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El Áureo Domingo de Ramos de 1971

Walter Enrique Gutiérrez Molina - Historiador, Secretario Académico, Escuela de Historia, USAC

¡Qué profunda convicción la de los guatemaltecos para conservar los rituales de lo sagrado! ¡Qué manera tan audaz de revestir lo sacro con un atuendo aun más divino! ¡Qué forma de resguardar las joyas más preciadas tenemos en esta tierra! La consagración guatemalteca, la unción a nuestras imágenes más reverenciadas es justamente la explicación más original a todas estas expresiones: con ellas hemos elevado a nuestras esculturas benditas a un nivel más divino; hemos conservado un rito tricentenario y con él hemos incrementado el cuidado de quienes en forma material nos recuerdan la inmaterialidad de la fe.

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Al celebrar las bodas de oro de consagración de Jesús Nazareno de La Merced de esta ciudad patrimonio de la humanidad, no puede uno menos que expresar emocionado la admiración por la forma en que los guatemaltecos y, especialmente los antigüeños, han guardado en lo más íntimo de su ser espiritual el valor de un acto esencialmente guatemalteco y prolijo en interpretaciones pero que se reduce a un valor que lleva poco más de tres siglos pasando de generación en generación: la DEVOCIÓN.

El corazón de cucurucho no puede menos que emocionarse al recordar el instante preciso en que el XVI arzobispo de Santiago de Guatemala, el Eminentísimo Señor Mario Cardenal Casariego y Acevedo, ungió a Jesús Nazareno en el atrio de su templo, en la tarde del dorado Domingo de Ramos, 4 de abril de 1971. No importa que ese recuerdo sea una narración de nuestros abuelos y padres, o sea una vivencia personal. Media centuria ha transcurrido desde aquel hecho, y los lazos de la imagen con su pueblo se han fortalecido gracias a la presencia constante y firme que su hermandad ha impulsado durante estos cincuenta años; y por supuesto, se ha alimentado con las lágrimas de quien lo ve pasar con la emoción o la pena de su diario vivir; por la sonrisa del niño que lo espera para verle pasar de la mano de sus padres o simplemente por quien lo ha convertido en el referente de su cultura y su ciudad.

La historia de la Semana Santa guatemalteca, cuya escritura es una deuda pendiente de saldar en pleno siglo XXI, tiene en los actos de consagración uno de sus capítulos más interesantes, surgidos justamente en el mismo lugar donde se realizó la consagración de Jesús de La Merced, el antiguo Jesús de San Jerónimo y de San Sebastián, solo que 254 años antes cuando Fray Juan Bautista Álvarez de Toledo escribió la primera página de estos actos característicos de la historia religiosa guatemalteca.

A pesar que la consagración de Jesús Nazareno de La Merced, ahora en la capital, está escrita en tres fuentes diferentes, resulta interesante comprender que la conceptualización, mística, justificación teológica y realización del acto salió de la mente del primer mayordomo de la cofradía, Juan Colomo, seguramente en concordancia con el regente de los estudios del gran convento mercedario de Guatemala en aquel año de 1717, Fray Antonio de Loyola. Esto se plantea a partir de no haberse localizado hasta la fecha el protocolo, gestión o liturgia que se utilizó en la ceremonia del 5 de agosto, y que debería estar resguardado en el actual archivo del arzobispado de Guatemala, sino que la información proviene del archivo de la cofradía, la Recordación Florida de Antonio de Fuentes y Guzmán y el Compendio de la Historia de la Ciudad de Guatemala de Domingo Juárros, todos basados en el relato del primer mayordomo.

Es primordial tener presente que la forma de plantear una consagración a una escultura, basada en un profundo análisis apologético y exegético, en pleno periodo barroco, tiene una especial repercusión en todo el ámbito del desarrollo cofrade, no solo para la época colonial -aunque nunca se volvió a repetir dicho acto-, sino para la Guatemala moderna de principios del siglo XX, cuando el 3 de febrero de 1917 Fray Julián Raymundo Riveiro y Jacinto consagró a Jesús Nazareno de Candelaria en una manifestación eclesiástica para manifestar su recuperación después de los duros embates liberales de los gobiernos liberales del último cuarto del siglo XIX. El hecho se volvió a repetir en la capital en la Guatemala posrevolucionaria, convulsa políticamente, el 3 de marzo de 1956 en el templo de la Recolección, cuando Fray Celestino Fernández OFM, consagró a Jesús del Consuelo.

La permanencia pues, de un hecho histórico para la Semana Santa y las cofradías coloniales alcanzó en el siglo XX su cúspide, llegando hasta la segunda década del siglo XXI con inusitada fuerza. Ese momento llegó con la figura del primer cardenal de Guatemala.

El hecho de reactivar las consagraciones en el periodo más cruento de la guerra interna no debe verse como un hecho aislado, hay que tener claro el sentido de traer al mundo capitalista un acontecimiento surgido en un sistema feudal. Y es que los valores que entrañan la consagración no cambiaron entre un momento y otro: el reconocimiento de la calidad artística de la escultura, la historia de veneración y arraigo en una comunidad y la fe que mueve, eran valores necesarios de alimentar en una sociedad en crisis que buscó en la belleza, en la devoción y en la fe un bálsamo para su dolor. Son tan intemporales dichos principios que siguen siendo la justificación para la autorización de las consagraciones hasta nuestros días.

Tampoco fue casual que el reinicio de estás consagraciones se dio fuera de la capital. Y si se iba a salir de la ciudad, el destino no podía ser otro que la antigua Santiago, en el mismo lugar donde surgieron las consagraciones. Esto nos llevó a vivir el hecho que el primer consagrado en esta nueva fase de la historia religiosa y tradicional guatemalteca fuera el Señor de La Antigua Guatemala, cuya dinámica social, demográfica y migratoria era muy diferente en el inicio de la década de los años 70 a lo que es hoy. Aun el turismo interno y externo no era tumultuoso y las familias originarias permanecían profundamente arraigadas al suelo antigüeño; pero también había una fuerte circulación de personas provenientes de comunidades aledañas y cruce de caminos entre la meseta central y la costa, maya hablantes. Por eso se entiende la necesidad de ir y buscar a los creyentes que en Sacatepéquez se daban cita en aquella Semana Santa, el mensaje de paz, de valentía, de esperanza y de solidaridad con hombres, mujeres y niños que el Cardenal lanzó en aquella alocución de consagración, deja ver con claridad el interés y el deseo de realizar la unción de una imagen que podía reunir a sus pies a todo este universo de guatemaltecos.

Después de 254 años de haber salido de La Antigua Guatemala, la historia de las consagraciones dejó un legado maravilloso: el mismo lugar que atravesó Fray Juan Bautista Álvarez de Toledo para entrar a consagrar a Jesús de La Merced en 1717, fue el mismo lugar que sirvió de marco imponente para que SE Mario Cardenal Casariego ungiera a Jesús de La Merced. Los tres grandes señores del arte colonial guatemalteco que fueron vinculados con sus comunidades (criollos, mayas y africanos) quedaron indisolublemente unidos por el sagrado óleo: Jesús de La Merced, el primer consagrado de la historia en Santiago de Guatemala; Jesús de Candelaria, el primer consagrado en la Nueva Guatemala de la Asunción, y Jesús de La Merced, el antiguo Nazareno de San Jerónimo, el primer consagrado en La Antigua Guatemala.

Lejos estaba Fray Antonio de Loyola, quien predicó el 6 de agosto de 1717 diciendo: “¿Pero a quién se le debe esta exaltación de esta imagen sagrada? a quien se ha de deber sino a Nuestro Príncipe Ilustrísimo, que con su acostumbrada magnanimidad lo consagró”; cuando el 4 de abril de 1971 fue justamente un príncipe de la iglesia quien ungiría al Nazareno mercedario como primicia de los consagrados en La Antigua.

Nada sabemos del clima que hubo en Santiago de Guatemala el 5 de agosto de 1717, pero si sabemos que el 4 de abril de 1971 la monumental Merced brillo y convirtió en un áureo recuerdo el momento de la unción con los santos óleos a quien desde que se quedó solo en el valle de Panchoy, en su pequeña ermita de San Jerónimo y luego en la derruida iglesia de San Sebastián se convirtió en el recuerdo permanente de la fe del pueblo, en el corazón de sus devociones, nostalgia y orgullo.

La primera vez que escribí para la Revista La Reseña anoté una frase: “La Antigua es mercedaria y Jesús de La Merced es La Antigua”, con esa misma idea y convencido que cada Domingo de Ramos, Lunes Santo y Viernes Santo se refrenda esta relación, la ocasión de celebrar este cincuentenario es la oportunidad ideal para que el recuerdo de aquel 4 de abril siga brillando, a pesar de las circunstancias en que nos ha tocado vivir la presente cuaresma y Semana Santa y que La Antigua entera pueda pronto reunirse de nuevo a los pies de su Nazareno en el lugar en que brilló tan intensamente en la historia de las consagraciones de Guatemala.

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