modo la ordenación de su acción para obrar sabiamente: facilita el poder vivir de modo que se alcance la realización plena como persona. La filosofía del derecho tendría por objeto “el saber filosófico acerca de la realidad jurídica”, sería “la filosofía aplicada al derecho” (p. 20), es decir, “el conocimiento de la realidad jurídica en sus últimas causas y en su más íntimo ser” (p. 27). La ciencia jurídica, en cambio, sería el conocimiento de la realidad jurídica “tal


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como se encuentra positivizada y formalizada”, es decir, “en sus causas próximas e inmediatas y según nos aparece de acuerdo con las fuentes positivas: legislación, jurisprudencia de los tribunales, contratos, etc.” (p. 27). Los orígenes de la filosofía del derecho se remontan a los clásicos griegos y su continuación se extendió sin sobresaltos hasta el final de la edad Media. La distinción moderna entre Naturrecht y Rechtsphilosophie enturbió el modo de entenderla y su confusión con otros saberes próximos pero distintos, como la filosofía moral o la filosofía política. Así trata de ponerlo de manifiesto el Prof. Hervada haciendo un recorrido por los pensadores más destacados de los dos mil quinientos últimos años, resaltando la influencia final del racionalismo; no faltan las alusiones al pensamiento, acerca de la cuestión, de Mendizábal, Hurtado, Sancho Izquierdo, Ruiz Giménez, Martínez Doral, González Vicén, Mayer, Bender, Bobbio, Del Vecchio, Ahrens, Stammler, Sforza, Vanni, Guelfi, Bartolomei, etc. Finaliza estas primeras lecciones con la insistencia en que a la filosofía del derecho le corresponde el conocimiento de la realidad jurídica, al tiempo que proporciona “a la ciencia jurídica sus últimos fundamentos y sus supremos principios”, siendo “capaz de ejercer una función crítica y valorativa de la ciencia del jurista” (p. 52): las leyes no se pueden construir desde el vacío, sino a partir de la realidad jurídica tal como es, y deben ser sometidas posteriormente a una crítica sobre su idoneidad. Las leyes deben estar al servicio del ser humano para que logre su desarrollo personal en el seno de la sociedad. Las lecciones cuatro a ocho recogen su pensamiento acerca del jurista, la justicia (y la injusticia), el derecho y la norma jurídica. Jurista es “quien sabe el derecho, quien tiene el discernimiento de lo justo en el caso concreto, quien discierne el derecho (ius) y la lesión del derecho (iniuria) dentro de unas determinadas y particulares relaciones sociales” (p. 76). El jurista académico no es el más importante, sino aquel que en la práctica diaria debe ofrecer luz sobre lo justo en los casos reales, el que dice lo justo. Esta concepción podría resultar pretenciosa para quienes identifican derecho y ley, conformándose con una visión del jurista como quien dice lo adecuado a la ley, con independencia de que resulte ser injusto. El realismo clásico distinguió entre derecho, previo a la justicia, y la justicia propiamente. Ni uno ni otra son ideales, sino que entroncan íntimamente con la realidad a la que sirven. Al jurista corresponde investigar qué cosas pertenecen a cada ciudadano según los diversos títulos posibles, y decir cómo se debe obrar para hacer justicia. No le corresponde hacer leyes –misión de los políticos que organizan la sociedad–, sino decir de forma prudente lo que es justo, y por ello no les es esencial la fuerza, sino el saber prudencial. El concepto de justicia que maneja es el clásico entre griegos y juristas romanos, como dar a cada uno lo suyo, que perdura con matices hasta finales de la Edad Media. Por ello se distingue y es posterior al derecho: sólo conociendo lo que es de cada uno (su ius), se puede hacer justicia. Rechaza la concepción de la justicia como una Idea o un ideal abstracto a descubrir por la razón para aplicar a la realidad existente. Cabe destacar que la justicia aparece en los textos clásicos como una virtud de los sujetos, que dan a cada uno lo que les corresponde en dere-


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cho. En las páginas 115-163 recoge las críticas más destacables formuladas contra esta concepción –aludiendo especialmente a Kant, Kelsen, Stammler, Roubier, Radbruch, Henkel, Goldschmidt, Ross, Rawls, etc.–, para finalizar desgranando su significado. El derecho, tema central de la filosofía del derecho, es un “universal elaborado por la razón a posteriori, partiendo de la experiencia” (p. 166); tampoco es un ideal, o una idea pura, o una noción formal a priori, sino un ente de razón que expresa una realidad extramental. No basta la apariencia de derecho para que algo sea considerado derecho (error del empirismo) porque éste es al mismo tiempo metaempírico. Para la definición nominal, realiza Hervada previamente un acercamiento etimológico e histórico a los términos ius y derecho, concluyendo que éste debe ser definido hoy como “lo justo” y “orden social justo”, con estrecha conexión con la rectitud tanto de quien ordena como de quien obedece. Sus acepciones históricas se resumen en “ciencia o arte jurídicos, lo bueno y justo, el lugar o sede y el parentesco, añadiendo la potestas o poder y la acción” (p. 180), apareciendo más tarde su acepción como ley, que triunfará tras la Modernidad junto a la de derecho subjetivo. A la pregunta de cuál debe ser la acepción primaria responde que “la cosa justa, también llamada lo justo o lo suyo (lo que pertenece y corresponde al titular)”, de ahí que pueda ser definido el derecho como “aquella cosa que, estando atribuida a un sujeto, que es su titular, es debida a éste, en virtud de una deuda en sentido estricto” (p. 198). En las páginas siguientes explica detenidamente su significado y sus implicaciones: el derecho como objeto de la justicia, la obligatoriedad, el título, el derecho como lo justo y como lo igual, la externidad, la intersubjetividad, el derecho como relación, su fundamento, la coactividad, el derecho subjetivo, el derecho como sistema de deberes, etc. Las páginas 251 a 302 están dedicadas a explicar la injusticia, sus formas y su reparación. La lección octava, que tiene por objeto la norma jurídica, comienza con una delimitación de lo que debe entenderse propiamente por norma y ley, hoy prácticamente identificadas. Advierte que los clásicos no utilizaron el término norma, de ahí las frecuentes confusiones en la literatura jurídica contemporánea cuando se alude a sus escritos. Hoy el término norma designaría el género, mientras que la ley constituiría una especie de la norma. La norma jurídica suele ser estudiada desde tres perspectivas, que se corresponden con la filosofía política, moral y del derecho, siendo ésta última la que interesa a nuestra disciplina. Para la filosofía del derecho la norma constituye uno de los tópicos importantes como objeto de estudio, pero menos que el concepto de derecho y la noción de justicia. La norma jurídica es la regla del derecho, pública o privada, causa y medida del mismo, y que permite ordenar la vida social sin perder de vista el bien común (perspectiva de la filosofía política). Definida como regla del derecho (p. 321), se detiene el Prof. Hervada en analizar su naturaleza jurídica y las cuatro propuestas más generalizadas sobre esta cuestión, como acto de poder, juicio hipotético, juicio deóntico y proposición prescriptiva. Ofrece un examen de


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las doctrinas clásicas y contemporáneas sobre el papel que juegan la razón y la voluntad en la constitución de las normas (pp. 330-369), su autor, sus tipos, sus características, sus funciones, su fuerza, su relación con la moral, etc. En las dos lecciones siguientes aborda otros dos temas de gran relevancia para el filósofo del derecho, la persona y el derecho natural. “Junto a los conceptos de justicia, derecho y norma, compete a la filosofía del derecho analizar el sujeto de la relación jurídica o de justicia, que es, a la vez, el destinatario de la norma” (p. 423). Desde un primer momento aclara que “sólo del hombre es predicable el derecho y únicamente en el mundo humano se da la realidad jurídica”. Es cierto que en el lenguaje ordinario se ha identificado hombre y persona, pero en determinadas corrientes se han suscitado dudas entorno al término “persona” por la tendencia a ignorar las connotaciones ontológicas que implica este término. Ello ha llevado, en no pocas ocasiones, a negar la juridicidad natural a determinados seres humanos –desconociendo que se trata de una dimensión inherente a todos ellos– y trastocar las doctrinas clásicas sobre la dignidad y la libertad de la persona. Acepta la diferencia entre los conceptos filosófico y jurídico de persona (p. 463), pero rechaza que pueda concebirse a la persona en sentido jurídico como aquel ser humano al que las leyes le reconozcan personalidad jurídica, pues “la personalidad jurídica –ser persona– no es una concesión de la ley o de la sociedad. El hombre –y por consiguiente todo ser humano– es persona en sentido jurídico, en cuanto que es –y porque es– persona en sentido ontológico” (p. 469). El derecho natural recibe una atención detenida también, desde sus orígenes hasta nuestros días. Avanza desde los filósofos griegos, en especial desde Aristóteles, hasta la Modernidad, poniendo de relieve la diferencia entre las aportaciones de los distintos pensadores y juristas. Una de las notas más destacables es que este derecho natural clásico es entendido como un derecho vivo, que se complementa con el derecho positivo para hacer efectiva la justicia en la sociedad. Llegada la Modernidad, aparece el derecho natural racionalista, en el que desaparece esa complementariedad por su carácter ideal: sólo el derecho positivo debe ser tenido en cuenta, porque el derecho natural ha sido reducido a abstracciones racionales. Antes de finalizar la obra con dos lecciones dedicadas al conocimiento jurídico y a la metodología de la ciencia jurídica, plantea en la lección once la cuestión de por qué debemos dar a cada uno lo suyo y obedecer las leyes. Aunque en ocasiones se ha confundido el deber moral con el deber jurídico, a la filosofía del derecho le interesa este último deber, que guarda relación con el “orden o armonía de las relaciones sociales que viene exigido por la recta realización de la condición social del hombre” (p. 545). Esta cuestión exige la reflexión no sobre el hombre justo, sino propiamente sobre la sociedad justa. El Prof. Hervada ofrece una exposición detenida de las doctrinas elaboradas a lo largo de nuestra historia. Tal como indique al principio, la obra refleja la experiencia, la reflexión y el saber de un jurista que ha dedicado varias décadas de su vida al estudio del derecho. Si hubiera algo que reprochar, sería su extensión, excesiva para los programas que hoy se imparten en la Licenciatura de Derecho. Pero sin duda nos encontra-


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mos ante una obra jurídica profunda y de amable lectura, en la que su autor no impone su criterio, sino que dialoga y reflexiona para mostrarnos con lucidez las relevantes aportaciones del realismo jurídico clásico. José J. Megías

Patrick Lee y Robert P. George, Body-Self Dualism in Contemporary Ethics and Politics, Cambridge University Press, Cambridge, Nueva York, 2008, 222 pp. Dedicado al maestro Germain Grisez, impulsor, con John Finnis, de la nueva teoría del Derecho natural, Patrick Lee y George P. George abordan, en esta pulcra obra editada por Cambridge University Press, importantes cuestiones éticas acerca de la vida humana, de gran repercusión en el ámbito de la política y el derecho. Objetivo central del libro es recuperar la idea, propia de la tradición occidental, de que lo biológico y lo personal forman un unum indivisibile en el ser humano, y que cualquier intento de separación de esa unidad conlleva el desgarramiento, cuando no la destrucción, del hombre en cuanto tal, sea mujer o varón. En efecto, los seres humanos somos organismos físicos y animales, pero racionales y libres, y nuestra personalidad es sustancial, no accidental; de ahí que la vida humana no sea meramente una conjunto de experiencias vitales conscientes, separables y manipulables, sino una realidad mucho mayor y plena. Ambos autores son conocidos expertos en el campo de la Bioética. Patrick Lee es Director del Instituto de Bioética y Catedrático de esta disciplina en la Universidad Franciscana de Steubenville, en Ohio, y autor de un sugerente libro en defensa de la vida del no nacido: Abortion and Unborn Human Life (1996). Discípulo de Joseph Raz, formado en Oxford en la escuela de Herbert Hart, Robert P. George, es catedrático de Teoría del Derecho en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, donde dirige el prestigioso James Madison Program, y miembro del consejo asesor del Presidente de los Estados Unidos sobre bioética. Sus debates con la profesora Marta Nussbaum traspasaron las fronteras académicas americanas. Desde una posición favorable a la vida y contraria al hedonismo imperante en nuestra sociedad, los autores examinan las implicaciones éticas y políticas que comporta el hecho de que la vida biológica humana, en su sentido más amplio, sea totalmente inseparable de la persona racional y libre. En los seres humanos, a diferencia de otros animales, se combina perfectamente la naturaleza animal del organismo con la esencial racionalidad y libertad de la persona. Por eso, para estos autores, instrumentalizar el cuerpo, la vida biológica (biological life), es tanto como cosificar a la persona. En efecto, si el ser humano es un “tipo de organismo” (p. 1), cuando dicho organismo humano comience su existencia, comenzará también su personalidad, a diferencia de lo que se viene defendiendo en el derecho


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para apoyar posiciones abortistas. Lo mismo puede decirse de la eutanasia, cuyos defensores han separado a radice la personalidad de la propia vida biológica, para que sea el yo personal quien puede decidir sobre ella. Dividido en seis capítulos, muy bien estructurados, los dos primeros nos describen al ser humano como animal (cap. I) y como persona (cap. II), como “animal personal”, podríamos decir, o como “viviente humano”, conforme a mi definición preferida de persona, de la que los autores participan plenamente. Es precisamente esta distinción, que se manifiesta sobre todo en el poder de pensamiento conceptual y en la capacidad de elección, la que justifica el deber de tratar de forma diferente a las personas de los restantes animales. Aquí se hallaría el fundamento más básico, que no el más profundo, de la dignidad humana, a la que los autores dedican unas interesantes páginas (pp. 81-949), sobre todo para argumentar en contra de las posiciones de Peter Singer, conocido defensor de los derechos de los animales. Para Singer, conforme a su divulgado eslogan “todos los animales son iguales” (all animal are equal), los animales comparten un estatus moral, en la medida en que participan de intereses derivados de experiencias de sufrimiento y placer. Como bien observan los autores, el criterio de Singer sobre el estatus moral de los animales “supone la posesión de un atributo accidental que varía en grados” (p. 84). Ante la objeción de que también la capacidad racional ofrece diversas escalas y diferencias, los autores argumentan recuperando el conocido concepto clásico de la naturaleza sustancial (p. 93). En efecto, la posesión de un valor moral pleno y el hecho de ser sujeto de derechos fundamentales se apoya, a la postre, en una entidad o sustancia, de naturaleza racional, que denominamos persona. Por eso, persona y dignidad van de la mano, mejor dicho, se identifican: persona et dignitas convertuntur, podría decirse con vocabulario escolástico. En el capítulo III (pp. 95-1179), los autores se enfrentan a la importante cuestión del hedonismo, también al, tan extendido, del consumo de drogas (pp. 115-117). En el fondo, el hedonismo, como doctrina basada en la consecución del placer y la abolición del dolor, hace del cuerpo una “mera herramienta extrínseca” del ser humano (p. 95). El placer no puede ser considerado, como la salud, por ejemplo, un bien en sí mismo, porque no es un bien genuino, sino que debe compararse con otras funciones psicológicas o biológicas, como podría ser, verbigracia, la coagulación de la sangre, que puede ser buena o mala atendiendo al fin. El placer no puede separarse de la actividad que lo produce, va unido a ella, y de ella depende. Así, comentan los autores (p. 115), no puede decirse que el sadismo sea malo y el placer que conlleva bueno. Obtener placer de una actividad éticamente reprochable es pernicioso, perjudicial, dañino para uno mismo. Por el contrario, el placer es bueno y deseable cuando tiene lugar en el marco de una actividad o condición plena y perfecta. El capítulo IV está dedicado al aborto (pp. 118-150), cuestión central en el debate social americano, desde que la famosa sentencia en el caso Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973) abriera, hace ya treinta y cinco años, una herida en la carne viva de la sociedad, todavía no cicatrizada. Y es que hay ultrajes que no los olvida


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el tiempo, sino que los agrava. He aquí precisamente la trascendencia de una resolución judicial, apoyada en una argumentación tan falaz como antijurídica, que todavía pesa sobre el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América. El argumento central del capítulo es que los embriones y fetos humanos son seres humanos completos, aunque inmaduros. Por tanto, lo que se mata con el aborto es un ser humano y, aunque la ley diga otra cosa, se trata de un homicidio. Los autores centran sus atención en desmontar los argumentos pro abortistas amparados en la idea de que el embrión humano no es todavía persona (pp. 130-140) o que el aborto está justificado como crimen no intencional (pp. 140-150). Este capítulo, en parte, es complementario del libro de Robert P. George y Christopher Tollefsen, Embryo. A Defense of Human Life, publicado en enero de 2008 en Harcover, y cuya lectura recomiendo vivamente. Personalmente, cada vez soy más contrario al uso del término aborto, pues engloba tanto el aborto natural y no deseado como el provocado con fines homicidas. Por eso, soy partidario de la utilización de la palabra feticidio, mucho más propia y adecuada. Las cosas por su nombre. Si matar al hermano es un fratricidio, y matar a los padres, un parricidio; si eliminar a un pueblo se denomina genocidio, ¿por qué no llamar feticidio al asesinato de un inocente en el vientre materno? Feticidio: eso es el aborto provocado y no otra cosa. El homicidio del feto. Algo parecido sucede con la eutanasia, a la que se refieren los autores en el capítulo V (pp. 151-175). El hombre se ha hecho tan dueño de las palabras que ha terminado esclavizándolas, hasta el punto de provocar que éstas pierdan su valor, por su excesiva manipulación. Me explicaré. Eutanasia –en griego, buena (eu) muerte (tánatos)– es un término positivo, eufónico, seleccionado hábilmente para esconder, con eufemismos, una realidad tan cruel como inhumana: la asistencia al suicidio, cuando no el homicidio directo. Sirve, sobre todo, para ocultar mediáticamente el senicidio, creando una cortina de humo entre dos acciones profundamente distintas: matar y morir. Matar nunca es éticamente una buena forma de “ayudar a morir”. Los autores, sin embargo, enfocan la eutanasia asumiendo este vocabulario erróneo, por lo demás universalmente aceptado. Razón no les falta, porque parten del dato de la calle, del hecho social, pero creo que la batalla argumentativa hay que llevarla a otro terreno. Recogiendo sólidos argumentos del propio Robert P. George, así como de Germain Grisez, Joseph Boyle y John Finnis, ya expuestos en otras sedes, los autores dedican unas interesantes páginas a demostrar la maldad moral del suicidio y la eutanasia por tratarse la vida humana de un bien intrínseco y por constituir el individuo humano una persona durante toda su existencia temporal. De nuevo vuelve a relucir el concepto de dignidad humana (pp. 169-1759), latente en todo el libro. Y es que hablar de vida humana, a la postre, es hablar de dignidad. Los autores argumentan con acierto contra la opinión pública bastante generalizada de que hay tipos de muerte que son “indignos” y especialmente contra la opinión de Ronald Dworkin expuesta en su libro Life’s Dominion. An Argument about Abortion, Euthanasia, and Individual Freedom (1992). En efecto, si algo no


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se puede atribuir a la vida es el concepto de dominio, de propiedad, porque la vida humana es inseparable del ser humano, del viviente humano, por lo que falta la alteridad necesaria para reconocer una propiedad. El cuerpo, en el fondo, es pars personae, una parte integrante de la persona, por lo que uno no puede erigirse en dueño de sí mismo, por definición, como tampoco robarse sus propias cosas. El capítulo sexto (pp. 176-217), quizás el más interesante para el lector español, explica las relaciones entre la sexualidad y el cuerpo humano, analizando qué tipo de actos sexuales y por qué motivos son contrarios a la naturaleza humana. En el fondo, se trata de estudiar las implicaciones éticas que supone la existencia corporal de la persona (human person is bodily), y no sólo una mera conciencia poseyendo o inhabitando en un cuerpo (a consciousness possessing or inhabiting a body). Especial interés tiene la argumentación sobre la maldad moral de la homosexualidad rebatiendo, entre otras, la opinión de Stephen Macedo, también profesor de Princeton, como el propio Robert P. George y Peter Singer. ¡Todo parece quedarse en casa! En resumen, el libro que nos ofrecen Patrick Lee y Robert P. George cumple con creces su objetivo. Se trata de una obra sugerente, bien estructurada, con argumentos sólidos en favor de la unidad biológico-personal del ser humano, en el que se examinan, desde diferentes perspectivas, las cuestiones éticas y políticas más actuales en relación con la vida humana. Un libro con el que se puede o no estar de acuerdo, pero que no ha de pasar en modo alguno inadvertido al debate intelectual sobre la persona humana, que domina la ética y la filosofía política del siglo XXI. Rafael Domingo

Nicolás López Calera, Los nuevos leviatanes. Teoría de los sujetos colectivos, Marcial Pons, Madrid, 2007, 150 pp. El catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada, Nicolás López Calera, ha publicado un nuevo libro redactado en la misma línea argumental que sus dos obras anteriores: Yo, el Estado. Bases para una teoría sustancializadora (no sustancialista) del Estado (1992) y ¿Hay derechos colectivos? Individualidad y socialidad en la teoría de los derechos (2000). A pesar de que la temática común elegida para todas estas obras pudiera hacer pensar, de entrada, que nos encontramos ante un autor plenamente convencido del importante papel que juega lo colectivo a la hora de ordenar y configurar las relaciones humanas, como él mismo se ocupa de antemano de aclarar, no estamos ante un defensor del colectivismo “ni en su versión de derechas (un comunitarista) ni en su versión de izquierdas (comunista)”.


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Lo que sí es cierto es que López Calera, coherente con sus planteamientos anteriores, vuelve a reflejar en su nueva obra convicciones personales ya defendidas anteriormente. Una de ellas es que resulta incuestionable la importancia y hegemonía en el mundo actual de los sujetos colectivos, tanto en el orden interno como internacional, en sus diferentes modos de institucionalización. La segunda, de carácter más metafísico, se refiere a que lo colectivo implica una dimensión “inevitable, necesaria y positiva” de la estructura de cualquier sujeto individual. En Los nuevos Leviatanes nos encontramos con planteamientos más filosóficos, al preguntarse el autor por el propio concepto de sujeto colectivo. La tesis que defiende a este respecto está clara desde sus primeras páginas: “Los sujetos colectivos existen, aunque haya que debatir mucho sobre qué es un sujeto, qué puede entenderse por existencia de un sujeto colectivo y qué sentido o consecuencias puede tener esa existencia en relación con el derecho y la política”. Verdaderamente, se aborda en este libro un tema clave y de gran actualidad, pero que, a pesar de su importancia, sorprende el escaso tratamiento que ha tenido por parte de la teoría jurídico-política, provocando como contrapartida, lamenta López Calera, que los sujetos colectivos se aprovechen de esta situación y actúen sin someterse a reglas o controles de ningún tipo. A este grave silencio por parte de la dogmática jurídica contemporánea se ofrece la siguiente explicación, no exenta de cierto componente ideológico: el alejamiento actual a los principios marxistas y neomarxistas y la creciente apuesta por los postulados individualistas propios del neoliberalismo reinante en nuestro tiempo. Hay, pues, una acuciante necesidad de reflexionar sobre los sujetos colectivos que viene además justificada, según el autor, porque tanto muchos de los males como de los grandes avances que en la historia han acaecido han sido causados por colectividades. “En suma, por sus maldades y por sus bondades deben ser estudiados”, afirma el autor, con contundencia, en varias ocasiones. Me gustaría de antemano aclarar que en ningún caso constituye la pretensión final de López Calera elaborar una filosofía del sujeto colectivo, pretender decirlo todo o dar por zanjado el tema de los sujetos colectivos. Su verdadera intención, que plasma sobradamente a lo largo del libro, es algo más modesta, pero no por ello menos importante: proponernos valiosos argumentos para poder entender y estructurar de una forma mejor el concepto de sujeto colectivo. El libro se presenta estructurado en nueve capítulos, de fácil lectura, amenos, bien documentados, y todos ellos orientados a lograr convencer al lector sobre la importancia de lo colectivo, teniendo en cuenta que la mayor parte de los problemas de justicia, de igualdad y de libertad a todos los niveles (local, estatal e internacional) están en estrecha relación con los poderes que hoy detentan los sujetos colectivos. El capítulo primero (Los poderosos de nuestro tiempo: los sujetos colectivos) nos introduce en un mundo dominado fundamentalmente por los sujetos colectivos, cuya propia vida y lógica interna discurre de un modo independiente a la de los sujetos individuales que en cada momento los representan. Una reflexión interesante gira en torno a la tesis, con fuerza defendida, de que un sujeto colectivo


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no debe considerarse sinónimo de un agregado o una suma de individuos particulares. De ahí que el autor claramente se aleje del postulado de otros autores, como Laporta o Mosterín, cuando afirman que los sujetos colectivos no existen o son puros artificios. El capítulo segundo (Los nuevos Leviatanes), con un llamativo grado de pesimismo, nos presenta el mundo actual como un lugar gobernado por los sujetos colectivos, los cuales gozan de poderes incontrolados, con un notable déficit de legitimidad democrática, tesis que se repite constantemente a lo largo del libro. De ahí que opte por calificarlos, con un evidente tono provocador, como “los nuevos Leviatanes”. Ahora bien, conviene precisar que aunque los Leviatanes actuales pueden en algún aspecto asemejarse al Leviatán de Hobbes, hay una diferencia sustancial entre ambos: los nuevos leviatanes ni nacen de ningún pacto originario entre iguales ni tienen como meta la consecución del bienestar justo de la totalidad social. El capítulo tercero (Los primitivos Leviatanes: los Estados) constituye una reflexión sobre la crisis del Estado social y democrático, que tantas injusticias sociales combatió en virtud de su carácter intervensionista y de bienestar social. Los males existentes a nivel mundial proceden del quehacer de algunos Estados, sobre todo, para el filosófo del Derecho, del norteamericano. Los Estados siguen siendo para López Calera protagonistas del orden mundial, lo que le sirve a él para demostrar cómo el poder está en manos de entes colectivos. Sin embargo, junto al poder más que demostrado de los Estados se situaría el de otros entes colectivos, como el de las fuerzas transnacionales constituidas en grandes corporaciones y empresas multinacionales, que vendrían a convertirse en los Leviatanes más peligrosos del momento. No queda demasiado claro en este capítulo quién está verdaderamente detrás de los males de nuestro tiempo: ¿Multinacionales o los Estados? El autor, quizás por ello termina refiriéndose a un “juego dialéctico o de determinaciones mutuas”. El capítulo cuarto (Multinacionales y Globalización) bien podría haberse incluido en el capítulo anterior, desde el momento en que se insiste en la idea de que el poder de los entes colectivos actualmente viene determinado inexorablemente por el fenómeno de la globalización económica y política. Ello se debe, según el autor, a que las relaciones económicas globales, transnacionales, supraestatales, no pueden ser dirigidas por un único individuo. Lo más grave de estos sujetos colectivos, sin rostro, parece ser el hecho de que cifren su último objetivo en acrecentar su poderío económico. Quizás se echa de menos en este capítulo que se resalten las bondades de otros sujetos colectivos como las ONGs, las cuales parecen estar también destinadas a ser “pequeños Leviatanes”. El capítulo quinto (Los sujetos colectivos en la Ciencia del Derecho) se ocupa del tema de los sujetos colectivos desde la perspectiva de la Ciencia del Derecho. En realidad, este capítulo tiene una intención clara y es demostrar que los sujetos colectivos “no son una invención o creación metafísica, sino una realidad social y jurídica asumible”. Me gustaría sugerir la lectura de las páginas en las que el autor se refiere a algunos autores clásicos que han tratado el tema de las relaciones


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jurídicas desde la óptica de los sujetos colectivos. Naturalmente, Rudolf von Jhering aparece destacado a la hora de aproximarse al concepto de persona jurídica. Asimismo, uno de los pasos más importantes en aras del reconocimiento de la realidad de los entes colectivos tanto en la vida jurídica como política vendrá de la mano de otro pensador notable, Otto von Gierke, autor que también aparece resaltado por el autor. Vale la pena recordar que para el jurista alemán las colectividades o asociaciones adquieren un protagonismo radical en su concepción del sistema jurídico, muy superior al de las concepciones jurídicas individualistas de su época. Francesco Ferrara se convierte así en el antagonista perfecto, al haberse ocupado de criticar el realismo organicista de Otto von Gierke, por entender que éste atribuye a los sujetos colectivos una dimensión en términos ontológicos desproporcionada. Ferrara es explícito cuando sostiene que únicamente cuando el derecho objetivo afirma que hay una persona colectiva puede decirse que existe. Para él es falso que haya una persona colectiva y luego el derecho venga a darle reconocimiento jurídico. En su opinión, detrás de la persona jurídica no existe ninguna entidad de índole orgánica o psicológica. López Calera explica cómo el positivismo jurídico será quien se ocupe del reconocimiento jurídico de los entes colectivos, a partir de la elaboración conceptual de las personas jurídicas. Los positivistas no tendrán reparo alguno al afirmar que es el propio derecho el que crea el concepto de persona jurídica a modo de “centro autónomo de imputación de efectos jurídicos”. Kelsen, desde su afirmación de la idea del sujeto de derecho como una construcción del derecho mismo, lo tendrá así bien fácil para sostener que hay sujetos individuales y sujetos colectivos que sólo existen “por y en el derecho positivo”. También se observa una postura favorable al concepto de sujeto colectivo dentro del ámbito de la ciencia iusprivatista. López Calera se congratula en estas páginas de que los privatistas rompieran con la idea tradicional de que el derecho subjetivo sólo puede ser propio de un sujeto individual, a pesar de que en el fondo sigan defendiendo un individualismo ontológico. Asimismo la doctrina procesalista aparece ensalzada en el libro por haberse ocupado de la problemática planteada por los denominados “intereses supraindividuales”. Sin embargo, llama la atención que el autor se refiera únicamente a la, por otra parte, sugerente e ingente obra de Gutiérrez de Cabiedes, lo que más bien da idea de que no abundan estudios de procesalistas sobre esta materia concreta, aunque se quiera hacer creer precisamente lo contrario. López Calera termina el capítulo con una referencia a los sujetos colectivos dentro del ámbito del derecho internacional y de las relaciones internacionales, haciendo especial hincapié en las organizaciones internacionales. Sus últimas palabras parecen ser un guiño a concepciones iusnaturalistas, lo que resulta interesante para un posible y rico rebate con el autor: “La sociedad internacional no puede comprenderse sin reconocer que hay colectividades que demandan derechos que no existen en la ley (derechos humanos o morales) y por las que hay individuos dispuestos a morir”, precisa literalmente. Pero el autor no nos deja con la miel en los labios y en el capítulo sexto entra de lleno en el tema apenas enunciado en el capítulo anterior: Los sujetos colectivos


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no reconocidos por las leyes. Las naciones sin Estado. Es un tema especialmente relevante para la filosofía política, sobre todo, si tenemos en cuenta las consecuencias políticas que la defensa de esta tesis puede acarrear; pensemos tan solo, por poner un ejemplo, en la posible legitimación de algunas pretensiones políticas nacionalistas. Pues bien, en el libro no se pasa de puntillas sobre el espinoso tema de “las naciones sin Estado, de colectividades que se declaran o autoproclaman como naciones y como sujetos de derechos fundamentales, de derechos simplemente morales”. Los movimientos nacionalistas, al no aceptar lo establecido por el orden jurídico al que están sometidas su poblaciones, se decantan por posiciones iusnaturalistas. Con otras palabras: existen sujetos colectivos y derechos colectivos en otro lugar distinto al del derecho positivo, en contra de lo que diría Kelsen. El iusfilósofo parece compartir la convicción de los que afirman que la justicia va más allá de lo que declaran los derechos históricos. El problema, como él mismo manifiesta, es saber qué demanda de derechos no escritos tiene legitimación a priori para evitar caer en un peligroso caos social. Este capítulo, sin lugar a dudas, es uno de los más interesantes del libro y por ello animo a su lectura. El capítulo séptimo (El concepto de sujeto colectivo), más extenso que los anteriores, pretende reflexionar sobre algunas cuestiones de índole teórica, que derivan de dos usuales críticas hechas a los sujetos colectivos. La primera sería la que afirma que los sujetos colectivos en realidad “no son sujetos”. La segunda es la que defiende que verdaderamente “no existen”. En ningún caso se pretende realizar aquí una filosofía del sujeto, pero sí presentar algunos argumentos de tipo filosófico-moral y filosófico-político, partiendo de la evidencia de que la categoría de sujeto se encuentra en la actualidad filosóficamente muy cuestionada. López Calera alude a las concepciones doctrinales negativas de Schopenhauer, Nietzsche, Marx o Foucault, frente a las positivas de Descartes y Kant. Me parecen especialmente sugerentes e interesantes las páginas que el autor dedica al estudio de las doctrinas que se han ocupado más del concepto de sujeto colectivo, concretamente, las filosofías historicistas. Es aquí donde el autor pasa revista a las aportaciones realizadas en este terreno por Hegel, Marx o Durkheim. Es también ahora cuando se da entrada al importante tema del comunitarismo por defender una concepción ontológico-trascendental de lo social. Para cualquier persona que se quiera iniciar en el estudio de estas teorías creo que pueden resultarle muy útiles estas páginas, debido a que el autor explica con sencillez y claridad la evolución del comunitarismo desde su inicio, a partir de las críticas de Sandel a Rawls. En realidad, a mi modo de ver, todas estas reflexiones en torno a una teoría de los sujetos colectivos, pretenden ir contra corriente y contestar de alguna forma a amplios sectores sociales y doctrinales que evitan tales teorizaciones porque, según dice literalmente el autor: “en el fondo saben que esos entes colectivos son realmente instrumentos de su imperialismo político o de sus políticas económicas y no quieren que sean sometidos a las reflexiones rigurosas y críticas que conduzcan a la descalificación y rechazo de muchos de ellos, muchas veces los más importantes del mundo económico, por ilegítimos e injustos”.


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El capítulo octavo (Razón, voluntad y responsabilidad de los sujetos colectivos) vuelve sobre el filósofo alemán Kant, por ser su concepción reticente a atribuir una razón y una voluntad a los entes colectivos. Para apoyar teóricamente la tesis de una voluntad colectiva no queda más remedio que apoyarse en otros autores, como Rousseau o Hegel. Este capítulo termina con algunas reflexiones sobre el concepto y justificación de la responsabilidad colectiva, cuya existencia defiende el autor aunque en términos no a equivalentes a los de la responsabilidad individual. El capítulo noveno (Procedimiento y representación en los sujetos colectivos) se dedica a analizar los dos factores principales que permiten entender de qué forma las colectividades pueden ser concebidas como sujetos: por un lado, los procedimientos de su constitución y funcionamiento cuya importancia se resalta a través del pensamiento de Aarnio; por otro, la representación de los entes colectivos y las formas de su comunicación con otros sujetos. El libro se cierra con un epígrafe titulado “Punto final. Aviso para navegantes ¿Por qué los Leviatanes?” Para el autor está claro que existen no sólo datos ontológicos sino sociológicos que demuestran la existencia de los sujetos colectivos, que si son Leviatanes es porque gozan de un enorme e incontrolado poder. Al no haber conseguido éstos el nivel de organización funcional y de legitimación jurídico-política de los Estados, la cuestión es hacia dónde irán dirigidas su metas finales. Si todo ello lo dicho hasta aquí es cierto, salta a la vista que hay que tenerlos muy en consideración, no tanto por sus bondades, que en el libro creo que pasan más bien desapercibidas, como por sus maldades. Como se puede deducir de todo lo anterior, tanto el tema como las tesis defendidas por el catedrático de Filosofía del Derecho no sólo van contra corriente sino que son enormemente provocadoras. Quizás pudiera reprocharse al autor que no haya entrado de lleno en el tema de cómo los sujetos colectivos pueden proporcionarnos a los sujetos individuales un mayor disfrute de valores tan esenciales como la libertad y la igualdad, con el fin de poder creer que realmente también son importantes por sus “bondades”. Se detectan, por tanto, algunas carencias en el libro, reconocidas con humildad por el propio autor, aunque me pregunto si éstas han sido quizás “deliberadas” y lo que pretenden no es sino animar a futuros lectores a la realización de un estudio profundo sobre los sujetos colectivos desde la perspectiva de la justicia y las libertades. Cristina Hermida

Bruno ROMANO, Il giurista è uno “zoologo metropolitano”? A partire da una tesi di Derrida, Giappichelli, Torino, 2007, 261 pp. No resultan frecuentes los textos que se auto-presentan de modo interrogativo. Y ciertamente, en la mayoría de los casos –máxime si se trata de textos científi-


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cos o técnicos–, los títulos de los trabajos suelen utilizarse para enunciar el tema sobre el que versan, anticipando, además y por lo común, de un modo u otro, las conclusiones alcanzadas. Tampoco son habituales los textos que en el propio título remiten a ideas, tesis o trabajos de otros autores. Y ello al menos, y de nuevo, en las obras científicas o técnicas pues en las obras artísticas sí que resultan relativamente frecuentes los trabajos a partir de obras de otros autores, como ocurre, por ejemplo, con las variaciones sobre temas de otros compositores, que jalonan la historia de la música occidental. Pues bien, el profesor Romano, con el título de su último trabajo, no sólo incurre en ambas “anomalías”, planteando interrogativamente un tema por lo demás impactante –el jurista como zoólogo metropolitano– y remitiéndose expresamente a otro autor –J. Derrida–, sino que va contra la norma, contra la “maniera”, de toda su anterior producción científica en la que, al menos en los títulos de sus libros publicados y hasta donde llega nuestro conocimiento, no hay nada semejante. Desde luego, en todo ello puede verse tanto una frescura intelectual que permite cambiar hábitos mentales, como una honestidad científica que lleva a reconocer, incluso en el mismo título, los autores de los que se bebe. Y es que, en efecto, en el texto del profesor Romano, sí que se alcanza una conclusión sobre tan sugestiva cuestión a partir de una tesis de Derrida, o, mejor dicho, sobre una “variación” de la misma, y ello por utilizar un lenguaje artístico que, como luego se verá, no resulta nada impertinente. Dicha tesis aparece en una obra de concluyente título –L’animal que donc je suis–, en la que Derrida afirma que sólo se comprende a un filósofo cuando se ha entendido bien su visión sobre los límites que separan al hombre del animal. “Moviéndose” desde ahí el profesor Romano pretende, literalmente “profundizar en que no se comprende qué entiende el jurista con el concepto de derecho si no es aclarando su pensamiento sobre los límites que separan el derecho de los hombres de las leyes de los animales”. En otros términos y también literalmente, el contenido del texto del profesor Romano surge del “interrogarse sobre cuál es la diferencia entre el derecho de los hombres y la leyes de los animales”, preguntándose por tanto, “sobre la distinción entre instituir el derecho y seguir la leyes contenidas en la memoria biológica de los vivientes no humanos”. Ese interrogarse abre, así, un itinerario que pone en cuestión los límites entre el arte del jurista y la técnica del zoólogo y que comienza por un extenso prefacio, Uomo, linguaggio e discorso. Diritto e norme, en el que se analiza prolijamente la convicción actual de que no hay diferencia cualitativa entre el hombre y lo no humano, entre el derecho instituido en la historia de los hombres y las leyes encontradas en la evolución de los animales, hasta llegar a la conclusión de que el arte del jurista no puede reducirse a la técnica del zoólogo porque los animales no pueden concebir la distinción entre legalidad y justicia toda vez que su “continuar en el vivir” no comporta el surgimiento de la “segunda vida”, la de las instituciones.


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El capítulo primero, Giurista e storia del diritto. Zoologo ed evoluzione dei sistemi biologici, empieza, como no podía ser menos, aplicando al propio Derrida su tesis y analizando, en consecuencia, su concepción de aquello que diferencia al animal del hombre –el “estar desnudo sin saberlo”– así como las conclusiones que se derivan de tal concepción. Dicho análisis lleva al autor a atender también la explicación científica de la libertad, así como sus reducciones bien en los términos del “gen ágil” (Ridley) o en los del “mono desnudo” (Morris) que, entre otras consecuencias, llevarían a concebir el proceso jurídico como la transformación del combate en un rito biológico incruento y al jurista como zoólogo metropolitano. Dado que en el capítulo anterior se ha analizado también la explicación de la naturaleza humana que la considera tanto en términos de mantenimiento de su herencia genética como de adaptación a la transformación del ambiente, el autor dedica el capítulo segundo, Diritto dell’uomo. Formazione del se-stesso e disperazione, al análisis de algunos escritos de Nietzsche al respecto –en concreto los contenidos en el “fragmento de Lenzerheide”–, sobre la moral y el derecho como antídotos contra el nihilismo, así como a los de Kierkegaard sobre la desesperación con su conocida tesis de que la posibilidad de desesperarse es la prerrogativa del hombre frente al animal. Una desesperación que el autor acaba traduciendo a la “desesperante sucesión” de momentos de la “vida líquida” (Bauman) contemporánea de la que sólo podría salirse yendo más allá del plano psicofísico y biomáquinal, hasta llegar al estado de arrepentimiento. Con ese mismo concepto de arrepentimiento se juega en el capítulo tercero, Sulla differenza fenomenologica tra l’uomo e gli animali, donde, prosiguiendo la critica de la visión tecno-científica del hombre, defendida sobre todo por la neurobiología actual, se utiliza el análisis fenomenológico de Scheler. Un análisis que, como es bien sabido, define al hombre como el ser capaz de ironía y de humor y, sobre todo, de decir no y de arrepentirse en cuanto que es capaz de ponerse más allá de sí mismo y del mundo. Arrepentimiento que junto con la desesperación y el derecho estarían, para el profesor Romano, entre los elementos más significativos que constituyen el límite radical entre los hombres y los animales; entre el derecho de los hombres –pensado en el arte del jurista–, y la leyes de los seres vivientes –descritas por las técnicas del zoólogo–. También el capítulo cuarto, Linguaggio, discorso e diritto negli uomini. Segni, informazini e leggi negli animali, se dedica al análisis critíco de la visión tecnocientífica tomada como modelo, más o menos conscientemente por el pensamiento filosófico y jurídico contemporáneo. Y así, volviendo a tesis heideggerianas, se reivindica expresamente el “habitar poético” como el característico del hombre. Un habitar poético que consiste en “establecer medidas” en el preciso sentido de instituir la segunda vida, la ultrabiológica y disfuncional, ambientada en el sentido existencial del derecho y no en la logotecnia de las normas. El capítulo quinto, Opera d’arte, diritto e soggettività giuridica, profundiza en el análisis heideggeriano de ese “poético” habitar humano, esclareciendo el nexo entre la obra de arte, la verdad y el derecho. Al igual que la verdad del ser se revela


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en la obra de arte, la mentira en el derecho no sería sino un acto contra el espíritu que simboliza un acontecer negativo sobre la existencia de los otros y también sobre las instituciones jurídicas que rigen la coexistencia, guardándola de caer en la lucha animal o en el funcionamiento puramente mecánico de operaciones atribuidas a sistemas funcionales pre o posthumanos. Esa referencia al pensamiento de Luhmann con que se cierra el capítulo anterior sirve de entrada al capítulo sexto, L’uomo, soggeto del rispetto e la violazione del diritto istituito, donde se exponen las principales tesis de ese autor, así como las que le distancian de Heidegger llevándole a defender un “arte sin artista”. Ello da pie al profesor Romano para profundizar críticamente en el modo en que se forma actualmente a los futuros juristas, reivindicando expresamente una formación para un jurista que piense el derecho y la historia que le sirve de ambiente, en su significado esencial, mostrando el paso de los hechos brutos a los hechos institucionalizados, y no para un zoólogo metropolitano que describa y analice las leyes de los fenómenos vitales y de su evolución. Finalmente, el capítulo séptimo, Ascoltare il linguaggio nel diritto dell’uomo. Intendere i segni nelle leggi degli animali, analiza la tendencia actual a sustituir la Filosofía del Derecho por la Teoría General del Derecho como una consecuencia más de la convicción contemporánea de que la ciencia puede tratar/calcular todo lo que hasta ahora se ha tenido por propio de la filosofía. Tal y como podía esperarse a la vista de lo anterior, el profesor Romano, tras poner de relieve la contradicción que implica una “ciencia valorativa”, acaba reivindicando el arte del jurista frente a la técnica del zoólogo metropolitano en unos términos que, ciertamente y en ello reside el “verdadero” valor del texto, disuadirán a más de un teórico formalista del derecho de propugnar, más o menos conscientemente, el establecimiento de un “zoo humano”. Aurelio de Prada

Guido SARACENI, Il Profeta e la legge. Riflessioni bergsoniane di filosofia per il diritto, Giappichelli, Torino, 2005, 122 pp. Guido Saraceni en su obra El profeta y la ley aborda, a lo largo de cuatro capítulos y un apéndice, la teoría de la justicia explícitamente elaborada por Bergson en Les deux sources. Su finalidad es comprender hasta qué punto es correcto, como piensan algunos autores, relegar el derecho al interior de la sociedad cerrada. Además, lo que propone –como bien explica en la introducción al libro– es aplicar el método y los conceptos bergsonianos a problemas típicamente jurídicos tales como la objeción de conciencia, la relación entre ley y tiempo o el nihilismo jurídico, entre otros. De este modo, persigue razonar sobre


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el derecho a partir del pensamiento filosófico de Bergson. El subtítulo no hace sino poner de relieve el camino a seguir: reflexiones bergsonianas de filosofía para el derecho. El filosofar bergsoniano está enriquecido de metáforas e imágenes, a la vez que se mueve por un método basado en la intuición. Intuicionismo y Estado revolucionario se tomarán como premisas para analizar las consecuencias jurídicofilosóficas de la durée y su relación con la filosofía de Parménides, Hegel, Comte o Nietzsche, entre otros. Bien es cierto que el pensador francés no tuvo pretensión alguna de establecer una forma de saber definitivo, pero en cambio fue clara su disposición a elaborar una estructura del conocimiento evolutivo. Su aversión a la ciencia y al conocimiento positivista de la realidad es más que patente, como también lo es su actitud hacia los elementos que la componen. Por el contrario, considera que la realidad es un proceso perenne de creación, siempre continuo, que parte de la existencia de un tiempo considerado como verdadero y único, pero no fragmentado como sucede en la ciencia. Se trata de una continuidad que no es uniforme y estática, sino viva y móvil. Siguiendo con la obra, es destacable la relación establecida entre el derecho y el tiempo, en la que el autor presta una particular atención a la teoría filosófica desarrollada por Bergson. Por un lado, se sirve del concepto de durée como paradigma de la temporalidad auténtica; por otro, utiliza el mismo método de investigación dual/unitario que hizo tan atractivo al intuicionismo. Posteriormente analiza la objeción de conciencia del jurista, siendo posible detectar un conflicto por partida doble: en primer lugar, el conflicto entre la conciencia y la norma jurídica; en segundo lugar, entre la aceptación del ordenamiento y el rechazo a la norma. Para Saraceni, reconocer la necesidad de una reacción por parte del ordenamiento, no significa enfatizar el aspecto profético de la desobediencia apartando al objetor de la sociedad; al contrario, significa ofrecer el justo peso a la disidencia. Supongo que se refiere, cuando menos, a un derecho a discrepar en el ámbito jurídico. En este sentido, aborda el problema de la conciencia no sólo desde la perspectiva del derecho, sino también desde la política y la moral pero haciendo especial hincapié en la crítica al separacionismo; esto es, aquella doctrina que postula entre derecho y conciencia no hay en realidad un verdadero conflicto, porque estamos ante órdenes absolutas referidas a diferentes dimensiones incapaces de entrar en contacto. Posteriormente, da un paso más, en su intento de desgranar las consecuencias jurídicas que se pueden derivar de la doctrina bergsoniana, al realizar un esbozo del problema de la nada en Bergson, contrapuesto al de Heidegger. Este pequeño análisis desemboca en un examen de la nada en el derecho. En este contexto, Saraceni levanta acta de la ingenuidad del iusnaturalismo clásico y de la pobreza del positivismo jurídico del siglo XX. Su argumentación radica en que el primero minusvalora el papel de la historia, ya que se basa en la inmutabilidad de las normas naturales; el segundo, reconoce el valor del tiempo, porque la ley, una vez establecida, supone un bloque de granito que no debe estar influido por la labor del intérprete y que, cuando se enfrenta al cambio, tiende a dar por sentado que


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la mutabilidad significa la relatividad de cualquier manifestación jurídica. En este sentido, señala que en ambos casos, el Estado no tiene en cuenta el valor de la historia, la justicia presenta carácter cerrado, el derecho se equipara a la ley y la ley ahoga al hombre en la nada. Este planteamiento es quizá un tanto simplista, ya que generaliza demasiado en algunos de sus juicios al normativismo y al iusnaturalismo clásico, sin un manejo que pueda vislumbrar un mínimo debate de posiciones contrarias. La obra termina con un apéndice titulado La sociedad cerrada global, en el que se expone, por medio de los planteamientos bergsonianos, los presuntos beneficios de la globalización, los problemas del libre mercado o la repercusión de las nuevas tecnologías en la sociedad. El autor invita a la reflexión al preguntarse si la difusión mundial del inglés, la arrogancia global del poder económico y la invasión cultural de determinados estilos culturales son el resultado de un nuevo espacio de comunicación universal y des-centralizado –una especie de “zona libre” donde todos los hombres son libres de encontrarse y de confrontarse en nombre del reconocimiento mutuo– o si estos hechos no son más que el emblema de una dramática polarización del mundo. Al respecto, prefiere que se llame a las cosas por su nombre y piensa que existe una palabra, ya antigua, para describir lo que está sucediendo en la actualidad. Para ello, trae a colación el ejemplo del envío de tropas a la conquista de Eritrea realizada en nombre de la globalización, dado que en aquellos días colonizar era un imperativo categórico y no un término a evitarse a toda costa. Después de este repaso a cuestiones importantes de la sociedad actual, se pregunta si esta conclusión es correcta y qué es lo que queda de los deseos bergsonianos. Pues del pensador francés queda aquella audaz intuición para predecir el futuro, aunque la sociedad actual se muestra poco proclive al fácil optimismo. En el transcurso de los últimos sesenta años –señala Saraceni– perdimos de vista a los profetas y todo vaticinio ecuménico acabó revelando su rostro utópico. Sin embargo, las dificultades del presente no constituyen en sí mismo una condena de los presupuestos bergsonianos, al contrario la condición histórica parece confirmar, en muchos aspectos, su validez y su perspicacia. Su conclusión no deja de ser sorprendente, al destacar, de la mano de Bergson, que la presencia de la mecánica, diseñada y ejecutada, puede realmente ayudar a la humanidad en su camino; la técnica puede no ser suficiente en sí misma, sino que debe estar inspirada por el misticismo. Según mi parecer, el autor consigue su propósito de analizar las consecuencias jurídicas de la durée, a la vez que elabora una determinada vía para la solución de determinados problemas presentes en las sociedades actuales. José Antonio Santos


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Francesco VIOLA, La democracia deliberativa entre constitucionalismo y multiculturalismo (trad. Javier Saldaña), Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006, 98 pp. Ya desde los remotos tiempos de la polis griega, la participación ciudadana en los asuntos públicos fue tomada como una importante fuente de decisión para lograr los objetivos sociales. Aristóteles en su Política distinguió claramente entre las formas puras e impuras de gobierno, manifestando cuándo a partir de una buena coordinación en los asuntos públicos conducen a un buen gobierno y cuándo la corrupción en los medios hace que la polis no alcance sus fines. Desde entonces, en el estudio teórico de la política, el ciudadano adquiere el papel activo más importante para definir los fines del Estado. Con el advenimiento del Estado Moderno, la democracia se convierte en el medio más oportuno de conducir las decisiones de los ciudadanos –a partir de ciertas reglas establecidas–, hacia los fines propios de la comunidad, marcadas en los distintos modelos históricos ya sea por la idea del progreso, como lo fue en la Ilustración, o bien por la idea del orden democrático, con la aparición del constitucionalismo. La concepción de la libertad aparejada con la responsabilidad, hacen entonces que el ciudadano participante en el juego democrático de manera equilibrada y ordenada, haciendo que ese “poder de decisión” cobre una fuerza importante en la actualidad, sobretodo en el marco del Estado constitucional. Bajo esta arista, la democracia ha sido concebida por los teóricos bajo dos grandes rubros. En primer lugar la llamada “democracia procedimental”, esa forma de participación ciudadana que demanda ciertas reglas normativas para lograr su eficacia y que estudiosos como H. Kelsen o N. Bobbio han descrito claramente en diversos trabajos. Y más recientemente la llamada “democracia deliberativa” o discursiva, que es el tipo de democracia que pretende equilibrar la representatividad política mediante las decisiones consensuadas y que entorno al llamado neoconstitucionalismo cobra fuerza teórica desde las aportaciones de J. Habermas o G. Zagrebelsky. Tópicos actuales tan importantes como el multiculturalismo, exigen del constitucionalismo una revisión valorativa de sus principios y la democracia deliberativa es un canal oportuno por el cual pueden conducirse los nuevos aspectos teóricos para redefinir los principios y valores morales de las constituciones contemporáneas. En torno a todo este marco teórico, el profesor Francesco Viola, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Palermo, estudia en este breve ensayo los diversos aspectos tanto de la democracia procedimental como de la democracia deliberativa así como sus relaciones con la constitución bajo un marco jurídicofilosófico que se decanta por rescatar el sentido moral que las bases de la democracia debe ofrecer para dar así respuestas fiables a problemas tan actuales como el multiculturalismo. En una espléndida traducción hecha por Javier Saldaña, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, quien también realiza un sucinto estudio introductorio, este libro de F. Viola, dividido en nueve breves


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aparatados, es pequeño en formato pero muy grande en contenidos, y aporta desde la filosofía del derecho una visión complementaria a la materia constitucional, la cual muchas veces suele caminar sola a lo largo de su andar teórico, pero cuando se acompaña de la filosofía jurídica, su marco conceptual se enriquece y sus conceptos se clarifican. El profesor Viola es consciente de esta necesidad teórica y por ello armoniza su estudio con la teoría constitucional, y ya desde las primeras líneas, plantea una pregunta crucial al constitucionalismo contemporáneo: “¿Es posible sostener una concepción meramente procedimental de la democracia?”. Para comenzar a dar una respuesta desde el plano argumentativo, ofrece una distinción entre los diversos modelos de la relación entre la democracia contemporánea y sus correspondencias con la constitución, donde el autor se decanta por determinar que la cuestión del multiculturalismo exige una revaloración de los esos procedimientos democráticos tal y como se han venido entendiendo en el constitucionalismo hasta hoy. Para ello, Viola sugiere lo que llama la “lectura moral de la constitución” en el marco de la democracia deliberativa, donde cuenta más el peso de las razones que la cantidad de votos emitidos por una mayoría para determinar los valores que se constituyen en la norma fundamental. Aquí el profesor Viola realiza una interesante crítica al principio de la mayoría sustentado teóricamente desde los trabajos de Rousseau hasta las constituciones contemporáneas y las implicaciones teóricas de los esquemas teóricos en el tema del multiculturalismo. En torno a ello, un apartado se avoca a estudiar a fondo el concepto de la sociedad multicultural, enfatizando una clara distinción con el pluralismo; en éste hay una sociedad cultural dominante que ajusta sus modos y estructuras al complejo conjunto de la comunidad sociopolítica y la cual no implica necesariamente un esquema multiculturalista, donde se identifica la no presencia de una identidad cultural mayoritaria o dominante sino que existen al menos dos sociedades con iguales derechos de reconocimiento. A partir de esta distinción, Viola introduce un análisis de los diversos tipos de multiculturalismo que pueden identificarse en las sociedades contemporáneas. La democracia deliberativa bien conducida, nos sugiere el autor, puede ayudar a consolidar el entendimiento del multiculturalismo, pero también yace el problema de la mala interpretación de este tipo de democracia por lo que Viola hace un sumario recuento de lo que llama como las “concepciones inadecuadas de la democracia deliberativa”. En efecto, las concepciones silogísticas o las concepciones neutras de la deliberación democrática no aportan grandes avances al entendimiento social en el periodo de la multiculturalidad. Aquí el autor entabla una crítica a dichas posturas y conduce el debate hacia la inclusión de factores que definan claramente los alcances de la deliberación democrática tales como la libertad o la igualdad. Identifica también a nuevos fenómenos sociales que han determinado de manera drástica el nuevo entendimiento de la multiculturalidad en Europa, en especial el fenómeno de la inmigración que lleva a la democracia constitucional a replantearse los fundamentos de los valores sociales de cooperación e igualdad que en ella yacen, para lograr un factor de inclusión más detallado.


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En cuanto a la democracia constitucional deliberativa, Viola se cuestiona sobre cuál forma de ésta será la que pueda afrontar los problemas en una sociedad multicultural. El autor estudia en esta parte detalladamente lo que denomina como las “decisiones colectivas” y sus alcances sociales en todos sus órganos. En este rol deliberativo, la importancia de los actores democráticos debe consistir en lograr argumentar de una manera cierta sobre el bien común de la sociedad política, y Viola razona en torno a la idea de la verdad moral, la cual debe ser la pauta que cimiente la reflexión deliberativa, cuestión que no debe ser confundida con una preferencia por el bien común, sino por una concepción de éste. Así entonces, el autor reflexiona que en la sociedad contemporánea la democracia deliberativa debe aprender a dialogar con la diversidad, más aún en el entorno de la multiculturalidad. Por ello sostiene que las concepciones parciales y los argumentos que giran en torno a lo propios intereses son discutibles en el discurso público. La democracia deliberativa está vinculada con la razón práctica la cual en este contexto, debe encaminarse hacia el afianzamiento del bien común. En cuanto la verdad práctica Viola sugiere que ésta no debe ser identificada necesariamente con el consenso de la mayoría democrática, sino en la fuerza del argumento que rescate los valores esenciales de la sociedad. Por ello termina reconociendo que la democracia deliberativa no debe agotarse en el texto constitucional o en las asambleas parlamentarias, sino que es a través de las distintas esferas sociales deliberantes que, mediante un continuo proceso práctico, interpretan los valores fundamentales del discurso democrático, reelaborando, corrigiendo o transformando aquél en una continua actividad hermenéutica. Cuanto más amplia es la actividad deliberativa de la comunidad política, mayor será la posibilidad de alcanzar decisiones justas. Concluye el autor su obra retomando la pregunta inicial de su trabajo, aquella que cuestionaba si ¿es posible sostener una concepción meramente procedimental de la democracia? El profesor Viola hace un último recuento de los modelos procedimentales propuestos por J. Rawls en su Teoría de la Justicia (el puro, el perfecto y el imperfecto), modelos ampliamente estudiados en la teoría contemporánea, e identifica en cada uno de ellos las debilidades conceptuales que pueden encontrar una incompatibilidad con la democracia deliberativa tal y como la concibe el profesor Viola a lo largo de su estudio. Opta, sin embargo, por la modalidad del juicio y de decisión o lo que él denomina como “procedimentalismo razonable”, pues sugiere que la razonabilidad, ese acto de deliberación de la razón práctica, es el medio idóneo para determinar los efectos y los alcances objetivos de la democracia y su papel en temas como el multiculturalismo. En suma, deliberación y democracia es un binomio interpretativo necesario en el Estado constitucional para determinar los valores morales sobre los que se asienta una sociedad pluralista. Este libro del profesor Francesco Viola viene a enriquecer la literatura jurídica en castellano en torno a un tema que día con día cobra más importancia por la innegable realidad social que se vive no sólo en Europa sino en el resto del mundo,


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que es el tema del multiculturalismo. Contar con trabajos serios y bien documentados como este libro que comentamos, ayuda a comprender y fundamentar los criterios teóricos de temas que en apariencia resultan complejos (como lo son la democracia deliberativa y el multiculturalismo), pero que una vez ahondando en él, descubrimos que sus fundamentos teóricos son tan claros y concretos que no será difícil identificar a posteriori las diversas tergiversaciones conceptuales de las que ha sido objeto. Esta obra de Viola, por tanto, ayuda a esclarecer dudas, a afianzar criterios y a enriquecer los argumentos en el debate contemporáneo. Héctor López Bello





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