Ocho cuentos cortos

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OCHO CUENTOS CORTOS GUSTAVO MEJIA FONNEGRA

SALA DE MÁQUINAS

Escampaba. Un reflejo dorado se esparcía por todo el lecho reseco de la laguna. Los restos de un pueblo sumergido entre el barro y el limo se veían a lo lejos. Buscó un sitio para sentarse. Sacó una libreta de notas. Trabajaba en la sala de máquinas de la represa. Cada tanto revisaba el nivel de las aguas. Las sombras comenzaron a borrar los restos del pueblo. Un grupo de aves chillonas se perdió en el horizonte.

Recogió sus cosas. Poco antes de llegar a su auto, se cruzó con unos campesinos que regresaban a sus casas. Un perro con un ojo blanco se acercó meneándole la cola. Saludaron. Desde ahí se veía el caserío, a orillas de la laguna. La carretera construida por la compañía, solitaria, bajaba en curvas cerradas hacia el campamento. Los faros del vehículo recortaban fantasmalmente los arbustos a lado y lado del camino. — ¿Cómo está la laguna? —le preguntaron a su llegada. —Casi seca —respondió.

A las siete de la mañana, el ascensor lo espera para bajar a la sala de máquinas, cincuenta metros bajo tierra. Desciende. Al abrirse la puerta, una luz metálica recorre todo su cuerpo. Se ajusta el casco. Entra. Tallada en la roca, una alta cúpula se alza sobre tres inmensas turbinas, alrededor de las cuales se mueven técnicos y obreros. Confundiéndose entre ellos, solo recuperará su identidad a las dos de la tarde, cuando las sirenas marquen el cambio de turno.


Antes de trabajar allí, vivía en una ciudad, cerca de la frontera. Fue su primer empleo. Conoció a B., quien tenía un taller de grabado. Quería estudiar en Alemania. Vivieron juntos casi cuatro años. Se fue. No querían estorbarse, la pasaron bien, nunca pelearon. Seguían siendo amigos. Se escribían. Él se vino para la represa. Algo buscaba. No sabía. Las turbinas zumbaban. La bóveda pareció cobrar vida con la luz repentina de un reflector que portaban unos técnicos. Se acercó a las barandas. Las máquinas resplandecían en sus primeros ensayos.

Una multitud colmaba las aceras del centro de la ciudad. Cada quince días la visitaba, durante un fin de semana. Las calles y avenidas que la recorren estaban repletas de vehículos. La brea humeaba. El día transcurría aceleradamente. ―Sólo me queda pasar por el correo‖, pensó cuando ya iba camino a la biblioteca. Carta de B. ―Besos y abrazos, estoy haciendo un estudio sobre éste pintor. Escríbeme. B.‖ Miró la postal. Dos reproducciones de un pintor Medieval, Mathías Grünewald, Alemania, 1460-1528. Las tentaciones de San Antonio y la crucifixión. Le pareció recordar el nombre del pintor. Guardó el resto de cartas y se dirigió hacia la biblioteca. Devolvió los libros que había prestado en la quincena anterior, y se puso a buscar entre los estantes. Tiene que estar por aquí… Grünewald… Buscó en una Historia del Arte y en una Enciclopedia. Tenía otro nombre. La información era escasa y fragmentaria.

Disfrutaba de su apartamento. Una ventana daba hacia el poniente. Miró un rato los autos que cruzaban por un puente, envuelto en la luz macilenta del atardecer. Buscó algo en la radio, se acomodó en la mesa, y mientras comía algo, miró de nuevo la postal. ―¿Qué pintor tan extraño?, ¿qué habrá detrás de todo esto?‖, pensó, mientras ojeaba las dos novelas que leería, y una biografía del pintor. El reflejo violáceo de un aviso luminoso titilaba a través de la persiana.

Leyó todo el otro día. Había comenzado a darle vueltas a la historia del pintor. No encontró la película que buscaba. Se paseó un rato por el centro de la ciudad. Los domingos


por la noche las calles y aceras estaban casi vacías. No podía mentirse, sabía que era otra forma de continuar con B. Sin embargo, la historia era interesante. Grünewald era maestro en hidráulica y construcción, pintor de retablos de iglesia y de vitrales. Su vida era oscura. Lo marcaron dos acontecimientos que en su época, el gótico tardío, asolaron Europa: las guerras y la peste. La más extraña de éstas era el fuego de San Antonio o mal de los ardientes. Pueblos enteros se intoxicaban sin saberlo con pan contaminado por un hongo microscópico. Borrachos, alucinados y sintiendo quemaduras en sus carnes laceradas, los habitantes de pueblos enteros salían desesperados a los caminos y finalmente se arrojaban a los ríos.

La rutina en el campamento cambiaba muy poco. Las mediciones en la laguna, el trabajo en la sala de máquinas. Pero la historia en la que escarbaba le daba un nuevo aire. Al regresar a la ciudad, lo primero que hizo fue visitar la biblioteca. Tenía la mesa llena de enciclopedias e historias del arte. –Perdón- , dijo, y se sentó. Tomaban notas. El ingeniero leía sobre un gran retablo que el pintor construyó, probablemente con el fin de brindar una esperanza de curación a las víctimas de la peste. Ella le preguntó algo sobre un libro de Arte. Salieron a la cafetería. La biblioteca barajaba sus propias historias. Después de la tensión inicial, un remolino invisible los envolvió.

Por la carretera que llevaba hacia la represa, se veía a lo lejos la ciudad. Encerrada en un valle, la recorría un río de lado a lado. Los barrios subían hacia la parte alta de las colinas. Los edificios del centro se erguían altos y fríos en medio de las calles simétricas. Y sobre ella, ese cielo desierto. Al pintor lo arrastró esa inmensa ola que fueron las guerras religiosas de Alemania. Lo pierde todo y se refugia en una ciudad ajena en la que pasa los tres últimos años de su vida. Se encarga del acueducto, vende pinturas que él mismo prepara, al igual que recetas médicas.

El trabajo en la represa llegaba a su fin. Las turbinas y el panel de control estaban funcionando. Una máquina de luz, como el retablo del pintor, compuesto por una docena de cuadros que se iban abriendo y cerrando, caja mágica iluminada desde lo alto de la capilla por sus desaparecidos vitrales. Cómo funcionaría toda esa inmensa maquinaria mística?. Le


hablaron de otro trabajo, unos canales de irrigación. Lo pensaba. La laguna comenzó a llenarse con las primeras lluvias. La gente del caserío lo invitó a tomar café. Entró a conocer la casa. Las paredes eran de tapia. Los campesinos conversaban. El abuelo está enfermo. Dormía. Descolgado de la pared, un crucifijo reposaba en el nochero. Un vaso de agua. Sin saber que decir, miraba las paredes encaladas. Deslizó sus dedos por la huella de polvo, telarañas y pequeños insectos que dejó el crucifijo en la pared.

Ambos tenían miedo. Después de un rato se buscaron y amaron. Poco antes de salir del apartamento, ella le ayudó a preparar algo en la cocina. Acomodó un cuadro en la pared. Una noche se quedó a dormir. Escuchaban música. Se comenzó a oír de la calle un rumor creciente. Se asomaron a la ventana. Una larga fila de camiones comenzó a cruzar el puente. El ruido de motores se fue perdiendo en la noche. Un viento frío recorría la ciudad.

-¿De qué murió ese pintor del que me hablaste?- le preguntó ella. –De peste- contestó el ingeniero.


El Accidente

El río se escuchaba a través del vidrio roto. Al despertar vio, abajo, el torrente brillando entre la garganta de la montaña como una misteriosa serpiente ocultándose entre la neblina y la selva. Recordó el grito del chofer: -―agárrense‖- El auto dio un primer bote al saltar sobre la orilla de la carretera. Caída. Al estrellarse contra un árbol, el auto detuvo su viaje hacia el abismo. Confundido en un oscuro sueño con lo que parecía ser su sangre, se sintió descender a las aguas.

El otro conversaba. Ensimismado, el ingeniero no prestaba atención a sus palabras. La señora de la jaula, repleta de equipajes, dormitaba en el asiento trasero. Y de pronto, la carretera patas arriba. Cuando al fin todo se detuvo, el primer silencio fue roto por las alas del pájaro. Sabía que el río estaba ahí, pero no sabía como había llegado hasta él. Tenía sed. Buscó con su boca el agua. Nada. No podía respirar, ni moverse. Atrapado en un instante. Solo podía girar a media su cabeza. Confusión.

Apaga el televisor. No te quedes ausente en medio de las cosas. Se me secan los labios. Por qué no estoy en mi trabajo. Tengo que abrir la puerta. Tirado, roto, por primera vez tuvo miedo. Todo acabó. La neblina subía y humedeció los restos del vehículo. Ni frío ni calor, sólo su cabeza ahí, reposando entre los restos del parabrisas. E l dolor no existía. El vidrio roto, los demás. Recordó las alas del pájaro al rozar su cara, revoloteando en medio del silencio.

Un rayo de luz se coló a través de los hierros retorcidos, iluminando los cristales desparramados alrededor del ingeniero. Un viento tibio lo llevó nuevamente hasta el río. Sus labios encontraron el agua. Estaba caliente. Algo llamó su atención, las manecillas del reloj del panel de instrumentos avanzaban y retrocedían, fosforescentes en la penumbra. La tierra enrojecida de la montaña, helechos, líquenes. Una rama rota. El paisaje del ingeniero.


De tanto en tanto las ramas azotaban el techo del vehículo. Todo arena cayendo. El árbol chirrió. En la estación de taxis alguien preguntó a la señora por su pájaro. Un canario criollo, un sabanero, no recordó, olvidaba con facilidad. Yacía atrás. Cuando días después despertó en la clínica, preguntó por su pájaro. Lloró. La jaula se incrustó en su regazo. Sobre las piedras sumergidas se formaban remolinos una y otra vez. ¿Que serían? Era como tratar de tocar una telaraña. Color bermellón, el tronco flameaba. Entrecerró los ojos. Sus párpados se doblegaron. Mareado. Toda mi vida en un instante. La besé en los labios, la caricia de sus senos. Todo acabó. En la biblioteca, atardecía. No más boca. El reloj seguía saltando. Estaba ciego. Quería cambiar de vida. Todos querían. Enero del noventa y nueve.

Los buscaban en el río. Miraron hacia arriba, y allí estaba, suspendido sobre sus cabezas. Era el último árbol. –―Cálmese, ya vamos a sacarlos‖- dijo una cara enorme. Al conductor nunca lo encontraron .Sintió un tubo entrando por su boca. En el helicóptero se sintieron optimistas.

Medio año después, el ingeniero mira el río desde lo alto del desfiladero. Todo es igual. Camina y habla con cierta dificultad. Enfocó el abismo con su cámara fotográfica. Una luz electrónica parpadeó en el visor. Todo se fue llenando de neblina. _‖Creo que al fin voy a poder ocuparme de mí mismo‖-, pensó, mientras se dirigía hacia la carretera.


Nitrato de plata

Saltando encima de las piedras, sigue el curso del agua, mirando su reflejo en ese espejo siempre móvil, fragilidad de la existencia que se desliza en el tiempo. Esta vez no apareció la más hermosa de todas, iluminando el riachuelo con el tono celeste de sus inmensas alas. Algún día será mía, piensa, la red encima de su hombro, pequeño cazador con la astucia de un gato.

Envuelta en el éter, agoniza. Al abrir la tapa del frasco, el acre olor se eleva hasta sus narices. Toma la mariposa entre sus dedos y aprieta delicadamente su cabeza, para no deformarla. A veces mueren con las alas abiertas, pero cuando se cierran, hay que desplegarlas con mucho cuidado para no resquebrajarlas. Luego la atraviesa con un alfiler.

La poeta le contó su proyecto: las alas de mariposas muertas, puestas sobre el papel fotográfico, en el laboratorio, dejan impresas imágenes sólo entrevistas en los sueños. Con su caligrafía delicada, escribirá pequeños poemas para que levanten vuelo sobre este mundo ciego.

Le prometió que volvería con las manos llenas de mariposas, y esa tarde, en un rincón de su habitación, abrió la puerta que daba hacia el riachuelo.


LA SABANA DE LAS ICOTEAS

―Cómpremela doctor, está recién desenterrada‖, sacó la cerámica de una mochila de fique trenzado, -recién desenterrada, pero igualmente recién hecha-, pensó, al tomarla entre sus manos, y sentir la tierra que la cubría desmoronarse entre sus dedos. ―Donde la encontró ―, le preguntó. ―Ayer cazaba en el monte, y cuando me puse a covar para sacar un guatín que se encuevó huyendo de los perros, la encontré‖. ―¿Me vende también la mochila?‖, le dijo, interesado por el diseño del tejido, que representaba de forma muy abstracta lo que parecía ser una figura femenina. El hombre, que tenía unos finos rasgos indígenas, aceptó encantado. El tiesto era un mono con una gran mazorca entre sus manos.

En invierno se inunda, pero en el verano la tierra se reseca. La sabana se encontraba cerca del litoral occidental, y las montañas que la encerraban estaban cubiertas de una espesa selva. Allá vivía el hombre, que se llamaba Orfilio ―De las icoteas aquí no quedan ni rastros, doctor, hace mucho tiempo que no se ve ni una, pero allá en el monte si hay‖, le dijo el hombre, al preguntarle porque la región tenia ese nombre. ―¿Y porque desaparecieron las tortugas por acá?‖, preguntó el ingeniero. ―Mire nomás‖, le dijo el hombre, señalando la tierra pelada de color amarillo cobrizo que cubría todo el valle.

Se tenía el proyecto de reforestar toda la sabana, pero primero era necesario construir una red de canales que drenara las aguas en invierno y regara la tierra en verano. Lo contrataron para trabajar en eso. Los estudios topográficos ya estaban hechos, el análisis de suelos era la labor que lo tenía ocupado en esos días. Pero había encontrado algo que lo tenia desconcertado, en todo el valle se encontraban unas especies de montículos que tenían una distribución sistemática, ora perpendiculares, ora paralelos a antiguos cursos de agua, pero cursos o canales que al igual que los montículos, parecían artificiales, hechos por los antiguos pobladores indígenas del valle. Sin embargo, en los estudios previos que hizo del lugar, no se mencionaba nada de esto. Se dedicó a recorrer todo el sistema de montículos, camellones los llamaban, y descubrió que cubrían casi toda la sabana, adyacentes a los ríos que permanecían casi secos en verano, pero aumentaban su caudal en invierno, inundando


la mayor parte del terreno. En unas fotografías aéreas tomadas en la época de lluvias, se podía observar cómo canales y montículos confluían sobre el curso de agua principal. ―¿Porque no se habrá descrito todo esto?‖, se preguntó.

En más de una hora de camino por entre el monte, después de dejar el auto al final de la carretera, no vio ninguna casa, ni indicios de otra gente en los alrededores, el camino de tierra serpenteaba monte arriba y solo lo acompañaba ese susurro de la selva virgen, mezcla de cantos animales y vegetales que subían desde el suelo atiborrado de arbustos hasta el techo opresivo formado por la copa de los árboles. El hombre vivía en una casa levantada sobre cuatro pilares, con un piso de madera de palma, unas barandas que hacían la función de paredes, y un techo de paja circular. Es muy poco lo que la diferencia de las de sus antepasados, observó el ingeniero, cuando se sentó en un butacón que le ofrecieron. Toda la familia tenía rasgos indígenas. En un rincón colgaban las hamacas en las que dormían. Se veía un chinchorro y varios arpones. Un caparazón de icotea servía de recipiente para la sal al lado del fogón, donde tres gruesos troncos encendidos en sus extremos, dejaban escapar el humo por las rendijas del techo, formando, gracias a los rayos del sol, un alambicado diseño evanescente. ―Queda muy poca gente, unos se fueron para el pueblo, y otros para la ciudad, aquí la vida es muy dura‖ le dijo el hombre. ―Muy dura‖ dijo la mujer, que pelaba unos tubérculos que iba echando en la olla. ―Muy solos por aquí‖ ―¿Mira, acá tengo todo el sistema, se distribuyen en casi el 80% de toda la sabana, que opinas?‖. ―Bueno, muy interesante, pero lo mejor es que te olvides de eso, no vaya y nos paren la obra declarándola patrimonio arqueológico‖ ―Pero podría reconstruirse todo, respetando los trazos primitivos‖. ―Estás loco, saldría muy caro y demoraría mucho tiempo. ¿Además, que nos garantizaría que funciona?‖ Respondió el director del proyecto. ―Limítate a seguir los planos, los tractores ya vienen en camino‖ Le dijo secamente. ―Porqué no se queda .El viejo va a cantar esta noche‖, le dijo Orfilio, ―además ya está anocheciendo y así no puede bajar por el camino; él es el papá de mi papá, se llama Restituto, y cuando se emborracha, habla en lengua‖ No pudo disimular su sobresalto. Todavía hablaba en lengua, que ya se consideraba desaparecida, y además cantaba a los


espíritus ancestrales, algo de lo que solo se conocía en los textos de las crónicas, y ahí lo estaban invitando a escucharlo. Sólo hablaba la antigua lengua cuando cantaba y tomaba un aguardiente casero hervido con una raíz que nunca quiso revelar de qué árbol era. El viejo andaba en el monte preparándose para la noche. Al caer la tarde, regresó y se sentó en silencio, sin saludar. Tenía unos adornos hechos de monedas colgando de las orejas, pero de resto, su vestimenta era igual a la de los de los campesinos. Se ubicó en el centro del piso, y en cuclillas, comenzó a instalar una pequeña mesa, de unos dos palmos de alto, sobre la cual colocó cuatro caparazones de icotea, los llenó sirviendo de una vasija de barro, y luego las cubrió con una hoja grande de platanillo. Luego tomo en una mano un manojo de hojas de palma, y en la izquierda empuñó un estilizado bastón con una figura parecida a la de un felino. Comenzó a agitar rítmicamente las hojas, produciendo un sonido similar al de la lluvia y sus labios comenzaron a murmurar una canción. Todo se fue llenando de melancolía. En una mezcla de español y de lengua, el ingeniero pudo reconocer el nombre de un antiguo puerto colonial, ya desaparecido, de algunos animales y de la palabra espíritu y madre tierra.

La sabana estaba iluminada por una fina transparencia, pero no se veía ninguna luz ni firmamento. Unas mujeres, con grandes senos desnudos y una franja de fibra vegetal cubriendo sus caderas, trabajaban al lado de sus bohíos, desbrozando la huerta sembrada encima de los camellones; a su lado, unos niños jugaban con un cusumbo, que los miraba con sus inmensos ojos y silbaba un canto monocorde. Desde un montículo, unos muchachos sacaban del canal un chinchorro repleto de bocachicos. Más lejos, un grupo de hombres sudorosos trabajaban en la construcción de una zanja, que se continuaba hasta un grupo de bohíos rodeados por unas palmas de chontaduro, tras las cuales se oía murmurar el río tras un pequeño bosque. Otras mujeres apilaban maíz en sus petates, y de la montaña se veían bajar unos cazadores que traían una danta a cuestas. De pronto, sintió la presencia de Restituto a su lado, agitando las ramas encima de su cabeza. ―Antes todo era así de bonito‖, le dijo el viejo, al tiempo que desaparecieron todas esas imágenes, y solo le quedó el recuerdo del momento en que sintió ganas de vomitar luego de tomarse el trago que el viejo le ofreció.


No quiso oír los cantos de sirena entonados desde el fondo de su inconciente, al regresarse al otro día. No todo fue color de rosa, hubo cosas terribles, imágenes delirantes, regresiones a épocas y acontecimientos que ya creía liquidados para siempre, cosas absurdas o bellas y nada más. Pero lo único que le interesaba era el ―Antes todo era así de bonito‖, solo eso, el resto, cantos de sirena. ―¡A que horas llegan? …bien, son cuatro casas con tejado de hojalata, y a su lado hay media docena de tractores, los estaré esperando‖. -Fue una suerte que todavía esté trabajando ahí, cosa que muy pronto no podrán decir de mi mismo-. Pensó el ingeniero mientras llegaba la nave de los periodistas. Aterrizaron, se embarcó con ellos, y comenzaron a recorrer la sabana desde las alturas. Sobrevolaron de norte a sur toda la región, y como ya habían comenzado las primeras lluvias, se podían ver los canales dibujados por pequeños hilos de agua, adyacentes a las ciénagas que se formaban aquí y allá, o a los principales cursos de agua, roturándolo todo. Los periodistas filmaban y tomaban notas. Unas curiosas formaciones en abanico se observaban en los recodos mas pronunciados de los ríos, pero sólo en el extremo sur de la sabana encontraron una explicación a las inundaciones de la zona: se trataba de un delta interior formado por la confluencia de tres grandes ríos en donde se inician las grandes llanuras que se dirigen hacia la costa occidental. Debido a una falla geológica, la sabana esta deprimida en relación a las llanuras, y al desbordasen los ríos en el delta, la convierten en una inmensa zona cenagosa. Para remediar este orden de cosas, los indígenas inventaron todo ese gran sistema de drenaje, que permitía, además del flujo de las aguas en invierno, la conservación de las huertas en verano, en lo alto de los camellones. -―Esto es increíble‖-, decían los periodistas, -―y nadie sabía que esto existía‖- Le aseguraron que al otro día la crónica circularía en todos los noticieros del país, y luego podrían interesarse los corresponsales extranjeros. Sentado en las orugas de uno de los tractores, los vio desaparecer en el horizonte.


LA CARTA EN EL CRISTAL

Estimado Alejandro, la semana pasada llegó ésta carta a mi correo, creo que en la próxima reunión de la revista podríamos hablar de ella.

Ingeniero, así como el agua pule la piedra más dura, el tiempo de un hombre cincela las palabras que un día osará pronunciar. Como supe de usted poco importa, que hará con esto que escribo, tampoco. En el aliento del último sueño, vi ésta carta reposando en un estante de cristal, confío en mi memoria. La neblina matutina terminó de desvanecerse, y en el árbol del solar las hojas doradas por el sol les roban a los pájaros su vuelo. Mi pueblo es el mundo mismo, o por lo menos lo que sé de él por los libros que he leído. A las ciudades sólo voy a visitar sus bibliotecas, como voy a las montañas para sumergir mis manos en los torrentes que bajan de sus cimas. Aquí me quedaré por siempre, siguiendo el hilo luminoso de esa Ariadna que habita a pocas casas de la plaza principal, y que no lo sabe ni lo sabrá nunca, como el Otro nunca supo que el de Creta era un reflejo de su propio laberinto. Ni sigo el ejemplo de nadie, ni quiero ser ejemplo para nadie. En el establo de mi padre ordeño las vacas al amanecer, como él me enseñó, como les enseñaron a todos los muchachos de mi edad, porque así tenía que ser, y no por nada especial. De la misma forma manan las palabras de los libros, como titilan las estrellas de los cielos, no por nada especial, sino porque así tenía que ser, y de la misma forma transcurre mi vida, e igualmente así terminará.

En una casa abandonada, bajando por el camino que va hacia el trapiche de don Ezequiel, vi una tarde, reflejado en sus paredes, a Edgar Lee Master limpiando con mano firme y grácil una lápida en el cementerio de Spoon River, y el nombre era mi nombre.

La loca del pueblo corría alrededor de la plaza tocando una campana, en medio del aguacero. De donde sacaría la campana, se preguntaban todos. Ella reía y reía, balanceándola encima de su cabeza. Parecía volar sobre los charcos. Y de pronto se acercó a dos hombres elegantes, que nadie había visto, y les entregó la campana. Estos subieron a


un auto, y se fueron. Luego vinieron los muertos.

He leído muchos manifiestos, los surrealistas, los anarquistas, los pánidas, los nadaístas, y yo le digo al profesor del pueblo, que es mi amigo: míralos, míralos morir. El se sonríe y me mira sin comprender.

Un día vi a la madremonte. Los hijos de un finquero me regalaron un rifle de aire comprimido. Me iba de madrugada al monte a cazar pájaros. En un rastrojo encontré un ratón de campo. Le disparé y le di. Al acercarme surgió de la maleza una señora muy vieja, llena de arrugas. La miré bien, y me di cuenta de que lo que parecían arrugas eran animales, todos los animales del mundo estaban ahí, pero el mundo ya no existía, todo estaba vacío, tiernamente vacío. La miré a la cara y no era una vieja, era un ser muy cercano a lo que a veces creo que es mi alma, pero no parecía humano, era como la llama de una vela en la oscuridad. Tenía los ojos en blanco. Luego desapareció. Al llegar al pueblo, me dirigí a la manga donde estaba un circo que había llegado la semana anterior. El director me quería comprar el rifle para montar un espectáculo de tiro al blanco. Se lo vendí. Por el pliegue de la carpa su hija, vestida de gitana, me miraba sonriente. Esa tarde, por primera vez en mi vida, hice el amor. Se llamaba Marta. Cuando me puede la melancolía, regreso a esa manga, me siento entre la hierba y comienzo a contar todos los espartillos con un ojo, y con el otro veo las nubes deslizándose en el cielo. Entonces veo a Marta y a ese ser que confundí con la madremonte.

Esto es lo que recuerdo de la carta, señor ingeniero. Además, debo salir a limpiar el establo.

Esteban.


EL VALLADO DE PIEDRA

El viento mecía las copas de los árboles, y haciendo eco a su murmullo, el ulular de un búho le recordó eso que todos decían, que los búhos les sacaban los ojos a los niños que demoraban su regreso a casa. La luna iluminaba uno de sus pasos, al tiempo que al siguiente tropezaba a causa de las sombras engañosas del camino. De los líquenes que cubrían las piedras en el vallado le parecía ver saltar las brujas brillando salvajes en la oscuridad, para luego desaparecer en un instante y reaparecer en esa noche alucinada del corazón de los niños en otro fin de semana en el campo.

Pero unos ojos fosforescentes miraron a los suyos y un golpe de luz reveló el inconfundible cuerpo de un animal nocturno, la chucha. Corre, vuela, esta si es de verdad, y acaba con las gallinas de la abuela. En tres pasos llega a la casa gritando: la chucha, la chucha. Toda la familia se moviliza en un estricto orden, y comienza la cacería nocturna.

El mayor lleva el revólver de la finca, y los otros hermanos le siguen en orden descendente. –Que no escape, ve tu por allá y ustedes córtenle la retirada detrás del muro–, dice. El padre observa el alboroto desde el corredor de la casa. – Pero que hacen–, exclama, –es un animal inofensivo–. –Se come las gallinas–, replica la madre, –acaba con las frutas y además huele muy maluco–. Desalentado, el padre los observa, y sentándose en la mecedora, espanta los insectos atraídos por la lámpara que cuelga del techo. –Por aquí debe tener el nido–, decían, y con palos escarban entre las piedras, mientras le preguntan al niño: – ¿dónde estaba? – – Por ahí –, responde, confundido


–Por ahí no hay nada–, contesta uno de ellos, –el ve cosas que no son, si esta es otra de sus bobadas dejémoslo afuera para que el currucutú le saque los ojos, por pendejo–. –No lo molesten– dice protectora la Madre, es el niño, si hizo ese escándalo fue porque vio algo. –Seguramente las brujas lo estaban persiguiendo–, replican. – Sigamos armando el rompecabezas–.

Cuando todos regresan a la casa, indeciso, el niño se queda a medio camino, mirando el vallado de piedra. Ya no tiene miedo, sabe que el búho, por su canto, está en un árbol que da a una hondonada, y comprende que la cosa no es con él.

El par de ojos fosforescentes vuelven a aparecer tras una piedra, y poco a poco, iluminada por un rayo de luna, aparece la chucha; se detiene un momento a mirarlo, y luego desaparece entre las sombras de la noche.

Se sienta al lado de su padre, que lee en la mecedora. Él lo mira con malicia y le pregunta: – ¿La viste? – –Se acaba de ir hacia el bosque de bambúes, con toda su familia colgando de la cola –, le contesta, aliviado, el niño.


EL ICONOCLASTA

Es un cuarto vacío, rectangular. El piso, las paredes y el techo son iguales, y aunque resplandecientes, su brillo no molesta a los ojos, y no parecen construidas con ninguna materia conocida. Ni duras ni blandas, parece ser el límite entre la existencia y la nada. Mide treinta y cinco metros y medio de largo por veinticuatro metros y medio de ancho y de alto. Cuando mi mente está en silencio, se escucha el tiempo cayendo sobre el vacío como una cascada. Más allá del más allá, cada vez más; hasta que se extinga el último recuerdo, la última vocal de mi nombre.

Aunque la realidad de mi existencia es inobjetable, sé igualmente que cualquier comunicación o contacto con la vida de los otros está perdido para siempre. ¿Qué sucedió? No recuerdo nada que pueda relacionar la vida que llevaba junto a ellos con esta nueva experiencia, ni enfermedad, ni accidente, ni esa temida muerte aparece por ningún lado. Sé que estoy aquí, y que estaré por siempre, y comienzo a sospechar que esa vida junto a ellos no pasó de ser un sueño, y cuando recuerdo algunos detalles, de ser una pesadilla.

De niño jugaba con los espejos. Creía que podía atraer a los objetos reflejados en su inestable superficie. Ahora puedo hacer lo mismo con mis recuerdos, y puedo atraer a los otros y a su mundo en su totalidad, y luego desaparecerlos con un simple cambio de coordenadas, con un giro de mi mano. Que aparecen otras cosas no importa, nunca lo entenderían, no tienen nada que ver con esa ilusión que confunden con la única realidad del universo. Pero cuando vienen y comienzan a escribir palabras en mi boca, algo parecido a la ternura recorre mi cuerpo como una ola, como una burbuja meciéndose en un espacio vacío.

Nadie ha tenido la culpa de nada en éste reflejo del reflejo que somos, nada se ha iniciado ni nada terminará. Por lo menos los que no han roto el espejo con el que nacieron, tienen


garantizada la continuidad de sus reflejos para siempre. A veces se escuchan chillidos provenientes de la zona donde reposan los espejos rotos, pero mejor no hablar de eso, de todas maneras sigo creyendo que el infierno no existe.

Ahora que mi cuerpo está desprovisto de órganos, pero sigue siendo mi cuerpo, puedo al fin reflexionar objetivamente sobre lo que para mí fue el amor, sobre todo ahora que no poseo la llave que abrió los secretos aposentos de las otras. Terreno prohibido, sendero rojo como la sangre que me paseó por el castillo donde ellas reinan, y que ahora comprendo, solo pudo ser visitado con impunidad por aquellos que nacieron en ese sueño sin un corazón palpitando en su pecho.

Nunca me contaron sus secretos, su suelo fértil sólo podía ser recorrido en silencio, en ese silencio eterno que media entre latido y latido. Y de él comprendí que las armas con las que ellas fueron ungidas nunca bastaron para proteger la puerta, la única cosa de todos los universos que merecía ser defendida, y en eso ellas fueron ejemplares. Y ahora que me he ido, me gusta mirarlas cuando el espejo las refleja, casi de perfil, y con un sol muriendo tras las montañas. ¿Hablar del amor? Cosa vana. Mejor mirarlas con ese sol encendiendo sus cabellos, ausentes como palabras sin boca.


EL FILÓSOFO

En la biblioteca de mi padre, donde aprendí a leer, estaban casi todos los libros publicados de Fernando González en la época a la que me refiero en este texto, finales de los años cincuenta. Reposaban en un mueble con puertas de vidrio que llegaba casi hasta el techo y ocupaba todo el ancho de uno de los cuartos de nuestra casa del parque Lleras, en el Poblado. Tenía muchos libros, la mayoría publicados en los años treinta, editados en un papel grueso y con un tipo de letra más grande que la que se usa en la actualidad. Antes de aprender a leer, me gustaba mirar sus viñetas, faunos, cuernos de la abundancia y esas cosas que eran muy comunes en los textos de ése tiempo; y ensoñaba el momento en que al fin estaría leyéndolos.

Cuando tenía unos diez años, comencé a hacerlo. En Naranjales, una finca que tenía mi padre, situada entre Copacabana y Girardota, sobre la cordillera que va hacia San Pedro, me decidí por fin a leer el Libro de los Viajes o de las Presencias. La edad no importa, el paisaje no la tiene. Del libro a los caminos de tierra, a las quebradas, a los bosques y nuevamente al libro. Al final no sabía donde terminaba el libro y comenzaba el paisaje, y viceversa. Magia donde oficiaba el brujo mayor, Fernando González en todo el esplendor de su último libro publicado en esos días.

Lo primero que aprendí de él, y tal vez lo que para mí fue lo más definitivo de su pensamiento, era a no tener miedo de nuestra existencia, a aceptar lo que somos y en lo que terminaremos. Y embriagarnos con lo que la vida nos ofrecía, la gente, los pueblos, la naturaleza. Luego siguieron los otros libros, Viaje a Pié, El Remordimiento, todos se fueron desgranando de la mano del maestro.

Mi padre, que era Ingeniero Agrónomo, fue tocado en su juventud y en su época de estudiante por los Pánidas y por la obra del señor de Otra Parte. Y un día decidió llevarme


donde él, a Envigado. La carretera en ése entonces era estrecha, y el auto, un Mercury, que ahora lo recuerdo como un escaparate con ruedas, ocupaba casi todo el ancho de la vía. Pero antes de eso, yo ya había establecido una relación a distancia con el maestro, por intermedio de Pilarica Alvear. Ella vivía cerca de mi casa y éramos medio primos. Pertenecía a su tertulia literaria y publicó en esos días un bello libro titulado ―Cuando Aprendí a Pensar‖. Lo escribió cuando tenía dieciséis o diecisiete años, y era una de sus protegidas. Ella leía lo que yo escribía, y me estimulaba a seguir haciéndolo. Al maestro le llamaron la atención las palabras que tuve para sus libros, y me invitó a visitarlo unos dos días a la semana, en la tarde, con el fin de ayudarlo en su trabajo con la biblioteca de Otra Parte. Examinaba los estantes, escogía un libro, y se sumergía en él sentado en su escritorio, tomando notas en una hoja que sacaba de un arrume que tenía en un extremo. Luego dejaba la hoja de notas entre las páginas consultadas, lo depositaba en una mesa, y hacía lo mismo con un libro diferente. Al caer la tarde, sobre la mesa quedaban cinco o diez libros. Mi trabajo consistía en transcribir la hoja que reposaba en cada libro, era un borrador con tachones, y luego regresar el libro a su lugar en los estantes. A veces tenía algo que decirle sobre ésas notas, a lo que él respondía invitándome a escribir mi comentario como pié de página. Todo el tiempo la pasábamos escuchando los sonidos del silencio.

Alrededor de las cinco de la tarde, lo acompañaba al establo para ordeñar a su vaca. Era uno de los momentos que mas me gustaba. Después de ese largo silencio en la biblioteca, al atravesar el jardín para llegar al establo todo parecía vestido con un nuevo color, con una nueva presencia, los árboles, las flores, la hierba, los pájaros parecían recién inventados, cristalina sinfonía de la vida. Feliz, se sentaba en su butacón y ordeñaba a su querida vaca. Yo regresaba a mi casa, y me ponía a hacer mis cosas. Estaba en el colegio, en primero o segundo de bachillerato, tenía doce años y unos grandes deseos de ser escritor.

Don Nicolás Gaviria, el rector del colegio donde estudiaba, un hombre de una gran cultura, me autorizó a seguir mis estudios sin asistir a las aulas, pero con el compromiso de hacerlos en mi casa por medio de los cuadernos que mis compañeros de grado me prestaban. Así transcurrió casi medio año. El maestro ya había comenzado a sentirse enfermo, y lo más


prudente fue concluir con mi trabajo, que realmente era mi aprendizaje. La separación fue bastante dura, más de una vez quise regresar a Otra Parte, pero ya no había camino de regreso. Murió al año siguiente.

Recuerdo con mucho cariño al padre Ripol, que lo visitaba en ésos días. Los Benedictinos quedaban cerca de Otra Parte, y bajaba caminando a visitar a su querido amigo. Venía del Ecuador, donde vivió un tiempo entre los Indios de la Amazonía, y una tarde, mirando su álbum de fotos, viendo ésos indios maravillosos que parecían de otro mundo, y escuchando los comentarios de su vida entre ellos, decidí ser antropólogo.

Pero los que si eran de otro mundo eran los Nadaístas, que lo visitaban a menudo. Bulliciosos, rendían tributo a quien consideraban su padre, conversaban sobre todas las cosas posibles e imposibles, y el maestro gozaba con ellos como un muchacho. Yo los miraba en silencio, celoso de ésos intrusos que llegaban de Medellín, del centro, de Versalles y del Metropol, nombres que escandalizaban las buenas y solapadas conciencias de la época. Mi venganza fue una tarde en que estando en el establo, mientras él ordeñaba, escuché el bullicio venir por el Jardín: –Maestro-, le dije para que me oyeran, -llegaron las moscas-. Se pusieron furiosos, ese mocoso entrometido salirles con ésas. El maestro tuvo que intervenir para calmar los ánimos. En mi interior los admiraba, y a Gonzalo Arango lo consideraba más allá del bien y del mal.


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