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Una publicación de editorial y distribuidora Hueders | Prohibida su venta | Ejemplar gratuito Año 2 - Número 7 | Abril de 2010
libros y lecturas
Lewis Carroll François Dosse Hans M. Enzensberger Serge Gainsbourg Karl Kraus Franz K akfa
Ismail Kadaré
Carlos Labbé Germán Marín Karl Marx Margaret Mazzantini
Nancy Mitford Gonzalo Muñoz Honorio Quila
First book + ciervo | Inés Picchetti
“¡Es la economía política, estúpido!” Slavoj Zizek el filósofo y psicoanalista de origen esloveno es uno de los pensadores más provocadores y activos de los últimos tiempos: cree que el papel del intelectual es eminentemente público. sus intensas argumentaciones van del cine a la política, del poder a los imaginarios sociales, del arte a la ideología.
Zizek (1949), director del prestigioso instituto de humanidades del birkbeck college de la universidad de londres, es autor de más de cincuenta títulos, traducidos a veinte lenguas. este es uno de los ensayos que componen el libro En defensa de la intolerancia, editado por sequitur, en el que cuestiona el actual liberalismo supuestamente tolerante y multicultural.
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ay que insistir en que Bill Gates es un icono, ya que sería una impostura convertir al “verdadero” Gates en una suerte de Genio del Mal que urde complots para conseguir el control total de nuestras vidas. Resulta especialmente relevante recordar, en este sentido, aquella lección de la dialéctica marxista a propósito de la “fetichización”: la “reificación” de las relacio-
nes entre las personas (el que asuman la forma de las “relaciones entre cosas” fantasmagóricas) siempre está acompañada del proceso aparentemente inverso de la falsa “personalización” (“psicologización”) de lo que no son sino procesos sociales objetivos. La primera generación de los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamó la atención, allá por los años treinta, sobre el modo en
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si el problema de la post-política (la “gestión de los asuntos sociales”) está en que tiende a limitar cada vez más las posibilidades del verdadero acto político, esta limitación se debe directamente a la despolitización de la economía, a la idea generalizada de que el capital y los mecanismos del mercado son instrumentos/procedimientos neutros que hay que aprovechar. que, precisamente cuando las relaciones del mercado global empezaban a ejercer toda su dominación, de modo que el éxito o fracaso del productor individual pasaban a depender de los ciclos completamente incontrolables del mercado, se extendió, en la “ideología capitalista espontánea”, la idea del “genio de los negocios” carismático, es decir, se atribuía el éxito del empresario a algún misterioso algo más que sólo él tenía. ¿No es cada vez más así, ahora, cuando la abstracción de las relaciones de mercado que rigen nuestras vidas ha alcanzado el paroxismo? El mercado del libro está saturado con manuales de psicología que nos enseñan a tener éxito, a controlar la relación con nuestra pareja o nuestro enemigo, en definitiva, manuales que cifran la causa del éxito en la “actitud”. De ahí que se pueda dar la vuelta a la conocida frase de Marx: en el capitalismo de hoy, las “relaciones entre las cosas” objetivas del mercado suelen adoptar la forma fantasmagórica de las “relaciones entre personas” pseudo-personalizadas. Claro que no: Bill Gates no es un genio, ni bueno ni malo; es tan sólo un oportunista que supo aprovechar el momento y, en su caso, el resultado del sistema capitalista fue demoledor. La pregunta pertinente no es cómo lo consiguió Bill Gates, sino cómo está estructurado el sistema capitalista, qué es lo que no funciona en él, para que un individuo pueda alcanzar un poder tan desmesurado. Fenómenos como el de Gates parecen así cargar con su propio fin: ante una gigantesca red global propiedad de un único individuo o de una sola empresa, la propiedad, ¿no deja de perder sentido por lo que a su funcionamiento se refiere (ninguna competencia merece la pena: el beneficio está asegurado), de suerte que se podría, simplemente, prescindir del propietario y socializar la red sin que se entorpezca su funcionamiento? Este acto, ¿no equivaldría a una recalificación puramente formal que se limitaría a vincular lo que, de facto, ya está unido: los individuos y la red de comunicación global que todos usan y que viene a ser la sustancia de sus vidas sociales? Esto nos lleva al segundo elemento de nuestra crítica a la teoría de la sociedad del riesgo: su manera de concebir la realidad del capitalismo. Analizándola de cerca, su idea del riesgo, ¿no se refiere a un ámbito específico claramente delimitado en el que se generan los riesgos: el ámbito del uso incontrolado de la ciencia y la tecnología en condiciones de capitalismo? El paradigma del “riesgo”, que no es uno más entre otros muchos sino el riesgo “como tal”, es el que puede nacer de la invención de alguna novedad científico-tecnológica para su uso por parte de una empresa privada sin que medie ningún debate o mecanismo de control democrático y público, invención con unas consecuencias a largo plazo inesperadas y catastróficas. Este tipo de riesgo, ¿no nace de la lógica del mercado y del beneficio que induce a las empresas privadas a buscar sin descanso innovaciones científicas y tecnológicas (o, simplemente, a aumentar la producción) sin tomar nunca verdaderamente en consideración los efectos a largo plazo ya sea sobre el medio ambiente o sobre la salud del género humano de su
actividad? Así, más allá de esa “segunda modernización” que nos obligaría a prescindir de los viejos dilemas ideológicos izquierda-derecha, capitalismo-socialismo, etc., ¿no deberíamos advertir que, en las actuales condiciones de capitalismo global, cuando las empresas toman decisiones, no sometidas a control político público, que pueden afectarnos a todos y reducir nuestras opciones de supervivencia, la única solución posible consiste en una especie de socialización directa del proceso de producción, es decir, en ir hacia una sociedad en la que las decisiones globales que se refieren a la orientación fundamental de las modalidades de desarrollo y al uso de las capacidades de producción disponibles, sean de un modo u otro, tomadas por el conjunto de la población afectada por esas decisiones? Los teóricos de la sociedad del riesgo suelen hablar de la necesidad de contrarrestar el “despolitizado” imperio del mercado global con una radical re-politización, que quite a los planificadores y a los expertos estatales la competencia sobre las decisiones fundamentales para trasladarla a los individuos y grupos afectados (mediante la renovada ciudadanía activa, el amplio debate público, etc.). Estos teóricos, sin embargo, se callan tan pronto como se trata de poner en discusión los fundamentos mismos de la lógica anónima del mercado y del capitalismo global: la lógica que se impone cada vez más como el Real “neutro” aceptado por todos y, por ello, cada vez más despolitizado. La gran novedad de nuestra época post-política del “fin de la ideología” es la radical despolitización de la esfera de la economía: el modo en que funciona la economía (la necesidad de reducir el gasto social, etc.) se acepta como una simple imposición del estado objetivo de las cosas. Mientras persista esta esencial despolitización de la esfera económica, sin embargo, cualquier discurso sobre la participación activa de los ciudadanos, sobre el debate público como requisito de la decisión colectiva responsable, etc., quedará reducido a una cuestión “cultural” en torno a diferencias religiosas, sexuales, étnicas o de estilos de vida alternativos, y no podrá incidir en las decisiones de largo alcance que nos afectan a todos. La única manera de crear una sociedad en la que las decisiones de alcance y de riesgo sean fruto de un debate público entre todos los interesados, consiste, en definitiva, en una suerte de radical limitación de la libertad del capital, en la subordinación del proceso de producción al control social, es decir, en una radical re-politización de la economía. Si el problema de la post-política (la “gestión de los asuntos sociales”) está en que tiende a limitar cada vez más las posibilidades del verdadero acto político, esta limitación se debe directamente a la despolitización de la economía, a la idea generalizada de que el capital y los mecanismos del mercado son instrumentos/procedimientos neutros que hay que aprovechar. Se entiende entonces por qué la actual post-política no consigue alcanzar la dimensión verdaderamente política de la universalidad: excluye sigilosamente de la politización la esfera de la economía. El ámbito de las relaciones capitalistas del
H | Hueders, libros y lecturas editora: Marcela Fuentealba ~ arte y diseño: Inés Picchetti ~ consejo editorial: Rafael López, Dorotea López, Emiliano Monge, Eduardo Rabasa ~ márketing: Francisca Las Heras ~ ventas: Ximena Ormazábal. H | Hueders es una publicación editada en conjunto con SP Revista de Libros, Editorial Sexto Piso, México. Dirección: Rosal 349 depto. B, Santiago, Chile. hueders@gmail.com ~ hueders.wordpress. com ~ Impreso en Gráfica Andes. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema, sin la autorización expresa de Hueders. Agradecemos a Guillermo Weschler. 2 | H hueders
mercado global es el Otro Escenario de la llamada re-politización de la sociedad civil defendida por los partidarios de la “política identitaria” y de las formas postmodernas de politización: toda esa proliferación de nuevas formas políticas en torno a cuestiones particulares (derechos de los gays, ecología, minorías étnicas...), toda esa incesante actividad de las identidades fluidas y mutables, de la construcción de múltiples coaliciones ad hoc, etc.: todo eso tiene algo de falso y se acaba pareciendo al neurótico obsesivo que habla sin parar y se agita continuamente precisamente para asegurarse que algo –lo que de verdad importa– no se manifieste, se quede quieto. De ahí que, en lugar de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades hechas posibles por la “segunda modernidad”, resulte mucho más decisivo centrarse en lo que sigue siendo igual en toda esta fluida y global reflexividad, en lo que funciona como verdadero motor de este continuo fluir: la lógica inexorable del capital. La presencia espectral del capital es la figura del gran Otro, que no sólo sigue operando cuando se han desintegrado todas las manifestaciones tradicionales del simbólico gran Otro, sino que incluso provoca directamente esa desintegración: lejos de enfrentarse al abismo de su libertad, es decir, cargado con una responsabilidad que ninguna Tradición o Naturaleza puede aligerar, el sujeto de nuestros días está, quizás como nunca antes, atrapado en una compulsión inexorable que, de hecho, rige su vida. La ironía de la historia ha querido que en los antiguos países comunistas de Europa oriental, los comunistas “reformados” hayan sido los primeros en aprender esta lección. ¿Por qué muchos de ellos volvieron al poder a mediados de los años noventa mediante elecciones libres? Este regreso al poder es la prueba definitiva de que esos Estados son ahora plenamente capitalistas. Es decir, ¿qué representan hoy en día esos antiguos comunistas? En virtud de sus vínculos con los emergentes capitalistas (no pocos antiguos miembros de la nomenklatura que “privatizaron” las empresas que habían gestionado), son ahora sobre todo el partido del gran Capital. Por otro lado, para ocultar las huellas de su breve, pero no por ello menos traumática experiencia con la sociedad civil políticamente activa, han sido todos encendidos partidarios de una rápida des-ideologización, de abandonar el compromiso civil activo para adentrarse en el consumismo pasivo
y apolítico: los dos rasgos característicos del actual capitalismo. Los disidentes descubren ahora con estupor que hicieron la función del “mediador evanescente” en la transición del socialismo a un capitalismo gobernado, con nuevos modos, por los mismos que gobernaban antes. De ahí que sea un error interpretar el regreso al poder de los antiguos comunistas como expresión de la desilusión de la gente con el capitalismo y una nostalgia por la antigua seguridad del socialismo: en una suerte de hegeliana “negación de la negación”, ese regreso al poder fue lo único que podía negar la vigencia del socialismo; lo que los analistas políticos (mal)interpretan como “desilusión con el capitalismo” es, en realidad, la desilusión que produce entender que el entusiasmo ético-político no tiene cabida en el capitalismo “normal”. Con la mirada retrospectiva, se acaba entendiendo lo enraizado en el contexto ideológico del socialismo que estaba el fenómeno de la llamada “disidencia”, cómo esa “disidencia” con su “moralismo” utópico (abogando por la solidaridad social, la responsabilidad ética, etc.) expresaba el ignorado núcleo ético del socialismo. Quizás un día los historiadores advertirán (como cuando Hegel afirmó que el verdadero resultado espiritual de la guerra del Peloponeso, su Fin espiritual, era el libro de Tucídides) que la “disidencia” fue el verdadero resultado espiritual del socialismo-realmente-existente. Deberíamos, por tanto, aplicar la vieja crítica marxista de la “reificación”: imponer la “objetiva” y despolitizada lógica económica sobre las supuestamente “superadas” formas de la pasión ideológica es la forma ideológica dominante en nuestros días, en la medida en que la ideología es siempre auto-referencial, es decir, se define distanciándose de un Otro al que descalifica como “ideológico”. Precisamente por esto, porque la economía despolitizada es la ignorada “fantasía fundamental” de la política postmoderna, el acto verdaderamente político, necesariamente, supondría re-politizar la economía: dentro de una determinada situación, un gesto llega a ser un acto sólo en la medida en que trastoca (“atraviesa”) la fantasía fundamental de esa situación.
Gentileza de editorial Sequitur
imágenes > I nés P icchetti Inés Picchetti es diseñadora de esta revista y de los libros de Hueders; trabaja para editoriales de Buenos Aires y desarrolla proyectos personales de dibujo digital, fanzines y colección de postales antiguas. Una selección de sus trabajos se puede ver en www.inespicchetti.cl
Indice | 4 › narrativa A la caza del amor Nancy Mitford | 5 › narrativa Locuela Carlos Labbé | 6 › narrativa Evguénie Sokolov Serge Gainsbourg | 7 › poesía Verso de la Reforma Agraria de los pájaros Honorio Quila | 8 › poesía Exit Gonzalo Muñoz | 9 › diez libros Germán Marín | 11-12 › clásico Un médico rural Franz Kafka | 13 › narrativa La palabra más hermosa Margaret Mazzantini | 14-15 › entrevista Ismail Kadaré por Gabriela Longman | 16-17 › sátira El terremoto Karl Kraus | 18-19 › ensayo El mafioso como héroe Hans Magnus Enzensberger | 19 › clásicos Elogio del crimen Karl Marx | 19-20 › ensayo El arte de leer Marco Antonio de la Parra | 20-21 › historia Deleuze y Guattari: Biografía cruzada François Dosse | 22-23 › ensayo Tecnología, deseo, crisis Eduardo Sabrovsky | 23 › clásicos Frases castellanas Premios Nobel | 24-25 › reseña La tentación de convertirse en un cero a la izquierda Alvaro Matus | 27 › reseña Síncopa literaria Andrea Kottow | 28-29 › ilustrados Alicia en el país de las maravillas Lewis Carroll | 30 › catálogo hueders H | 3
narrativa
A la caza del amor Nancy Mitford Nancy Mitford, escritora inglesa alabada por Evelyn Waugh. hija de un barón y miembro destacada de la aristocracia, tuvo el humor y la desfachatez suficiente para escribir con exquisita acidez sobre su círculo cerrado. A la caza del amor, junto con Amor en clima frío, son sus mejores obras, ambas editadas por libros del asteroide. este es el comienzo de la novela parcialmente autobiográfica de
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xiste una fotografía de tía Sadie y sus seis hijos sentados alrededor de la mesa del té en Alconleigh. La mesa está colocada, como estaba entonces, como sigue estando y como siempre estará, en el salón, delante de un enorme hogar de leña. Encima de la repisa y claramente visible en la fotografía cuelga una pala de zapador con la que, en 1915, tío Matthew había matado a golpes a ocho alemanes, uno tras otro, mientras salían de un refugio subterráneo; aparece recubierta todavía de sangre y cabellos, y de niños siempre nos había fascinado. En la imagen, el rostro de tía Sadie, siempre tan hermoso, aparece extrañamente redondo; tiene el pelo abultado y sedoso, y la ropa que lleva es de lo más ñoña, pero no hay duda de que es ella quien está ahí sentada con Robin arrellanado en su regazo y envuelto en mares de encaje. No parece muy segura de qué hacer con la cabeza del niño, y se percibe, aunque no se ve, la presencia de Nanny aguardando el momento de llevárselo. Los demás niños, de edades comprendidas entre los once años de Louisa y los dos de Matt, están sentados en torno a la mesa, vestidos con sus mejores galas o con baberos de encaje y puntillas, y sujetan con la mano tacitas o tazas para el té, según la edad. Todos miran a la cámara con los ojos muy abiertos por el fogonazo del flash, y todos tienen aspecto de no haber roto un plato en su vida, con esas boquitas redondas. Ahí están, quietos como moscas fosilizadas en el ámbar de ese instante: la cámara hace clic y la vida sigue adelante, los minutos, los días, los años, los decenios… llevándoselos cada vez más y más lejos de esa felicidad y esa promesa de juventud, de las esperanzas que tía Sadie debía de haber depositado en ellos y de los sueños que habían soñado. Muchas veces pienso que no hay nada más dolorosamente triste que los viejos grupos familiares. Cuando era niña pasaba las vacaciones de Navidad en Alconleigh; era una constante de mi vida y, si bien algunas de ellas pasaron sin pena ni gloria, otras estuvieron marcadas por sucesos violentos y adquirieron un carácter propio. Como aquella vez, por ejemplo, en que se incendió el ala de servicio, o aquélla en que mi poni se me cayó encima en el arroyo y estuvo a punto de ahogarme (no tan a punto, porque lo sacaron enseguida, pero se dice que hubo quien vio salir burbujas). También se armó un gran revuelo la vez que Linda, a los diez años, intentó suicidarse para reunirse con un viejo y apestoso border terrier al que tío Matthew había sacrificado. Cogió un cesto entero de bayas de tejo y se las comió; Nanny lo descubrió y le dio mostaza y agua para provocarle el vómito. Luego, tía Sadie tuvo unas «palabras» con ella; tío Matthew le dio un buen tirón de orejas, y la metieron en la cama durante varios días; además, le regalaron un cachorro de labrador que no tardó en ocupar el lugar del viejo border en sus afectos. Fue aún más grave cuando Linda, a los doce años, les explicó a las hijitas de los vecinos, que habían ido a tomar el té, lo que ella creía que eran las «verdades» de la vida. La descripción que había hecho Linda de las «verdades» había sido tan espantosa que las niñas 4 | H hueders
se habían marchado de Alconleigh hechas un mar de lágrimas, con los nervios destrozados para el resto de su existencia y con las posibilidades de una futura vida sexual sana y satisfactoria severamente mermadas. Todo esto tuvo como consecuencia una serie de castigos que fueron desde una buena azotaina, propinada por el propio tío Matthew, hasta la obligación de comer en su habitación, en el piso de arriba, durante una semana entera. (…) Sin embargo, las Navidades que recuerdo con mayor nitidez fueron las de mis catorce años, cuando tía Emily se prometió en matrimonio. Tía Emily era la hermana de tía Sadie y me había criado desde que mi madre, la hermana menor de ambas, decidió que a los diecinueve años era demasiado guapa y demasiado alegre para cargar con una niña. Abandonó a mi padre cuando yo tenía un mes y, posteriormente, huyó tantas veces y con tantas personas distintas que entre la familia y su círculo de amistades se le empezó a aplicar el sobrenombre de la Desbocada; mientras, la segunda mujer de mi padre (igual que, más adelante, la tercera, la cuarta y la quinta) no tenía, como es lógico, grandes deseos de ocuparse de mí. De vez en cuando, cualquiera de estos dos impetuosos progenitores aparecía en mi vida como un cohete, arrojando un resplandor sobrenatural en mi horizonte: llegaban rodeados de glamour y yo ansiaba que me atrapasen en su abrasadora estela y me llevasen lejos, muy lejos, aunque en el fondo sabía lo afortunada que era por tener a tía Emily. Poco a poco, a medida que fui creciendo, perdieron todo el encanto que habían tenido: los fríos cartuchos grises de los cohetes enmohecieron allí donde fueron a caer, mi madre en el sur de Francia con un comandante y mi padre –tras vender todas sus fincas para cubrir sus deudas– en las Bahamas con una vieja condesa rumana. Antes incluso de que me hiciese mayor, buena parte del glamour que los había envuelto se había difuminado, y al final no quedó nada, ni rastro de recuerdos infantiles que los distinguiesen de otros seres de mediana edad. Tía Emily no tenía mucho glamour, pero era mi madre y yo la quería. Sin embargo, en la época de la que escribo yo tenía una edad en la que la menos fantasiosa de las niñas está convencida de haber sido sustituida por otra niña al nacer, y se cree una princesa de sangre india, Juana de Arco o la futura emperatriz de Rusia. Deseaba con toda mi alma estar con mis padres, y cada vez que se mencionaban sus nombres ponía cara de idiota con la intención de transmitir una mezcla de sufrimiento y orgullo, imaginándolos sumidos en un profundo y romántico pecado mortal.
narrativa
Locuela Carlos Labbé Locuela: fenómeno en que el sujeto argumenta incansablemente en su cabeza los efectos de una herida amorosa. concepto de Ignacio de Loyola retomado por Roland Barthes en su célebre Fragmentos de un discurso amoroso, y ahora por el escritor chileno Carlos Labbé, autor de Navidad y Matanza y Libro de plumas. aquí sigue un fragmento de esta excelente novela, publicada por periférica en españa, marcada por tres voces que hablan de la necesidad de amar, escribir, comunicar. éste corresponde a la parte del “destinatario”, el que escribe desesperado su diario. 12 de agosto 12:13 Escribo poco porque comienzo a valorar el silencio. Discutí en el recreo con Alicia sobre la inutilidad de escribir sólo las iniciales de los personajes, la atención ya no se desvía a las connotaciones de los nombres, los personajes pierden presencia y se convierten en simples letras (ella lee a Kafka). Me torturan cientos de imágenes e ideas, no puedo mantener una coherencia en el diario. Tanto que decir, pero tanta bulla también: los autos, las pisadas en el pasillo, el teléfono… Era Alicia la que llamaba. Por qué me atrae de esa manera su capacidad de absorber los problemas de los otros en silencio, por qué físicamente a su lado me paralizo. Por qué por teléfono sí funcionamos (¿funcionamos?, no somos máquinas). Estoy triste y solo en medio de una ciudad triste. Alicia se ve más preparada que yo para la constante agresión de los habitantes de Santiago, porque ella parece siempre estar de viaje. (Una vez le pregunté, estaba a punto de llorar y yo no sabía si decir algo, qué es lo que hacía su amiga que murió, a qué se dedicaba, torpemente, para distraerla, y ella respondió que «nunca quiso estar acá, por eso a veces se iba».) Alicia, nunca en serio, me dijo en el recreo que si yo escribiera un diario o algo así debía nombrarla como A y no como Alicia, porque inevitablemente el lector la asociaría a la niña que visitó el país de las maravillas, situación que en su caso estaba lejos de ser cierta. Estoy triste, sopla un viento delicioso, los aromos ya brotaron. Ayer en la tarde T me confesó que comenzaba a asustarse. En los umbrales de la primavera vive cada año una sensación de estrepitosa catástrofe emocional. «Igual como un automovilista que descubre, el segundo antes de chocar, que está muerto», dijo, escucha que los pájaros comienzan a cantar, que el cielo está azul y que vuelve el calor. Pronto, me confesó, las parejas se formarán de nuevo ante mis ojos, pasearán abrazadas, felices, y yo estaré solo. No sirvieron los abrigos del invierno ni las orgías del verano; la primavera dice la verdad: que unos venimos al mundo de a uno y otros en grupo. (T me pide consejo, yo mantengo mi posición e invento experiencias que fundamenten mis palabras. Entonces me odio: pero soy incapaz de dejar de mentir. No sé si alguien se interesaría en lo que digo de otra forma.) (Según Blanchot, Sade dice que la única manera de no sufrir es gozando al dar y recibir dolor. Pero que, a la vez, la única manera de trascender al vicio del sadismo es lograr la insensibilidad, porque el vicio me volvería débil nuevamente, al hacerme dependiente del placer del dolor.) Si por un rato pudiera dejar de sentir. (Aunque creo que es imposible cuando este mundo es una baratija chillona y punzante. En la ciudad de Santiago detenerse en plena calle porque la cara particular de una muchacha exige tu atención trae como consecuencia que un auto te pudra a bocinazos, que una señora haga la mímica con las ma-
nos, «cabro hueón, muévete», que el delincuente que vende helados te pise ambos pies en la carrera por subirse a la micro. Y a esa altura, la cara ya se ha perdido en medio de la muchedumbre que cruza el semáforo de Lyon con Providencia.) Escribir está siéndome peligroso en el instante en que no me detengo. Pero en un diario, debo asumirlo, se me permite ser obsceno. (Pienso en J, en su carita entre mis dedos, «duele», «me haces pensar que soy una puta» y la beso a la fuerza. Mala noche, malísima su cama, lo peor es que soy yo el que estuvo ahí. Y me escapé después, el muy cobarde. J, perdóname. Si lo sintiera.) Alicia me ha prestado una revista uruguaya. Contemplo una foto de la Pizarnik, el artículo dice que ella se daba cuenta con horror que dependía de su escritura para estar viva, y el resultado de eso eran sus poemas escalofriantes. En su cara se ve cuánto necesitó del silencio. «Una gran escritora de cartas», señala el título. ¿Qué misterio frondoso hay en la correspondencia ajena? ¿Por qué quizá mataría por tener acceso a ese montón de cartas que Alicia una vez me declaró son su tesoro? (Quiero ser sincero, a eso aspiro en estas páginas: he esperado varios meses las cartas: la que Alicia me envió desde Checoslovaquia el verano pasado, maravillosamente trivial, sin duda, pero algo de su sonrisa para mí indispensable venía en ese sobre; la carta que J insinuó que me enviaría, si no me equivoco, puteándome y reputeándome después de describir con detalle cruel lo que pasó esa noche de febrero en que fui un monstruo. El correo se encargó de hacerlas desaparecer, y no he vuelto a saber de J. ¿Qué hay si Alicia había decidido escribirme por fin, acaso nunca podré atesorar su letra manuscrita?) La carta de la amiga de Alicia, por el contrario, sigue guardada en el cajón. Me he esforzado para no abrirla, debo llevársela a Alicia mañana, está dirigida a ella. (Alicia, cada vez que se sienta en el patio a mi lado, pareciera que está buscando una palabra. Yo hablo y hablo. Ella sigue distante. ¿Será cierto que Alicia nació en un viaje de sus padres? No, esa es su amiga que murió, la que vivía pensando en salir de aquí, «en volver», dice Alicia. Volver, ¿a dónde? Y yo preferí enterrarme en este departamento lleno de polvo antes de vagar por ese desierto agrícola que es Rancagua.) Dicen que Alicia escribe cosas suyas, acaso poemas. Los ojos de la Pizarnik. La boca de la Pizarnik. El profesor en la universidad, con la sonrisa de alguien que no entiende: «La poesía es la mujer: una imagen que contiene y se expresa sugiriendo, por medio de silencios; la narrativa es como los machos: otra imagen, pero esta vez expansiva, arrolladoramente explícita y verborreica». Pero Alicia se ve tan segura de sí misma, me mira de costado y me cuenta las historias de lo que le pasó en su infancia. La decena de personas que ha tratado en su vida me rodea cuando me las nombra, como si las conociera. hueders H | 5
narrativa
Gentileza de Antonio Machado Libros.
Evguénie Sokolov Serge Gainsbourg músico provocador y venerado, a su muerte hasta el presidente Mitterrand lo comparó con Baudelaire y
Apollinaire por su revolución en la canción francesa. Gainsbourg escribió una única novela, disparatada, cínica e insolente, a la que llamó “parabólica” y señaló como autobiográfica. Evguénie Sokolov es la historia de vida de un artista marcado por la incomodidad y el placer de estar lleno de gases. según algunos es una metáfora de la proverbial fealdad física de Gainsbourg, que por supuesto no le impidió ser el gran rockstar francés. Cae la máscara, queda el hombre, y el héroe desaparece… De mi vida, sobre esta cama de hospital que sobrevuelan las moscas de la mierda, la mía, me vienen confusas imágenes, a veces precisas, con frecuencia confusas, out of focus, dicen los fotógrafos, que puestas a continuación unas de otras compondrían una película a la vez grotesca y atroz, en tanto tendría la singularidad de no emitir por la banda sonora paralela en el celuloide a las perforaciones longitudinales más que deflagraciones de gases intestinales. Si me atengo a mi vacilante memoria, me temo que desde mi más tierna infancia tuve el don natural, qué digo, el inicuo infortunio de ventearme sin parar, pero, como era de natural a la vez púdico e hipócrita, y seguramente esperaba el momento propicio para exhalar sin testigos ni vergüenza aquellos suspiros parasitarios, nadie en mi entorno descubrió jamás mi cruel anomalía. Supongo que, a través de las relaciones solapadas de mi esfínter anal, hidrógeno, gas carbónico, nitrógeno y metano eran expulsados al aire libre de wáteres y plazoletas, y con certeza en aquella época podría detener a voluntad los vapores nocivos mediante la sola contracción de la ampolla rectal. Hoy, encamado, en ansiosa espera del tercer intento de electrocoagulación, miro cómo hinchan las sábanas mis impetuosas e infectas ventosidades, sobre las que hace ya tanto tiempo, ay, que he perdido el control, y, mientras pulverizo ineficaces desodorantes, reconstruyo la traza de un destino miserable y nauseabundo. Mis primeros balbuceos de bebé emitidos por vía anal no inquietaron en absoluto a mi ama de cría, una lechera de pechos de luxe a cuyos ojos echaba sistemáticamente, arrastradas por mis aires colados, las nebulosidades talcosas con que ella me espolvoreaba las nalgas, porque, mientras peía, no dejaba de estrujar una rata de juguete con una sonrisa estupefacta. Siguió un desfile de niñeras, como un baile de alta costura. Una me enseñó de paso el alfabeto cirílico, ésta los puntos de musgo y de jersey, aquélla a tocar el armonio de fuelle, sin que ninguna resistiese más de tres meses el hedor que desprendía el mío. En el colegio, en las placas turcas de puertas batientes, para las que sólo el maestro tenía llave, como si lo que dejaba en ellas fuera más precioso, el miedo me anudaba la garganta, y mi ano empezaba a emitir sus ruidos parasitarios, un jaleo que podía percibirse incluso bajo el cobertizo del patio, por mucho que al lado los demás, por la forma perentoria en que usaban el papel de periódico, no tuvieran ningún problema en dejar adivinar sus asuntos secretos. (…) Pronto di muestras de una muy clara inclinación por el dibujo, pero la espontaneidad de mis bosquejos y la ingenua frescura de mis acuarelas fueron inmediatamente moderadas por los pedagogos, que se burlaban de mis globos cúbicos, conejos ajedrezados, cerdos azules y otros fantasmas embrionarios, y, como tenía que someterme, me ven6 | H hueders
gaba en la piscina soltando junto a ellos unas burbujas irisadas que subían borboteando a la superficie antes de estallar en el aire puro y liberar sus gases contestatarios. En el dormitorio común, el problema estaba en dar curso a mis ventosidades sin despertar a nadie, pero la primera noche, después de dos o tres pedorreras perdidas en unas quintas de tos fingida, hallé la solución instintivamente, un dedo introducido con delicadeza en el esfínter, y los gases deflagraron sin causar alarma, y de día, mientras recorría a Catulo sin prestar atención, Quid dicam gelli quare rosea ista labella, no me privaba de ventearme con sordina mirando con insistencia a mis vecinos inmediatos, y tal era la flema que gastaba, que las sospechas nunca se dirigieron a mí en relación con el perfume, y, cuando era llamado al encerado, podía ocurrir que el profesor castigase a toda la clase, habiendo intentado en vano saber quién tiraba bombas fétidas. (…) Fui expulsado del colegio por indisciplina, y llevado por mis ventosidades entré en la escuela de Bellas Artes, donde, aunque mediocre en matemáticas, opté sin convicción por los estudios de arquitectura. Allí tuve que dominarme, puesto que las clases eran mixtas. Aprendí así a controlarme un poco, aunque no me curé; ya que el taller estaba situado en el sexto piso de una anexo de la escuela, me obligué a tirar uno de mis petardos en cada escalón, y pude contenerme un tiempo, que me vio pasar, siempre con mis gases, de la trigonometría a la pintura. Empecé por el carboncillo, y al alba planté el trípode de mi caballete junto al Perseo de Cellini, fascinado como estaba por la garganta seccionada de la Medusa, y en aquellas galerías a menudo desiertas en las que el eco me devolvía mis escapes, que corrían entre bronces y yesos y reverberaban con estruendo bajo las vidrieras, me sentí bastante feliz. Pronto hube de pasar a los modelos vivos, y con una mirada fría de la que aún estaba excluida toda satisfacción animal descubrí el desnudo femenino. Por culpa de aquellos montones de carne blanda, de aquellos cuerpos inflados o huesudos, de aquellos pubis parduscos, pelirrojos o ala de cuervo de los que a veces salía, por el ángulo agudo de triángulo isósceles, el hilo de un tampón periódico, nació en mí una misoginia furiosa que ya no me abandonó, en tanto mi mano idealizaba todo aquello en bosquejos acerados y coléricos que rubricaba, de vuelta en casa, con chorros de esperma, autógrafos agotadores que me llevaron instintivamente a una prostituta de extrarradio, Rosa, Ágata, Angélica, un nombre de planta, piedra o flor, poco importa, que se metió mi verga en la boca mientras yo me tiraba un pedo que la pobre recibió con la cabeza bajo la sábana, como esos vahos que se usan habitualmente para despejar las vías respiratorias, y hete aquí que resbala lentamente sobre el linóleo, cloroformizada.
poesía
Verso de la reforma agraria de los pájaros Honorio Quila El sol cuando a mí me hablaba, de Honorio Quila (1917-2007), campesino del pueblo de loyca arriba, melipilla, recopilado por Claudio Mercado. la poeta Cecilia Vicuña escribe: “el poeta iluminado de sí mismo se borra entregando sus versos como un néctar, un líquido ambarino que une cielo y tierra. el mismo canta como los ángeles se deleitan formando un palacio de guitarrones de oro al oírlo. pero un lamento emerge de este libro admirable, a medida que Claudio Mercado escucha al poeta y se acerca a su muerte. no es solo él que muere, sino una era. el chile donde abundaba la poesía metafísica campesina, los cantores y cantoras dedicados a recorrer sus versos, recordando sus composiciones orales para mantenerlas vivas. ellos eran y son los dueños de la espación donde la poesía y la vida se tocan, nutriéndose mutuamente. el toro plateado le decían a don Honorio Quila por las cornadas de su voz que solo pedía que lo escuchen con sabiduría”. este es un poema del libro
Para trabajar la tierra se origina el capital decía triste un chercán arriba de una mata de higuera por allá en una palmera le contestaba un gorrión ésa es la verdad señor sin capital no hay trabajo por eso es que vino abajo el pequeño agricultor
Un aguilucho decía yo hablo como senador que al pequeño agricultor hay que ayudar sin medida y si no la carestía nunca va a terminar tenemos que trabajar decían dos codornices no puedo sacar lombrices dijo con pena un zorzal
También dijo un carpintero hablando con un pitío que toda la vida ha sido despreciado el zorzal mero un cachudo y un jilguero dicen por su mal destino hay que abrir otro camino para alivianar la carga la vida está muy amarga para el pobre campesino
Al fin dijo un picaflor arriba de un cardenal él cóndor va a gobernar a Chile mucho mejor si al pequeño agricultor lo levanta en condiciones que valgan sus opiniones y haga la reforma agraria aunque se infurien* las águilas y pateen los halcones.
Un trile lleno de espanto dijo como diputado haré llegar al senado la necesidad del campo una tórtola con llanto pidió con necesidad una ayuda por piedad un chincolito decía y también por la sequía se ha visto calamidad
*Enfurezcan
Del libro El sol cuando a mí me hablaba. Honorio Quila, poeta campesino. Gentileza de Claudio Mercado.
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poesía
Exit Gonzalo Muñoz poeta experimental, pop y político,
Muñoz compartió la escena de comienzos de los 80 con Zurita, Eltit, Maquieira. la udp reedita juntos sus libros Exit y Este; Pablo Oyarzún habla en el prólogo de “la impronta general de la violencia como huella inevitable de la escritura. la violencia en la escritura, y como escritura, a manera de único modo –o subterfugio– para resistir la violencia de la historia y como historia, en dirección regresiva: bajo el soplo del viento del este. me sorprende cómo todas esas obsesiones y trazas se mantienen aquí y se proyectan más allá de la coyuntura y de esa como escena a espacio cerrado y sofocante en que surgieron, y se abren a nuevas lecturas, no meramente acotadas a una circunstancia específica y ya clausurada, sino actuales”. aquí sigue un fragmento de
Exit.
En este momento la ambivalente en su máximo delirio no sabe qué es de ella y se asesina a sí misma.
“abertura de la visión” –foto fija de A. Warhol llorando compungido–
letreros en blanco títulos subtítulos paréntesis manchas de sangre sobre el telón:
es su pasión dolorosa
entre cortinas de cuentas de cristal y mantas de lana tejida, macramés y tapices patagones, el cadáver se sume en la escenografía de su propio espectáculo, lleno de motivos, laico, sepulcral (aroma de incienso y cenizas) pero los deformes vestidos de negro, talidomídicos, barrocos, traicionan a la “princess” contándole a su macho, el héroe tatuado, pálido y engominado, intelectual, “new wave”, o cafiche tanguista, mientras pulsa su bajo eléctrico, lo que ha sido de la bella suicida.
su traición por la conversa y su imagen por esos dos reflejos de un mismo principio de la doble señal amada por esa ofrenda de ella a sí misma por ella que se baila en sus bordes y se ama
inmutable el pálido, se descubre el brazo, doblando la camisa blanca busca la línea azulada, hinchada, se aprieta con gomas negras se inyecta el líquido lechoso, se echa saliva, aprieta las mandíbulas se peina se arregla la corbata, acaricia la cicatriz de la mejilla toca el bajo eléctrico durante toda la noche y todo el día siguiente “héroes” – David Bowie
escena en 16 mm. –el ciclista drogadicto se lanza en feroz pedaleo su luna, la luna subiendo, alucinado retrocede la lleva en la cara y en la espalda, tatuada sobre la camiseta en los rayos giratorios se multiplica sobre el trayecto parece ahora un caimán del asfalto rayado atraviesan guirnaldas de luces la visera feroz sonrisa de su pantorrilla lateral a la salida de los bosques (terror del atardecer) ilumina el “grand prix” de su asesinato como conejo atrapado en pleno vuelta giratoria en el aire su asiento de cuero negro filudo salta, escorpión lo atraviesa rasga el suelo, penetrando la mirada desbocada
fine
durante el crepúsculo se encienden hogueras, su muerte es danzada, se hacen relatos… se miran “filmes underground” – imágenes en blanco y negro ritmos disparejos – tamborines 8 | H hueders
Para hacer caber el poema en la página, hemos reducido considerablemente los espacios contenidos en el texto original. Gentileza de las Ediciones Universidad Diego Portales.
diez libros
Diez libros sin orden de preferencia que nunca abandonaré Germán Marín
Germán Marín (1934) es uno de los mejores narradores chilenos de hoy. Autor de la célebre trilogía Historia de una absolución familiar (Círculo vicioso, Las cien águilas, La ola muerta), y de las novelas Ídola, Cartago y La segunda mano, también ha escrito varios volúmenes de cuentos: próximamente, Hueders publicará la colección de relatos inéditos Compases al amanecer.
1. El copartícipe secreto, de Joseph Conrad En este relato, como demuestran sus peripecias, está el mejor autor de una vasta producción. 2. La Orestía, de Esquilo La maldad es siempre castigada por la justicia y se provoca el matricidio de Clitemnestra. 3. ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner El mundo obsesivo del sur norteamericano llevado a la pesadilla. 4. Confesiones, de San Agustín Obra de sinceridad desgarrante que inaugura, desde “una sartén de viciosos amores”, la literatura autobiográfica de Occidente. 5. Residencia en la tierra, de Pablo Neruda Algunos de los mejores poemas del siglo pasado en nuestro idioma, tal como “El fantasma del buque de carga”. 6. Macbeth, de William Shakespeare Bajo una extraña danza de brujas, la pasión, el odio, la codicia, enhebran una historia desigual de la condición humana. 7. Las palabras, de Jean-Paul Sartre Dentro de su valiosa obra, estas páginas relatan la niñez de un vástago de familia de provincia, que, al crecer, optará, entre una rama católica y otra protestante, por el ateísmo. 8. La muerte de Virgilio, de Hermann Broch La lenta extinción del poeta latino a través de su mirada hacia el pasado. 9. Ficciones, de Jorge Luis Borges En su cuento “Hombre de la esquina rosada”, la literatura es una fiesta de cierto lenguaje de arrabal perdido en el tiempo. 10. Ulises, de James Joyce Su último capítulo, dedicado a Molly, es la obra de arte del subconsciente literario.
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clásicos
Un médico rural Franz Kafka escritos en la soledad de la noche, tras una jornada laboral anodina y estéril, los relatos reuni-
Un médico rural y Percepciones aparecen editados por Impedimenta en un Franz Kafka como cuentista: «un médico rural», «informe para una academia», «ante la ley» o «el deseo de ser piel roja». aquí presentamos el primero.
dos bajo los títulos de
solo libro, con una nueva y excelente traducción. suponen la cumbre en el arte de
E
staba muy angustiado. Tenía que emprender un viaje urgente. Un enfermo grave me esperaba en un pueblo a diez millas de distancia. La fuerte tormenta de nieve ocupaba todo el espacio que me separaba de él. Yo tenía un cochecito, de grandes ruedas, justo lo más adecuado para nuestros caminos. Envuelto en el abrigo de pieles, con el maletín en la mano, me encontraba en el patio, listo para marchar; pero el caballo… no tenía caballo. Mi caballo había muerto la noche anterior, los esfuerzos de este helado invierno lo habían agotado. Mi sirvienta recorría el pueblo para conseguir un caballo prestado; pero era inútil, yo lo sabía. Y seguía allí, sin sentido alguno, cada vez más inmóvil, cada vez más cubierto por la nieve. La muchacha apareció en la puerta, sola, balanceando el farol. Estaba claro, nadie prestaría ahora su caballo para semejante viaje. Atravesé otra vez el patio. No hallaba ninguna solución. Distraído y atormentado, di una patada a la desvencijada puerta de la porqueriza, que no se usaba desde hacía años. La puerta se abrió y siguió oscilando sobre las bisagras. Sentí el calor y el olor de caballos. Una turbia linterna de cuadra se bamboleaba de una cuerda. Vi el rostro franco de ojos azules de un hombre acurrucado bajo el cobertizo. –¿Los engancho? –preguntó, arrastrándose en cuatro patas. No supe qué decir, y sólo me agaché para ver qué había dentro del establo. La sirvienta estaba a mi lado. –Uno nunca sabe lo que se tiene en su propia casa –dijo la muchacha, y los dos nos reímos. –¡Hola, hermano, hola, hermana! –gritó el mozo de cuadra, y salieron uno tras otro dos caballos, dos fuertes animales de vigorosos flancos, con las patas apretadas contra el cuerpo y sus armoniosas cabezas agachadas como si fueran camellos, empujándose el cuerpo por el hueco de la puerta que llenaban por completo. Pero enseguida se irguieron sobre sus largas patas, con el cuerpo despidiendo un espeso vaho. –Ayúdalo –dije a la criada, y ella, bien dispuesta, le pasó rápidamente los correajes del coche. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y pegó el rostro al de ella. La muchacha gritó y huyó hacia mí. Sus mejillas mostraban las rojas marcas de dos hileras de dientes. –¡Bestia! –recapacité: era un extraño, que no sabía de dónde venía y que me ayudaba voluntariamente cuando los demás me fallaban. Como si conociera mis pensamientos, no se molestó por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se dirigió una vez hacia mí. –Suba –me dijo, y en efecto, todo estaba preparado. Me di cuenta de que nunca antes había viajado con un tronco de caballos tan hermoso, y subí al coche con alegría. –Yo conduciré, tú no conoces el camino –dije. –Naturalmente –contestó–, yo no voy, me quedo con Rosa. –¡No! –gritó Rosa, y salió corriendo hacia la casa, presintiendo bien su inevitable destino. Todavía escuché rechinar la cadena y engancharse el cerrojo; también vi que Rosa apagaba todas las luces del vestíbulo
y, siempre corriendo, las del resto de las habitaciones, para ocultarse. –Tú vendrás conmigo –dije al mozo–; si no vienes, desisto de ir, aunque es urgente. No voy a dejarte a la muchacha como precio del viaje. –¡Arre! –gritó el hombre, y dio una palmada. El coche arrancó bruscamente, arrastrado como un tronco de árbol en un torrente. Todavía oí crujir la puerta de mi casa, que cayó hecha pedazos atacada a golpes por el mozo. Los ojos y los oídos se me llenaron de un zumbido que penetró en todos los sentidos. Pero eso sólo duró un instante: como si justo delante del portal de mi patio estuviese la puerta de la casa de mi paciente. Ya he llegado. Los caballos están quietos, la nieve ha dejado de caer, el claro de luna me rodea. Los padres del enfermo salen deprisa de la casa, seguidos de la hermana. Casi me arrancan del coche, no entiendo nada de sus confusas palabras. En el cuarto del paciente el aire es casi irrespirable; la cocina de leña echa humo, abandonada. Abriré la ventana, pero antes quiero ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío; con los ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se incorpora bajo el edredón de plumas, se me abraza al cuello y me susurra al oído: –Doctor, déjeme morir. Miro en derredor: nadie lo ha oído. Los padres callan, inclinados hacia delante, esperando mi dictamen. La hermana ha acercado una silla para que coloque el maletín de mano. Lo abro y busco entre mis instrumentos. El joven sigue extendiéndome las manos, para recordarme su súplica. Tomo unas pinzas, las examino a la luz de la vela y las vuelvo a dejar. Pues sí –pienso blasfemando–, en casos así los dioses ayudan, nos mandan el caballo que nos falta y, como tenemos prisa, nos dan otro. Por añadidura, nos mandan un mozo de cuadra… Solo ahora recuerdo a Rosa: ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo salvarla? ¿Cómo la arranco de debajo de aquel hombre? A diez millas de distancia, con unos caballos imposibles de manejar enganchados a mi coche, que no sé cómo han desatado las riendas, que no sé cómo han abierto las ventanas desde fuera, que pasan por ellas sus cabezas y contemplan al enfermo, sin inmutarse por los chillidos de los familiares. Regresaré en seguida –pienso, como si los caballos me estuvieran pidiendo volver, pero dejo que la hermana, que cree que estoy aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles–. Me ofrecen un vaso de ron. El viejo me da palmadas en el hombro. Ofrecerme su tesoro justifica esta familiaridad. Sacudo la cabeza: me enfermaría sentirme dentro del estrecho círculo mental del viejo. Sólo por eso me niego a beber. La madre permanece junto al lecho y me indica que me acerque. Mientras un caballo relincha con fuerza hacia el techo, me acerco y apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que tiembla bajo mi barba mojada. Es lo que ya sabía: el joven está sano, quizá está un poco anémico, quizá esté saturado por el café de su preocupada madre, pero está sano. hueders H | 11
Habría que arrancarlo de la cama de un tirón. Pero yo no soy un arreglamundos y lo dejo en la cama. Solo soy un médico del distrito que hace lo que debe hasta el límite, casi hasta donde es demasiado. Aunque estoy mal pagado, soy generoso y ayudo a los pobres. Ahora debo cuidar de Rosa. Y el joven tal vez tenga razón y también yo quiero morir. ¿Qué estoy haciendo aquí, en este interminable invierno? Mi caballo ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo, tengo que sacar mi tiro de la pocilga y, si casualmente no fueran caballos, tendría que haber usado cerdos. Así están las cosas. Saludo con la cabeza a la familia. Ellos no saben nada de esto, pero si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero lo difícil es entenderse con la gente. Con esto, he terminado mi visita al enfermo. Una vez más me han molestado sin necesidad. Estoy acostumbrado, todo el distrito me tortura con esa campanilla nocturna. Pero que además esta vez haya tenido que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo reparara en ella, este sacrificio es demasiado grande, y de alguna manera tengo que ayudarme, justificándomelo con sutilezas, para no arremeter contra esta familia que no me podría devolver a Rosa aunque quisiera. Pero mientras cierro el maletín e indico que me traigan el abrigo, con la familia agrupada, el padre que olisquea el vaso de ron en la mano, y la madre, a la que probablemente he decepcionado –¿qué espera la gente?– se muerde llorosa los labios, y la hermana agita un pañuelo manchado de sangre, casi me siento dispuesto a admitir, con ciertas reservas, que el joven tal vez sí está enfermo. Me acerco a él: me sonríe como si le trajera el más fortificante caldo… –¡Ah! Ambos caballos relinchan, con más estrépito, seguramente para facilitar mi reconocimiento del paciente– y ahora sí veo que el joven está enfermo. En el costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida del tamaño de la palma de la mano, con muchos matices de rosado, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina a cielo abierto. Así se ve a cierta distancia. De cerca parece aún peor. Nadie puede mirar algo así sin inmutarse. Los gusanos, largos y gruesos como un meñique, rosados y manchados de sangre, se refuercen en el fondo de la herida, mostrando sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, no se te puede ayudar, he encontrado tu gran herida: esa flor abierta en tu costado te está destrozando. La familia está feliz, me ve trabajar. La hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, y el padre a algunas visitas que entran de puntillas bañadas por el claro de luna que atraviesa la puerta abierta. –¿Me salvarás? –murmura entre sollozos el joven, deslumbrado al ver la vida que bulle en su herida. Así es la gente de por aquí. Siempre piden del médico lo imposible. Han perdido su antigua fe. El párroco se queda en casa y deshilacha una tras otra sus casullas. Pero el médico lo tiene que conseguir todo con sus débiles manos de cirujano. ¡Como les parezca mejor! Yo no me ofrecí, si me usan para fines sagrados, también lo acepto. ¿Qué más puedo pedir yo, un pobre médico rural despojado de su criada? Aquí llegan ahora los parientes, y los ancianos del pueblo, y me desvisten. Un coro de escolares, con el maestro al frente, entona ante la casa una sencilla melodía con estas palabras: «Desvestidlo para que cure, y si no cura, matadlo. No es más que un médico, no es más que un médico…». Ya estoy desvestido y miro tranquilo a la gente, cabizbajo, con los dedos en la barba. Tengo una gran presencia de ánimo, soy superior a todos y sigo siéndolo, aunque no me sirve para nada, porque ahora me agarran por la cabeza y por los pies y me llevan a la cama. Me ponen junto a la herida, hacia la pared. Luego todos salen del cuarto y cierran la puerta. Dejan de cantar. Las nubes ocultan a la luna. Las mantas me 12 | H hueders
arropan con calor, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en los huecos de las ventanas. –¿Sabes? –escucho una voz al oído–. Tengo muy poca confianza en ti. Si sólo has sido arrojado aquí, no te han traído tus propios pies. En vez de ayudar, me robas un trozo de mi lecho de muerte. Me encantaría arrancarte los ojos. –En verdad –digo– es ignominioso. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Créeme, tampoco es nada fácil para mí. –¿He de darme por satisfecho con esa excusa? No me queda más remedio. Siempre debo darme por satisfecho. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que he recibido. –Joven amigo –digo–, tu error es que no ves las cosas en su conjunto. Yo, que he estado en todos los cuartos de los enfermos de la región, te digo que tu herida no es tan terrible. Dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Muchos presentan sus costados y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque, y menos aún que se les está acercando. –¿Es de veras así, o me engañas porque tengo fiebre? –Realmente es así, llévate mi palabra de honor de médico oficial. Se la llevó y no volvió a hablar. Había llegado el momento de pensar en mi salvación. Los fieles caballos seguían en su sitio. Recogí rápidamente mis ropas, el abrigo de pieles y el maletín. No quise perder tiempo en vestirme. Si los caballos corrían tanto como al venir, saltaría de aquella cama a la mía. Uno de los caballos se apartó dócilmente de la ventana. Tiré el bulto en el coche, el abrigo cayó demasiado lejos y quedó enganchado por una manga. Era suficiente. Monté el caballo de un salto, con las riendas arrastrándose, los caballos apenas atados entre sí, el coche errante tras ellos y al final el abrigo de pieles sobre la nieve. –¡Más rápido! –grité. Pero no íbamos rápido. Avanzábamos despacio por aquel desierto de nieve, como los viejos. Durante mucho tiempo siguió sonando el cantar nuevo pero falso de los escolares: «Alegraos, los enfermos, tenéis al médico en vuestra propia cama». A este paso nunca llegaré a casa: mi clientela está perdida, un sucesor me estará robando, pero sin provecho, porque no puede sustituirme. En mi casa causa estragos el repugnante mozo de cuadra. Rosa es su víctima, no quiero ni pensar en ello. Como un hombre viejo, desnudo, expuesto al frío helado de esta época desgraciada, deambulo con un coche terrenal y caballos sobrenaturales. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y entre la gentuza de los pacientes nadie levantará un dedo. ¡Me han engañado! Cuando se acude a una falsa llamada de la campanilla nocturna, se produce lo irreparable.
narativa
La palabra más hermosa Margaret Mazzantini este es el comienzo de la segunda novela de la escritora ítalo-irlandesa
Margaret Mazzantini (1961). No te muevas, ganó el prestigioso premio strega y tuvo su versión en cine con penélope cruz. La palabra más hermosa –recién editada por lumen– trata sobre una madre y un hijo, sobre la guerra de la ex yugoslavia, y sobre la posibilidad de hablar sin máscaras de la violencia y el amor. la primera,
Oh, ternura humana ¿dónde estás? ¿Acaso sólo en los libros? El viaje de la esperanza… palabras residuales, entre las muchas que se sedimentan en el fondo de un día. Las he leído en la farmacia, en un tarro de cristal junto a la caja, tenía la ranura para meter las monedas y la fotografía de un niño pegada con cinta adhesiva, uno de aquellos que hay que llevar lejos para que puedan operarle, un viaje de la esperanza, eso es. Doy vueltas sobre la almohada, entre resoplidos. Observo el cuerpo de Giuliano, inmóvil, pesado. Duerme como siempre, boca arriba, con el pecho desnudo. De vez en cuando lanza un pequeño gruñido, como una bestia calma que espantara mosquitos. Esperanza, pienso en esta palabra que cobra forma en la oscuridad. Tiene la cara de una mujer un poco abatida, de aquellas que arrastran su derrota y sin embargo logran salir adelante con dignidad. Mi cara, quizás la de una muchacha envejecida, detenida en el tiempo, por fidelidad, por temor. Salgo al balcón, veo lo de siempre. El edificio que hay frente al nuestro, las persianas entornadas. El bar con el letrero apagado. Es el silencio de la ciudad, polvo de ruidos lejanos. Roma duerme. Duerme su fiesta, su pantano. Duerme la periferia. Duerme el Papa, sus zapatos rojos están vacíos. El teléfono suena por la mañana, muy temprano. Los timbrazos me sobresaltan, tropiezo en el pasillo, tal vez grito para parecer despierta. –¿Diga? Se oye ruido en el auricular, como un viento que corre entre las ramas. –¿Puedo hablar con Gemma? La voz habla bien italiano, pero articula demasiado las palabras. –Soy yo. –¿Gemma? ¿Eres tú, Gemma? Repite mi nombre y se pone a reír. Reconozco esta carcajada ronca, desgarrada. Me asalta de inmediato –Gojko –hace una pausa–. Sí, tu Gojko. Es una explosión rotunda. Un largo vacío que se llena de detritos –Mi Gojko… balbuceo. Su olor, su cara, nuestros años. –Hace meses que intento ponerme en contacto contigo a través de la embajada. Pensé en él unos días antes, mientras iba por la calle, sin que viniera a cuento, por un muchacho que vi y que tal vez se le parecía. Hablamos un poco: ¿qué tal todo? ¿Qué haces? He vivido unos años en París y ahora estoy de nuevo en casa. –Están organizando una exposición para recordar el asedio. Van a incluir las fotografías de Diego.
El frío suelo trepa por mis piernas y se detiene al llegar al estómago. –Es una oportunidad. Sigue riendo, como reía él, sin una alegría verdadera, más bien para mitigar esa tristeza leve pero que nunca se esfuma. –Ven. –Lo pensaré, sí… –No tienes que pensar nada, tienes que venir. –¿Por qué? –Porque la vida pasa y nosotros con ella. ¿Lo recuerdas? Claro que lo recuerdo. –Y se ríe de nosotros, como una puta vieja y desdentada que espera al último cliente. Los versos de Gojko. La vida como una larga balada. Ahora recuerdo su modo de tocarse la nariz, de aplastarla como cera blanda mientras recita esos versos que escribe en las cajas de cerillas, en las manos. Estoy en bragas, tengo los pies desnudos. Gojko está vivo, siempre ha estado vivo. De repente me pregunto cómo he podido renunciar a él durante todo este tiempo. ¿Por qué hay que renunciar en esta vida a las mejores personas a favor de otras que no nos interesan, que no nos hacen ningún bien, que simplemente se cruzan en nuestro camino, nos corrompen con sus mentiras y nos convierten en gallinas? –De acuerdo, iré. El fango inmóvil de la vida es ahora polvo y vuela hacia mí. Gokjo se regocija, grita de alegría. Había polvo cuando me fui de Sarajevo, se alzaba removido por el viento gélido, se arremolinaba en las calles, borraba todo cuanto quedaba a sus espaldas. Cubría los minaretes, los edificios, los muertos del mercado, sepultados por las verduras, por los trastos, por pedazos de madera de los bancos arrancados de cuajo. Le pregunto a Gojko por qué no me ha buscado hasta ahora. –Hace años que te añoro. Su voz desaparece tras un suspiro. Se oye de nuevo el ruido del viento, de kilómetros de distancia. De pronto tengo miedo de que se corte la línea y vuelva aquel silencio que ha durado varios años y que ahora me parece insoportable. Le pido rápido su número de teléfono. Es un móvil; lo apunto en un pedazo de papel con un bolígrafo que no escribe. Tendría que encontrar otro pero me da miedo separarme del teléfono. El ruido es cada vez más fuerte. Veo un hilo telefónico que se rompe y cae entre chispas. Cuántos cables colgantes he visto en esa ciudad aislada. Arponeo el pasado, marcando fuerte la hoja, con el temor de perderlo una vez más. –Te llamaré para decirte cuando llega el vuelo.
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Ismail Kadaré Gabriela Longman acaba de reeditarse toda su obra en castellano gracias al premio príncipe de asturias que recibió el año pa-
sado. el escritor albano vive desde 1990 en parís, donde llegó como exiliado político. después de la caída
del régimen en albania, divide su tiempo entre francia y su país natal. en su departamento parisino cercano al jardín de luxemburgo, el escritor habló de su patria, del estalinismo y, sobre todo, de literatura.
Usted dice tener una formación que va entre Macbeth y Don Quijote, ¿podría explicar esta mezcla? Se trata de caminar entre lo trágico y lo grotesco. Para mí es una buena mezcla, una especie de cóctel en el que procuro equilibrar bien cada dosis. La literatura necesita de dos para no ser monocromática. La vida sigue la misma lógica, aunque no todo lo que está en ella necesite estar en la literatura. La literatura, como siempre digo, es más importante que la vida, especialmente para los escritores. ¿Qué es lo más característico que encuentra en la lengua albanesa? El albanés es una de las lenguas más antiguas de Europa y una formidable máquina de expresión. Esto, por dos razones, quizás. La primera es que se trata de una mezcla particular de dos grupos de lenguas indoeuropeas: tiene trazos del latín y también de las lenguas nórdicas, celtas. Lo que resulta una mezcla formidable que enriquece la expresión literaria, un sintetismo especial. Mis textos, cuando son traducidos al francés o a otras lenguas latinas, aumentan en doce o incluso quince por ciento de tamaño. Por otro lado, a veces, el albanés tiene cosas heredadas del latín que incluso el propio italiano no tiene. Admiro el albanés no por razones patrióticas, sino por razones profesionales. En todas las lenguas balcánicas también hay palabras de origen turco, pero éstas generaron cambios superficiales, en el vocabulario, que no llegaron a la estructura. ¿Piensa que su estilo cambió después de cambiar de país, a partir del exilio? Creo que se transformó bastante, pero no por esas razones. Lo hizo por el paso del tiempo, por la edad, pero no precisamente por el cambio de país. Mi modo de escribir atravesó y sobrevivió a los cambios políticos y geográficos. No creo escribir mejor que en aquella época, ni con más valentía. Sería triste si fuera valiente ahora, lejos, y después de que lo peor ya pasó. ¿Cuándo comenzaron sus problemas con la censura? Jours de beuverie, mi primera novela, fue prohibida en Albania en 1962. La obra fue tildada como «decadente». Mis personajes eran vándalos, seres inmorales que iban en contra de los nobles ideales del realismo socialista. La llamada literatura comunista sólo permitía 14 | H hueders
mártires y enemigos. Un poco después, cuando publiqué una compilación de poemas en Moscú, uno de mis amigos me advirtió: «La editorial está preparando un largo prefacio para criticarte». Podíamos publicar algunos libros contestatarios, con la condición de que su carácter «nefasto» fuese evidenciado en el prefacio. Pero aun así, escribíamos. Pero usted en un periodo apoyó al régimen, ¿no? Desde el principio tuve mis reservas hacia el régimen, aunque no fueran extremamente conscientes, sino pasivas. Si uno ama a la literatura, si uno ama a Shakespeare o Cervantes, no puede amar al régimen comunista. Uno no puede amar al mismo tiempo a Macbeth y a la Dirección del Comité Central de Stalin, las reservas son naturales. Nunca hice ataques directos contra el Estado, solo ironías escondidas, suposiciones; levanté posibilidades, a veces de manera más abierta. Cuando me preguntan si soy disidente, digo que no: soy simplemente un escritor normal en un país normal. Eso ya es mucho. Al dejar Albania, en los años noventa, le dejó una carta al presidente, diciendo que regresaría cuando la democracia estuviese instalada. En cierta medida regresé. Hoy divido mi vida entre Francia y Albania, pero no vivo aquí por motivos políticos, vivo por motivos profesionales y personales, me gusta la posibilidad de pasar seis meses aquí y seis meses allá, de cambiar. Cuando estoy en Albania siempre hay mucho bullicio. Aquí trabajo y vivo más tranquilo. Usted tenía una rutina de trabajo: escribía todos los días en un horario determinado. ¿Ese método continúa? Ahora escribo más ocasionalmente. Los escritores son conquistadores, no quieren parar. «Voy a escribir eso, ¿pero eso debe de ser escrito?, ¿no dije eso antes?» Es necesario saber, sobre todas las cosas, lo que no debe de ser escrito. Hay algunos paralelismos que comparan su obra con el realismo mágico latinoamericano. ¿Concuerda con esa aproximación? No sé, me parece un poco ingenuo. Dante Alighieri hacía una especie de realismo mágico, lo mismo sucede
entrevista
con Kafka y la mitología griega. No sé cómo ha ganado tanta fuerza ese tipo de calificativo. Todo el mundo habla de eso. El lado irrealista forma parte de la literatura, ésta ni siquiera podría existir sin esa dimensión trascendental, mágica, onírica, oculta. La literatura nace de la vida, ¿pero, de qué vida? La mayor parte de la vida no es interesante para la literatura. Es como un buey al que no podemos comerle cualquier parte. Hay que extraerle el filete. La literatura es el filete de la vida. ¿Se identifica con otros escritores de su generación? Respecto a los escritores contemporáneos, tengo, en el fondo, una visón global de la literatura; no en el sentido geográfico, sino en el temporal. Me da lo mismo si son escritores vivos o muertos, contemporáneos míos o no. Actuales o no, me da igual. Los escritores son una raza aparte. La literatura tiene una cosa muy contradictoria: no es democrática. Está basada en la no igualdad. Una literatura con mil escritores no es normal. Si uno escucha que Francia tiene mil escritores, no es una buena noticia. Ese número necesita disminuir. La literatura está basada en una selección sin piedad que resguarda su gran valor. ¿Pero la literatura «comercial» o de segunda categoría no ejerce una función social? Yo acepto la literatura mediocre o promedio porque cumple una función: garantiza un enorme número de lectores, que un día podrán dirigirse hacia una literatura de calidad. La literatura de nivel no es capaz de sostener a todo un público que, generalmente, necesita cosas no muy complicadas. El peligro empieza cuando la literatura promedio quiere imponerle leyes a la literatura de calidad. Es necesario que estos universos permanezcan bien separados, sin intervenir el uno en el otro, como castas. Alguna vez usted declaró que es imposible adaptar una novela al cine. Sin embargo, varios libros suyos ya han sido adaptados. Tengo la teoría de que el escritor no debe intervenir en el proceso de adaptación, debe ceder la obra y renunciar a ella. Yo nunca intervengo. La llamada «adaptación» es imposible, pero de esta manera la obra «adaptada» obtiene una segunda vida, independientemente del escritor. Abril despedazado tuvo tres adaptaciones cinematográficas (una albanesa, una francesa y una brasileña). Cuando el director brasileño Walter Salles me buscó, le di completa libertad. No quise saber nada, sólo vi la película cuando estaba lista. Y me parece que la versión brasileña es absolutamente la mejor.
¿Usted apoya la entrada de Albania a la Unión Europea? Claro, completamente. Es la única esperanza para que los Balcanes entren a las vías normales de desarrollo. Irónicamente, los albaneses son los más pro-europeos y al mismo tiempo los más pro-americanos. No deja de ser curioso, porque también fueron los más estalinistas. Pienso que existe una lógica interna para esto. Pasamos de un extremo al otro, como una reacción. A comienzos del siglo XX, Estados Unidos fueron la única potencia en oponerse ante la idea de dejar a Kosovo fuera de Albania. En esa época los americanos se convirtieron en mito nacional. No obstante, esa admiración fue duramente reprimida por el estalinismo, aunque luego recuperada con la caída del régimen. Hoy Grecia tiene un sentimiento antiamericano mucho más fuerte, lo que me parece bastante comprensible. Muchos libros suyos abordan el tema del imperio otomano. ¿Cómo compara el llamado imperialismo americano con los imperios clásicos? Me rehúso a esa comparación, me parece injusta. Si quisiéramos decir que la Unión Europea es un imperio, también podríamos hacerlo, pero no hay ningún parecido con el imperio otomano, que era terrible, atroz, sin ningún aspecto positivo. Fue peor que el imperio soviético o que el imperio italiano, que tenía una nostalgia del imperio romano. Esa moda de decir que los Estados Unidos son un imperio –en el mal sentido de la palabra– es un vestigio de la Guerra Fría, un estigma del estalinismo. Los que vivimos el reinado estalinista tenemos horror de todo eso, porque la base de la propaganda estalinista era, día y noche, machacarnos en los oídos: «Abajo el imperialismo americano, abajo el imperialismo americano». En Francia escucho la misma propaganda. Me da la impresión de que es el regreso de una pesadilla, y me parece que está de moda, y no sólo aquí, sino también en América Latina. Es como una pasión exagerada. Estados Unidos es una gran potencia, y, como toda gran potencia, tiene el mal y el bien en grandes proporciones. Siempre es muy fácil encontrar cosas desagradables, pero de eso a equipararlos con el totalitarismo hay varios pasos. La comparación me suena retrógrada. Pero el imperio otomano fue fructífero para la literatura. ¡Absolutamente!, el infierno siempre es literario. El mar, por ejemplo, le ha dado muy poco a la literatura. El mar es hermoso para la vida, ¡que maravilla tener una casa en la playa! Sin embargo, en compensación, cosa extraña, eso no le rinde mucho a la literatura. Así funciona. Frente al buen tiempo, la felicidad y las buenas personas, la literatura dice, «no gracias». Retrocede, da la espalda y se va en búsqueda de un criminal.
¿Europa occidental todavía ve a los Balcanes como un problema incómodo, como algo por resolver? Me parece que sí, a pesar de que el interés europeo por los Balcanes esté creciendo. Los Balcanes son una realidad, son una parte incómoda, pero parte al fin. Decimos que los son el patio de Europa, pero el patio también es parte de la casa, son inseparables. Si no hay tranquilidad en los Balcanes no hay tranquilidad en Europa.
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sátira
El terremoto Karl Kraus el pensador vienés
(1874-1936) fue uno de los primeros críticos radicales del papel de la publicidad y de
la prensa en el mundo moderno. desde el centro de un imperio en decadencia, ante la gestación del nazismo, publicó la revista satírica
Die Fackel (la antorcha) en la que desarmó sin piedad los discursos de la
política, la ciencia, el psicoanálisis, todo lo dogmático y falso que encontró a su paso. en este texto iro-
niza sobre un temblor de tierra que inquietó a Viena en 1908; lo ve como el preludio de la destrucción de la guerra que vendrá en contraste con la frivolidad y el aturdimiento mediático del pueblo austriaco.
Y
eso que sólo fue el sordo temblar de un vago presentimiento del que vendrá. Este año la tierra va a abrir la boca y a manifestarse contra la pretenciosa afirmación de que un vienés nunca se derrumba. ¿Acaso podría ser de otra forma? La estupidez es un acontecimiento elemental con el que no hay terremoto que pueda medirse. Las violentas fuerzas que contiene tendrán que descargar alguna vez en una catástrofe que le arranque el antifaz al cuerpo de este mundo. ¡Pues jamás puede haber existido un período cultural en el que los hombres, separados por raza y religión, hayan hecho con tal entusiasmo profesión de estupidez! Quizás se les haya concedido todavía un plazo hasta la puesta en servicio de la navegación aérea, y la perturbación de las comunicaciones espirituales que con tanta rapidez se notará entonces esté prevista como principio del fin. Pero yo sostengo la idea de que en este año de jubileo sucederán grandes cosas, como por ejemplo cuando la comitiva avance por la Ringstrasse. De la tarde de Carnaval del Círculo de Cantores ya me había prometido yo todo lo posible, y algún consuelo encontré en la idea de que el temblor del suelo fue la respuesta al desenmascaramiento que ante los ojos desencajados ofreció esa fiesta. Porque la decoración de la sala mostraba a la estatua de la Libertad de Nueva York “saludando a los vieneses que llegaban con la exclamación ¡Oh tú, Austria mía!” (…) Apenas la noticia apareció en el Deutschen Tageblatt, hubo un terremoto. Ahora, pensé, habrá calma por un rato. Estamos advertidos. El vienés verá que no hay que confiar en la paciencia de la tierra, aprenderá modestia, y tomará sus medidas para que en caso de que sea inexcusablemente necesario rodar por los suelos no se entere nadie. ¡Ni rastro de ello! Y ahora, allá se van corriendo. La estupidez se precipita a las calles, se arranca en masa de las “observaciones” que logra pillar, y corre a las redacciones para informar de que está asustada. ¡De que ella también estaba allí! Postes que caen, ventanas que tintinean, niños que gimen, madres que hacen locuras, y padres que le escriben a la Neue Freie Presse. Que ha habido un terremoto queda tan claro para la inteligencia por los informes de los sismólogos como por la afirmación de un camarero de que “él no ha roto nada”, que reportó a toda velocidad una mesa 16 | H hueders
del café cuya taza se tambaleaba. (…) Un viejo suscriptor informa que corrió al teléfono inmediatamente para pedir alguna línea con su redacción adorada, a lo que la telefonista de tal casa le habría dado por toda respuesta “¿Qué quiere hablar con la Presse? Los siento pero en este momento están todas ocupadas con la cosa de los temblores”. “Ya no necesitaba saber más”, remataba el comunicante un papel tan de carácter. Todas ocupadas, y con números distintos, y hasta en el último hueco tienen ya metido algo. Un día tras otro, hoy, mañana, eternamente. Hasta que el mundo se derrumba y ni siquiera por escrito se le puede ofrecer explicaciones a la Neue Freie Presse. Aquellos cuyas cartas no pudieron ser archivadas, a resultas de la falta de espacio en la redacción, se tuvieron que conformar con ver su nombre mondo y lirondo impreso en una lista diaria de observadores del terremoto. De todas formas, uno ya era hasta ahora simplemente visto, sin ningún ropaje retórico, en el baile de la Concordia; uno había sido modesto partidario del “derecho a la tranquilidad” o sólo no fumador y gracias. (…) Seguro que nadie necesita un motivo para escribir su nombre en la pared de un retrete, pero al final tiene que haber una ocasión para llevarlo a la Neue Freie Presse. Y ésa si que cuida las ocasiones. Si no hubiera acontecimientos, se los inventaría para que sus suscriptores tuviesen la alegría de haber estado allí. Si no hubiera ningún incendio de pasión, no obstante lo contaría todo desde la cabecera de sus amores. Y todo vuelve a ser exactamente como siempre: en la siguiente edición matutina, como si se tratara de algo de ninguna manera menos importante que la muerte de un redactor, aparece citado hasta el último pedazo de carbón que informa, conmocionado allá en lo más profundo, de su participación en el terremoto. Sí, por si acaso la imbecilidad no hubiera pensado jamás en sacar a la luz su vida privada, ahora se la ha ofrecido una ocasión, la banalidad es atraída fuera de su escondrijo, y el hombre medio sacado en triunfo. Un ansia voraz de ser nombrado se ha apoderado del señor don Nadie. Rodean millares a la redacción, alzan las manos hacia el milagro de la crónica local y claman ¡yo también!, ¡yo también! (…) ¡Cómo va a ir la cosa! ¿Qué pasará el día en que los meneos se sucedan tan enérgicamente que la prensa no pueda hacer frente a sus obligaciones? Los periodis-
Escritos, Karl Kraus. Gentileza de Antonio Machado Libros.
tas no se dejan amedrentar en su seguridad terrena. Se les levantará un poco, del susto, el culo del sillón, pero por lo demás no temen a la muerte, esperan pésames, y no piensan en las zurras a las que alguna vez podrían animarse un par de amigos de la cultura de la mano firme. Yo he probado con otro método. Y eso que le había advertido a la Neue Freie Presse de que todo escrito que recibiera desde Leopoldstadt después de alguna catástrofe de los elementos podría estar redactado por mí. Yo les avisé. Pero la adorable ligereza de juicio no quiere escuchar nada, se sienta entusiasmada cuando hay terremoto, incluye cuantas informaciones le llegan, y cree que puede seguir así tan campante. Así que yo también cogí el papel y tinta y les escribí la siguiente carta: Estaba leyendo precisamente su apreciado periódico cuando noté un temblor en las manos. Puesto que este fenómeno no me resultaba desconocido, a causa de mi estancia durante largos años en Bolivia, el conocido hipocentro sísmico, me precipité de inmediato a por la brújula que tengo en casa desde aquella época. Mi intuición se confirmó, pero de una forma que divergía bajo cualquier punto de vista de mis observaciones de fenómenos sísmicos en Bolivia. Mientras que en todos los demás casos había podido percibir una declinación de la aguja hacia el OesteSudoeste, en esta ocasión se constataba de modo indudable una tendencia hacia el Sur-Sudeste. Según todos los indicios se trata aquí de uno de los así llamados terremotos telúricos (en sentido estricto), por completo diferentes del terremoto cósmico (en sentido lato). La diferenciación se pone ya de manifiesto en la viabilidad del coeficiente de penetrabilidad a las impresiones. En este tipo de terremotos es de destacar que alguien que se encuentre en la pieza contigua no percibe nada de todo cuanto se nos descubre a nosotros, de tal forma que resulta imposible no concederle la atención que se merece. Mis hijos, que todavía no se habían dormido a aquella hora, no notaron ni lo más mínimo, mientras que mi mujer afirma en cambio haber sentido tres estremecimientos. Atentamente,
ingeniero civil j. berdach
Un amigo que estaba allí cuando escribía esto, y al que agradezco la información de que precisamente en Bolivia no ha ocurrido jamás un terremoto, opinó que no se publicaría. Le dije: ¡se publicará! La Neue Freie Presse estará contenta de dejar que por fin tome la palabra un profesional entre tantos legos, uno que tiene la brújula a mano, que habla de coeficiente de penetrabilidad a las impresiones, y sobre todo, que está al corriente de una división de terremotos en cósmicos y telúricos. Mi amigo decía: “¡Pero ese ‘temblor de manos’ delatará al remitente!” No, le decía yo, incluso si el temblor de manos pudiera llegar a parecerle sospechoso a la redacción como epifenómeno de un terremoto, como expresión de sentimiento de un lector que coge en sus manos la Neue Freie Presse le parecerá plausible. A saber, de respeto, no de asco o de rabia por ejemplo. Mi amigo decía: “¡Sobreestima usted la estupidez de la gente!” Yo le dije: no. Y el escrito apareció. La han redactado. Han hecho “sacudidas” de los estremecimientos que sentía mi mujer, porque incluso en cosas tan serias hay que prevenir todo doble sentido. Han cambiado los “movimientos de tierra cósmicos”, que les parecían una expresión totalmente contradictoria, por “movimientos cósmicos”; y han prestado cuidadosa atención a que no se les perdiera ninguna letra de la palabra “cósmicos”. Me acallan con un silencio sepulcral desde hacen diez años; me ignoran como satírico y me reconocen como geólogo. (…) Y se pudieron observar aún más cosas. Hay que notificar que según asegura un caballero, los trozos de un florero roto se habían esparcido “hacia el Sur”, y que el agua derramada había señalado una alineación Norte-Sur. Que en una partida de póker las cartas salieron disparadas a los cuatro puntos cardinales. Y que un papagayo estaba intranquilo. ¡Yo también! ¡Yo también! “Por causa del terremoto se levantó una tormenta de abonados telefónicos que querían obtener comunicación para hacer partícipes a otros de ese fenómeno de la Naturaleza”. Cuando sobrevino la primera sacudida, ni un pensamiento metafísico enturbió la pureza de su vida imaginaria. Simplemente, la necesidad de comentar con otro, que ya cotorreaba en días sin terremotos hasta por encima de los tejados, creció hasta lo gigantesco. ¡Sólo que no me pase sin que el otro se entere! No, esto no era un movimiento de tierra telúrico, era un terremoto cósmico. ¡Era la estupidez! Y era una prueba de cómo llevarán los vieneses lo del fin del mundo, que tendrá lugar precisamente este año. Puede ser precioso. Una vez más nos vamos a comportar, de tal forma, que vamos a avergonzar al extranjero. Reinará una desidia que bien podría no admitir comparación. Los ríos se alzarán de sus cauces demasiado tarde, y la tierra se abrirá con retraso. Y todos querrán estar allí. Cuando las redacciones ya no puedan incluir las listas de los testigos presenciales, no podrán dominar el curso de los acontecimientos. Contra lo que se alzarán clamores que podrían echar a perder la alegría del ocaso. El cielo se desploma sobre la tierra, las montañas se derrumban sobre los mares, el beneficio líquido recae sobre la Concordia. (…) Sólo el último hombre, un redactor de notas locales, grita con su voz chillona, en medio del Caos: se observaba la presencia entre otros, de… Más, no dijo.
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ensayo
El mafioso como héroe Hans Magnus Enzensberger el ensayista y poeta alemán, autor de El perdedor radical –contra el terrorismo islámico– y El diablo de los números –matemáticas para niños–, se hace cargo de la mafia como fenómeno mítico y económico en dos ensayos, uno sobre Al Capone y otro sobre la camorra. ambos textos forman La balada de Al Capone, editado por errata naturae. este es el comienzo de su genial ensayo sobre chicago en los años 20.
L
a caja del violoncelo se abre de golpe: y del forro de terciopelo rojizo surge una flamante ametralladora. Al despuntar el día se descubren los cadáveres. El lechero los encuentra, en el curso de su ronda, junto a la boca de riego, el chico del ascensor en el vestíbulo del hotel, el encargado del almacén en el cobertizo entre las barricas de aceite. La más importante tienda de géneros de punto del lugar ha puesto en el escaparate un letrero, en el que se lee: «Zurcidos invisibles y a precio módico para los agujeros de balas de su traje». Hacia mediodía se dejan ver las flappers: son muchachas rubio-oxigenadas con faldas increíblemente cortas, sombreritos hongo y peinadas a la garçonne. Negros Cadillacs, fuertemente blindados, se detienen ante el restaurante de lujo, casi enfrente del Ayuntamiento, donde los asesinos dan un banquete en honor de la corporación municipal. Al tercer brindis, el fiscal recibe, de manos de un individuo sin afeitar, un reloj de bolsillo de oro. Está envuelto en un cheque. Luego todo el grupo parte para las carreras de caballos. En las tabernas de los sótanos comienzan a vibrar los pianos eléctricos. En los cuartos de baño de los inmuebles de apartamentos mana el aguardiente procedente de la caldera de destilación. En las salas de juego se reúnen los primeros huéspedes alrededor de las escupideras de oro. La crema de la sociedad baila el shimmy y el charlestón en los antros con mirilla. Mientras, los camiones de los contrabandistas de alcohol, escoltados por níveos policías motorizados, hacen retemblar las calles adyacentes. Y los verdaderos amos de la ciudad se encuentran en el boxeo. Llevan sombreros de paja y botines blancos. Sus cinturones están guarnecidos de diamantes, y el pañuelito que asoma en la chaqueta, encima de la pistolera, es de una blancura deslumbrante. Casi sería una ofensa presentarles; se trata de celebridades que todo el mundo conoce: Jimmy Diamantes, Dan el Dandy, Vincent el Intrigante, Louis Dos Cañones, Jacob Dedos Grasientos, Hymie el Polaco, Quinta la Rana Saltarina y, en el centro, escoltado por doce guardaespaldas, el incomparable Al Capone, llamado Cara Cortada. «Soy un fantasma forjado por millones de mentes», dijo este individuo al final de su carrera. La frase revela una inteligencia fuera de lo común. No puede decirse de modo más breve y conciso lo que caracteriza a este ser. Capone es una figura perteneciente a la historia, pero también a la imaginación. Es un engendro de la fantasía colectiva, y en este sentido un fantasma: pero este fantasma es de una realidad más poderosa que cualquier hecho escueto. Historiadores, sociólogos, abogados y psicólogos estudiaron el fenómeno con todo detalle. Pero sus métodos no llegan al fondo de la cuestión. Esta cuestión se llama mitología. El siglo XIX, en sus postrimerías, acuñó aún una colección de notables figuras mitológicas: el explorador (representado por Livingstone y Nansen), el dandy (Oscar Wilde), el inventor (Edison), el artista como mago (Richard Wagner). En cambio, El mito del siglo XX 18 | H hueders
se asemeja al libro que lleva este título: consiste, por regla general, en patrañas. (...) Entre los políticos del siglo, quizás con la excepción del revolucionario de profesión (personificado por Lenin), ni uno solo alcanzó talla mitológica. Los retratos de los pioneros de la técnica, de Lindbergh a Gagarin, amarillean con los reportajes que sobre ellos se escriben. El mundo industrial del supercapitalismo sobrevive en la fantasía colectiva sin un solo héroe. Incluso se ha secado la más antigua fuente de mitos: de ambas guerras mundiales no ha salido una sola revelación que se concretase en figura mitológica. Ningún motivo tenemos para lamentarlo. En cambio, debería ya ser hora de preocuparse por la trascendencia de aquel déficit y por sus causas. El caso es que cuanto menos progresa la mitología tanto más vehementes son los esfuerzos para producirla sintéticamente. De esta tarea se encarga la industria de conciencias. La publicidad y la propaganda, los medios de comunicación de masas y el negocio del entertainment movilizan ingentes energías para crear mitos a escala industrial. Tanto más de destacar es su fracaso. Ello se explica en primer lugar por su misión. La industria ha de suministrar mitos de uso diario, de hoy para mañana; su mercado exige un rápido lanzamiento de ídolos, sean estrellas de cine, deportistas o políticos; de aquí que la calidad del olvido forme parte, desde un principio, de la especificación del producto. Aquí existe una contradicción; pues lo esencial de la conciencia mitológica es la memoria. De aquí que la industria sólo pueda ya suministrar sucedáneos y pseudomitos que no dejan huella alguna en la memoria colectiva. No obstante, su fracaso tiene causas aún más profundas. Pues en la tarea de crear mitos fracasa por completo el principio de la división del trabajo. Se trata de una misión que no puede delegarse en especialistas. Precisamente esto constituye su mérito. En cada verdadero mitólogo se reconoce la sociedad en peso. Ésta descubre en él, sin saberlo, su propio retrato y lo acepta. A este retrato se otorga un crédito que no consigue ninguna image; su fuerza representativa llega más allá que cualquier publicidad. Entre las figuras mitológicas extremadamente escasas del siglo XX el gánster ocupa un lugar descollante. La fuerza imaginativa del mundo entero se lo ha apropiado. Una descripción del gánster la puede hacer cualquier analfabeto turco y cualquier intelectual japonés, cualquier mercachifle birmano y cualquier obrero sudamericano. Aunque sean los menos quienes pudieron tropezarse con él, todos están familiarizados con el gánster. Incluso en los países comunistas invade, como fantasma, caricatura o secreta amenaza, la imaginación de señores y siervos. Pero un único nombre personifica el prototipo del gánster: el nombre de Al Capone. Tantos años después de sus «buenos tiempos» su aureola no se ha desvanecido. El fantasma del gánster continúa todavía reinando en los sueños del mundo.
clásicos
Elogio del crimen Karl Marx
E
l filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etc. El delincuente produce delitos. Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama de producción y el conjunto de la sociedad, y ello nos ayudará a sobreponernos a muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una “mercancía”. Lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional, aparte de la fruición privada que, se nos hace ver, un testigo competente, el señor profesor Roscher, el manuscrito del compendio produce a su propio autor. El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc., y, a su vez, todas estas diferentes ramas de industria que representan otras tantas categorías de la división social del trabajo; desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de satisfacerlas. Solamente la tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos, a gran número de honrados artesanos. El delincuente produce una impresión, unas veces moral, otras veces trágica, según los casos, prestando con ello un “servicio” al movimiento de los sentimientos morales y estéticos del público. No sólo produce manuales de derecho penal, códigos penales y, por lo tanto, legisladores que se ocupan de los delitos y las penas; produce también arte, literatura, novelas e incluso tragedias, como lo demuestran no sólo La culpa de Müllner o Los bandidos de Schiller, sino incluso el Edipo de Sófocles y Ricardo III de Shakespeare. El delincuente rompe la monotonía y el palomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y, provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga el mercado del trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia
Este es uno de los artículos que Marx publicó en la prensa inglesa entre 1840 y 1860, mientras trabajaba en El capital. Pertenecen al libro de Sequitur Elogio del crimen, que agrega escritos sobre el tema de Émile Durkheim. Contienen el sentido del humor y del sarcasmo que acompañan su riguroso genio en la filosofía política.
absorbe a otra parte de la misma población. Por todas estas razones, el delincuente actúa como una de esas “compensaciones” naturales que contribuyen a restablecer el equilibrio adecuado y abren toda una perspectiva de ramas útiles de trabajo. Podríamos poner de relieve hasta en sus últimos detalles el modo como el delincuente influye en el desarrollo de la productividad. Los cerrajeros jamás habrían podido alcanzar su actual perfección si no hubiese ladrones. Y la fabricación de billetes de banco no habría llegado nunca a su actual refinamiento a no ser por los falsificadores de moneda. El microscopio no habría encontrado acceso a los negocios comerciales corrientes (véase Babbage) si no le hubiera abierto el camino el fraude comercial. Y la química práctica debiera estarle tan agradecida a las adulteraciones de mercancías y al intento de descubrirlas como al honrado celo por aumentar la productividad. El delito, con los nuevos recursos que cada día se descubren para atentar contra la propiedad, obliga a descubrir a cada paso nuevos medios de defensa y se revela, así, tan productivo como las huelgas, en lo tocante a la invención de máquinas. Y, abandonando ahora el campo del delito privado, ¿acaso, sin los delitos nacionales, habría llegado a crearse nunca el mercado mundial? Más aún, ¿existirían siquiera naciones? ¿Y no es el árbol del pecado, al mismo tiempo, y desde Adán, el árbol del conocimiento? Ya Mandeville, en Fable of the Bees (1705) había demostrado la productividad de todos los posibles oficios, etc., poniendo de manifiesto en general la tendencia de esta argumentación: “Lo que en este mundo llamamos el mal, tanto el moral como el natural, es el gran principio que nos convierte en criaturas sociales, la base firme, la vida y el puntal de todas las industrias y ocupaciones, sin excepción; aquí reside el verdadero origen de todas las artes y ciencias y, a partir del momento en que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente, si es que no perece completamente”. Lo que ocurre es que Mandeville era, naturalmente, mucho más, infinitamente más audaz y más honrado que los apologistas filisteos de la sociedad burguesa.
EL ARTE DE LEER Marco Antonio de la Parra
N
o basta saber leer. Leer de verdad exige mucho más. Hay maestros que todavía leen y saben que el leer más que una destreza es un arte. El lector también es un artista. Tras leer a los grandes poetas, a los grandes narradores, tras recorrer la textura de las palabras y descubrir que la gramática tiene más que ver con las bellas artes que con las matemáticas, que los signos de puntuación son pautas musicales y la ortografía una conexión secreta con la voz humana y su expresión superior: el canto. Que al fin la escritura es ritmo, no solamente imagen, y así es danza y mucho más que información,
sueño. Poco saben leer los que meramente se informan, poco saben leer los que no se detienen al borde de un punto aparte como de un abismo, los que no descubren el juego laberíntico de las frases subordinadas en un Proust bien traducido o el tecleo fiero y lúdico de Joyce, perdidos en ese primer nivel de la lectura que es el mero argumento. ¿Quién ha podido leer a San Juan de la Cruz sin detenerse a sujetar el corazón en la boca? Son las mismas letras, son las mismas sílabas que de pronto cobran un poder secreto y mágico. Releo y me alegro de poder hacerlo pues es signo de haber ascendido un grahueders H | 19
do más en el arte de leer, las páginas de Onetti y puedo respirar su melancolía húmeda, su palpitar nervioso y tardío antes de siquiera preguntarme qué me están contando. Al fin enterarme que en ese modo de utilizar los gerundios hay un país, una tradición, una biblioteca, una idiosincracia, una forma de llevarme al origen de las palabras que es el silencio absoluto, el ojo del huracán, el Big Bang. Escuchen, miren, sientan nada más, como la irrupción del inglés en esta página en español la hace estallar. Releo a mi maestro Donoso en las notas de sus diarios privados. Lo que delata es simple, es un hombre, fue humano, creyó en el leer y el escribir como un sitio donde aferrarse desesperadamente a la vida. Se siente en su prosa la lectura de tantos que leyó, de sus paseos, sus jardines, sus pesadillas, sus deseos realizados y deshechos. ¿Cuántos poetas en cada línea, Pepe? Alguna vez, lo he pensado, tengo que escribir un texto sobre el arte de leer pero me doy cuenta que debo leer todos los libros del mundo y eso ya es imposible y hasta peligroso. Dicen que Coleridge fue el último que pudo decir que había leído todo lo publicado en su lengua. Lo dice Borges que nunca se supo muy bien si decía o decía que había oído decir y recordaba esa maravilla de la palabra y el lenguaje que violentaba a Wittgenstein: una misma palabra puede decir
la verdad y también la mentira. Como desafiando al lector a descifrar en cada línea ese camino secreto a través de la ficción para llegar a lo revelado. El secreto de cada párrafo. El artefacto que encierra la verdad investida de mentira. La bella mentira de la fábula que es lo único que permite descubrir lo que no tiene hasta ahora otro soporte: el soplo primero del espíritu. No queremos leer ni escribir otra cosa, una palabra que nos haga dignos de que entre Dios en nuestra morada, la desconocida, la fugitiva, la prisionera. Tantas palabras para decir que estamos en trance entre un mundo y otro. Trance, tránsito. Somos apenas menos que la respiración balbuceante de una coma. Y si no sabemos leerla, cómo atrevernos a escribirla. El nombre de Dios está entre letra y letra, dice el poeta. Hablamos sin saber que siempre estamos a medio camino entre la bendición y la blasfemia. Leer es el gran laboratorio del alma. Escribir una práctica introductoria. Solo los grandes saben leer en voz alta. Los realmente superiores recitan de memoria. Llevan los libros escritos en el alma. Marco Antonio de la Parra es médico psiquiatra, escritor, dramaturgo, ensayista y guionista de cine y televisión. Es director Escuela de Literatura Universidad Finis Térrea.
Deleuze y Guattari: Biografía cruzada François Dosse François Dosse ha escrito una biografía monumental sobre dos pensadores que Gilles Deleuze y Félix Guattari. esta Biografía cruzada, recién publicada por fondo de cultura económica, es un texto exhaustivo, imperdible para aquellos interesados en el cruce de la filosofía, el psicoanálisis y la política contemporánea. en este fragmento nos enteramos cómo se conocieron y empezaron a escribir El anti-Edipo. Dosse, especialista en historiografía intelectual, es uno de los invitados a la feria del libro de buenos aires a fines de abril. el historiador francés
formaron una insólita obra escrita a cuatro manos:
L
a obra de Gilles Deleuze y de Félix Guattari todavía sigue siendo un enigma. ¿Quién escribió? ¿El uno o el otro? ¿El uno y el otro? ¿Cómo pudo desplegarse una construcción intelectual común de 1969 a 1991, más allá de dos sensibilidades tan diferentes y de dos estilos tan contrapuestos? ¿Cómo pudieron estar tan juntos sin renunciar nunca a una distancia manifestada en el recíproco tratamiento de “usted”? ¿Cómo trazar esta aventura única por su fuerza propulsora y por su capacidad de hacer surgir una suerte de “tercer hombre”, fruto de la unión de ambos autores? Parece difícil en los escritos seguir lo que corresponde a cada uno. Evocar un hipotético “tercer hombre” sería apresurarse, sin duda, en la medida en que a lo largo de su aventura común uno y otro supieron preservar su identidad y hacer un recorrido singular. En 1968, Gilles Deleuze y Félix Guattari viven en dos galaxias diferentes. Nada predestina el encuentro de estos dos mundos. Por un lado, un filósofo reconocido, que ya ha publicado una buena parte de su obra, y por el otro, un militante que se encuentra en el campo del psicoanálisis y de las ciencias sociales, administrador de una clínica psiquiátrica y autor de algunos artículos. Si podemos estar de acuerdo –sin caer en el finalismo histórico– con el periodista Robert Maggiori, que califica este encuentro de “destinal”, ¿cómo logran entrar en contacto estas dos galaxias? Como veremos, la explosión de Mayo de 1968 fue un momento tan intenso que permitió los encuentros más improbables. Pero de manera más prosaica, hubo en primer lugar, al comienzo de este encuentro, un intermediario, un personaje mercurial, subterráneo y mayor: el doctor Jean-Pierre Muyard, médico en 20 | H hueders
el hospital psquiátrico de La Borde; da cuenta de esto la dedicatoria personal que le escribe Félix Guattari en la primera obra común, El anti-Edipo: “A Jean-Pierre, el verdadero culpable, el inductor, el iniciador de esta empresa perniciosa”. Jean-Pierre Muyard estudia medicina en Lyon a fines de los años 1950. Militante en el ala izquierda de la Unión Nacional de Estudiantes de Francia (UNEF) que se opone activamente a la guerra de Argelia, llega a ser presidente de la sede de Lyon, en 1960. (...) Se encuentra con Guattari por primera vez en un seminario de la oposición de izquierda, que tiene lugar en 1964 en Poissy: “Recuerdo la impresión, yo diría fisiológica, que me dio Guattari enseguida, una especie de estado vibratorio cautivante, como un proceso de conexión. El contacto con él tuvo lugar allí, yo adherí más al movimiento de energía que a la personalidad, a la persona. Su inteligencia era excepcional, el mismo tipo de inteligencia que Lacan, una energía luciferina. Lucifer es el ángel de la luz”. (…) Cuando estudiaba en Lyon, Muyard había escuchado hablar de Deleuze a sus entusiastas compañeros de la Facultad de Letras. Tiene algunas amistades en Lyon y viaja a esta ciudad de vez en cuando. En 1967 lo seduce la presentación que Deleuze publica sobre SacherMasoch. Los dos hombres se hacen amigos y Deleuze, deseoso de conocer mejor el mundo de los psicóticos, empieza a dialogar de manera frecuente con Muyard: “Me dice: yo hablo de la psicosis, de la locura, pero sin ningún conocimiento de adentro. Al mismo tiempo tenía fobia a los locos. No habría podido permanecer ni siquiera una hora en La Borde”.
historia
En 1969 Muyard se harta del activismo desenfrenado que Guattari despliega en La Borde, deshace sin cesar los grupos constituidos para formar otros nuevos: “Dependía de eso que hoy se les da a los niños hiperactivos, un medicamento que se llama Ritalín. Había que encontrar una manera de calmarlo. Y decía que quería escribir, pero no escribía nunca”. Muyard concibe una estratagema: decide poner en contacto a Deleuze y Guattari. La seducción es mutua e inmediata, Guattari es inagotable sobre los temas que interesan a Deleuze, la locura, La Borde y Lacan –acaba de preparar una ponencia ini cialmente destinada a la Escuela freudiana de París sobre “Máquina y estructura”–. En su demostración retoma conceptos de Deleuze de Diferencia y repetición y Lógica del sentido. (…) Deleuze, por su parte, se encuentra en un momento crucial con respecto a su obra. Después de dedicarse a la historia de la filosofía, con Hume, Kant, Spinoza y Nietzsche, acaba de publicar, en 1969, dos libros más personales: su tesis Diferencia y repetición y Lógica del sentido. Pero la filosofía es vivamente cuestionada en ese entonces por el estructuralismo y su ala de avanzada, el lacanismo. El “psicoanalismo” ambiente y el entusiasmo general por Lacan suenan como un desafío para el filósofo, y el encuentro con Guattari le ofrecerá una magnífica ocasión para responder a esto. Cuando conoce a Guattari, Deleuze está convaleciente. Enfermo de tuberculosis, el año anterior se ha sometido a una intervención quirúrgica, en la que se le extrajo un pulmón. Esto lo hace padecer una insuficiencia respiratoria crónica hasta su muerte. Agotado, descansa en la calma del Lemosín. Pero el agotamiento es también una apertura, como lo muestra Deleuze a propósito de Beckett. Este estado es propicio para un encuentro, más aun si se tiene en cuenta que Deleuze vive por entonces al borde de otro abismo, del que habla en El abecedario: el alcoholismo. El encuentro con Guattari es esencial para salir de este callejón sin salida. (…) Muyard actúa un poco como intermediario, antes de esfumarse: “Había hecho mi trabajo, Mefisto se retira. Tenía la intuición de que ya no estaba en mi lugar, aunque Deleuze tenía ganas de trabajar conmigo y quería que estuviera presente en las sesiones, yo sentía que a Félix le molestaba. La operación alquímica funcionó, y por muchos años”. (…) El 1 de junio de 1969 Guattari le confiesa a Deleuze sus debilidades y las razones de su “descontrol extremista”. En la base de este desorden de escritura habría una falta de trabajo, de lecturas teóricas constantes y miedo de volver a hacer lo que ha sido abandonado durante demasiado tiempo. A esto habría que añadir una historia personal compleja con un divorcio próximo, tres hijos, la clínica, conflictos de todo tipo, los grupos militantes… En cuanto a la elaboración propiamente dicha, para él “los conceptos son conceptos utensilios, cosas”. Inmediatamente después del primer encuentro de junio de 1969, Deleuze le escribe a Guattari para darle algunas precisiones sobre la manera de enfocar un trabajo común: “Habría que abandonar evidentemente todas las frases de cortesía, pero no las formas de la amistad que permiten que uno le diga al otro: usted descubre, no comprendo, así no es..., etc. Sería preciso que Muyard participe por completo en esta correspondencia. Sería preciso, por último, que no haya una regularidad forzada”. De sus primeros intercambios, Deleuze destaca que “las formas de la psicosis no pasan por una triangulación edípica, en todo caso, no de la manera en que se dice. En primer lugar, esto es lo esencial, me parece... Salimos mal del ‘familiarismo’ del psicoanálisis, de papá y mamá (mi texto, que usted leyó, es completamente tributario de esto) [...] Se trata de mostrar cómo, en la psicosis, por ejemplo, los mecanismos socioeconómicos son capaces de alcanzar en crudo el inconsciente. Esto no quiere decir, evidentemente, que lo alcancen tal cual son (así, plusvalía, tasa de beneficio...), quiere de-
cir algo mucho más complicado, que abordó usted en otra ocasión, cuando decía que los locos no hacen simplemente cosmogonía, sino también economía política, o cuando consideraba usted con Muyard una relación entre una crisis capitalista y una crisis esquizofrénica”. Guattari responde con rapidez a Deleuze, el 19 de julio, y hace explícito su concepto de máquina que “expresa, por metonimia, la máquina de la sociedad industrial”. Además, el 25 de julio, Guattari envía a Deleuze algunas notas que ya postulan un rasgo de equiva lencia entre el capitalismo y la esquizofrenia: “El capitalismo es la esquizofrenia, en tanto que la sociedad-estructura no ha podido asumir la producción de ‘esquizo’”. Desde el principio la relación se sitúa en el corazón de los envites teóricos. Ella surge de una complicidad amistosa e intelectual inmediata. Sin embargo, esta amistad nunca es fusional, y entre ellos el tratamiento de usted siempre es de rigor, mientras que cada uno por su lado tutea con facilidad. Pertenecen a dos mundos diferentes, pero cada uno respeta al otro y a su red de relaciones, en su diferencia. La condición misma del éxito de su empresa intelectual común se basa en la movilización de todo lo que constituye la diferencia de sus personalidades, en poner a trabajar lo que contrasta, y no en una ósmosis ficticia. Ambos tienen una concepción muy elevada de la amistad: “Habían conservado esa distancia que Jankélévitch llamó la ‘distancia amativa’, que es una distancia que no se fija. En oposición a la distancia gnoseológica, la distancia amativa corresponde a un acercamiento/alejamiento”. (…) La elaboración de su primer libro se hace sobre todo por vía epis tolar. Este dispositivo de escritura que han convenido altera la vida cotidiana de Guattari, que debe sumergirse en un trabajo solitario al que no está acostumbrado. Deleuze espera que él se siente a su mesa de trabajo no bien se levanta, que ponga en papel sus ideas (tiene tres por minuto) y, sin siquiera releer lo que ha escrito, le envíe todos los días el producto de sus reflexiones en estado bruto. Somete entonces a Guattari a esta ascesis que le parece indispensable para que supere sus problemas de escritura. Guattari se entrega al juego por completo, y se retira en su despacho, donde trabaja como un condenado. (…) En lo esencial, el dispositivo de El anti-Edipo está constituido por el envío de textos preparatorios, escritos por Guattari, que Deleuze trabaja y afina con miras a la versión final: “Deleuze decía que Félix era el que encontraba los diamantes, y él los pulía. Guattari sólo tenía que enviarle los textos como los escribía, y él los arreglaba. Así ocurrió”. Su realización común, pues, se basa más en el intercambio de textos que en el diálogo, aun cuando establecen una reunión de trabajo semanal en casa de Deleuze los martes por la tarde –ese día, por la mañana, Deleuze dicta su curso de Vincennes–. Cuando hay buen tiempo, Deleuze va a ver a Guattari, pero lejos de la locura, que no puede soportar. Se han eliminado las notas.
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ensayo
Tecnología, deseo, crisis Eduardo Sabrovsky
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ay un factor a menudo no advertido cuando se trata de analizar uno de los hitos del 2009, la crisis financiera. Se trata de la influencia de la tecnología (la misma que estoy usando), a la hora de explicar esta crisis. Me refiero a la transformación radical que el negocio de la banca viene experimentando, a partir de los años 70, con la masificación del computador y de las comunicaciones. Tradicionalmente, la banca era un negocio en extremado conservador. De hecho, en Chile (pero también, en el mundo entero), hasta mediados de los años setenta, poseer una cuenta corriente (una chequera) era un signo de distinción social, equivalente a la pertenencia a una institución tan exclusiva como el Club de Golf. Un dato autobiográfico: a mi padre, modesto empleado público chileno, le costó muchos años obtener la suya. Y no olvido mi admiración reverencial ante su primera chequera, a fines de los 60. La banca masificada, que se insinuaba ya en el Hemisferio Norte por esos años, era vista con sospecha por los banqueros chilenos: individuos grises, desconfiados, sin nada de la exposición mediática que tanto parece gustar a gente como Hernán Somerville. La Casa Central del Banco Chile (el Banco de Chile), ubicada, tal como ahora, en la calle Ahumada (nuestro ahora masificado Paseo Ahumada) era un lugar tan solemne como una catedral; tan exclusivo como el Club de la Unión. En él, hasta de los cajeros emanaba un sentido de superioridad, de enigmático poder, como si de los funcionarios de El castillo, la novela de Kafka, se tratase. Nada es así hoy. Enhorabuena. Pero antes de ponernos a celebrar el advenimiento (¡al fin!) de una democracia de masas, detengámonos un momento a ejercer el anticuado ejercicio de pensar: hemos pasado de una sociedad aristocrática (con complejas relaciones con el estado benefactor de la socialdemocracia, que no puedo aquí examinar), a una democracia del crédito, que se encuentra en la base la crisis actual (y de las que vendrán, en el futuro). Y ello, sostengo además, ha sido hecho posible por la tecnología. La tecnología ha posibilitado varias cosas. En primer lugar, masificar el acceso a los servicios financieros. En tiempos pre-computacionales, el costo de mantener una cuenta corriente era enorme. Imagínense (Kafka nuevamente) a minuciosos y oscuros funcionarios dedicados a actualizar manualmente cartolas: a conciliar cheques depositados en bancos a todo lo largo del país (o peor: del orbe), sin otra ayuda que un papel, un lápiz y, quizás, una calculadora. El costo de este servicio sólo podía ser compensado por los intereses arrojados por cuentas corrientes (es decir, cuentas que no cobran intereses) con generosos saldos. En otras palabras, la exclusividad, la distinción social asociada al hecho de ser tenedor de una cuenta corriente, en tiempos pre-computacionales, se explica por un hecho, muy prosaico, pero determinante: sólo era rentable para la banca abrir cuentas corrientes a empresas o a individuos pudientes. Este hecho fue removido por la capacidad, que el computador otorga, de manejar enormes bases de datos. Con ello, los costos asociados a la mantención de cuentas corrientes se tornó despreciable. Y con ello, el control asociado a ellas se relajó: ya no el Gerente del Banco (un personaje kafkiano), sino el humilde eje22 | H hueders
cutivo de cuenta (un ingeniero comercial: es decir, un trabajador especializado) es ahora más que suficiente para decidir la apertura de una cuenta corriente. Banco del Estado mediante, hoy en Chile sólo hace falta tener un RUT. Así, de paso, la ciudadanía pasa a coincidir con la calidad de cliente de la banca. Exagerando un poco las cosas (pero no tanto): chileno es, ahora, quien tiene una cuenta en el Banco de Chile. La expansión universal de las cuentas corrientes va a la par con la expansión de crédito. Antes, obtener un crédito era una suerte de operación metafísica, alquímica. Los créditos de consumo y las líneas de crédito, tan comunes hoy, eran casi inexistentes (requerían de la confianza otorgada por uno de estos kafkianos personajes, el Gerente). Y los créditos para empresas tenían que ser evaluados, de nuevo, mediante papel y lápiz: demencial operación, puesto que bastaba con que cambiara un solo factor (la tasa de interés, el valor del dólar), para que los papeles fueran a parar al tarro de la basura, y hubiese que empezar de nuevo. Ahora la evaluación de un crédito es cuestión de segundos. Y la masificación hizo posible, cuestión decisiva en la crisis actual, distribuir globalmente el riesgo: si antes un crédito era evaluado en función de su riesgo inherente, ahora se trata más bien de la operación estadística de la “ley de los grandes números”: lo que determina la otorgación, o no, de un crédito, es el riesgo global asociado a una determinada población (por ejemplo: los compradores de casas en el tramo etario comprendido entre los 30 y los 45 años). La expansión casi infinita de las comunicaciones contribuye también a esto. Dicha expansión ha hecho posible la constitución de un sistema financiero global, que “securitiza” paquetes enteros de créditos (hipotecarios, por ejemplo): en virtud de este proceso, los créditos son adicionados hasta conformar un paquete, cuyo riesgo es vendido a instituciones financieras repartidas en todo el orbe. Así, el riesgo asociado a un crédito otorgado a un habitante de comuna de La Florida puede resultar vendido a un banco, digamos, en Islandia. De esta manera, globalizada, el crédito (bajo la forma de tarjetas de crédito, bancarias o de grandes tiendas, de créditos de consumo, de préstamos hipotecarios) se expande por todo el planeta. Surge así una ciudadanía global, coincidente con la ciudadanía del crédito. Hasta aquí, todo bien. Pero hay un problema: la “ley de los grandes números” afirma que, en situaciones normales, los créditos “malos” (sub-prime, en la jerga financiera) se compensarán con los “buenos”. Por cada fresco, hay varios buenos pagadores. Pero esa “situación normal” es sólo probabilística: basta con que las propiedades en Estados Unidos, que durante 120 años, no hicieron sino subir de precio, excepcionalmente bajen (pero ojo: tal “excepción” es producto de una sobreoferta, producida por el mismo sistema), para que todo se desmorone. Algo más: si le creemos a los pensadores mas lúcidos de la Modernidad (personajes como Hobbes, como el mismo Hegel), lo que caracteriza al individuo moderno es su deseo infinito, ilimitado, difícil de realizar para la gran mayoría. En la actualidad, crédito y publicidad mediante, el deseo parece realizable, ahora, ya. ¿Qué
hace un consumidor con el 20% de diferencia entre el valor de la casa, que está comprando, y el crédito que consiguió? Muy fácil: dar rienda suelta a sus deseos (o los que la tele le dice que lo son): el ansiado 4x4, el viaje con los niños a Disney, las vacaciones para el matrimonio agonizante en Punta Cana, la última pantalla plana, el último computador. Deseante, algo endeudado, envío estas líneas desde mi computador.
Eduardo Sabrovsky es doctor en Filosofía y profesor del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales. Autor de numerosos ensayos y libros, su última investigación es Borges. Transvaloración y juicio estético.
Frases castellanas Premios Nobel reseñamos aquí algunas de las frases célebres, divertidas o sabias, reunidas en el libro Los premios Nobel de la literatura en cas-
tellano, de Berta Concha y Anselmo García (liberalia ediciones). el ilustrativo y didáctico volumen contiene biografías, textos escogidos y frases famosas de los diez autores de nuestra lengua que han obtenido el famoso premio, desde el español José garay en
1904 hasta el mexicano Octavio Paz en 1990.
Eche-
“El descubrimiento es el fruto del sentido común trabajando a alta tensión”. José Echegaray “En la pelea se conoce al soldado; sólo en la victoria se conoce al caballero”. Jacinto Benavente “La experiencia es como un billete de lotería comprado después del sorteo. No creo en ella”. Gabriela Mistral “Sólo la creación vence el ruido de la Creación”. Juan Ramón Jiménez “El poeta es una conducta moral”. Miguel Ángel Asturias “Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas”. Pablo Neruda “¿Dudar? Quien duda existe. Sólo morir es ciencia”. Vicente Aleixandre “Hay que ser infiel, pero nunca desleal”. Gabriel García Márquez “Hay dos clases de hombres: quienes hacen la historia y quienes la padecen”. Camilo José Cela “Ningún pueblo cree en su gobierno. A lo sumo, los pueblos están resignados”. Octavio Paz hueders H | 23
reseña
La tentación de convertirse en un cero a la izquierda Alvaro Matus nacida en zurich en 1940, Fleur Jaeggy es una de las escritoras europeas más originales del último tiempo. vive en milán y es traductora al italiano de
Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, y Los últimos días de Emmanuel Kant, de Thomas de Quincey. su obra novelística, elogiada por Joseph Brodsky y Susan Sontag, comienza a ser reeditada en español por tusquets: ya llegó Los hermosos años del castigo, una narración inquietante y despojada sobre un internado de señoritas que es, al mismo tiempo, un tributo al escritor Robert Walser. Un escritor que alcanza cierto reconocimiento, con elogiosos comentarios de Franz Kafka, Robert Musil y Walter Benjamin, abandona Berlín hacia 1930 o 1931 para recluirse en un hospital psiquiátrico de Herisau, Suiza. Allí pasará los últimos 28 años de su vida, desgranando arvejas, pegando bolsas de papel y dando largas caminatas por las inmediaciones del sanatorio. En la Navidad de 1956, unos niños encuentran su cuerpo en la nieve, totalmente congelado. Tras su muerte, se descubre un archivo con novelas, poemas y breves textos en prosa escritos con una letra microscópica, sin tachaduras ni huellas de corrección alguna. Locura, una muerte cargada de simbolismo y su deslumbrante legado: la leyenda está lanzada. Robert Walser se convierte en una de las figuras más atrayentes de la literatura del siglo XX. Su obra, compuesta básicamente por tres novelas (Jakob von Gunten, Los hermanos Tanner y El ayudante), plantea un rechazo al poder, a la dominación, por medio de una poética de la servidumbre, es decir, de lo mínimo, anónimo y humilde. El mismo Walser trabajó durante un tiempo como copista y se empleó en una academia para mayordomos. Sobre él han escrito Elias Canetti, Susan Sontag, Juan José Sáer, Roberto Calasso, J.M. Coetzee y Enrique Vila-Matas. Pocas veces, sin embargo, el estilo ligero e intimista de Walser ha encontrado una correspondencia tan sorprendente como en Los hermosos años del castigo, la maravillosa novela de Fleur Jaeggy que rinde tributo a Jakob von Gunten, quizá el libro más elogiado de Walser. Publicada en 1909, Jakob von Gunten es la desopilante historia de un joven aspirante a mayordomo que, en el primer párrafo, declara: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero, ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores?”. Escrita a la manera de un diario, Jakob ironiza sobre los valores del sistema educacional, describe su relación con los diferentes compañeros, transmite el deslumbramiento que le provoca pasear por la ciudad (él viene de una ciudad de provincia) e indaga en la relación entre los dueños del instituto, Fräulein Lisa Benjamenta, prácticamente la única profesora, y Herr Benjamenta, quien parece contentarse con leer los periódicos y distribuir castigos a quienes desobedezcan la rigurosa normativa que impera en el instituto. De más está decir que Jakob es el primer y más insistente violador de aquellas reglas. Se diría que la obediencia no está en él, como sí lo está en su compañero Krauss, sino que se trata de un ideal, de algo que hay que
conquistar, aunque para ello haya que anular la voluntad. Todo el poder de la novela reside en esa voz fresca, inocente y sincera, capaz de obnubilarse con las piernas de una mesera polaca y también de indagar en su propia existencia: “Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente vulgar. O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé”, anota Jakob reflexivamente. “Pero de algo estoy seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la izquierda, redondo como una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré”. El internado en el que se desarrolla Los maravillosos años del castigo se ubica en Appenzell, Suiza, muy cerca de donde Walser fue encontrado muerto. “Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve”, cuenta la narradora, una muchacha de 14 años aficionada a las noticias policiales y a los pintores expresionistas alemanes. “Nosotras no conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía. A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en un sepulcro natural, en la nieve de Appenzell, al cabo de treinta años de manicomio en Herisau. Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él”. Hasta aquí llegan las menciones al malogrado escritor por parte de la suiza Fleur Jaeggy. El resto es velado; literatura pura. El libro avanza por medio de estados de ánimo, imágenes del pasado y asociaciones, más que por una progresión dramática. La narradora-protagonista ha pasado desde los ocho años interna, con monjas francesas, alemanas y, al final, en ese exclusivo recinto de Appenzell donde asisten hijas de banqueros, empresarios y hasta de jefes de Estado. De la madre sólo sabemos que vive en Brasil. No obstante, se preocupa de controlar cada detalle de la educación de su hija: por ejemplo, estipula que debe compartir el cuarto con una alemana, porque aprender el alemán es más importante que el francés o inglés. Con el padre hay un intercambio epistolar, más bien telegráfico, y pasan unos cuantos días durante el verano. Como en Jakob von Guten, aquí la protagonista pasa revista a sus compañeras: una negrita, hija de un presidente africano, de la que la directora parece sentir algo más que instinto protector; Marion, la pequeña que se ofrece a la protagonista a cambio de protección; Michelin, optimista y soñadora, casi una nota discordante en esos pasillos plúmbeos. El corazón de la historia es la relación de la narradora con Frédérique, una muchacha un poco mayor, de una sensualidad helada pero irresistible, que lee a Baudelaire y, sobre todo, que manifiesta su rechazo a las normas de un modo esencialmente walseriano: siendo la más obediente y ordenada del curso. La protagonista
se propone conquistar a Frédérique no sólo porque es hermosa e inteligente, sino porque parece disgustada y es un enigma. Se trata de un desafío. Después de un torpe primer encuentro, la narradora comenta: “Como puede verse, yo aún no había aprendido el arte de mediar, aún pensaba que para obtener algo había que ir derecho al objetivo, cuando sólo las distracciones, las vaguedades, la distancia nos acercan al blanco, el blanco es el que nos alcanza”. Fleur Jaeggy posee un lenguaje sobrio, que envuelve y arrebata, poético en el mejor sentido de la palabra: multiplica los significados, controla la pasión subterránea y emociona. La novela es entonces mucho más que la suma de recuerdos que la protagonista tiene de su familia (o su no-familia) y de Frédérique. Es también el sutil esbozo del nacimiento del deseo en un internado de señoritas. Hay más ingenuidad, confusión y naturalidad que perversión. Y todo está apenas esbozado por esa prosa que parece avanzar de puntillas en un recinto en el que impera el secretismo y cierto despotismo de parte de la autoridad. Si bien en Appenzell las internas no provienen de familias pobres, como ocurre en el Instituto Benjamenta, el destino de sus alumnas es similar al de Jakob, Krauss o Peter: ellas no serán sirvientas con delantal, claro, cuyo pecho se hinchará de felicidad al ver un picaporte brillante, pero la educación que han recibido las condena a ser ilustres dueñas de casa, esposas de hombres millonarios dispuestas a entregar un servicio de otra especie. De ahí que la resistencia de Frédéri-
que a la educación tradicional resulte especialmente seductora para la narradora. Ambas en el fondo desean borrarse, pasar desapercibidas ante la autoridad, convertirse en ceros a la izquierda. Su servidumbre nunca es plácida, pero su rebelión tampoco puede ser descarada. Apuestan por la migración interior, por lo que en 1940 Orwell bautizó como “quietismo”. Este rasgo, que marca por lo demás toda la obra de Robert Walser, está presente de una u otra forma en los libros de Fleur Jaeggy –Proleterka, El temor del cielo, El ángel de la guarda–, una autora que felizmente está comenzando a ser reeditada por Tusquets. Los hermosos años del castigo fue saludada en 1989 con los más grandes elogios. Joseph Brodsky, entre otros, dijo que “se lee en unas cuatro horas y se recuerda, al igual que a la autora, toda la vida”. Quizá convenga agregar una última recomendación, menos ampulosa: Fleur Jaeggy es una escritora distinta.
Alvaro Matus (1973) es editor de Cultura del diario La Tercera.
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reseña
• FICHA New Thing Wu Ming 1 Antonio Machado Libros, 160 páginas
Síncopa literaria Andrea Kottow Estados Unidos, finales de los años sesenta. El país está que arde. La guerra de Vietnam se encuentra en la mira crítica de muchos ciudadanos y amenaza con convertirse en una plataforma idónea para discursos revolucionarios. Las drogas, el flower-power, las revueltas raciales y el jazz conforman un escenario de potencialidad anárquica frente a los conservadores blancos de derecha que se amparan detrás de un aparato de vigilancia cada vez más represor. Las actividades del FBI y de la CIA comienzan a ser cuestionadas desde teorías de la conspiración. Años revoltosos, violentos, confrontacionales, que hacen aparecer en la superficie las grandes contradicciones que marcan a América del Norte: el melting pot que esconde la pobreza, la desigualdad social, las injusticias raciales. New Thing se sitúa justamente en esta superposición del jazz vanguardista de los años sesenta y los movimientos sociales que le sirvieron de escenario. Tan rupturista y novedosa como la música jazz liderada por John Coltrane, llamada new thing, es la propuesta textual de la obra de Wu Ming 1. De difícil definición genérica, el texto se muestra en tanto entretejido polifónico, moviéndose entre la novela, la crónica periodística y la minificción. Distintas voces narran historias, anécdotas, crímenes, entregando visiones políticas y apreciaciones personales, mezclando de este modo la pequeña con la gran historia. Como en el jazz vanguardista, la improvisación pareciera guiar esta escritura nómada y errática, que sólo en el transcurso de la lectura y con la debida atención por parte de un lector dispuesto a entregarse al experimento narrativo que le es propuesto, irá evidenciando sus armonías y melodías. John Coltrane llevó el jazz a sus límites en lo que refiere a los solos y la improvisación. New Thing pareciera imitar esta forma aparentemente anárquica de creación, intercalando voces, haciendo dominar unas sobre otras sin sistema reconocible, para hacer que ciertas voces narrativas se impongan sobre otras y se le hagan paulatinamente familiares a quien lee. Los distintos relatos giran en torno al tema del jazz y de sus protagonistas: músicos afroamericanos que adquieren –a la fuerza y como reacción frente al racismo– cada vez mayor conciencia acerca de su color, sus orígenes, su cultura y su música. Se trata de músicos que, a pesar de sus nombres legendarios que hoy parecieran remitir a épocas de gloria, viven en condiciones miserables, pasando hambre y frío, sin reconocimiento más allá del que reciben de sus pares, muchos de ellos sumergidos en el mundo de las drogas. La música se convierte en un arma más para expresar la indignación frente a los problemas sociales y raciales que atraviesan a Estados Unidos. Y no deja de esperarse la re-
acción: en el año 1967 comienzan a ser asesinados una serie de músicos y personas vinculadas al mundo del jazz, sin que la policía muestre gran interés en resolver los crímenes que amanzanan a la escena vanguardista de Nueva York. Los ánimos se vuelven tensos: grupos de negros se organizan y crean cuerpos de autodefensa. La prensa alternativa de izquierda arremete contra el conservadurismo de la política oficial y el racismo de la policía. Siguiendo las distintas voces que narran, en tanto lectores nos convertimos en detectives hasta resolver los crímenes y conocer a los victimarios. Realidad y ficción se mezclan hasta su indistinción. New Thing es obra de Wu Ming 1, uno de los cinco miembros del colectivo italiano de escrito≠res de nombre Wu Ming, un pseudónimo chino que en su lengua original significa “sin nombre”. El nombre tiene un doble impulso subversivo: es utilizado por disidentes chinos que exigen democracia y libertad de expresión para China, remitiendo asimismo a la sustitución del nombre propio que identifica a un determinado autor. Si bien el colectivo italiano hace apariciones públicas, se niega ser fotografiado. En una declaración, Wu Ming explicó la razón de su negativa: al estatismo de la foto le oponen la capacidad transformadora y dinámica del grupo. La escritura es entendida como una energía liberada por esta facultad creativa y explosiva. Las novelas que han publicado en conjunto –54 (2002) y Manituana (2007) entre otras, así como los textos escritos en forma individual por los distintos miembros de Wu Ming (quienes firman sus libros con Wu Ming 1, 2, 3, 4 ó 5), giran en torno a la cultura popular, los años sesenta y setenta, los movimientos sociales de izquierda y las políticas represivas. También han publicado ensayos, traducciones, antologías de textos y han participado en proyectos cinematográficos. Tal como el jazz se define por la interacción espontánea entre los instrumentos y las voces, por la improvisación y por la apertura frente a diversos ritmos y melodías, así Wu Ming entiende la escritura como una textura múltiple con posibilidades creativas variadas y variables. New Thing realiza en este sentido perfomáticamente su nombre: obra creativa, experimental, abierta y lúdica, invita al lector a volver a creer que la vanguardia es posible, una vez más, en el ámbito de la literatura. Andrea Kottow (1975) es profesora asociada del Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y autora del libro Der kranke Mann. Medizin und Geschlecht in der Literatur um 1900 (El hombre enfermo. Medicina y género en la literatura alrededor del 1900), Campus Verlag, 2006. hueders H | 27
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ilustrados
Alicia en el país de las maravillas Lewis Carroll
A
licia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia. Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de pronto un Conejo Blanco de ojos rosados pasó corriendo a su lado. No había nada de muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el Conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el Conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y se alejó a toda prisa, Alicia se levantó de un salto, porque constató de golpe que nunca había visto un conejo con chaleco ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, echó a correr tras el Conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto. Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir. Al principio, la madriguera se extendía en línea recta como un túnel, pero después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo. O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después. Primero intentó mirar hacia abajo y ver adónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un tarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que decía: «MERMELADA DE NARANJA», pero vio con desencanto que estaba vacío. No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por allí, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía descendiendo.
Este es el comienzo de Alicia en el país de las maravillas, en la nueva versión de Nórdica Libros, con traducción y adaptación de Humpty Dumpty e ilustraciones de Marta Gómez-Pintado.
«¡Vaya!», pensó Alicia. «¡Después de una caída como esta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me creerán todos! ¡Ni siquiera lloraría aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.) Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer? «Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya», se dijo en voz alta. «Tengo que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de profundidad...» Como ven, Alicia había aprendido algunas de estas cosas en las clases de la escuela, y, aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que repetirlo le servía de repaso. «Sí, esta debe de ser la distancia... pero me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado.» (Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco de lo que era la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas y altisonantes.) No tardó en reanudar sus cavilaciones. «¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el nombre de su país. “Por favor, señora, ¿dónde estamos, en Nueva Zelanda o en Australia?” (Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que es posible?) ¡Y qué cría tan ignorante voy a parecer! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte.» Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra vez. «¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche!» (Dina era la gata.) «Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte aquí conmigo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?» Al llegar a este punto, Alicia empezó a adormecerse y siguió repitiendo como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?». Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?». Pues, como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cuál de las dos se formulara. Se estaba durmiendo de verdad y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.
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“Lo que nos muestran los salvajes es el esfuerzo permanente para impedir a los jefes ser jefes, es el rechazo a la unificación, es el trabajo de conjurar el uno, el estado. la historia de los pueblos que tienen una historia es, se dice, la historia de la lucha de clases. la historia de los pueblos sin historia es, diremos con igual grado de verdad, la historia de su lucha contra el estado”.
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