La capilla milagrosa

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La pasiรณn no sabe esperar. Lo trรกgico de los hombres estriba en no saber esperar. (Nietzsche)



Quedaron de encontrarse afuera dentro de la Capilla Milagrosa, ya que los locatarios hubieran cerrado sus changarritos. Era un viernes 13 de junio, con una esplĂŠndida luna roja.



E

nrique andaba en bicicleta por la Calzada, andaba por el solitario camellón, para bajar luego por el carril del macrobús, era ya la hora en la que las putas hacían suyas las calles y los bandidos se escondían en las sobras, mientras los árboles del parque Morelos transpiraban marihuana. Pasó el túnel que conduce al Mercado Libertad y dio vuelta en la calle Gigantes, luego en 28 de Enero y luego en Obregón, para regresar a Gigantes por Insurgentes, un circuito sin sentido. Al pasar junto al Hotel Río de Janeiro se sintió golpeado por una sombra. Finalmente siguió por Gigantes y vuelta en Cabañas. Espero junto a La chiquita. Tomó un cigarrillo para consumir la espera.



G

abriel, había dormido durante la tarde. Hasta que las campanas de San Juan de Dios tocaron por la noche, era el momento esperado. Trabajaba en un localito de portal blanco, que medía menos de un metro de ancho. Lo abrió para echar un vistazo a la calle solitaria. Vio que había un hombre que fumaba y que llevaba una chamarra oscura a pesar del calor y la humedad. Debía ser él. Dio un paso hacia fuera, pero tropezó con una bicicleta. —Ey —Shhh— indicó el individuo llevándose el índice a la boca— no hagas ruido . Reconoció a Enrique en el desconocido, se sentía adormilado y escuchó pasos, debía de ser ella. Cuando estuvieron juntos entraron por el estrecho edificio sin hacer ruido.



M

iguel llegó caminando al lugar acordado, pero no encontró a nadie, así que decidió dar una vuelta, pronto encontró una casa vacía y escalo el muro. Pronto estuvo en el tejado y caminó hacia el extremo interior. Cuando vio el lugar de la reunión bajó por una escalera de madera apoyada contra el muro. Al descender se percató de que había cuatro personas más, debían de ser sus amigos.



F

ernando, tenía un marro con el que golpeaba los trozos de madera. Una vez que estos cayeron, pudo empujar la puerta de hierro oxidada, por la que entro la escasa luz de la luna. Con unas patadas arrojó los escombros que estorban la puerta de lo que antiguamente fue la capilla del socialismo tapatío.



R

osa vivía lejos, por lo que había decidido hospedarse en el Hotel Río de Janeiro. La fachada seguía tan verde como ella recordaba, solo que el neón apenas iluminaba seis letras, mientras que la E se había caído o se la habían robado. Pagó 250 pesos al hospedero y tomó su llave, subió al segundo piso. Prefería la habitación que está junto al balcón, aunque no tiene nada de encanto mirar la ciudad, podía distraerse al ver las cúpulas amarillas y las torres de la Catedral que se vislumbraban hacia poniente. Se acostó un momento y arrojó los tenis. Solo cerró los ojos un momento. Hacia las dos de la mañana se levantó y bajó hacia la calle. Un ciclista distraído y encapuchado que llevaba una mochila la golpeó al dar vuelta en la calle. Ella profirió un gritó y el recepcionista salió para ver qué pasaba. No sucedía nada. El preguntó si quería que llamara a la policía, pero ella le dijo que no se molestara. Tenía que salir. —Es peligroso salir ahora, señorita— —No importa quedé de verme con unos amigos por aquí cerca— — ¿A estas horas?— preguntó sorprendido. Ella no respondió más, como si no lo hubiera escuchado y dio vuelta hasta perderse en la oscuridad.



F

ernando trazaba con un gis la estrella y encendía unas velas semiderretidas que sacó de entre los escombros. No había nada más ni el escaso tiempo lo permitía. Colocó una mesa, con un mantel negro, en la que coloco un cáliz y los huesos de una cabeza de vaca. Sus amigos entraron por la puerta que acababa de abrir. Gabriel sacó una tablita que acababa de sacar de su mochila. Todos se colocaron dentro del círculo de gis. Gabriel colocó el master y todos pusieron la mano sobre la pequeña madera…



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