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++++++++++++++++++++++++++++ Adelantos de libros + reseñas, entrevistas, etc. + Luis Camnitzer Mary Cholmondeley christopher domínguez michael Una publicación de editorial y distribuidora Hueders | Prohibida su venta | Ejemplar gratuito Año 1 - Número 5 | Agosto de 2009
Henry James David Le Breton
graciliano ramos
Jacques Rancière Cynthia Rimsky Mark Twain Bertrand Russell
Libros y lecturas Elk nº 2 | Jocko Weyland
El reparto de lo sensible ////////////////////////////////////////////////////// Jacques Rancière >>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>> el filósofo jacques rancière (argelia,
1940) se ha dedicado a pensar sobre estética y política, educación y poder. lo estético es más que un régimen específico de identificación y de pensamiento de las artes: es “el reparto de lo sensible”. ese es el título del libro recién editado por lom, que nace de la preguntas formuladas por la revista alice para su sección “la fábrica de lo sensible”, bajo la inquietud del autor por “la multiplicación de discursos que denuncian la crisis del arte”. aquí se refiere al trabajo artístico en relación a las demás actividades de la vida, en especial la técnica y la política. en las páginas siguientes, agregamos un ensayo sobre el espectador emancipado, figura alterna de su clásico maestro ignorante. Del arte y del trabajo. En qué las prácticas del arte son y no son una excepción respecto de las otras prácticas En la noción de “fábrica de lo sensible,” podemos primero entender la constitución de un mundo sensible común, de un hábitat común, como el trenzado de una pluralidad de actividades humanas. Pero
la idea de “reparto de lo sensible” implica algo más. Un mundo “común” nunca es simplemente el ethos, la estancia común, que resulta de la sedimentación de un cierto número de actos entrelazados. Éste es siempre una distribución polémica de maneras de ser y de “ocupaciones” en un espacio de los posibles. Es a partir de ahí que se puede plantear la pregunta por la
#5 Agosto 2009
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Secciones los diez libros
Marcelo Lillo
relación entre la “ordinariedad” del trabajo y la “excepcionalidad” artística. Aquí la referencia platónica aún puede ayudar a plantear los términos del problema. En el tercer libro de La República, el sujeto mimético es condenado ya no simplemente por la falsedad y por el carácter pernicioso de las imágenes que propone, sino según un principio de división del trabajo que ya sirvió
al mismo tiempo, deja de ser la visibilidad desplazada del trabajo, como reparto de lo sensible. El imitador no es más el ser doble a quien hay que oponer la polis donde cada uno no hace más que una cosa. El arte de las imitaciones puede inscribir sus propias jerarquías y exclusiones en el gran reparto de las artes liberales y de las artes mecánicas.
llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias entrevista
Jon Lee Anderson
sensibles que al mismo tiempo hacen visible la existencia de un común y los recortes que allí definen los lugares y las partes respectivas.
poesía
un reparto de lo sensible fija entonces, al mismo tiempo,
Raúl Zurita
un común repartido y partes exclusivas. esta repartición de partes
José Angel Cuevas
y de lugares se funda en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la manera misma en que un
reseñas
Vicente Undurraga sobre Oliver Sacks Andrea Kottow sobre Adalbert Stifter <<<<<<<<<<<<< >>>>>>>>>>>>>
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común se ofrece a la participación y donde los unos y los otros tienen parte en este reparto. para excluir a los artesanos de todo espacio político común: el mimetista1 es, por definición, un ser doble. Éste hace dos cosas a la vez, mientras que el principio de la comunidad bien organizada es que cada uno no hace allí más que una sola cosa, aquella a la cual su “naturaleza” lo destina. En un sentido, todo está dicho ahí: la idea del trabajo no es en primer lugar la de una actividad determinada, de un proceso de transformación material. Es la de un reparto de lo sensible: una imposibilidad de hacer “otra cosa”, fundada sobre una “ausencia de tiempo”. Esta “imposibilidad” forma parte de la concepción incorporada de la comunidad. Ella considera el trabajo como la relegación necesaria del trabajador en el espacio-tiempo privado de su ocupación, su exclusión de la participación en lo común. El mimetista aporta la confusión en este reparto: él es un hombre de lo doble, un trabajador que hace dos cosas al mismo tiempo. Lo más importante es quizá el correlato: el mimetista ofrece al principio “privado” del trabajo una escena pública. Él constituye una escena de lo común con lo que debiera determinar el confinamiento de cada uno en su lugar. Es esta re-partición de lo sensible lo que constituye su nocividad, aún más que el peligro de los simulacros que debilitan las almas. Así la práctica artística no es el afuera del trabajo, sino su forma de visibilidad desplazada. El reparto democrático de lo sensible hace del trabajador un ser doble. Éste saca al artesano de “su” lugar, el espacio doméstico del trabajo, y le da el “tiempo” de estar en el espacio de las discusiones públicas y en la identidad del ciudadano deliberante. El desdoblamiento mimético que opera en el espacio teatral consagra y visualiza esta dualidad. Y, desde el punto de vista platónico, la exclusión del mimetista va a la par con la constitución de una comunidad donde el trabajo está en “su” lugar. El principio de ficción que rige el régimen representativo del arte es una manera de estabilizar la excepción artística, de asignarla a una tekhné, lo que quiere decir dos cosas: el arte de las imitaciones es una técnica y no una mentira. Deja de ser un simulacro pero,
El régimen estético de las artes trastorna esta repartición de los espacios. Éste no cuestiona simplemente el desdoblamiento mimético en beneficio de una inmanencia del pensamiento en la materia sensible, sino que también cuestiona el estatuto neutralizado de la tekhné, la idea de la técnica como imposición de una forma de pensamiento a una materia inerte. Es decir, que pone al día el reparto de las ocupaciones que sostiene la repartición de los dominios de actividad. Es esta operación teórica y política la que está en el corazón de Las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller. Tras la definición kantiana del juicio estético como juicio sin concepto –sin sumisión de lo dado intuitivo a la determinación conceptual–, Schiller marca el reparto político, que es lo que está en juego en este asunto: el reparto entre los que actúan y los que padecen; entre las clases cultivadas que tienen acceso a una totalización de la experiencia vivida y las clases salvajes, hundidas en la parcelación del trabajo y de la experiencia sensible. El Estado “estético” de Schiller, al suspender la oposición entre entendimiento activo y sensibilidad pasiva, quiere arruinar, con una idea del arte, una idea de la sociedad fundada en la oposición entre aquellos que piensan y deciden, y aquellos que se dedican a los trabajos materiales. Esta suspensión del valor negativo del trabajo llegó a ser en el siglo XIX la afirmación de su valor positivo como forma misma de la efectividad común del pensamiento y de la comunidad. Esta mutación pasó por la transformación del suspenso del “Estado estético” a una afirmación positiva de la voluntad estética. El romanticismo proclama el devenir-sensible de todo pensamiento y el devenir-pensamiento de toda materialidad sensible como la finalidad misma de la actividad del pensamiento en general. El arte vuelve así a ser un símbolo del trabajo. Anticipa el fin –la supresión de las oposiciones– que el trabajo no está aún en condiciones de conquistar por y para él mismo. Pero lo hace en la medida en que es producción, identidad de un proceso de efectuación material y de una presentación
Foto: Andrew Guan
a sí mismo del sentido de la comunidad. La producción se afirma como el principio de un nuevo reparto de lo sensible, en la medida en que une en un mismo concepto los términos tradicionalmente opuestos de la actividad fabricadora y de la visibilidad. Fabricar quería decir habitar en el espacio-tiempo, privado y oscuro del trabajo que da el sustento. Producir une el acto de fabricar con el de poner al día, el de definir una nueva relación entre el hacer y el ver. El arte anticipa el trabajo porque realiza su principio: la transformación de la materia sensible en presentación de la comunidad a sí misma. Los textos del joven Marx que dan al trabajo el estatuto de esencia genérica del hombre no son posibles más que sobre la base del programa estético del idealismo alemán: el arte como transformación del pensamiento en experiencia sensible de la comunidad. Y es este programa inicial el que funda el pensamiento y la práctica de las “vanguardias” de los años 1920: suprimir el arte en tanto que actividad separada, devolverlo al trabajo, esto es, a la vida que elabora su propio sentido. No pretendo decir con esto que la valorización moderna del trabajo sea el único efecto del nuevo modo de pensamiento del arte. Por una parte, el modo estético del pensamiento es mucho más que un pensamiento del arte. Es una idea del pensamiento, vinculada a una idea del reparto de lo sensible. Por otra parte, hay que pensar también la manera en que el arte de los artistas se encontró definido a partir de una doble promoción del trabajo: la promoción económica del trabajo como nombre de la actividad humana fundamental, pero también las luchas de los proletarios para sacar el trabajo de su noche –de su exclusión de la visibilidad y de la palabra comunes–. Es necesario salir del esquema perezoso y absurdo que opone el culto estético del arte por el arte al poder creciente del trabajo obrero. Es como trabajo que el arte puede tomar el carácter de actividad exclusiva. Más sagaces que los desmitificadores del siglo XX, los críticos contemporáneos de Flaubert señalan lo que vincula el culto de la frase a la valorización del trabajo llamado sin frase: el esteta flaubertiano es un rompedor de piedras. Arte y producción podrán identificarse en el tiempo de la Revolución rusa porque dependen de un mismo principio de re-partición de lo sensible, de una misma virtud del acto que abre una visibilidad al mismo tiempo que fabrica objetos. El culto del arte supone una revalorización de las capacidades unidas a la idea misma de trabajo. Pero ésta es menos el descubrimiento de la esencia de la actividad humana que una recomposición del paisaje de lo visible, de la relación entre el hacer, el ser, el ver y el decir. Cualquiera que sea la especificidad de los circuitos económicos en los cuales se insertan, las prácticas artísticas no se hallan “en excepción” en relación con las otras prácticas. Ellas representan y reconfiguran los repartos de estas actividades.
< artista invitado >
Jocko Weyland (Finlandia, 1967) Artista y escritor, vive y trabaja en Nueva York, donde tiene base su galería de arte, Elk Gallery. Elk es también el nombre del fanzine de su autoría, donde trabaja con el concepto de colección de imágenes. Con esa misma idea expuso su colección de fotografías de prensa en la Galería KS art de NY. Su arte esta empapado de la escena under norteamericana y del mundo del skatebording. Autor del libro The answer is never, ha escrito y publicado fotografías para las revistas Vice, Metropolis, Open City, The NY Times Magazine, Cabinet y Nieves Editorial. Ha expuesto en galerías de Nueva York, Londres y Berlín. Durante el 2008 viajó por China y se instaló en la ciudad de Beijing, de donde se ven referencias en su trabajo. Actualmente trabaja en dirección de proyectos de reciclaje de espacios públicos abandonados de Estados Unidos y del mundo, junto a un grupo de artistas y arquitectos. Agradecemos la gentileza del artista. Más información en www.elkzine.com
El reparto de lo sensible. Estética y política, de Jacques Rancière. Lom Ediciones, 2009. Traducción de Cristóbal Durán, Helga Peralta, Camilo Rossel, Iván Trujillo y Francisco de Undurraga, realizada dentro del Seminario dictado por de Undurraga en el Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría de las Artes, Universidad de Chile, primer semestre de 2007. Agradecemos la gentileza de Lom. hueders H | 3
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El espectador emancipado, otra vez Lucía Vodanovic
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o es arriesgado decir que la anunciada publicación de la conferencia “The Emancipated Espectator” como libro llega tarde, no por la falta de relevancia del texto del filósofo francés Jacques Rancière, sino tal vez por su casi promiscua omniprescencia, una vez que ya se ha desperdigado por trozos y completo, discutido, citado como un curioso caso de escrito inédito, recontado de varias formas que, precisamente por su diversidad, se alinean con el ánimo y las proposiciones del propio texto. El ensayo (originalmente en inglés, como la publicación del libro esperada para mediados del 2009) fue comisionado para la International Summer Academy en Frankfurt en 2004, una conferencia que hoy pueden revisar en You Tube quienes se interesen en ver al propio Rancière especulando sobre el rol de la audiencia en el teatro y las artes visuales. Fue publicado por ArtForum en el 2007, cuando la revista ya había coronado al pensador como el darling du jour (sic), y un año antes por Texte Sur Kunst, además de circular por algunas antologías, sitios de acceso abierto, blogs dedicados a la obra y pensamiento del francés. El propio Rancière revela su antecedente directo: el texto fue específicamente encargado como una versión contemporánea del Le maître ignorant: Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle (El maestro ignorante: Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual) pero aplicado a las artes en el contexto del ya largo debate en torno al espectador y la participación (el cual, en esos años, todavía parecía estar centrado en torno a las discutidas y mucho menos sistemáticas reflexiones del curador francés Nicolas Bourriaud). Interesado en la atemporalidad y en el casi arbitrario vínculo entre las dos proposiciones, Rancière se animó a reeditar el gesto de intervenir y desafiar una secuencia lineal o al menos unívoca de pensamiento: si antes desenterró la historia del profesor Jacotot (exiliado por los Borbones durante el siglo XIX) para interpelar al debate en torno a la educación en la Francia post 68, esta vez usó la versión de 1987 de Jacotot, su profesor ignorante, para desempolvar algunas ideas sobre el teatro y el arte, además de dar señas acerca de la trayectoria y recorridos de su propio pensamiento. el cuentacuentos
En su texto sobre el espectador, Rancière resume con justicia las propuestas de El maestro ignorante, lo que no es excusa para saltarse las fascinantes cinco lecciones de emancipación intelectual del libro, dirigidas contra el paternalismo de la izquierda francesa durante los años 80. En El maestro ignorante el filósofo resucita un hecho del pasado para convertirlo en un evento del presente, y, de la misma forma, su voz y la de Jacotot se confunden casi en un acto de ventriloquia coherente con su proyecto: revindicar las narraciones y los actos subjetivos de traducción como base de la enseñanza, aún de aquello que no se sabe. Recita Rancière: en 1818 Joseph Jacotot, profesor de literatura francesa de la Universidad de Lovaina, inicia su aventura intelectual con un experimento pedagógico. Forzado al exilio durante el período de la Restauración luego de una carrera sin mayores contratiempos, había sido recibido en Bélgica como profesor de media jornada y era apreciado por sus estudiantes; entre ellos, 4 | H hueders
un grupo significativo no sabía nada de francés, mientras Jacotot no sabía nada del lenguaje flamenco. El maestro encontró un pequeño denominador común, la edición bilingüe del Telémaco de Fenelón que acababa de ser publicada en Bruselas. A través de un intérprete, le explicó a esos alumnos que quería que aprendieran francés usando la traducción del libro, el cual debían estudiar hasta ser capaces de recitarlo. Terminado su experimento, en vez de barbarismos idiomáticos Jacotot se encontró con entendimiento: casi todos los alumnos eran capaces de hablar y escribir en francés sin que el profesor les hubiera transmitido nada de su saber. Ese es el maestro ignorante: el que se ajena de su propio conocimiento y es capaz de enseñar sin transmitir nada de lo que sabe. A partir de esta experiencia, Rancière (y Jacotot) va construyendo sus cinco lecciones sobre la emancipación en forma de una teoría de la igualdad de los seres humanos y, en términos prácticos, de una guía para que los padres analfabetos de la Francia contemporánea (principalmente inmigrantes africanos) le enseñen a leer y escribir a sus hijos, algo que ellos mismos no saben. Porque los alumnos de Jacotot aprenden de la misma forma en que un niño aprende lo que sabe mejor, su lengua materna: observando, repitiendo, verificando; un ignorante le puede enseñar a otro ignorante lo que él mismo no conoce. Jacotot, en tanto, enseña a través de narraciones e historias, algo que supone una igualdad de inteligencias entre el que habla y el que escucha (y una paridad entre el lenguaje oral y el escrito) y no una desigualdad de conocimientos, en la cual se basa la mayor parte de la instrucción escolar y universitaria. En la pedagogía tradicional, el maestro quiere suprimir la distancia entre lo que él sabe y el alumno ignora, pero, al hacerlo, no hace más que afirmar y reinstalar esa distancia: el ignorante no sólo es aquel que no sabe sino quien no tiene idea de lo que ignora; sólo el maestro sabe lo que al ignorante le falta por saber. La gran trampa, dice Rancière, es el afán y la necesidad de una explicación; esta teoría explicativa que sustenta a la educación es, precisamente, el axioma de la desigualdad. El tema de la distancia o cercanía entre dos inteligencias es lo que Rancière retoma al escribir sobre el espectador en el arte contemporáneo, como un nuevo loop de su personaje Jacotot. Tradicionalmente el rol de las audiencias en la teoría del cine y de las artes visuales gira en torno al concepto teatral del espectáculo, que el filósofo desgrana desde Platón para adelante. Las masas sujetas a este espectáculo han sido dibujadas como estética y políticamente pasivas y, por lo mismo, artistas y teóricos han tratado de transformar al espectador en un agente activo y al espectáculo en un evento o performance (de ahí las recurrentes utopías de unir arte y vida, los experimentos de teatro comunitario y, más recientemente, los debates en torno al arte relacional, la interactividad y la participación). Pero para Rancière este argumento resulta demasiado fácil y, por el contrario, trata de discutir una nueva política de la mirada, cuestionando que se haya logrado durante la historia reciente un arte supuestamente crítico, así como la efectividad de los intentos de hacer de la vida y el arte una misma cosa (no es, acaso, la crítica militante a la sociedad de consumo una melancólica afirmación de su omnipotencia, se pregunta).
No existe teatro sin espectador, recuerda Rancière. Y ser espectador es malo porque ver es lo contrario de saber, y observar es lo contrario de actuar; el espectador, atornillado en su silla, es impotente frente a lo que ve, no puede intervenir, y está separado de sus capacidades para saber y actuar. El filósofo menciona dos soluciones, pero ambas le parecen demasiado obvias: terminemos con el teatro para siempre o ataquemos la distancia en que se basa la construcción de su audiencia, construyamos otro tipo de espectador o, mejor, un teatro sin espectadores, una audiencia involucrada en la acción. Brecht y Artaud son, para él, los modelos opuestos de un mismo proyecto: mientras el primero acentúa la distancia con su teatro épico (que Rancière discute de manera muy similar a Walter Benjamin, destacando los gestos de interrupción que despiertan al espectador de su empatía con lo que ve en el escenario y, de esa forma, puede generar una respuesta política), mientras el segundo la elimina totalmente con su teatro de la crueldad. Los dos extremos buscan suprimir la mediación, uno recordándola o marcándola y el otro eliminándola por completo; al hacerlo, repiten la desigualdad develada por el experimento de Jacotot (recordemos que el maestro quiere suprimir la distancia pero, al hacerlo, la reproduce; el primer conocimiento que pertenece al maestro es el de la ignorancia de su alumno). Rancière, entonces, propone precisamente lo contrario: no suprimir la distancia porque es la condición normal de todo gesto de comunicación. Su argumento es que la crítica a la mediación se basa en una serie de oposiciones presentadas en forma de alegorías de inequidad, como ver/hacer, observar/actuar, pasivo/activo; suprimirlas no va a transformar al espectador en actor. Por lo mismo, su propuesta es dejar de asociar el hecho de estar sentado con inactividad, y el mirar con pasividad, y, por lo mismo, abandonar la idea de que un espectador supuestamente redimido en tanto miembro de una comunidad en el teatro tiene una experiencia más valiosa que un individuo sentado inmóvil frente a un televisor. Mirar es también una acción, e interpretar el mundo es también transformarlo y reconfigurarlo. Rancière recuerda que en el teatro, como en el museo o en la calle, al final sólo hay individuos, iguales en su inteligencia, sin medios privilegiados ni puntos de partida preferibles a otros, actores de su propia historia. Una comunidad emancipada es, al final, una comunidad de narradores y traductores. trabajo, arte y filosofía
Textos como el ensayo “The Emancipated Spectator” y Le Destin des Images (publicado en francés un año antes de la conferencia, en 2003) nos han acostumbrado a recibir a Rancière como un “filósofo del arte” y a leer en la prensa que ciertas obras son rancerianas, sin mas explicación, normalmente para describir el trabajo de artistas que manejan con virtud de malabaristas el éxito comercial y un interés expreso en mantener una postura de activismo político. Lo interesante de un texto como el del espectador emancipado es que recuerdan los orígenes del interés de Rancière por construir una teoría progresista del arte tras romper, después de mayo de 1968, con su profesor Louis Althusser por considerar que sus teorías (era miembro de la fracción estalinista del partido comunista francés) no dejaban espacio a las revueltas populares. Al enlazar a Jacotot, el arte y las audiencias, Rancière demuestra cómo su pensamiento enhebra reflexiones acerca de la filosofía y la clase obrera para repensar desde ahí la historia de las ideas y la teoría del arte. Para el filósofo, la política es la lucha por el reconocimiento igualitario de un sujeto dentro de un cierto orden establecido que lo margina; la estética es parte de esta misma lucha, que se despliega en la autoimagen de una sociedad determinada, cómo ella se describe a sí misma, cómo se representa. De esta política, de esta estética, derivan los regímenes o “distribuciones de lo sensible” (le partage du sensible) con los cuales se caracte-
riza o sobresimplifica el pensamiento de Rancière: el régimen ético, en el cual las imágenes son valoradas en tanto su utilidad a la sociedad (corresponde a la figura del artista como artesano, sin mayor poder que la maestría de su oficio); el régimen de la representación, en el cual el arte conquista su autonomía y, consecuentemente, el artista se aburguesa y gana su independencia como creador autónomo; y el régimen estético, que afirma la absoluta singularidad del arte pero, al mismo tiempo, no demanda que sea necesariamente distinto a la vida corriente. En este régimen, de los últimos dos siglos, el que de verdad le interesa a Rancière, el artista puede ser creador independiente y artesano al mismo tiempo, lo cual desafía las antiguas jerarquías estéticas y, en forma análoga, las políticas y sociales. No existe el ajuste perfecto entre la igualdad del arte y el derrumbe de las diferencias sociales y políticas; de hecho, el propio filósofo reconoce esto como una analogía antes que una correlación. Ni arte ni política se presentan como la verdad del otro: cada dominio de la experiencia implica una configuración específica de lo sensible y lo visible, un orden de acciones posibles. Esto es lo que hace que, en ciertos momentos, algunas manifestaciones artísticas aparezcan como capaces de articular una crítica política, o todo lo contrario. Y tal vez lo que ha provocado una recepción demasiado entusiasta y fácil de una teoría seria de la igualdad política. “The Emancipated Spectator” revive, entonces, el vínculo entre la historia del trabajo, de la filosofía y del arte en el pensamiento de Rancière (y se agradece), así como Jacotot recuerda que la equidad no se crea ni se entrega, sino que se afirma y se verifica. En los últimos párrafos de su conferencia Rancière nos recuerda por qué se presentó como un personaje excéntrico en la filosofía (y, tal vez, por qué resulta todavía más extraño su culto tipo celebridad en el circuito contemporáneo de las artes visuales): fue hurgando en la historia y los archivos obreros del siglo XIX al comenzar su carrera, cuando aprendió que cada ser humano es actor inalienable de su propia biografía, independientemente del trabajo y del ocio regulado por las métricas jornadas del sistema capitalista. Después del reconocimiento que tuvo con La Leçon d’ Althusser (La lección de Althusser, publicado en 1974, el texto con el cual rompe con su maestro), el filósofo se sumergió en los archivos de los trabajadores –diarios de artesanos, poesía de obreros, prosa trasnochada escrita en las horas robadas al descanso entre dos jornadas en la fabrica. Estudiando esos archivos, Rancière entendió que los trabajadores no sólo eran actores sino también espectadores y visitantes de su propia clase, y que figuras europeas tradicionalmente asociadas al ocio de la burguesía, como el stroller y el flaneur, también reclamaban su espacio en esas páginas. Mirar, pasear, aburrirse, no eran acciones ajenas entre las familias supuestamente enajenadas por su mera función productiva (que supuestamente se opone o al menos dificulta la reflexiva). Si un intelectual (y para Rancière también lo son esos trabajadores) tiene dos modos de contar historias –por un lado el contenido empírico de las anécdotas y por otro el discurso especulativo de la filosofía–, Jacques Rancière los reúne en una misma órbita, siempre interesado en ver cómo ambas dimensiones se juntan, se traducen, se alumbran.
Lucía Vodanovic (Santiago, 1974) es doctora en Estudios Culturales de Goldsmiths College, Londres, donde hace clases. También es profesora invitada en la Universidad de Chester y dicta conferencias en ése y otros centros de investigación; el último fue sobre la obra tardía Kurt Schwitters y la apropriación en las artes visuales.
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Contra el trabajo Bertrand Russell el filósofo y matemático inglés bertrand russell (1872-1970) escribió Elogio de la holgazanería, de donde viene este texto, en
1932, en pleno auge de los totalitarismos, para proponer una revolución social to-
tal que aún sigue pendiente. se notan aquí las ideas inglesas clásicas sobre el tema, escritas por samuel johnson en el siglo xviii, y del economista keynes, amigo de russell, quien suponía que el desarrollo eco-
nómico haría que sus nietos trabajaran tres horas diarias. aquí siguen algunos impecables argumentos en su favor.
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omo a la mayoría de mis contemporáneos, me educaron en el espíritu del refrán: “El diablo encuentra trabajo para las manos que no hacen nada”. Como fui un niño muy virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente toda mi vida. Aunque mi conciencia ha controlado mis actos, mis opiniones se han sublevado. Me parece que se ha trabajado demasiado en el mundo y que la fe e las virtudes del trabajo ha causado muchos estragos; lo que hay que predicar en los países industrializados modernos es muy distinto de lo que siempre se ha propagado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que se encontró en Nápoles con doce mendigos tumbados al sol –antes de Mussolini– y ofreció una lira al más perezoso. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al décimo segundo. El viajero hizo lo correcto. Pero para los países que no disfrutan del sol del Mediterráneo la ociosidad es más difícil y, para promoverla, se requeriría desplegar una gran propaganda. Espero que después de haber leído las páginas que siguen los dirigentes de la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA) orquesten una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos a favor de la holgazanería, debo refutar uno que no puedo aceptar. Cuando una persona que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en algún trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se dice que tal conducta quita el pan de la boca a otros y que es, por lo tanto, inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría que todos fuéramos ociosos para tener la boca llena de pan. Los partidarios de este argumento olvidan que un hombre suele gastar lo que gana y al hacerlo genera empleo. Mientras un hombre gaste sus ingresos, pone tanto pan en las bocas de los demás como se los quita al ganar. desde este punto de vista, el verdadero malvado es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es evidente que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia y se suscitan diferentes casos. Una de las cosas que con más frecuencia se hace con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas por guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado personaje de Shakespeare que contrata asesinos. El resultado estricto de los hábitos financieros del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del Estado al que presta sus ahorros. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego. Algunos argumentarán, sin embargo, que el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales.
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Cuando tales empresas son exitosas y producen algo útil, resulta admisible. Pero en nuestros días nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido emplearse en algo susceptible de disfrute, se desperdició en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero –digamos– en organizar fiestas para sus amigos, éstos –esperemos– se divertirán, al tiempo que se beneficiarán todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta, por ejemplo, en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, mientras que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará por tonto y frívolo. Lo anterior es sólo preliminar. Quiero defender, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está causando mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada del trabajo. Antes que nada, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia que se encuentra en, o cerca de, la superficie de la Tierra, a partir de otra materia dada; la segunda: ordenar a otros que lo hagan. La primera es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. Esta segunda clase puede extenderse indefinidamente: no sólo están los que dan órdenes, sino también los que asesoran acerca de qué órdenes deben darse. En general, dos grupos de hombres organizados dan al mismo tiempo dos clases opuestas de indicaciones; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere saber de los temas acerca de los cuales se dará consejo, sino de las arte retóricas para hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda. (…) Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando arduamente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duro como él, y sus hijos contribuyeran en cuanto cumplieran la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de quienes lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; pero los guerreros y los sacerdotes guardaban de cualquier modo reservas como en otros tiempos, sin importar que muchos de
los trabajadores murieran de hambre. Este sistema perduró en Rusia hasta 1917, y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase industrial ganó poder. En Estados Unidos, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que se prolongó tanto tiempo y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de las bondades del trabajo procede de este sistema que, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de las pequeñas clases privilegiadas, sino un derecho equitativo de toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral del esclavo, y el mundo moderno ya no tiene necesidad de esclavitud. (…) En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos se sorprendería si se les dijera que el rey no debería tener ingresos mayores que los de un trabajador. En términos históricos, el concepto de deber ha sido un medio empleado por los poderosos para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para el suyo propio. Sobra decir que quienes detentan el poder ocultan este hecho aun ante sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses coinciden con los más altos intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses dueños de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso porque contribuía al ocio, no porque en sí fuera bueno. Y ahora la técnica moderna ha hecho factible que el ocio se distribuya equitativamente, sin menoscabo para la civilización. Gracias a la técnica moderna podría reducirse considerablemente la cantidad de trabajo necesaria para asegurar que todos tengan lo imprescindible. Esto se hizo evidente durante la segunda guerra mundial. En aquel entonces, todos los miembros de las fuerzas armadas, todos los hombres y mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y mujeres dedicados al espionaje, a hacer propaganda bélica o que se desempeñaban en las oficinas militares, quedaron al margen de las labores productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar material entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La importancia de este hecho quedó encubierta por las finanzas: los préstamos creaban el espejismo de que el futuro estaba alimentando el presente. Pero esto, desde luego, era imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que aún no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite que la población moderna goce en un bienestar considerable con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo mundial. Si la organización científica (concebida para permitir que algunos hombres lucharan y fabricaran municiones) se hubiera mantenido después de la guerra, y se hubiera reducido a cuatro horas la jornada laboral, todo habría marchado perfectamente. En lugar de ello, se restauró el viejo caos: aquellos cuyo trabajo era necesario se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le condenó a morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir sueldos proporcionales a lo que ha producido, sino proporcionales a su virtud, demostrada por su laboriosidad. Ésta es la moral del Estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que se gestó. No es de
extrañar que el resultado sea desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres Digamos que en ocho horas diarias hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un método con el cual el mismo número de personas puede duplicar el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos que difícilmente podría venderse uno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres siguen trabajando ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patrones quiebran, y la mitad de los hombres antes empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente inactivos, mientras la otra mitad trabaja demasiado. De este modo queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato? La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada laboral de un adulto era de quince horas; los niños hacían la misma jornada, pero por lo general trabajaban doce horas al día. Cuando los entrometidos señalaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, se argumentó que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que la clase trabajadora urbana hubiera adquirido el voto, se establecieron por ley algunos días festivos, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído decir a una anciana duquesa: “¿Para qué quieren vacaciones los pobres? Deberían trabajar”. Hoy las personas no son tan directas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica. (…) Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría desempleo –suponiendo que existiera una organización moderada. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Estados Unidos, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya viven con comodidad; estos hombres, obviamente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del desempleo; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para educarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La atracción esnob por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no las pone en situación más acorde con el sentido común. Debemos admitir que el empleo sabio del tiempo libre es producto de la civilización y la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero si no cuenta con una cantidad considerable de tiempo libre, s habrá privado de muchas de las mejores cosas de la vida. Y ya no hay razón para que el grueso de la gente tenga que sufrir tal privación; sólo un terco ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a la necesidad de trabajar en exceso, ahora que ya no es necesario.
Contra el trabajo, round 12 de la colección Versus de Tumbona Ediciones, contiene este texto completo además de las defensas del ocio de Séneca, Samuel Johnson, Nietzsche, Adorno y Cioran.
hueders H | 7
>>< diez libros
Diez libros Marcelo Lillo Catedral de Raymond Carver, porque encontré que era mi hermano gemelo y estaban allí los cuentos que yo quería escribir. Desgracia, de J. M. Coetzee: los asuntos terribles son los más literarios o ¿qué es la literatura sin que te apriete el corazón? Dublineses, de James Joyce, el libro más maravilloso del gran Jimmy, además de una prosa de lo mejorcito. Relatos completos, de John Cheever, el mitificador de los suburbios y a mí me gustan los suburbios y la gente que vive allí. Relatos completos, de Flannery O’Connor, donde está seguramente el mejor cuento del mundo, “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, que lo he leído no menos de cien veces.
Desde el jardín, de Jerzy Kosinsky, un pequeño y tremendo libro sobre la ridiculez de habitar un mundo sin sentido y guiado por la estupidez. ¿Hay otro tema más literario que ése? La pianista, de la gran Elfriede Jelinek, la novela que más me ha conmovido últimamente, de una dureza que no todos resisten. ¡Una escritora gigante! Submundo, de Don DeLillo, de esas novelas que todos quisiéramos escribir, es decir, imposible de describir si no la has leído. Antología del cuento norteamericano, selección de Richard Ford, y el nombre lo dice absolutamente todo. ¿Qué haríamos sin el viejo Chéjov? ¿Seríamos escritores sin él? Por lo tanto, Cuentos completos, del buen doctor.
Marcelo Lillo (1959), escritor chileno, es autor de los libros de relatos El fumador y Gente que baila sola (Mondadori). El próximo año publicará su primera novela.
Elk nº 4 | Jocko Weyland
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Los perplejos Cynthia Rimsky este es un fragmento de la tercera novela de rimsky (santiago, 1962), publicada por sangría editora. ella
mezcla el diario con el relato histórico, la vida con la lectura de biografías y ensayos sobre el filósofo cordobés rabí moshé ben maimón, autor de la
Guía de perplejos. propone así una reflexión sobre el lugar
de la literatura en un mundo despojado de toda noción de sabiduría, una búsqueda de los orígenes para descubrir las falsedades de las historias privadas y universales.
E
l camino que seguí esa tarde en Santiago, cuando descubrí la biografía de Maimónides en casa de mis amigos, conmovió al jurado del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, que decidió entregarme una beca para investigar durante seis meses a Maimónides y comenzar la escritura de una novela. El lado responsable de mi carácter me hizo buscar la forma de cumplir con el objetivo primero, y resultó que el Centro de Estudios Judaicos se había mudado a una antigua casa de piedra, a cuadras de mi departamento, y que la bibliotecaria, excedida por el trabajo de desembalar los libros, me invitó a entrar a la pequeña sala de estanterías metálicas donde iba depositando los volúmenes donados por las viudas de los inmigrantes alemanes, polacos, españoles y rusos que mantuvieron aquellos libros en sus casas y talleres como el de corte y confección del esposo de Moira en la calle Coquimbo. Diré a mi favor que intenté contactarme con académicos de las Escuelas de Filosofía e Historia. A pesar de que la mayoría mostró entusiasmo por mi proyecto e insistieron a modo de confidencia que les hubiese gustado escribir una novela de ficción sobre un personaje histórico, no tuvieron hora disponible. La única vez que logré concertar una entrevista con uno de ellos, no se presentó. En su oficina estaban los libros citados en la bibliografía del ensayo que escribió sobre Maimónides, Tomás de Aquino y Averroes, financiado por una beca y publicado por la universidad. Había varios proyectos de tesis de grado esperando ser corregidos por el profesor y, en la bandeja de entrada de documentos, una invitación a un Congreso de Filosofía Medieval en Córdoba y una carta de una agencia de viajes ofreciendo un paquete turístico que incluía dos noches en Madrid, cuatro en Córdoba y dos en Granada con una visita gratis al Palacio de la Alhambra. Como no encontré a nadie en los pasillos de la Escuela de Historia, me atreví a golpear otras puertas; todas las oficinas parecían celdas y los libros, barrotes. La imposibilidad de hacer las entrevistas, sumada al calor que se dejó caer sobre Santiago ese verano, me obligó a recluirme bajo las estanterías metálicas del Centro de Estudios Judaicos, mientras escuchaba los sonidos que la bibliotecaria agnóstica producía al catalogar los libros. Ahora que vuelvo a la tranquilidad de aquellas tardes, recuerdo que Verónica San Juan me contó sobre una tienda ubicada en San Diego, barrio que albergó a los primeros inmigrantes judíos que establecieron allí sus talleres de peletería y confección impregnados por la acidez de los pepinos en escabeche y el olor a la col agria hirviendo en el caldo que cocinaban sus esposas. Al final de la calle estaba la avenida más antigua y otrora principal de la ciudad, la Alameda, donde todas las tardes paseaban los habitantes de Santiago, los más ricos en coche y los pobres a pie, las señoritas con sombrillas y las empleadas de tienda con sombrero o viceversa. Ahora que reproduzco lo que leí en las novelas de los autores chilenos obligatorios para el ramo de castellano, que muy pronto reemplacé por clásicos rusos y europeos que sacaba de a tres, cada quince días, de la Biblioteca de Providencia, me doy cuenta
que la imagen de la sombrilla de Blest Gana corresponde a la sombrilla de Balzac o a “La dama del perrito” de Chéjov y no a la sombrilla de una mujer chilena que paseaba por la Alameda. Recién ahora que la palabra leída se deja escribir, percibo que existe una gran probabilidad de que fuesen los inmigrantes judíos quienes confeccionaran aquellas sombrillas y sombreros para damas y varones. Muchos de ellos aprendieron el oficio de sus padres o de tíos que, debido a su edad, permanecieron en Europa, en tanto los más jóvenes se dirigían en barco a América y los que no tenían un pariente rico en Argentina o Brasil cruzaban la cordillera hacia este país, que debió parecerles un callejón sin salida. Desde el mesón ubicado junto a la ventana (...), con la sola compañía de las ollas que la esposa manipulaba en la cocina, estos inmigrantes recuperaron las imágenes de la calle principal de Odessa, Cracovia, Berlín o Praga, de los ricos señoritos que paseaban distinguidos, mientras en el campo la guardia incendiaba las aldeas y los sobrevivientes se veían obligados a emigrar a los barrios periféricos de las grandes ciudades para ocultar su identidad entre las masas de obreros, pero, a diferencia de estos, con la firme idea de emigrar a América; allí tuvieron el importante papel de confeccionar las sombrillas y sombreros que las niñas ricas y las empleadas de tienda lucían en la Alameda. Todo ello fue narrado por escritores chilenos, testigos de cómo la actividad comercial se trasladó desde San Diego hacia el lado norte de la Alameda, donde se asentaron las reparticiones públicas, los Bancos, la Bolsa y de cómo en la calle San Diego comenzó un decaimiento que dura hasta hoy, con tiendas como la que encontró Verónica San Juan al fondo de un pasaje sin luz natural, donde un anciano polaco que estuvo en un campo de concentración ruso tomó la decisión tantas veces pospuesta, a pesar de la tenacidad de sus hijos y nietos, de rematar todas las existencias. Y es sobre estas existencias que San Juan me escribió: «En la vitrina, algunos pañuelos bordados; en unas cajas, trozos de género; en un rincón, vestidos aterciopelados; en el perchero, un abrigo de astracán. Algunos colchones de cuna, almohadas ennegrecidas. En el mostrador, un viejo solitario. En El Progreso han sacado toda la mercadería de la bodega. Toda. Hasta la que tenían atascada hace treinta años. “Nos vamos”, cuenta el polaco mientras envuelve dos piezas de género. Miro la mercadería apilada, pienso en el barco que trajo al polaco. El polaco se despide, me regala sus últimas cajas de pañuelos». Aquellas tardes en el Centro de Estudios Judaicos leí a autores ignorados por la crítica chilena, editados en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo veinte, versados en historia, ética y educación. En la Torá está escrito que todo hombre mayor de trece años dedicará dos horas diarias a la lectura, y eso hicieron durante mucho tiempo Maimónides en el año 1150 en Córdoba, el polaco que estuvo en un campo de concentración en Rusia y el esposo de Moira en el taller de calle Coquimbo. El mundo que cantaban esos libros era lo que escuchaba aquellas tardes calurosas en las que imaginaba una novela que no escribía. hueders H | 9
>>< entrevista
Jon Lee Anderson Diego Rabasa quien piense que los conflictos se dan por estados pervertidos de las sociedades y en civilizaciones en-
fermas, ignora la relación histórica que el hombre ha tenido con la guerra. la guerra persiste a pesar
«avance» de las civilizaciones: es una condición inherente de los hombres; cualquier persona, en las circunstancias apropiadas, es capaz de atrocidades inimaginables. esto nos dice jon lee anderson, uno de los periodistas de guerra más importantes y lúcidos de nuestro tiempo. cuenta sus experiencias en la línea de fuego, habla de la esencia que envuelve los estados belicosos, explica la lógica que subyace detrás de los conflictos armados y cómo vivimos en nuevos tiempos, cuando algunos ya no son tan capaces de matar a los “matables”. del
Como periodista de guerra te toca ver quizás las partes más fascinantes y terribles de los seres humanos, ¿cuál es la motivación para estar ahí, en los frentes de conflicto? Mira, no es un afán de estar donde están los desastres ni me considero un jonky de la adrenalina ni nada por el estilo. Aunque puede haber una patología ahí soterrada que no conozca (risas). En realidad es un impulso por estar donde ocurre la historia. Siempre ha sido el mismo impulso, desde que fui joven. Es decir, tenía un gran afán de vivir la historia de mi tiempo. Y me tocó que la historiade mi tiempo en muchos casos eran las guerras. Y por ende me he encontrado en conflictos. Después de un tiempo puedo decir que ya es un bicho conocido. Es un ambiente que me es familiar y no me da recelos. Lo veo como un ambiente humano. No es mi ambiente de todo el tiempo ni de cada historia que hago, pero si siento que la historia es apremiante y que responde a mis propias inquietudes, ahí estaré. Hace 2.500 años Esquilo dijo que la primera víctima de la guerra es la verdad. ¿Consideras que esto es así hoy? Sí, claro. Porque los bandos en conflicto necesitan manipular la información para sus propios fines. Por eso somos importantes los periodistas. La prensa libre en los conflictos es esencial. Si miramos hacia atrás en los conflictos a medida que retrocedemos en el tiempo observamos la presencia de menos y menos interlocutores para con el gran público. Había muy pocos periodistas en el pasado. Es más, hubo una larga época en la que no había periodistas. Estaban los cronistas de las expediciones militares: frailes o militares que contaban las hazañas de los suyos. Muy de vez en cuando irrumpía en la historia una voz contraria que denunciaba atrocidades como Bartolomé de las Casas en las Américas. Pero periodistas como tal, no. Los periodistas comienzan a aparecer a finales del siglo XVIII, principios del XIX. Y como una especie importante, recién hasta el siglo XX.
hablar directamente al electorado y a sus enemigos. La forma en la que llamó a su ministro de Defensa ante las cámaras, en vivo, y le dijo que mandara dos batallones de tanques a la frontera con Colombia fue justamente lo que provocó que yo lo llamara el primer presidente virtual, o el primer presidente You Tube en la historia. Él entendía perfectamente el golpe mediático de esa intervención. Y horas después vimos en las mismas pantallas de televisión a los tanques moviéndose. Era una cosa muy de nuestro tiempo, y qué posiblemente tuvo el efecto benéfico de impedir la necesidad de la guerra como tal. Porque el golpe mediático de la amenaza y de la intentona fue tan claro que no se necesitó llegar a los tiros, se tuvo que optar por la vía diplomática. A lo mejor, antes, sí hubiera habido tiros. Esto es algo que recién nos está ocurriendo y Chávez es uno de los protagonistas de la belicosidad virtual. Bush es otro y Ahmadineyad es otro. Él sabe qué botones apretar con sus intervenciones públicas para lograr el efecto deseado, que décadas antes, sin la plataforma mediática, quizás sólo se hubiera logrado con la movilización mediática. El componente más nefasto de este fenómeno del que estamos hablando es el de los videos snuff hechos realidad con las decapitaciones de los prisioneros de los extremistas islámicos, por ejemplo. Eso es la muestra más horrible y tenaz de la comprensión que tienen los actores de la guerra del poder de los medios. Conocen el efecto de matar a un prisionero de guerra en vivo. Estamos ya en el Brave New World, y no lo hemos podido digerir todavía. Está por verse qué se puede desprender de esto aunque las consecuencias políticas son inmediatas. Así como nosotros estamos experimentando el efecto de estos nuevos modelos, así los actores de guerra están también experimentando nuevas formas de avanzar hacia sus objetivos. Y están buscando formas para utilizar esta herramienta, que también puede ser benéfica, para hacer daño y quieren ver cómo convertir cabalmente esto en una arma de guerra.
En el artículo que publicaste en el New Yorker titulado «El heredero de Fidel» sobre Hugo Chávez, contabas la anécdota del momento en el que el presidente Chávez, frente a todos los medios de su país, dio la instrucción al jefe de sus fuerzas armadas de apostar tropas y tanques en la frontera con Colombia tras el bombardeo colombiano a las FARC en territorio ecuatoriano. Y decías que había sido una especie de reality show. ¿Qué papel juegan los periodistas en este reality? ¿Son la condición necesaria para reconocer a los actores principales? Es una buena pregunta. Chávez es un fenómeno de nuestro tiempo, en el sentido en que ha sabido utilizar las comunicaciones para
¿Hay espacio, en medio de tanta brutalidad y de tanto horror, para los códigos éticos? ¿Existe la ética en la guerra? Siempre he fungido como un mediador entre el mundo envuelto en el conflicto, y el que ha olvidado la noción de que es capaz de participar en hechos de sangre. Es una pretensión, un lujo y un privilegio estar en paz. Y aunque estar en paz sigue siendo el estado deseado, es una ostentación, un disparate creer que puede ser permanente. Estas sociedades que miran estos conflictos desde lejos y les son muy ajenos no recuerdan que ellos también lo han hecho antes. En el caso de mi país, los Estados Unidos, también, pero en la actualidad siempre en tierras lejanas. Está permanentemente en guerra. Nuestros
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soldados van y vuelven, y vivimos estas cosas lejos de casa. Y nuestros soldados cometen estas mismas atrocidades propias de la guerra, es decir, violan, descuartizan, son llevados a cortes marciales donde son castigados. Esto ha sucedido en Irak. Este tipo de comportamiento es parte y esencia de lo que la guerra es. Hemos inventado normas y hemos tratado de estructurar a la guerra y hacerla noble; como si fuera una cosa legítima estar revestido con nociones extraídas de la religión, de la espiritualidad: regamos el suelo con la sangre de nuestros mártires. Es una cosa universal del hombre. La sacralización del asesinato colectivo en nuestras sociedades. Algunos lo hacen formalmente canalizando sus creencias a través de la religión, y en Europa y los Estados Unidos lo hacemos una cosa secular pero revestida de nociones religiosas. Al final es la misma cosa, ocurre cuando una parte de la sociedad quiere matar a otra. Conviertes en objetos a un segmento de la población mundial y los haces «matables». Y durante el tiempo que dure, estas legitimando el asesinato colectivo. El problema es que no tenemos ninguna manera correcta de asimilar esto hoy en día. Si pretendemos ser a la vez civilizados, buenos hijos del siglo XXI, no podemos ir a la guerra; el concepto es una contradicción. Sin embargo la necesidad de librarlas sigue ahí. Entonces, vivimos en una encrucijada irreconciliable. Es muy interesante porque esto es muy patente en los países de Europa Occidental que forman parte de la OTAN y están en Afganistán. Muchos no están dispuestos a que sus tropas combatan de verdad. Si hay algunos muertos retiran a sus tropas. Porque pretenden estar ahí, pero a la vez estar más allá de la guerra. Esto funciona como concepto, pero no en la práctica. Porque la guerra significa aceptar matar gente, y aceptar el sacrificio de los suyos. Entonces estamos en tiempos nuevos, vivimos en un mundo en el que las mismas exigencias que nos llevan a las guerras hacen que algunos países ya no se sientan tan capaces de matar. Es curioso, esto no había ocurrido antes.
En México ha habido más muertos que en muchos Estados que están en guerra –incluso más que en aquellos Estados que están en guerra permanente–, ¿cuál consideras que debe ser la responsabilidad de los periodistas en México? Porque muchas veces esta «guerra» ha recibido un tratamiento eufemístico so pretexto de que es una guerra entre narcotraficantes que no afecta a la sociedad civil. Claro, pero mira, cuando llega al grado en que está ocurriendo en México implica a toda la sociedad. Para uno, mirando desde lejos, la violencia de hoy es la más viva y descarnada demostración de la incapacidad del Estado mexicano para crear un Estado de derecho pleno y duradero. Sin narcotraficantes, probablemente esta misma gente estaría muriéndose. La circulación de dinero negro ha hecho desde siempre que unos estén matando a otros, digamos caciques, caudillos, generales, etcétera. Han estado librando una batalla de conquista de recursos y de poder. Bajo lemas políticos o nacionales, o incluso religiosos. Como hace no mucho se vio de manera muy palpable. México nunca ha cuajado del todo. Siempre ha habido una falta de legitimidad del Estado mexicano. Siempre ha habido una insurgencia por aquí, bandolerismo por allá. Esto sucede porque no es un país en el que todos los ciudadanos se sienten representados por su Estado y no se sienten partícipes de él. Y obviamente las autoridades no están cumpliendo con su deber. ¿Acaso la policía está cumpliendo con su deber de proteger a los ciudadanos? No. Si sabemos que ellos son parte del problema. Entonces, ¿qué quiere decir? Pues que una parte del Estado es ilegítima. No estoy llamando a la rebelión, naturalmente, pero no es de sorprender que algunos lo hagan. La narcoguerra actual, por llamarla de alguna manera, es como la llaga reventada de un sistema enfermizo. Jon Lee Anderson es colaborador regular del New Yorker desde 1999. Ha cubierto los conflictos armados más álgidos de los últimos años: Irak, Afganistán, Líbano, Angola. También ha escrito perfiles de personajes latinoamericanos icónicos como Fidel Castro, Hugo Chávez y Gabriel García Márquez. Es autor de varios libros (casi todos publicados en español por Anagrama), entre los que destacan Che Guevara. Una vida revolucionaria y La caída de Bagdad. Vive en Dorset, Inglaterra. Esta entrevista fue hecha en México para el Canal 22 y revista SP, y se reproduce aquí por gentileza de Diego Rabasa y del propio Lee Anderson.
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Gentileza de ediciones UDP.
Rulfo, el juego, el sueño Christopher Domínguez Michael este es uno de los más breves y felizmente borgianos de los muchos y variados ensayos y crónicas reunidos en el libro
La sabiduría sin promesa, vidas y letras del Siglo XX, de christopher domínguez michael. el
mexicano es un maestro del comentario sobre escritura y literatura, contemporánea e universal.
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e declaro incompetente para realizar otra apología de Pedro Páramo (1955) y tras recordar a Borges, que la llamó “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, quisiera hablar de El gallo de oro, redactado a principios de los años sesenta, falso guión de cine que –novela corta o cuento largo– es otra de sus obras maestras. Es superior a varios de los cuentos de El llano en llamas (1953). El gallo de oro es un texto que evoca el azar. Y es, como tanta de la prosa memorable, una evocación profunda y (aparentemente) local. En apenas cincuenta y dos páginas –Rulfo nunca necesita más– vemos a Dionisio Pinzón, hombre pobre de alma y de hacienda, que vive de su “gallo de oro”, al que acaba por perder en un combate singular, tras haberle sacado algún dinero en los palenques más polvorientos. Pinzón conoce en la legua a una pareja de pícaros que hubieran conmovido a Galdós: Bernarda Coutiño y Lorenzo Benavides. Se casará con ella, cantante de palenques, coliseos pueblerinos para las peleas de gallos. Él, resentido, lo espera en el futuro y con una venganza. Transando peleas de gallos aquí y allá, Pinzón acaba por sentarse a la mesa del verdadero azar, esas barajas que anulan la noche y el día bajo el signo (o el espejismo) del oro. En una visita casual a don Lorenzo, éste se juega al paco, a beneficio de la nueva pareja, toda su propiedad. Su venganza será perderla. Agraciados por la Injusticia, Pinzón y Bernarda levantan un garito. Se vuelven ricos y la suerte nunca los abandona hasta
que ella –Fortuna es una mujer– muere alcoholizada mientras contempla –como todos los días– jugadas y trapisondas de Dionisio. El tramposo es un verdadero jugador. No lo es, por el contrario, el aguafiestas. En Juan Rulfo (1918-1986) están casi todos los componentes de la lotería universal. La relación entre el hombre y el azar no es distinta ante la sufrida frente a otras formas de lo indeseable: el amor, la pobreza. Su héroe, ese Pinzón condenado a jugar con la eternidad, no es un avaro. Fueron las leyes del azar las cuales lo transforman en un ambicioso. De la mano de Roger Caillois, exégeta de la ludonomía, creería que El gallo de oro habla de la Injusticia gratuita. Dionisio y Bernarda no se explican las cosas, las hacen. No buscan la suerte, la ganan. No anhelan la vida, la pierden. Pero retan al azar y lo ganan. Justifican la tesis central de Johann Huizinga en Homo ludens (1932): el juego de azar es una actividad seria, frecuentemente melancólica, que puede excluir por sistema la sonrisa, la carcajada, el placer. Pero la lotería se redime –cada vez que apostamos– en su medida de ser únicamente deseo. Quizá sólo el juego y el sueño son metáforas imperecederas de la existencia. Eso está en Rulfo.
Elk nº 9 | Jocko Weyland
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Hacia una teoría del arte boludo Luis Camnitzer camnitzer (1937) es un reconocido artista y teórico uruguayo. este es un extracto de uno de los ensayos –originalmente aparecido en la revista Ramona de buenos aires, en marzo del 2006–, reunidos en el libro De la Coca-Cola al arte boludo, recién editado por metales pesados.
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oludo y sus derivados, el improbable boluda y el producto boludez, son términos del lunfardo o slang uruguayo/argentino. Con traducciones aproximativas, pero imprecisas en otros idiomas, el diccionario Oxford, por ejemplo, registra la palabra como dickhead. Literalmente “cabeza de pene” aunque en términos más groseros, dickhead también es utilizado para describir a personas con cierta lentitud y obcecación. Me falta la sutileza idiomática para captar totalmente el término en inglés, pero mi hijo, más erudito en estas cosas, lo describe como una mezcla de dumbass (que viene a ser un asno imbécil) y asshole (orificio anal). El primer significado comparte la lentitud y tozudez. El segundo introduce otra dimensión que no es del todo apropiada para este caso, la de una mala intención, lo que llamaríamos “mala leche”. En el equilibrio frágil entre ambos significados y la gama que establecen, uno podría decir que en esta escala el papel de Peter Sellers en la película “Being There” (“Desde el jardín”) está más cerca de la primera acepción. La película, basada en una novela de Jerzy Kozinski, describe la vida de alguien que esencialmente es un discapacitado mental y termina siendo presidente de Estados Unidos solamente porque, para bien o para mal, está donde está en un momento dado. En todo caso “boludo” es un término más complejo, ya que incluye una cierta densidad hermética que es independiente del contexto que la rodea. A esta cualidad se agrega una opacidad y falta de sofisticación que resulta de una carencia de percepción del medio ambiente, o de una relación significativa con él. El resultado es que el observador del boludo comienza a atribuir cosas, a proyectar. Es gracias a esta proyección que el personaje de Peter Sellers termina en la posición inesperada e inmerecida de presidente de los Estados Unidos. El término “bolas”, origen de todo esto, se refiere a testículos, y la imagen evocada es la muy compleja de un toro superdotado que se mueve como un buey lento y carente, con movimientos efectuados con el impedimento de la carga de un equipo en última instancia inútil. Estas explicaciones son importantes porque una vez que referimos la palabra boludo al arte, entran otros factores que trascienden lo que sería un arte meramente estúpido (en términos de no- inteligente), emocionalmente inexpresivo, o trivial y obvio. Además, muchas de estas cualidades también serían atribuibles a un arte kitsch o a una producción en masa, y no alcanzarían para captar lo que considero un auténtico arte boludo. Es por lo tanto una palabra que, aunque no cubre todo el significado que me gustaría, me es útil porque contiene una plataforma importante. Me servirá hasta que se encuentre una mejor. Diría que la cualidad fundamental de un buen arte boludo es la noemisión –o por lo menos, la emisión minimizada– de información. La obra tiene una presencia innegable, a veces incluso agresiva, pero no dice nada. Es claro que “decir nada” es una noción relativa –toda forma por más vacía que sea tiene un sub-texto que de alguna manera introduce un contenido–, pero “decir nada” aquí quiere decir que la obra no es declarativa, que no tiene un mensaje explícito. La boludez
está en relación inversa a la declaración emitida. En ese sentido una obra formalista es altamente declarativa, aún si su declaración se refiere a sí misma y no a un mensaje exterior. Al ser altamente declarativa, su grado de boludez es relativamente bajo. Es aquí donde probablemente hay que diferenciar entre boludez y gratuidad. La obra gratuita, o “al cohete”, no es necesariamente una obra boluda. La función de la obra boluda es la de estar ahí –hasta cierto punto afirmar su presencia. No es casual que la película de Peter Sellers en inglés llevaba el título de “Being There”, de “estando ahí”. Pero como la afirmación de presencia se puede convertir en una declaración, la formalización de la obra boluda forzosamente tiene que ser modesta. O sea que a pesar de afirmar su presencia, al mismo tiempo también la niega. O como dice Liliana Porter sobre el tema y sugiriendo la obra de Morandi: “El arte boludo bien logrado, sería capaz de ese silencio tan perfecto que nos permitiría, utópicamente, escuchar. Lo boludo sería el espacio de lo contrario”. Queremos entonces producir obras que en última instancia nieguen su propia presencia sin llegar al extremo de la no-existencia. Se trata de crear una obra que funcione en la frontera frágil entre la imbecilidad y la invisibilidad, sin caer ni en una ni en la otra. (…) Aunque suene extraño, el interés del arte boludo está en su naturaleza auténticamente democrática. El arte tal como lo conocemos, al igual que todo intercambio de información, siempre constituye un ejercicio de poder. El emisor posee y administra la información, y luego manipula y controla la atención del receptor. En el arte boludo ideal, la emisión de información no existe. Al igual que el Triángulo de las Bermudas o los agujeros negros de las galaxias, la obra boluda atrae información en lugar de darla. Si hay alguna información emitida, ésta no es más que un reflejo de la información absorbida. En el arte boludo ideal, el observador termina emitiendo energía sin recibir nada a cambio. No hay intercambio, no quedan huellas ni documentación de diálogo entre observador y obra. Negando las normas de intercambio capitalista, no hay recompensa intelectual para el público, no importa si emotiva o hedonística, salvo aquella producida por la propia actividad del espectador. Si se logra una experiencia de lo sublime es solamente porque el espectador la proyectó, no porque el artista la haya creado. En su intento de abolir el poder, el arte boludo no solamente evita la emisión de información de la obra, sino que también trata de lograr la desaparición de la autoría. El observador ya no se enfrenta a la presencia de un artista individualizado sino a una mirada impersonal y vacía. El monólogo del artista, tal como se expresa en la obra tradicional, deja de existir. El artista ofrece su silencio, y si existe algún diálogo, éste se desarrolla entre el monólogo del observador y su eco. Si surge algún aspecto poético, es uno nutrido por el observador. La responsabilidad del esfuerzo creativo es transferida del artista al público. El acto de consumir (como actitud pasiva y estática) deja de tener sentido. hueders H | 13
>>< poesía
Cuadernos de guerra Raúl Zurita este es un poema inédito del nuevo libro de raúl zurita
(1950), gentileza de ediciones tácitas.
Su rota Aurora Desde hace un rato miro las enormes nalgas que suben y bajan cada vez más rápido dejando entrever trozos del miembro que las penetra. De pronto la cara de la mujer se da vuelta cruzada por el color rojo sangre de la aurora, mientras detrás el sonido de los pesados testículos golpeándola resuena con un ritmo perentorio, seco, como los latidos de un corazón. Di con youporn pocos meses atrás y ahora la luz de la pantalla se dibuja como una pequeña ventana en medio de la oscuridad del amanecer. Me recuesto entonces a tu lado como siempre y me preparo para recibirlo como lo recibes tú, en tus glúteos y en tu boca: largo, duro, incontenible. Lo tocas, estiras hacia atrás tu mano palpándolo como si quisieras reacomodar un poco su tamaño al de tu concha pequeña y espesa que se dilata interminablemente mientras el chillido crece y ni tú misma sabes si es tu grito o es el grito del que ahora te coge en vilo hurgándote con los dedos el estrecho orificio... El inmenso falo oscuro eyacula entre las nalgas anchas y blancas inundándolas sin prisa, con espasmos largos, y recuerdo que mamá estaba en la cocina, completamente traspasada, con la boca llena de sangre mirando subir la rota aurora.
Elk nº 2 | Jocko Weyland
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>>< poesía
Canciones oficiales José Angel Cuevas (1944) es uno de los poetas chilenos más influyentes de las últimas décadas. urbano, político, de lengua suelta y abierta, desde los años 70 habla de la historia presente de chile, luego del “ex chile” y las violencias que hemos heredado y reproducimos automáticamente. estos poemas son nuevos y forman parte del libro Estación delirio; están en la última parte de la recopilación Canciones oficiales, recién publicada por udp, que reúne además Treinta poemas del ex poeta José Angel Cuevas, Proyecto de país, Poesía de la comisión liquidadora y Maxim. cuevas
roba, roba José Magnet me dice Roba/ tonto/.Roba. Las AFP Roban/ la Banca Roba y las casas Comerciales/ toda la Villa Esperanza Roba. A mi me Robaron la casa entera. Los lumpen Stgo Centro/ también Roban/ Roban. Pinochet se lo Robó Todo/ los grupos de poder las feministas roban./ No seas tonto Roba/ Roba Te digo. Ya.
53 Habitar el tiempo de la demolición/ pero no el camino del quehacer quizás ya nunca habrá camino/ ni música/ ni señales de tránsito. Pero el sujeto puede libremente armar figuras/ fugacidades vivir los momentos. Ya no estamos en la Época del Padre/ el padre cayó/ rodó. Estamos en la época de la madre/ mala y putona.
poema
Deberá tener una vida de mierda/ mucho juego de armas/ golpes/ malos tratos/ azotes/ palizas/ puñetes/ patadas en el rostro/ vivir inhumanidad/ martirio día a día si es posible regímenes injustos e ilegítimos sobre el territorio corporal/ eso sirve para sentir vértigo/ maldad fácil. El alma lumpen se forma con vitrinas llenas/ y papelillos/ celulares/ juegos tecnológicos y sicopáticos/ hambre/ hambre de tener y ser bacán. Falta de amor y compasión. Haber vivido harta vida nacional. paz-froimovich
Si este barrio llegara a ser Todo Paz-Froimovich no ver nunca más una casa de tejas rojas y balcones jamás una ventana con flores y cortina corrida Oh, si esta ciudad llegara toda a ser Paz-Froimovich con sus masas informes de concreto como una cárcel seca Si todo el País fuera un inmenso Paz-Froimovich/ y campos sin árboles ni ríos sino infinitas moles/ fierros cuadrados nichos chicos. Oh, Paz/ Paz Froimovich.
Elk nº 2 | Jocko Weyland
29 Siguió la borrachera en un local del partido comunista del ex-Chile una caja de vino reanudó el beber con personas pertenecientes a una red de conversación sobre el acto de vivir la vida ¿para qué? se preguntan. No se sabe. El mundo siempre se posa en una mesa de bar. Toma de terreno/ tierra baldía/ territorio mental persona de barba y poncho/ en el periodo privatización sin clase obrera ni campesinado/ la fase Repliegue. Lo que bordea el contorno interno A altas horas de la madrugada. Ya vienen llegando sopas marineras todos empiezan a decir que hay que divertirse Ellos saben Odas Oceánicas. Y gritan ríen de goce/ piden más y más vino blanco verso blanco/ al amanecer todos se levantan Y se van. Como sonámbulos.
poema
sobre cómo se forma un alma lumpen
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>>< autor destacado
El silencio
Gentileza de editorial Sequitur
David Le Breton el antropólogo y sociólogo francés le breton
(1953)
ha investigado intensamente sobre el cuerpo en
nuestra cultura. postula que se ha convertido tanto en algo abolido, un accesorio de la presencia, como en algo imperfecto que se debe controlar y modificar. también se ha interesado en el silencio como elemento perdido, y ha escrito sobre él según varias perspecrivas: la política, la tecnología, el ascetismo, la muerte. aquí presentamos parte del prólogo de su libro
El silencio. Aproximaciones.
aspiración al silencio
El único silencio que conoce la utopía de la comunicación es el de la avería, el del fallo de la máquina, el de la interrupción de la transmisión. Este silencio es más una suspensión de la técnica que la afloración de un mundo interior. El silencio se convierte entonces en un vestigio arqueológico, algo así como un resto todavía no asimilado. Anacrónico en su manifestación, produce malestar y un deseo inmediato de yugularlo, como si de un intruso se tratara. Señala el esfuerzo que aún queda por hacer para que el hombre acceda al fin a la gloriosa categoría del homo communicans. Pero, al mismo tiempo, el silencio resuena como una nostalgia, estimula el deseo de una escucha pausada del murmullo del mundo. El turbión de palabras hace más apetecible aún el sosiego, el goce de poder reflexionar sobre lo que sea y hablar empleando el tiempo preciso para que la conversación avance al ritmo marcado por las propias personas, y se detenga, a la postre, en el rostro del interlocutor. Entonces el silencio, tan contenido como estaba, cobra un valor infinito. Surge entonces la gran tentación de oponer a la profusa “comunicación” de la modernidad, comunicación indiferente al mensaje, la “catarsis del silencio”(Kierkegaard), con la esperanza de poder restaurar así todo el valor de la palabra. Cada vez resulta más difícil entender este mundo que la interminable proliferación de discursos intenta explicar. La palabra que difunde la multitud de medios de comunicación carece de relieve, diluida como está en su propia saturación. Impera a la postre una suerte de melancolía del comunicador, obligado a reiterar un mensaje inconducente, esperando que algún día algún mensaje llegue a tener alguna resonancia. Cuanto más se extiende la comunicación más intensa se hace la aspiración a callarse, aunque sea por un instante, a fin de escuchar el pálpito de las cosas o para reaccionar ante el dolor de un acontecimiento, antes que otro venga a relegarlo, y luego otro, y otro más... en una especie de anulación del pensamiento en un torrente de emociones familiares cuya insistente evanescencia aporta sin duda consuelo, pero acaba ensombreciendo el valor de una palabra que condena al olvido todo lo que enuncia. La saturación de la palabra lleva a la fascinación por el silencio. Kafka lo dice a su manera: “Ahora, las sirenas disponen de un arma todavía más fatídica que su canto: su silencio. Y aunque es difícil imaginar que alguien pueda romper el encanto de su voz, es seguro que el encanto de su silencio siempre pervivirá”. El imperativo de comunicar cuestiona la legitimidad del silencio, al tiempo que erradica cualquier atisbo de interioridad. No deja tiempo para la reflexión ni permite divagar; se impone el deber de la palabra. El pensamiento exige calma, deliberación; la comunicación reclama urgencia, transforma al individuo en un medio de tránsito y lo des16 | H hueders
poja de todas las cualidades que no responden a sus exigencias. En la comunicación, en el sentido moderno del término, no hay lugar para el silencio: hay una urgencia por vomitar palabras, confesiones, ya que la “comunicación” se ofrece como la solución a todas las dificultades personales o sociales. En este contexto, el pecado está en comunicar “mal”; pero más reprobable aún, imperdonable, es callarse. La ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso, y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna del silencio. Más que el ruido, el enemigo declarado del homo communicans, el terreno que debe colonizar, es el silencio, con todo lo que éste implica: interioridad, meditación, distanciamiento respecto a la turbulencia de las cosas −en suma, una ontología que no llega a manifestarse si no se le presta atención. obligación de decirlo “todo”
Los principios de la comunicación moderna se formularon en los años de la posguerra, sobre las ruinas del nazismo y la vitalidad del gulag. Norbert Wiener fue uno de los artífices de ese paradigma que poco a poco ha ido modificando las sociedades occidentales. Wiener define la cibernética como “una ciencia del control y de la comunicación”: su propósito consiste en luchar contra el desorden generado por el hombre y el mundo. En un texto precursor, analizado en profundidad por Philippe Breton (1995), Wiener sostiene que las relaciones entre los componentes de un objeto son más importantes que sus respectivos contenidos. El mundo puede interpretarse en términos de informaciones y comunicación. Ante el peso de la estructura, el significado no es sino secundario, mera consecuencia de la organización. El objeto se hace así transparente, sin profundidad, se manifiesta exclusivamente a través de las relaciones que lo configuran. Para Wiener esta constatación vale tanto para el mundo mecánico como para las sociedades humanas: “información” y “comunicación” son por tanto conceptos esenciales. Wiener, añadiendo a su formulación científica una metafísica de la pérdida gradual de las energías, se atreve a pasar al plano de los valores para sostener que la información se opone al desorden: la comunicación es un remedio contra la entropía que impera en el mundo. Wiener escribe inmediatamente después de la guerra; como dice él mismo “después de Bergen Belsen y de Hiroshima”. Los científicos recibieron en esa época la misión de asegurar el control de las sociedades recurriendo a las máquinas: se trataba de suprimir el poder, especialmente el que ejerce el aparato del Estado, pues nadie sabe en qué manos podrá caer. La maquinaria de la comunicación reduce la entropía oponiendo al desorden la réplica permanente de la información, de la palabra significante. Las ideologías modernas de la comunicación florecen en este trasfondo histórico (olvidado por sus actuales protagonistas): la
memoria del secreto que presidió la shoah, la necesidad de no dejar nunca que se instale el silencio. Pero hay palabras y palabras, silencios y silencios. Los medios de comunicación de masas, al difundir su propia selección de los hechos, remiten todos los demás acontecimientos a la oscuridad. Por otro lado, no hablan necesariamente de lo que puede resultarle fundamental a la gente y suelen dar por esclarecidos muchos hechos sin dejar hablar a los testigos o a las personas más directamente afectadas. Confunden el mundo con su propio discurso. La obligación de decirlo “todo” se diluye en la ilusión de que el “todo” ha sido dicho, aunque sea a costa de dejar sin voz a quienes puedan contar otras cosas o sostener opiniones distintas. Pero hablar no basta, nunca basta, si el otro no tiene tiempo para escuchar, asimilar y responder. el imposible silencio de la comunicación
Elk nº 7 | Jocko Weyland Elk nº 2 | Jocko Weyland
La modernidad trae consigo el ruido. En el mundo retumban sin cesar instrumentos técnicos cuyo uso acompaña nuestra vida personal y colectiva. Pero la palabra tampoco cesa, pronunciada por sus muchos portavoces. No me estoy refiriendo aquí, desde luego, a la palabra que surge −renovada y feliz− en la comunicación diaria con los allegados, los amigos o los desconocidos con los que se entablan relaciones: esta palabra perdura y da cuerpo a la sociabilidad. Se trata de otra palabra, con distinto régimen antropológico: la de los medios de comunicación de masas, la de los teléfonos, los portátiles, etc. Una palabra que prolifera, que no calla nunca y que se arriesga a ya no ser escuchada. Pegajosa y monótona, apuesta por una comunicación basada únicamente en el contacto, poco atenta a la información: le importa, ante todo, poner de manifiesto la continuidad del mundo. Se convierte así, como la música, en un componente ambiental; en un murmullo permanente y sin contenido relevante, importante tan sólo en su forma: su presencia incesante nos recuerda que el mundo sigue, y seguirá, existiendo. La “comunicación”, en cuanto ideología moderna, funciona también como una insistente ratificación de las posiciones −emisores y receptores− de los individuos, delimita, como si de un servicio público se tratara, los espacios en los que pueden sentirse seguros: “Tu estás ahí, existes porque me oyes, y yo existo porque te hablo”. El contenido efectivo del mensaje es a menudo accesorio. De ahí la paradoja, señalada por Philippe Breton, de “una sociedad intensamente comunicante pero escasamente reunida”. Una palabra sin presencia no logra ningún efecto concreto ante el oyente sin rostro. Los medios de comunicación transmiten la sensación de que se dirigen familiarmente a cada uno de nosotros. Son una permanente interrupción del silencio de nuestra vida, sustituyen con su ruido las conversaciones de antaño. Su eterna letanía recuerda que el mundo prosigue su camino, con su rosario de sobresaltos y calmas, y que, por encima de todo, no hay aún muchos motivos para preocuparse por nuestra propia suerte. El drama, la preocupación verdadera, estaría en el silencio de los medios de comunicación, en la avería generalizada de los ordenadores; en definitiva, en un mundo entregado a la palabra de los más próximos y reducido al imperio de nuestro criterio personal. La modernidad ha transformado al hombre en un lugar de tránsito destinado a recoger un mensaje infinito. Imposible no hablar, imposible callarse... como no sea para escuchar. La fuerza significante de la palabra se desacredita o se debilita ante el imperativo de decir, de decirlo todo, para que reine una transparencia impoluta que anule los espacios del secreto, los espacios del silencio. Se trata de darle la vuelta al hombre como si de un guante se tratara, para que todo él se halle presente en su superficie. Por su proliferación técnica, la palabra se hace inaudible, intercambiable, descalifica su mensaje o exige que se le preste una atención especial para poder oírla en el galimatías que la rodea y en la confusión de significados de nuestras sociedades. La disolución mediática del mundo genera un ruido ensordecedor, una equiparación
generalizada de lo banal y lo dramático que anestesia las opiniones y blinda las sensibilidades. El discurso de los medios de comunicación posterga la búsqueda de sentido en favor de una voz incontenida y vacía que jadea su discurso debido a la velocidad de su expresión y de su evanescencia; calla el acontecimiento al mentarlo: un comment-taire [un como-callar] permanente. La hemorragia del discurso nace de la imposible sutura del silencio. Esta comunicación que sin descanso teje sus hilos en las mallas del entramado social no tiene fisuras, se manifiesta con la saturación, no sabe callarse para poder ser escuchada, carece del silencio que podría darle un peso específico, una fuerza. Y la paradoja de este flujo interminable es que considera el silencio como su enemigo declarado: no ha de producirse ningún momento en blanco en la televisión o en la radio, no se puede dejar pasar fraudulentamente un instante de silencio, siempre debe reinar el flujo ininterrumpido de palabras o de músicas, como para conjurar así el miedo a ser por fin escuchado. Esta palabra incesante no tiene réplica, no pertenece al fluir de ninguna conversación: se limita a ocupar espacio sin importarle las respuestas. Claro está, no es siempre monólogo, pero sí suele parecerse a una variante parlanchina del autismo. Lucien Sfez ha propuesto, para caracterizarla, la noción de “tautismo”, recalcando así la dimensión tautológica (la confusión entre el hecho real y su representación) y cerrada del discurso. Sus protagonistas, aunque puedan tener rostros efímeros, son, en definitiva, anónimos e intercambiables: emiten unas palabras que, tanto en su emisión como en su recepción, carecen del calor del mundo; ignoran, por lo tanto, la reciprocidad y el silencio que alimentan cualquier conversación. Palabras sin presencia que no esperan réplica ni pretenden ser escuchadas con atención.
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El privilegio de la tumba
Traducción de Eduardo Rabasa
Mark Twain samuel langhorne clemens, mejor conocido como mark twain, fue autor de una extensísima obra, en la que destacan sus populares
Aventuras de Huckleberry Finn y Tom Sawyer.
este año, la universidad de
california y el mark twain papers project publicaron un libro de material inédito, donde encontramos el siguiente ensayo. con su habitual ironía, twain demuele una de las piedras angulares de la república norteamericana de su tiempo: su preciada libertad de expresión. la considera un privilegio exclusivo de los muertos, quienes pueden expresar sus opiniones impopulares desde el más allá sin temor a las represalias políticas y sociales.
E
l que la ocupa tiene un privilegio del que carece cualquier persona viva: la libertad de expresión. El hombre vivo en realidad no está falto de este privilegio –en sentido estricto–, pero al poseerlo simplemente como vacuo formalismo, y saber que, en realidad no puede ejercerlo, no puede considerarse en serio como una posesión. Como privilegio activo, se cuenta junto con el privilegio de asesinar: podemos ponerlo en práctica si estamos dispuestos a aceptar las consecuencias. El asesinato está prohibido tanto en forma como de hecho; la libertad de expresión es concedida en forma pero prohibida de hecho. Ante la percepción común ambos son crímenes, y todas las naciones civilizadas les guardan un odio profundo. El asesinato se castiga a veces, la libertad de expresión siempre, cuando se ejerce. Que es muy rara vez. No se producen menos de cinco mil asesinatos por una expresión libre (que sea impopular). Esta negativa a emitir opiniones impopulares es justificada: el costo de pronunciarlas es demasiado elevado; puede arruinar a un hombre en su negocio, le puede costar sus amigos, puede someterlo al insulto público y al vilipendio, puede ocasionar el ostracismo de su inocente familia y convertir su hogar en un lugar odiado, no visitado y solitario. Una opinión impopular sobre política o religión yace escondida en el pecho de cada persona; muy a menudo no sólo una sino varias. Entre más inteligente sea el individuo, mayor será la carga de este tipo de opiniones que lleve consigo, y que se guarde para sí. No existe una sola persona –incluidos el lector y yo mismo– que no posea claras y celebradas convicciones impopulares que el sentido común le impida pronunciar. En ocasiones suprimimos una opinión por razones que hablan bien de nosotros, no mal, pero más a menudo suprimimos una opinión impopular porque no podemos permitirnos el amargo costo de enunciarla. A nadie le gusta ser odiado, a nadie le gusta ser rechazado. Un resultado natural de estas condiciones es que, de manera consciente o inconsciente, ponemos más atención para alinear nuestras opiniones con las del vecino y preservar su aprobación, que la que prestamos a examinar las opiniones de manera exhaustiva y asegurarnos de que sean acertadas y sólidas. Esta costumbre produce naturalmente otro resultado: como la opinión pública nace y se cultiva a partir de este plan, en realidad no es ninguna opinión, es simple política; detrás de ella no hay reflexión alguna, ni principios, y no merece ningún respeto. Cuando un programa político completamente nuevo y no probado se presenta ante el pueblo, la gente se pone inquieta, ansiosa, tímida y durante un tiempo se vuelve muda, reservada y no se compromete. No es que la gran mayoría esté estudiando la nueva doctrina y formándose un juicio sobre ella, sino que está esperando ver cuál será
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el veredicto popular. Hace tres cuartos de siglo, cuando comenzó la agitación antiesclavista en el Norte, no encontró simpatizantes. La prensa, el púlpito y casi todo el mundo adoptó una postura de indiferencia. Fue a causa de la timidez, del miedo a expresarse y a ser detestable, y no de una aprobación de la esclavitud o falta de compasión por el esclavo; todas las naciones, como el estado de Virginia y yo mismo, no son excepciones a esta regla; nos unimos a la Confederación no porque quisiéramos, porque en realidad no queríamos, sino porque queríamos estar dentro de la corriente. Tan sólo es una ley de la naturaleza y la obedecimos. Es el deseo de pertenecer a la corriente lo que hace que los partidos políticos sean exitosos. No hay algún motivo superior –en la mayoría de los casos–, excepto en aquellos en los que la adhesión a un partido proviene de que el padre de uno era miembro. El ciudadano promedio no estudia las doctrinas partidistas, y con toda razón: ni él ni yo podríamos comprenderlas jamás. Si se le pidiera que explicara –de manera inteligible– por qué prefiere alguno de los patrones monetarios al otro, su esfuerzo sería vergonzoso. Lo mismo con los aranceles. Es igual con cualquier otra gran doctrina política; ello porque los problemas difíciles abundan en todas las grandes doctrinas políticas –problemas que están muy fuera del alcance del ciudadano promedio. Y no resulta sorprendente, ya que también están fuera del alcance de algunas de las mentes más lúcidas de la nación; a pesar de todo el alboroto y lo que se dice, no se ha demostrado de manera concluyente que alguna de esas doctrinas sea la adecuada y la mejor. Cuando un hombre se une a un partido, lo más probable es que permanezca en él. Si cambia de opinión –quiero decir, de sentimientos–, lo más probable es que se quede ahí de todas maneras; sus amigos pertenecen a ese partido, por lo que se guardará para sí mismo su sentimiento modificado y hacia fuera manifestará el que en privado rechaza. En esos términos es que puede ejercer su privilegio norteamericano de libertad de expresión, pero en ningunos otros. Estos desdichados se encuentran en ambos partidos, pero no podemos adivinar en qué proporciones. Por lo tanto, jamás sabremos qué partido en realidad fue apoyado por la mayoría en una elección. La libertad de expresión es el privilegio de los muertos, el monopolio de los muertos. Pueden expresar sus ideas con honestidad sin ofender. Somos compasivos con lo que manifiestan los muertos. Quizá no estamos de acuerdo, pero no los insultamos, no los injuriamos, puesto que sabemos que ya no pueden defenderse. Si pudieran hablar, ¡qué revelaciones habría! Ya que encontraríamos que en cuestiones de opinión ningún finado era exactamente lo que aparentaba en vida; que por miedo, o por un sabio cálculo, o por su reticencia a herir a sus amigos, se guardó para sí mismo algunos puntos de vista que este
dos, cuando hemos echado montón en asambleas e insultado a los oradores. Y en especial lo siento cada una o dos semanas, cuando quiero publicar algo que una fina discreción me dice que no debo. En ocasiones mis sentimientos están tan inflamados que necesito tomar una pluma y verterlos sobre papel para impedir que me calcinen por dentro; entonces toda esa tinta y esfuerzo se desperdician, porque no puedo publicar el resultado. Recién terminé un artículo de este tipo, y me satisfizo por completo. Le hace bien a mi maltrecha alma leerlo, y le permite contemplar los problemas que me traería a mí y a mi familia. Lo dejaré atrás y lo pronunciaré desde la tumba. Ahí sí hay libertad de expresión, y ningún perjuicio para la familia.
Elk nº 16 | Jocko Weyland
pequeño mundo no sospechaba, y que se los llevó a la tumba sin pronunciarlos. Y esto conduciría a los vivos a una dolorosa y arrepentida comprensión del hecho de que ellos están teñidos por la misma brocha. Se darían cuenta de que en el fondo ellos, y naciones enteras también, en realidad no son lo que parecen, y nunca lo serán. Es difícil encontrar a alguien que no quisiera revelar estos secretos; sabemos que no podemos hacerlo en vida, así que, ¿por qué no hacerlo desde la tumba y obtener esa satisfacción? ¿Por qué no escribir estas cosas en nuestros diarios, en vez de hacerlas a un lado con discreción? ¿Por qué no las plasmamos y dejamos los diarios detrás, para que nuestros amigos los lean? La libertad de expresión es una cuestión deseable. Lo sentí en Londres, hace cinco años, cuando los simpatizantes de los boer –hombres respetables, que pagan sus impuestos, buenos ciudadanos y con tanto derecho a sus opiniones como cualesquiera otros– fueron linchados en sus reuniones, y sus oradores maltratados y bajados del estrado por otros ciudadanos que diferían de sus opiniones. Lo he sentido también en Estados Uni-
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Angustia Graciliano Ramos Angustia
es considerada una de las novelas clave de la literatura brasileña contemporánea. su autor,
graciliano ramos
(1892-1953),
retrató a la burocracia y la burguesía arribista y estúpida, además de
indagar en las relaciones de poder y dominación, la obsesión voyerista y la prostitución del lenguaje. “la palabra no fue hecha para embellecer o brillar como oro falso. la palabra fue hecha para decir”, afirmó. así comienza una de sus grandes obras, editada por páramo.
M
e levanté hace ya casi treinta días, pero me parece que todavía no estoy completamente restablecido. De las visiones que me perseguían en aquellas largas noches, algunas sombras permanecen, sombras que se mezclan con la realidad y me producen estremecimientos. Hay seres que no soporto. Los vagabundos, por ejemplo. Me parece que se agigantan, y al acercarse, no van a pedir limosna: van a gritar, a exigir, a quitarme algo. Ciertos lugares que me gustaban se me han vuelto odiosos. Paso frente a una librería, miro con disgusto los escaparates, tengo la sensación de que allí lo que hay es gente exhibiendo títulos y precios en los rostros, vendiéndose. Es una especie de prostitución. Un tipo llega, observa, encogiendo los hombros o sonriendo, a aquellos desconocidos que se amontonan detrás del cristal. Otro lanza un opinión al descuido. Tontos escuchan, salen. Y los autores, resignados, muestran letras y signos, ofreciéndose como las mujeres de la calle de la Lama. Vivo agitado, lleno de terrores, con un temblor en las manos que enflaquecieron. Las manos ya no son mías, son manos de viejo, secas e inútiles. Las grietas de las palmas cicatrizaron. Imposible trabajar. Me dan una tarea, un informe para dactilografiar, en la oficina. Hasta las diez líneas voy bien. De ahí en adelante la cara fofa de Julián Tavares aparece por encima del original y mis dedos encuentran en el teclado una resistencia blanda de carne gorda. Y entonces viene el error. Trato de vencer la obsesión, me empecino en uno usar la goma. Concluyo el trabajo pero la resma queda muy reducida. De noche cierro las puertas, me siento en el comedor, la muñeca
cansada inmóvil, el pensamiento vago, alejado del artículo que me pidieron para el diario. Victoria rezonga en la cocina, ratones hambrientos remueven latas en el desorden del aparador, automóviles roncan en la calle. En dos horas escribo una palabra: Marina. Después, aprovechando letras de este nombre, compongo cosas absurdas: ar, mar, rima, arma, ira, amar. Unas veinte palabras. Cuando no consigo formar combinaciones nuevas, trazo garabatos que representan una espada, una lira, una cabeza de mujer y otros disparates. Pienso en individuos y en objetos que no tienen nada que ver los dibujos: procesos, presupuestos, el director, el secretario, políticos, gente acomodada que me desprecia porque soy un pobre diablo. Bestias. Pasan días enteros cuchicheando en los cafés, haraganeando, indecentes. Cuando veo esos grupos me encojo, me pego a las paredes como un ratón asustado. Como un ratón, exactamente. Huyo de los comerciantes que lanzan enormes carcajadas, discuten de política y de putas. No puedo pagar el alquiler de la casa. El doctor Gouveia me acosa con recibos de cobros inútiles, pero el doctor Gouveia no lo comprende. Está también el hombre de la luz, el Moisés de los préstamos y un pagaré de quinientos mil réis, ya renovado. Y cosas peores, mucho peores. El artículo que me pidieron se aleja del papel. Es verdad que tengo el cigarrillo y tengo el alcohol, pero cuando bebo mucho o fumo demasiado, mi tristeza aumenta. Tristeza y rabia. Ar, mar, ría, arma, ira. Entretenimiento estúpido. El doctor Gouveia es un monstruo. escribió, en el quinto curso, dos hueders H | 19
Si pudiera abandonaría todo y recomenzaría mis viajes. Esta vida monótona, atada a la oficina desde las nueve al mediodía, y desde las dos a las cinco, es estúpida. Vida de molusco. Estúpida. Cuando la oficina cierra, me arrastro hasta el reloj oficial, y me meto en cualquier autobús de Ponta da Terra. ¿Qué estará haciendo Marina? Trato de apartar de mí a esa criatura. Un viaje, borrachera, suicidio… Pienso en mi cadáver, flaquísimo, mostrando los dientes, los ojos como dos jabuticabas sin cáscara, los dedos negros del cigarro cruzados sobre el pecho hundido. Los conocidos dirán que yo era un buen tipo, y conducirán hasta el cementerio, en un cajón barato, mi esqueleto semiagusanado. Mientras cojan y suelten las asas, turnándose en el menester piadoso e inoportuno de cargar un muerto pobre, procurarán saber quién será mi sustituto en la Dirección de Hacienda.
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columnas que publicó, pagando, en la sección libre de un diario mediocre. Puso ese trabajito en un marco dorado y lo clavó en la pared, arriba del bureau. Está lleno de errores y de pasteles. Pero doctor Gouveia no los advierte. Su espíritu carece de ambiciones. El doctor Gouveia solamente se ocupa de lo temporal: la renta de las propiedades y el dinero que el erario le paga. No consigo escribir. Dinero y propiedades, que me provocan siempre deseos violentos de mortandad y otras destrucciones, las dos columnas mal escritas, cuadrito, doctor Gouveia, Moisés, el hombre de la luz, comerciantes, políticos, director y secretario, todo se mueve en mi cabeza, como una multitud de gusanos, encima de una cosa amarilla, gorda y fea, que es, fijándose bien, la cara blancuzca de Julián Tavares, muy aumentada. Esas sombras se arrastran con lentitud viscosa, entremezclándose, formando un ovillo confuso. Al final desaparece todo. Y completamente vacío, me quedo largo rato ocupado en trazar palabras y dibujos. ensancho las líneas, suprimo las curvas, hasta que dejo en el papel algunos borrones apretados, unos rebordes muy negros.
La figura en la alfombra Henry James
–N
o acabo de ver cómo se lo podría explicar –me dijo–, pero fue precisamente el hecho de que su reseña de mi libro tuviera un punto de inteligencia, fue de hecho su excepcional agudeza, lo que dio lugar al sentimiento –algo que, por favor créame, arrastro desde hace mucho tiempo– bajo cuya momentánea influencia salieron de mí cuando hablaba con aquella buena señora las palabras que naturalmente le han dejado resentido. No suelo leer las cosas que salen en los periódicos a no ser que, como ocurrió con esta, alguien me las arroje a la cara: ¡el que lo hace siempre es tu mejor amigo! Pero antes, hace diez años, acostumbraba a leerlas. Y me atrevería a decir que en general eran mucho más estúpidas en aquellos tiempos; de todos modos siempre me asombró que, con una perfección tan admirable cuando me daban golpecitos a la espalda como cuando me pegaban una patada en la espinilla, siempre se les escapara ese pequeño detalle que caracteriza mis libros. Cada vez que, por una razón u otra, he vuelto a leer una crítica siempre me ha parecido que seguían disparando a discreción, aunque con una deliciosa falta de puntería. Tampoco usted acierta, querido amigo, pese a su inimitable aplomo; que usted sea increíblemente listo y que su artículo sea increíblemente bello no cambia las cosas ni un ápice. ¡Es sobre todo al pensar en ustedes, los jóvenes que van subiendo –rió Vereker–, cuando más consciente soy de mi fracaso! Lo escuchaba con un interés entusiasta, tanto más intenso a medida que avanzaba su explicación. –Fracasar usted…, ¡cielos! ¿Cuál es entonces ese «pequeño detalle» que le caracteriza? –¿Será posible que después de tanto tiempo y tanto trabajo sea necesario que se lo diga yo? En esta reproche amistoso, jocosamente exagerado, había algo que,
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como joven que buscaba ardientemente la verdad, me hizo enrojecer hasta la raíz del cabello. Sigo tan sumido en la oscuridad como entonces, aunque en cierto sentido el tiempo me ha permitido acostumbrarme a mi estupidez; en aquel momento, sin embargo, el tono alegre que usó Vereker hizo que me viera a mí mismo como un zopenco todavía muy verde, opinión que, estoy seguro, también tenía Vereker sobre mí. Estaba a punto de exclamar «¡Oh, por favor, no me lo diga: por mi honor, por el honor de la literatura, no lo haga!», cuando él continuó, mostrando que había leído mi pensamiento y que ya se había hecho su idea de las probabilidades que teníamos de alcanzar algún día la redención: –Cuando digo lo de «mi pequeño detalle» me refiero –¿cómo lo podría expresar?– a aquello que me ha llevado, por encima de todo lo demás, a escribir mis libros. ¿No hay acaso para todo escritor algo especial, un motivo, aquello que, por encima de todo lo demás, le hace esmerarse, aquello que si se pudiera conseguir sin esfuerzo dejaría de ser el acicate sin el cual no escribiría, la pasión misma de su pasión, ese aspecto del oficio donde, para él, arde con mayor intensidad la llama del arte? Bien, ¡pues eso es! Pensé durante un momento en lo que me estaba diciendo; o más bien, le fui siguiendo desde una respetuosa distancia, casi jadeando. Me sentía fascinado; no tenía motivos, se me podría decir. Pero aun así no iba a permitirle que me hiciera bajar la guardia: –Su descripción es verdaderamente bella, pero lo cierto es que no ilumina muy claramente lo que usted describe. –Le prometo que, por poco que usted intuyera aquello a lo que me refiero, le parecería claro. Vi que el encanto del tema que discutíamos estaba tan lleno de emociones desbordantes para mi compañero como para mí.
–En cualquier caso –continuó– puedo hablar de lo que a mí me pasa: hay en mi obra una idea sin la cual toda mi tarea me hubiera importado un comino. No existe intención que la supere en belleza y plenitud, y su aplicación ha sido, creo, un éxito de paciencia y de habilidad. Debería dejar que fuera otro quien lo dijera; pero de lo que estamos hablando aquí precisamente es de que no hay nadie que lo diga. Este pequeño truco mío se encuentra en cada uno de mis libros y todo lo demás no hace relativamente sino jugar sobre su superficie. Quizá algún día el orden, la forma, la textura de mis libros constituirán para los iniciados una representación completa de ese detalle. Pero eso es precisamente lo que al crítico le compete buscar. Y aún diría más –añadió sonriendo mi visitante–: es eso lo que al crítico le compete hallar. Aquello parecía verdaderamente una gran responsabilidad: –¿Y usted lo llama un pequeño truco? –Solo porque soy modesto. En realidad se trata de un plan de lo más exquisito. –¿Y usted sostiene que ha logrado culminar este plan? –El haberlo culminado, de hecho, es lo único en esta vida que me hace albergar una cierta buena opinión de mí mismo. Hice una pausa. –¿No cree usted que debería, aunque solo fuera un poquito, ayudar al crítico? –¿Ayudarle? ¿Acaso he hecho otra cosa con cada trazo de mi pluma? ¡Les he estado gritando mi intención a sus grandes e inexpresivos rostros! Al decir esto, volviéndose a reír, Vereker posó su mano en mi hombro para mostrar que la alusión no se refería a mi aspecto personal. –Pero usted habla de los iniciados. Debe por lo tanto de haber una iniciación, ¿no? –¿Y qué otra cosa, en nombre del cielo, se supone que tiene que ser la crítica? Me temo que también quedé azorado al oír esto; pero logré protegerme insistiendo en que en su descripción del tesoro escondido que había en sus libros echaba de menos uno de esos datos que permiten conocer las cosas al hombre corriente.
–Esto le pasa simplemente porque usted no ha llegado nunca a vislumbrarlo –replicó–. Si usted hubiese llegado a captar el elemento en cuestión, ese detalle se hubiera convertido pronto en casi lo único visible. Para mí es exactamente tan palpable como el mármol de esta chimenea. Además, el crítico no es exactamente un hombre corriente: si lo fuera, ¿dígame, por Dios, qué derecho tendría para entrar en el jardín de su vecino? Tampoco usted tiene nada que ver con un hombre corriente, y la verdadera raison d’être de todos ustedes es que no son más que unos diablillos de la sutileza. Si lo mío es un secreto, lo es solamente porque es un secreto a pesar suyo: me sorprende, pero lo que ha ocurrido lo ha convertido en secreto. No solamente no tomé nunca la más mínima precaución para mantenerlo en ese estado, sino que ni siquiera soñé que tal accidente pudiera ocurrir. De haberlo presentido me hubieran faltado ánimos para proseguir. Pero se produjo de tal forma que solo llegué a comprenderlo poco a poco, y para entonces mi obra ya estaba acabada. –¿Y ahora le gusta mucho? –me arriesgué a decir. –¿Mi obra? –Su secreto. Es lo mismo. –¡Que usted haga esta deducción –contestó Vereker– demuestra que usted es tan listo como yo creía! Esto me animó a señalar que sin duda le resultaría doloroso separarse de aquello, y él confesó que verdaderamente se había convertido para él en la gran diversión de su vida: –Vivo casi solamente para ver si mi secreto será detectado algún día –me miró como desafiándome en broma; algo muy lejano pareció aflorar a sus ojos–. Pero no tengo por qué preocuparme: ¡nadie lo detectará! –Me incita usted como nadie lo había hecho jamás –declaré–. Me fuerza a lograrlo o morir. –Después le pregunté–: ¿Se trata de algún tipo de mensaje esotérico? Al oír esto su semblante decayó. Adelantó su mano como para darme las buenas noches y dijo: –¡Ah, querido amigo mío, es algo que el barato lenguaje de los periódicos no puede describir! Gentileza de editorial Impedimenta. Traducción de Enrique Murillo, introducción de Antoni Marí. 2008, 120 páginas.
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>>< Gentileza de editorial Periférica.
La polilla y la herrumbre Mary Cholmondeley mary cholmondeley fue una de las escritoras más representativas e importantes del movimiento feminista new woman. henry james, su amigo, admiró su literatura y calificó sus relatos resueltos «con un magnífico efecto final, nítido como un disparo».
La polilla y la herrumbre, nunca antes traducida al castellano, tiene, entre otras cosas, referencias casi abiertas a dicha amistad. el libro es también un compendio de ironía alrededor del amor y las clases sociales. o, como dijo cyril connolly, trata sobre «el dinero y la estupidez».
L
a madre de Janet había muerto cuando ésta empezaba a dar sus primeros pasos. En la historia natural de las heroínas puede apreciarse que sus madres mueren casi invariablemente cuando las heroínas a las que dieron a luz están empezando a andar. ¿Acaso Di Vernon, Evelina, Jane Eyre, Diana de Crossways o Aurora Leigh tuvieron madre? Nuestra querida Elizabeth Bennett tuvo una madre a la que, sin duda, no olvidaremos con facilidad; pero Elizabeth es una excepción. Ella únicamente confirma la existencia de la regla para la mayoría de heroínas. A veces tienen padre, por lo general de un temperamento débil y cruel, que nunca sirve de nada para sacar a su hija de los enredos que enseguida le acechan. Y de vez en cuando tienen hermanos caballerosos o de dudosa reputación. Así pues, con una moderada confianza en las aptitudes de mi heroína la presento ahora al lector desprovista de sus progenitores y domiciliada bajo el techo de un hermano cuya reputación no era dudosa tan sólo en la imaginación de la señora Trefusis, sino que, dado que odio las medias tintas, era mala de verdad. Si Janet hubiera sido una persona introspectiva, si se hubiera preguntado alguna vez de dónde procedía y hacia dónde se dirigía, si la crueldad de la vida y la naturaleza se hubieran impuesto alguna vez sin previo aviso, si la aparente parcialidad de este bonito mundo le hubiera arredrado en alguna ocasión, creo que habría sido una mujer muy infeliz. El ambiente en que se desenvolvía era vulgar, ordinario, sin un redentor destello de cultura, siquiera en sus formas más crudas, sin una chispa de cariño refinado. Sin embargo, su vida se desarrolló blanca y limpia en ese ambiente, del mismo modo que un jacinto erige su fragante espiga en la ventana de una taberna, en una atmósfera viciada de humo, cerveza y alcohol. Janet era independiente como un jacinto. Se desplegaba desde su interior. No planteaba preguntas a la vida. Era evidente que había gozado de una existencia feliz y satisfecha; una existencia transcurrida en gran medida al aire libre, en la que todo lo que se había exigido de ella eran obligaciones apacibles, prácticas que estaban perfectamente a su alcance. Su hermano Fred, algunos años mayor que ella, poseía un rasgo que compensaba todos los demás: le tenía mucho cariño a Ja22 | H hueders
net y estaba muy orgulloso de ella. No la comprendía, pero era lo que él denominaba «una buena persona». Janet era una de esas mujeres dichosas cuyo número parece menguar al tiempo que aumenta dolorosamente el de sus hermanas irritadas; una de esas mujeres que no plantean grandes exigencias a la vida ni a su prójimo. Aceptaba ambas cosas tal como se le presentaran. Su dignidad y su integridad le pertenecían únicamente a ella, como también la sencilla religión que profesaba con los ojos cerrados. Esperaba poco de los demás, y no exigía nada. Había tenido, como es lógico, multitud de admiradores. Quería casarse y tener niños; muchos niños. En su pausada y reiterativa imaginación tenía nombres preparados para una descendencia de hasta diez. Pero hasta que apareció George siempre había dicho «no». Cuando su hermano le preguntaba con insistencia por qué había rechazado algún partido significativamente bueno, como el señor Gorst, el próspero adiestrador, ella nunca podía aducir ninguna razón adecuada, y acababa diciendo al fin que era muy feliz como estaba. Después apareció George, un tipo de hombre distinto de todos los que había conocido; al menos, diferente de cualquiera de los de su misma clase que la hubiera pedido en matrimonio. Para ella, él representaba todo aquello que no existía en su entorno: refinamiento, cultura. Ignoro lo que Janet pudiera haber entendido por cultura, pero años más tarde, cuando escogía palabras como «cultura» o «perfeccionamiento» y las esparcía en su conversación, me dijo que para ella George representaba todas esas maravillas. Y era, además, un poco más honesto que los hombres de negocios con los que ella lo asociaba, mucho más honesto que su hermano. Después de todo, quizá eso fue lo primero que le atrajo de él. Janet era también honesta. Se enamoró de George. «L’amour est une source naïve». Y el corazón de Janet era un manantial verdaderamente inocente, aunque manara desde una considerable profundidad; un manantial que ni siquiera se contaminaría con el exorbitante placer que experimentaba su hermano ante el compromiso, ni con las felicitaciones que le brindaba por el sabio acierto de su anterior negativa categórica al idóneo señor Gorst. —Esto lo supera todo —dijo él—; jamás pensé que lo
consiguieras, Janet. Creí que era un pez demasiado grande para que lo sacaras del agua. Y pensar que gobernarás Easthope Park. Janet no sufría la menor perturbación por los comentarios de su hermano. Estaba acostumbrada a ellos. Él siempre hablaba así. Ella se imaginó vagamente que algún día «gobernaría» Easthope. La expresión no le ofendía. El reflejo en su mente era: «George debe de amarme mucho para haberme escogido, cualquiera de las más espléndidas damas del contorno se alegraría de tenerlo». Y ahora, mientras caminaba esta tarde de domingo por los espaciosos y apacibles jardines de Easthope, sentía que su copa rebosaba. Miraba con tímida adoración a su prometido George desde debajo del ala de su sombrero nuevo, de colores intensos, y le respondía en voz baja cuando él hablaba. George no era un gran conversador. Se confiaba principalmente a alguna exclamación ocasional, a cuya comprensión contribuía señalando con una vara. A poca distancia, una nidada de perdices corrió a la par a través del ondulado césped. —Alegres pillastres —dijo George con su vara explicativa. A ella le gustaban más las flores, pero a él no, de modo que la llevó hasta el estanque que había bajo la rosaleda, donde el arroyo impaciente corría a través de un enrejado que conformaba una pequeña prisión para el agua, en la que se podían apreciar los movimientos de unos personajes solemnes y corpulentos. —¿Los ves? —dijo George señalando, como siempre. —Sí —dijo Janet. —Ése es de kilo y medio.
—Sí. Aquello fue todo lo que les dijo el arroyo. Ella se entretuvo un poco más en la rosaleda cuando él quiso hacerla avanzar hacia los hurones, y George, esforzándose para que no protestara, sacó su navaja y escogió para ella una rosa. ¿Realmente ha existido alguna mujer que no haya permanecido en silencio junto a su amado, contemplando cómo él, bajo el sol de junio, escoge para ella una rosa roja que no es igual a las demás rosas, sino la rosa de las declaraciones? Entre todas las rosas del mundo, ¿habría rozado precisamente aquélla los ropajes de Dios mientras Él caminaba en su paraíso bajo el frescor del atardecer? ¿Y alcanzaría el amor divino encerrado en ella al humano amor de los dos amantes para fundirlos consigo durante un segundo? —Tú eres mi rosa —dijo George, y la rodeó con el brazo para atraerla hacia sí con una ternura tosca. —Sí —dijo Janet sin saber a qué decía «sí», pero asintiendo distraída a todo lo que él decía. Y se apoyaron juntos en el reloj de sol, la mejilla delicada contra la mejilla curtida, la mano suave tomada por la mano áspera. ¿Hay algo más trillado en la vida que dos amantes y una rosa? ¿Acaso no hemos visto ese conjunto retratado en los pastilleros y en los envoltorios de las ciruelas francesas? Y, sin embargo, ¿qué continúa pareciendo vulgar una vez que el amor, simplemente, lo acaricia a su paso? Dejemos que la memoria abra su gastado libro de ilustraciones, allá por donde se abra, y nos dé una respuesta.
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La segunda mano, la nueva novela de Germán Marín
Una médium transcribe la historia de Patria y Libertad, y Germán Marín nos la hace llegar en esta novela donde están presentes la lucha y violencia de esos años.
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>>< reseña
Sicoseo musical
Vicente Undurraga (1981), licenciado en literatura, es editor de cultura de The Clinic y director de ediciones Bordura.
Vicente Undurraga
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scrito “sin menoscabo del respeto por lo espiritual”, Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro es una nueva y efectiva vuelta de tuerca a lo que el neurólogo inglés Oliver Sacks (1933) viene haciendo desde los años 60: la búsqueda, o a estas alturas más bien el asentamiento y la profundización, de una “ciencia romántica” –la acepción es del neurobiólogo ruso Alexander Luria. Y cuando Sacks reivindica tal cosa como una ciencia romántica lo que busca es sustentar una escritura en la que se intersecten “hechos y fábulas”, sumándose, en vez de restarse, el científico con el romántico. Mejor que nadie lo dice el mismo Sacks en el prefacio a su libro más conocido, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero: “Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento”. Y, efectivamente, los historiales que lleva publicando por décadas no obvian al sujeto, no pasan por alto al individuo, sino que, al contrario, lo relevan, lo sitúan en el centro del pensamiento médico, subvirtiendo la tendencia de los relatos clínicos modernos “que aluden al sujeto con una frase rápida que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano”. Con sus incontables historias de individuos concretos, ofrecidas en vez de descripciones de la especie o tipologías anónimas, vuelve Sacks, como ocurría en la literatura médica que admira del siglo XIX (y la del “maestro Freud” en el XX), a no olvidarse de lo particular, entendiendo que la mejor, sino la única, manera de conocer y entender a la humanidad es mirando a los seres humanos. Y todo esto lo hace Sacks con máximo rigor científico y con claridad y amenidad e incluso, si se tercia –como en Con una sola pierna– oficiándolas sin pudores de confesor impenitente. Al cruzar los métodos de observación y análisis propios de la ciencia neurológica con una escritura y una indagación de lo individual propia de las artes y las humanidades, Sacks se abre paso por tierra fértil para la buena literatura, fértil cuando hay, como en su caso, inteligencia, generosidad, gracia y una buena dosis de obsesión y de humor. Dicho de otro modo, no se sobregiró Auden cuando, poco antes de morir, dijo de Migraña –el primer libro de Sacks, publicado en 1970– que era una “obra maestra”. De manera tan inespecífica como la memoria era el común denominador en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, la música lo es en Musicofilia, libro que muestra cómo un golpe, un accidente, un tumor, un rayo o cualquier atentado al equilibrio neurológico del ser humano puede cambiar, de una vez y para siempre, y para bien o para mal, su carácter, su personalidad, su habla, su trabajo, todo, su vida entera algunas veces, su familia, su paz, su sexualidad. La edición que publica Anagrama incluye las adendas que hizo Sacks en la segunda edición, incorporando correspondencia de lectores, críticas, nuevas informaciones aparecidas. El libro está dividido en cuatro partes que completan 29 relatos, pero en realidad son muchos más, pues –y en esto confiesa inspirarse en Las mil y una noches– en cada relato Sacks intercala varios más, ya sea como notas al pie, comentarios, paréntesis, contrapuntos o posdatas. Se suceden, así, entre otros cuadros, alucinaciones musicales, llamati-
vos tics sonoros, fobias repentinas a tales o cuales sonidos, amusias y padecimientos de músicas pegajosas –jingles del carajo, “gusanos cerebrales”– que poseen e irritan y avergüenzan. Además, Sacks cada tanto se introvierte para dar cuenta de sus propias vivencias pelacables con la música. Como título Musicofilia parece equívoco, toda vez que este libro también hubiera podido llamarse Musicofobia: no es principalmente de amor a la música de lo que se trata todo esto, sino del terror a ella que se apodera, de las maneras más insospechadas y crueles, de los pacientes, a cada uno de los cuales Sacks atendió personalmente en los hospitales y centros en los que trabaja. Profesor de neurología clínica y psiquiatría en la Universidad de Columbia, Sacks tiene una densa cultura humanista, musical y especialmente literaria, lo cual se nota en éste y en todos sus libros, pero cómodamente, sin asomo de pedantería y siempre con gran pertinencia. Es lo que pasa, por ejemplo, cuando ilustra y ameniza lo que va contando con citas o anécdotas de Mark Twain, de Somerset Maugham, de Eliot, de Nabokov. Como casi todos los libros de Sacks publicados en español, Musicofilia tiene relatos prescindibles, por repetitivos o por adivinables. Pero son minoría frente a los muchos que son memorables. Se podría hacer, y el resultado sería una maravilla, una antología con los mejores relatos de Sacks, entre los que no podrían faltar “La dama descarnada”, de El hombre que confundió…; “Vida de un cirujano”, de Un antropólogo en Marte; un lote grande del alucinante Despertares; y, de Musicofilia, “Todos juntos”, “Dedos fantasmas” y “Un acontecimiento inesperado”, este último el sorprendente caso de Tony Cicoria, un deportista y cirujano ortopédico que, tres semanas después de recibir un rayo en la cabeza, se convierte, de la nada, en un pianista compulsivo, bastante talentoso según el examen de una musicóloga, y muy apasionado, tanto que su mujer termina por pedirle el divorcio. Musicofilia, en suma, es un empadronamiento, chistoso y dramático a partes iguales, del incierto mundo de la mente humana y sus anomias y sicoseos musicales, un libro que refrenda la existencia de un misterio cuyo perturbador alcance dejó indicado Thomas Bernhard en sus conversaciones con Krista Fleischmann: “Al parecer todos morimos con música en la cabeza, me lo dijeron una vez. Cuando todo ha desaparecido ya –inteligencia, personas, recuerdos–, siempre sigue habiendo música en ella”.
• FICHA Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro Oliver Sacks Anagrama, 2009 464 páginas
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>>< reseña
• FICHA El sendero en el bosque Adalbert Stifter Impedimenta 160 páginas
Andrea Kottow (1975) es profesora asociada del Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y autora del libro Der kranke Mann. Medizin und Geschlecht in der Literatur um 1900 (El hombre enfermo. Medicina y género en la literatura alrededor del 1900), Campus Verlag, 2006.
La necedad romántica como neurosis obsesiva Andrea Kottow
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pañía de la joven, deleitándose ésta con las extrañezas de Kneight, pero reconociendo en él su esencial bondad. Será recién al año siguiente, en el que Kneight repite la estadía veraniega en el balneario, cuando acepta su inclinación por María y pide casarse con ella. El final de la novela festeja la transformación del personaje principal quien, siguiendo el modelo de la novela de formación (Bildungsroman), se reconcilia con la simpleza de la vida: supera su necedad, forma una familia y deja atrás sus excentricidades. Volviendo a la pregunta acerca de la contemporaneidad del texto, habría que leer la necedad de Kneight en diálogo con modelos culturales más recientes. Tres de los grandes admiradores de Stifter son intelectuales centrales de fin del siglo XIX: Friedrich Nietzsche, Karl Krauss y Thomas Mann. La necedad romántica descrita por Stifter es leída por ellos a través de la decadencia finisecular, igualmente fructífera para cuestionar los valores burgueses. Las frutillas recogidas por la sencilla María en Stifter se convertirán en las frutillas podridas portadoras del cólera que ingiere Gustav von Aschenbach, aquel escritor que se pierde en los miasmas enfermizos de la decadente Venecia. Enamorado de la belleza deslumbrante del adolescente Tadzio, el personaje de La muerte en Venecia de Mann muere por ceder ante la tentación de la fruta infectada. La superación de la necedad por la vía romántica de la reconciliación con el amor y la naturaleza se ha hecho ya imposible, sucumbiendo el prototípico neurasténico finisecular a la decadencia. Este riesgo está claramente anunciado en el modelo romántico. Y es posible seguir más allá: de la necedad romántica a la decadencia de finales de siglo sólo hay un pequeño paso adicional a la neurosis moderna. Leída así, la novela de Stifter relata la historia de un neurótico, cuyas fijaciones obsesivas son reconocidas por el médico como problema sexual. Sería, de este modo, el principio represivo el que estructura toda la narración y que, una vez reconocido y solucionado, permite su superación, al modo freudiano.
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uánto de la excentricidad y melancolía que caracterizan a los escritos del Romanticismo alemán son hoy, en nuestra exacerbada modernidad, aún contemporáneas y soportables? ¿Puede reconocerse el sujeto de hoy en día en aquellos atormentados personajes que poblaron desde las tempranas obras del Sturm und Drang, hasta las de los románticos tardíos en las que se inscriben las narraciones de Adalbert Stifter? El sendero en el bosque de Stifter despliega, con la ironía propia de la escritura del Romanticismo tardío, estrategias narrativas cuya resistencia al tiempo transcurrido desde su primera publicación en 1845 puede ser cuestionada, pero que a un lector atento y sensible develará su al menos fragmentaria actualidad. El texto cuenta la historia del extraño Theodor Kneight, nominado por todos Tiburius Kneight, sobrenombre nacido de un inocente juego de palabras de un tío del protagonista. La sustitución del nombre y el consecuente desplazamiento de una identidad estable convoca uno de los tópicos recurrentes de Stifter: el necio. Surgido en el medioevo, la figura del necio cuenta con una rica tradición en arte y literatura; abarca desde el personaje bufonesco que esconde la verdad detrás de una máscara humorística hasta los desvaríos mentales que amenazan con la victoria de la locura sobre la razón. La necedad de Tiburius Kneight es signo de una excentricidad que lo sitúa en los márgenes de la sociedad burguesa. Aún en sus años mozos pierde padre y madre, heredando una importante fortuna, que le permite no trabajar y seguir según sus ánimos cambiantes diferentes inclinaciones artísticas. Esta libertad, en un principio fuente de gran goce y placer, irá sumiendo a Kneight en un estado de creciente nerviosismo hipocondríaco que lo impulsa a buscar alivio en un médico naturalista. Desechando las posibles respuestas de la ciencia médica, éste confía en la autorregulación del cuerpo en conjunción con las fuerzas curativas de plantas medicinales y el contacto vivo con la naturaleza. Kneight comienza a visitar con frecuencia a este médico, sin que éste aventure algún diagnóstico ni recomiende terapia alguna, hasta que Tiburius le pregunta expresamente por una cura a sus males. Con tono asertivo, el médico le receta una estadía en un balneario, con el fin de encontrar ahí una esposa, pues la solución a la enfermedad de Tiburius no sería nada más ni nada menos que el matrimonio. Si bien Kneight no da importancia al tema de la mujer, despreciándola por necia, el reposo en un balneario le parece lo justo y necesario para su delicado estado de salud. Pasa los últimos meses del verano en un hospedaje en las montañas, alternando los baños en aguas curativas con largos paseos por el bosque. Stifter aquí sigue la línea trazada por sus maestros Goethe y Herder, así como del Romanticismo más oscuro de Jean Paul: la naturaleza refleja el estado del alma, convirtiéndose en una fuente inagotable de tranquilidad y goce, pero también de perturbaciones fantasmales que amenazan con perder la capacidad racional del discernimiento. En uno de estos paseos, Tiburius conoce a una simple muchacha campesina, quien recoge frutillas para su padre. A este encuentro casual le seguirán varios más, disfrutando Tiburius de la sencilla com-
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>>< ilustrado
Presentimientos bosquimanos W.H.I. Bleek y Lucy C. Lloyd los bosquimanos, identificados con los pigmeos, son uno de los pueblos ancestrales más legendarios de la humanidad. habitaron africa entera hasta que fueron parcialmente exterminados y absorbidos por razas más fuertes; unos pocos sobrevivieron en el sur del continente. en la década de 1850, el lingüista y antropólogo alemán w.h.i. bleek viajó a ciudad del cabo y buscó en los boques de la región a las últimas tribus, aprendió su lengua y recogió sus mitos, leyendas e historias. murió sin completar su obra, cosa que hizo su cuñada, lucy c. lloyd. el resultado fue el clásico Especimenes de folclore bosquimano, que contiene los registros literales de estos sobrevivientes. sexto piso acaba de editarlo, en versión completa, ilustrada, y con un apéndice de elías canetti, que consideró este libro uno de los más importante que hubiera leído. presentamos un fragmento en que explican cómo presienten las cosas.
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as cartas bosquimanas están en sus cuerpos. Éstas (las cartas) hablan, se mueven, hacen que sus cuerpos (los de los bosquimanos) se muevan. Ellos (los bosquimanos) les ordenan a los otros que guarden silencio. Un hombre está completamente quieto cuando siente que su cuerpo repiquetea (por dentro). Un sueño habla con falsedad, es una cosa que engaña. El presentimiento es aquél que habla con la verdad, es aquel por medio del cual el bosquimano obtiene (o percibe) carne, cuando ésta ha repiqueteado. Los bosquimanos perciben que la gente se acerca por medio de éste. Los bosquimanos sienten el repiqueteo (cuando) otras personas se acercan. Con respecto a una vieja herida, un bosquimano siente un repiqueteo en el lugar de la herida, mientras el repiqueteo siente que el hombre (el cual tiene la vieja herida) camina, moviendo su cuerpo. El hombre siente al otro hombre que viene, él dice a los niños: «Busquen a su alrededor al abuelo, pues parece que el abuelo se acerca; es por esto por lo que yo siento el lugar de la vieja herida en su cuerpo». Los niños buscan a su alrededor, los niños perciben al hombre que viene. Ellos dicen a su padre: «Un hombre viene por ahí». Su padre les dice: «El abuelo (su propio padre) viene por ahí, él vendrá hacia mí. Era aquél cuyo acercamiento yo sentí en el lugar de su vieja herida. Quería que ustedes vieran que realmente viene por ahí. Pues ustedes contradicen mi presentimiento, el cual habla con la verdad». Él siente un repiqueteo (en) sus costillas, les dice a los niños: «Parece que la gacela se acerca pues siento el pelo negro (a los lados de la gacela). Escalen ustedes el monte Brinkkop que está allá y así podrán mirar hacia todos lados, pues tengo la sensación de la gacela». El otro hombre está de acuerdo con él: «Yo pienso (que) los niños (deben) hacerlo, pues la gacela viene con el sol y el Brinkkop que se encuentra allá es alto. Ellos deben mirar hacia abajo sobre la tierra. Entonces podrán ver todo el territorio. Así podrán mirar entre los árboles, ya que las gacelas suelen ir a esconderse entre los árboles. Pues los árboles son numerosos. Los pequeños lechos de río también están ahí. Son aquéllos a
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los cuales las gacelas suelen venir (a) comer pues los pequeños lechos de río se han vuelto verdes.Yo estoy acostumbrado a sentir así, tengo una sensación en las pantorrillas cuando la sangre de la gacela va a correr a través de ellas. Pues yo siempre siento sangre cuando estoy a punto de matar una gacela. Me acomodo teniendo una sensación en mi espalda, a través de la cual la sangre suele correr cuando yo estoy cargando una gacela. El pelo de la gacela está sobre mi espalda». El otro está de acuerdo con él (diciendo): «Sí, mi hermano». Debido a esto, nosotros acostumbramos esperar (en silencio) cuando la sensación es así, cuando estamos sintiendo cosas venir, mientras las cosas se acercan a la casa. Tenemos una sensación en nuestras piernas mientras sentimos el crujido de las patas de la gacela con las que ésta se acerca, haciendo crujir los arbustos. Nos sentimos de esta manera, tenemos una sensación en nuestras cabezas cuando estamos a punto de cortar los cuernos de la gacela. Tenemos una sensación en nuestra cara, causada por lo negro de la línea en la cara de las gacelas tenemos una sensación en nuestros ojos causada por las marcas negras en los ojos de las gacelas. El avestruz es por la que tenemos la sensación de un piojo mientras camina, rascando al piojo cuando es primavera. Cuando el sol se siente así, está caliente. Es así como las cosas se alejan de nosotros. Éstas siguen, pasando del lado opuesto de la choza. Por lo tanto nosotros, temprano, cruzamos la huella que la cosa dejó cuando fuimos a cazar. Pues las cosas, las cuales son numerosas, suelen venir primero cuando estamos recostados bajo la sombra de la choza, porque éstas piensan que probablemente estamos recostados, durmiendo el sueño del mediodía. Pues nosotros realmente nos recostábamos a dormir el sueño del mediodía. Pero no nos recostamos al mediodía cuando tenemos la sensación. Pues solemos sentirnos así cuando las cosas están caminando, cuando hemos sentido las cosas venir mientras caminan moviendo sus piernas. Tenemos una sensación en los huecos debajo de nuestras rodillas, sobre las que cae sangre mientras cargamos (la presa). Entonces, tenemos la sensación ahí.
Se han omitido las numerosas notas. Traducción de Daniela Morábito. Dirección de literatura UNAM, editorial Sexto Piso. 2009, 353 páginas.
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Catálogo novedades de agosto
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