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Memorias de Antigua
MEMORIAS ANTIGUA de
Un repaso a la sociedad y la vida de La Antigua Guatemala de 1971
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Méndez Vides
Una fotografía aparecida recientemente por la magia de la comunicación virtual me revolvió la memoria. Hurgué en los rostros infantiles del montón de patojos entacuchados y encorbatados, con el profe atrás, posando en los años sesenta frente a la fachada del templo de La Merced, para identificar a los compañeros de entonces y encontrarme a mí mismo, con dificultad. Con algunos rostros fue más fácil que afloraran los apellidos, como el fosforito Zulecio, Nájera, Baesita, Bocaletti, Caxaj, Betancourt, entre otros cuya imagen se desdibuja y confunde. La vida es cuatro días y el desencuentro la norma. Era el tiempo de la educación elemental, apenas el arranque del camino y la diáspora, porque el destino nos marcó sendas diferentes y disgregó. Uno de aquellos muchachos se marchó del país, y regresó un Domingo de Ramos, cuando me lo encontré en la esquina donde recibiría en hombros la procesión del Nazareno de la Merced, y por azares del destino e igual estatura nos correspondió cargar al lado. Nos reconocimos, charlamos un rato y cuando el incienso nos envolvió prometimos volver a encontrarnos en el mismo sitio al año siguiente, pero él ya no pudo cumplir. El nombre se me borró, pero la cara está allí en la fotografía.
En esos años, La Antigua era una ciudad para estudiantes que acudían a los internados, pensiones y casas de familia durante el ciclo escolar. La estacionalidad del año se daba como en la agricultura, según la posición de la luna, obedeciendo el calendario litúrgico y las tradiciones. Acampábamos en los cerros, invadíamos las ruinas, corríamos por los caminos de tierra, por las fincas y los cerros cortando varillas de coyote para hacer nuestros propios papalotes o barriletes iluminados en octubre, después de la larga temporada de lluvia cuando cruzábamos con botas de hule las avenidas inundadas, y preocupados por los temblores, las erupciones del Volcán de Fuego que nublaban el cielo. La vida en La Antigua iba del asombro a la rutina entre semana, al atol y tostadas de frijol o aguacate en las tardes, a los sábados de mercado y domingos sedentarios de misa y cine.
El templo de La Merced fue mi segunda casa, porque San Francisco el Grande es de nacimiento, pero una vida de viajero me ha llevado de un punto a otro. El cambio más fuerte lo experimenté a los dos o tres años, cuando mi madre permutó su vivienda por una desconocida en la Capital, frente a un gran tierrero, al lado de un moderno desarrollo urbano, lejos de todo, en una galaxia diferente donde permanecimos muy pocos meses, temporada de la que solo recuerdo el júbilo del retorno al hogar de los corredores inmensos, colas de quetzal entre pilares, el naranjal de Valencia en el patio y el arbusto de camelias entre puños de rosales. Desde entonces, regresar me sabe más agradable que partir, y fue triste y alegre cuando nos tocó el cambio al barrio de la Escuela de Cristo, a seis cuadras de distancia, cargando cada quien sus chunches personales. Me movía diariamente hacia La Merced, al colegio y el templo que fueron mi segunda casa, porque es el barrio de mi adolescencia desde cuando nos mudamos a la Avenida El Desengaño.
Recuerdo que en aquellos días hubo una campaña política de un candidato por la alcaldía que prometió en su discurso de cierre en el parque central, frente a un reducido grupo de vecinos, que si votaban por él construiría más ruinas para atraer turismo. Perdió, afortunadamente, y continuó dedicado a su tarea de anticuario, a cuyas manos fue a parar el piano vertical apolillado, para que contaminara el resto del mobiliario, machihembre y vigas del techo, que después de todo ya no sería útil, porque días antes, cuando acudí a la casa del maestro a mi primera lección para tocar el dichoso instrumento, encontré un crespón negro en la puerta de ingreso y el lugar cundido de personas vestidas de luto. Me dieron un sorbo de agua de rosas, y adiós piano.
Termina el empedrado del límite urbano y brota el olor a tierra. El montón de niños pasábamos frente a San Jerónimo a toda carrera, en palomilla, huyendo del maestro de caligrafía que dormitaba hipnotizado observando el paso de las parrillas de las camionetas cargadas de canastos y bultos de mercadería frente a La Merced. El reto era cruzar el arco de La Recolección, esa frágil estructura que se había salvado de varios terremotos por doscientos años. Saltamos sobre las inmensas piedras de ladrillo, que vegetaban en el mismo punto donde cayeron los escombros en 1773. Lagartijas y culebras se escurrían entre los agujeros hacia sus guaridas, rincones oscuros que quizá guardan tesoros de oro o madera. Un vagabundo nos espantó porque estábamos invadiendo su vivienda, pero no nos detuvimos y fuimos a escalar la base del monumento. Desde abajo se percibía inmenso, lo que nos frenó de golpe al intuir de cerca el peligro. A principios del siglo XX era ese exactamente el punto elegido por el club de los niños suicidas para realizar el salto. Las autoridades recubrieron los puntos de apoyo con alambre de púas, para evitar un nuevo atrevimiento. El más aguerrido de nosotros se animó y fue moviéndose de rodillas por el angosto paso, sin perder el aplomo, pálido cuando estuvo en la parte más elevada y frágil, la que se derrumbó en el terremoto de 1976. Recuerdo que fui personalmente a comprobar la noticia de su destrucción a la mañana siguiente, y sentí un profundo malestar. Pero el valor se aplaude y el riesgo no es nada. A nuestro victorioso amigo le costó un triunfo cambiar de postura, del gateo para deslizarse. Bajó sudando frío, y todos le estrechamos la mano con admiración. Yo quise ser el siguiente. Repetí sus pasos y modo. Rompí el ruedo del pantalón en el alambre espigado. Avancé hasta quedar a un par de metros de la cumbre estrecha, donde sentí lisa la superficie por el musgo de los pasados inviernos. Quise agarrarme a la piedra, pero no la encontré firme. Estuve a un punto de alcanzar la gloria, como cuando el caballo le advirtió a Aquiles que vencería en la batalla contra Héctor pero que después perecería. Me acobardé y reculé humillado. Quienes no se habían atrevido festejaron mi intento y el vencedor me agradeció la deferencia, porque estuve a punto de eclipsar su hazaña. Aún me arrepiento de aquella debilidad, pero tras la destrucción del arco también sentí cierto alivio, como cuando se llevaron el piano, o los libros en cuatro idiomas que fueron regalados a la Iglesia cuando la muerte signó otro traslado de inmueble.
Al suroriente se divisa la única salida natural del valle, la puerta que forma la media luna del Volcán de Agua y el de Fuego, denominado así porque está activo quizá desde el período cuaternario, sin vegetación alrededor del cráter, de color azul y ferroso por los minerales. El coloso sorprende de vez en cuando con fumarolas que duran apenas un instante, o luego, en la oscuridad, se vuelve antorcha. Lo común es que se disipe instantáneamente, para que nadie más aprecie el milagro. Al poniente, unido al ardor de Vulcano, se alza la cumbre inactiva del volcán de Acatenango, y luego los picos del cerro Pablo, con sus claros de maizales que me albergaron en la infancia, en mis días de campamento lunar, cuando los amigos explorábamos las rutas sinuosas de caminos angostos formados por el paso de los venados huyendo de las escopetas de los cazadores. En la vertiente opuesta e invisible queda Yepocapa, el poblado que ha sido destruido varias veces por las erupciones y los terremotos que se quedan grabados en la memoria con sus tumbos y escombros de adobe, paja y leche.
Recorro la muralla de cumbres, y mi mirada topa con la cruz de Santiago, con los techos entre quiebracajetes del Hato, la vegetación húmeda del denso monte del Cucurucho, hasta retornar a la inmensidad del más hermoso de todos los accidentes de la tierra, el Volcán de Agua, que según me enseñaron en la escuela está en el tercer patio de nuestras casas. A sus alturas ascendí cuatro veces en la adolescencia, impulsado por la emoción de caminar de noche, iluminado con una linterna, luego de apuntarme en Santa María de Jesús en el libro de los valientes. Recuerdo que llegábamos moribundos al cráter, muertos de frío y sofocados, arrastrándonos por los pajonales para alcanzar a tiempo la cima y presenciar el amanecer: al sur la línea marítima perfecta del Océano Pacífico, y al norte las cúpulas blancas de los templos en ruinas de La Antigua, con la cordillera azul poblada de nubes de telón de fondo. Se respiraba el infinito, tan cercano a la idea de lo sublime.
Nuestra principal costumbre heredada es la celebración de la Pasión de Cristo cada cuaresma, con la solemnidad espiritual, porque el paso de los Nazarenos al ritmo de la banda solemne y desafinada interpretando marchas fúnebres se nos mete a los antigüeños en las venas y en el cerebro, asociado con el aroma del corozo, la comida de época y las alfombras de aserrín elaboradas por una multitud de desvelados devotos. La alfombra queda terminada minutos antes de la llegada del cortejo, cuando totalmente fascinados, de rodillas ante el paso del anda humilde del Nazareno de La Merced, veíamos cómo se destruía el arte barroco y fugaz en lo que dura la interpretación de la marcha procesional por músicos fatigados que van cargando sus instrumentos como cruz la mañana del Viernes Santo.
Recuerdo que en 1969 llovió una semana sin parar, y de madrugada se anunció un deslave de piedras y tierra retumbando desde el cráter del Volcán de Agua, igual que cuando destruyó Ciudad Vieja. Corrimos a buscar refugio en los conventos, cubiertos con colchas y guarecidos de la lluvia en las partes techadas, temiendo más al torrente que a los temblores y el frío. Éramos guardianes de ruinas, amparados en los restos que seguían de pie, temblando de emoción. El aviso tranquilizador llegó con el amanecer. El lodo había detenido su rumbo en el Calvario. Regresamos a casa respirando más tranquilos, no había llegado todavía el fin del mundo.
La fotografía descubierta me devolvió la memoria de aquella época, de los días alrededor de la Consagración de la Imagen del Nazareno de la Merced, en 1971, cuando el tañido de las campanas nos llenó de gozo y entusiasmo, porque la vida en La Antigua giraba alrededor del templo, de la vida sencilla y la espiritualidad. Nuestra realidad era de vida pacífica y amigable, pero todo cambió después del terremoto de 1976. La Antigua de la infancia es el paraíso perdido.