Julio Llort está considerado como el artista portador de la tradición clásica, y, por ese estilo bien conservado, lo quieren y lo buscan. Nadie pinta un retrato que refleje el modelo con igual dignidad y gallardía, ni plasme mejor la seducción curvilínea de un desnudo femenino. Tampoco hay quien confiera con tanto esmero y devoción, su belleza a un paisaje arboleado, y luego plasme la calma del oleaje o la furia del mar con la misma firmeza. ¡Y qué decir de sus bodegones cuyos manjares y cacharros nos devuelven a las cocinas de antaño! He aquí un verdadero compromiso con el pasado pictórico europeo, llevado a la exuberancia caribeña. Sin embargo, quien conoce a ese catalán aplatanado nota su emoción ante la literatura, su vivo sentido del humor, su aprecio sincero de la modernidad, y más allá de la escrupulosa representación de lo que él observa, hay otro Julio Llort. Es entonces un inventor de ámbitos imaginarios, un realista que se convierte al expresionismo y a la abstracción, un adepto de la fantasía y su euforia cromática, un apasionado de la flora tropical que él magnifica en primer plano. Ha sido un descubrimiento, una revelación, y la Galería Nacional de Bellas Artes va a dedicar todos sus espacios a los dos Julio Llort, el primero intérprete fiel de la naturaleza perenne, el segundo que se reinventa, abriéndose paso entre las visiones y los sueños. Siempre hemos pensado que en todo artista se esconde un creador inquieto, diferente, dispuesto a subvertir un orden aparentemente implacable… El otro Julio Llort nos lo confirma. MDT
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