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hueders ~ Una publicación de editorial y distribuidora Hueders | Prohibida su venta | Ejemplar gratuito Año 2 - Número 8 | Junio de 2010

Adelantos de libros + reseñas, crónicas, entrevistas, etc. Charles Baudelaire Manuel Chaves Nogales Diamela Eltit R afael Gumucio Germán Marín Gabriela Mistral

Valeria Luiselli Michel Onfray Georges Perec William Shakespeare A nne Tyler Andy Warhol

Libros y lecturas

Berlín | María Luisa Murillo

Por una moral estética michel onfray

La escultura de sí, del filósofo francés onfray, en el que despliega una teoría histórica de las pasiones, la individualidad, la alegría y lo aristocrático para criticar radicalmente al ideario contemporáneo. contra las virtudes cristianas de la renuncia y el sacrificio, plantea una ética irrenunciable de la abundancia, lo subjetivo, el placer y la magnificencia. aquí habla con maestría del valor de la palabra, del control, del amor carnal y de la ternura. este es un fragmento final del excepcional libro

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entro del conjunto de los signos posibles, el lenguaje, a pesar de sus imperfecciones e imprecisiones, sigue siendo el medio más seguro de ir hacia el otro. Y aún así es necesario que las mismas palabras signifiquen lo mismo para dos personajes distintos. Porque el vocabulario es, para empezar, un semillero de pathos, un utensilio que halaga o hiere, que calma, reposa, o asesina. Es la memoria de experiencias pasadas, el lugar en el que se estratifican recuerdos felices

o infelices, infancias perdidas o educaciones descuidadas. Cada palabra que pronuncia la boca de uno es un universo entero destinado al oído, que también está mediatizado por un mundo, el del otro. Ahora bien, las palabras están vivas, para empezar, en la historia general de su utilización y, luego, en la historia particular, manejadas por singularidades marcadas por su propia biografía. ¿Cuántos recurren a palabras cuyo sentido ignoran por completo, aunque crean que dominan su

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definición, su contenido? Lo peor no es la ignorancia, sino la ilusión de saber. De la etimología, la genealogía del concepto, al uso, a la perversión de éste, se instalan multitud de parásitos. Entre el significante y el significado se abre un divorcio cada vez mayor. Involuntario, a veces, pero a menudo voluntario. Pertenece al registro de la ética prestar atención a este delirio. El verbo es extremadamente poderoso en la economía de los círculos éticos. Ante la inconsecuencia que permite un uso salvaje del vocabulario, hay que rematerializar la palabra. Contra el nihilismo verbal que hace estragos y en virtud del cual la palabra no es nada, no tiene valor alguno, no anuncia acción alguna y se limita a ser paradójicamente vaciada, hay que promover un materialismo lingüístico cuyo principio residiría en un nuevo nexo entre palabra y sentido, verbo y acto. Permitiría el advenimiento de lo que los lingüistas llaman el registro performativo. La nuestra es una época de glosolalias. Pero a diferencia de San Pedro, que se benefició de las ventajas de Pentecostés –lo cual no ocurre todos los días– hay pocas posibilidades de que, de repente, empecemos a comprender las lenguas que no practicamos. Más aún cuando las que triunfan actualmente son creaciones únicas, enteramente sometidas a sus creadores, lo que hace aún más improbable cualquier posibilidad de comunicación. Recordemos la etimología de «bárbaro»: designa a aquél cuyos sonidos articulados sólo producen, a todos los efectos, un conjunto de fonemas sin sentido, incomprensibles. Cada uno se encierra en su mundo, con su lenguaje y sus palabras, que sólo tienen sentido para él. Será con ese pequeño bagaje engañoso, sin embargo, con lo que se intente solucionar los problemas de la intersubjetividad. ¡Cuántos malentendidos –también en sentido etimológico– surgirán de tal impericia! Por tanto, las palabras están casi muertas porque han sido vaciadas de su sentido por culpa de una incapacidad de las instituciones –familiares, escolares y sociales– para poner en perspectiva, de manera rigurosa, significante y significado, verbo y contenido. Este estado de cosas se amplifica por la ignorancia en la que se encuentran aquéllos que navegan en pleno analfabetismo y, sin embargo, se consideran letrados y persisten en hacer de su jerigonza un tipo de interacción comunitaria. De ello resulta una incapacidad para vivir una relación ética digna de ese nombre y la condena a vivir en la imprecisión, dominados y circunscritos por lo real que no saben nombrar adecuadamente ni, por tanto, comprenderlo. La casta de los bárbaros que utilizan glosolalias está poblada de inocentes, en la hipótesis que les es más favorable. Pero entre ellos existen, también, individuos menos ingenuos que lo que parece y es que hacen de esta babelización un argumento para su inmoralidad. La delincuencia lingüística le resulta útil a su voluntad de dominio sobre el mundo, los otros y lo real. El prototipo de la glosolalia voluntaria es Don Juan, que practica, sin vergüenza, un maquiavelismo lingüístico desmedido para engañar a aquéllos que encuentra: aquí su padre, allí las mujeres, más lejos los sirvientes o los desconocidos. Su propósito es seducir por medio de la mentira –cuando resulta tan fácil llegar a los mismos fines sin utilizar el engaño–. Mientras que el comendador es palabra caballeresca, emblema de lo performativo, lenguaje encarnado y discurso indisolublemente metamorfoseado en acto; Don Juan es palabra trapacera, seductora, ligera y vacía del efecto anunciado. El realista que promete

los infiernos y los abre a los pies de quien está destinado a ellos y el nihilista que escapa a sus acreedores –desde el usurero a la mujer a la que prometió matrimonio– por medio de la palabra lisonjera, son ejemplos de comportamientos posibles ante el lenguaje. El espíritu caballeresco contra el facilismo bárbaro. La palabra de Don Juan se propone el encantamiento, el engaño. La autonomía del significante le permite jugar con sus interlocutores y abusar de ellos, que creen que la palabra tiene aún algún efecto sobre lo real. El burlador de Sevilla, como también se le llama, práctica una esquizofrenia propia de nuestro tiempo; pone en marcha el mandato barroco del honesto disimulo con el único objetivo de afirmar la omnipotencia del yo contra el otro, a pesar de él. En los círculos éticos, la cortesía es un principio selectivo, pero el modo de uso del lenguaje también. A partir de la consecuencia o la inconsecuencia del otro, podremos practicar la elección o la evicción. No es posible llevar a cabo el hedonismo si la palabra se devalúa, si se la lleva el viento. No hay moral gozosa sin la precisión de las propias intenciones, por un lado, ni sin la realización de éstas, cuando se han enunciado, por el otro. Para evitar los desacuerdos e intentar producir el placer, el hedonista tiene que decir lo que hace y hacer lo que dice. Queda a cargo del otro actuar en consecuencia y poner en marcha las lógicas que le permitirán los sentimientos centrífugos o las prácticas exclusivas. La mentira no es útil, manifestar los propios deseos es suficiente: en el peor de los casos, simplemente no se recibe; en el mejor, se elaboran en común los goces. Sea como fuere, habiendo precisado las cosas, cada uno sabe con lo que puede contar, lo que puede esperar, suponer y dar. La práctica de lo performativo es hedonista porque evita los dolores consubstanciales directos y voluntarios o indirectos e involuntarios. Así, hay que precisar que, como nadie está obligado a hacer una promesa, el que la haga debe cumplirla. Nadie está obligado a revelar, hablar, enunciar o prometer, pero el que se manifieste así debe ser consecuente y actuar en la dirección indicada. Porque toda palabra pronunciada debe anunciar un acto por venir. Al igual que la cortesía es un arte de lo infinitesimal, el lenguaje presupone una capacidad para distinguir lo mínimo. Cada palabra tiene su sentido, está cargada de promesas particulares, singulares. Al igual que no dice nada más allá de lo que significa, tampoco expresa nada más acá de su sentido. El vocabulario permite, por su riqueza, por la infinidad de combinaciones que autoriza, un número incalculable de variaciones que hacen posible la expresión de matices, sutilezas y finuras. De ahí la necesidad de un verdadero cuidado del sentido en la relación intersubjetiva. (…) Al rematerializar la palabra, encontramos de nuevo el gesto primitivo que destacan todas las mitologías cuando hacen referencia a la génesis de sus cosmogonías: la palabra es fundadora, permite el advenimiento del sentido y de la forma en el caos. La palabra es una energía espermática. En el juramento, por ejemplo, es todopoderosa, al igual que en la ceremonia en la que se arma a un caballero. El perjurio hace temer las maldiciones más terribles: los griegos acompañaban sus juramentos con el sacrificio de un animal, prefigurando la suerte de quien no respetara la palabra dada. Hesiodo relata que un compromiso sellado por el agua de la laguna de Estigia se pagaba, en caso de incumplimiento, con un año sin voz ni aliento. (…)

H | Hueders, libros y lecturas editora: Marcela Fuentealba ~ arte y diseño: Inés Picchetti ~ consejo editorial: Rafael López, Dorotea López, Emiliano Monge, Eduardo Rabasa ~ márketing: Francisca Las Heras ~ ventas: Ximena Ormazábal. H | Hueders es una publicación editada en conjunto con SP Revista de Libros, Editorial Sexto Piso, México. Dirección: Rosal 349 depto. B, Santiago, Chile. hueders@gmail.com ~ hueders.wordpress. com ~ Impreso en Gráfica Andes. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema, sin la autorización expresa de Hueders. Agradecemos a Guillermo Weschler. 2 | H hueders


Sería bueno captar la precariedad de toda relación lingüística que no toma como modelo lo performativo siguiendo, de cerca, los efectos éticos producidos por la subversión del lenguaje en el humor, la ironía o el cinismo: ¿cuántas bromas siembran el malestar cuando no son entendidas tal y como han sido pronunciadas? Fabricadas dentro del terreno del juego y la burla, tienen el efecto de una deflagración cuando se las percibe fuera del contexto lúdico. En el delirio verbal voluntario entran en consideración sublimaciones de la agresividad, deconstrucciones reales, ocurrencias instintivas, el espíritu travieso y el alma ingenua: todo ello en el supuesto de que el receptor entenderá la distorsión y que será capaz de restaurar lo que de verdad hay que captar. El juego con la inteligencia del otro presupone una capacidad igual para subvertir el lenguaje, por lo menos, en los protagonistas, para poder esbozar el retrato fiel de lo que se quiere mostrar. La ironía es un juego con el juego que tiene el objetivo de hacer emerger la seriedad, paradójicamente, allí donde ya no nos lo esperábamos. Desestabiliza para asentar, destruye para construir. Y, a menudo, el tiempo que necesitan los mejores para detenerse y reflexionar –y uno es tanto mejor cuanto más breve sea ese tiempo–, un tiempo infinito para los otros –con explicación para

los peores–, es útil para experimentar el desequilibrio antes de llegar a un nuevo orden, que es superior porque procede de una voluntad sutil. La ironía es más severa todavía que el humor –que es más dulce, menos agresivo– en la dirección del malestar. Se apoya en el malentendido voluntario, puesto en marcha a propósito: ¿cuántos estragos produce?, ¿cuántos dolores inflige? Por eso, también en este caso, sólo puede utilizarse como principio selectivo, con aquéllos que entienden. Los virtuosismos lingüísticos exigen interlocutores que sean dignos de ellos. Ahora bien, cada relación con el otro, en tanto que está mediatizada por la palabra, supone un mínimo de talento y destreza. Si no se tiene, se dificulta la relación ética, imposibilitándola incluso. Los que no saben ni pueden jugar, comprender los sobreentendidos, el humor, la ironía, las metáforas y los otros juegos del lenguaje, son incapaces de hacer coincidir el mundo y las palabras que lo describen detalladamente. Y tampoco saben hacer corresponder las declaraciones con los actos. El lenguaje es, para ellos, una prisión dorada, un instrumento perverso que los destruye y los desconsidera a medida que lo utilizan. Con la cortesía y con el lenguaje pueden precisarse todas las intersubjetividades. Todo el mundo dispone de los medios para hacer funcionar el principio de las ››

artista invitada > María Luisa Murillo Santiago de Chile (1979). Estudió Arte en la Universidad Católica y fotografía en IDEP, Barcelona. Además de fotos, realiza objetos, videos e instalaciones. Ha fotografiado las ciudades de Shanghai, Berlín y Nueva York. Escribe Natasha Christia: “Su proyecto se centra en torno a la intimidad, la cotidianeidad y la monotonía como experiencias vividas. Mientras sus primeros trabajos expresaban estos conceptos mediante la captura literal de acciones diarias en entornos domésticos, su enfoque se desplazó gradualmente hacia lo abstracto y lo metafórico: los espacios ganaron protagonismo como receptores de la historia colectiva en detrimento de la esfera privada. Surgieron, pues, las cuidades de Murillo como una gran paradoja: espacios urbanos deshabitados y silenciosos, los cuales se plasman en una monotonía desértica como registros simbólicos y evocativos de la historia vivida”.

Indice | 5 › narrativa A Gerardo de Pompier Germán Marín | 7 › diarios 1960 Andy Warhol | 8 › poesía Cuatro haikús Traducción de Andrés Claro | 9 › poesía Tala Gabriela Mistral | 10 › ensayo Mudanzas Valeria Luiselli | 11 › narrativa Un hombre que duerme Georges Perec | 13 › ensayo El Barroco Diamela Eltit | 15 › ensayo Contra la belleza Rafael Gumucio | 16 › clásico Burgueses y dandis Charles Baudelaire | 18 › crónica El opio Soledad Rodillo | 20 › narrativa La brújula de Noé Anne Tyler | 21 › crónica El maestro Juan Martínez que estaba allí Manuel Chaves Nogales | 22 › nota de editor Nilda y Nadia Iván Barreto | 23 › crónica Júrame Marco Antonio de la Parra | 25 › reseña Infancia Cristóbal Carrasco | 27 › reseña Observando a Hume Joaquín Trujillo | 28-29 › ilustrados Hamlet William Shakespeare | 30 › catálogo hueders H | 3


Welcome | María Luisa Murillo

afinidades electivas. Queda la cuestión del cuerpo del otro. Cuerpo sexuado, más concretamente, cuerpo deseable. Desde luego, todas las virtudes que he hecho mías en lo tocante a las relaciones entre almas son también pertinentes para las relaciones entre las carnes. En principio, todo es posible con el consentimiento del otro. Fuera de las instituciones, claro, pero también fuera de las conveniencias. Todo deriva de la lógica del contrato: propongo, y el otro dispone, o bien el otro propone y yo dispongo. No hay nada más simple. Sin el consentimiento del otro, ninguna sexualidad está justificada: desde los malos tratos hasta la violación tal como se entienden habitualmente, evidentemente; pero tampoco si los ampara la ley, como en el matrimonio, cuando uno de los dos deja de querer ese contrato y el otro insiste a pesar de todo, recurriendo a lo peor. No concibo ninguna relación entre los cuerpos sin ternura, virtud cardinal. Ésta se manifiesta en un cuidado extremo y en la consideración para con los deseos del otro y la naturaleza de su voluntad en materia de placeres. Nada de goces solitarios (no hace falta el otro para eso), sino una estetización de las relaciones susceptible de ser realizada por una escucha de los más pequeños signos: cortesía de las pieles. La relación amorosa que implica a los cuerpos responde a los mismos principios éticos que rigen en materia de espíritu, de ideas. En este orden de ideas, me gusta recordar la erótica de los trovadores y de la práctica del amor cortés. En ellas, las mujeres no son objetos, sino sujetos de los que siempre se muestra la naturaleza subjetiva. Pienso en las pruebas de los assays o asag en las que el hombre debía tener tal dominio de sí que tenía que poder observar cómo su dama se desvestía y se acostaba desnuda junto a su cuerpo y no tocarla más que con ternura. Todo estaba permitido menos la unión sexual en su definición clásica. La relación se espiritualizaba, sublimaba y estetizaba. La prueba tenía la finalidad de medir el grado de dominio de sí del hombre enamorado: si es incapaz dejará ver el poder que los sentidos ejercen sobre él y si es capaz, mostrará su dominio sobre los sentidos. La ternura es una capacidad para diferir, para querer para un tiempo elegido los efectos que queremos producir en uno mismo y en el otro. El dominio no pretende la continencia pura, el ascetismo completo, sino el triunfo de la voluntad hasta que se tome la decisión de abandonarse. El budismo tántrico hace de la retención espermática una práctica que multiplica y magnifica: también los trovadores la practicaban. El ahorro se torna gasto fastuoso porque es signo del triunfo de la voluntad sobre las partes animales. Durante la prueba, los trovadores experimentaban el joy: placer que se siente en la escultura de sí y de las energías sexuales propias; regocijo, en la erótica tardía (siglo XIII) que se produce en la anticipación; placer presente que viene de la idea que nos hacemos de un placer por venir. Un goce que no sea tan cerebral sólo es una descarga neutra de energías tristes. La eterna superioridad de las mujeres sobre los hombres, su perpetua grandeza, consiste en esta asociación casi permanente, en ellas, de lo cerebral, lo mental, lo espiritual y el cuerpo. Los hombres, en eso más semejantes al animal, pueden disociar el cuerpo y el alma, permitiendo que los dos registros puedan, desgraciadamente, funcionar el uno sin el otro. La ignorancia de esos dos modos radicalmente distintos conduce al conjunto de malentendidos que hay en este terreno. (…) Y los trovadores, que sabían que la mejor manera de destruir el amor es enjaularlo en una coexistencia que tienda a la convivencia, elogiaron el enamoramiento, que quiere la duración del sentimiento, su persistencia al confinarlo en el secreto, la complicidad.

La escultura de sí. Por una moral estética. Michel Onfray. Traducción de Irene Antón. Gentileza de Errata Naturae. 4 | H hueders


narrativa

A Gerardo de Pompier germán marín este es uno de los más entrañables y hermosos relatos reunidos en el libro Compases al amanecer, el nuevo libro del gran autor chileno germán marín

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–verdadero compendio de marinismo– que publica hueders.

ajo el vasto éter que nos separa desde la jornada en que usted se vio obligado a regresar a los lares del fundo Los Transparentes, en el riñón de Chile, las conocidas lunas y los laboriosos años han pasado sobre nuestra testuz dejando como es natural huellas que, dolorosas aún, no se extinguen a pesar de que cada día somos más distintos, más ajenos, sin que por esto, usía, mejore la calidad de la raza. Cuánta razón tenía el licenciado Enrique Lihn y Carrasco, a quien los espíritus celestes llevaron hace dos décadas al Parnaso, cuando peroraba durante una proclama callejera, arriba de un cajón de manzanas, rodeado por los selectos miembros del Cenáculo de la Nariz Torcida, que nuestra sociedad necesitaba un cambio radical de autoridades, inspiradas estas nuevas en una politeia destinada a embellecer la realidad, a maltraer debido a la ineficacia pública y el epicureísmo capitalista. Su mensaje, maestro, enarbolado por el poeta citado, no encontró en esos momentos la tierra fecunda donde prosperar, erial por las disputas de uno y otro sector de la ciudadanía, pero, como dice el sabio Michelet, la historia es un río que siempre es fiel a su cauce, por lo cual vivos y muertos, en una fraterna conjunción, volveremos como en el pasado remoto a su asertorio bajo el cual, jóvenes todavía, nos convocara a través de la revista Cormorán y después, gracias a una delicada dama terrateniente que nos acogiera, enemiga de su clase, a unas reuniones de mantel largo que, sin ser por completo hiperbólicas, ofrecían la pasión cívica de unos escritores y artistas dispuestos a observar un ideario de salvaguardia nacional, alumbrado por usted en persona. Si bien los pretéritos años han modificado el statu quo sin otro avance, después de la llamada recuperación democrática, que un moderado respeto a los derechos humanos, pues el subdesarrollo prosigue atentando contra la dignidad, el país no es otro que él mismo atado a la noria de sus viejas enfermedades. De ahí, ilustre emancipador, que sus principios se mantienen aún hoy irrefutables, al modo de, digamos, el sistema periódico de los elementos de Mendeléyev, tras alarmados observar en su precario urbanismo la modernidad de Santiago levantada sin ningún aliento que ofrezca un grato cobijo a la población, como así también, en el ámbito de las superestructuras, según el lenguaje marxista de entonces, a los filisteos que, simuladores en la expresión literaria, aprovechan la ignorancia del rebaño para vender sus fáciles y rentables mercancías de baratillo. Tengo presente cuando la vida era una esperanza pronta a cumplirse, el duelo a espada que usted sostuvo en los

predios de la viña Undurraga con el marqués español Domingo de Peñalba, avecindado en Chile, a causa de su torpe injerencia en una polémica referente al idioma que, al excederse cayendo en el epíteto agraviante, enfrentó a ambos en el campo de honor pues, como usted afirmara frente a los hombres buenos que sirvieran de mediadores, era imposible aceptar pacientemente que el verbo de los chilenos fuese una mala copia del español. Deseamos con esto señalar la actitud que representaba su postura que, si bien era participativa en el diálogo, rechazaba la crítica externa, es decir, aquella que no estuviese avalada por el riesgo de la praxis como era nuestro actuar, iluminado por la antorcha pompierista en marcha a la liberación, pero que, ¡ay!, un día las fuerzas ocultas interrumpieron a sangre y fuego en pos de unos intereses bastardos, enemigos de la belleza, de la sociabilidad y de la justicia. De ahí, caro maestro, que, hundidos durante años en la retaguardia de este sueño iniciático, hoy pretendemos volver a la palestra bajo el recuerdo del temblor de su voz y sólo nos cabe demandarle con unción, a través de estas modestas líneas que, abandonando el noble retiro en su fundo Los Transparentes, vergel de los alimentos terrestres, tenga a bien encabezar como ayer la cruzada ante la cual ya estamos prestos, decididos a secundarlo en la patriada. Como sucedió ya en el frágil pasado de nuestra historia, nos enorgullecería que, al modo del ministro de Hacienda Pablo Ramírez, allá por los años treinta, clausuráramos por inútil la Escuela de Bellas Artes enviando a sus alumnos rescatables a estudiar en el extranjero, con los maestros, bregáramos por la chilenización inmediata de los servicios públicos tales como electricidad, agua potable, carreteras, comunicaciones inalámbricas, transporte, redes telefónicas, y, bajo el propósito de enaltecer la palabra escrita en prosa y verso, declaráramos como un engaño al público los llamados talleres literarios aceptándose nada más que aquellos de reparaciones técnicas propiamente tales. A través de este programa mínimo, ilustre don Gerardo, estaríamos en condiciones de ir a más en esta noble campaña ante la cual, silencioso el pueblo, cansado de esperar un sol que lo ilumine, aguarda nuestra sobria irrupción en el plano nacional, confiado de que sabremos llevar adelante nuestros propósitos salvacionistas. Ya lo decía usted, llevado por el romanticismo de la acción, que el efímero femenino constituía el único brazo en alto capaz de empuñar la bandera blanca, color de nube y de leche, bajo el cual todos podíamos llegar al diálogo reparador de agravios, como tantas veces sucedió otrora en hueders H | 5


circunstancias a veces generales, producto incluso de malentendidos con agrupaciones de damas librepensadoras, pero también a veces en circunstancias del todo privadas que, por razones de pudicia, es preferible dejar en el silencio para no herir sentimientos del corazón ni tampoco honras de alcoba. El resto de las fuerzas vivas del país, como también lo demostramos ayer, no tuvo de nosotros ningún aliado favorable a la oscuridad cómplice y nuestra palabra, por encima de cualquier entendimiento falaz, fue recta ante las tablas del ideario como, estamos ciertos, proseguiremos a la espera de que su voluntad ordene que salgamos de las catacumbas a la lucha redentora. Cuánta fe perdida, cuánta luz sin noche, cuánta honra mancillada, será tarea de recuperar en el camino que nos espera, caballeros de la espada y de la pluma, como usted, venerable Pompier, nos llamaba en recuerdo del dulce manco dentro del orbe de sus simpatías literarias, vastas como la pampa de Guillermo Enrique Hudson y la profundidad del verso de Stephan Mallarmé, según tenemos presente aún. Amén.

Berlín | María Luisa Murillo

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diarios

1960 andy warhol este es un fragmento del diario de andy warhol,

Popism, escrito junto a su inseparable asistente, 60. están edie sedgwick, lou reed, john cale, paul morrissey, nico, candy darling, toda la troupe de la factory. la nueva edición de alfabia incluye fotos e índice onomástico, lo que la vuelve un objeto pop aún más imprescindible. patt hackett, una alucinante película sobre los años

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a persona que me enseñó todo lo que sé de arte fue Emile De Antonio. Cuando conocí a De, yo era diseñador publicitario. En los años sesenta, De era famoso por sus películas sobre Nixon y McCarthy; aunque, en los cincuenta, era representante de artistas. Ponía a los artistas en contacto con todo lo que iba desde productoras cinematográficas de barrio hasta grandes almacenes y multinacionales. Pero sólo trabajaba con amigos; si a De no le caías bien, no se molestaba por ti. De fue la primera persona que conocí que vio el diseño publicitario como arte de verdad y el arte de verdad como diseño publicitario, y logró que todo el mundo artístico de Nueva York lo viera también así. En los años cincuenta, John Cage vivía cerca de De, en Pomona, y habían llegado a ser muy buenos amigos. De organizó allí un concierto a Cage, y así fue como conoció a Jasper Johns y Bob Rauschenberg. –Ambos estaban a cuatro patas clavando puntas para construir el escenario –me contó De una vez–. Entonces no tenían un peso, vivían en Pearl Street y se bañaban cuando venían al campo porque allí no tenían ducha; sólo una pequeña pica para lavarse como las putas. De consiguió empleo a Jasper y Bob en Tiffany’s como escaparatistas de Gene Moore; para ese tipo de trabajo preferían usar pseudónimos antes que sus nombres verdaderos, y los dos utilizaban el mismo: Matson Jones. (…) Cuando pinté mis primeros lienzos, De fue la primera persona a la que quise enseñárselos. Él sabía ver el valor de algo al momento. No se andaba con: “¿De dónde los has sacado?” o “¿Quién lo ha hecho?”. Se limitaba a observar y decirte exactamente lo que pensaba. Muchas veces, se pasaba por mi casa a última hora de la tarde para tomar unas copas –vivía en el barrio– y conversábamos, mientras yo le enseñaba los diseños e ilustraciones publicitarias en las que estaba trabajando. Me encantaba escucharlo. De hablaba a la perfección, con una voz agradable y profunda, y colocando cada coma y punto en su lugar (había impartido filosofía en el College William and Mary, de Virginia, y literatura en el City College de Nueva York). Te hacía sentir que si lo escuchabas el tiempo suficiente, aprenderías todo lo que te haría falta saber en la vida. Bebíamos mucho whiskey en unas tazas mías de Limoges, la única manera que tenía de servirlo. De era un bebedor empedernido, pero yo tampoco me quedaba corto. Por aquel entonces yo trabajaba en casa. Mi casa era de cuatro plantas, incluida una zona del sótano destinada a vivienda donde estaba la cocina y donde mi madre vivía con un montón de gatos, todos llamados Sam. (Mi madre se presentó una noche en el apartamento donde yo vivía, con algunas maletas y bolsas de compras, y anunció que había abandonado definitivamente Pensilvania “para venir a vivir con mi Andy”. Le dije que bien, que se podía quedar, pero sólo hasta que me comprara una alarma antirrobo. Aunque adoraba a mi madre, creía sinceramente que enseguida se cansaría de la ciudad y echaría en falta Pensilvania y a mis hermanos y sus familias. pero resultó que no, y entonces fue cuando decidí coger esta casa en las

afueras.) Ella ocupaba la parte de abajo, y yo vivía en las plantas superiores y trabajaba en la del salón, que era como esquizofrénico: medio estudio, lleno de dibujos y artículos de arte, y medio sala de estar. Siempre dejaba las persianas bajadas –aunque las ventanas daban al oeste y no entraba mucha luz–, y las paredes estaban forradas de madera. Aquel cuarto tenía un aire sombrío. Había mezclado muebles victorianos con un viejo caballito de madera, una perforadora de carnaval, lámparas Tiffany, el indio de un estanco, pavos reales disecados y máquinas recreativas de un centavo. Mis dibujos estaban bien colocados, yo era muy meticuloso en eso. Siempre he sido una persona semiorganizada, que lucha sin descanso contra la tendencia al desorden; pero ahí estaban todos esos montoncitos de cosas que no había tenido oportunidad de revisar. Un día, a las cinco en punto de la tarde, sonó el timbre y De entró y se sentó. Serví un scotch para él y otro para mí, y luego me dirigí hacia dos cuadros que había pintado y tenía arrimados a la pared, cada uno de unos ciento ochenta centímetros de alto por unos noventa de ancho. Los volví y los apoyé uno al lado del otro contra la pared, y después me aparté para echarles un vistazo. Uno era una botella de Coca-Cola con marcas de expresionismo abstracto en el cuello. El segundo, sólo el esbozo de una Coca-Cola en blanco y negro, en marcado contraste. No le dije nada a De; no hizo falta, él sabía lo que quería saber. –Bueno. Mira. Andy –me dijo, tras observarlos fijamente durante un par de minutos–. Uno es una mierda, tiene de todo un poco. El otro es extraordinario: es nuestra sociedad, es lo que somos; es tremendamente hermoso y puro. Deberías destruir el primero y enseñar el segundo. Aquella tarde fue importante para mí. Después de aquel día, pierdo la cuenta del número de personas que se rieron al ver mis pinturas. Pero De jamás se tomó el pop en broma. Cuando se iba de casa, me miró los pies y dijo: –¿Cuando diablos vas a comprarte otro par de zapatos? Llevas un año arrastrando ésos así por la ciudad. Están gastados y hechos un asco; se te salen los dedos. Me encantaba la sinceridad de De, pero no me compré otros zapatos, me había costado demasiado tiempo domar aquel par. Sin embargo, seguía su consejo en muchos otros aspectos.

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poesía

Cuatro haikús traducción de andrés claro estos poemas japoneses antiguos vienen del libro

Kirigirisu, una selección y traducción hecha por an-

drés claro, que publica tácitas en edición bilingüe. señala el traductor en el prólogo: “es de esperar

que la presentación cronológica de esta pequeña selección deje percibir al menos la manera en que poemas de autores como issa y otros juegan con las expectativas que había generado la poesía de sus antecesores, introduciendo nuevos asuntos y soluciones, incluidos algunos que, a quienes por un malentendido persistente no ven en el haikú sino afectada delicadeza, les parecerán bajos. el contraste es aún más notorio al considerar los haikús como un todo

–forma surgida entre samurais, artesanos y

mercaderes donde, a más de situaciones de la vida cotidiana y cambios del mundo natural, el humor, desenfado y parodia son frecuentes– frente a la tradición cortesana de los uta”.

Buson~ ume saite obi kau heya no yûjo kana

Se acaba el año Nadie obsequia nada esta tarde

Florece el ciruelo Cortezanas compran fajas en sus cuartos

Teitoku~ fuyu-gomori mushikera made mo ana-kashiko

Ransetzu~ Mi hitotsu wo moteatsukaeru suika kana

Encierro invernal Incluso los insectos contenidos

Capaz de cuidar de sí mismo el melón

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Paraíso perdido | María Luisa Murillo

Sôkan~ toshi kurete hito mono kurenu koyoi kana


poesía

Tala gabriela mistral estos dos poemas corresponden al ciclo de los “gestos”, en el poemario “alucinación”, uno de los que componen el gran libro mistraliano,

Tala,

que reedita la

universidad diego portales, con prólogo de germán carrasco.

La copa~ Yo he llevado una copa de una isla a otra isla sin despertar el agua. Si la vertía, una sed traicionaba; por una gota, el don era caduco; perdida toda, el dueño lloraría. No saludé las ciudades; no dije elogio a su vuelo de torres, no abrí los brazos en la gran Pirámide ni fundé casa con corro de hijos. Pero entregando la copa, yo dije con el sol nuevo sobre mi garganta: –”Mis brazos ya son libres como nubes sin dueño y mi cuello se mece en la colina de la invitación de los valles”. Mentira fue mi aleluya: miradme. Yo tengo la vista caída a mis palmas; camino lenta, sin diamante de agua; callada voy, y no llevo tesoro, ¡y me tumba en el pecho y los pulsos la sangre batida de angustia y de miedo!

La medianoche~ Fina, la medianoche. Oigo los nudos del rosal: la savia empuja subiendo a la rosa. Oigo las rayas quemadas del tigre real: no le dejan dormir. Oigo la estrofa de uno, y le crece en la noche como la duna. Oigo a mi madre dormida, con dos alientos. (Duermo yo en ella, de cinco años). Oigo el Ródano que baja y que me lleva como un padre ciego de espuma ciega. Y después nada oigo sino que voy cayendo en los muros de Arlès llenos de sol...

El final del camino | María Luisa Murillo hueders H | 9


Mudanzas valeria luiselli este es uno de los ensayos que componen el primer libro de la joven escritora mexicana valeria luiselli,

Papeles falsos, editado por sexto piso. luiselli estuvo en chile a mediados de mayo y lo presentó también por primera vez. un hallazgo que une el amor literario con la vida íntima cotidiana. Arrendamientos Existen personas que han hecho un verdadero arte de la actividad tediosísima de visitar inmuebles vacíos; gente que se pasea por una ciudad visitando departamentos o casas en renta, desamueblados y en ruinas, para luego llegar a sus propias casas –perfectamente habitables y de seguro más bonitas– e imaginar dónde recolocarían el piano, el escritorio y el librero en aquel otro lugar vacío. «Cosas, cosas y más cosas», se quejaba Robert Creeley y «ningún lugar en dónde estar». Los lugares vacíos ejercen sobre nosotros una fascinación que a la vez estimula y desconcierta. La mirada –que no es más que una extensión, una mano de la mente– se complace y entretiene rellenando espacios huecos. Quizá sea esta inclinación por llenar lo ausente, por completar lo incompleto, una mera malformación del alma humana. Tal vez sea sólo una expresión óntica, dirían los heideggereanos, de una condición ontológica más arraigada e imposible de cambiar: horror vacui expresado en el divertimento ocular y pasatiempo mental de rellenar espacios. Sea como sea, no me puedo declarar libre de culpas. Aunque detesto las mudanzas y los departamentos vacíos me deprimen, también yo he encontrado solaz en colmar ciertos vacíos con la imaginación. Materias primas Llevo semanas posponiendo la urgente puesta en orden del librero. Tomo asiento en la única silla del departamento, los pies apoyados sobre una caja que dice «Cosas de cosina (sic)», y me quedo mirando las estanterías vacías. Nos cambiamos Despierto con el rostro incompleto. Algo le pasó a mi cara durante la mudanza. Como si entre tanta caja se me hubiera perdido la línea de la frente; como si con tanto polvo se me hubiera difuminado la curva de la barbilla. Me estudio en el espejo del baño mientras me cepillo los dientes y trato de conectar la nariz con el entrecejo, el ojo derecho con su ojera irremediable, siempre más oscura que la del lado izquierdo: tengo un rostro lleno de huecos. Un café, un periódico sobre la mesa: salto entre noticias de anteayer. Prendo un cigarro y paso a la sección de cultura. Entre un artículo escueto sobre los aforismos de Lichtenberg y una pésima entrevista a Umberto Eco –infinita época de crisis de Babelia–, encuentro el último retrato de Marguerite Duras. hoy me parezco al último retrato de Duras. Recorto la foto con tijeras de cocina y la meto entre las páginas de un cuaderno: quizá me sirva en algún otro momento, aunque lo más probable es que la olvide ahí. Lo malo de ser coleccionista de papelitos sin un método ni objetivo final es que nuestros cajones y cuadernos se parecen cada vez más a nosotros: un collage desordenado y nunca un catálogo de maravillas. Si vuelvo a encontrar la foto de Duras un día, hurgando en un cuaderno o en un cajón, será sólo por coincidencia. Pero no sé qué dirán entonces esa mirada y esa mano que sujeta una pluma fuente como si fuera el último asidero. 10 | H hueders

Pensión las 24 hrs Busco Escribir de Marguerite Duras entre las cajas de libros; sé que va a ser difícil encontrarlo, pero una vez más no voy a ordenar el librero. Lo que me falta es un criterio: ¿Borges va después de Arlt, Poe, Stevenson o las Las mil y una noches? ¿Pertenecen Shakespeare y Dante a la misma estantería? Es difícil saber cuánto peso vierte el título de un libro sobre el siguiente. Quizá los libros prefieran el azar al «tenue aburrimiento del orden», como anotó Walter Benjamin mientras desempacaba su biblioteca. Del orden accidental, en todo caso, surgen los mejores hallazgos. Es bien conocida la anécdota: la metafísica fue invento casual de un bibliotecario que al recibir la obra maestra de Aristóteles no supo dónde ubicarla. Tras mucho sopesar, colocó los tomos recién llegados detrás de la Física. Para recordar dónde estaban, anotó en su catálogo «tá méta tá física» (literalmente: lo que está después de la física). En esa misma lógica, ¿qué libros compondrían lo metashakespeareano? Quizá no valga la pena ordenar el librero. Los libros en las estanterías se ven bonitos y sugieren preguntas, es cierto, pero aquellos que han salido de su sueño vertical tienen vida propia. Un libro sobre la cama es un compañero discreto, un amante de paso; otro, en la mesa de noche, un interlocutor; el que está sobre el sillón, una almohada para la siesta; el que lleva una semana en el asiento del copiloto, un fiel compañero de viaje. Algunos libros se olvidan. Se olvidan en el baño o en la cocina durante un rato. Son remplazados por otros cuando por fin los consume nuestra indiferencia. Otros reclaman con más vehemencia. Basta con volver a saltar entre sus párrafos. Los pocos que sí leemos, serán lugares a donde regresaremos siempre. Bienes raíces Después de hurgar en una de las cajas, por fin encuentro Escribir en una pila, entre Fuegos y El paseo. Regreso a Marguerite Duras después de mucho tiempo: temo releerla y que esta vez no me diga nada, me aburra, o peor, que me parezca cursi. Abro el libro pero no leo. En vez, encuentro entre sus páginas un boleto de un tren de mi adolescencia: Train No. 6346. Trivandrum Central to Victoria Central Station. one six zero Rupees only, no refunds please. Happy Journey. Departamentos amueblados Un libro abierto no puede callar ninguna evidencia. En su interior están los vestigios concretos de nuestro paso a través de él, todas nuestras huellas, las sábanas después del amor. Y en estos remanentes está la posibilidad de la reminiscencia: principio de una lectura atenta a su historicidad. En los comentarios al margen, en las frases subrayadas y en las notas al pie del lector, comienza la relectura: entre las páginas 42 y 43 de mi edición de Comme un roman, una tira de pastillas Peptobismol caducas; en Manhattan Transfer una postal


ensayo

Raíces | María Luisa Murillo

de la ciudad del insomnio eterno; en la última página de Luces de Bohemia una dirección y un número telefónico; en mi edición adolescente de Rayuela falta el capítulo 68. «La soledad no se encuentra, se hace», escribe Duras. Es la primera frase subrayada en Escribir. Queda todavía un eco de su primera intensidad, pero mentiría si digo que sé por qué fue esa frase, y no cualquier otra, la que me cimbró con tanta fuerza en las primeras horas de un largo viaje en tren de regreso a Mumbai. Seguramente descubrí algo por primera vez, pero ahora lo he olvidado. Volver a un libro se parece a volver a las ciudades que creímos nuestras, pero que en realidad hemos y nos han olvidado. En una ciudad, en un libro, recorremos en vano los mismos caminos, buscando nostalgias que ya no nos pertenecen. No se puede volver a encontrar un lugar tal como se dejó. Encontramos, en todo caso, mitades de objetos entre el debris, incomprensibles notas al margen que tenemos que descifrar para volver a hacer nuestras. Los recuerdos que tengo de Mumbai son fragmentarios, efímeros, casi triviales. Conservo imágenes imposibles: hay rostros que sólo consigo recordar en dos dimensiones; me visualizo en tercera persona, vestida siempre igual –vestido largo color amarillo perico, el pelo recogido en una mascada–, caminando por una misma calle que, sospecho, es la superposición de muchas calles. Sé, además, que algunos recuerdos son elaboración posterior: fantasías labradas durante una charla, exageraciones esculpidas en las distintas versiones de ese párrafo que escribimos una y otra vez en las cartas a nuestros familiares y amigos. Recordar, dicen los etimólogos, significa «traer de nuevo al corazón». El corazón, sin embargo, no es más que un órgano desmemoriado que bombea sangre. Es mejor no recordar nunca nada. También es mejor leer como un lector olvidadizo que, habiendo soslayado temporalmente el final, goza cada momento del recorrido sin esperar la indulgencia de un final que ya conoce. Recordar, releer: transformar el recuerdo: sutil alquimia que nos concede el don de reinventar nuestros pasados. Fletes y mudanzas Todo libro, como todo recorrido, cobra sentido hasta su término. Las primeras páginas de una historia, como los primeros pasos que damos al empezar un viaje, nos parecen incomprensibles hasta no saber cómo acaba. Un rostro también es una historia y requiere tiempo; demorarnos, llegar hasta el final. El retrato de Duras entre las páginas de un cuaderno; el cuaderno sobre una caja llena de libros, que sirve de mesa; y encima del cuaderno, una taza de café a la mitad. Saco el retrato de la anciana y lo estudio. Hoy me parezco a Duras. Vuelvo sobre mi rostro. Veo los muchos rostros que me han hecho. El árbol genealógico de las facciones, las historias de la historia familiar en cada gesto. hay una línea trazada por la alegría de mi madre, unas ojeras profundas como el cansancio de mi padre, un entrecejo atento que me imprimieron los dos. Hay una curvatura del labio: el desliz de alguna abuela; una mirada que recuerda a la soledad ultramarina de un abuelo; un gesto que es la demencia temprana de mi tía. Pero esta cara, como todas, no es sólo una colección de huellas; es también el bosquejo de un rostro futuro. La materia variable de la piel es inconclusa y sus pliegues develan una dirección: porvenir incierto pero ya presente. Como la materia bruta del escultor, que sugiere desde un principio la figura que se asomará tras haberla tallado, un rostro encierra sus futuros rostros. En mi rostro joven intuyo ya una primer arruga de la duda, una primera sonrisa de indiferencia: líneas de una historia que comprenderé después.

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No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies. Franz Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero

Un hombre que duerme georges perec este libro clásico de los sesenta presenta una voz que se habla a sí misma en segunda persona,

un joven que quiere abandonarlo todo, especie de personaje de beckett o ente pascaliano, para desapegarse del mundo de las cosas; luego sale de su habitación a ver el mundo

–la ciudad de parís– como si nunca la hubiera conocido, para diluirse en sí mismo, ya un desconocido. una prosa hermosísima con nueva traducción de la escritora mercedes cebrián, publicada por impedimenta.

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penas cierras los ojos, la aventura del sueño comienza. A la penumbra conocida de la buhardilla, volumen oscuro cortado por detalles, donde tu memoria identifica sin esfuerzo los caminos que has recorrido mil veces, trazándolos de nuevo a partir del cuadrado opaco de la ventana, resucitando el lavabo a partir de un reflejo, la estantería a partir de la sombra un poco más clara de un libro, precisando la masa más negra de la ropa colgada, sucede, tras un cierto tiempo, un espacio bidimensional, como un cuadro sin límites ciertos que formara un ángulo muy pequeño con el plano de tus ojos, como si reposase, no del todo perpendicularmente, sobre el puente de tu nariz, cuadro que, en principio, puede parecerte uniformemente gris, o más bien neutro, sin colores ni formas, pero que, rápidamente sin duda, resulta poseer al menos dos propiedades: la primera es que se oscurece más o menos según cierres con mayor o menor fuerza los párpados como si, más precisamente aún, la contracción que ejerces sobre el trazo de tus cejas cuando cierras los ojos tuviera el efecto de modificar la inclinación del plano en relación con tu cuerpo, como si el trazo de tus cejas formase el eje y, por consiguiente, a pesar de que esta consecuencia no parezca demostrable sino por la evidencia, el de modificar la densidad o la calidad de la oscuridad que percibes; la segunda es que la superficie de este espacio no es regular en absoluto, o más precisamente, que la distribución, el reparto de la oscuridad no se realiza de manera homogénea: la zona superior es manifiestamente más oscura, la zona inferior, que te parece la más cercana aunque ya, evidentemente, las nociones de cerca y lejos, alto y bajo, delante y detrás, han dejado de ser del todo precisas, es mucho más gris, es decir, no mucho más neutra como crees al principio, sino mucho más blanca, y por otro lado contiene, o soporta, una, dos o más tipos de bolsas, de cápsulas, un poco la idea que te haces de una glándula lacrimal, por ejemplo, de bordes finos y ciliados, y en cuyo interior tiemblan, se agitan, se retuercen relámpagos muy muy blancos, a veces muy delgados, como estrías muy finas, a veces mucho más gruesos, casi gordos, como gusanos. Estos relámpagos, aunque relámpagos sea un término del todo inapropiado, poseen la curiosa virtud de no poder ser observados. En el momento en que fijas demasiado tu atención sobre ellos, y es casi imposible no hacerlo pues acaban danzando ante ti y todo el resto es casi inexistente, en realidad, no hay nada mucho más perceptible que el eje de tus cejas y este espacio tan vago de dos dimensiones más o menos perceptible donde la oscuridad se extiende irregularmente, pero desde el momento en que los miras, aunque esta palabra no quiera ya decir nada, claro, desde el momento en que buscas, por ejemplo, asegurarte, por poco que sea, acerca de su forma, o de su sustancia, o de un detalle, puedes estar seguro de encontrarte, con los ojos abiertos, ante la ventana, ese rectángulos opaco que se ha vuelto cuadrado, aunque esta o estas bolsas no se le parezcan en nada. Pero reaparecen, y con ellas el espacio más o menos inclina12 | H hueders

do que se articula sobre tus cejas, un poco después de haber vuelto a cerrar los ojos y, aparentemente, no han cambiado desde la otra vez. No puedes, sin embargo, estar totalmente seguro de este último punto porque, tras un tiempo difícilmente apreciable, y aunque nada te permita todavía afirmar que hayan desaparecido verdaderamente, puedes constatar que han palidecido de modo considerable. Ahora te las tienes que ver con una especie de grisalla a rayas, que sigue perteneciendo a ese mismo espacio que prolonga más o menos tus cejas, pero, se podría decir, deformado hasta el punto de aparecer constantemente desviado hacia la izquierda; puedes mirarlo, explorarlo, sin trastocar el conjunto, sin suscitar un despertar inmediato, pero esto carece totalmente de interés. A tu derecha es donde pasa algo, en esta ocasión una tabla, más o menos detrás, más o menos debajo, más o menos a la derecha. La tabla obviamente no se ve. Solamente sabes que es dura, aunque no estés arriba ya que, justamente, te encuentras sobre algo muy blando que es tu propio cuerpo. Entonces se produce un fenómeno a todas luces sorprendente: en un principio hay tres espacios que nada te permitiría confundir, tu cuerpo-cama que es blando, horizontal y blanco, después el trazo de tus cejas que controla un espacio gris, mediocre, sesgado, y la tabla, finalmente, que permanece inmóvil y es muy dura por encima, paralela a ti, y quizás accesible. Está claro, en efecto, incluso aunque eso sea lo único que esté claro, que si trepas a la tabla, duermes; que la tabla, es el sueño. El principio de la operación no puede ser más simple, a pesar de que todo apunte a que te hará falta mucho tiempo: habrá que reducir la cama, el cuerpo, hasta que no sean más que un punto, una canica, o bien, lo que es igual, habrá que reducir toda la flaccidez del cuerpo, concentrarla en un único lugar, por ejemplo en algo como una vértebra lumbar. Pero el cuerpo, en ese instante, ya no presenta en absoluto la bella unidad de hace un instante; de hecho, se despliega en todos los sentidos. Tratas de llevar hacia el centro el dedo del pie o el pulgar, o el muslo, pero entonces, cada vez, olvidas una regla: que no hay que perder nunca de vista la dureza de la tabla, que había que proceder con astucia, guiar la cuerpo sin que presagie nada, sin que tú mismo lo sepas con certeza, pero es demasiado tarde, cada vez desde hace mucho tiempo, ya demasiado tarde y, curiosa consecuencia, el trazo de tus cejas se parte en dos y en el centro, entre los dos ojos, como si el eje hubiese sujetado todo el conjunto y toda la fuerza de ese eje confluyera en ese punto, aparece de repente un dolor preciso, indudablemente consciente, y que reconoces en seguida como el más banal de los dolores de cabeza.


ensayo

El Barroco diamela eltit

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eo la novela de Carlos Labbé, Locuela, desde el centro mismo de la literatura. La leo como un juego, como un procedimiento, como un deseo agudo de escritura. La leo como simulacro. Como teatro. También leo esta novela como detonadora de imágenes culturales. Federico Fellini hizo del cine un espacio autoral en el cual escenificó sus fantasías. Por supuesto hay que entender que esas fantasías son territorios culturales en los que están escritos unos deseos trazados de antemano. Mientras leía la novela de Labbe pensé en Fellini atrapado, cautivo por memorias de su infancia, o por sensuales imágenes femeninas que le permitían establecer un relato cinematográfico. Pero habría que comprender más finamente a un Fellini que necesitaba, él lo sabía bien, de esas imágenes para establecer una ficción. Y hasta se podría pensar que ni siquiera eran sus fantasías personales, digo, las de él, digo, estrictamente personales, ancladas a su particular imaginario, sino quizás pudo apelar a imaginarios colectivos hasta convertirlos en figuras técnicas a las que él obligaba a actuar “personalmente” parapetado en el oficio de un cineasta con oficio. Pensé en Fellini. Pensé en ese universo femenino que pena, desvela y agobia al protagonista de Locuela y lo empuja a emprender sucesivos doblajes y pensé, cómo no, en Alicia en el país de las maravillas. Carroll o Carlos. Pensé también que yo no era capaz de recordar con exactitud Alicia en el país de las maravillas, no sabía enteramente cómo estaba organizado ese texto, tan citado, admirado y hasta fetichizado. Pensé que cómo pude olvidar sus articulaciones precisas, las de ese libro. Pero, sin embargo, la novela de Labbé o de Carlos o El que escribe la novela me hacia recordar (de manera en cierto modo falsa o ambigua) un territorio conceptual que no era capaz de delimitar y al que, sin embargo, volvía y volvía como un asidero posible o como una necesaria referencia. Recordaba una impresión de lectura difusa o confusa, la recordaba por el salto al vacío propuesto en la novela que estaba leyendo, por el intento del texto que leía de atravesar hacia el otro lado del espejo. Al otro lado del espejo, en esa zona siempre ensoñada de la imposibilidad. Ese lugar en donde la física dice que no, que no, que no y el mito la suple, la nutre o la suplanta. Alicia es uno de los nombres, Neutria el más allá del espejo. Quiero advertir que intento aquí conjeturar, avanzar hacia una posición, digamos, al otro lado del espejo, hacia ese lugar donde la lectura se vuelve peligrosa porque se arriesga a poner o a imponer sus propias tramas (de lectura) y que, por su ajenidad, debe ser entendida como una incursión o una escritura de la escritura. Y, por supuesto, una lectura siempre ficcional, literaria. Leí la novela (como juego, simulacro o teatro de los es-

Con este texto la escritora Diamela Eltit presentó la novela Locuela de Carlos Labbé, a fines de marzo, en la librería Metales Pesados. Agradecemos su gentileza.

tilos y de las técnicas, ya lo dije), una novela que requería sumergirse en una pluralidad, deshojarse a sí misma para así amplificarse mediantes situaciones circulares. Una novela que buscaba producir en sus círculos (en el sentido más borgiano) “lo mismo” pero interviniendo lo que se entiende por “lo mismo” para ingresar en el campo ilusorio de lo diverso. O, como diría Freud, se trataba de una novela regida por el poder del significante que dispara significados que, en realidad proyectan, a la manera de un recuerdo o pantalla, la ilusión o un movimiento camaleónico que esconde la inamovible materialidad de sus cimientos conceptuales. Las técnicas y diversas estrategias. Cuáles o cuántas técnicas y estrategias, pensé. Todas las posibles. Desde la ciudad letrada o amurallada planteada por Bolaño, esa ciudad cerrada, conformada por artistas que se desean, los protagonistas sociales de una letra sin más social que la urdiembre literaria, hasta llegar a los dilemas ultra teóricos abiertos entre biografía y escritura. La universidad (católica), dice la novela, posibilita una escritura, pero en su lugar más sagrado –en la figura arquetípica del profesor– se aloja el asesino de la letra. La academia funda la erótica de la letra y su crimen. Pero esa misma universidad y su carrera de literatura es la que permite atisbar que para la literatura la biografía no se aloja en la bio, nunca en la verdad, sino en la ficcionalización de la bio, porque en esta biografía no bio, se establece la renuncia a los órganos, mediante el impecable placer constructivo, en las sucesivas versiones que aluden a una vida siempre improbable porque la vidaescrita no es vida-bio sino cultura viva. Es Barthes. Una vida “nutriana” que dobla lo real, lo pliega, repliega y lo despliega. Mientras leía Locuela, pensé cómo y en cuánto la literatura se ha detenido en el cuerpo, en sus particularidades, en sus excepciones. Pensé en Violeta, cuyo nombre color violeta, un color mortuorio, en cierto modo trágico, violáceo, se decolora hasta nombrar a la albina. Sí, porque la albina porta una pigmentación excepcional. Se va a blanco. La albina como suspenso de una norma, pero también como La Víctima Perfecta de una novela policial con un éxito de ventas garantizado de antemano, sí garantizado por la figura comercial de la bella albina. Pensé en el pelo, albino. Blanco, plástico, de muñeca. Entonces ese blanco albino, material policíaco, puede abrirle paso a una escritura comercial o policial, esa esperanza (comercial), ese pelo plástico de la muñeca albina, ese crimen necesario que seduce a un mercado de crímenes, ya lo dijo el otro Carlos, Carlos Marx, que el crimen vende. Lo dijo Marx en un siglo complejo, muchos años antes que Joyce haya pensado la literatura hueders H | 13


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Estudios del interior-Chuquicamata (detalle) | María Luisa Murillo

como un territorio de citas y la cita como placer para el texto que la traga. Joyce imaginó el texto como una odisea infatigable sostenida por los dobles imperfectos de Telémaco y de Penélope. Joyce siguió el juego literario “al pie de la letra”, al pie de la Odisea. Pero muchos antes jugó Cervantes con un argumento que se sostenía en la materialidad de la literatura misma, no sólo al escenificar el poder del narrador como articulador del relato sino porque, en otro lugar y desde otro registro, daba cuenta de cómo operaban los modelos literarios de su tiempo y cómo transcurrían los paradigmas sociales de una España que ya se estaba despedazando. También lo hizo Quevedo, el otro poeta joven de un siglo demasiado antiguo, que satirizó sin ninguna cautela a sus contemporáneos, primero los convirtió en letra y construyó para ellos la rima perfecta que era capaz de contener sus hábitos tal como la corporización que es nada más ni nada menos que una corporación que desea lo imposible: el poder literario. Pero Carlos Labbé comprende bien que el campo literario se estructura a partir de un conjunto de rituales de sí mismo. Sabe que cuando se escribe una novela, digamos, literaria, sólo es posible hacerlo desde una cita a ciegas con parte importante de la literatura, una cita incierta, erótica, caótica, agotadora y liberadora. Una cita ciega, de una ceguera albina, blanca, tentadora, que invita al naufragio del que escribe, el mismo naufragio barroco, tan oscuro y poderoso, escrito por el poeta joven Góngora. Labbé, Carlos, Carrol, El que escribe la novela, el destinatario, nos conduce hacia la escena de escritura, nos empuja a un escenario literario, en cierto modo frenético, barroco, técnico, ya lo dije. Y por su vértigo y por sus movimientos, podríamos imaginar que asistimos al umbral de un sueño. Un sueño regido por la agitación de una mano que escribe, que escribe en medio de la devastación de un sismo grado 8.8, justo en el centro de un alto edificio inseguro, en medio de una región siempre telúrica, pero nos recuerda a esa mano que ya ha escrito por siglos, porque la escritura, los estilos y las técnicas le pertenecen enteramente a la literatura. Carlos Labbé nos aporta, con su tercer libro, Locuela, una novela muy impecable o muy notable que llega para incrementar el territorio literario de nuestro inminente porvenir.


ensayo

Contra la belleza rafael gumucio rendidos ante el poder de la belleza, apenas advertimos que es uno de los nombres de la tiranía. ya sea una estrella de cine o una modelo que corta el aliento, un poeta maldito o un guerrillero,

al bello le perdonamos todo excepto envejecer y ajarse. cualquier juicio moral queda supeditado al deslumbramiento estético. desde la liberadora posición del ex guapo, rafael gumucio percibe en la belleza una suerte de monstruosidad, la raíz de las desigualdades humanas. con este nuevo combate, el número trece, tumbona ediciones reanuda la colección Versus de ensayos en contra de los lugares comunes de la cultura.

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omo la cocaína o la heroína, la belleza anula nuestra voluntad, apaga nuestra independencia, nos ata a los caprichos de cualquier traficante que nos entrega por una hora o dos a la modelo translúcida o al héroe al que el viento despeina suavemente la melena. La misma impaciencia, la misma urgencia, la misma insatisfacción que cualquiera otra droga. Una mujer acomoda los rizos interminables de su pelo, ajusta sus pechos en el corsé, sus hombros, la humedad de sus labios; un segundo, menos, un golpe de vista y el sonido, y el calor y el frío quedan para siempre suspendidos en la nada. Nuestras identidades desdobladas y fantasmas se anudan y desanudan como volutas de humo. Diez años pasan en diez minutos, y el frío deja de morder nuestros pies: ya no somos feos, torpes o viejos. Un segundo después lo somos como nunca antes, esperando en pleno tartamudeo infinito otra dosis para pasar la tarde. La belleza es una droga que no se puede consumir pero que sin embargo activa en nosotros todos los mecanismos del consumo. La necesidad de obtener, comprar o vendernos a cualquier costo, entregarnos, perdernos, disolvernos hasta el olvido, el de ella, el nuestro, el del mundo entero. Bajo el poder de la belleza la muerte ya no importa, porque la belleza la desafía y seduce. Al mirarla fijo, al mirarla entera, al no dejar ni un segundo de verla, el vecindario, los autos que atropellan cachorros, la llovizna miserable que mata a un mendigo, deja de importarnos nada. Nuestros oídos ya no se dedican a oír al enemigo que se acerca. Con sólo mirarla nos sentimos fuera de peligro. Fuera del mundo también, sonriendo felices mientras nos devoran los tigres. Lo admitamos o no, reconocemos en la belleza física un poder altamente corruptor. Un poder del que los propios bellos son las primeras víctimas, en la otra orilla del libre albedrío. Imaginen a un niño tímido e inocente que de pronto despierta y ve a sus padres, a sus profesores y a sus compañeros de curso de rodillas a sus pies. Imaginen a ese mismo ser balbuceante en una fiesta viendo a las niñas besarlo antes de hablar, mientras unos desconocidos de un metro noventa y dos, sin saber él muy bien por qué tampoco, juran destrozarle su linda cara a puñetazos. Hija de un accidente, incomprensible e invasiva, nadie odia más la belleza que los bellos mismos. La barba de Jim Morrison y su barriga de borracho consuetudinario, la pierna que Rimbaud regaló en el desierto, la clandestinidad del Che que le permitió toda suerte de disfraces, la muerte de James Dean, que tenía como único objetivo aplastar contra la carrocería de su propio auto su rostro asegurado en miles de dólares. Todos los hombres bueno mozos que he conocido pasan la mayor parte de su tiempo tratando de convencer a los demás que en el fondo son feos.

La gran lucha de los machos no es otra que inventar una belleza propia y remota para conquistar las mujeres. Esta caza, esta búsqueda, este tímido acercamiento, esta estrategia, nos ocupa gran parte de la noche. Nos hacemos acompañar por otros combatientes. Cuando vamos al combate ya amanece, la oscuridad y el silencio han pasado y disfrutamos de los besos y los abrazos de la bella en plena luz del día. El bello, después de que la bella abandonó su cama hace horas, mira ese amanecer solo. ¿Es esa soledad lo que mató tan temprano al Che, a Rimbaud, a Jim Morrison y a James Dean? Acostumbrados a verse en los ojos de las mujeres, no saben cómo es su cara. No teniendo que hacer ningún esfuerzo para conquistarlas, una cierta timidez se queda adherida por siempre a sus acariciadas pieles. Quieren al mismo tiempo no molestar a nadie, no obligar a nadie a nada, pero sufren con desesperación, con la desesperación del que no ha sido entrenado en la dura escuela del rechazo, con la sola idea de que alguien en la lejana China, en la más remota Australia, no los quiera ni los admire. Satisfecho pero triste, el bello acaricia a solas al niño obeso que fue. Acostumbrado a no ver el límite de nada, se interna así en el desierto, sin agua ni víveres, pensando que la arena o el sol tienen el deber de salvarlo. Para él todo es posible y nada demasiado importante. Lo que toca se deshace en sus manos. Los bellos son reyes o reinas, pero se enferman, se agotan, se matan o se dejan matar antes de reinar, porque saben que el poder no podrá conservar sus rostros. Presienten que la multitud que ahora los aclama no tendrá piedad con ellos cuando tropiecen, tartamudeen o se equivoquen. ¿No será eso lo que volvió loco a Calígula, la admiración por tantos años de tanta gente sobre la que de pronto pudo decidir la vida y la muerte? ¿No se vengaba con su crueldad de la crueldad de la tribu, que de niño le impuso todos sus deseos, todos sus sueños, hasta dejarlo sin amigos?

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clásico

Burgueses y dandis charles baudelaire ofrecemos dos textos del genio de la poesía francesa respecto al arte dentro de la sociedad: el primero, irónico y atrevido, lo escribió a propósito del salón de parís de

1846 cuando empezaba en la crónica, a los 25 años; el segundo forma parte de los ensayos críticos maduros de El pintor de la vida moderna, que aparecieron en Le Figaro en 1863. ambos constan en el volumen recopilatorio Salones y otros escritos sobre arte editado por antonio machado libros. A los burgueses~ Ustedes son la mayoría –número e inteligencia–; luego son la fuerza, que es la justicia. Unos sabios, otros propietarios; llegará un día radiante en que los sabios sean propietarios, y los propietarios sabios. Entonces su poder será completo, y nadie protestará contra él. A la espera de esta armonía suprema, es justo que los que no son más que propietarios aspiren a convertirse en sabios; pues la ciencia es un goce no menos grande que la propiedad. Ustedes poseen el gobierno de la ciudad, y eso es justo, pues son la fuerza. Pero es necesario que sean capaces de sentir la belleza; pues si ninguno de ustedes puede hoy prescindir del poder, nadie tiene el derecho a prescindir de la poesía. Podrían vivir tres días sin pan; sin poesía, nunca; se equivocan aquellos entre ustedes que dicen lo contrario: no se conocen. Los aristócratas del pensamiento, quienes reparten el elogio y la censura, aquellos que acaparan las cosas espirituales, les han dicho que no tenían derecho a sentir y gozar: son unos fariseos. Pues ustedes poseen el gobierno de una ciudad donde está el público del universo, y es preciso que sean dignos de esa tarea. Gozar es una ciencia, y el ejercicio de los cinco sentidos requiere una iniciación particular, que no se consigue más que por la buena voluntad y la necesidad. Ahora bien, ustedes necesitan arte. El arte es un bien infinitamente precioso, un brebaje refrescante y reanimador, que restablece el estómago y el espíritu en el equilibrio natural del ideal. Ustedes conciben su utilidad, ¡oh, burgueses! –legisladores o comerciantes– cuando al sonar la séptima u octava hora sus fatigadas cabezas se inclinan sobre las brasas del hogar y las orejas del sillón. Un deseo más ardiente, una ensoñación más activa, los harían descansar entonces de la actividad cotidiana. Pero los acaparadores han querido alejarlos de las manzanas de la ciencia, porque la ciencia es su mostrador y su tienda, de las que se sienten infinitamente celosos. Si les hubieran negado a ustedes el poder de fabricar obras de arte o de comprender los procedi16 | H hueders

mientos según los cuales se fabrican, habrían afirmado una verdad que no los hubiera ofendido, porque los asuntos públicos y el comercio absorben las tres cuartas partes de su jornada. En cuanto al tiempo de ocio, debe emplearse en el goce y la voluptuosidad. Pero los acaparadores les han prohibido a ustedes gozar, porque no tienen el conocimiento de la técnica de las artes, como el de las leyes y de los negocios. Sin embargo es justo, si la ciencia llena las dos terceras partes de su tiempo, que el sentimiento ocupe la tercera, y sólo por el sentimiento deben ustedes comprender el arte –y sólo de este modo se alcanzará el equilibrio de fuerzas de sus almas. La verdad, por ser múltiple, no es doble, y así como en la política ustedes han ampliado los derechos y las ventajas, han establecido en las artes una comunión mayor y más abundante. Ustedes, burgueses –reyes, legisladores o negociantes–, han creado colecciones, museos, galerías. Algunas de ellas, que hace dieciséis años sólo estaban abiertas a los acaparadores, abren ahora sus puertas a la multitud. Ustedes se han asociado, han formado compañías y hecho préstamos para realizar la idea del futuro con toda su diversidad de formas, política, industrial y artística. En ninguna noble empresa han dejado la iniciativa a la minoría que protesta y sufre, que es, por otra parte, la enemiga natural del arte. Pues dejarse adelantar en arte y en política equivale a suicidarse, y una mayoría no puede suicidarse. (…) Ustedes son los amigos naturales de las artes, porque son ricos unos, sabios otros. Cuando ustedes le han dado a la sociedad su propia ciencia, su industria, su trabajo, su dinero, reclaman que se les pague en placeres del cuerpo, de la razón y de la imaginación. Si recuperan la cantidad de placeres necesaria para reestablecer el equilibrio de todas las partes de su ser, se sentirán felices, ahítos y benevolentes, lo mismo que la sociedad se sentirá feliz, ahíta y condescendiente cuando haya encontrado su equilibrio general y absoluto. Es, por lo tanto, a ustedes, burgueses, a quienes estos escritos están naturalmente dedicados: pues todo escrito que no se dirige a la mayoría –número e inteligencia– es un escrito absurdo.


El dandi~ plinar el alma. En realidad, no me equivoco del todo al considerar el dandismo como una especie de religión. La regla monástica más rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la montaña (Ala Ed Din, jefe de la secta de los Haschichins) que ordenaba el suicidio a sus discípulos embriagados, no eran más despótica ni más obedecida que esta doctrina de la elegancia y de la originalidad, que impone, ella también, a sus ambiciosos y humildes sectarios, hombres frecuentemente llenos de fogosidad, de pasión, de valor y de energía contenida, la terrible fórmula: Perinde ac cadaver!* Se hagan llamar refinados, increíbles, bellos, leones o dandis, todos proceden de un mismo origen; todos participan del mismo carácter de oposición y de rebeldía; todos son representantes de lo que hay de mejor en el orgullo humano, de esa necesidad, demasiado rara entre los de hoy, de combatir y destruir la trivialidad. De ahí nace, en los dandis, esa actitud altanera de casta provocadora, incluso en su frialdad. El dandismo aparece sobre todo en las épocas transitorias en las que la democracia no es todavía todopoderosa, en las que la aristocracia sólo está parcialmente vacilante y envilecida. En la confusión de esas épocas algunos hombres desclasados, hastiados, desocupados, pero todos ricos en fuerza natural, pueden concebir el proyecto de fundar una especie nueva de aristocracia, tanto más difícil de romper cuanto que estará basada en las facultades más preciosas, las más indestructibles, y en los dones celestes que el trabajo y el dinero no pueden conferir. El dandismo es el último destello de heroísmo en las decadencias; y el tipo de dandi encontrado por el viajero en América del Norte no invalida en manera alguna esta idea, pues nada impide suponer que las tribus que llamamos salvajes sean los restos de grandes civilizaciones desaparecidas. El dandismo es un sol poniente; como el astro que declina, es soberbio, sin calor y lleno de melancolía. Pero, ¡ay! la marea creciente de la democracia, que invade todo y que nivela todo, ahoga día a día a esos últimos representantes del orgullo humano y derrama odas de olvido sobre las huellas de esos prodigiosos mirmidones. Los dandis se hacen cada vez más raros entre nosotros, mientras que entre nuestros vecinos, en Inglaterra, el estado social y la constitución (la verdadera constitución, la que se expresa por las costumbres) dejarán todavía largo tiempo un lugar a los herederos de Sheridan, de Brummel y de Byron, si es que se presenta alguien digno de ellos. (…) *Como una cadáver. Frase de San Ignacio de Loyola en sus Constituciones prescribiendo la obediencia a los jesuitas.

Raíces | María Luisa Murillo

El hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación que correr tras la pista de la felicidad; el hombre educado en el lujo y acostumbrado desde su juventud a la obediencia de los demás hombres, aquel en fin que no tiene más profesión que la elegancia, gozará siempre, en todas las épocas, de una fisonomía distinta, completamente aparte. El dandismo es una institución vaga, tan extravagante como el duelo; muy antigua, ya que César, Catilina, Alcibíades, nos ofrecen tipos deslumbrantes de ella; muy general, ya que Chateaubriand la ha encontrado en los bosques y en las riberas de los lagos del Nuevo Mundo. El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus súbditos, sean cuales fueren por lo demás la fogosidad y la independencia de su carácter. Los novelistas ingleses han cultivado, más que los otros, la novela de high life, y los franceses que, como el Sr. de Custine, han querido escribir especialmente novelas de amor, han tomado primero la precaución, muy juiciosa, de dotar a sus personajes de fortunas lo bastante grandes para pagar sin vacilación todas sus fantasías, a continuación los han dispensado de toda profesión. Estos seres no tienen otra profesión que la de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar. Poseen así, a su antojo y en gran medida, el tiempo y el dinero, sin los cuales la fantasía, reducida al estado de sueño pasajero, apenas puede traducirse en acción. Es desgraciadamente muy cierto que, sin el ocio y el dinero, el amor no puede ser más que una orgía de plebeyo o el cumplimiento de un deber conyugal. En vez de un capricho ardiente o soñador, se convierte en repugnante utilidad. Si hablo del amor a propósito del dandismo, es porque el amor es la ocupación natural de los ociosos. Pero el dandi no tiene el amor como fin especial. Si he hablado de dinero, es porque el dinero es indispensable para las personas que hacen un culto de sus pasiones. Pero el dandi no aspira al dinero como algo esencial; un crédito indefinido podría bastarle; abandona esta grosera pasión a los mortales vulgares. El dandismo no es siquiera, como muchas personas poco reflexivas parecen creer, un gusto desmesurado por el vestido y por la elegancia material. Esas cosas no son para el perfecto dandi más que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu. Igualmente, a sus ojos, prendados ante todo de la distinción, la perfección del vestido consiste en la simplicidad absoluta, que es efecto la mejor manera de distinguirse. ¿Qué es pues esta pasión que, convertida en doctrina, ha hecho adeptos dominadores, esta institución no escrita que ha formado una casta tan altiva? Es, ante todo, la necesidad ardiente de hacerse una originalidad, contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se encuentra en otro, en la mujer, por ejemplo; que puede sobrevivir incluso a todo aquello que llamamos ilusiones. Es el placer de sorprender y la satisfacción orgullosa de no sorprenderse nunca. En dandi puede ser un hombre hastiado, puede ser un hombre doliente; pero, en este último caso, sonreirá como el lacedemonio bajo la mordedura del zorro. En ciertos aspectos, el dandismo limita con el espiritualismo y el estoicismo. Pero un dandi nunca puede ser un hombre vulgar. Si cometiera un crimen, es posible que no cayera en desgracia; pero si ese crimen proviniera de un origen trivial, el deshonor sería irreparable. Que el lector no se escandalice de esta gravedad en lo frívolo, y que recuerde que hay grandeza en todas las locuras, fuerza en todos los excesos. ¡Extraño espiritualismo! Para aquellos que son a la vez sacerdotes y víctimas, todas las complicadas condiciones materiales a las que se someten, desde el arreglo irreprochable a todas las horas del día y de la noche hasta las pruebas más peligrosas del deporte, no son sino una gimnasia adecuada para fortificar la voluntad y disci-

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crónica

El opio, el miedo, el sueño

“Sin opio tengo frío, me resfrío, no tengo hambre. Tengo ansiedad por imponer lo que invento. Cuando fumo tengo calor, ignoro los resfríos, tengo hambre, mi ansiedad desaparece. Doctores, meditad sobre este enigma”. Jean Cocteau

soledad rodillo

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n La piedra lunar, una de sus novelas más exitosas, Wilkie Collins llena varias páginas con fascinantes descripciones sobre la adicción al opio y a uno de sus más conocidos derivados, el láudano. Sin que se supiera, el escritor estaba narrando en esta novela policíaca su propia afición a esta famosa droga, la misma que utilizaba para paliar sus dolores de gota y reumatismo, y que, en su madurez, lo llevó incluso a sufrir fuertes alucinaciones y delirios, que lo tenían convencido de la existencia de un doble, a quien llamaba “el fantasma Wilkie” y que creía ver constantemente a su lado. Siguiendo el ejemplo de Thomas de Quincey, opiómano por excelencia, para 1862 Wilkie Collins ya se había habituado a tomar varios vasos de láudano al día, en un principio con fines curativos y luego para “estimular el cerebro y calmar los nervios”, el mismo fin que buscaban varios escritores de la época. Su propio mentor, Charles Dickens, recurrió al opio como calmante durante el período de conferencias que realizó entre 1867 y 1868 en Estados Unidos, y describió sus efectos en su inacabada novela, El misterio de Edwin Drood, para la que pidió ayuda al propio Collins, con más experiencia en el tema. De hecho, los conocimientos de Collins pueden verse en varias de las novelas que escribió entre 1862 y 1888 –como Sin nombre y Armadale–, aunque es en La piedra lunar donde aparecen los efectos del opio en todo su esplendor. Las descripciones de alucinaciones y pesadillas causadas por el estupefaciente, y personajes que perdían la palabra o actuaban de manera inconsciente a causa de su ebriedad, retratan lo que le ocurrió al mismo novelista: escribió la historia tan drogado con opio que una vez terminado el libro difícilmente reconoció el trabajo escrito como propio. Y así como Collins y Dickens usaron el opio para calmar dolores y malestares, los turcos –en el siglo XVI– lo usaron para sentirse más valientes en la guerra, los victorianos para recrearse, y los griegos y romanos para hacer dormir, y hasta para morir. El opio podía cumplir con todas esas funciones –y las puede cumplir hasta hoy–, según la dosis y el método que se usara, y la manera como se procesara la planta de amapola de donde se obtiene el opio y sus derivados. El opio proviene de la adormidera (Papaver Somniferum), una planta de la familia de la amapola, de hojas blancas o lilas y centro de color morado oscuro, y que tiene una cabeza que al cortarse exuda un látex blanco y lechoso. La palabra opio viene del griego ópion, que significa jugo en alusión al líquido que brota de la planta: un líquido amargo y acre que contiene altas dosis de alcaloides, de donde la industria farmacéutica obtiene legalmente la morfina y la codeína, mientras que la producción ilícita –principalmente asentada en Afganistán y Birmania, y que equivale al 90% de los cultivos de adormidera en el mundo– obtiene la heroína y el opio para distribuir ilegalmente por el orbe. Ya los sumerios en el 3400 a.c. la llamaban Hul Gil, la planta de la alegría, y Galeno usaba su líquido diluido en alcohol para calmar el insomnio de Marco Aurelio. Griegos y romanos conocieron los efectos sedantes de la adormidera, tal como aparece en las obras de Teofrasto, Plinio y Discórides. Virgilio habló en las Geórgicas de su poder somnífero, tal como Christopher Marlowe en su obra de teatro El judío de Malta. “Yo poseo un fármaco secreto –lo llamo láudano– 18 | H hueders

que es superior a cualquier cosa mortal”, decía Paracelso en el siglo XVI sobre la mezcla de opio con alcohol. Como él fueron muchos los que encontraron en el opio el remedio ideal para hacer dormir, calmar o atenuar dolores del cuerpo, la mente o el corazón. En la historia del arte el opio aparece representado en las imágenes tenebrosas del pintor Henri Fuseli y en las bellas morfinómanas del catalán Hermenegildo Anglada Camarasa. Figura en el Otelo de Shakespeare y el Ulises de Joyce; en El hombre del labio retorcido de Conan Doyle, La buena tierra de Pearl S. Buck, Kim de Rudyard Kipling, El retrato de Dorian Gray de Wilde, El almuerzo desnudo de William Burroughs, Trainspotting de Welsh, y hasta en El mago de Oz. Durante el siglo XIX, en Inglaterra, los médicos más famosos recomendaban el consumo de opio para curar las enfermedades más diversas: tétanos, tifus, histeria, cólera, cáncer o reumatismo. Si en 1830 se importaban más de 22 mil libras de opio desde China, en 1866 la cifra se había duplicado. El poeta Samuel Taylor Coleridge comenzó a ingerirlo a los ocho años y lo siguió usando durante toda su vida para combatir el reumatismo, los dolores estomacales y las caries, hasta hacerse perdidamente adicto durante su estadía en el Distrito de los Lagos. Se cree que uno de sus poemas más conocidos, Kubla Khan, fue escrito bajo los efectos del opio; cuando dice “cerrad los ojos con terror sagrado, pues él se ha alimentado de ambrosía y ha bebido la leche del Paraíso”, se refiere al jugo lechoso de la adormidera. Más barato que el vino o el gin, el láudano no tardó en convertirse en uno de los tragos favoritos de la época romántica y victoriana. Se sabe que Lady Byron llevaba siempre una botellita de él junto con su ejemplar de Justine de Sade, y que el poeta Shelley lo usaba para curarse del dolor de cabeza. Cuando Sir Walter Scott escribe La novia de Lammermoor llevaba dos años tomando láudano para paliar sus fuertes dolores estomacales. Elizabeth Siddal, la pelirroja y apasionada mujer de Dante Gabriel Rossetti, recurre a él para aliviar sus dolores y la depresión; a los 32 años muere de sobredosis de láudano (aparentemente un suicidio) y su cuerpo fue encontrado por el propio Rossetti quien, afectado, pinta en su honor Beata Beatrix, un retrato post mortem donde aparece la Siddal como la Beatriz del Dante, con los ojos cerrados y una flor de adormidera entre las manos. El escritor Alphonse Rabbe –amigo de Víctor Hugo y Alexander Dumas padre– elogió el uso de la pipa de opio. “¿Qué es lo que siempre busco en el fondo de tu cazoleta, oh pipa? Busco, como un alquimista, trasmutar en delicias pasajeras los dolores del presente”, escribió en Álbum de un pesimista (1833), su libro póstumo. Y también está el recuerdo que hace Théophile Gautier de la pipa que le presta su amigo Alphonse Karr y con la que, después de varias inhalaciones, experimentó “una especie de aturdimiento, no carente de cierto atractivo y bastante parecido a las primeras sensaciones de la ebriedad”, o la descripción que hace Dickens en El misterio de Edwin Drood, cuando el protagonista “entra en su propia habitación, enciende su pipa y se entrega en brazos de los fantasmas que ella invoca a la medianoche”. No es casual que Dickens hable de fantasmas cuando se refiere a la adormidera, pues en su época varios artistas e intelectuales recu-


rrieron al opio para explorar el inconsciente, estimular el sueño, y también las visiones terroríficas. El artista Louis Comfort Tiffany, conocido por sus trabajos en vidrio, plasmó en uno de sus jarrones esta idea ensoñadora del opio al recrear una planta de adormidera como un ser fantasioso y soporífico, según puede verse en el museo Metropolitan de Nueva York. “El opio agranda lo que no tiene límites”, escribió Charles Baudelaire en Las flores del mal; Thomas de Quincey, autor de las célebres Confesiones de un inglés comedor de opio, dice que una vez desintoxicado sigue sintiendo los efectos delirantes de la droga: “Aún no han cesado por entero la temible furia y agitación de la tormenta; las legiones acampadas en ellos se están retirando, pero no todas han partido; mi sueño sigue siendo tumultuoso y tal vez las puertas del Paraíso que nuestros primeros padres se volvían a mirar desde lejos, todavía se hallan (según el tremendo verso de Milton) llenos de caras terribles y brazos de fuego”. No pesaba en ese entonces ninguna condena social o moral sobre el opio ni sobre sus consumidores. “No hay que tomar el opio a lo trágico. Hacia 1909 y sin decirlo a nadie, algunos artistas fumaban y ahora ya no fuman. Muchos matrimonios jóvenes fuman sin que nadie lo sospeche; la clase colonial fuma contra la fiebre y deja de fumar cuando las circunstancias lo imponen. Entonces sienten los malestares de una

fuerte gripe. El opio exime a estos adeptos porque no lo tomaban ni lo toman a lo trágico”, escribió Jean Cocteau en su célebre libro Opio: Diario de una intoxicación. El escritor francés había recurrido a la droga tras la muerte de su querido amigo, el genial Raymond Radiguet, y siguió fumando durante toda su vida. “No esperéis de mí que traicione... el opio sigue siendo único... Le debo mis horas perfectas”, dedicó en su libro, donde advierte que la manera correcta de consumirlo es fumándolo en una pipa, “con el concierto secular de este envenenamiento exquisito”, y no como lo hacen los morfinómanos, “adeptos impacientes” y “chapuceros”, a los que el opio les deja “la morfina, la heroína, el suicidio, la muerte”. Burroughs, al igual que otros beat, solía inyectárselo como morfina, tal como relató en Yonqui, uno de sus primeros libros: “La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos de los huesos y parece que uno flota sin límites (…). Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen horrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto volvía la cabeza de modo que nunca podía verla”. Otra eficaz y peligrosa manera de acercarse al miedo, al sueño o a la muerte.

Soledad Rodillo (1974) es periodista y escritora.

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narrativa

La brújula de Noe anne tayler la norteamericana tyler (1941), miembro de la academia de artes y letras de estados unidos, ha ganado el pulitzer (con

Ejercicios respiratorios), ha inspirado películas (El turista accidental, 1986), y ha sido llamada por la crítica una “experta en los hilos que tejen las relaciones humanas”. este último libro suyo (mondadori), que cuenta la historia de un jubilado con hilaridad y profundidad a la vez, prueba perfectamente los motivos de su gran fama: es contundente, sabia y encantadora.

A

punto de cumplir sesenta y un años, Liam Pennywell se quedó sin trabajo. Tampoco era un trabajo del otro mundo. Era profesor de quinto curso de una escuela privada mediocre para chicos. Él no había estudiado para ser profesor de quinto curso. Es más, no había estudiado para ser profesor de nada. Había hecho la carrera de filosofía. Ya, cosas que pasan. Su vida había dado un giro hacia abajo mucho tiempo atrás, y quizá fuera una suerte que Liam hubiera dicho adiós a los pasillos gastados y polvorientos de Saint Dyfrig, a tantas reuniones interminables fuera del horario lectivo y a tantas horas de engorroso papeleo. De hecho, quizá aquello fuera una señal. Quizá fuera el empujoncito que necesitaba para pasar a la siguiente etapa, la etapa final, la etapa de recapitulación, La etapa en que se sentaría por fin en su mecedora y reflexionaría sobre el porqué de las cosas. Tenía una cuenta de ahorros decente y la promesa de una pensión, así que su situación económica no era absolutamente desesperada. Sin embargo, iba a tener que ahorrar. La perspectiva de ahorrar le interesaba. Se lanzó a ello con un entusiasmo que no sentía desde hacía años: en cuestión de una semana, dejó su apartamento, grande y anticuado, y alquiló otro más pequeño, de un solo dormitorio con despacho en un complejo moderno de las afueras, por la carretera de circunvalación de Baltimore. Eso, como es lógico, significaba reducir sus pertenencias, pero mejor así. ¡Simplificar, simplificar! Sin saber cómo, había acumulado demasiados trastos. Tiró montañas de revistas viejas, sobres de papel manila llenos de cartas, y tres cajas de zapatos con fichas para la tesis doctoral que nunca había llegado a escribir. Intentó endilgarles los muebles que le sobraban a sus hijas, dos de las cuales ya eran mujeres adultas y vivían en su propia casa; pero ellas los encontraron demasiado cutres. Tuvo que donarlos a Goodwill. Hasta Goodwill rechazó su sofá, y Liam acabó pagando a 1-800-Got-Junk para que vinieran a buscárselo y se lo llevaran. El resto cupo en la furgoneta de U-Haul –uno de los modelos más pequeños– que alquiló para la mudanza. Una mañana de sábado, ventosa y despejada, del mes de junio, su amigo Bundy, el novio de su hija menor y él sacaron todas las cajas de su antiguo apartamento y las colocaron a lo largo del bordillo. (Bundy había decretado que tenían que pensar una estrategia antes de empezar a cargarlas en la furgoneta.) Liam se acordó de una serie de fotografías que había visto en una de esas revistas que acababa de tirar. ¿El National Geographic? ¿Life? Diferentes personas de diferentes lugares del mundo posaban entre sus pertenencias en diversos escenarios, siempre al aire libre. Había una progresión que iba desde el contenido de una cabaña del miembro de una tribu de lo más primitivo (un cazo y una manta, en África o algo parecido) hasta la colección de una familia acomodada norteamericana, que ocupaba todo un campo de fútbol: muebles y automóviles, múltiples televisores y equipos de música, percheros con ruedas, vajillas para el día 20 | H hueders

y vajillas para ocasiones especiales, etcétera, etcétera. En la acera, la recopilación de Liam, que le había parecido escasa en las habitaciones cada vez más vacías de su apartamento, ocupaba una cantidad de espacio que le producía bochorno. Liam estaba ansioso por apartar sus cosas de la mirada de la gente. Agarró rápidamente la caja que tenía más cerca antes de que Bundy les diera la luz verde. Bundy enseñaba educación física en Saint Dyfrig. Era un hombre esquelético, negro como el carbón, alto como una jirafa, pero capaz de levantar pesos asombrosos. Y a Damian –un muchacho de diecisiete años, mustio y lánguido– iba a pagarle por ayudarlo. Así que Liam dejó que ellos dos cargaran con lo más pesado mientras él, bajo, fornido y deformado, se encargaba de las lámparas, los cacharros de cocina y otros objetos ligeros. Había metido sus libros en cajas de cartón pequeñas, y esas también las llevó él; las amontonó con cariño y minuciosidad contra la pared interna izquierda de la furgoneta, mientras Bundy cargaba él solito con un escritorio y Damian se tambaleaba con una silla Windsor por sombrero. Damian tenía la postura de un tísico: la espalda estrecha y curvada y las rodillas dobladas. Parecía una coma ambulante. El apartamento nuevo estaba a unos ocho kilómetros del viejo; el trayecto era una breve excursión por North Charles Street. En cuanto hubieron cargado la furgoneta, Liam se puso delante con su auto. Había dado por hecho que Damian, que todavía no tenía edad para conducir vehículos de alquiler, iría de pasajero en la furgoneta con Bundy, pero el muchacho se metió en el coche de Liam y permaneció en silencio, nervioso, mordiéndose la uña de un pulgar, escondido detrás de una melena negra y lacia. A Liam no se le ocurrió nada que decirle. Cuando pararon en el semáforo de Wyndhurst, estuvo a punto de preguntarle cómo estaba Kitty, pero decidió que quizá sonara raro que le preguntara por su propia hija. No abrieron la boca hasta que se desviaron, y entonces fue Damian quien dijo: –Chulo, el adhesivo. Como no tenían ningún auto delante, Liam comprendió que Damian debía referirse al adhesivo del parachoques de su auto. (“Adhesivo”, rezaba; hasta entonces, nadie había apreciado la agudeza.) –Gracias –dijo Liam. Y entonces se animó a añadir–: También tengo una camiseta que dice “Camiseta”. –Damian dejó de morderse la uña y lo miró boquiabierto–. Je, je –dijo Liam con intención de ayudar, pero le pareció que Damian no lo captaba.


crónica

El maestro Juan Martínez que estaba allí

Gentileza de Libros del Asteroide.

manuel chaves nogales este cronista sevillano y republicano estuvo perdido de la historia literaria española a causa de la dictadura de franco, y hoy todos se rinden ante su genial uso de la lengua. el periodista Arcadi Es-

pada ha dicho que es “un ejemplo raro de tensión antirretórica, de anticasticismo y de compromiso con lo mejor de su tiempo”. con una prosa viva y exquisita, chaves nogales

(1897-1944) escribió

uno de los mejores libros sobre la guerra civil española, A sangre y fuego, y el fascinante relato El

maestro Juan Martínez que estaba allí, que cuenta las reales andanzas de un bailaor atrapado por azar en la primera guerra mundial y luego en la rusia revolucionaria.

A

nas salía a la calle un movimiento brusco de la cabeza o un tropezón al subir al fiacre –aún había fiacres en París– hacía que el sombrero se ladease, y allí iba Sole arrastrando aquel promontorio desgraciado con su carita de pascuas, que París entero se volvía a mirar. Aprendieron a bailar el tango argentino, y como se querían mucho llegaron a bailarlo con un acoplamiento perfecto. Hubo entonces en París un concurso internacional de danza, y fueron proclamados los mejores bailarines de tango argentino del mundo. Les dieron una medalla conmemorativa, que Sole guarda todavía como oro en paño. Pero aunque se europeizaban tanto y tan bien como si hubiesen sido pensionados de la Institución Libre de Enseñanza y ya ella, que no sabía leer ni escribir, podía ir sin desdoro a comer ostras a casa de Pruny, alternando dignamente con viejas damas royalistes, grandes duquesas rusas y cocotas de lujo, la razón seria del triunfo continuaba siendo el flamenco litúrgico y severo de él. Un día les buscó un empresario de Constantinopla. Quería contratar a Martínez para que fueses a Turquía a bailar flamenco, solo, sin música y encima de una mesa. Nada de mujer ni de frivolidades. Turquía era un pueblo serio. Pagaba una cantidad exorbitante. Juan y Sole se hicieron explicar qué era aquello de Constantinopla, preguntaron hacia dónde caía Turquía, averiguaron el valor de las piastras y se embarcaron en Marsella con rumbo a Oriente. Era el 26 de junio de 1914. Cuarenta días antes de que estallase la Gran Guerra.

Welcome | María Luisa Murillo

la sombra espectral del Moulin de la Galette, en el calvario pedregoso de la rue de Lepic, deslizándose junto a los jardincillos empolvados de los viejos estudios de pintor, que huelen a permanganato y aguarrás; cobijándose en las grietas de la desvencijada plaza de Tertre, en aquel paisaje lunar que es hoy el corazón de Montmartre, va haciéndose viejo mi amigo Martínez. Martínez es flamenco, de Burgos, bailarín. Tiene cuarenta y tres años, una nariz desvergonzadamente judía, unos ojos grandes y negros de jaca jerezana, una frente atormentada de flamenco, un pelo requetepeinado de madera charolada, unos huesos que encajan mal, porque, indudablemente, son de muy distintas procedencias –arios, semitas, mongoles–, y un pellejo duro y curtido como el cordobán. Hace veinte años, cuando Martínez vino a Montmartre, era un mocito chulapo de pañuelo de seda al cuello, hongo y pantalón abotinado. Bailarín, hijo de bailarín, granujilla madrileño y castizo, con arrequives de pillo de playa andaluza, pero muy mirado, de una peculiar hombría de bien y una moral casuística complicadísima, había robado a Sole –una moza de pueblo, alegre y bonita como una onza de oro– y se había ido con ella a París de Francia. Le enseñó a bailar aquel flamenco litúrgico con bata de cola y enagua almidonada, heredado del salón Burrero y el café Silverio. Ella bailaba mejor, sin embargo, una jota trepidante de aldea celtíbera, cuyo sprint final le arrebolaba las mejillas tersas y le hacía palpitar –como buche de paloma en mano– los pechos, muy levantados y oprimidos por el alto corsé de ballenas. Bajo la rúbrica imperial de “Los Martínez” se ganaban la vida bailando en los cabarets de Montmartre. Habían tenido un gran éxito en el Pigalle, en el Moulin Rouge y en un teatrillo de varietés que había entonces debajo de la torre Eiffel. Él era todo un hombrecito, y navegaba bien por aquellas sirtes del Montmartre cabaretero del año 1914, entre maquereaux, apaches, cabotinieres, agentes del chemin de Buenos Aires, pederastas, traficantes de neige, policías que les chantajeaban y honestos y sencillos ladrones. En este mundillo de la delincuencia parisiense, los españoles encuentran siempre la leal protección de ilustres compatriotas que gozan de un bien ganado prestigio. Ella era muy simple, muy alegre y muy buena. Se había ido a correrla con aquel chiquillo simpático abandonando de súbito el cántaro y el refajo. Él, muy pintoresco, con una gruesa cadena de oro en el chaleco y unos luises en el bolsillo, quería ponerla a la moda, y la llevaba a las tiendas de la rue de la Paix, donde entonces vestían a las mujeres con unas robes largas, de tules incitantes, con aberturas y escotes muy aquilatados y fimbrias de piel o pluma. Era la época de los sombreros monumentales. Sole, la pobre, no sabía ponerse aquellos sombreros. Iba la peinadora y se los colocaba, según arte, pero ape-

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nota de editor

Iván Barreto es uno de los editores del sello Alfabia de España. Con este texto iniciamos una nueva sección en la que se invitará a escribir a diferentes editores.

Nadia y Nilda iván barreto

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adolescente. Son estos hermanos “buenos”, los que de alguna manera presencian la degradación (física o moral) de los hermanos winner, como si Nilda y Nadia fueran la terrible anunciación del fin de la unidad familiar y de la caída de los “nuevos hombres”. Unos Adanes traicionados. La familia ya ha resistido, en ambos casos, la ausencia del padre, pero no resiste la prueba del desarraigo. Esto, sobre todo, en el caso de Rocco y sus hermanos, donde Nadia tiene un papel fundamental en la separación y en al argumento de la historia. En cambio en Nilda –y no contaré el final– la adolescente es una casi muda protagonista del recuerdo doloroso de Junior. Dos mujeres que, como Evas de un supuesto paraíso, muestran su cara más fútil, ilusoria y etérea. Esto fue lo que me quedó más claro en la respuesta de Junot a mi correo electrónico. No dijo nada. Entre otras cosas, le pregunté por la relación entre la historia de Visconti y la suya. Me dijo que no la había visto. Un tiempo después –quizá algo frustrado– le pregunté lo mismo a Daniel Gascón, el traductor de los cuentos de Díaz. No me dijo gran cosa, sólo que quizá me equivocaba y que el cuento lo había inspirado la vida del propio Junot y su hermano (y no cuento el final para no echar a perder la sorpresa). Escribir sobre Junot Díaz podría ser similar a hacer una lista de tópicos: inmigración, spanglish, Estados Unidos, fronteras, margen, pobreza, sueño americano, arraigo. La lista podría continuar, incluso podría enriquecerse si hacemos una búsqueda rápida de trabajos académicos sobre sus relatos. Tópicos de los estudiosos y también de su literatura. Aquella cita constante (incluso la que el relato hace a la película de Visconti), el lugar común o, si quisiéramos ser más precisos, el “lugar fronterizo”, es lo que produce una afirmación necesaria: ¡aquí estamos! Fuera de toda identidad monolítica o entre medio de alguna, pero con una experiencia vivida y una historia diferente –o que se debe actualizar– que contar. Lo que hoy se ha vuelto un tópico en la literatura de las segundas y terceras generaciones de emigrados, sigue siendo, sin embargo, una afirmación necesaria.

Welcome | María Luisa Murillo

l primer cuento de Junot Díaz que leí fue Nilda. Antes, había visto la portada de su libro –algo de un señor medio japonés o chino, pensé– y me sorprendí cuando en Alfabia hablamos de editarlo. Nilda es una de la serie de historias de Junior (el alter ego del autor) en las que narra cómo cuando niño conoció a la protagonista de la historia, Nilda, y cómo ésta se volvió una especie de polola –o quizá una stalker– de su hermano Rafa. El relato es uno de los primeros publicados en The New Yorker, revista artífice de la fama del autor, donde además publicó El sol, la luna, las estrellas y Otravida, Otravez (que también publica Ediciones Alfabia). Nilda se parece a Nadia –comienzan por N y tienen cinco letras–; fuera de bromas, el cuento de Junot Díaz y la película Rocco y sus hermanos (1960) de Luchino Visconti, tienen una relación. Así se lo intenté hacer saber a Junot cuando le escribí. La película narra la historia de Rosaria, una mujer del sur de Italia que viaja a Milán junto a sus hijos en busca de un futuro mejor. Allá la espera su primer hijo, Vincenzo, que debe encargarse de su familia, darles una casa y trabajo. Mientras, Rocco y Ciro comienzan a entrenarse como boxeadores. Nadia aparece de improviso una noche en la casa de los Parondi y se lleva el corazón de los boxeadores, que se pelearán hasta provocar la ruptura familiar La inmigración tiene un papel protagónico en ambas historias; la de los dominicanos en Estados Unidos (como el propio Junot Díaz) y la de los del sur de Italia en las regiones del norte. Sin ser reduccionista –los dos procesos tienen características muy diferentes–, tanto uno como otro muestran comunidades cerradas, en las que lo foráneo y negativo está en el propio lugar donde las familias han llegado. Para la madre de Junior, como para Rosaria, la mujer con la que debe casarse cualquiera de sus hijos debe ser de su pueblo o de su país de origen. De igual manera, la comunidad que los recibe muestra resistencia; de hecho algunas mujeres hablan de “africanos” cuando critican a la familia Parondi. Desgraciadamente para las madres, cuenta Junior, las dominicanas iban a dormir temprano y las únicas que quedaban por la calle eran chicas como Nilda: hija de una madre borracha, que ha vivido en un hogar para “niños problema” y que tiene sexo con chicos mayores que ella. También como Nadia, una inmigrante (de la periferia de Milán, Cremona), prostituta que huye de uno de sus clientes. Potenciales amenazas para familias más bien conservadoras que ven el país o la ciudad de llegada como un territorio moderno, donde el buen orden moral y tradicional ha sido dejado de lado en pos del desarrollo y la riqueza. Un orden que pone en duda su viejo paradigma y los lanza como hombres recién creados en este supuesto paraíso. Nadia llega por casualidad a las casa de los Parondi, escapando de un cliente –deducimos– y Simone, el hermano perezoso pero guapo y exitoso como boxeador, se queda con ella. Hasta que Rocco, uno de los hermanos menores, más caballeroso y sensible, se entromete. Rafa –el hermano del protagonista en Nilda–, también boxea, de hecho se lo describe como el nigger guapo, y Junior –que conoce hace más tiempo a Nilda– es el hermano nerd, sin éxito entre las mujeres, pero que se queda conversando y preguntando cosas a la desastrada


crónica

Marco Antonio de la Parra es director de la Escuela de Literatura de la Universidad Finis Terrae. Médico psiquiatra; escritor, dramaturgo, ensayista y guionista de cine y televisión.

Júrame marco antonio de la parra

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guetona, clásica. La competencia será muy dura. Entre Jaime Collyer en África, Beltrán Mena en Marruecos, Rafael Gumucio y su cuestionada obra La deuda, Carlos Labbé y su edición exquisita de Locuela, o Los Lambton de José Gai, que recrea La Serena en el pasado con una escritura que tan solo pasarle por la superficie duele. Francisco Rivas que casi ganó el Planeta Sudamericano y la perturbadora faction de Alberto Fuguet, Missing. Jorge Baradit y su aventura en los terrenos escasos en nuestra tierra de la ciencia ficción, Mauricio Electorat que amenaza con escribir cada día mejor, y la mano pesada de Germán Marín recreando el interior del movimiento Patria y Libertad. Dicen que hay premios manipulados. Este no es de esos. Nunca he sido jurado de tal cosa ni he ganado algo así. Relatos hay de gentiles concursantes que enviaban ostras al presidente del jurado o vinos de selección, “atenciones” para los honorables. No he visto jamás nada parecido o no he estado en el lugar preciso. Esperamos ser justos, no estaría de más. Esperamos orientar a los lectores pero me temo que eso es de lo que más hace falta en nuestro demasiado largo y angosto país: lectores de verdad, ansiosos de saber más del piso en que están parados. La calidad de las obras recibidas es sorprendente, pero he nombrado los más conocidos y estoy seguro que no soportarían una encuesta entre visitantes a librerías. No digo siquiera entre paseantes en la calle. No se lee chileno, ese es el problema, el drama y la desesperación. Y mi experiencia con la escritura nacional es buena y estimulante. Miren nada más el menú que tengo por delante. Servirme la creación literaria chilena del año pasado. Lo dije: de puro pegarle una ojeada me quedo pensando por qué no estamos más orgullosos de nosotros, más contentos, más alegres de leernos. Eso que tanta falta nos hace. Porque un país literario lo hacen no sólo los autores de la tinta en la página en blanco, sino los que la descifran cuando es página escrita y echan a andar sus motores del alma con ese sueño común, esa voz que nos narra, nos piensa, nos versea, nos escenifica. Seré feliz. Lo soy en premios como éste, de obras publicadas sobre todo y también con inéditos, pero confieso el placer de lo editado. ¿Por qué no lo compartimos?

Certain places | María Luisa Murillo

na vez más me toca ser jurado. Esta vez el honor de presidir el premio Municipal de Santiago, de prestigio casi inquietante, tantos años, tanta gente, tantos nombres que saltaron de ahí al mundo. Mi oficina se ha llenado de cajas de todos los géneros. Mezcla de abrumamiento y placer, inicié hace unas horas la revisión primera y casi virgen (nadie lo es en la literatura chilena) de los materiales pudiendo respirar la buena salud de nuestra literatura. Nuestras editoriales independientes que se la juegan con todo son las que más proponen. Libros que ya leí son los menos, libros que conozco y quería leer son los más. Totalmente nuevos un fuerte contingente. Mañana será la reunión con cada jurado constituido. Hoy es lunes y vago la mañana de caja en caja en mi oficina de la universidad. Los de ensayo la tienen cruda, son dos cajas enormes pero hay que cardar bien lo entregado. Hay tesis de doctorado, antologías, estudios técnicos y hasta libros de crónicas humorísticas que no me extrañe de curiosear a pesar de estar ligeramente fuera de la definición de ensayo que planteó el gran Montaigne. Se ven varios que huelen bien: ensayos de historiadores probados, miradas psicoanalíticas sobre el abuso en el convivir nacional, más vueltas a los tiempos más duros recientes, aún no totalmente mudos y olvidados; biografías que habrá que ver si son ensayos o meros recuentos de viajes a través de una vida; la moda Darwin, los manuales para sobrevivir en un sistema exitista neoliberal. En el premio Municipal de Santiago, a diferencia de otros concursos, no hay prelectura ni selección previa. Está todo pero todo lo publicado por autores chilenos o residentes definitivos en el año 2009. La poesía chilena como siempre es un mar. Me descubro disfrutando a Pablo Azócar, tanto tiempo tan buen narrador, esta vez en el verso libre. Está un Thomas Harris enciclopédico que cruza a Shakespeare con George Lucas; un volumen monumental de Héctor Hernández Montecinos; la poesía impresionante de Damaris Calderón, nuestra chileno-cubana; o Andrés Morales; o Claudio Bertoni, que recuerdo nunca me ha fallado como experiencia de belleza extraña y escéptica; la belleza de las líneas de Kurt Folch; Eduardo Guerrero, que definitivamente encontró su camino. Nombres y nombres, conocidos galardonados, y otros en primera edición (que de pronto son una bella sorpresa). Leo en las biografías la huella del bello taller José Donoso que organizó Carlos Cerda en la DIBAM en 1997 y 1998. De narrativa, poesía y teatro. Estuve entre esos profesores y en el cajón de dramaturgia encuentro varios ex alumnos o ex compañeros de trabajo o admirables maestros que seguirán produciendo hasta el último suspiro. La cosa del cuento en Chile demuestra que no solamente de Marcelo Lillo se puede hablar. Gonzalo León, por dar un mero ejemplo, es prosa afilada e insolente junto a veteranos y novatos en un racimo prometedor. Lo que está fuerte de verdad es la nueva novela chilena, esa tan poco leída, tan vilipendiada, presunta desaparecida que colma su caja hasta los bordes y hubiera necesitado tal vez dos. Me detengo ante la calidad de su escritura, tan múltiple, ya sea experimental, ju-

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reseña

• FICHA Perú Gordon Lish EDITORIAL PERIFÉRICA, 2009

Infancia cristóbal carrasco Cristóbal Carrasco (1986) es egresado de Derecho en la Universidad de Chile y autor de la novela Campus, ganadora del premio Roberto Bolaño el año 2009. Escribe sobre libros en 60watts.net y en su blog lavidaretirada.com

El final del camino | María Luisa Murillo

A pesar de la imagen sobreexpuesta de editor y su, digamos, peculiar ejercicio académico como profesor de escritura creativa, Gordon Lish (New York, 1934) es, a fin de cuentas, un hombre devoto de la ficción y del ejercicio personal de ella. Desde el año 1967, Lish ha publicado más de quince libros, y Perú es, hasta ahora, la única novela traducida al español. Perú apareció en 1986 y fue precedida de dos hechos reales. El primero, la muerte de un amigo, Steven Adinoff (a quien Lish dedica el libro) el año 1940, cuando Gordon Lish tenía seis años. El segundo hecho, más reflexivo pero menos intenso, radica en la exhibición en una pantalla de televisión de una cárcel en Perú, muchos años después de la muerte de Adinoff. Ambas situaciones, medianamente alejadas en contexto, hacen que el protagonista de la novela recuerde el asesinato de Adinoff casi neutralmente, mitigando esa muerte con la manera que el protagonista recuerda de esa vida anterior. En su infancia, el protagonista asesino es también un niño débil y deseoso de tomar parte de la vida de sus vecinos, de seguir sus reglas, de comer su comida y vestirse a su usanza y, por eso, gran parte de la novela recorre esa digresión en que el ánimo aspiracional del protagonista se ve enfrentado con una realidad que le otorga mucho menos. En ese sentido, la infancia a la que acude Lish es tan vívida, que por instantes se confunde con los recuerdos personales y, por sobre todo, con la falta de recuerdos que tenemos de la niñez; la infancia, para Lish y para todos, es siempre una etapa que se aleja y que se llena con las versiones presentes. Por esa razón, las imágenes de una cárcel en Perú, al parecer violentas y traumáticas, ejemplifican para el narrador un miedo que parecía perdido y que se revitaliza ante el temor de que su propio hijo recupere los traumas del padre. Como obligando a un salto arriesgado, el Perú de Lish es la imagen de la violencia presente, pero también el miedo no sólo de la violencia anterior, sino del pasado, de la brutalidad del pasado perdido. Nos encontramos, entonces, junto con Lish, ante la encrucijada de hacer ficción –o al menos, de imaginar todos nuestros recuerdos– como si fueran hechos de otros, como si no nos pertenecieran. Por otra parte, y quizás aún más importante, en Perú el protagonista no sólo jamás cuestiona su propia versión del pasado, sino que rememora, casi cándidamente, que su moral de los seis años se mantiene en su adultez. Al menos, en ese contexto, el ejercicio narrativo de Lish es brillante. Como si estuviera en un punto intermedio entre su edición de Raymond Carver y los frutos extraños que ha producido su trabajo ante pupilos como Tom Spanbauer, Gordon Lish recurre constantemente a las frases cortas y a las repeticiones casi líricas que permiten comprender, al menos entre líneas, que la obsesión del protagonista no es neutral, al menos moralmente. En ese intento, deja de ser importante la historia de Lish o los hechos que dieron lugar a la novela, sino que, por sobre todo, se posiciona el universo complejo de la infancia y la mirada penetrante de un escritor que, por sobre su vida, deja fluir a la ficción.

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reseña

• FICHA

Observando a Hume

David Hume: Naturaleza, conocimiento y metafísica Francisco Pereira Gandarillas Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009

joaquín trujillo Cuenta Walter Bruford que en su paso por el palacio de Schönbrunn en Viena, David Hume, entonces ya anciano y muy redondo, fue recibido por la emperatriz María Teresa; cuando el filósofo escocés se retiraba sin dar la espalda a la Habsburgo –según el protocolo de la corte–, la emperatriz comprobó, en la cara aterrorizada de sus súbditos, que debido al enorme peso de aquél, amenazaba con tropezar y rodar por el salón. Entonces, sin mediar solicitud, lo autorizó para darle la espalda a fin que su salida no causase ningún daño. “Sans cérémonie!”, le gritó. Esta licencia oficiosa que otorgaba la emperatriz despechada, creadora de una famosa Policía de Castidad dieciochesca, es hoy una especie de símbolo. Fueron en su momento tan arrolladoras las tesis de Hume contra asuntos de cuya fortaleza dependía la moral pública, o contra esa tendencia escolástica todavía demasiado presente en el racionalismo moderno, que puede decirse sin temor a caer en el desparpajo, lo siguiente: a nadie le interesó que Hume diera la espalda a su Alteza Imperial; les bastó, en cambio, con que se retirara sin provocar mayores contratiempos. Pues sólo temían a su peso físico. No son muchos los filósofos que han gozado del privilegio peligroso de constituir en vida una seria amenaza a esa arraigada pretensión –después, y mucho después de Hume– hoy conmovedora consistente en creerse asistido por un conocimiento certero de las cosas. Poder decir que las cosas son las cosas pese a toda molestia filosófica. Lo que la historia de la filosofía dijo fue que ese genial progresista reaccionario que era Kant, fue quien finalmente se arriesgó a hacer salir a Hume de su presencia pero sin permitirle dar la espalda. Kant se atrevió a mirar a Hume, y de este atrevimiento tan señalado procede un ya viejo cuento de desvelos dogmáticos. David Hume: Naturaleza, conocimiento y metafísica es un libro prístino, necesario para quien se atreva a mirar a Hume entrar en su vida. Su autor, Francisco Pereira Gandarillas, quizá gracias a sus estudios de pregrado realizados en una institución universitaria confesional, parece percibir con mayor capacidad de asombro el poder persuasivo de Hume y las consecuencias de ese poder ante los inmutados antiguos poderes. Un ejercicio propiamente kantiano. El libro recorre el pensamiento de Hume con suma prolijidad, ausencia de digresiones y una prosa a menudo opaca, como si se tratara de un verdadero sistema, sin, por supuesto, tratarlo forzosamente como tal –lo que sería un burdo anacronismo decimonónico, en el cual caen con tanta facilidad incluso los buenos manuales de filosofía. Sin bien David Hume..., es particularmente agradable por su afabilidad (a veces se abusa de flácidas

etiquetas), se extrañan en él posiciones menos legitimadas por la bibliografía de la que se nutrió el autor. Uno recuerda obras monográficas como The Radical Spinoza, de Paul Wienpahl, y desearía poder hallar en este excelente libro, como sí se halla en aquél, una cuota menos recatada de tesis provocativa, antojadiza, o, por último, verdaderamente equivocada. Pereira Gandarillas rehuye con frecuencia terrenos inseguros, como si le aterrara no hallarse en el centro de un macizo continente. Y, claro, pareciera que el espíritu humeano persigue precisamente lo contrario. Con todo, David Hume… es el trabajo de un autor serio, meticuloso y fino. Recordemos que uno de los mayores aportes de Hume consistió en haber puesto en duda, en haber interrumpido, lo que hasta su gran ocurrencia era una verdad tan obvia como de extraordinaria beatería: el que había leyes en la naturaleza misma, y que esas leyes podían, en términos elementales, entenderse como lógicas. A eso se llama principio de causalidad. Hume, entre otras cosas, vio que había repetición, no convicción legal en el acontecer. Y vio que el procedimiento deductivo era circular. ¿De dónde, entonces, podía filosóficamente concluirse que había una ley cierta en las cosas, si la experiencia constata mera repetición, y la mente racional sin cuerpo, algo peor, la mera tautología? Conclusión: el conocimiento inductivo, esto es, empírico, es el único agregativo, pero ni siquiera es certero (Pereira Gandarillas rescata las críticas a esta nueva e inestable convicción). Y hay una conclusión todavía más obscena: si no puede haber ley moral racional, menos podrá haber teológica. Como se ve, Hume es un ícono del New Wave, es el filósofo del riesgo mucho antes que Derrida abuse de la filosofía definiéndola como eminentemente riesgosa. Así lo supo la católica María Teresa sin haber leído ni la tapa de su invitado. Su experiencia de Landesmutter le hizo imaginar un posible desastre físico en su salón. Y evitó ese riesgo.

Joaquín Trujillo (1983) es escritor y ayudante en la Universidad de Chile.

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ilustrados

Hamlet william shakespeare

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xplanada delante del palacio. Noche oscura. Hamlet, Horacio, Marcelo. hamlet.—El aire es frío y sutil en demasía. horacio.—En efecto, es agudo y penetrante. hamlet.—¿Qué hora es ya? horacio.—Me parece que aún no son las doce. marcelo.—No, ya han dado. horacio.—No las he oído. Pues en tal caso ya está cerca el tiempo en que el muerto suele pasearse. [Suena a lo lejos música de clarines y timbales.] Pero, ¿qué significa este ruido, señor? hamlet.—Esta noche se huelga el rey, pasándola desvelado en un banquete, con gran vocería y traspieses de embriaguez y a cada copa del Rin que bebe, los timbales y trompetas anuncian con estrépito sus victoriosos brindis. horacio.—¿Se acostumbra eso aquí? hamlet.—Sí, se acostumbra; pero aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla. Un exceso tal que embrutece el entendimiento nos infama a los ojos de las otras naciones, desde oriente a occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso y en verdad que él solo, por más que poseamos en alto grado otras buenas cualidades, basta a empañar el lustre de nuestra reputación. Así acontece frecuentemente a los hombres. Cualquiera defecto natural en ellos, sea el de su nacimiento, del cual no son culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cualquiera desorden ocurrido en su temperamento, que muchas veces rompe los límites y reparos de la razón, o sea cualquier hábito que se aparte demasiado de las costumbres recibidas, llevando estos hombres consigo el signo de un solo defecto que imprimió en ellos la naturaleza o el acaso, aunque sus virtudes fuesen tantas cuantas es concedido a un mortal, y tan puras como la bondad celeste, serán no obstante amancilladas en el concepto público por aquel único vicio que las acompaña. Un solo adarme de mezcla quita el valor al más precioso metal y le envilece. Aparece la Sombra del rey Hamlet hacia el fondo del teatro. Hamlet al verla se retira lleno de terror, y después se encamina hacia ella. horacio.—¿Veis? Señor, ya viene. hamlet.—¡Ángeles y ministros de piedad, defendednos! Ya seas alma dichosa o condenada visión, traigas contigo aura celestial o ardores del infierno, sea malvada o benéfica intención la tuya, en tal forma te me presentas que es necesario que yo te hable. Sí, te he de hablar... Hamlet, mi rey, mi padre, soberano de Dinamarca... ¡Oh, respóndeme, no me atormentes con la

duda! Dime, ¿por qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura fúnebre? ¿Por qué el sepulcro donde te dimos urna pacífica te ha echado de sí, abriendo sus senos que cerraban pesados mármoles? ¿Cuál puede ser la causa de que tu difunto cuerpo, del todo armado, vuelva otra vez a ver los rayos pálidos de la luna, añadiendo a la noche horror? ¿Y que nosotros, ignorantes y débiles por naturaleza, padezcamos agitación espantosa con ideas que exceden a los alcances de nuestra razón? Di, ¿por qué es esto? ¿Por qué?, ¿o qué debemos hacer nosotros? horacio.—Os hace señas de que le sigáis, como si deseara comunicaros algo a solas. marcelo.—Ved con qué expresivo ademán os indica que le acompañéis a lugar más remoto; pero no hay que ir con él. horacio.—No, por ningún motivo. hamlet.—Si no quiere hablar, habré de seguirle. horacio.—No hagáis tal, señor. hamlet.—¿Y por qué no? ¿Qué temores debo tener? Yo no estimo la vida en nada, y a mi alma, ¿qué puede él hacerle, siendo como él mismo cosa inmortal?... Otra vez me llama... Voy a seguirle. horacio.—Pero, señor, si os arrebata al mar o a la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los peñascos que baten las ondas, y allí tomase alguna otra forma horrible, capaz de impediros el uso de la razón, y enajenarla con frenesí... ¡Ay!, ved lo que hacéis. El lugar solo inspira ideas melancólicas a cualquiera que mire la enorme distancia desde aquella cumbre al mar y sienta en la profundidad su bramido ronco. hamlet.—Todavía me llama... Camina. Ya te sigo. La Sombra hace los movimientos que indica el diálogo. Horacio y Marcelo quieren detener a Hamlet, y él los aparta con violencia y la sigue. marcelo.—No, señor, no iréis. hamlet.—Dejadme. horacio.—Creedme, no le sigáis. hamlet.—Mis hados me conducen y prestan a la menor fibra de mi cuerpo la nerviosa robustez del león de Nemea. Aún me llama... Señores, apartad esas manos... por Dios..., o quedará muerto a las mías el que me detenga. Otra vez te digo que andes, que voy a seguirte.

Fragmento del primer acto, escena x, de Hamlet, según la nueva edición de Nórdica ilustrada por Javier Zabala, con traducción de Leandro Fernández de Moratín.

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Catálogo junio

2010

libros del asteroide

Escritos filosóficos | Leibniz

El quinto en discordia | Robertson Davies

Europa o la filosofía | Massimo Cacciari

Manticora | Robertson Davies

Evguéni Sokolov | Serge Gainsbourg

El mundo de los prodigios | Robertson Davies

Escritos sobre Leonardo Da Vinci | Paul Valéry

A la caza del amor | Nancy Mitford

Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza | Immanuel Kant

Amor en clima frío | Nancy Mitford

Correspondencia| Paul Cézanne

El mercader de alfombras | Phillip Lopate En busca del barón Corvo | A.J. Symons

nórdica

Una educación incompleta | Evelyn Waugh

Alicia en el país de las maravillas | Lewis Carroll

Vinieron como golondrinas | William Maxwell

Los hermanos corsos | Alexander Dumas

Adiós, hasta mañana| William Maxwell

Cuentos fantásticos | Ludwig Tieck

El maestro Juan Martínez que estaba allí | Manuel Chaves Nogales

El festín de Babbette | Isak Dinesen

Vidas e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin | Vladimir Voinovich Adiós, Shanghai | Angel Wagenstein

periférica

Personajes secundarios | Joyce Johnson

Locuela | Carlos Labbé

Vida de Manolo | Josep Pla

Perú | Gordon Lish

En lugar seguro | Wallace Stegner

En Grand Central Station me senté y lloré | Elizabeth Smart

Los inquilinos de Moonbloom| Edward Lewis Wallant

El agrio | Valérie Mréjen

El hombre perro | Yoram Kaniuk La hierba amarga | Marga Minco

sequitur

Memoria del miedo | Andrew Graham Yooll

¿Ha muerto Shakespeare? | Mark Twain La crisis del capitalismo | Karl Marx

gadir

En defensa de la usura | Jeremy Bentham

Alimentar la mente | Lewis Carroll

El misterio de la creación artística | Stefan Zweig

La nariz | Nicolai Gogol

Lujo y capitalismo | Werner Sombart

Incesto | Mario de Sá-Carneiro Cézanne, lo que vi y lo que me dijo | Joachim Gasquet

impedimenta

Confianza en uno mismo | R. W. Emerson

Un médico rural y otros pequeños relatos | Franz Kafka La novela del adolescente miope | Mircea Eliade

alfabia

Un hombre que duerme | Georges Perec

Popism. The Warhol Sixties | Andy Warhol, Pat Hackett

Para leer al anochecer | Charles Dickens

Ella era Hemingway. No soy Auster | Enrique Vila-Matas Mitologías de invierno | Pierre Michon

Catálogo completo en hueders.wordpress.com Encuentra H y los libros Hueders en librerías Altamira, Antártica, Contrapunto

errata naturae

(Huérfanos), Feria Chilena del Libro, Fondo de Cultura Económica, Librería Francesa,

Pere Portabella | Rubén Hernández

Metales Pesados, Milaires, Prólogo, Prosa y Política, Qué Leo, Quimera, Takk,

Elogio de la calvicie| Senesio de Sirene

The Clinic, Ulises, UDP, UC, Usach, Universitaria. En el Café Literario Bustamante

El gesto más radical | Sadie Plant

y el MAC Parque Forestal.

El destripador | Robert Desnos Fisiología de Georges Palante | Michel Onfray Los Soprano for ever | Varios autores

antonio machado libros Salones y otros escritos sobre arte | Charles Baudelaire Correspondencia | Picasso/Apollinaire Recuerdos de egotismo | Stendhal New Thing | Wu Ming 1 La taberna herrante | G.K. Chesterton El lenguaje y los problemas del conocimiento | Noam Chomsky La resistencia a la teoría | Paul de Man 30 | H hueders

Dibujo de Carmen Weschler

La escultura de sí. Por una moral estética | Michel Onfray


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En Junio›

Compases al amanecer de germán marín

Veinte relatos del gran escritor chileno de los personajes de estos cuentos y textos, dice

Marín, “sólo cabe indicar como meras señas de identidad, que algunos aparecen en otros de mis libros, rescatados de esas últimas líneas a fin de permitir que dichas vidas prosiguieran más allá en otras historias. del resto puedo agregar que, independientes de cualquier pasado imaginario, pertenecen a aquella misma humanidad hecha de retazos y de escombros”.

H

Próximo número

revista h

Agosto 2010

#9

• Charles Dickens • Leopardi • Pierre Michon • Phillip Lopate • Válerie Mréjen

hueders | libros: hueders@gmail com, hueders.wordpress.com México: Sexto Piso,

Tumbona, La Cifra, Páramo | España: Periférica, Impedimenta, Nórdica, Gadir, Arcadia, Sequitur, Libros del Asteroide, Errata Naturae, Alfabia | Chile: Bordura. En las mejores librerías


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