EDITORIAL
LA HERMANA HISTÉRICA
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urante los últimos meses del convulsionado 2018 empezamos a fraguar una versión digital de esta revista Orsai. Mientras componíamos la edición en papel que tienen en las manos, al mismo tiempo, armábamos la nueva versión móvil que se hizo oficial el 1 de enero en RevistaOrsai.com. Es gratificante —pero sobre todo un alivio— inaugurar la versión web de Orsai sin que resulte un reemplazo del formato tradicional. En general, las revistas digitales nacen cuando fracasa su versión en papel; son un premio consuelo. Pero no es el caso: la Orsai de siempre sigue viva. Con el mismo relajo en la periodicidad, pero fuerte y robusta. ¿Por qué, entonces, abrimos una versión web? Fue por casualidad. Una tarde de agosto de 2018 Rodolfo Palacios (nuestro experto en policiales) me mandó un mensaje de WhatsApp preguntándome si nos interesaba una charla exclusiva con Nahir Galarza, la chica que mató a su novio. En ese momento ella todavía no había hablado con la prensa y Rodolfo, como siempre, tenía la prioridad. Hubiera sido increíble contar con ese contenido, pero le dije la verdad: «Con la revista en papel vamos a salir recién en enero de 2019... Va a ser tarde». Y así nos perdimos esa crónica, que finalmente publicó El País de España firmada por nuestro amigo. Un mes después nos pasó algo similar. Pity Álvarez, un músico popular, había matado a su vecino y nosotros conocíamos a un buen escritor que hizo la escuela secundaria con el músico; le podíamos haber pedido un perfil personal sobre Pity Álvarez justo la semana en donde todos los medios se iban a poner morbosos. Pero claro: la revista en papel quedaba lejos en el tiempo. Y fue así que pensamos en fundar una versión de Orsai más vertiginosa, justamente para estos casos de coyuntura. Una revista que complemente a su hermana de papel y que, al mismo tiempo reúna de nuevo a los lectores alrededor del fuego, que es cuando los proyectos se ponen más divertidos. El proceso de construcción de la nueva Orsai web fue intenso y lo urdimos en silencio. Muchos de ustedes participaron de la fase beta, hicieron sugerencias y propusieron ideas. Probamos tipografías y chequeamos enlaces rotos. Creamos la web entre todos. Nosotros desde la edición y el desarrollo, y ustedes como accionistas, administradores y conejillos de indias. Desde el 1 de enero RevistaOrsai.com es de acceso libre y gratuito para cualquier lector del mundo. Estamos orgullosos de cómo quedó, pero esta versión en papel, la que ahora tienen en las manos, sigue siendo nuestra preferida. Espero que a ustedes les pase igual. En lo personal, para mí es un lujo trabajar con lectores tan generosos desde hace ya más de ocho años. Les agradezco mucho que nos acompañen en esta nueva etapa de la hermana histérica, y que sigan siendo nuestros amigos alrededor del fuego. Hernán Casciari LE FALTAN LOS ARITOS. ¿NO LE VAS A PONER LOS ARITOS? 3
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n Santa Mónica, ahí es donde fue más feliz», me dijo Pamela, amiga y compañera de yoga de mi hermana, Jorgelina. Tomábamos mate en la cocina de la casa de San Isidro donde ella había vivido hasta su muerte. Un año mayor que yo, Jorgelina, de ahora en adelante Lucio (así le decía desde chiquito, por una razón pequeña y demasiado larga de explicar), se fue el 14 de febrero de 2014 por las derivaciones de un cáncer que empezó en la mama izquierda y, tras resistir los embates de la medicina, terminó contaminando su hígado hasta matarla con apenas 43 años. Diez días antes de eso, Pamela y mi hermana habían hecho un viaje a Río de Janeiro para pasar un fin de semana largo. Fue su último paseo. Todavía en Río, Lucio me envió un WhatsApp pidiéndome que la fuera a buscar a su regreso, y eso hice al día siguiente. Recuerdo haberme impresionado cuando la vi asomar en Migraciones de Aeroparque: estaba muy desmejorada. Se había ido una Lucio todavía elegante, la hermana encendida que, aun castigada por la enfermedad, conservaba su gracia con conmovedora convicción, y cuatro días más tarde había regresado el eco
PABLO PERANTUONO Buenos Aires, 1971 Periodista y escritor. Sus trabajos fueron publicados en las revistas Rolling Stone, Anfibia, Gatopardo, Noticias y Brando y los diarios Clarín, La Nación y Perfil. Obtuvo un master en Periodismo en la Universidad de Columbia. Actualmente es editor jefe de la revista digital La Agenda. Junto a Mariano del Mazo publicó el libro Fuimos reyes y recientemente lanzó Teoría del derrape, su primera novela. Es la segunda vez que publica en Orsai, luego de la entrevista al Indio Solari del N8.
DEJÁLE EL PELO LARGO, SI NO SE PARECE A UN VARÓN. 8
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otoñal de esa expresión, una mujer que empezaba a despedirse. Veinte días después del entierro, con las secuelas de la paliza todavía en mi cuerpo, esta vez fue Pamela la que me escribió por WhatsApp. Me pedía vernos. «Tengo que contarte algunas cosas que charlé con tu hermana en el viaje», dijo, misteriosa. La noté asustada: todo alrededor estaba en llaga. Aquellos eran días complejos. Un largo blues estaba por concluir —la eterna enfermedad, la impotencia, la asfixia de ver sufrir a una hermana— pero su coda final prometía perpetuarse en el tiempo. Yo recién comenzaba el proceso de metabolización del choque, un poco por la cercanía del hecho y otro poco porque, como mi hermana estaba divorciada, debía ocuparme de todo lo que ella había dejado en la tierra: propiedades, capital, pertenencias, recuerdos. Nunca es fácil acomodar el patrimonio póstumo de alguien querido: es como barrer los cristales rotos de tu alma. Aquella mañana soleada de marzo, Pamela llegó y me dijo, con alguna dificultad: «Tu hermana quiso irse a Brasil conmigo para darme algunas indicaciones para cuando
no estuviese más». Recuerdo que reparé, por un instante nomás porque no quería distraerme en las formas, en la expresión que había usado Pamela: «Cuando no estuviese más». Ese eufemismo que revelaba la dificultad para verbalizar el espanto. Pero después recuerdo otra cosa: mi sorpresa. Pamela era de mucha confianza para Lucio, una suerte de alma gemela con quien había encontrado una conexión emocional construida a fuerza de Asanas y meditaciones. Alguien a quien había conocido en una faceta ulterior de su vida, cuando dejó de ser una alta ejecutiva de una corporación para convertirse en una persona que buscaba todos los caminos posibles para sobrevivir. Pamela hablaba; yo la escuchaba en absoluta quietud. Me contó que mi hermana le había dado detalles pormenorizados acerca de la distribución de algunos bienes. Lucio había planeado todo, incluso su final: como epílogo de su paso por este mundo, quería que la cremásemos y que esparciéramos sus cenizas en las playas de Santa Mónica, en California, Estados Unidos. «Fue el lugar en dónde más plena se sintió», dijo Pamela antes de irse.
YA NO SOS UN BEBÉ. LAS NENAS GRANDES NO LLORAN. 9
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po después, por el de los amigos en común. Nos llevábamos once meses —ella era más grande que yo—, y si bien a los veintipico tironéabamos de las mismas personas —Lucio se puso de novia con Claudio, un gran amigo mío, y me costó asimilarlo— con la llegada a la adultez las charlas se volvieron un lugar de encuentro para ambos. Más aún desde que palabras como metástasis o remisión aparecieron en su universo. Como ocurre con los vínculos que son absolutos, es decir, que no están subordinados a las estaciones sino a los genes, conmigo Lucio era capaz de cubrir un arco de reflexiones verdaderamente amplio: podía hablar de complejidad de las relaciones modernas y diez minutos después poner una voz de nena y hablar de su gato. Ese fue el tesoro que conservamos y que la adultez o el dolor no nos robó: generamos un mapa de complicidad palpitante que nos permitía ir y venir libremente de la cavilación al disparate, sin cuidarnos de abusar de la deriva filosófica («¿Y si la monogamia finalmente es imposible?») o de los chistes malos («Me dicen asistencia perfecta: vino el lunes, vino el martes, vino…»). Muchas de esas conversaciones se daban en el living de su casa, con ella sentada sobre su sofá de cuero blanco de dos plazas, el lugar en donde conectaba con su galaxia. Allí, comiendo helado o tomando Malbec, miramos decenas de películas y series juntos. Y allí fue que no pudimos pasar del quinto capítulo de Breaking Bad, cuando Walter White decide empezar un tratamiento contra el cáncer. Su internación final tomó cuatro días y fue una oscura vigilia que sirvió para juntarnos con amigos y despedirla. La certeza de que era el fin yo la había tenido un poco antes, en el viaje en mi auto hasta el sanatorio, una mañana clara de lunes. Verla doblegarse de dolor ante cada frenada, con la cara apagada y amarilla por la implosión de la bilirrubina, hundida de repente en un pozo de mutismo y soledad, fue una pesadilla que todavía hoy, mientras escribo esto, sigo atravesando. Tener que seguir manejando en esas condiciones
La despedí y me quedé solo en la casa de San Isidro, en el hogar que había sido el refugio de mi hermana, rodeado de sus fotos, sus muebles y sus gatos. Pensé en llamar a mi vieja para contarle, pero me detuve. Necesitaba acomodar la información nueva, que era mucha. En primer lugar, había algo en la naturaleza de mi hermana que me resultaba ligeramente inquietante. Lucio había dejado una suerte de testamento informal y yo, que era su único hermano, lo conocía después de su despedida. El solo hecho de imaginarla hablándole a una amiga de cosas tan esenciales me provocaba un sentimiento extraño. ¿Por qué no me lo dijo?, pensé, ¿por qué eligió un intermediario, aun tratándose de alguien confiable e insospechadamente cuidadoso, para compartir algo tan nuestro? Con el tiempo entendí que fue la forma más adecuada que encontró: desollados como estábamos, cualquier diálogo sobre el asunto entre nosotros, por más relajado que hubiese intentado ser, hubiera resultado imposible. Desde hacía un año largo, desde que la enfermedad había vuelto a atacar con una voracidad inusitada, al tiempo que nuestro vínculo se afianzaba también emergía su contracara: la desesperación, el enojo turbio y zigzagueante y la sospecha de que el tsunami venía por nosotros. La tierra temblaba. Los animales se escondían o se subían a los árboles. El cielo crujía y se volvía gris pero yo siempre trataba de atisbar el claro. Que no aparecía. Esa permanente sensación de intranquilidad infectaba nuestra vida cotidiana, convirtiendo cada día en una batalla desigual y desgastante, y a la vez cubierta por una materia que era del orden de la superstición. Como si no mencionar el asunto, como si no hablar o conjeturar sobre el día posterior al cataclismo, fuera también una forma de conjurarlo, una tácita y bizantina manera de darle la espalda, de que no ingresara en la categoría de lo inevitable. Nos queríamos mucho. Hacía rato que habíamos dejado de competir por el amor de nuestros padres o, tiem-
QUÉ LINDA SOS, PARECÉS UNA PRINCESA. 10
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la brisa del mar y por su novio de entonces, Lucio había encontrado su nirvana.
fue como mantener la calma en un precipicio. Quería gritar, pero no podía. Ni siquiera lloré: no quería que, aun perdida, me viera derrotado. Pero lo cierto es que ella se iba y yo me quedaba solo. Mi hermana mayor, la que me había cuidado aunque yo no pudiera recordarlo o reconocerlo, aquella con la que había aprendido a nadar, a andar en bici, a repetir de memoria las capitales de Europa, me abandonaba hasta el fin de los tiempos. De todas las sensaciones, la más difícil de aceptar, por la enorme culpa que escondía entre sus pliegues, fue la del alivio. ¿Cómo podía ser tan egoísta?, pensaba. ¿Cómo diablos podía sentirme aliviado por la muerte de mi única hermana? ¿Cómo podía ser ese un sentimiento honesto si eso que había sucedido me acompañaría para siempre como un estigma, de la misma manera en la que, en la Edad Media, los delincuentes colgaban una enorme piedra desde su cuello? «Cuando alguien se enferma de cáncer, su entorno más cercano también se enferma», me había dicho, en privado, el oncólogo de Lucio. En ese momento me pareció exagerado, además de injusto: era mi hermana la que perdía el cabello, era ella la que se retorcía de dolor como una lombriz, ella era la que había convertido su cuerpo en un laboratorio ambulante, la que quedaba devastada con cada quimioterapia, con sus venas detonadas por un cóctel de drogas que al tiempo que mitigaban los efectos del pacman interno, destruían, como Atila, todo lo que encontraban a su paso. Pero la visita de Pamela me disparó otros interrogantes. ¿Por qué fue tan feliz ahí, en ese lugar tan extraño? ¿Qué atractivo escondían esas playas, qué había pasado ahí que yo desconocía? Esa deriva mental me condujo hacia otros pensamientos, alguno de los cuales me abatieron un poco, si es que tal cosa, de acuerdo al contexto, era posible: ¿Cuánto conocía realmente a mi hermana? Era evidente que menos de lo que yo pensaba o de lo que estaba dispuesto a admitir. Por lo pronto no tenía idea de que allí, en esas aguas que bañan la península de California, acariciada por
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n poco por su trabajo pero mucho más por decisión, mi hermana conocía el mundo. Había podido recorrer casi toda Europa, parte de Asia, mucho de Estados Unidos. Tenía un par de posgrados y una inteligencia feroz, y era lo que podríamos denominar en términos industriales una workaholic. Esos atributos, sumados a su capacidad para absorber responsabilidades, le permitieron escalar posiciones dentro la empresa de origen alemán en la que trabajaba hasta llegar a los niveles más altos. Lucio se había propuesto ser una estrella en la crispada vía láctea del capitalismo. Aquello le dio millas, garbo, prestigio, dinero, pero también le quitó otras cosas. El «éxito» corporativo, cuyos combustibles son el sacrificio corporal y la entrega intelectual, suele ser como el sol: te da abrigo, incluso te cobija, pero si si te acercás demasiado te termina quemando. Acepta que ingreses a sus mejores salones, pero, más aún si sos mujer, te pide que dejes en los pasillos de entrada parte de tu sensibilidad, incluso tu ternura. Pero además de ese caudaloso patrimonio sensible, Lucio tenía una enorme avidez literaria. Leía mucho y de todo: Flaubert, Samuelson, Fante, novedades, algún japonés, Piñeiro. Pero al igual que la maternidad —que nunca fue un plan de vida—, todas esas inquietudes terminaban tapadas por el mandato del escalafón laboral. Solo cuando decidió dejar su cargo, o sea, cuando una nueva ofensiva de la enfermedad la convenció de abandonar ese estilo de vida para abrazar otro más introspectivo, comenzó a desarrollar esos atributos. Se inscribió en un taller literario en Palermo y, de a poco, comenzó a escribir. No lo hacía mal, solo que lo empezó a hacer tarde. Hace algo más de un año, un mediodía soleado me encontré de casualidad en un bar con un exprofesor mío, filósofo. Estaba
SI EL NENITO TE PEGA ES PORQUE LE GUSTÁS. 11
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sentimiento de orfandad que no se parece a nada, como una ola que avanza, se ensimisma y, en el cenit de su efímera consagración, te humedece los huesos hasta deshacerlos. Con Lucio perdí una aliada, un soldado de mi pequeña patria en el que depositaba no solo confianza, sino tranquilidad. La vida no es pródiga en incondicionalidades, pero ella sí lo fue: sin importar el momento o el lugar, sin siquiera detenerse en la razón del conflicto, se plantaba espalda con espalda conmigo y, con la firmeza de quien distingue al adversario, se paraba de manos para defendernos del mundo. Después veíamos quién tenía razón, pero primero bancaba. Vivimos rodeados de amigos, pero cualquiera que haya desarrollado una relación estrecha y sana con un hermano sabe que ese vínculo sanguíneo, superadas las retenciones absurdas que demanda el ego, es distinto a cualquier otro. Recuerdo haber pensado alguna vez, en medio de esa timba demencial que acompaña la agonía, en lo que podría pasar luego de su partida. Parece algo absurdo, pero me resultaba inevitable. Un poco por ansiedad —un rasgo de época— y otro tanto para no ser sorprendido por la muerte, lo cierto es que mi mente disparaba ráfagas de escenarios hipotéticos. ¿Sería tan doloroso? ¿Podría consolar a mi vieja? ¿Cuánto duraría el duelo? ¿Qué había al día siguiente? ¿Y al otro? Pues bien, cuando sucedió, toda proyección se volvió papel mojado: ahí estaba yo, aplastado y solo, atravesando un dolor inédito. La muerte llegaba con su largo aviso de eternidad, su inconmovible verdad, su olor infinito.
con su mujer, a quien yo creía no conocer. Charlamos mucho, nos pusimos al día. Su mujer se distrajo leyendo el diario. Y en un momento, no recuerdo por qué, nombré a mi hermana como nunca hago: dije «Jorgelina». Fue como evocar un ángel. La mujer dejó el diario y, con la mirada encendida, soltó: «Tu hermana era una genia. Me encantaba lo que escribía». Supongo que me reí, como hago siempre, un artilugio para no emocionarme más de la cuenta. Al rato se fueron. Me quedé pensando y después de atar algunos cabos supe que era Ángeles Salvador, la autora de El papel preponderante del oxígeno, uno de los mejores libros de 2017. Parece que el mundo, además, se perdió a una posible escritora.
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scribo esto, parte de lo que recuerdo, quizás para compensar lo que se fue. A Lucio puedo imaginármela, pero me cuesta mucho recordar su voz. Por más que lo intento, por más que hago un esfuerzo por recrear el tono y el color de su palabra, no logro oírla del todo. Es un sonido que llega difuso, un recuerdo que orbita en alguna constelación, disuelto en moléculas de olvido. ¿En qué otra faceta, si no es en la de una voz que puede evocarse fácilmente, es que una presencia conserva su intrínseca condición, su potencia infinita? Cuando esa presencia desaparece su lenguaje va debilitándose en nuestra cabeza, su llama se extingue en un lento pero implacable fade out. Trato de no reparar en eso, pero cuando lo hago sobreviene, además de la nostalgia, un
¿Cómo podía ser tan egoísta?, pensaba. ¿Cómo diablos podía sentirme aliviado por la muerte de mi única hermana? NEGACIÓN QUÉ GRACIOSO EL NENE, TE LEVANTÓ EL VESTIDITO. 12
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asi cuatro años: eso fue lo que tardamos en cumplir la promesa. A la distancia, supongo que eso fue lo que demoraron en reacomodarse nuestros muebles rotos. Para mi vieja, viuda desde hacía siete años, la pérdida tenía una anomalía adicional: no es natural que una madre despida a una hija de poco más de cuarenta años. Hay un plan que se interrumpe para siempre, una estirpe que se profana. Mi hermana, en parte por la enfermedad y acaso por su carrera, tampoco tuvo hijos. Todo eso confluía para que el ánimo de mi vieja fuera una incógnita, un iceberg de combustión del que solo veía su fachada, pero que imaginaba grande y lúgubre como una catedral gótica. Sentía que nuestros encuentros, sobre todo al comienzo, se marchitaban, saturados de baja energía. Con el tiempo me di cuenta de que eso era una proyección y que mi vieja, con la hidalguía de quien rechaza una invasión, era una experta en el arte de la resistencia. El 29 de diciembre del año pasado, ella, mi mujer —Juliana— y yo volamos hacia Los Angeles para cumplir el último deseo de Lucio. La idea era pasar fin de año allí, y en algún momento del Año Nuevo lanzar las cenizas al mar. Ninguno de los tres conocía la zona, de manera que, además de la carga emotiva con el que fue emprendido, el viaje también tuvo un aspecto revelador, de alguna manera iniciático. El lugar específico al que fuimos es Venice Beach, una aldea neohippie de treinta cuadras con atardeceres de postal, capital de la contracultura durante los años sesenta y setenta. Su costa y sus callejones desbordan mitología. Caminando por
esas playas, un mediodía del verano de 1965 Jim Morrison se reencontró con un excompañero de la Universidad de California, Ray Manzarek, y sentados sobre la arena le propuso formar una banda de rock a la que llamarían The Doors. Para convencerlo, Morrison le recitó los versos del tema «Moonlight Drive», que ya tenía compuesto: «Vamos a estar realmente cerca, nena, vamos a ahogarnos esta noche. Yendo abajo, abajo, abajo...». Inspirada en la Venecia italiana, Venice Beach fue fundada en 1905 y fue trazada con canales y casas bajas para recrear la arquitectura de la ciudad europea. Fue pensada como un balneario para el descanso de los angelinos y del resto de los residentes de la península. Hacia mediados del siglo pasado, la pequeña ciudad comenzó una extraordinaria transformación: la floreciente cultura beatnik la tomó como una de sus mecas. Ya en los sesenta, el aire se llenó de electricidad. Entre el rock y los vientos revolucionarios, en pocos años esta solapa de tierra se convirtió en un enclave soleado en el que era posible fantasear con otra clase de sueño americano, ya no darwiniano sino hedonista: el altar no era el dinero, era el placer. Con el tiempo, ese reducto abigarrado en el que el clima templado, al igual que las gaviotas, no desaparece nunca, también se transformó en la quintaesencia de lo cool, con surfers, skaters, fisicoculturistas, artistas y bohemios en general trepidando sus calles, convirtiendo el lugar en una Babilonia palpitante y sexy, dueña de una personalidad definida, distinta a todas.
Con ella perdí una aliada, un soldado de mi pequeña patria en el que depositaba no solo confianza, sino tranquilidad. IRA DEJÁ ESO, SON COSAS DE NENES. 14
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Esa vibración la percibimos apenas llegamos, y esa fue la primera pista para comenzar a entender el amor de Lucio hacia el lugar: aquello parecía la tierra prometida, la utopía posible dentro del sistema, un descanso asequible, todo lo bucólica, libre y canábica que podía permitirse ser la Matrix. Plagada de negocios y de bares, la calle principal de Venice Beach se llama Abbot Kinney Boulevard, en honor a quien fuera el cerebro detrás del diseño de la ciudad. Su historia es interesante. A fines de la década de 1870, Kinney, que trabajaba en la tabacalera familiar afincada en la Costa Oeste, realizó un largo viaje por Europa y Oceanía. Recorrió España, Grecia, Turquía, Nueva Guinea, Australia e Italia, en donde visitó Venecia y se enamoró de sus canales y de su disposición arquitectónica. Unos meses después, ya en los Estados Unidos, viajaba en tren de regreso a San Francisco cuando la nieve obligó a la máquina a detener su marcha. Kinney, que era asmático, decidió dirigirse hacia el sur de la península de California y, cuando cayó la noche, buscó alojamiento en un resort de la ciudad de Sierra Madre. Como no había lugar y estaba cansado, pidió permiso para dormir sobre una mesa de pool. Al día siguiente le dolía la cintura, es cierto, pero los síntomas del asma habían desaparecido. El clima de la zona lo había hecho posible. Kinney compró un terreno de 250 hectáreas, iniciando un largo romance con la región, que culminaría a comienzos del siglo XX con la realización del trazado de Santa Mónica y Venice Beach, inspirándose en Venecia.
¿Cuánto habrá influido esa atmósfera amable y optimista en la maceración del vínculo de Lucio con el lugar? ¿Cuán aliviada se habrá sentido cuando, ya enferma, pasó un mes aquí junto a Christopher, su novio escocés, hamacada por el murmullo terapéutico del mar? ¿Cuántas caminatas doradas por la playa, descalza y crepuscular, le habrán dado un aliento de sobrevida en su pulseada? Aquella fue la tercera vez que Lucio visitó el lugar. Ocurrió dos años antes de morir, en uno de los tantos viajes que emprendió con Chris, a quien había conocido en Buenos Aires el verano anterior. Es probable que el clima le resultara encantador, tanto o más que el espíritu iconoclasta de la ciudad, su respiración, la gestualidad despreocupada de su gente: hippies de Woodstock algo derrotados, dandies decadentes y melancólicos que fatigan sus calles coloridas con paso jamaiquino, esa aletargada movilidad que nos recuerda que hay algo alienante en el modo en que vivimos en nuestras ciudades. Pensaba en eso mientras caminaba con Juliana y mi madre por la costanera, lo que me condujo a otros pensamientos y a una frase que Lucio cantaba con impostada e hilarante pasión: «El ritmo de la vida me parece mal», del tema «Si no te hubieras ido». La evocación me sacó una sonrisa, porque la recordé riéndose de la colosal elementalidad de la oración, pero disfrutando también de su deliciosa melodía y de la teatralizada intensidad de su cantante, el mexicano Marco Antonio «Camisa Abierta» Solís.
Recuerdo haber pensado en lo que podría pasar luego de su partida. Parece algo absurdo, pero me resultaba inevitable. NEGOCIACIÓN NO SEAS TAN BRUTA JUGANDO, PARECÉS UN VARÓN. 16
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a instalados en Santa Mónica, decidimos que la ceremonia la haríamos durante el atardecer del 1 de enero. Era el momento de bautizar el año y de cerrar el círculo, de hacer aquello que habíamos ido a hacer, de ofrecerle la promesa al Universo. No teníamos muchas precisiones sobre qué o cómo proceder, pero sí sabíamos que sería algo austero, por supuesto íntimo y, aunque laico, cargado de un simbolismo pagano. A pesar de que ninguno practicaba una religión —Lucio tampoco—, sentíamos que, de una manera un tanto oblicua, eso que estábamos por concretar tenía una enorme carga espiritual. Era algo sagrado, aun cuando no tuviera una liturgia ancestral que la respaldara. Era un rito cuyo enorme peso volvía vano todo intento por imaginarlo antes de su ejecución. Aquello era un poco desconcertante. Lo sentía en el aire y en el cuerpo, en la amarga e imprecisa tensión que se fue generando a medida que se acercaba la hora. Mientras más nos aproximábamos al momento de hacerlo, menos quería pensar en él, como si no detenerme en los detalles me permitiese obviar el tembladeral al que me vería expuesto. Las cenizas viajaban en una urna de madera sellada de unos veinte centímetros de largo por diez de ancho. Durante el trayecto, observé la caja con cierta indiferencia, como quien escruta de lejos un objeto poco confiable. No sabíamos cómo eran, no habíamos abierto el cofre, aunque casi tuvimos que hacerlo en la escala en México DF, cuando un policía en la Aduana, no contento con los certificados que debidamente tramitamos, pretendía que
le mostrásemos el contenido. Escaneadas por los rayos X, las cenizas, naturalmente, aparecían como lo que son: polvo sospechoso. «¿Es necesario amigo? Está sellado...», le expliqué. El policía llamó a un superior, un hombre de bigotes poblados que cumplía todos los requisitos del realismo mágico, quien caprichosamente y sin mirarnos nos permitió seguir. Por sugerencia de Juliana, compramos un ramo de flores blancas en una tienda. Ella y mi vieja armaron entonces una suerte de corona en forma de corazón. La idea era improvisar un pequeño altar en la arena, a metros del agua, sobre un lienzo, junto a una foto suya y a un parlante portátil que reproduciría algunas canciones elegidas. Así lo hicimos. Al lado de una hilera de rocas gigantes, rodeados de personas que, ajenas a todo, continuaban con sus actividades, batallando contra el viento que apagaba la luz de las velas y con el rugido del océano de fondo, armamos nuestra breve misa de réquiem. Prendimos varias veces las velas, y una vez que un puñado de ellas lograron permanecer encendidas nos dispusimos a abrir la urna. Desajustamos los cuatro tornillos de sus costados, lo que permitió que la tapa pudiese deslizarse, y cuando lo hicimos descubrimos que las cenizas estaban, además, dentro de una bolsa termosellada, que también abrimos. Las cenizas, efectivamente, eran cenizas: partículas oscuras apenas más grandes que el polvo. No pude dejar de pensar, con una rara mezcla de módico estupor e incredulidad, que allí estaba Lucio, reducida a la casi inexistencia: doscientos gramos de nada.
Vi las cenizas. No pude dejar de pensar que allí estaba ella, reducida a la casi inexistencia: doscientos gramos de nada. DEPRESIÓN LAS NENAS NO GRITAN NI VAN CON PALOS. 18
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Hoy, que lo repaso, emerge una tristeza seca y fantasmal, pero en ese momento la determinación de llevar adelante el plan se impuso por sobre cualquier sentimiento. Antes de abrir la bolsa, le di play a «Ya no estás», de Las Pelotas, un tema festivamente crudo que a Lucio le gustaba y que desde su muerte adquirió nuevos significados («Quisiera verte esta mañana, para olvidarme que ya no estás»). Finalmente tomamos la bolsa y, con alguna dificultad, comenzamos a arrojar las cenizas, que se desprendieron de la caja sin ningún orden. Algunas se montaron sobre una ráfaga de viento y se perdieron en el espacio, otras cayeron de inmediato al mar, mezclándose con la sal, haciéndose mundo; otras pocas sucumbieron de inmediato a la fuerza anatómica del aire y, luego de un breve recorrido, se amotinaron en mi pantalón arremangado, como resistiéndose a marchar. Mi primer impulso fue sacudírmelas, y eso hice, pero luego decidí dejar de hacerlo para mirar el mar, el sol que colgaba en el fondo y todo lo que había adelante: una enorme pampa acuática que nos hacía pequeños. Además de existencial, el rito se convirtió en una desbordante experiencia visual. Hace unos meses, en marzo de este año, falleció la abuela de Juliana. Tenía 93 años y murió en su casa-quinta de Moreno de toda la
vida, rodeada de árboles y frutos centenarios. Había visto pasar el siglo delante de sus ojos. Y antes de morir, lanzó un último estertor en forma de súplica: «Mamá, vení, no me dejes sola», imploró. Su madre, naturalmente, había muerto hacía mucho. Ahí estaba una mujer que había tenido una gran vida, que había tenido amores, hijos, nietos y hasta bisnietos, que había conocido la gloria y la miseria del universo, pero que en el último instante, como si el final estuviera en el punto de partida, concluía su peripecia física anhelando el calor atávico de su matriz. Lucio no vio pasar el siglo delante suyo, pero al menos se despidió al lado de mi vieja y al lado mío, dándonos la mano. Es un consuelo pequeño y hasta insustancial que atempera nuestro crepitar perpetuo. Casi cuatro años después, ahí estábamos en ese lugar parecido al paraíso cumpliendo con aquello que, a través de Pamela, mi hermana nos había pedido hacer. Emocionados, descalzos, anónimos, casi invisibles en la orilla del mar, nos abrazamos aliviados. Algo comenzó a ceder. A nuestro alrededor, el planeta continuaba su galope habitual, ajeno a la solemnidad de eso que había ocurrido ahí: tres extranjeros habían despedido una parte de su pasado. Y las cenizas, rodeadas de flores, nadaban en el mar, buscaban su destino. x
Al menos se despidió al lado de mi vieja y al lado mío. Es un consuelo pequeño que atempera nuestro crepitar perpetuo. ACEPTACIÓN
Nora Aslan Bs. As., 1937
Artista, fotógrafa y arquitecta, sus obras recorren el mundo. Expuso en museos de Buenos Aires y galerías de Chile, Brasil y Nueva York. Destaca por su trabajo con fotografías, collage e instalaciones. Entre otros, obtuvo los premios Federico Klemm, Fundación Konex y Constantini. Es su debut en Orsai.
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SOBREMESA 1 SOBREMESA
NO LLORAR
LLORAR O
H: Esperá que sigue: «Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos».
CHIRI: ¿Lloraste? HERNÁN: Claro, más o menos desde la segunda página. Está muy bien explicada la desolación de la muerte. Además Pablo recurre a met… C: ¡Pará! No quieras empezar tan rápido a hacerte el inteligente. Aguantá un segundo y miráme a los ojos. Quiero saber por qué llorás tan fácil.
C: Cortázar a full, ¿no? H: Sí. Son las “Instrucciones para llorar” que están en las Historias de Cronopios.
H: No lloro «tan» fácil. Lloro cuando corresponde Vos deberías preguntarte, en todo caso, por qué te cuesta tanto llorar. Sos una especie de piedra.
C: ¡Claro, obvio! Cortázar también era de lágrima fácil, como vos. ¿Sabías eso?
C: No lo puedo creer. ¡Seguís llorando ahora, mientras estamos hablando!
H: No. C: Él contaba que solía lagrimear en los cines hasta con las películas más tontas. Y ahora que lo pienso mejor, ¿sabés qué creo? Que vos no sos sensible. ¡Vos lo querés imitar a Cortázar todo el tiempo, hasta con en el verso de la lágrima fácil!
H: No. Esto no es llorar. Es el eco, la estela... Entre nosotros los humanos, veces las lágrimas siguen saliendo mientras ya estamos en otro tema. No sé en tu caso cómo funciona. C: Deberías taparte la cara con la manga por lo menos. Me das mucha vergüenza ajena.
H: ¡Eso no es verdad! C: Y lo peor es que nunca te salió la barba como a él. No me explico por qué carajo seguís insistiendo en no afeitarte. ¿Todavía no te diste cuenta de que sos lampiño?
H: ¡Qué boludo que sos! Llorar es como estornudar, es algo lindo que limpia. C: Puede ser, pero a mí no me sale tan alegremente como a vos. Es como si no tuvieras represa... ¿Te acordás de una vez que te descubrí llorando con una propaganda de Casancrem?
H: Eso tampoco es cierto. C: ¡Miráte al espejo, Hernán! ¿Esa pelusa ridícula que tenés ahí te parece una barba?
H: ¡Era la historia de una abuela que esperaba a los nietos para almorzar!
H: Pará, Christian. No sigas.
C: Era una propaganda de queso.
C: ¿Estás puchereando otra vez? ¿Vos me estás jodiendo o es verdad?
H: Vos tenés un problema de sensibilidad. Te cuesta. Mirá: te leo una cosa que te va a ayudar a llorar sin tanta vergüenza.
H: Bueno, a veces lloro. Ser corpulento no me hace más macho. No soy el Gordo Valor.
C: A ver...
C: ¡Qué bien! Por lo menos servís para concatenar la charla y presentar la crónica que sigue.
H: Dice así: «Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca».
H: ¿Qué sigue? C: Un trabajo exquisito de Rodo Palacios sobre el Gordo Valor y la bruja que usaba para sus atracos. ¿Qué te pasa?
C: ¿Qué me estás leyendo?
H: Nada. Me entró una basurita en el ojo. x
¿VES QUÉ LINDA SOS CON EL PELO ARREGLADO? 22
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na tarde de agosto de 2018 Luis Alberto Valor, alias el Gordo Valor, el exlíder de la mítica superbanda que robaba bancos y blindados en los años noventa, me llamó para invitarme a pescar al Tigre, donde su hermano tiene una cabaña. acía quince años que nos conocíamos lo había entrevistado unas diez veces, la mayoría en la cárcel pero esta vez era distinto: el Gordo no quería hablar de sus proezas. Había quedado en libertad y estaba pasando por un momento de melancolía. Seguro que extraña robar me había dicho su mujer en esos días. Fue en ese contexto que Valor me llamó, pero el punto no es ese, sino que no pude ir. Yo estaba pasando por una laringitis mal curada que me tenía en cama desde hacía más de una semana, y que por las noches arremetía con fiebre, frío, sudor y sueños delirantes. Preocupado por mi salud, Valor me propuso entonces, por teléfono, visitar a su bruja. —Ella te cura dijo. Y aunque en principio respondí que no, durante un tiempo me quedé pensando. Desde hacía varios años que Valor me venía hablando de su vidente. Una de las últimas veces había sido un mes atrás, el 5 de julio de 2018, cuando salió de la cárcel de Urdampilleta, a 370 kilómetros de Buenos Aires, luego de haber pasado 33 años preso por el robo de veinticuatro bancos y diecinue-
RODOLFO PALACIOS Mar del Plata, 1977 Es periodista, muy comprometido con la investigación policial y del hampa. Pasó por La Razón, Perfil y Crítica. Colaboró con La Maga, Playboy, Caras y Caretas, Brando y Muy Interesante, entre otras. Fue subeditor de Información General de Noticias y secretario de redacción de El Guardián. Escribió los libros El Ángel Negro, vida de Robledo Puch; Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres; Sin armas ni rencores, el robo al Banco Río contado por sus autores y El clan Puccio, entre otros. Participó de los guiones de la serie Historia de un clan y del film El Ángel, de Luis Ortega. Además, es un colaborador histórico de la revista Orsai.
NO TE PREOCUPÉS SI TE TRATAN MAL: ES PORQUE TE TIENEN ENVIDIA. 26
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ve blindados. Ese día Valor me dijo «quiero retirarme del delito», pero aclaró que había una sola costumbre de esos tiempos que no pensaba abandonar: los consejos de su bruja. En los peores momentos ella me salvó contó. Estábamos en una pizzería de Once junto a Nancy Collazo, su esposa. Los televisores del lugar lleno mostraban cada tanto la placa «Liberan al Gordo Valor», pero nadie lo reconocía porque Valor tenía lentes de sol y una boina. Mientras comía una porción de fugazzeta con una gaseosa, Valor me seguía hablando de su vidente y recordó un episodio en especial. Fue una tarde de 1 8 , cuando debió enfrentarse a un improvisado pelotón de fusilamiento formado por policías bonaerenses. Estaba rodeado, pero en vez de rendirse se aferró a su metralleta y se ocultó detrás de un auto con un ademán que parecía salido de una película de gángsters. Lo que siguió fue una balacera salvaje que terminó con un proyectil atravesándole el brazo. alor no lo sintió. Solo percibía, como un viento repentino, los balazos que lo rozaban o le pasaban cerca. Estaba al borde de la muerte, pero se sentía más vivo que nunca. Tanto que él suele comparar ese episodio de su vida criminal con su escena preferida de Scarface: esa en la que Tony Montana se hunde hasta el cuello en una montaña de cocaína y enfrenta a sus verdugos con un M1 lanza-
granadas y una ferocidad que crece alimentada por la violencia ajena. Los tiros que recibe no lo matan: parecen revivirlo. Ese día, Valor disparó hasta quedarse sin balas y se zambulló dentro de su auto. Pero aun rendido le seguían tirando. asta que finalmente llegó el silencio. Valor se asomó y los policías lo detuvieron. Después llegaron los peritos balísticos: contaron más de 200 impactos de proyectiles. —Ese día sobreviví de milagro. La brujita me desvió las balas dijo alor mientras masticaba. En la mesa se hizo un silencio que interrumpí con una pregunta obvia: —¿Vas a volver a robar? —Ni loco. —¿Por qué debería creerte? —Esta vez va en serio: me retiré del choreo y a la cárcel no pienso volver. No voy a robar más. No tengo ganas ni edad. Quiero disfrutar de mi familia. Además hoy es imposible robar un banco o un blindado por la tecnología que hay. Te filman todo el tiempo. Desde que salís de tu casa. Valor hizo una pausa. La cara se le puso opaca. —Pero estoy preocupado —siguió—. Yo conozco una sola manera de hacer plata. Ahora me va a costar llenar la olla. Cuesta dejar de mirar como ladrón. Algo me sigue picando, no sé cómo es estar quieto o no tener un peso.
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delito. En esa época le gustaban las joyas y la platería. Tenía anillos de oro y brillantes, artesanías lujosas y un Cristo de madera en una plataforma engarzada en oro. El mito dice, además, que solía cerrar burdeles para él y sus amigos, que salió con un par de artistas famosas y que compró casinos y hoteles cinco estrellas en varias provincias y los puso a nombre de un testaferro. Pero él desmiente todo. «La fama es puro cuento», suele decir Valor. —Robábamos cinco blindados por mes —me contó en uno de nuestros encuentros en la cárcel—. La superbanda respetaba los códigos de la calle y la vida de la gente. No mataba, no violaba, no secuestraba. No le afanábamos a un pobre. Robamos mucho dinero: teníamos para vivir en un cinco estrellas, pero lo hacíamos en un fitito bajo el puente. Había que vivir oculto. Nos la pasábamos entre gitanos, ladrones y brujas. ramos como una familia, teníamos reglas. Y la principal era no traicionarnos. Cuando uno de la banda caía preso, el resto iba a la casa de su familia a llevarle una vaquita que hacíamos entre todos. En cualquier caso, ese día en que salió de la cárcel Valor juró que aquella vida errante había quedado atrás. Y que para saber qué le deparaba el destino, iría pronto a visitar a su vidente de cabecera.
En su época de apogeo criminal, cuando en su casa había escondites con gruesos fajos de billetes de cien dólares, el Gordo Valor soñaba con abrir una cadena de bares que llevara su nombre. Lo animaba saber que, en varios países, los restaurantes llamados Al Capone o Lucky Luciano —en referencia a los reyes de la mafia en los Estados Unidos de los años veinte— se habían convertido en la atracción de comensales y curiosos. Así que registró su marca. Por entonces, además, tenía un representante que planeaba vender muñequitos suyos y remeras con su imagen. El Gordo se imaginaba transformado en su propio personaje, vestido con traje negro, sentado a la mesa del fondo de su propio local, con un vaso de Martini en la mano y rodeado de retratos de Maradona, Marlon Brando en El Padrino y el Pibe Cabeza, un bandido legendario acribillado por la policía el de febrero de 1 . Pero después cayó preso y los sueños cambiaron. O al menos se hicieron más complejos. Valor, por lo pronto, escribió sus memorias. El libro, titulado Mi vida y firmado por él, lleva el prólogo de Andrés Calamaro y habla de su infancia, sus comienzos en el delito, sus robos más grandes, su caídas, sus insólitos saberes (Valor sabe cuánto pesa un millón de dólares: 11 kilos, 00 gramos) y sus impensables rutinas. Antes de salir a robar, por ejemplo, saludaba con un beso a sus hijos y se iba cargado con bolsos para volver una o dos semanas después, cansado y con barba, como un marino que regresa de los días intensos en altamar. Su hija también recuerda, en el libro, algunos otros detalles: que se bajaba del camión con bolsas llenas de mercadería que repartía entre los vecinos (paquetes de polenta, latas de atún y de arvejas). Que sus hijos le decían Papá Noel porque les regalaba billetes de cincuenta dólares para que se compraran juguetes. Y que ninguno sabía cuál era el oficio de su padre. Creían que era camionero o viajante. Valor nunca contaba que iba a robar, aunque daba indicios que hacían pensar en el
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n julio de 2018, un mes antes de que me ofreciera a su bruja, acompañé a alor y a su esposa, Nancy, a ver a esa vidente. Atendía en San Miguel, a kilómetros de uenos Aires, en una casa chorizo de la que salía una cola de una cuadra. El Gordo se sentía raro en la espera. Los ladrones no saben esperar. No saben qué es la burocracia. Ni siquiera tienen cuenta bancaria. Muchos de ellos, en épocas violentas, ante una enfermedad o herida tampoco aguardan a ser llamados entre los pacientes de un hospital: irrumpen y se hacen atender. Pero ese día Valor aguardaba su turno sin chistar. Delante suyo había doce
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—¿Nada más? —Y bueno —dijo Valor, como si no le quedara otra que seguir hablando—, mencionó el tema de siempre. Me dice que me aleje de la mala gente. Que no se me ocurra volver a las andanzas. Lo importante es que le agradecí por la libertad. Es dura para mí la libertad. La busqué tanto y cuando la tengo no sé qué hacer. Soy ladrón de alma. A veces volví a robar el mismo lugar pero solo por sentir el placer de hacerlo, como un ritual, como cuando el creyente entra a misa a rezar. Valor parecía querer desahogarse. —¿No le habrás preguntado si podés volver a chorear, no? —quiso saber Nancy. —La boca se te haga un lado, mujer —le respondió Valor, aunque no tan convencido—. La brujita no me va a dejar caer otra vez.
personas. Entre ellas una mujer en silla de ruedas, un tuerto, una embarazada y una jubilada. Todos buscaban una forma de salvación. O saber eso que no sabe nadie, o casi nadie: lo que depara el porvenir. La bruja, llamada María, decía conocer el futuro de cada uno de ellos. —Acá muchos vienen a verle la cara a Dios, y algunos salen viéndole varias caras —me dijo Valor. Después hizo un silencio y retomó: —¿Te vas a atender? Mirá que siempre le hablo de vos. No quería ser descortés, pero le dije que prefería acompañar y no entrar. alor no lo sabía, pero mi experiencia con las brujas no había sido del todo positiva. Conocí a dos que trabajaban con ladrones y las sesiones habían sido poco reveladoras. Una de ellas le pifió en casi todo (dijo que yo tenía dos hijos aunque llevo un tatuaje de mi hija Charo en el antebrazo, a la vista de todos) y la otra me dijo que me iba a ir bien en todo lo que emprendiera. La cosa es que Valor entró solo, con el número del turno en la mano. Con Nancy nos quedamos esperando afuera. A los diez minutos, Valor salió. —¿Qué te dijo, papi? —preguntó Nancy. —Que va a salir todo bien. —Dale, pa, contá —insistió Nancy. —Me dijo que voy a vender muchos libros. Que ve plata limpia, nada sucio. Unos años atrás, después de una de sus caídas, le regalé a Valor seis cuadernos Rivadavia para que empezara a escribir sobre su vida. Así empezó el proyecto del libro, que está en la calle desde septiembre de 2018. Una de sus primeras frases es una declaración de principios: «Siempre tuve ansias por robar. Fue mi tango. Mi gloria y mi perdición. El delito siempre fue mi vitamina. Y una vez que arrancás a robar, no parás más». Pero ahora Valor parecía querer cambiar. —¿Qué más te dijo la bruja? —siguió Nancy. —Que de salud voy a andar bien. Le dije que me iba a hacer los dientes.
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n la vida delincuencial de Valor, las brujas cumplieron un rol decisivo. Siempre estuvieron a su sombra, como si cada vez que empuñaba un arma, corría hacia un blindado o se fugaba, lo hubiera hecho para cumplir con las predicciones de las cartas o las bolas de cristal que esas mujeres tenían entre sus manos. Cuando la tarde del 1 de septiembre de 1 alor protagonizó una fuga histórica del penal de Devoto —con sus cómplices Hugo «La Garza» Sosa Aguirre, Emilio Nielsen, Carlos Paulillo y Julio Pacheco— lo hizo porque una vidente le había dicho a Nancy que veía la libertad en un futuro cercano. Valor actuó en consecuencia. Él y sus secuaces bajaron por las sábanas blancas anudadas que habían colgado horas antes y huyeron a los tiros en dos autos que los esperaban en la calle. La fuga les costó una condena de siete años. Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo de que me mataran, diría Valor tiempo después. Pero el plan de alor no era fugarse. La decisión fue casi espontánea: le llegó como una epifanía.
AYUDÁ A TU MAMÁ A PONER LA MESA. 29
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pués de cometer grandes golpes. En ellas los ladrones bailaban, comían y rezaban. Pero la comunión tenía sus límites: una noche, una bruja quiso acompañarlos a un robo, pero no la dejaron. Hay códigos que no se rompen. Y hay otros que se fortalecen, aunque a veces las historias no terminen bien. Cuando en 1 alor pasó 2 días prófugo, una vidente amiga le abrió su templo para que Valor pasara ahí algunas noches. Después, eso sí, lo detuvieron en ese lugar. —Siempre que caigo las brujitas me dicen que tengo que retirarme del delito. Pero me cuesta —confesó alor. Valor nació ladrón y siente que solo puede ser ladrón. Trabajó apenas dos veces en su vida, como tornero en Tigre, y el evento fue tan excepcional que su madre, Rosa, guardó hasta su muerte los dos únicos recibos de sueldo que recibió su hijo. Con ese derrotero, el único final posible era la cárcel. Lo conocí en 200 en el penal de Campana, y después lo visité en las cárceles de Junín y Sierra Chica. Recuerdo que en un encuentro Valor miró fijo mi remera negra con la imagen de Don Corleone. —En unos años —me dijo sonriente—, vas a tener el honor de decirles a tus nietos que te afanó el Gordo alor. —¿Por? —Dame la remera. No me resistí. A cambio me dio su ochentosa chomba rayada. Cuando me la probé, me apretó la panza. Fue decepcionante saber que por entonces yo estaba más gordo que el Gordo Valor. —Con esta pilcha que te afané puedo intimidar a los buchones y a los traidores. Puedo aplicar mafia —bromeó. Para ese entonces nos conocíamos bastante. Yo había leído sus epopeyas delincuenciales —sus golpes a blindados que duraban menos de cinco minutos— y también sabía de sus caídas, aunque no imaginaba ciertos aspectos de su vida dentro de la cárcel. Si afuera del penal alor se hizo famoso por sus robos, adentro se hizo conocido como el líder
—Mi mujer fue a lo de una vidente que le tiró las cartas en Mataderos —me dijo Valor hace dos años, en la cárcel de Campana, antes de que lo trasladaran al penal de Urdampilleta—. A ella le gustan esas cosas, ahí está todo. Te cantan la justa con tu pasado, presente y futuro. La bruja le dijo bien clarito a mi mujer: «Decile a tu marido que deje de gastar plata en abogados: él se va a ir. Su libertad está escrita. Luis va a salir por la puerta grande». Nancy me lo contó tan feliz, tan entusiasmada, como si ya fuese una realidad y no algo que le dijo alguien que tira las cartas, que me emocionó. Sabés que una mujer te ama cuando se pone contenta con tus cosas. A ella le brillaban los ojitos. Cuando su esposa se lo contó, Valor sintió un escalofrío en todo el cuerpo. —Es impresionante cómo la brujita fue capaz de predecir lo que hasta ese momento pasaba solo por mi cabeza o en mis sueños. Y eso que era casi imposible que pasara eso. Que yo pudiera salir. Pero justo por esos días me invitaron a escaparme unos muchachos del pabellón. Y se dio.
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alor no es el único pistolero que acude a una vidente. Muchas bandas de ladrones tienen la suya. La van a ver antes y después de cada golpe. No tienen una tarifa fija, sino que el honorario depende de cada caso. Pero está el ladrón que una vez dejó diez mil dólares en una consulta (venía de robar un millón en un banco), el que solo paga con joyas y el que le ofrenda armas y whisky. — abía brujitas que pedían fotos o la ropa que usábamos en los robos —me contó Valor durante otra visita en la cárcel de Campana—. Alguna también nos bendecía la pistola o el fusil. La brujita nos decía si olía a policía o a guita. A mí una me curó: gracias a ella dejé de fumar. A veces me escupía whisky en la parte del cuerpo que me dolía. El Gordo también participaba de las llamadas «fiestas de videntes». Eran celebraciones paganas que solían hacerse antes o des-
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de un grupo de presos que organizaba festivales infantiles. En ese sentido fui testigo de escenas impensadas: vi a alor disfrazado de payaso, inflando globos o bailando los hits de Carlitos Balá. Para el Día del Niño de 2011, que se celebró —como todos— un domingo, Valor me llamó dos días antes para pedir un favor: —Necesito que me consigas un mago o un payaso. Traé algún juguete para sortear. Corto porque se me acaba la tarjeta. ablaba agitado, como si su pedido fuera una cuestión de vida o muerte. El reclutamiento no fue fácil: ¿cómo explicarle a un payaso o un mago que tiene que actuar para el Gordo Valor? Un mago agradeció la invitación pero puso una excusa inverosímil. Otro dijo que tenía que hacer trámites. ¿Trámites un domingo? Solo dos valientes aceptaron el reto: dos estudiantes de actuación del UNA. Cuando llegamos al penal, Valor y su esposa estaban en un salón con un preso disfrazado del Sapo Pepe. Le di una muñeca, una pelota y le presenté a los artistas. Junto a ellos también había una mujer silenciosa. Luego Valor me diría que era una bruja amiga. —Ella va a fiscalizar que todo salga bien. Ustedes, muchachos —les dijo Valor a los actores—, vayan a cambiarse. ¿Son magos? —No —respondió uno de ellos. —Ah... son payasos. —Tampoco. —¿Y qué carajo son? —Actores. —Ah, bien, actores. ¿Y están en la tele? —No. —Ah. Al rato, los actores aparecieron con galeras, zapatos de payaso y trajes brillosos. Valor se puso una gorra brillante verde. En otros tiempos, su look era el pasamontañas. En las paredes del patio había dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Pooh. En el escenario había otros payasos. Eran todos presos. El que más llamó la atención fue un viejo que vestía harapos y se había pintarrajeado la cara. Parecía a una versión ter-
cermundista de El Guasón de Heath Ledger. Cuando los animadores le preguntaron cómo se llamaba, dijo: «Payaso ijitus». Los niños estaban felices. Pero el plato fuerte era el sorteo. La organización era rudimentaria, como todo lo que rodea a la cárcel. Valor tenía en sus manos una bolsa llena con papeles cortados a mano con números. Rifas tumberas, que les llaman. Mientras a unos metros la bruja atendía a los presos —de a uno por vez—, los payasos empezaron con el sorteo. Al lado, Hijitus parecía una especie de escribano. —¿Hijitus, quiere decirle algo al público? —preguntó Valor. —Sííí —dijo ijitus con voz de ultratumba— Soy el payaso ijitus El sorteo comenzó con normalidad. Los primeros ganadores se llevaron cinco discos de los Wachiturros, dos de Leo Mattioli y uno de Néstor en Bloque. Pero el clima cambió cuando llegó el momento de los juguetes. — Ahora vamos a sortear la muñeca El ganador es... —el payaso quería ponerle suspenso, pero el suspenso irrita a los presos, que por el encierro y la burocracia quieren que las cosas sean ya—. ¡El ganador es el número — Mío —gritó un hombre con su niño en brazos. — No, es mío —aseguró una mujer. — Pero si el lo tengo yo —dijo otro preso. Efectivamente, los tres tenían ese número. alor, furioso, tomó el micrófono: —Algún turro truchó los números —dijo—. Solo valen los que están firmados. —Don Valor —le avisó un compañero—, hasta los falsos están firmados. —¿No te pedí que chequearas todo? —No pude, don Valor. —¿Cómo que no pudiste? —Las cosas se me fueron de las manos —argumentó el preso con el tono de un oficinista que le da explicaciones al jefe. Al final, el colaborador del Gordo que había firmado los números originales reconoció
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llevó la bici. En ese momento, un gordito que tenía un falso número ganador se tiró al piso y empezó a patalear. Valor se acercó y le regaló una bolsa llena de golosinas. —Estuvo mal organizado —acusó un preso con tono de señora distinguida. —Acá quedan pocos códigos, la brujita me había dicho que me cuidara, que algo podía salir mal —se decepcionó Valor. Luego volvimos al salón y comimos papas, carne al horno y canelones, una mezcla que me cayó mal al estómago y me tuvo a maltraer varios días. alor felicitó a los payasos, que nunca imaginaron que la fiesta terminaría en escándalo. —Pensé en irme corriendo —reconoció uno. Mientras tanto, un preso silencioso, que comía carne sin parar, confesó: —Pasé cosas peores. Fui testigo del motín de Sierra Chica. ¿Saben qué feo fue tener que cortar en pedacitos a un compañero? Luego supe que a ese preso le decían Maradona porque había sido uno de los que pateó la cabeza de uno de los degollados en medio de un picado de fútbol siniestro. Los payasos y yo tragamos el último bocado, cruzamos el cuchillo y el tenedor sobre el plato, y dejamos de comer. En la sobremesa, los ladrones hablaron de sus brujas. Fue como una especie de ronda de cuentos de terror alrededor de una fogata imaginaria. Uno de ellos contó, ante la risa e incredulidad de todos, que su bruja era una médium y lo comunicaba con sus compañeros acribillados por la policía. —A través suyo hablo con los muchachos, me preguntan por sus familias, sus esposas, sus hijos —dijo—. ablamos de futuros planes… —Ojo porque algunas brujas son estafadoras —dijo Leonardo Mercado, rufián experto en piratería del asfalto—. Laburan para la cana. Tengo compañeros que son pai umbanda y hacen rituales con chivitos y gallinas. Uno de mis compinches consultaba a una bruja que le decía lo que iba a pasar con
Cuando llegamos al penal, Valor y su esposa estaban en un salón con un preso disfrazado del Sapo Pepe. Le di una muñeca, una pelota y le presenté a los artistas. Junto a ellos también había una mujer silenciosa. Luego Valor me diría que era una bruja amiga.
su letra y eligió arbitrariamente a uno de los tres que reclamaban el premio. Cuando llegó el turno de la pelota, había otros cuatro números ganadores. El público tumbero estaba nervioso. Algunos niños lloraban y no entendían por qué no les daban los juguetes si tenían el número ganador. El premio final, una bicicleta roja, generó un clima tenso. ijitus se reía. «Soy el payaso Hijitus», repetía como un autómata. —¡El ganador de la bicicleta es el número 2 —anunció uno de los artistas. — amos, carajo —festejó un preso mientras mostraba ese número. Otras cinco manos mostraron lo mismo. Una nena se acercó a retirar la bicicleta, pero otro nene la empujó porque tenía el mismo número. Dos detenidos empezaron a disputarse el rodado. — asta, viejo Calmensén —pidió Valor mientras se le abalanzaban los ganadores y perdedores. Al final, el jurado reconoció como ganador al número original. La nena se
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dición que le duró años. Todo le salía mal. Se le caía el arma en los robos, se le rompía el motor del auto en plena fuga de la cana… Solo rompió el gualicho con otra brujita. Juan no lo dudó. Le recomendaron a una vidente que tenía un templo en Florencio Varela. En el primer encuentro, ella le pidió una foto. Y él le dijo la verdad: que robaba sin parar y que quería retirarse millonario para que su familia pudiera disfrutar de la vida. Ese día, la bruja fue a la casa del ladrón para hacerle una limpieza. Llevó un incienso y una canasta con caracoles que hacía girar mientras danzaba y cantaba en una lengua que el Flaco Juan ignoraba. Al terminar, le pidió una ofrenda a voluntad y le advirtió: —Alejáte de lo malo y de los traidores. El Flaco Juan le dio tres mil pesos y una pistola calibre 32. A los pocos meses, ocurrió lo impensado: el Flaco Juan trabajaba en un boquete para robar un banco en Quilmes. Con su banda había trabajado día y noche desde un túnel que habían comenzado a construir en un vivero que habían alquilado. Pero un día, cuando estaban a cinco metros del sector de bóvedas, vieron al llegar que afuera estaba la policía. Alguien los había delatado. El Flaco Juan se salvó de ir preso. Sus cómplices también. Enseguida descubrieron que un exintegrante de la banda al que habían echado por ineficaz había llamado al 11 para avisar que iban a robar ese banco. Juan visitó a la bruja y le contó lo que había pasado. —Se lo dije —respondió ella—, estaba muy clara esa visión. Lo rodeaba a usted como un arcoiris oscuro. Con el tiempo, la bruja se convirtió en una especie de miembro oculto de la banda. Todas las decisiones debían ser consultadas con ella, quien un día habló de sellar un pacto. Se trataba de un ritual hamponal que, según ella, había dado resultados en grandes bandas de ladrones. Le puso como ejemplo un grupo de piratas del asfalto que había cumplido
la banda. «Va a pasar algo algo malo con un auto verde», le dijo una vez. La vieja decía que se estaba quedando ciega por sus adivinaciones. Mi compañero no quiso subir a su auto, fue en una camioneta a chorear. Yo no le creí y me subí a un auto, era verdoso. Pueden creer que me agarró el Grupo Halcón y el coche quedó como un colador: 8 balazos. Yo me salvé de pedo. La bruja tenía razón. —Entonces creés en brujas —le dijo otro detenido. —No —dijo Mercado—, esa acertó de puro culo. —La cárcel tiene olor a bruja, un olor... —intentó decir el detenido. —A rata muerta mojada. A eso huele la tumba —lo interrumpió Valor. —Las brujas son como cualquier mina, pero nunca hay que encamarse con ellas —dijo otro preso, ladrón de bancos—. A mí una brujita me dio un amuleto y me dijo que en cada tiroteo me tocara e invocara su nombre. Una vez lo hice y una bala me entró en la cabeza y me salvé. Quedó alojada acá adentro y sigo vivo. Le llevé como ofrenda mi pistola calibre y la guita de un choreo. En esa ronda, yo les conté a los presos la historia del Flaco Juan, un joven ladrón que había caído acusado de narcotráfico y del asalto a un banco. Su primer gran robo había actuado en él como una inyección venenosa que le cambió los rasgos, la postura y la forma de pensar. Era otro hombre. Hasta su tono de voz era distinto. Cometió cinco golpes en bancos y financieras que le salieron perfectos, y fue por más. Una noche, un pirata del asfalto con el que tomaba un trago en un pool de Garín le dio un consejo que cambió su rumbo: —¿Por qué no vas a ver a una bruja? Todas las bandas tienen una. Te cantan la posta. Hasta los del robo al Banco Río tenían una que les vaticinó guita y una traición del carajo. Le pegó en todo. Pero ojo porque si las traicionás te engualichan, solas o a partir del pedido de alguien. A Beto de la Torre, un ladrón de la puta madre, le hicieron una mal-
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ese acuerdo y nunca había caído: llevaban recaudados dos millones de dólares en quince robos. Ella misma le mostró un papel con las estadísticas. Si quería correr con esa suerte, lo que debía hacer Juan no era sencillo. La bruja le pidió veinticinco mil pesos, pero eso no era todo: también debía conseguir tres kilos de oro y un kilo de cocaína. Y algo más. —Un toro para sacrificar, señor Juan. —¿Un toro? —se sorprendió el ladrón. —Sí. La cocaína, el oro y la sangre del toro deben diluirse y debemos beber de ese brebaje especial. Así los dioses estarán satisfechos. Juan consiguió el oro y la cocaína, y viajó a una estancia de Santa Fe para comprar el toro. Pero algo en él, cuando hablaba con un ganadero que le ofrecía un toro de 00 kilos de buen pedigree, se rompió en ese momento. Se sintió desolado. Le dijo al hombre que luego volvería por el animal. Que necesitaba pensarlo mejor. Pero mientras volvía a Buenos Aires en su auto concluyó que todo era una locura. Fue hacia el templo de la bruja y se lo dijo: —Esto es un delirio, voy a dar marcha atrás. Ella lo miró con altivez: — ay mucha policía cerca, cuidesé Señor Juan. Sepa que necesita protección. A los diez días, unos veinte policías de la Bonaerense allanaron su casa. Le encontraron diez kilos de cocaína, armas, chalecos de la Policía Federal que pensaba usar para un robo y el plano de un banco que planeaba asaltar. A Juan le quedó una duda: si la bruja acertó por sus dotes adivinatorias o si les pasó el dato a los investigadores. —Hay brujas buchonas de la cana —resumió Valor en la ronda de presos en la cárcel—. Pero la mía me canta la posta. Sabe hasta el día que me voy a ir de este mundo, aunque no me lo quiere decir. —¿Le tenés miedo a la muerte? —pregunté. —No.
—¿Y a quedarte solo? alor puso cara de tipo duro y respondió: —No. Un guardia avisó que el horario de visita había terminado. Me despedí de todos. El Gordo me saludó con un dejo de melancolía y, con el sombrero puesto, caminó por el largo pasillo hacia su pabellón. Llevaba en su boca un cigarrillo apagado, mordisqueado y mojado. Su paso era lento y resignado. Cada tanto, mientras su figura se achicaba a la distancia, se daba vuelta y volvía a despedirse. Al final de todo lo esperaba un guardia. El Gordo saludó una vez más, pero desde lejos ya era una sombra. Luego la reja se cerró a sus espaldas y no se lo volvió a ver. En el pasillo solo quedó, impregnado en el aire húmedo, el olor a rata muerta mojada.
V
alor recuperó por primera vez la libertad el 7 de diciembre de 2007, tras veintidós años de encierro. Pero poco más de un año y medio después lo detuvieron acusado de robar un country. Meses más tarde lo liberaron otra vez, pero volvió a caer mientras iba en el asiento de acompañante en un auto lleno de armas. Ese día, cuando vi una placa roja de Crónica que decía: «Cayó el Gordo alor», llamé a Nancy y le pregunté si era cierto. «Salió un ratito y quedó en venir a comer los fideos que amasé, pero no volvió», respondió ella. Estaba claro: alor no podía vivir sin robar. Era como el adicto que promete no consumir más y se aferra al «solo por hoy» hasta que la próxima caída lo deja en la lona. Nancy conocía la debilidad de su marido, pero nunca lo abandonó. ba a la bruja María para pedirle que lo salvara, como si robar fuera un virus y él un paciente incurable. Una vez, la bruja le dijo: —Él va a estar en su casa el 1 de mayo de 2018. La bruja se equivocó por dos meses, pero tenía razón: alor salió libre. —Ahora sabe que si se manda una macana, va a morir en la cárcel —me dijo Nancy
JUDO NO. MEJOR GIMNASIA ARTÍSTICA. 35
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Fue así que conocí a una astróloga que al enterarse de mis reuniones con el submundo hamponal me hizo recostar en una camilla, pasó sus manos por alrededor de mi torso y mi cabeza —a cierta distancia—, y al tocar la cabeza sintió que algo la pinchaba. —Hay algo del bajo astral que te atrae y al bajo astral le atrae de vos, como si los bichitos de esos mundos oscuros del cosmos se adhirieran a tu alma. Hicimos meditación, repetimos mantras, y me pidió que recordara paisajes bellos y familiares: el ruido de un río, la paz del mar de mis días en Mar del Plata, una canción de cuna. Pero mis enredos seguían. Sobre todo los internos. Habían comenzado cuando me sumergí durante un año en la historia negra de Carlos Eduardo Robledo Puch, el ángel negro que en 1972 mató a once personas. En ese entonces empecé con los ataques de pánico. Creí que moriría de un infarto y comencé a temer las cosas más simples. Las brujas, entonces, fueron un plan al que acudí más por curiosidad que por necesidad. En mi vida conocí a seis videntes. A tres de ellas fui por voluntad propia. La otras tres fueron encuentros casuales, o eso pensaba por entonces. La primera apareció una tarde de mi infancia en la que yo estaba con mi familia. Habíamos ido a un picnic al parque Camet cuando un grupo de gitanos y gitanas comenzó a desplegar su banquete sobre el césped. Mi madre me miró. En ese entonces, para que no hiciera lío, ella me decía algo que hoy podría ser penado por el nadi: «Portate bien o te van a llevar los gitanos». Su mirada, entonces, fue suficiente para que yo entrara en shock. Para colmo, una gitana se acercó a querer adivinar la suerte de mi familia. Yo temblaba. La mujer se fue y el resto del picnic lo pasé pendiente de los movimientos de la familia de al lado. Con el tiempo perdí ese temor, pero recuerdo que una mañana, camino a mis clases de box, una vieja gitana sentada en una silla en la puerta de su casa manoteó mi mano
en julio de 2018, en la pizzería, aunque en realidad el mensaje era para su esposo. Valor la miró con nostalgia, parecía darle la razón. Sabía que tenía prohibida la mala junta y que por eso su esposa le manejaba hasta el teléfono celular. Cualquier encuentro cercano con un hampón tendría un final infeliz. Pero Valor era —es— hiperkinético. De noche no puede dormir y a las seis se levanta y se prepara el mate, como si estuviera en su celda, y piensa. Unos meses atrás estaba por presentar sus memorias —esas que escribió en la cárcel— y soñaba con llevar su historia al cine. Esos proyectos nos habían unido todavía más: yo lo había ayudado con el libro. Fue en ese contexto que Valor me llamó para invitarme a pescar, y que yo le dije que estaba con laringitis. Preocupado por mi salud, Valor me propuso entonces visitar a la bruja. —Seguro que te cura. Pero ni siquiera tuve energía para levantarme de la cama. —Ayer no atendió la brujita porque estaba indispuesta y cuando le pasa eso pierde el poder, pero hoy la vimos y anotó tu nombre. Te va a curar —insistió alor por teléfono, unos días después. La laringitis era acaso mi menor dolencia en esos días. Esto ya lo escribí en otra Orsai pero igual necesito repetirlo, como si fuera la misma nota, una nota sin final, que sobrevuela los mismos fantasmas: me sentía tomado por las historias oscuras, por mis encuentros tóxicos con asesinos y ladrones, por las incursiones en cárceles o territorios salvajes. Por girar en torno a la misma ruleta magnética de esas vidas errantes y extraviadas. Una vez, mi psiquiatra llegó a decirme que debía ponerle nombre a lo que me pasaba. —Una bruja diría que es un hechizo, una astróloga diría que es tu aura, una yogui hablaría de tu chakra, una psicóloga del inconsciente, un chamán de una reencarnación —dijo. Con esa frase me invitaba, mirando para otro lado, a que experimentara otros mundos incrustados en las ciencias ocultas.
SOS UNA MALA HIJA. 36
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cuando yo pasaba y comenzó a adivinarme el futuro. Se la saqué y ella me pidió dinero. No le di nada y me alejé. «Te voy a maldecir», dijo y comenzó a hablar en una lengua indecible (al menos para mí), y movió sus manos hacia mí —con los dedos de uñas largas apuntándome— mientras hacía una especie de chistido constante. Durante años creí que mi mala suerte y mis desdichas amorosas debían provenir de esa maldición. Mi tercera experiencia casual fue una especie de estafa. Una mujer se acercó cuando caminaba por la peatonal de Mar del Plata. Pero esta vez la mano la ofrecí yo: la curiosidad le había ganado al miedo, la fascinación al rechazo. Me pidió cincuenta pesos y se los di. Leyó una línea de mi mano. Me pidió otros cincuenta para seguir y darme su primer vaticinio. Se los di. Lo insólito fue cuando pidió cien pesos más para decirme todo lo que, según ella, debía saber. Mi papel de tonto era irreversible. Mi disyuntiva era darle la plata —una pequeña fortuna en ese entonces— para sumarme al circo o no darle y exponerme a otra maldición. Por más que no crea en esas cosas, cuando se las convoca a veces dejan de ser imaginarias. Le di los cien pesos. Repasó las líneas de las manos. Sus uñas y sus yemas se hundieron como si mi palma fuera tierra húmeda. Me miró en silencio y dijo: —Problemas de amor, problemas de plata. —¿Algo más? —Solo eso, ¿le parece poco? La mujer se fue y me quedé parado en medio de la calle. Vi que algunas personas habían sido testigos de la secuencia. Se reían. En 1998 llegó la siguiente experiencia. Visité a una bruja por una nota. Esa mujer se autoproclamaba la primera bruja de Menem —la primera porque después habían aparecido más. Era regordeta, colorada y atendía en su casa de Mar del Plata. No recuerdo su nombre y no figura en Google, pero sé que se jactaba de haberle vaticinado al riojano que
iba a ser gobernador de su provincia y años más tarde presidente. La mujer decía que Menem se sentía la reencarnación de Quiroga y por eso usaba patillas. Aproveché la nota para hacerme atender. La mujer cerró los ojos y describió un lugar que se parecía a la casa de mi infancia. ablo de paredes húmedas y de una pieza que daba a la derecha (era la mía), y dijo que mi madre sufría de dolor de columna. Luego predijo que iba a pasar el resto de mis días en Buenos Aires. Acertó en todo, aunque tampoco fue nada del otro mundo. Mi madre tenía ese dolor y seis años después me mudé a la capital, donde tuve otras dos experiencias con brujas bastante irrelevantes. Pero me faltaba algo más. Del mismo modo que el espectador de boxeo quiere ver piñas o un nocaut furibundo, esperaba de esas videntes una predicción trágica. Un destino marcado que me llevara a hacer todo lo posible para evitarlo. Por eso, quizás, decidí aceptar la propuesta de Valor.
L
legué a San Miguel un martes, poco después de las siete de la mañana.Valor caminaba ansioso en la vereda, frente a la casa de la vidente. Vestía la boina de siempre, un pulóver, un jean y un saco de cuero marrón. Sentada en una reposera, en el patio de la casa de la bruja, Nancy tomaba mate con su hermana. —Te tocó el número 1 , justo el borracho —bromeó Valor. Ellos ya habían pasado. A los diez minutos, un hombre me tomó del brazo y me llevó hacia la puerta donde atendía María. —Ahora hay una parejita, ni bien salga entrás vos —me dijo. Luego, sin preámbulos, me invitó al cumpleaños de la bruja. — a a ser un asado con todos sus fieles, vas a estar invitado. Solo traé lo que vas a tomar. Se puede bailar, ella tiene ascendencia gitana, ¿sabés? Le encanta Camarón de la sla.
¿BOXEO? ¿ESTÁS LOCA? 38
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que había en el lugar, una sala pequeña con imágenes de santos, ofrendas y fotos. Por una ventana entraba la luz de la mañana. —Soy el amigo de alor. — Ah Me habló mucho de vos. Sos muy importante para él. Decime tu nombre completo y tu fecha de nacimiento. Anotó los datos en un papel y se acercó hacia mí. Me pidió que cerrara los ojos y me fue tocando la espalda, los brazos y la cabeza, mientras exhalaba con fuerza. Luego tocó mi pecho, se alejó, me pidió que abriera los ojos y dijo: —Con claridad te han hecho un corte. Es decir: un trabajo, un maleficio. Estás embrujado. Lejos de atormentarme, sentí que esas palabras me daban ánimo. —Ya me parecía —le dije. —Seguro que muchas cosas te salen mal, hasta las más simples. Te acompaña la mala suerte. —¿Quién me hizo el trabajo? —Yo lo sé, o podría saberlo. Pero vas a soñar y esa persona aparecerá en sueños. El que lo ordenó es un hombre, pero te lo hizo una mujer. Vení la semana que viene. Antes de irme, tuve la necesidad de hablarle del Gordo Valor. —¿Cómo lo ve a mi amigo? —Mejor, alejado de la desgracia. —¿Le pregunta si va a volver a robar? —Quiere saber muchas cosas, para él no es fácil. Pero yo se lo digo bien claro, le pido que se deje de burradas. —¿Si vuelve a robar va a terminar mal? —Si, peor que la cárcel. a a terminar muerto. Luego, le pregunté si siempre tuvo sus visiones. La bruja, que estaba predispuesta, respondió sin reparos, como si me conociera de antes: —Yo me morí a los cinco años. En la escuela, dos compañeros me tiraron contra una fuente de marfil y me di un golpe mortal en la cabeza. Fallecí. En la morgue resucité. Los médicos no lo podían creer.
Aproveché la nota para hacerme atender. La mujer cerró los ojos y describió un lugar que se parecía a la casa de mi infancia. Hablo de paredes húmedas y de una pieza que daba a la derecha (era la mía), y dijo que mi madre sufría de dolor de columna.
—¿El festejo va a ser de noche? — No —me dijo el hombre como si hubiese dicho una estupidez—. De noche no puede ella. Si se muestra de noche se le sale el bicho. —¿Qué bicho? —Un demonio monstruoso que tiene adentro. —¿Y usted lo vio? —¿A quién? —Al bicho. —Una vez. Pero no hablemos de eso. ¿No sabés la historia de María, no? —No. —Ella murió y resucitó. Volvió a la luz con el poder de adivinar. Pero adentro tiene al bicho ese que sale de noche. Justo cuando terminó de decir eso, se abrió la puerta y salió la pareja. Pasé. María me recibió con una sonrisa. Tenía rulos morochos, ojos grandes y marrones, y un cuerpo abundante bajo un saco florido y una pollera blanca. Me saludó con un abrazo y me hizo sentar en una de las seis sillas
¿INFORMÁTICA? ¿NO PREFERÍS DANZA? 39
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—¿Y cuál fue su primera adivinación? —Les dije a los médicos cómo iban a ser sus vidas. Veo todo, y a veces eso es un problema. Dejé la botella de whisky a los santos y 500 pesos enrollados en la trompita de un elefante. Al salir, Valor y Nancy me esperaban ansiosos. Querían saber qué me había dicho. —Yo sabía que te habían hecho algo — dijo Nancy cuando le conté el presagio de la vidente. —Una vez —reveló Valor— la bruja nos dijo que iban a matarnos. Que nos habían hecho un laburo fulero. Ella me dijo que lo iba a soñar al que nos iba a matar, y no llegué a soñarlo porque la misma bruja me dijo quién era. Seguro sabe quién te hizo el maleficio. Pero ya lo vas a soñar. Seguro te agarra sueño y se te aparece todo. —¿Vos soñaste con tu matador? —le pregunté. —Sí, fue un sueño recurrente: escuchaba voces en un bosque. Me llamaban con insistencia. Era la voz de alguien que me traicionó. Cuando me acercaba a esta persona, me apuñalaba. Me despertaba de la pesadilla agi-
tado y con dolores en el pecho. Sentía como si algo se me saliera del pecho e hiciera zas —dijo mientras resoplaba y abría sus brazos con rapidez. Salimos del lugar y alor tuvo la idea de que fuéramos a desayunar. Fuimos en su auto. Mientras manejaba en busca de un café por el centro de San Miguel, con Nancy sentada del lado del acompañante, le dije: —A la bruja le pregunté de vos, también. —¿Y qué te dijo? —Que va a andar todo bien. Que siempre te pide que te dejes de burradas. —¿Y qué quiere decir eso? —Que dejes de hacer travesuras —acotó Nancy. —¿Y cómo hago para no hacer travesuras? Nancy y yo hicimos silencio. Valor estacionó el auto frente a la plaza y fuimos a un café. Adentro estaba vacío. Mientras tomábamos café con leche y medialunas, alor contó que la bruja le había tocado la cabeza y le había dicho que iba a ganar mucha plata. —Tendré que pensar en otra cosa. Toda mi vida fui ladrón y quería morir ladrón. Pero la bruja tiene razón. Todo se acabó. Basta
¿TU NOVIO ESTUDIA EFERMERÍA? ES PUTO. 40
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de armas. Ya no puedo correr ni dos metros. Tengo que inventarme una vida honesta —dijo Valor y me miró—. Y vos, vas a ver que la brujita María te va a sacar el gualicho —agregó. Y antes de que nos despidiéramos me hizo una advertencia: —Te vas a ir por el inodoro. Yo siempre que la veo, me cago encima. Paso días así. Eso es porque te saca todo lo malo. Ella ve todo. Y ahora también nos debe estar viendo. Durante tres días, Valor o Nancy me llamaron para ver cómo me sentía. Y ese fin de semana me invitaron a su casa porque Valor cumplía años. El festejo fue simple: sin ladrones y con familiares de alor. «Capaz que la brujita pasa a saludar», dijo. Yo no tenía gran expectativa. No había tenido ese sueño revelador que había predecido la bruja, y estaba frustrado. Pero me gustaba estar en lo de Valor. Hacía años que él no pasaba un cumpleaños en libertad. —Este es mi nuevo mundo —dijo al recibirme, con boina y camisa negra. A su lado Negrita, una perra que se trajo de la cárcel, le movía la cola. El nuevo mundo de Valor quedaba en Villa Rosa, en el partido de Pilar. Era una casa con un jardín florido con ciruelos, limoneros y naranjos de más de cincuenta años. Valor me llevó a conocerla por dentro. En un aparador del living había una maqueta de barco que había construido en la cárcel, imágenes de santos — San Expedito, San Francisco de Asís—, una imagen de la Virgen de los Milagros y algunas fotos, de alor, su mujer y sus hijos, y también de Rosa, la madre de Valor, muerta hacía cinco años. A un lado estaba la urna con sus cenizas. Sobre una pared había también una katana que alor desenfundó para mostrarme.
Guillermo Decurgez Rosario, 1981
—Es la de Kill Bill —dijo, e hizo unos movimientos marciales. Después volvimos a comer. En la mesa del jardín había cerveza, jugo, vino, una picada, los restos de una cabeza de cerdo cortada en fetas y asado. Comimos escuchando a Creedence, la banda favorita de alor, y después cantamos el feliz cumpleaños hasta que Valor sopló las velas sobre una torta de mousse de chocolate. Lo miré. Aun cuando sonreía, al Gordo se lo veía apagado. Dentro de la cárcel lo notaba con más vitalidad. En eso pensaba cuando se escucharon los aplausos de alguien al otro lado de la puerta de entrada. Era María, la bruja. —Solo pasé a saludar —dijo, una vez adentro. Abrazó a Valor y a Nancy, y después se acercó, me reconoció y me llevó a un costado. —Te noto mejor —observó. Asentí con la cabeza. Sin que le dijera nada, la bruja me miró con los ojos brillosos y agregó: —Sé que no tuviste ese sueño. En estos dos días lo vas a tener. Te espero el martes. Le dije que iría para no contrariarla. Pero pasaron los días y la dejé plantada. Cuando le dije a Valor, me respondió con un silencio. Ni siquiera preguntó por qué no fui. Si lo hubiera hecho le habría contestado que estuve esperando en sueños un desfile de rostros malditos, o quizá la imagen de una sola persona que pudiera simbolizar el peso de algunas desdichas. Pero lo único que aparecía, una y otra vez, era mi cara. Tardé en entender que esa había sido la señal. x
Decur, como es conocido por todos, es Ilustrador, historietista y amigo de Orsai desde la primera época. Ilustró todas las portadas del segundo año de esta revista. Sus trabajos fueron expuestos en varios países de latinoamérica. Publicó los libros Merci!, Pipí cucú, Mi cajón favorito y Semillas 1 en Ediciones de La Flor. Ama los muebles y los cajoncitos, tiene un escritorio único en el mundo.
¿TU AMIGA ES TAXISTA? ESA CHICA ES LESBIANA. 41
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SOBREMESA 2
NO QUIERAS SABER LA FECHA DE TU MUERTE recida. Una chica de diez años recibe el vaticinio de una gitana. La vieja le dice que morirá sedienta, bailando, en un día de invierno muy lluvioso. Y la chica se sugestiona durante toda su vida.
CHIRI: ¿Alguna vez fuiste a una bruja? HERNÁN: Una sola vez, pero le dije que por favor no me dijera la fecha de mi muerte. C: ¿Te da miedo?
H: ¿Y muere de esa manera?
H: Claro. Además me condiciona mucho.
C: No te lo voy a espoilear. Es un librito corto, leélo. Además es de la editorial Nórdica, que hacen libros para fetichistas.
C: ¿Y te hizo caso, la bruja? H: Sí. Pero me dijo la fecha de tu muerte. C: ¡No me la digas, eh!
H: Te voy a contar una historia que se me ocurrió leyendo la crónica de Rodo.
H: Ni me la acuerdo, ya me olvidé.
C: ¿Es corta?
C: ¿Te olvidaste la fecha de mi muerte?
H: Es corta, tranquilo.
H: Después me dijo que Racing iba a salir campeón en 2014, me hizo poner contento y me olvidé de tu fecha.
C: Porque se nos acaba el espacio y ya tendríamos que estar hablando del cuento que viene. H: Escuchá: un tipo va a ver a una bruja. La bruja le tira las cartas y le dice que morirá asesinado. Y además le revela cómo: lo matarán los dos doberman de su vecino Juan. Cuando el tipo llega a su casa agarra una cuchilla de carnicero y va directo a matar a los perros de Juan, antes de que los doberman lo maten a él. Los animales lo escuchan treparse al tapial, se sueltan de la correa y lo matan.
C: Sos un amigo de mierda. ¿Cómo te vas a olvidar de mi muerte? H: Le puede pasar a cualquiera. C: Rodo Palacios y el Gordo Valor… ¡Esos dos sí que tienen una amistad verdadera! H: ¿Te parece verdadera? Si Rodo cuenta que el Gordo Valor un vez le robó. ¡Eso no es una amistad, Christian!
C: La profecía autocumplida... Hay un cuento de García Márquez muy parecido. Y dos de Borges. Y más o menos ciento sesenta historias así en la literatura.
C: ¿Qué le robó? H: ¡Una remera con la cara de Don Corleone! ¿No leíste la crónica?
H: Yo nunca te dije que la historia era original.
C: ¡Le hizo una joda, boludo! ¡No vas creer que se la robó en serio! Y además le dio su chomba rayada a cambio. El gordo Valor tiene códigos, no como vos, que sos incapaz de recordar una fecha importante para mí.
C: ¿Y entonces para qué me la contás? H: Decime cómo se llama el vecino. C: Juan.
H: Esperá… ¡Me la acordé! Era el 23 de…
H: ¿Y quiénes matan al protagonista?
C: ¡Pará! No me la digas! No quiero saberla. ¡Cambiemos de tema!
C: Los perros.
H: Pero qué cagazo vas a tener cada vez que sea el día 23 de algo. Te vas a acordar de esto.
C: Presentar la historia que sigue.
H: ¿Qué tenemos que hacer en este punto? H: ¿Y qué sigue?
C: Hay un libro precioso, de Vila-Matas, que se llama «El día señalado» y cuenta una historia pa-
C: Ah... Ya entendí. Sos un genio. x
PERO CON LO LINDO QUE TE QUEDA ESE VESTIDO. 42
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L Foto: Florencia Rivero
a puerta del cuarto de Eduarda está apenas abierta. Hasta ahora siempre la vi cerrada, a veces con llave. Adentro hay luz. Quiero entrar, pero no quiero incomodarla. Hoy después de comer nos quedamos charlando en los sillones y por primera vez la sentí a gusto conmigo. También me pareció que me miraba diferente. Que me quería dar un beso. No sé. Me gusta cómo habla castellano con acento brasilero y me gusta que me trate de usted. Ella dice que así le resulta más fácil conjugar los verbos porque se parece más a você. Mi portugués es bastante choto, así que su castellano tenso sigue siendo la mejor manera que tenemos para comunicarnos. Me acerco y freno. Escucho. Toco la puerta. Adelante, dice. Entro a su cuarto. Está leyendo junto al velador. —¿Puedo pasar? —Puede. —¿Qué estás leyendo? —No le va a interesar. Me muestra la tapa del libro Raw and Natural Nutrition for Dogs. —¿Para Hortelã? Asiente. Hortelã es su perra guardiana, una cusquita hermosa mezcla de beagle con pastor alemán.
JUAN SKLAR Buenos Aires, 1983 Es escritor y docente. Su carrera fulgurante empezó en la Orsai N9, cuando le publicamos un cuento sin avisarle. Su primera novela Los catorce cuadernos fue muy bien recibida por crítica y público. En 2018 se publicó la secuela Nunca llegamos a la India. También es columnista de radio: su sección Cartas al hijo en Vorterix.com se transformó en un libro donde están las cartas que espera que su hijo lea en el futuro. Desde 2013 dirige El Cuaderno Azul, un taller literario para dejar de poner excusas y largarse a escribir. Este es el tercer texto sobre sexo que publica en la nueva temporada de Orsai. Ya pasaron una vedette en decadencia, una profesora embarazada y ahora llega el primer amor de la infancia.
LAS NENAS SON MÁS EDUCADAS Y CALLADITAS. 46
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Eduarda la adoptó porque tiene un montón de enfermedades —de los riñones, del hígado y de no sé qué más— y sus dueños anteriores habían decidido sacrificarla. Pero ella quiso quedársela y cuidarla. Eduarda es veterinaria. La única en este pueblito perdido en el medio de Brasil. Todo el tiempo está leyendo sobre cuidado animal y buscando alternativas para mejorarle la vida a Hortelã. —¿Puedo sentarme en la cama? Eduarda me mira y piensa. —Puede. Pestañea con fuerza. Es un tic que tiene. A la noche cuando está cansada lo hace más seguido. Después deja el libro en la mesita de luz. Me saco las ojotas y subo a la cama. Eduarda es flaca, un poco desgarbada. Tiene la piel color té con leche, los ojos marrones. No se parece nada a la idea que uno puede tener de una brasilera del nordeste. No le gusta bailar, no le interesan el axé, ni los tambores ni el carnaval. No va a la playa ni juega al fútbol. Tampoco toma cachaça, ni caipirinhas ni cerveza. Creo que no le interesa nada más que los animales. Y mirar películas de guerra. No termino de entender qué me atrae de ella, pero quiero darle un beso desde que la vi en el bondi que iba para Bahía. Y aunque hace tres días que vivo con Eduarda, estoy muy lejos de que eso suceda.
Avanzo un poco. Tiene la piel muy suave, las piernas largas y flacas, la nariz chiquita, el pelo siempre atado, aunque ahora en la cama lo tiene suelto. Qué ganas de besarla. —¿Me puedo acercar? —Hasta ahí. Acorto otro poco la distancia y me detengo. —¿Querés que me vaya? El pecho de Eduarda sube y baja con cada respiración. Los tics desaparecieron. —Quédese. No entiendo qué tengo que hacer. A cualquier otra mujer ya le hubiera tirado la boca. Me gusta y creo que le gusto. No me echó de su cuarto, pero no me deja avanzar. Le miro las tetas, chiquitas, paradas. Le miro la boca. —¿Te puedo dar un beso? Eduarda respira más rápido. —Solo un beso. Me acerco y la beso. Todos estos días de mirarla, de charlar, de vivir con ella sin siquiera intentar hacer nada se concentran en este beso. En su saliva fresca, en sus labios suaves. Apenas saca la lengua. Un segundo y la vuelve a guardar. —Pare. Paro. —No va a acontecer nada, ¿entiende? —¿Nada? Eduarda niega con la cabeza. —¿Nunca? —pregunto.
ME DA LO MISMO SI NO QUERÉS. 47
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LOS PERROS
donde los viajeros se juntan a ver el atardecer sobre el mar. Como no confiaba en el dueño de la pousada donde me estaba quedando me llevé en la mochila chica toda mi plata y mi pasaporte. Cuando el sol bajó y los viajeros se fueron, los hongos hicieron efecto. O cogumelo me dijo que esa mochila que yo tanto cuidaba en realidad me estaba hundiendo. Así que la revoleé por el aire. Era una noche sin luna y no se veía nada. Pasé la siguiente media hora llorando, gritando y buscando mi mochila entre la arena. Cuando la encontré, volví a revolearla. Así estuve hasta el amanecer. De Jeri fui a Fortaleza y de ahí a Natal y ahí tomé un colectivo para Bahía. Mi última comunicación con mis amigos fue un correo electrónico desde un ciber cerca de la terminal. El bondi se metía en cada pueblo donde hubiera alguien que quisiera subir o bajar. A mitad de la noche subió Eduarda. Flaquita, con anteojos y hebillas en el pelo. Además de una mochila de mano, tenía tres cajas transportadoras con un gato y dos conejos. El chofer del ómnibus le decía que tenía que dejar a los animales con el equipaje, pero ella se puso muy tensa y le dijo que no, que se iban a estresar, que eran animales que necesitaban cuidados. Al final el tipo se aburrió de discutir y la dejó pasar. Moverse con la mochila y las tres transportadoras le resultaba bastante difícil a Eduarda y me ofrecí a ayudarla. Me dijo que no, que ella podía sola. Cuando lo dijo casi se le va al demonio la caja del gato, que yo atajé en el aire. Un par de horas después, cuando le tocó bajarse, volví a ofrecerle mi ayuda. Esta vez opuso menos resistencia. El bondilero también se bajó, pero para comprar un café, y yo entonces aproveché para ir al baño. Error. Cuando volví el bondi se había ido sin mí. No había oficinas ni teléfonos ni nadie que me ayudara a alcanzarlo. Estaba solo en el medio de un pueblito, salvo por Eduarda y sus cajas transportadoras, que estaban esperando un taxi. Con la frontalidad y la falta de vergüenza de estar viajando hacía tres meses, le conté lo que me había pasado. Eduarda se puso mal
Se encoge de hombros. Respiro hondo. Trato de bajar un cambio. —Puede irse si quiere. No voy a quedar enojada —dice. Niego con la cabeza. —¿Puedo dormir con vos? —No va a acontecer nada. —Está bien. Eduarda sonríe y apaga la luz. —Até amanhã. —Até amanhã —respondo. Ella se duerme enseguida. Yo no. Estoy al palo, en la cama, al lado de una mujer que me vuelve loco y que no me deja ni tocarla. Peor. Me deja darle un beso de un segundo y sentir su lengua y después me manda a dormir. La escucho respirar. Quiero hacerle cucharita, sacar la pija y metérsela hasta el fondo, escuchar cómo gime, qué sonidos hace, coger sin forro y acabarle adentro. Pero me quedo quieto, escuchándola respirar, oliendo sus sábanas. ¿Por qué no me voy? La mente se me inunda de porno amoroso con Eduarda y mi pija se mantiene parada. Espero un rato y cuando ella está bien dormida, salgo del cuarto y voy al baño. Me hago una paja. No la disfruto mucho, pero la necesito. Espero en el baño hasta que se me baja. Hago pis y vuelvo a su cama. Me duermo pensando en Eduarda.
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is amigos y yo nos separamos hace unas semanas, en Manaos, la ciudad más grande sobre el río Amazonas. Tenemos veinte años. Ellos fueron para Canoa Quebrada a relajar y fumar porro. Yo quería viajar algunos días solo, así que me fui para Jericoacoara. No sé si es muy distinto de Canoa Quebrada, pero quería ver qué se sentía estar completamente solo. El plan era encontrarnos en Bahía una semana antes del Carnaval, para conseguir alojamiento decente y barato. Mientras tanto, en Jeri me la pasé tomando hongos alucinógenos. Una tarde tomé una porción y me fui a la Duna do pôr do Sol, una montaña de arena alta como un edificio de diez pisos
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estar bien, que no se preocupara, que ella lo iba a cuidar. Al final sacó una jeringa, una aguja y le inyectó un antibiótico. El conejo ni se movió. Después más caricias y a la jaula. Y así con todos los otros animales que había en la casa: dos perros, cinco gatos, unos diez conejos, gallinas, patos, gansos y un tamanduá-bandeira: un oso hormiguero gigante que se paseaba tranquilo por el jardín. Me sorprendió el tiempo que les dedicaba a todos. Cuando terminó la ronda le pregunté si podía usar el teléfono. Llamé a Bahía y los de la empresa de colectivo me dijeron que tenían mi mochila grande en su bodega. Y que me cobrarían veinte reales por día de guardado. Averigüé por el próximo colectivo a Salvador. Era a las dos de la tarde. Un rato después me descompuse. Primero un retorcijón intenso, después los chuchos de frío. Fui hasta el baño y empecé a cagar sin control. Pasé casi una hora en el baño de Eduarda, limpiandome cada vez que sentía que había terminado para después seguir soltando mierda líquida a montones. Salí. —Usted está pálido —me dijo—. ¿Qué comió? Le conté que la noche anterior, en una parada del bondi había comido un acarajé muy sospechoso en una lanchonete también sospechosa. Me puso la mano en la cabeza y me dijo que tenía fiebre. Fui hasta la cama como pude y ahí me quedé las próximas doce horas, con chuchos de frío y cagando todo lo que había adentro mío. —¿Se siente mejor? La realidad era que no, pero en algún lugar estaba feliz de estar ahí, en la cama, cuidado por esta mujer tan atenta. No me trataba como a los animales, pero me hacía sentir a salvo. Me dio sales de rehidratación, me preparó sopa. —Si usted quiere, puede quedar aquí hasta sentirse mejor. Fui al baño una vez más. Cuando pasé por el espejo me vi flaquísimo, con ojeras, sucio. Me pareció que no estaba en condiciones de ir al Carnaval y acepté la invitación.
porque por su culpa yo había perdido el ómnibus. Le pregunté si había un hostel o una pousada. Me dijo que no, que en Itanagra no había nada de eso. Después de un silencio incómodo le dije si no me podía quedar en su casa. Me respondió que no, que yo era un extraño. Vino su taxi y se fue. Estaba todo cerrado. Yo me sentía cansado y encima no tenía más que mi mochila chica, la que había llevado al baño. Así que me tiré a dormir en el suelo. Pensé que cuando se hiciera de día podría tomar otro bondi a Bahía, recuperar mi mochila grande y encontrar a mis amigos. Al rato me desperté con la voz de Eduarda. —¿Es un asesino? La pregunta me tomó por sorpresa. —Usted, ¿es un asesino, un violador o un ladrón de casas? —No. —¿Promete que se va a comportar bien? Asentí. —Entonces venga a mía casa. Subí a su auto. —Usted no tiene cara de asesino. —Vos tampoco —respondí. Eduarda se rió. —Nunca invito extraños a mía casa. Me dio culpa dejarlo solo.
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uando entramos me mostró un cuarto de invitados y dónde quedaba el baño. Me pidió que por favor no tocara nada. Después se metió en su cuarto y cerró con llave. Al día siguiente me levanté y Eduarda ya estaba con sus animales. La encontré dándoles de comer a los conejos. Cuando terminó con los que estaban sanos pasó al que venía medio enfermo, el que había traído en la transportadora. Lo tenía en cuarentena, en otra jaula, para que no contagiara al resto. Lo acarició hasta que el conejo estuvo manso, lo sacó con mucho amor y lo abrazó. Le hizo más mimos. El conejo estaba entregado. Con una mamadera le dio agua y algo de fruta. Además le hablaba: le decía que todo iba a
SOS TAN EXAGERADA. 49
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Amigos: Perdón que nunca llegué a Bahía. Estaba en camino pero me descompuse y ahora estoy en la casa de una brazuca medio extraña que vive con cien animales. Se llama Eduarda. Por suerte estoy acá, porque me cago encima todo el día y ustedes seguro me dejarían morir en un hotel infecto para irse a descontrolar. Eduarda me hace de comer y me cuida. Igual los quiero. ¿Ustedes todo bien? Espérenme en Bahía. En un par de días me recupero y cuando arranque el Carnaval la rompemos. Un abrazo, Juancho
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Juancho: La concha bien de tu madre, pelotudo. Estuvimos diez horas esperándote en la terminal. Fuimos a hablar con los de la empresa de bondis y nos dijeron que te habías subido en Natal y bajado en el medio de la nada. ¿Sos tarado? Por tu mochila no te preocupes, la tenemos nosotros. El Práctico quería cagarte a trompadas cuando bajaras del bondi. Ahora se le pasó. Al Burgués Sensible le chupó un huevo mal, solo quería irse de esa terminal llena de moscas y punguistas. Yo al principio me preocupé pero después me imaginé que te estaba pasando alguna bizarreada de esas que te pasan a vos. Conseguimos alojamiento en Bahía. Una vieja demente que se llama Carmelita nos está dejando dormir en su living por diez reales la noche. Es evangelista y se pasa el día viendo O show da fé a todo volumen. Tiene un hijo al que le decimos Boludinho y que también es evangelista. Estamos sobreviviendo a base de acarajé y Skol a um real. El carnaval empieza en una semana. Esta ciudad explota. Chau, garca. Ojalá te estén tirando de la piola. Te mando un abrazo, Doctor Paco PD: ¿Qué onda Eduardinha? ¿¿Está forchi??
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Miro el reloj. Son las siete. Me baño y me visto. La ropa está limpia porque la lavé a la mañana y anduve todo el día en malla. Cuando salgo, limpio los rastros de semen y baba que quedaron por ahí. Eduarda llega después de las siete y no puede creer que la espere con la cena. Dice que se va a bañar y después comemos. —¿Usted cocinó para mí? —pregunta sonriente. —Sí. Para agradecerte. —No hacía falta —dice y se pone un poco colorada. Enseguida cambia de tema y me cuenta de todos los animales que atendió hoy en Itanagra y otros pueblos vecinos. Que el mecánico ya le arregló el auto y que no tiene que usar más el ómnibus. Cuando habla de los animales se emociona. Recuerda el nombre de todos. Terminamos de comer. De postre corto un melón. Eduarda bosteza. No son ni las nueve de la noche, pero ella arranca muy temprano. —¿Vamos a la cama? —pregunta. Ayer, cuando vi la puerta entornada di un paso más y terminé durmiendo en su cama. Pero no sé si la invitación vale para todos los días. —¿Juntos? Sonríe. —Sí. Juntos. Trato de ocultar la emoción. Estoy seguro de que vamos a coger. O de que por lo menos me va a hacer una paja. O un pete. Igual me preparo para que no pase nada. Ella va al baño a cambiarse. Cuando sale tiene puesto su pijama: un short deportivo y una musculosa. No tiene corpiño, pero sí bombacha. La paja me hizo bien, estoy más tranquilo. Igual no puedo dejar de mirarla. Se mete entre las sábanas. —¿Usted quiere ver un filme? —pregunta. Escondo la decepción y le digo que sí. Me dice que quiere ver El pianista, que se la trajo en DVD de Bahía la última vez que fue para allá. Me sacó la bermuda y me quedo en boxers. —¿Qué hace?
Llevo tres días viviendo con Eduarda. Todavía no salí de la casa. Eduarda se fue a trabajar. Voy a la cocina y empiezo a revisar buscando ingredientes. Le quiero preparar algo rico para cuando vuelva. Hay legumbres, frutas, verduras, distintos tipos de arroces y otras cosas que parecen cereales pero no sé qué son. No tengo muchas variantes en la cocina. En Buenos Aires vivo con mis viejos y allá comemos carne todos los días. Lo mejor que se me ocurre es hacer unos vegetales y arroz salteados en salsa de soja y miel. Pongo música. Pico verduras. Hiervo el arroz. Cuando tengo todo listo, lo salteo. Queda la comida en una olla y me meto en el cuarto. Sin muchas ganas, me hago una paja. No es que esté especialmente caliente, pero cuando Eduarda vuelva voy a querer besarla y mejor si estoy más tranquilo. Además, lo más probable es que no pase nada. Así que mejor encarar la noche descargado. Acabo en un papel higiénico y me quedo dormido. No me tomo el trabajo de ir al baño a lavarme, o de esperar a que salga toda la acabada. Total en un rato me voy a bañar. El pito vuelve a su tamaño normal y un poco de wasca cae sobre mi panza. Me duermo en seguida, boca arriba. Un típico sueño de siesta, liviano pero que descansa. Me despierto con la sensación de una lengua sobre mi pito. Una lengua enorme y afelpada que pasa una y otra vez sobre la mancha de semen que hay debajo de mi obligo. Abro los ojos y descubro a Hortelã, la perra de Eduarda, chupándome la pija. En realidad, lamiendo pito, panza y todo lo que quedó manchado por la acabada. Doy un saltito para atrás. No es una perra enorme, pero igual podría tragarse mi pito de un bocado. Me tapo con la sábana. El corazón me late a toda velocidad. El miedo se disipa rápido: Hortelã mueve la cola y me mira con los mismos ojos alegres con los que me miró estos días. Después ladra un poco. Con el hocico corre el bollito de papel higiénico que dejé en el suelo y chupa los rastros de semen que se escurrieron.
¿TENÉS NOVIO, TAN PRONTO? 52
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Quiero que me agarre la pija, que por Dios me agarre la pija, lo deseo más que nada en el mundo, estoy a punto de agarrarle la mano y llevársela a mi verga, pero sé que es peor, que tengo que esperar. Entonces llega. Mete la mano dentro del calzoncillo y me la agarra. No la mueve, no aprieta. Tampoco necesito, por ahora, que pase más nada. Que esté ahí, respirando al lado mío, tocándome, por un rato, me alcanza. Saco la mano de su culo y la llevo hacia adelante. Yo también me detengo en el elástico de la bombacha. En ese momento aparece Hortelã. Ladra sin parar. —Hortelã, vai embora! —le grita. Después se para y cierra la puerta del cuarto. La perra se queda afuera. Volvemos a besarnos pero Eduarda ya no está presente. Puedo sentir que su atención está ahora con su perra. Hortelã ladra cada vez más fuerte y solo se detiene para rascar la puerta con sus uñas. Por un momento se detiene. Sin embargo, dos segundos después, la puerta se abre. Hortelã, parada sobre sus dos patas traseras, logró bajar el picaporte. —Hortelã... —dice Eduarda, un poco fastidiada y otro poco con pena. —¿Qué le pasa? —pregunto. —Está con celos. Yo nunca tuve perros y tampoco escuché que podían tener celos. Eduarda se baja de la cama y se acerca hasta ella. La abraza y le hace un mimo en la cabeza. La perra le da unos lengüetazos en la cara. Después me mira y vuelve a ladrar. Esta vez, sin parar. Entonces Eduarda pone su cabeza encima del lomo del animal y como por arte de magia, Hortelã deja de ladrar. —Está en celo —dice, como excusando a la perra. Sin sacar la cabeza de encima de Hortelã, Eduarda pasa una pierna por arriba del animal. Queda justo a horcajadas de ella, apoyada con todo su cuerpo, haciendo presión pero sin aplastarla. La perra, con su hocico abierto, respira agitada y llora.
—Me pongo el pijama. Eduarda se ríe. —Está bien. Pero quédese tranquilo. Asiento y me meto en la cama. Vemos El pianista. Me mantengo calmado hasta la escena en que el oficial nazi le hace tocar el piano al protagonista y se emociona. Ahí deslizo mi mano por debajo de las sábanas y con mi dedo meñique toco la mano de Eduarda. —¿Puedo? —Pode. No sé qué la hace cambiar entre portugués y castellano, pero siento que hay una razón, que algo me está diciendo. Avanzo un poco más y pongo todos mis dedos entre sus dedos. Ella me aprieta la mano y después afloja. Seguimos viendo la película. Cuando termina, apoyo mi cabeza en su hombro. —¿Puedo? —Sim. Pode. Devagar. Giro la cara y le beso el cuello. Espero. Creo que en cualquier momento se va a arrepentir y me va a pedir que me ponga la bermuda y me vaya a dormir al cuarto de invitados. Pero no lo hace. En cambio, gira la cabeza, busca mi boca y me da un beso. Todavía tiene gusto a la pasta de dientes que usó después de comer. Sus labios son suaves y lisos, la saliva fresca, la lengua chiquita. Dejo que ella me meta la lengua a mí, no quiero invadir. Cada tanto avanzo y después retrocedo. Espero que ella entre más adentro mío. Después vuelvo a avanzar y le paso la lengua por los dientes. Le pongo lo dedos atrás de la nuca y la masajeo. Está apenas sudada. Hace calor, incluso para las noches del nordeste y lo único que tenemos para refrescarnos es un ventilador de pie. Bajo la mano lo más lento posible, esperando que me detenga. Llego hasta su culo y se lo acaricio. Es chiquito y duro. Quiero apretarlo pero no me animo. Solo le paso la mano hacia arriba y hacia abajo. Ella tiene su mano en mi cachete. De a poco empieza a bajarla. La pasa por el pecho, la panza, el ombligo y la detiene justo encima del elástico del bóxer. Respiro agitado.
¿TODAVÍA NO TENÉS NOVIO? 53
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—Tranquila, traquila... – le susurra en la oreja. Después se mete dos dedos en la boca, los chupa y los lleva a lo que supuse era la concha de la perra. La masajea. Hortela deja de llorar. Eduarda me mira y dice: —Disculpe. No sé cómo decirle que no tiene que pedirme perdón, que haga lo que tenga que hacer, que está todo bien. Eduarda se despega del cuerpo del animal y busca una posición más cómoda. La sigue tocando, haciendo movimientos circulares. La otra mano está sobre el lomo, haciendo una suave presión. El ritmo de la respiración de la perra sube. Eduarda cierra los ojos. Ella y su perra están conectadas. No sé si termino de entender. Pero no puedo sacarle los ojos de encima. Los movimientos de la mano de Eduarda se vuelven cada vez más rápidos. La respiración de Hortelã acompaña. Eduarda abre los ojos y me mira. Sonríe y le sonrío. Vuelve a cerrar los ojos y sigue masturbando a su perra, de un modo cada vez más rápido y más intenso, hasta que ortel larga un bufido profundo. Eduarda le hace un mimo en la cabeza. La perra ladra un par de veces y después se va a la cucha. —Voy al baño —me dice Eduarda. Cuando vuelve se acuesta al lado mío. —Perdão —dice. Le respondo con un beso que tiene todo el cariño que puedo dar. —¿Usted no siente asco? —No —digo y le doy otro beso. Eduarda me besa y me abraza fuerte. Hay algo de alivio en el abrazo. Cuando se separa veo que tiene una sonrisa ancha y honesta. Vuelve a abrazarme. La aprieto fuerte pero en el medio de nosotros está mi pito, que ni amagó con ablandarse. Eduarda se ríe. —¿Usted también está en celo? Asiento y me río. Eduarda lleva su mano a mi pito. Sube y baja una vez. Me recuesto y la dejo hacer. Eduarda sigue y con infinito cariño me hace la paja.
Querido Doctor Paco: Todavía no estoy repuesto del todo así que me voy a quedar acá unos días más. Pero el martes me tomo un bondi para allá y el miércoles ya estamos descontrolando. Igual voy a pagar mi parte del alquiler de estos días que no estuve. Te mando un gran abrazo, Juancho
∂ Chabón, venimos hablando del Carnaval desde que terminamos el secundario. ¿Qué te pasa? Estás toda la vida hablando de coger y ahora que llegamos a Bahía te quedás con una mina que te hace arrocito y sopa. Media pila. Acá todo bien. Descubrimos que Boludinho no es el hijo de Carmelita. Ella nos contó que su hijo foi atrapal ado pelo a elo da dro a no lo ve hace años. Boludinho es el hijo suplente. El Burgués Sensible está un poco zarpado con la cachaça y el otro día vomitó en la calle y se quedó dormido ahí. Al Práctico le pintó aprender Capoeira Angola y se la pasa tirando patadas al aire. Aquele abraço, Doctor Paco PD: No viajé de Buenos Aires hasta el Amazonas en bondi para que me termines dejando de clavo a cinco días del Carnaval. Dejá de romper los huevos y vení.
ESTÁS SIEMPRE RODEADA DE PIBES. 54
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Abro los ojos y Eduarda no está. Siempre se levanta más temprano que yo y nunca me despierta. Salgo al living y ahí está Hortelã, comiendo de su plato. Levanta la cabeza y me ladra contenta, moviendo la cola. Salgo al jardín y la perra viene conmigo. Buen día, le digo y ella ladra más y pega unos salititos. En la mesa de afuera está Eduarda con el desayuno. Hay varios platos con frutas típicas del nordeste: pitomba, sapoti, mangaba y pitanga. Además hay ananá, goiaba, maracuyá y banana prata que vengo comiendo por todo Brasil. La mesa es una explosión de color. Detrás de Hortelã aparece Victor, el otro perro de Eduarda. Victor está inquieto. Ladra, se le sube encima a Hortelã. En un momento la perra se deja, pero Eduarda los separa. —Victor! Vai embora! Victor no da ni pelota. Está medio montado sobre Hortela, con el pito parado, tratando
de metérsela. Pero no la emboca y solo le da pijazos al aire. Entonces Eduarda agarra un vaso de agua y se lo tira al perro, que se baja de Hortelã. Voy a tener que encerrarlo , dice y lo mete adentro de la casa. Eduarda me explica: Hortelã está mal de salud y no soportaría un embarazo. Tampoco una cirugía para castrarla. Hay que cuidarla todo el tiempo. Ya trató con una bombacha de goma, pero Victor insiste mucho y tarde o temprano logra metérsela. Eduarda y yo comemos. El cielo está despejado y la mañana todavía es fresca. Estamos a la sombra. Corre una brisa hermosa. La fruta está dulce y chorrea jugo. —Solo falta un asado — digo y me río. A Eduarda no le causa mucha gracia. —Bueno, un hamburguesa, un churrasquito —insisto y subrayo con una sonrisa. No hay caso.
SI TE VEN JUGAR CON NENES TE VAN A DECIR VARONERA. 55
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—Comer carne es asesinato. —Entonces soy un genocida. —Calle la boca. —Era un chiste. —¡Calle la boca! Eduarda se queda en silencio. Los tics de la cara se vuelven un poco más intensos que de costumbre. Como la fruta y trato de cambiar de tema. —¿Y al Carnaval no vas? Eduarda tiene un ataque de ira y arrasa con todo lo que está sobre la mesa. Con su brazo tira a la mierda los platos, la fruta y la jarra. —¿Qué te pasa, pelotuda? Es un chiste. Eduarda grita, agarra un vaso y me lo revolea por la cabeza. Me pega justo en la punta de la ceja izquierda que empieza a sangrar. Antes de que pueda reaccionar, Eduarda ya se metió en el cuarto y cerró con llave. Esa noche me voy al centro del pueblo y me meto en la única parrilla que hay. Grelha do Armando se llama. Un sucucho con luces de tubo blancas. Igual hay carne asándose, y con eso me alcanza. Me pido un bife jugoso. Todavía no me lo traen y ya empecé a disfrutar. El humo es una promesa de felicidad. Llega. Es un bife ancho cortado a la brasilera, fibroso pero rico. Corto y me lo mando. Mastico con las muelas del lado derecho. Mastico con bronca, con las encías y el cachete. Me paso el bocado de lado a lado de la boca, lo doy vueltas con la lengua. Trago. Corto otro pedazo y mastico. El jugo chorrea por mi lengua y se mezcla con mi saliva, formando un líquido hermoso y sin nombre. Trago y sigo, sin detenerme. Agarro el hueso con la mano y desgarro un bocado con los dientes. Las fibras del músculo se deshacen de a poco. Entre los colmillos y los premolares me quedan pedacitos enteros de carne. Saco un escarbadientes, me mondo y trago esos cachitos de carne. Paso todo con vino y siento el bulto de carne bajar a los golpes por mi esófago. Pido otro. Como lento, ya sin hambre. Solo disfrutando de la carne, desde el primer bocado ca-
liente pegado a la grasa, hasta el último mordisco frío, pegado al hueso. Cuando termino me cuesta respirar. Estoy lleno. Mi panza está expandida y pesada. Siento una somnolencia hermosa que solo se puede alcanzar cuando te metés en el pecho medio kilo de animal muerto. Vuelvo a la casa caminando, hinchado y feliz, tirándome pedos todo el camino. Pedos ácidos que queman el ano cuando salen y huelen a cloaca estancada. Cada uno que me tiro hago abanico con la mano para que lleguen más rápido a mi nariz. En la casa, Eduarda está despierta. La luz de su cuarto está prendida. Me meto en el cuarto de invitados y cierro con llave. A la media hora ella toca la puerta. —¿Juan? ¿Juan? ¿Usted está bien? La escucho pero no contesto. Después de unos minutos deja de llamar y se mete en el cuarto.
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e levanto a la mitad de la noche con una puntada en el estómago. Salgo de la cama y siento ese frío interior que viene antes de la diarrea. Llego al inodoro con lo justo y ahí me paso la siguiente hora y media. Cuando vuelvo a la cama sudo y tengo chuchos de frío. Mi puerta quedó abierta, así que esta vez Eduarda puede entrar sin problemas. —Você está bem? Niego con la cabeza. —A barriga? Asiento. —Ondé comeu? —Grelha do Armando. Los dos nos quedamos en silencio. —Tenga —dice y me da un blíster de pastillas de carbón. —Perdón —le digo. Eduarda sonríe. Va a la cocina y vuelve con un vaso de agua. —Ahora descanse. Al día siguiente me levanto y el desayuno está preparado como siempre.
TE MAQUILLÁS DEMASIADO PARA IR A LA ESCUELA. 56
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—Buen día —dice Eduarda sonriente. —Buen día. Me siento a la mesa. Eduarda me ofrece una fruta. —¿Ya probó la pitanga? Acepto el ofrecimiento y muerdo. Está muy rica. Trago. —¿Está bien? —pregunta. No contesto. —Cuando era pequeña mi familia le llamaba a cabra. Minha mãe contaba que duraba días. No hablaba con ninguno y me encerraba en mi habitación. Eduarda está fazendo a cabra. Me enojo mucho. La cabra me domina. Yo sé que tengo razón y también sé que no puedo parar. Ahora casi no me acontece. ¿Cómo está su ceja? —Bien —respondo. Ya había hecho cascarita y no sangraba más. —¿Me perdona? Asiento. Terminamos de comer. Lavo los platos. Cuando estoy terminando, Eduarda se acerca. —¿Le puedo pedir un favor? No coma más carne. No respondo. Quizás debería mentirle y decir que sí, que no voy a probar más bocado. Pero sé que es mentira. —Está bien —dice y se va a trabajar. Eduarda vuelve a la tardecita. Se baña, toma un té y después me pregunta si la puedo acompañar a un lugar. Digo que sí, total no tengo nada que hacer. Subimos a su auto, un Fiat Uno medio destartalado al que le sacó los asientos de atrás para poder llevar animales. Durante una hora maneja por la ruta. —¿A dónde vamos? —Preciso mostrarle algo. No me molesta el misterio y cambio de tema. Hablamos de cualquier cosa. Al rato cruzamos un cartel que dice Abatedouro. Salimos de la ruta. Agarramos un camino, prolijo pero de ripio, por el que Eduarda maneja otros quince minutos. Después llegamos a unos galpones enormes. A un costado hay un cartel que dice: Abatedouro São Francisco. Bajamos del auto.
—¿Dónde estamos? —le pregunto. —Aquí es donde matan cerdos y vacas. —No hace falta que entremos. —Si usted quiere quedar en mi casa, sí. Eduarda saca su celular. Marca. Dice un par de palabras. Al rato se abre una de las puertas de los galpones y aparece un tipo con botas de goma, delantal, casco y anteojos protectores. Eduarda me dice que espere un segundo y camina hasta él. Yo sé cómo se matan los animales que nos comemos. Vi documentales y leí libros. Sé cómo viven las vacas en los feedlots, sé qué las gallinas pasan sus vidas encerradas en jaulas apenas más grandes que sus cuerpos. Sé que las cerdas sufren y chillan cuando las separaban de sus crías y que Argentina es el primer país exportador de carne de caballo del mundo. Eduarda me hace una seña para que me acerque hasta la puerta. No tengo ningún deseo de avanzar. Sin embargo, lo hago. Camino lento hacia la puerta del matadero, como si no hubiera otra opción más que ir y ver lo que Eduarda tiene para mostrarme. Cuando llego a la puerta, el tipo que abrió ya no está. Eduarda avanza y yo la sigo. Al cruzar la puerta te das de frente con un planchón de acero que forma un pasillo. Eduarda me indica que hay que ir por el costado y subir la escalera que lleva a unos andariveles. Son como unos pasillos colgantes que recorren el matadero de punta a punta. Siento el olor a sangre. No es el de siempre. Si la sangre es poca, el olor parece un metal dulzón y un poco repulsivo. Pero acá hay todo un galpón con olor a sangre. Es tan fuerte que se te mete en los labios, en los dientes, en el paladar. La sensación se me pega en la lengua y baja hasta la garganta. Trato de respirar poco, porque cuando lo hago a fondo puedo sentir la sangre bajando por el esófago. Intento meterme en el cuerpo la menor cantidad de aire posible pero no hay caso: es como comer carne cruda por la nariz. Me da una arcada. Me tapo la nariz con el cuello de la remera. Entonces Eduarda saca
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un pañuelo impregnado con pasta de menta. Me lo ato cubriéndome la nariz y la boca. —¿Por qué no me lo diste antes? No responde. Seguimos caminando por el andarivel. Nos detenemos. Una vaca entra a un cubículo. Es como una pequeña jaula. Desde afuera un hombre le pega con un cilindro en la cabeza y la vaca cae desmayada. Se desliza por la rampa. Le atan una pierna y la levantan por el aire con una cadena. La vaca, viva pero inconsciente, pasa de un recinto a otro hasta que finalmente queda sobre unas rejas. Ahí otro hombre le abre el cuello en dos y empiezan a chorrear litros de sangre. El mismo empleado hace varios cortes en otras partes del cuerpo y todavía cae más sangre. La vaca siguiente se resiste a avanzar. No quiere ni acercarse al cubículo donde desmayaron a su compañera. Otro empleado del matadero la empieza a pinchar con un palo. La vaca se sobresalta con cada golpe, pero sigue sin avanzar. El tipo entonces saca una picana y le da una descarga eléctrica en uno de los cuartos traseros. La vaca muge con el cuello estirado hacia el techo. Otra descarga y no tiene más remedio que avanzar. Empujada por los palos y la picana, la vaca termina entrando en el cubículo. A diferencia de la anterior, sacude sus miles de kilos de peso en todas direcciones. Los barrotes de hierro tiemblan con cada golpe. El que se encarga de desmayarlas hace un primer intento. Ni siquiera hace contacto. Vuelve a lanzarle una descarga eléctrica en la cabeza. Esta vez la vaca queda mareada, pero sigue consciente. El sonido del mugido sale deformado, roto. Los ojos miran desorbitados hacia los costados. El tercer intento la deja desmayada. La vaca cae en la rampa y le atan la cadena a una pierna. La levantan por el aire y la llevan al sector siguiente. Pero la vaca se mueve. Por la posición boca abajo y por tener una sola pierna atada apenas puede hacer unos espasmos. De todos modos, lo intenta. Mueve la cabeza para un lado y para el otro. Finalmente llega hasta la zona de las rejillas. El que se encarga de desangrarla se acerca con la cuchilla en la
La vaca siguiente se resiste a avanzar. No quiere ni acercarse al cubículo donde desmayaron a su compañera. Otro empleado del matadero la empieza a pinchar con un palo.
mano. Esta vez es más difícil. La vaca está tan viva como la anterior, solo que se mueve mucho más. Intenta hacer un primer tajo y no lo logra. Apenas cae un poco de sangre. La vaca muge con todas sus fuerzas. Eduarda me señala el corral donde están las siguientes vacas esperando. La vaca colgada empieza a mugir más fuerte y las otras se agitan. Se mueven en el poco espacio que hay, se golpean entre sí. Una le da un cabezazo a la pared. En la zona de rejillas, el tipo finalmente logra clavarle la cuchilla profundo en la garganta a la vaca, que larga una catarata de sangre y casi deja de moverse. Ahora solo hace pequeños espasmos. Cuando el animal queda completamente inmóvil, el empleado hace un par de tajos más y el resto de la sangre cae en la rejilla. De ahí fluye por unas bandejas hacia unos tachos gigantes. Uno de los tachos se llena y otro empleado le pone una tapa y se lo lleva.
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Salimos del matadero. En la puerta está el mismo tipo que nos dejó entrar. Le pregunta a Eduarda si queremos pasar a ver los cerdos. Le dice que no. Me pregunta si estoy bien. Le digo que no. Me doy vuelta y vomito. Volvemos en el auto en silencio. Llegamos a la casa. Bajamos del auto. Caminamos hasta la puerta. —¿Promete no volver a comer carne? —Lo prometo. Eduarda sonríe, mete la llave en la cerradura y abre la puerta de la casa.
A la que sí puedo ver es a Hortelã, que me mira desde abajo de la cama. Está atenta a todo lo que está pasando. No ladra, no está tensa. Tampoco mueve la cola. Solo mira, expectante. Yo sigo tocando a su dueña. Eduarda me abraza fuerte. Tiene el clítoris chiquito y puntiagudo, como el botón de un control remoto. Se lo aprieto y ella gime hasta que acaba. Lo hace con un gritito agudo, casi un chillido. Cuando termina afloja el abrazo y Hortelã se pone a ladrar. Eduarda está sonriente. Se da vuelta y le hace un mimo en la cabeza a la perra. — Você esperou em silêncio... Muita obrigada. La perra le contesta con un ladrido, como si entendiera lo que Eduarda le dice. Después pega un salto y se mete entre nosotros. —Linda... —le dice Eduarda y le hace un mimo en la cabeza y la abraza. Hortelã se echa de espaldas y abre las piernas traseras. Se inclina sobre su vulva y empieza a chuparse. Después frena y ladra, esta vez varias veces. —¿No le molesta? —me pregunta Eduarda. —No. Le acaricia la concha a Hortelã, que deja de ladrar. Quizás es el orgasmo, quizás es el amor que le tiene a su perra, pero yo la veo a Eduarda más hermosa que nunca. Me acerco y le doy un beso. Ella agarra mi mano y la lleva a la concha de Hortelã. Es más gorda y está más hinchada que una vagina humana, pero no es tan diferente. La acaricio como lo hice con Eduarda y la perra se deja. Al principio se siente extraño. Después de unos minutos, es como si lo hubiera hecho toda la vida. Eduarda me besa. Frena, se separa, me mira. —Você sente? —¿Qué? —O amor. Asiento y cierro los ojos. No sé si es amor, pero es hermoso. Eduarda baja hasta mi pito y se lo mete en la boca. Yo sigo tocando a Hortela, hasta que acaba y se baja de la cama. Eduarda me chupa el pito despacio. Lo agarra con delicadeza. Tres, cuatro, cinco lamidas.
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erminamos de cenar. Ella se lava los dientes, yo lavo los platos. Después se mete en su cama. Cuando termino salgo al jardín. El oso hormiguero está echado junto a un árbol. Es una noche apenas fresca. —Juan, ¿no viene a la cama? —escucho que Eduarda dice desde el cuarto. —Ahí voy. Al día siguiente, Eduarda agarró mi mochila y todas mis cosas y las trajo a su cuarto. Desde ese día duermo siempre en su cama. Me meto y nos empezamos a besar sin vueltas. Aprieto a Eduarda contra mí, todo su pequeño cuerpo y su culito turgente. —Despacio, por favor. Asiento y vuelvo a besarla. Con una mano separo el elástico de la bombacha y la otra la llevo hasta su concha. Está depilada. Tiene poco pelo cortado muy prolijo. Le meto un dedo. Está mojada. Cierra los ojos y abre la boca. Tiene los brazos alrededor mío. Los cierra y me trae más cerca suyo. Escarbo un poco más con el dedo y después lo saco. Le toco el clítoris. Abro los ojos. Me encanta verla así, tan diferente de la mujer tensa llena de tics que se encerraba con llave en el cuarto. Deja salir un gemido muy bajito. Me encanta. Sigo tocándola. Ella me abraza más fuerte. Mi cabeza queda sobre su hombro. Ya no puedo ver la cara que pone mientras le meto un dedo.
VESTIDA ASÍ PARECÉS UNA PUTA. 61
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corren entre los arbustos. Al rato volvemos a la casa. En el camino Eduarda me muestra algunos edificios antiguos, de la época del ciclo del azúcar. Hay un casco que pertenecía al Engenho Cipó, el primer ingenio azucarero de la zona. Yo duermo una siesta antes de almorzar. Comemos. Eduarda duerme después. Yo aprovecho y lavo los platos y ordeno. Afuera hace mucho calor. No hacemos nada en todo el día. Ni siquiera cogemos. Solo charlamos, comemos y les damos de comer a los animales. Es un día muy lindo. A la tarde, cuando el calor afloja nos sentamos a la sombra en el jardín. Tomamos cajuína con hielo. —¿Y tus amigos? —le pregunto. Eduarda sorbe un poco de jugo y contesta. —En Bahía. Ninguno queda en Itanagra. —¿Y vos por qué no fuiste? Vuelve a tomar. Piensa. —Demasiadas personas. A la noche nos metemos en la cama temprano. Ponemos una película pero nos quedamos dormidos a los quince minutos, con Hortelã acurrucada en nuestras piernas.
—Voy a acabar —anuncio. Eduarda sigue chupando y le acabo en la boca. Se traga mi semen y sigue chupándome un poco más. El pito se pone muy sensible. El placer que siento es casi doloroso. De a poco va desapareciendo mi erección. Eduarda sigue ahí abajo, dándole besos y lamidas. Después sube hasta donde estoy yo, me abraza y así nos quedamos dormidos. Juancho, el carnaval empieza en tres días, ¿dónde estás la remil puta madre que te parió? Abrazo, Doctor Paco Me despierto y Eduarda está durmiendo al lado mío. Es domingo. En los pies de la cama, en el espacio entre nuestras piernas, duerme Hortelã. Me incorporo en la cama y la perra levanta el morro. Me mira. —Vamos —le digo y me la llevo a la cocina. Aprovecho que Eduarda duerme para darles de comer a los perros y preparar el desayuno. Deben ser las ocho de la mañana. Eduarda se despierta y me saluda con un beso corto en la boca. Comemos, ordenamos la casa y después salimos a caminar con Victor y Hortelã. Hoy ningún macho se le acerca y Victor no está ni interesado en montarla. Eduarda me explica que terminó el estro y comenzó diestro, la etapa del celo donde ya nadie quiere coger con la perra. —Lo más difícil es la primera etapa, el proestro. Ahí la perra sangra, orina, atrae muito macho, pero no quiere el sexo. Entao gruñe, muerde, araña. Solo quedan los valientes. —Y los pajeros. Eduarda sonríe. —E os safados. El pueblo es tan chico que enseguida llegamos un campo de mandioca. Los perros
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on las cinco de la tarde. Voy al almacén de Itanagra a comprar forros. Los únicos que traje de Buenos Aires (que igual no pude usar en ningún momento) están en mi mochila grande. Tengo un par que me dieron en un posto de saúde cerca de Maceió. Un día me hice una paja con uno de esos. Son gruesos y duros como una campera impermeable. Compro unos marca Olla. No me dan mucha confianza pero son los únicos que hay. Me baño y la espero. Después de comer charlamos y me cuenta que nota a Hortelã mal, como cansada. Le respondo que no se preocupe pero lo digo casi automáticamente, porque algo tengo que decir. Nos metemos en la cama y la empiezo a besar. Mira los forros en la mesita de luz. —¿Compró preservativos? —Sí. ¿No querés... —Sí, sí. Quiero. Quiero.
SI SE LA CHUPÁS VA A CREER QUE SOS UNA PUTA. 62
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No la siento muy convencida. Vuelvo a besarla. Le toco el culo, las tetas. Está un poco tensa. —¿Estás bien? –pregunto. Ella asiente. —So estou nervosa. Vuelvo a besarla. La toco un poco. Está mojada pero no termina de disfrutar. Ella me agarra la pija y mueve la mano de arriba a abajo. No la siento del todo presente. Me detengo y voy hasta la mesita de luz. Saco los forros. Me pongo uno. Me ubico entre sus piernas y trato de metérsela. Le duele. Paro, la saco. Vuelvo a intentarlo, pero más despacio. Tampoco entra bien. —Não, assim não. Me quedo quieto. No sé qué hacer. —Decime cómo. Agarra mi pito y trata de metérsela. Entra pero no del todo y tampoco ella está cómoda. La meto y la saco un poco y ya me pide que pare. Se da vuelta y se pone en cuatro patas. —Tente assim. Me arrodillo detrás de ella e intento metérsela de nuevo. Entra toda, la dejo ahí. Esto es mejor, pero igual se siente raro. La meto, la saco un par de veces, se separa. —Desculpe. —No te preocupes —digo. Nos quedamos en silencio. —¿Cómo te gusta más? –le pregunto. Eduarda baja la mirada. —Decime. Está a punto de decirme algo, pero no lo hace. —Dale —insisto. —Me dá vergonha. Me acerco y la beso. —Podemos hacer lo del otro día. O no hacer nada. Eduarda me mira, me da un beso y me hace una caricia en la cara. —Tem certeza? Le digo que sí, que está todo bien, que podemos hacer lo que ella quiera, que no se preocupe por mí.
Aprovecho que Eduarda duerme para darles de comer a los perros y preparar el desayuno. Deben ser las ocho de la mañana. Eduarda se despierta y me saluda con un beso corto en la boca. Comemos, ordenamos la casa y después salimos a caminar con Victor y Hortelã. Hoy ningún macho se le acerca y Victor no está ni interesado en montarla.
AL FINAL, SOS UNA CALIENTAPIJA. 63
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—Victor, Victor —dice y en un segundo el perro entra en la habitación. Me río un poco. Ella también. —No se ría. —¿Victor? —Vocé falou que estaba tudo bem! —Bueno –digo con una sonrisa un poco incómoda, pero entregado. Eduarda se inclina sobre su mesa de luz y saca algo que parecen dos escarpines, pero más alargados. Victor se sube a la cama y le da lengüetazos en la cara a Eduarda. Ella se chupa los dedos y le toca el pito, que enseguida se le para. Es largo y finito y de color rosa intenso. Después le coloca un escarpín en cada pata delantera y se acurruca dándole la espalda. Victor le pone las dos patas delanteras sobre los hombros y Eduarda, de a poco, estira los brazos y las piernas hasta que queda en cuatro patas. Lo mueve hacia adelante y atrás pero en el aire. Eduarda le habla como le habló siempre a los animales, con amor, explicándole todo. Lo ayuda con la mano y el animal se la mete. Cierra los ojos y deja que el perro haga lo suyo. Los movimientos de Victor son cortos y rápidos. Ella lo disfruta y está conectada. Se lleva una de sus manos a la concha y se toca. Es un polvo silencioso. Yo solo miro. La cara de Eduarda, su gesto de placer, sus jadeos cortos y rápidos. Me hago una paja y acabo. Victor sigue en lo suyo hasta que se aburre y se baja. Ella se toca un poco más hasta acabar. Después de su orgamo se queda en silencio. Gira la cabeza hacia la pared. Doy la vuelta para darle un beso. Se tapa la cara. Le corro las manos. —Salga –dice. —Pero no pasa nada... —¡Salga! —Dale, en serio a mí... —¡Salga! –grita con furia. Me bajo de la cama, agarro mi ropa y me voy al cuarto de invitados.
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e despierto. A los pies de la cama están Victor y Hortelã. Salgo del cuarto. Es la mañana. Los perros no me siguen. Eduarda está despierta desde hace un rato, cortando fruta. Me saluda con un beso en la boca y me pregunta cómo dormí. Le digo que bien y nos sentamos a comer. Me habla de todo lo que tiene que hacer en el día, de que la ve medio mal a Hortelã, de que quizás a la tarde si la ve mejor a la perra podemos ir a ver la Antiga Igreja Católica, o a pasear por los campos de mandioca o si hace mucho calor bañarnos en el río. —O si usted quiere podemos caminar hasta una cachoeira. Le digo que sí a todo y se hace silencio. —Sobre lo de anoche... –digo. —No quiero hablar. —Pero está todo bien. —Eu sei. Mas no quiero hablar. —Lo que yo te quiero decir... —¿Puede comprender? Não quero falar. Está bien así. —No te enojes. —No me enojo —dice y me da un beso–. Yo aprecio mucho todo esto. Mais eu não quero falar. Sim? Asiento en silencio.
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e levanto tarde en la cama de Eduarda. Ni Hortelã ni Eduarda están acá. Salgo al jardín y veo las piernas de Eduarda salir por la puerta de la cucha de Hortelã. Sale arrastrándose, se para y se sacude el polvo de la ropa. Tiene los ojos hinchados de llorar. —Está mal —me dice. Me asomo y adentro está la perra, jadeando. Tiene el plato de agua al lado suyo. Alrededor está todo mojado. Salgo. —Ya no puede caminar. Le doy un abrazo y Eduarda se larga a llorar mucho más fuerte. Me quedo con ella hasta que se calma. Después trata de explicarme. Habla en portugués, con palabras médicas. Me dice algo de la arteria aorta, de una trombosis, de edemas. Dice que ya no llega
NO SALGAS HASTA TAN TARDE. 64
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Va hasta el cuartito separado de la casa que usa como consultorio, donde está la mesa de acero inoxidable. Al rato vuelve desencajada, con todos los tics nerviosos. Revisa las alacenas de la cocina, el mueble donde tiene los productos de limpieza. Va al baño, revuelve todo muy acelerada. —Pentotal, pentotal, cadé o pentotal? Se agarra la cabeza, sufre, da vueltas por la casa. Finalmente se sienta en el suelo, rendida. Desde una distancia prudencial le pregunto qué pasa. Me explica que hace poco tuvo que sacrificar tres perros en un campo cercano y se quedó sin pentotal sódico, la sustancia que usa para la eutanasia animal. Que se olvidó de comprar, que cómo pudo ser tan descuidada, que todo esto es su culpa y que no puede dejar ahora a su perra sola. —Voy a comprar —le digo. —No se consigue en Itanagra. Tendrá que ir a Bahía. Me encojo de hombros. No veo cuál es el problema. —Voy a Bahía. Una hora después estamos en el centro de Itanagra esperando el lechero que va para Salvador. Tengo las recetas que me hizo Eduarda y la plata que me dio para comprar. Son tres drogas que debo conseguir. De paso voy a ir a ver a mis amigos, a saludarlos y a llevarme la mochila grande con mi ropa. Les mandé un mail diciendo que estoy en camino, ojalá lleguen a leerlo. El lechero me deja en el Terminal Rodoviário de Salvador y de ahí me tomo un taxi al centro. Lo que veo de camino me parece increíble. La ciudad está explotada. Hay gente por todos lados, cortes de calle, música, baile, puestos de comida. Eduarda me había dicho, pero nunca lo hubiera imaginado así. Un descontrol tan generalizado, tan presente por toda la ciudad que la única manera de no participar es irte. La farmacia donde voy a comprar las cosas está bastante alejada del epicentro del caos. Entro, salgo, es un trámite. Después le pido al taxista que me lleve a la dirección donde están mis amigos.
Eduarda se inclina sobre su mesa de luz y saca algo que parecen dos escarpines, pero más alargados. Victor se sube a la cama y le da lengüetazos en la cara a Eduarda.
sangre a las piernas de Hortelã, que se van a empezar a pudrir. —¿No se puede hacer nada? Duda. —Puedo amputar las piernas. Me da un escalofrío. Sigue. —Es una operación difícil. Tengo que desarticular el fémur de la cadera, tirar todo. Termina de explicar y se vuelve a largar a llorar. Esta vez no quiere que la abrace.
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s de noche. Eduarda pasó el día entero con Hortelã. No fue a trabajar, no comió. Está sentada junto a la cucha o directamente con la cabeza metida ahí adentro. Intentamos traerla a la casa, pero la perra no se puede mover. Eduarda la alza y la acerca a la cama. Tampoco. Arrastrándose con las dos patas delanteras, empieza a buscar la cucha. La llevo de vuelta al mismo lugar. Eduarda se me acerca y me anuncia lo que ya sospechaba. u vou la sacrificar.
NO VUELVAS SOLA. TENÉ CUIDADO. 65
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crificar a una perra, que estoy viviendo con Eduarda, que voy a volver a Itanagra esta misma noche. —¿Vos me estás cargando? Vamos a comer un acarajé com camarão, nos clavamos uma Skol a um real y buscamos a los chicos. Le digo que sí pensando que puedo tomarme una birra y después tomármelas. El pentotal y el resto de las drogas las dejo con mi mochila grande. —¿Esto es falopa? —Es para matar perros, dejalo ahí. Bajamos y pedimos un acarajé. Doctor Paco lo pide con camarones, yo lo pido sin, porque, explico, no estoy comiendo carne. —Dale, pelotudo, el pescado no es carne. Me hace reír y accedo. Me clavo un acarajé con mucho picante y camarón. Después vamos por la birra. Hace más de una semana que no escabio nada. El primer trago ya me genera una sensación hermosa y para el final de la botella estoy rebalsando de energía. Nos tomamos otra. —Me tengo que ir, amigo. —¿Te vas a ir sin saludar a los chicos? Me tira de la culpa y gana. Voy a ir a saludarlos y a darles un abrazo. Tengo un rato antes de que salga el lechero. En el camino nos bajamos otras dos Skol. Tres. Las calles de Bahía son un delirio. Pasan los Tríos Eletricos sonando al palo, la gente bailando, la gente meando en la vereda. Nadie está quieto. Hay gordas inmensas revoleando las tetas, negros petisos y flaquitos flasheando que son guerreros gigantes, mulatas con culos de roca volcánica, turistas completamente dados vuelta, y gente y más gente por todos lados. Todo se mezcla, todo suda, todo resbala. Doctor Paco está bronceadísimo, tiene dreadlocks y se mueve como un local. Saluda gente desconocida, camina bailando al ritmo del axé. Es el Rey del Carnaval. Avanzar entre la gente es lento y por momentos, lentísimo. Las Skol siguen bajando. No sé cómo, pero cada vez que terminamos una lata aparece un nene de doce años con
—Não, não, não! Imposivel! El taxista me explica que mis amigos están en el ojo mismo del descontrol del carnaval, adentro del Circuito Campo Grande y que lo mejor que puedo hacer para llegar hasta ese lugar a esa hora es ir caminando. Le pago y le hago caso. Tardo media hora pero llego. Es un edificio frente a una plaza. Los blocos de carnaval llegan por la calle de la derecha, rodean la plaza y se van por la calle de la izquierda. Toco el timbre. No atiende nadie. Al rato me contesta la voz de una señora. Le explico, en mi portugués rudimentario, que soy amigo del Práctico, de Doctor Paco y del Burgués Sensible. La señora parece reconocerlos. Me abre la puerta con el portero eléctrico y subo. Carmelita es petisa, tiene unos rulos medio canosos, tetas enormes caídas y anteojos que le cuelgan del pecho. Me dice que está sola, que mis amigos están pulando como pipoca. No le entiendo pero algo deduzco por la excitación con la que habla y mueve sus brazos: mis amigos están descontrolando en el carnaval. Carmelita me muestra dónde está mi mochila grande y me indica que pase. Entro. Me pregunta si quiero algo de tomar. Le pido un vaso de agua. Hace mucho calor. Me siento cinco minutos y en eso se abre la puerta y entra, bastante ebrio, Doctor Paco. —¡Juancho! —grita— ¡Viniste la concha bien de tu madre! Sonrío, me paro y nos abrazamos. Doctor Pacto está exultante. —¡Vamos Juancho carajo que hoy la rompemos! Yo les dije a los chicos que ibas a venir. ¡Cómo te vas a perder este bardo! Bancame que voy a echarme un cago y ya vengo. Tres minutos después, vuelve. Doctor Paco siempre fue de cago veloz. —Boludo, con los pibes estamos en un bloco re zarpado, las minas están sacadas. No son como las argentinas, que miradita, que histeriqueo, que sí, que no, acá vienen y te comen la boca. Cambiate y vamos. Entonces empiezo a explicarle que estoy ahí para comprar pentotal sódico para sa-
SI NO QUERÍAS QUE TE MIRARA, ¿PARA QUÉ TE VESTISTE ASÍ? 67
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una conservadora de telgopor y nos vende otra. Estamos cada vez más lejos de mi mochila, del pentotal y de la salida de este infierno de brazucas limados. Frenamos. —Bancá —ordena Doctor Paco y obedezco. Él mira a la multitud como un bañero buscando ahogados. —Ahí están —dice y me señala al Burgués Sensible y al Práctico que están hablando con dos morenas— ¡Ey! ¡Miren quién vino! —les grita. Mis amigos tardan en reaccionar pero cuando entienden lo que está pasando dejan a las chicas y vienen corriendo a nosotros. Nos abrazamos los cuatro. Saltamos abrazados. Gritan. Gritamos. ¡Vamos, Juancho! ¡Vamos la puta madre! ¡Vamooooo! Cuando bajan la manija, nos explican. Doctor Paco se hizo amigo de unos negros que manejan un bloco y nos dejan andar con ellos. No pagamos entrada, pero contribuimos con las drogas o el alcohol que podamos comprar. El bloco está parado ahora y en cualquier momento arranca. Se llama Bloco Piranha. Es medio falopa, no tiene un animador reconocido y ni siquiera saben si está aprobado por el carnaval o si se metieron ahí de prepo. Son todos tambores, nadie canta. Para cuando el bloco empieza a tocar y a avanzar por la avenida Sete de Setembro yo ya estoy bastante puesto. Soy un queso para bailar, pero no me importa. Los tambores suenan y yo me muevo con ellos. No pasan ni cinco minutos que ya estoy en cuero, con la remera en la cabeza, bailando a pleno con un montón de desconocidos: negros, mulatos, brasileros blanquitos, turistas, todo mezclado con los tambores del Bloco Piranha. Doctor Paco saca una petaca de cachaça. Dos, tres tragos de pinga y ya estamos al borde del desbarranque. —Vamos a bailar que hay que sudar el escabio. Ahora tomamos agua para no desmayarnos y para no pasarnos de rosca. Nunca vi a
Nadie está quieto. Hay gordas inmensas revoleando las tetas, negros petisos y aquitos as eando que son guerreros gigantes, mulatas con culos de roca volcánica, turistas completamente dados vuelta, y gente y más gente por todos lados. Todo se mezcla, todo suda, todo resbala.
mis amigos así. Al rato Doctor Paco saca una bolsa de nylon y aspira. Yo aspiro también. Todo se vuelve borroso, increíble y confuso. Las imágenes pasan desconectadas. Doctor Paco a los besos con una negra de trencitas, hermosa, flaca, de rasgos muy delicados. El Práctico tocando un tambor enorme, ojos cerrados, flasheando mambo afro. El Burgués Sensible adentro de un círculo de tambores, bailando fuera de sí. Todos bronceados, felices, llenos de vida. El bloco pasa por un parque junto al mar y yo me salgo. Nadie me ve. Me tiro en el suelo. Estoy de la peluca. No puedo creer estar así y que recién sean las siete de la tarde. Le compro agua a un pibe que pasa. El flash de
SI NO QUERÍAS QUE TE TOCARA, ¿PARA QUÉ ME CALENTÁS? 68
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dan juntas un rato. Yo solo miro y espero. Eduarda finalmente empieza a presionar la jeringa. De a poco el líquido entra en el animal. Con la mano libre le hace caricias en el morro. El último gesto de Hortelã es levantar la cabeza, como pidiendo un poco más. Eduarda hunde los dedos en el pelo de la perra. Cierra y abre la mano dejando surcos de pelo despeinado, hasta que Hortelã deja de respirar.
lo que sea que había en la bolsa se pasa rápido, ahora estoy solamente borracho. Como puedo me recompongo y enfilo hacia la casa de Carmelita. Tardo una hora en llegar. Cuando llego, Carmelita está viendo O show da fé en la tele, levantando los brazos y adorando a Jesús. Agarro mi mochila grande, mi mochila chica y chequeo que esté el pentotal y el resto de la compra. Me paro. La mochila pesa mil toneladas. Me vuelvo a sentar. Decido tomarme diez minutos para recobrar fuerzas y salir para el Rodoviário. Me quedo dormido. Me levanta el ruido de la puerta. Es Doctor Paco. —Juancho, ¿qué hacés acá? —¿Qué hora es? —pregunto, alterado. —Las nueve. —La concha de Dios, no llego. —¿Te vas? Ni le contesto. Tan rápido como puedo me pongo las mochilas y salgo. —Pará —dice. Freno. —Te ayudo. Acepto el ofrecimiento y le doy una de las mochilas. Salimos a la calle y como podemos atravesamos la marea de gente hasta llegar a un puesto de taxis. —¿Volvés? —me pregunta Doctor Paco. —No sé, amigo. Cargamos la mochila en un taxi. Me da un abrazo y me dice: —Andá. Cuidala.
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o sé cómo está Eduarda. Cuando la perra murió empezó a comportarse como una veterinaria profesional: le sacó la vía, puso el cuerpo en una bolsa plástica y se la dio a un paisano para que la enterrara, igual que como hizo con todos los animales de Itanagra que le tocó sacrificar. Después se metió a bañar y estuvo dos horas adentro de la ducha. Salió y se metió en su cuarto, con la puerta cerrada, pero sin llave. No sé si quiere que la acompañe, o que la deje sola. Si quiere que me quede en la casa o me vaya. Me acuesto en mi cama y espero algún signo que me saque de la duda. A las once de la noche más o menos, toco la puerta. —Adelante. —¿Puedo pasar? —Pode —dice sonriendo, todavía con los ojos hinchados. Camino hasta el borde de la cama. Está viendo La delgada línea roja, justo en una escena caótica donde no se entiende qué está pasando pero uno intuye que están muriendo soldados. Me acuesto en la cama y ella apaga la tele. —¿Querés que me quede? —Estou horrível. Le digo que no con la cabeza, le corro el pelo de la cara y le doy un beso. Tiene la saliva más tibia que de costumbre. Me separo y espero. Me mira, me agarra de la cara y me trae contra la suya. Me besa despacio pero sostenido, con los ojos cerrados, inspirando fuerte. Freno.
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ortelã está acostada sobre la mesa de acero inoxidable. Está sedada, muy tranquila, apenas respira. Las patas de adelante cada tanto las mueve, las de atrás están muertas. Eduarda la besa y la abraza. Llora y le habla. Todo el tiempo, mientras le pone el catéter, mientras coloca la vía, mientras llena la jeringa, Eduarda le habla y llora y le dice cuánto la quiere. Cuando está todo listo, Eduarda se acerca y la abraza. Se que-
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—Não pare. Vuelo a besarla. Ella pasa los brazos por atrás de mi cabeza y ya no me deja salir. Se separa y me dice. —Quero sentir você. Hago caso. Voy directo a su concha y le meto un dedo. Está mojada y calentita, como si tuviera fiebre. Le toco un poco. Enseguida se tira hacia atrás y se saca la bombacha. Esta vez entra perfecto, de una, sin problemas. Su concha es estrecha, pero la pija se va ensanchando de a poco. Ella está con los ojos cerrados, sintiendo algo mucho más intenso de lo que yo estoy experimentando. Disfruto, pero lo que me vuelve loco, lo que me llena la retina es su cara en el borde del dolor y el alivio. Se la meto hasta el fondo y ahí la dejo. Ella abre los ojos. No sé qué mira en mí, pero me encanta. Sin sacársela, hace pequeños movimientos con la pelvis. Algo adentro suyo toca la punta de mi verga. Pasa y vuelve con cada subida y bajada. Eduarda respira al compás. Son respiraciones cortas, como un golpecito del diafragma. Me quedo quieto, dejando la pija al servicio de lo que ella está haciendo. Hasta que se detiene. Le doy un pijazo fuerte. Eduarda se sorprende y larga un gemido más profundo. Después la meto y la saco de a poco, recorriendo el camino que abrió el pijazo anterior. Nunca deja de mirarme a los ojos. Siento mi pija crecer adentro de ella, traspasar la concha y el útero, avanzar por sus intestinos, abrirse paso entre sus pulmones, llenarle la tráquea y tocarle los ojos desde adentro. Cada metida le llega hasta el cerebro y vuelve hasta el mío. Siento su concha estrecha en el cuenco de mis ojos, carne suave y tierna acariciándome los globos oculares. Siento lazos de carne salir de mi ombligo y meterse en el suyo, la piel que se derrite de ambos lados y se mezcla, órganos manchados de sangre que buscan su par en el otro cuerpo para frotarse y quedar pegados. No hay metida ni hay sacada. Nos movemos en bloque. Sé que voy a acabar. Lo siento nacer en el culo y crecer por la próstata,
Caminamos en silencio, de la mano, con Victor, que nos acompaña. El perro va en la suya, oliendo a otros perros y esquivando los pocos autos que circulan. Nos sentamos sobre la mochila, afuera del lanchonete. Victor hace lo mismo y se echa en el suelo.
HABLÁS ASÍ PARA CALENTARME. 70
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llenarme la verga. Ella larga chillidos agudos, cortos y casi sin silencio entre uno y otro. Me aprieta con los brazos, con las piernas. Los chillidos crecen hasta transformarse en un solo grito agudo de placer y alivio que me hace acabar. Siento todo el semen acumulado salir de adentro mío, abrirse paso por la uretra, rascarme la punta de la pija desde adentro. Y las réplicas que terminan de largar todo lo que había adentro mío. La beso. La abrazo y llora. Con mi pija todavía adentro, todavía parada, todavía chorreando, llora y me abraza. Inspira fuerte y logra contener el llanto. Se separa, me da un beso y se va al baño.
Eduarda dobla la ropa conmigo y charlamos mientras hago la mochila. Cuando está todo listo cerramos la puerta con llave y cogemos. Después nos bañamos y me acompaña hasta el lanchonete donde para el lechero. Caminamos en silencio, de la mano, con Victor, que nos acompaña. El perro va en la suya, oliendo a otros perros y esquivando los pocos autos que circulan. Nos sentamos sobre la mochila, afuera del lanchonete. Victor hace lo mismo y se echa en el suelo. —Vou a sentir sua falta —dice. —Yo también. Nos damos un beso y esperamos en silencio, de la mano. El bondi llega. Cargo la mochila. Le doy otro beso largo. Eduarda está haciendo fuerza para no llorar. —El año que viene vuelvo. —Cale a boca. —En serio. Te visito y después voy al carnaval. Eduarda me mira con los ojos cargados. No me quiero ir. Nos quedamos callados hasta que Victor ladra y corta el momento. —Ta bom. Ta bom. Agora, voce vai embora. Le hago caso y subo. Desde arriba la saludo y los veo alejarse, a Eduarda y su perro, hasta que el bondi toma la primera curva. x
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Foto: cortesía de Puro Diseño
oy al único ciber de Itanagra. Tengo dos correos importantes. Uno de mi mamá que me dice que me anotó en las materias que yo quería de la facultad y otro de Doctor Paco, diciéndome que el carnaval terminó y que se fueron a Ilha de Boipeba a relajar un rato antes de arrancar el regreso. Son 4.200 kilómetros hasta casa y los bondis tardan, si no parás nunca, cincuenta horas. Es lo mismo que viajar de Lima a Buenos Aires. Y mil kilómetros más que ir desde la casa de mis padres hasta la Antártida. Algo en esos mails activó mi deseo de volver a casa. Casi no había pensado en Buenos Aires, pero ahora llego a lo de Eduarda y no puedo hacer otra cosa más que armar la mochila. Ella entra desde el jardín y me ve doblando la ropa. —¿Se va? —pregunta. —Sí. Tengo que empezar la facultad. —Claro... Entiendo. ¿Lo ayudo?
Fernanda Cohen Buenos Aires
Es ilustradora. Se crió en Buenos Aires pero a los veinte años se mudó para estudiar en la Escuela de Artes Visuales de Nueva York. Allí publicó un dibujo en el New York Times y desde entonces publicó en distintos medios y ganó unos ochenta premios internacionales.
NO TE TOCO NI CON UN PALO, GORDA. 71
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SOBREMESA 3
LA MASTURBACIÓN DEL VERANO CHIRI: Es increíble cómo Sklar puede escribir tres párrafos de masturbación de perros y que al lector le parezca una escena tierna. ¿No debería dar un poco de asco?
C: Parte de un mundo distópico en el que los animales desaparecieron y el canibalismo se naturaliza. La cría de humanos para el consumo se vuelve legal. Y entonces hay personas que pasan a ocupar el lugar que en nuestra cultura ocupan las vacas y otros animales que comemos.
HERNÁN: Es verdad. Y sin embargo a mí me dio mucho asco la escena en el matadero. Es muy opresiva.
H: Me acabo de acordar de una crónica que publicamos en la revista hace unos años. ¿Te acordás del chino aquel que nos contó que en Pekín los multimillonarios van a un restaurante que les cocina fetos humanos?
C: Hubiera sido peor al revés: masturbación de vacas y muerte de perros. H: ¿Viste que hay una rama de los veganos que no toman leche porque dicen que ordeñar a las vacas es masturbarlas? C: Qué horrible debe ser masturbar a un vegano.
C: ¡Ay, qué asco! Sí, me acuerdo. Van a comer animales en extinción y fetos humanos, porque es la carne más cara.
H: Para mí un vegano es un francés tratando de decir verano.
H: Comen koalas y bebés muertos por esnobismo.
C: ¿Leiste la última novela de Juan Sklar?
C: Voy a vomitar.
H: «Nunca llegamos a la India», me encantó.
H: Un mundo espantoso.
C: ¿Pero viajó de verdad para escribirla o es todo ficción
C: Es lo que deben pensar las vacas de este mundo. Imaginate que te crien solo para comerte.
H: Tengo entendido que la primera versión la escribió en la India, en dos cuadernos gordos que se trajo en la valija. Juan escribe únicamente sobre lo que conoce.
: l final tenían ra ón los hind es as vacas son sagradas y hay que comer picante. C: Los amantes del picor son los mexicanos. Pero no tienen vacas sagradas.
C: ¡No digas eso, asqueroso!
H: Luis Miguel es la vaca sagrada de los mexicanos. Y no lo digo porque esté gordo, sino porque desde la serie de etfli parece que volvió a ser una especie de «indiscutido».
H: ¿Por qué? C: Porque no quiero pensar que Juan pajeó a su perra para escribir este cuento.
C: No estoy tan de acuerdo con eso. En la crónica que sigue Julieta Venegas lo discute bastante.
H: No importa eso. Lo bueno es de qué manera lo cuenta. La escena en la que masturba a la perra no es un acto de oofilia, sino de amor or eso es que no te de asco ni tampoco sentís rechazo.
H: ¿No deberías informar con un poco más de énfasis que Julieta Venegas escribió un texto para nosotros?
C: Y es verdad lo que me decías al principio: cuando leí el pasaje del matadero en el cuento de Juan, me acordé de «Cadáver exquisito», una novela de Agustina Bazterrica que salió hace poco.
C: Me estoy haciendo el importante, pero por dentro siento un calor, como si fuera verano. H: Se dice «vegano».
H: Me hablaron bastante bien de esa novela…
C: Pardon. x
C: Es tremenda. H: ¿Y en qué se parece a lo de Juan?
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E Foto: Alejandro Guyot
n mi familia la música siempre fue un gran punto de encuentro. Aunque soy la única que se dedicó profesionalmente, y aunque somos muy distintos en todo lo demás nos llevamos bien, pero en momentos puntuales nos hemos llevado horriblemente mal , siempre hemos tenido la música como forma pacificadora. Si regreso a las etapas de nuestra vida en común, veo que están enmarcadas por una canción, una melodía o una voz. Pienso en los viajes en carretera y aparece mi cara pegada a la ventana cantando a José José o a Rocío Durcal. Pienso en las fiestas familiares y nos recuerdo bailando cumbias o cantando rancheras. Pienso en mi madre y se me viene su imagen cantando los temas de Cri Cri: un personaje increíble, una suerte de María Elena Walsh en versión mexicana. Y pienso en todo lo que vino después, conforme fueron cambiando nuestros gustos: The Cure, Culture Club, la música brasileña de Sergio Mendes o de Roberto Carlos en su versión más rosa... Escuchábamos todos los estilos con el mismo cariño y respeto, en una relación emocional que sigue acompañando nuestra vida cotidiana.
JULIETA VENEGAS California, 1970 Cantante y compositora mexicana nacida en Estados Unidos. Es una de las voces más reconocidas del mercado musical latino. Vive en Argentina. Ganó los premios Grammy (seis veces), MTV Music Awards, Oye! y Latin Billboard, entre otros. Vendió más de doce millones de discos. Y tenemos el lujo de publicarla en Orsai, donde escribe por primera vez.
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Así, también, escuchábamos a Luis Miguel. Cuando apareció, mis dos hermanas y yo lo adorábamos (después llegarían dos hermanas más). Era un niño carismático con ojos enormes y un cabello lacio y brillante que desde el vinilo nos decía «Somos dos, dos enamorados…», y nos hacía cantar y suspirar por cosas que no conocíamos, medio enamoradas de Luismi, con esa voz aniñada pero con un vibrato de adulto, que parecía venir de otro planeta. ¿Cómo alguien tan chico podía cantar como si fuera mayor? Algunos años después, cuando se transformó en un adolescente guapo y le cambió la voz, sus canciones se volvieron más sensuales y su aspecto bronceado, musculoso, con el pelo al aire pasó a representar el tipo de chico que jamás me podría interesar. Y quizás, también, el tipo de chico que jamás se fijaría en mí. Yo me sentía el opuesto de las mujeres desinhibidas que bailaban en bikini en sus videos, y creo que eso me hacía rechazar instintivamente ese mundo. Mis reparos, por lo tanto, no eran solo artísticos. Pero ya incluían una mirada personal sobre la música. Siempre he pensado que la música que haces tiene que ver con
tu carácter, con tu identidad, y también creo que estamos hechos tanto por lo que buscamos y construimos como por lo que rechazamos y vamos descartando. Cada quien cuenta lo que es en lo que escribe, y yo en ese momento de la adolescencia de Luismi, y mía estaba buscando lo que quería ser como compositora, pero también buscando mi identidad como adulta. Y entonces apareció Romance, un disco donde Luismi parecía haber encontrado otra cosa como cantante, y donde con canciones clásicas podía lucir su voz y llevar su carrera y su presencia a un siguiente escalón. Romance hizo que Luis Miguel explotara y alcanzara otro nivel de fama, al punto de entrar en todas las casas de Latinoamérica. ncluida la mía. Mi papá amó tanto ese disco que empezó a usarlo para levantarnos de la cama. Quizás resulte simpático, pero ese gesto, que fue recibido con cierto entusiasmo por parte de todos, con el paso de las semanas terminó convirtiéndose en un arma que mi padre usaba para imponer su autoridad. Todos los días, a las siete de la mañana, nos despertaba con esos acordes de cuerdas melosos y ese saxofón pasado por demasiado efecto reverb con
¿TODAVÍA SOS VÍRGEN? 77
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el que comienza el disco. En ese entonces, vivíamos en un departamento en Tijuana donde no había suficiente espacio como para huir de esa música (que no solo era molesta por la repetición y por tener que escucharla sin quererlo, sino porque todo Luismi los boleros, la producción de ese disco era algo con lo que yo no conectaba), así que cada mañana iba aumentando mi rechazo. Mi papá no lo notaba, o mejor dicho: no concebía otra forma de impulsarnos a «hacer lo correcto». l venía de una generación donde quien mandaba era el padre de familia. A él le correspondía ser responsable de que todos hicieran lo que tenían que hacer, aunque no tuviera muy en claro qué era eso. Su manera de lograrlo fue metiéndonos a todos en infinitas actividades: clases de baile, de cocina, de piano, de guitarra, de dibujo y pintura. Todos los días teníamos alguna tarea a la que no podíamos, por nada, faltar. Eso ahora me parece positivo pues así descubrí, casi accidentalmente, la música, no solo como algo importante y bonito en mi vida sino como una vocación que se convertiría en parte de mi personalidad. Pero en ese momento la cosa era agobiante. De ser algo gracioso, amanecer con Luismi se fue convirtiendo en una forma de tortura, en algo que nos expulsaba de la cama instantáneamente, aunque fuera en fin de semana. Mi padre siempre ha sido un trabajador es fotógrafo social y lo preocupaba sobremanera la posibilidad de que alguno de sus hijos «perdiéramos el tiempo». Así que conjuraba sus temores con la ayuda del equipo de música. Y si querías que terminara, tenías que levantarte, por lo que Romance dejó de ser un consumo opcional, un disco de esos que escuchas casualmente en una radio o en un restaurante, para convertirse en algo más complejo. Eso no ayudó a que mejorara mi imagen de Luismi. Su nuevo disco esto es: su nueva etapa se oponía a mi forma familiar de entender la música. Hasta entonces,
Romance hizo que Luis Miguel explotara y alcanzara otro nivel de fama, al punto de entrar en todas las casas de Latinoamérica. Incluida la mía.
si estábamos todos en casa, si nadie había tenido que salir a trabajar o al colegio, cada quien hacía lo suyo mientras nos turnábamos el control del aparato a todo volumen, atravesando las paredes de los cuartos. Es un recuerdo que me da serenidad y me conecta, como si fuera una banda de sonido, con otros momentos de mi vida: viajes en carretera, episodios tensos, fiestas. Pero con Romance, en cualquier caso, no era así. Yo ya no podía con esas canciones. Porque me resultaban lejanas y porque eran representantes del poder de mi padre en la casa. Si pienso en Romance, lo que vienen son los recuerdos que me hicieron huir de Tijuana. Ese disco es, por oposición, un símbolo de mi búsqueda de libertad y de mi necesidad de tener un espacio propio donde nadie me dijera qué hacer o a qué hora despertarme. Desde entonces, es extraña la relación que he tenido con la música de Luismi. A
¿NO SERÁS FRÍGIDA? 78
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pesar de ser alguien completamente alejado de mi gusto, se cuela en mis recuerdos sin que yo haga nada por traerlo. Y ahora ni siquiera me molesta. Además, mi padre desde entonces ha cambiado mucho. Ya no es el señor conservador que quiere que sus hijas aprendan a cocinar y se casen, tampoco intenta imponer nada. Y pide mucho más perdón que antes. Supongo que eso ocurrió después de la separación. Mis padres se separaron y estuvieron así por diez años, pero se volvieron a
juntar y, desde entonces, mi padre parece otra persona. Ambos lo parecen. Ahora viven en una luna de miel constante, nos mandan fotos todo el tiempo de sus desayunos, sus paseos y sus viajes. Y nos muestran o al menos a mí me han mostrado mucho más sobre el amor, el perdón y la lealtad que cualquier relación más estable que se mantiene en el tiempo a veces alimentada por silencios y dolores guardados bajo la alfombra. Romance, también en ese sentido, es lo opuesto a ese modo de amor que yo aprendí.
ESTÁS BUENÍSIMA. 79
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Propone un amor perfecto y siempre en ciernes, un amor que nunca conecta con la vida que viene después, llena de realidad, errores cotidianos, malentendidos, mentiras, tristezas y también cosas bellas. Para mí, Luismi siempre estuvo atado a esa parábola limpia, conservadora, levantada sobre una voz sin sombras y sobre un aspecto físico impecable, que transmite algo a lo que hay que aspirar, algo que el mundo entero se quiere comer de postre. Y a la vez, detrás de su voz hay un inmenso misterio: Luismi es una persona que no parece poder vivir en el mundo que proponen sus canciones. Que realmente nunca se sabe qué está pensando. Que es, a su manera, una especie de Godot: un individuo que nunca
llega al terreno de lo real y que a la vez uno intuye que está profundamente marcado por un destino del que no puede huir. Pregúntale a cualquier persona cuál es el apodo de Luismi. Te lo dirá, todo el mundo lo sabe: le dicen el Sol. El Sol de México. Dicen las malas lenguas que ese mote se lo inventó su papá, quien a su vez, dicen también, era pésima persona. Pero el punto no es ese, sino el apodo que relaciona el sol con mi país: una unión que siempre me pareció irónica, si se tiene en cuenta que México lleva años pasando épocas muy duras en todo sentido. La violencia está desatada y normalizada, se encuentran fosas llenas de cadáveres, el nivel de muertes no deja de subir, hay toda una generación de jóvenes que está desapareciendo, la
¿NO SOS DEMASIADO JOVEN PARA SER MADRE? 80
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corrupción arrasa y los políticos solo piensan en sacar su tajada. Al igual que Luismi, nuestro Rey Sol, México también parece estar desconectado de sí mismo. Con pobres cada vez más pobres y ricos que viven en otra realidad donde la pobreza les molesta a ellos, y no a los que la sufren , lo que queda es un país que, llevado a escala humana, tiene puntos en común con Luismi, que durante años pareció estar pasando por una mala época. Ahora ambos volvieron a levantarse y están de nuevo en boca de todos. Y eso me parece lindo por Luis Miguel, el artista, y por México, el país, que parecen estar ligados, por lo menos en mi cabeza, de una manera casi supersticiosa.
Luismi es una persona que no parece poder vivir en el mundo que proponen sus canciones. Que realmente nunca se sabe qué está pensando.
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¿CÓMO QUE NO QUERÉS SER MADRE? 82
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algunos años fui a Caracas para dar un concierto y en la rueda de prensa alguien me dijo que esa noche también actuaba Luis Miguel. ¿Lo conoces? ¿Se van a ver?, preguntó. Respondí que no lo conocía, o mejor dicho: que nunca lo había visto por afuera de una pantalla. Y me quedé pensando: ¿Alguien lo ha visto? Para mí esa es la eterna pregunta. Ahora todo el mundo habla sobre Luismi porque hay una serie de televisión sobre su vida que parece revelar todo lo que nadie nunca supo. ¿Pero eso es conocerlo? La verdad, no creo que nadie pueda conocer a otra persona realmente. Y además creo que es él quien se tiene que conocer. Tengo un amigo músico que siempre me dice que, si te dedicas a la música y te va bien profesionalmente, tu vida personal no está funcionando y viceversa. Aunque suena gracioso y es una generalidad, es cierto que si tu carrera toma vuelo todo lo demás pasa a segundo plano, y eso a veces puede desestabilizarte si no tienes una buena ancla. No sé si Luismi tenga alguna, espero que sí. Quizás, ahora mismo, el poder hablar sobre su vida sea una manera de anclar en sí mismo y de hacer el mismo trayecto que espero de México: un camino que vaya de afuera hacia adentro, que asuma la riqueza de su diversidad. Y que mire en todas direcciones para dar, al fin, un paso que lo acerque a un futuro realmente luminoso y menos cruel. x
Si pienso en Romance, lo que vienen son los recuerdos que me hicieron huir de Tijuana. Ese disco es, por oposición, un símbolo de mi búsqueda de libertad y de mi necesidad de tener un espacio propio donde nadie me dijera qué hacer o a qué hora despertarme.
Foto: Andrés Briganti
En lo que hace a México, por primera vez entró la izquierda a la presidencia, y aunque no sabemos bien qué va a pasar creo que en todos los niveles, casi por una cuestión de balance cósmico o kármico por algo mucho más sutil de lo que podemos ver , es positivo que entre la izquierda a la presidencia: es otra visión y hay que probar todo, también la manera de pensar el poder. Y en lo que refiere a Luismi, él también estaría entrando en otra fase un tanto más transparente. O al menos eso parece, porque en lo que refiere a Luismi la persona todo siempre es pura especulación. Hace
JOSEFINA SCHARGORODSKY San Pedro (B.A.), 1987
Diseñadora e ilustradora, Sus trabajos tienen la influencia nostálgica del pasado y la belleza de lo cotidiano. Ilustró el libro Entre las hojas que cantan: La vida de María Elena Walsh. Es su primera vez en Orsai.
SER MADRE ES LO MÁS IMPORTANTE QUE TE PUEDE PASAR EN LA VIDA. 83
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CADA PADRE TE DESPIERTA COMO PUEDE HERNÁN: ¿Vos te das cuenta? Julieta Venegas se queja porque el padre la despertaba con discos de Luis Miguel.
C: Para que una biopic salga bien, es muy necesario que a los guionistas no les de pudor ficcionar donde tengan que hacerlo.
CHIRI: Que no se queje tanto. A Luis Miguel, su papá lo despertaba con cocaína.
H: ¿Aunque después vengan un montón de parientes y de otros involucrados a cagarlos a palos, como pasa siempre?
H: Mi viejo me tiraba agua fría en la cara.
C: Ese es el riesgo. Pero pensá que si los británicos se animaron a meterse con la nobleza en The Crown y ficcionar sin pudor donde lo necesitaban, ¿qué no se va a poder hacer a partir de eso?
C: ¿Para despertarte? H: No, en la mesa. Como chiste. Y un día que me corría enojadísimo para fajarme me enganchó de una patada en el culo tan perfecta, con tres dedos, que el hijo de puta la festejó como un gol y después no podía parar de reírse.
H: Es cierto. Me acuerdo de una escena en la que el príncipe Felipe le insinúa a la reina Isabel que le chupe la pija.
C: ¿Coincidís conmigo en que lo que hace el actor Óscar Jaenada en la serie de Luis Miguel es una de los mejores cosas que viste en tu puta vida en la televisión mundial?
C: Está bien eso. Porque es algo que tranquilamente pudo haber pasado en la vida real… The Crown es una serie perfecta.
H: ¡Totalmente! Es para sacarse el sombrero. Luisito Rey es uno de los mejores villanos de la historia.
H: Sí, está buena. De todos modos, a mí me parece un poco exagerada esta avalancha de biopics que estamos viviendo.
C: Increíble. El personaje cumple a la perfección con la máxima de Hitchcock.
C: Salvo cuando están bien hechas. Como la de Gianni Versace, la de O. J. Simpson… Y la de Luis Miguel. Ojalá que en la segunda temporada siga estando Luisito Rey.
H: No te quedes mirándome como si yo supiera la máxima de Hitchcock.
H: ¡Obvio que va a estar! Es como tener en tu equipo de malvados a Hannibal Lecter y dejarlo en el banco de suplentes.
C: Si pensás, la sabés. H: «Estimular en Merceditas la caridad con los pobres».
C: Hablando de eso, ahora siguen una serie de cuentos cortos del escritor uruguayo Nacho Alcuri, y en el primero de ellos Hannibal Lecter es el personaje central.
C: Esa máxima es de San Martín. H: «Casarme con un holandés feo de cara pero influyente H: Entonces no sé. ¿Cuál es la de Hitchcock?
H: Me encanta lo que hace Nacho. Escribe breve, y con la consigna de que lo hace para ser leído en el baño.
C: «Cuanto mejor sea el malo de la historia, mejor será la película». En este caso, la biopic.
C: Tiene varios libros publicados. Todos con textos cortos. El último se llama Esto no es una papa.
C: Esa es Máxima Zorreguieta.
H: ¿Viste la biopic de Sandro?
H: Un título perturbador. x
C: Un par de capítulos nada más. H: Yo la vi toda, me encantó.
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RESPUESTAS
—B
uenas tardes, mi nombre es Gladys y llamo en nombre de la encuestadora Diagrama. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? —Debe haber un error. Estoy esperando una llamada de mi abogado. Mañana tengo una audiencia porque pasaron dos meses desde que se llevaron el asiento del water de mi celda. —Solo le tomará entre cinco y diez minutos. —Está bien. Tiempo es lo que me sobra. —Dígame su nombre, por favor. —Hannibal Lecter. —¿Es usted el sostén económico del hogar? —Tú me hiciste una pregunta y ahora es mi turno. Dime, Gladys, ¿cuál es tu peor miedo? —Pensar en pasarme el resto de la vida trabajando en esta encuestadora. ¿Es usted el sostén económico del hogar? —Estoy confinado en una pequeña mazmorra sin más compañía que el enfermero que me alcanza la comida y el papel higiénico. —Tomaré eso como un «sí». ¿Cuál diría usted que es el máximo nivel de estudios completos? —De nuevo te apresuras, Gladys. Por tu acento adivino que vives en la periferia de la ciudad. Debes odiar el viaje en ómnibus todas las mañanas. Odias encontrar asiento después de una larga espera y que un desconocido oliendo a sudor, vino y portland apoye lentamente su sexo contra tu hombro. ¿Estoy en lo cierto?
SI SABÉS TANTO, ATENDETE SOLA. 88
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—La verdad es que subo en la segunda parada así que viajo siempre contra la ventanilla. Lo más molesto son los gordos que al dormirse se van cayendo para mi costado y para adentro de ellos al mismo tiempo. —Sí... Puedo imaginarlo. —¿Los estudios, entonces? —Terciarios. Soy doctor. —Muy bien. Si las elecciones nacionales fueran el próximo domingo, ¿a quién votaría? —Antes tienes que revelarme otra intimidad. ¿Cuál fue tu descompostura más importante? —¡Doctor! No pensé que se cachondeara con esas cosas. —¿Te interesa mi respuesta o no? —Para ser sincera, llevo dos semanas y todavía no pude llenar un cuestionario completo. Déjeme ver... Mi peor descompostura fue al otro día de ir a un espeto corrido chino, que terminó cerrando la Dirección de Bromatología. Casi me quedo con el toallero en la mano, y no porque tuviera que hacer fuerza. Aquello salía solito y con fuerza, como un volcán invertido. —¿Volviste al espeto corrido? ¿Volviste buscando repetir aquella sensación tan violenta como placentera? —Quid pro quo, doctor Lecter. Si las elecciones nacionales fueran el próximo domingo, ¿a quién votaría? —¿Quiénes son los candidatos? —No se haga el listo conmigo. —Eso no cuenta como pregunta. Es información relevante para dar mi respuesta. Si obtuviera placer con una lista de apellidos pediría a los guardias una guía telefónica y pasaría el día masturbándome. —Jamás pensé que iba a encontrar a alguien que me diera demasiada información. La opción A es el doctor Sánchez; la opción B es el doctor Nardone; la opción C es el doctor Cárpena. —El doctor Cárpena suele decir «hubieron». Le arrancaría los riñones y me los comería con chimichurri, una papa al plomo y un vasito de Medio y Medio. —A o B, entonces. —B, pero por descarte. —¿Qué me había preguntado usted? Ah, del espeto corrido. Jamás volví. La atención dejaba mucho que desear. Los mozos se pasaban gritando. —Los sigues escuchando, ¿verdad? Cierras los ojos al acostarte y oyes los gritos de los mozos chinos, que te insultaban cuando volvías a pedir carne, que es de los platos más caros en esa clase de establecimientos. —No es mi turno de contestar. Dígame los tres últimos números de la cédula, doctor Lecter.
ANDÁ A LAVAR LOS PLATOS. 89
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SKETCHS
—Se acaba tu tiempo, Gladys. Los guardias van a llevarse el teléfono en cualquier momento y no podrás terminar tu encuesta. —¡Necesito los números! —¿Crees que al completar tu primera encuesta los chinos harán silencio y podrás dormir en paz? —¡Sí! ¡Y es lo único que quiero! ¡No puedo soportarlo más! —835-1. —M-m-muchas gracias. —Y deja ese trabajo cuanto antes. Al dueño de la empresa le gusta vestirse de vampiro y comerse el corazón de sus empleadas. —¿Todo eso dedujo de nuestra conversación? —No, era paciente mío. Llegó porque tenía miedo a las arañas y mi tratamiento no tuvo los resultados esperados. De hecho, la mayoría de los asesinos seriales de la ciudad fueron creación mía, por eso me resulta tan fácil identificarlos. —Gracias por el dato, lo tendré en cuenta. —¿Vendrás a visitarme, Gladys? —Lo dudo. No hay un ómnibus que me deje cerca del hospital psiquiátrico. —Puedes sacar un boleto de una hora y por el mismo precio tomar dos. —Pero, qué cosa, doctor. Usted tiene una respuesta para todo.
NEGRA VILLERA. 90
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PROPOSICIONES
—L
os sorrentinos con salsa de champiñones para la señorita y la milanesa napolitana para el caballero. Buen provecho. Ambos comensales le agradecieron al mozo mientras este se dirigía a atender otra mesa. Las copas ya estaban servidas con un buen vino de la casa. —Agustina, los últimos tres años fueron muy especiales para mí. —¿Qué decís, Adrián? —la frase la sorprendió con el tenedor a medio camino de su boca. —La verdad. Que nunca pensé que volvería a ser tan feliz y es por vos. Por eso... —sacó la cajita con los anillos— ...por eso es que quiero que seamos marido y mujer. —¡Mmmh, sí! ¡Sí! —su grito mezclaba sorpresa, emoción y un poco de placer sexual. Adrián sintió más alegría que vergüenza y levantó la vista. Era muy tímido, así que había realizado la proposición sin mirarla a los ojos. Descubrió que los de ella estaban cerrados. —Agustina, ¿estás bien? —Disculpame, ¿me estabas hablando? Estaba distraída con estos sorrentinos. Son lo más rico que probé en la vida. Esperá. Pudo ser casualidad... Mmmh. No, este también está increíble. ¡La puta madre, cómo están estos sorrentinos! A ella no parecía importarle otra cosa. Él creyó que la casualidad le había jugado una mala pasada y decidió esperar unos minutos para repetir el pedido matrimonial. —¡Mozo! —gritó ella—. Por favor, ¿podría decirme quién preparó este plato? Fue un esfuerzo conjunto, me imagino. —Señorita, tenemos un único responsable de la cocina y es el chef Rogelio. Él preparó con sus propias manos ambos platos. Mientras el mozo hablaba, Adrián probó su milanesa. Nada del otro mundo. —Imagino que un chef tan talentoso debe estar casado. —¿Qué estás haciendo, Agustina? —Rogelio no está casado, señorita. —Dígale que me quiero casar con él. Que quiero pasar el resto de mis días a su lado, comiendo sorrentinos y haciendo el amor de manera salvaje. No, mejor se lo digo personalmente. Adrián guardó los anillos. —Tendrá que disculparlo, pero esta noche el restaurante está lleno y no puedo distraerlo ni por un segundo. Si tiene un momento libre, vuelvo y le aviso. —Muchas gracias —dijo nerviosa.
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—Agustina, pasamos tres años hermosos y tenemos un proyecto de vida juntos. No podés dejarme por un tipo que prepara sorrentinos ricos. —¿Ricos? ¡¿Ricos?! No te imaginás cómo están. ¿Querés probarlos? No, es cierto que no te gustan. Igual no te iba a convidar. —Pensá en lo que estás haciendo, Agustina. —Nunca estuve tan segura de algo. No me importa si Rogelio es deforme o tiene la edad de mi abuelo. Será mi hombre y no voy a descansar hasta conseguirlo. Pero tengo que parar un poco de hablar o se me va a enfriar la comida. Durante la media hora siguiente, Adrián intentó recuperar el amor de su novia recordando los momentos más lindos que habían compartido y prometiendo muchos más para el futuro. Ella buscaba maximizar el disfrute de los pocos sorrentinos que le iban quedando. —¿Desean ver la carta de postres? —Le agradezco, pero no quiero contaminar mi boca con otros sabores. —Traéme un cheesecake —dijo Adrián con resignación. —Enseguida. A propósito, Rogelio acaba de tomarse cinco minutos para fumarse un cigarillo. A ella no le dieron las patas. Él miró al mozo como diciendo «traidor» y el otro le devolvió la mirada como diciendo «vivo de las propinas». Rogelio tenía cuarenta años pero aparentaba menos. Su uniforme blanco lo hacía atractivo incluso para quien no hubiera probado su pasta. —Te amo —le dijo Agustina. Había tardado diez meses en utilizar ese verbo en la relación con Adrián—. Y quiero casarme contigo. —Lo nuestro nunca podrá ser —respondió el cocinero. —Imagino que miles de mujeres se abalanzan a tus pies, pero yo sería la mejor, yo... Él secó la lágrima que caía por el entristecido rostro de la muchacha. —No llores. Es la primera vez que me pasa algo así. Lo más parecido fue un omelette que le gustó tanto a una señora, que volvió todos los días a comerlo, hasta que murió de salmonelosis. —¿Entonces? —No me gustan las mujeres. —Por tu amor sería capaz de hacerme una operación de cambio de sexo. Mañana comienzo con el tratamiento de hormonas. ¿Podré comer sorrentinos durante el tratamiento? —Eres muy graciosa, pero jamás permitiría que hicieras algo así por mí.
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—Maldita suerte. Hubiéramos formado una hermosa pareja. Tendré que volver con... Su frase fue interrumpida por un grito. Del otro lado del ventanal del restaurante, Adrián agitaba sus brazos como loco. —¡Este cheesecake no puede estar tan bueno! Lo terminó en dos bocados y corrió a la vereda. Se hincó ante el chef y le mostró los anillos. —¿Te casarías conmigo? Los dos hombres vivieron felices y comieron cheesecake.
PARA VOS ES MÁS FÁCIL: MOSTRÁS LAS TETAS Y LISTO. 93
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EL GLOBO DE LA MUERTE
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esde que los animales fueron prohibidos, la principal atracción de los circos es el Globo de la Muerte, esa esfera hecha con fierros en cuyo interior varias motos giran sin tocarse. Yo era el mejor motociclista entre los cuidadores de leones, así que cuando despacharon a los felinos pude conservar el empleo y hasta tuve un aumento de sueldo. Por razones que desconocía, aquella noche los ánimos estaban caldeados tras bambalinas. Debido a mi destreza, soy el primero que entra al globo, así que encendí mi vehículo y di unas veinte o treinta vueltas hasta que entraron dos motos más. Como cada circo tiene su Globo de la Muerte, se hace necesario diferenciarse. Algunos lo prenden fuego, otros lo cuelgan de lo más alto de la carpa, y en el Circo Cranium nosotros le ponemos más gente adentro. Por eso el siguiente en entrar fue el enano Richard en su monociclo. Richard fue presidente de la Liga contra la Discriminación durante veinte años, y cuando cerró le ofrecieron ser ayudante de Papá Noel en un shopping, mascota de una hamburguesería o enano de circo. Eligió el menos indigno, y lo que pedalea con esas patitas chuecas no tiene nombre. Con un timing perfecto entró el payaso Repollín, conduciendo uno de esos autos diminutos en los que entra mucha gente, aunque él iba solo y con el rostro desencajado. Por señas les pregunté a los motociclistas si sabían lo que pasaba y ellos me respondieron levantando sus dedos índice y meñique. «No es tiempo para el rock and roll», pensé. El globo se seguía llenando. Primero llegaron los equilibristas, que corrían porque siempre tienen que ser los mejores en todo. Luego el camión con zorra que lleva la gigantesca carpa de una ciudad a otra. Y al final la lujosa 4x4 con el logo del circo pintado en la puerta, conducida por Ernesto Cranium, el dueño de todo esto. Cranium no viajaba solo; en el asiento del acompañante estaba Mirtha, malabarista de profesión y esposa del payaso Repollín, riendo de los pésimos chistes que contaba el conductor. «Los cuernos», dije para nadie, ya que adentro del Globo de la Muerte solamente se escuchan ruidos de motores y pasitos de equilibristas. Si yo me cruzaba con la 4x4 a cada segundo, quedaba claro que Repollín también lo hacía, por lo que me dirigí a mis compañeros y les pedí que mantuvieran la calma o nadie saldría vivo de allí, lo que se cumplió parcialmente. Cuando vimos el autito de payaso sin chofer, imaginamos que su conductor estaría buscando algo en la guantera o en los
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espaciosos asientos de atrás, hasta que un grito desvió nuestras miradas a la camioneta, en la que Repollín y el señor Cranium forcejeaban con un arma ante la aterrada mirada de Mirtha. Nunca supe si el payaso gatilló o si se disparó sola, pero la sangre abdominal del dueño del circo salpicó el visor de mi casco y casi me hizo perder el equilibrio. Todo pareció ocurrir en pocos segundos y es porque efectivamente así fue: la malabarista se arrojó por la ventana del vehículo y jamás volvimos a verla. Cranium se desangraba y Repollín, perdido por perdido, quiso huir con la recaudación que el dueño del circo siempre llevaba consigo. El plan era casi perfecto, porque la 4x4 era veloz y tenía el tanque lleno, pero jamás llegaría a la frontera si permanecía dentro de esa esfera inmóvil de cinco metros de diámetro. No tuvo tiempo de analizar su error, ya que Cranium dio un volantazo justo antes de morir y se dieron de frente contra el elefante, explotando en una nube de fuego. Los motociclistas, el enano, los equilibristas y el chofer del camión resultaron ilesos. Sí, yo sé que los animales estaban prohibidos en el circo, pero antes de que entrara en vigencia la ley, el elefante dormía encadenado dentro del Globo de la Muerte. Y cuando le sacamos la cadena, se quedó ahí.
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DESEO Y DECEPCIÓN
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a cena transcurría con los nervios habituales de una cita a ciegas, cuando ambas partes intentan detectar posibles fundamentalismos en el otro, para no confesar a su grupo de conocidos que salieron dos veces con un racista inmundo o un hincha de Peñarol. Hasta el momento solo parecían dos treintañeros que necesitaban la ayuda de amigos para no morir solos y rodeados de gatos. Se quedaron con las ganas de probar los famosos sorrentinos de aquel restaurante (el mozo les dijo que el cocinero estaba de luna de miel) y optaron por una pizzeta para compartir y una botella de vino. Ella se levantó para ir al baño y su pendular movimiento de cadera lo terminó de convencer a él de que quería repetir el encuentro muchas veces más. Era el momento justo para abrir el vino y beber un poco de confianza antes de su regreso. Lo primero que salió de la botella no fue líquido sino un humo violeta, que lo hizo revisar el envase en busca de la fecha de vencimiento. Mientras tanto, la nube se transformó en un morocho tapado de joyas y con turbante en la cabeza. —¡Me has rescatado de mi sueño de... perdón, ¿en qué año estamos? —2015. —¡Me has rescatado de mi sueño de unos meses! El comensal pensó que la próxima vez sería menos amarrete a la hora de elegir el vino. —¡Ahora soy libre! Pídeme lo que quieras y te lo concederé. Dudó entre el fin de todas las guerras, la cura de todas las enfermedades o una fortuna incalculable. Sin embargo, solo le importaba el amor de aquella mujer que en ese preciso momento clavaba sus dedos en el mármol del inodoro y rezaba para que el baño no tuviera una buena acústica. —Deseo que ella se enamore perdidamente de mí. El genio levantó las manos para golpear sus palmas, cuando algo explotó al costado y soltó un grito. —¡No lo hagas! Soy tu Hada Madrina y te advierto que estás por cometer un grave error. —Lo sé. El amor debe ganarse de la manera tradicional, pero llevo casi un año solo y... —No lo decía por eso, idiota. Los mejores matrimonios son los matrimonios hechizados, embrujados o arreglados desde la niñez. Hablaba de este chanta. —¡Yo solo cumplo órdenes! —dijo el morocho. —Te conozco muy bien. Todos los genios trabajan a regañadientes y luego conceden deseos con trampa. Si pedís
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una fortuna, te la da en billetes robados y marcados. Si pedís el amor de una mujer, fija que al otro día la atropella un camión. Odian su trabajo y se vengan de esa manera. Como los mozos que te escupen la pizzeta. El hada tenía razón en lo de los deseos y en el gargajo verde que se escondía bajo una rodaja de pepperoni. Genio y mozo se sonrojaron. —Entonces te lo pediré a ti, Hada Madrina. —Perfecto, ella será tu enamorada hasta que el reloj dé las doce campanadas. —¡Pero son las diez y media! —Es tiempo más que suficiente. ay personas que en toda su vida jamás se sintieron amadas. Si tan solo encontrara un ratón para transformarlo en violinista... El mozo trancó la puerta de la cocina, mientras un intenso olor a azufre dio arcadas a los presentes y una suave mano se posó sobre el hombro izquierdo del solicitado cliente. —Muchos me conocen como el Príncipe de las Mentiras, pero jamás falté a mi palabra. Firma este documento y tendrás una vida larga y plena junto a ella. Sin trucos. Solamente pido a cambio tu alma, por el resto de la eternidad. El Diablo le acercó un pergamino y pinchó su dedo índice, del que salió una gotita de sangre. —Suena tentador. —Yo podría regalarte su amor, pero solamente si has sido un niño bueno. Y si esperas unos meses hasta diciembre, claro está —dijo otra voz. Como de costumbre, nadie había visto llegar a Papá Noel. —¡Sos de verdad! ¡No lo puedo creer! —Claro, un yinn, una vieja con alas y un ángel caído son mucho más creíbles que este gordo bonachón. Jo, jo, jo. Desde otra mesa se acercó un ser humano completamente normal. —Estaba escuchando la conversación. La respuesta está en el dinero. —No quiero que ella me ame por tener dinero. —Claro que no. Me refiero al dinero que cuestan mis cursos de seducción. Porque cada mujer es un ente inferior que está listo para ser conquistado con una combinación de determinación, lenguaje corporal y muchas, muchas frases matadoras. Tomá mi tarjeta. —¡Pide tu deseo de una vez! —Ya son las once menos cuarto, yo me apuraría.
¿ME PLANCHASTE LA CAMISA? 97
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—¡Jo, jo, jo! —Meh. Alguien me está ofreciendo su alma justo en este momento. Adiós —dijo el Diablo. —Te acercás y le decís un piropo, pero no a ella sino a su amiga fea. ¿Trajo a una amiga fea, no? ¡No sé qué hacer si no tiene a una amiga fea! —¡¡¡Basta!!! Los seres superiores (genio, hada, Santa Claus) y el inferior (el experto en seducción) se callaron. —Ya tomé una decisión. Me las voy a arreglar sin la ayuda de ustedes. Cuando ella vuelva del baño le voy a mostrar todo lo bueno que tengo para dar y espero que con eso se interese por mí. Pese a que era el baño de damas, ella salió en compañía de Lucifer. —Todo listo. Te garantizo que él no volverá a acercarse. ¡Nos vemos cuando mueras!
DECILE A TU HIJA QUE TE AYUDE. 98
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NO HAY NADA EN LA HELADERA. 99
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COSTUMBRES AFRICANAS
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os miembros de la tribu Zambezi creen que Dios espera sentado en lo más alto del monte Siqo, custodiado por un gigante de agua y un gigante de fuego. La única forma de franquear su paso es obsequiándoles lo que más quieren: el primero espera un ejemplar de pez risueño del lago Seruá, que se cree extinto desde hace siglos. El segundo cambia de parecer a diario, por lo que no hay otro remedio que preguntarle directamente. Un día puede pedir un poema para su amado, el Sol, y otro día la piel de un peligroso león. Dicen que también se los puede neutralizar haciendo que peleen entre ellos, pero son muy tranquilos y es difícil que esto suceda. Para llegar hasta los custodios es necesario atravesar el Lago de las Almas en Pena, cuyo mínimo contacto con la piel es capaz de llevar al desasosiego al más optimista de los hombres. Solo hay una embarcación que puede cruzar el lago y es capitaneada por el nauseabundo Hombre Cabra, quien hace sus necesidades en la cubierta de la pequeñísima chalupa. La tarifa por el viaje es el peso del capitán en uñas, de donde surge la costumbre entre los zambezi de guardarlas durante toda la vida, por si acaso necesitaran de sus servicios. Muchos vieron truncados sus periplos al perder alguno de los objetos en el Laberinto de los Ladrones, un conjunto de pasillos y pasadizos secretos tan grande, que uno de los profetas tardó dos años enteros en recorrerlo, pese a tener el mapa que le señalaba el camino más corto. Al otro lado del lago esperan las sirenas del toque mortal y tres bosques malignos claramente diferenciados, antes de llegar a la base del monte Siqo, donde doce monstruos esperan pacientes a quien los derrote en combate singular sin perder una sola gota de sangre. La dificultad de la travesía no disminuyó el deseo de los miembros de la tribu de conocer a su dios: lo eliminó por completo. Hace décadas que ningún hombre pierde el tiempo con semejante estupidez, y en lugar de dedicarle oraciones a ese ser que tan pocas ganas tiene de encontrarse con ellos, se ponen en pedo y cuentan chistes subidos de tono alrededor de una fogata. A veces se les une el Hombre Cabra, aburridísimo por la falta de pasajeros. Y a pedido de la aldea hace su imitación del gigante de fuego que te juro que te meás de la risa.
VOS NO TE PODÉS QUEJAR, YO TE AYUDO CON LA BEBÉ. 100
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Fotos: Selfies
IGNACIO ALCURI
Ignacio Alcuri Montevideo, 1980
Escritor, humorista y conductor y fanático de los cómics. Publicó los libros, Sobredosis pop (2003), Combo 2 (2004), Problema mío (2006), Huraño enriquecido (2008), Temporada de Pathos (2010) Basurita (2012) y Esto no es una papa (2014). Es su primera participación en Orsai.
Mariano Epelbaum Buenos Aires, 1975
Ilustrador, diseñador de personajes y animador 2-D. Participó en varios largometrajes y estuvo al mando de la dirección de arte de la película Metegol. Sus ilustraciones recorren el mundo y es la segunda vez que participa en Orsai.
MI MAMÁ HACÍA TODO SOLA, ÉRAMOS CINCO Y NI UNA PALABRA. 101
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SOBREMESA 5
EL AMIGO FLACO DE GUSTAVO SALA nada, pero por dentro te estás riendo a carcajadas. Calculo que le debe pasar a mucha gente.
CHIRI: Este autor, Nacho Alcuri, me hace acordar un poco a la locura narrativa de Leo Maslíah, con esos diálogos desopilantes que nunca sabés a dónde van.
C: Casi nadie se ríe para afuera leyendo un libro. H: A mí me pasó una sola vez. Estaba en la cola de la Casa del Libro, en Barcelona. Había comprado la obra completa de Fontanarrosa que había salido en Alfaguara, por primera vez en España.
HERNÁN: Pensé lo mismo cuando me llegaron sus primeros cuentos. ¿Será algo característico de los uruguayos? C: Sí, puede ser. ¿De dónde lo sacaste?
C: Un libro gordo.
H: Me lo presentó Gustavo Sala. En realidad me mandó por mail algunos cuentos. Son amigos Gustavo y Nacho, hacen cosas juntos.
H: Sí. Estaba hojeando el libro y llegue a un aforismo de Esteban Etchenique que decía: «Aun viéndote sucia y borracha, me arrodillo para nombrarte: ¡Madre!». Y no pude evitar la carcajada. Creo que escupí a la señora de adelante.
C: Y de cara se parecen un poco. H: Sí, los dos tienen barba.
C: Según un estudio de la Universidad de Maryland, ¿sabés qué es lo que más nos hace reír en el mundo?
C: Cuando los ves de cerca te dan la impresión de que te van a convencer de meterte en una secta alucinógena.
H: ¿Qué?
: lcuri es una especie de Sala, pero flaco
C: Juntarnos con nuestros amigos.
C: A lo mejor a él no le gusta que lo compares con Sala. Es como si yo dijera de vos: «Hernán es una especie de Roberto Antier, pero gordo».
H: No hace falta un estudio de Maryland para darte cuenta de eso. C: Y según el mismo estudio, no nos reímos de chistes propiamente dichos. Sino de comentarios pelotudos que vistos desde afuera no le causan gracia a nadie.
H: ¡Basta de compararme con un actor de los ochenta! La gente ya no sabe más quién es Roberto Antier. Ese chiste te funcionaba cuando estábamos en la escuela. ¡Y además ni siquiera soy parecido!
H: Un día me gustaría ir a Maryland con una ametralladora M60 y meterme en la universidad donde se escriben esos estudios de mierda y cagarlos a tiros a todos los sociólogos.
C: ¿Ves cómo te enoja? H: Sigamos con Alcuri, mejor. ¿Qué te parecieron sus cuentos?
C: La frontera entre guerrillero y terrorista suele ser muy fina, pero en tu caso es hilo dental
C: Me gustaron mucho, sobre todo el último. H: El único que no me hizo reír.
H: Yo creo que la guerrilla fracasó porque era muy seria. En los setenta tendrían que haber ido todos disfrazados los montoneros.
C: Pero está lleno de ideas fantásticas. Parece un átomo que, si lo expandís, se puede transformar en una saga de cinco novelas de quinientas páginas cada una... Igual, no creo que te hayas reído de verdad leyendo los cuentos de Nacho.
C: ¿Vos sabías que Noy estuvo en el ERP? H: ¿Fernando Noy, el poeta?
H: ¡Me reí muchísimo! Pero para adentro.
C: Sí. El muchacho de la tapa. x
C: ¿Te referís a la famosa risa implosiva? H: Exacto. El tipo de risa en la que tu cara no dice
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FERNANDO NOY San Antonio Oeste, 1951 Poeta, actor, escritor y dramaturgo. Referente del movimiento hippie argentino de los años ‘60 y ‘70 y figura clave del underground porteño de los ‘80. Sus textos aparecieron en los principales diarios argentinos y fue traducido a varios idiomas. Publicó los libros Te lo juro por Batato: biografía oral de Batato Barea (2001), Hebra incompleta (2006). La orquesta invisible (2006), Sofoco: relatos eróticos (2014), Historias del under (2015) y Peregrinaciones profanas (2018). Es su primera colaboración con Orsai.
e lunes a domingo, sin pausa ni respiro, en los fabulosos e irrepetibles años sesenta, casi todos los bares del centro eran como una rueda de la fortuna por la que dábamos vueltas los bohemios, los intelectuales y todos los otros seres en desacuerdo completo con el sistema. Éramos una pléyade y esas catedrales profanas eran nuestro refugio antiatómico, un hogar, lo contrario a los círculos del infierno en los que estaba el país. Mi recorrida, como la de todos, empezaba en la vieja Perla del Once, seguía por El Querandí o Casablanca, sobre avenida Rivadavia, y doblaba en Callao, donde aparecían Callao 11, La Academia y El Ciervo, que desde la esquina habilitaba una entrada triunfal a Corrientes. Ahí estaban Metrópolis, Odeón, Ramos, La Paz, Politeama, La Giralda y finalmente El Colombiano, casi en la esquina con Libertad: un reducto que funcionaba como el último baluarte de los nuevos excéntricos, como si hubiera un límite que el Obelisco imponía al fulgurante derrotero por el que íbamos y volvíamos de un modo interminable, hundidos en el perfume esmeralda de la marihuana que en aquellos tiempos nadie reconocía en las calles, y sin cruzar nunca más allá de la 9 de Julio.
NO ME DIGAS ESO ADELANTE DE MIS AMIGOS. 106
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Tantas veces me quedaba leyendo o escribiendo hasta el amanecer en esos bares, sobre sus desnudas mesas de madera sin manteles y sin esa obscena irrupción de logos y modernidades del plástico más burdo que finalmente arrasaron con todos —especialmente con La Paz y Politeama— hasta volverlos, hoy, intransitables. Ahí estaba yo con los cuadernos repletos de dibujos, poemas y collages, naufragando sin dormir y con el corazón siempre de turno, como las farmacias donde vendían libremente anfetaminas y otras pastas o jarabes a precios populares. Escribía, leía, miraba. Cada boliche tenía sus habitués. Algunos serían legendarios, como Tanguito, Miguel Abuelo o Alejandro Medina, y otros eran gotas exquisitas en una marea que nos arrastraba a todos. Entre ellos, en el Ramos, había una pareja que me llamaba la atención por su belleza fascinante. Parecían recién escapados de la pantalla del cine Lorraine: ella era igual a Jeanne Moreau y él, un doble de Alain Delon en sus mejores momentos. Venían casi todas las tardes a tomar café apresurados, nunca por más de una hora en la que conversaban o discutían, siempre llenos de esa luz que Eros en flor solo otorga a sus elegidos.
Hasta que una vez, después de irse con él, a los pocos minutos ella regresó sola. Y encaró directamente a mi mesa, bien al fondo, para preguntarme si podía sentarse conmigo. ¡Pero claro! Le corrí la silla. Entonces descubrí sus finos dedos de nácar y esos ojos como hipnotizados. Hace mucho que te espío, dijo. Oh, vaya novedad, pensé mientras reía un poco intimidado ante su primer comentario, cuyo tono tenía algo de embelesamiento inesperado. Ese fue el comienzo de una sublime amistad y, en lo que hace a ella, de una tortura de amor inenarrable. Mónica —aunque muchos la recordarán como Coco: ese era su nombre de guerra— estaba locamente enamorada de mí e intentaría seducirme sin ningún resultado por fuera de lograr mi admiración por los magníficos poemas que ella, como poseída, me leía en voz alta —poemas que después serían quemados, como todos sus cuadernos. Mónica era como Andrea Luz Salomé, quien se enamora de Rilke y profundiza en su sexualidad porque hay mujeres que son como las mantis religiosas del gay: no tienen límites dentro del arquetipo erótico. Pero yo no pude ser tan mujer como ella, no logré volverme lésbica. La poeta Alicia Bello ya había
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pontificado que «en un mismo olor la carne no responde» y exactamente eso es lo que ocurriría entre nosotros. Yo no podía reaccionar ante el mismo perfume de su maravillosa piel idéntica a la mía. Un par de meses después, cuando los padres se fueron de vacaciones y ella me invitó a su casa, terminé de comprobarlo. Luego de brindar con vino delicioso, al ritmo de un disco en el enorme y potente combinado, ella comenzó a danzar con mucha gracia hasta que de pronto, literalmente, se arrojó sobre mí, que por supuesto no logré corresponder a su deseo sino que tan solo pude sostenerla. Igual seguimos viéndonos porque Mónica insistía con, al menos por ahora, una singular, excepcional y muy candente camaradería. Muchas veces nos veíamos en lo del escritor cordobés Roberto Anglade, que vivía cerca de la facultad de Letras, cuando todavía estaba sobre la avenida Independencia, donde Mónica estudiaba. En lo de Anglade pasábamos largas horas conversando de diversos temas, hasta que poco a poco ella empezó a sincerarse y nos habló de su participación en un grupo de estudiantes que después serían denominados subversivos. Y empezó a adoctrinarme con su ferviente y contagiosa militancia que en mi caso creo que tenía un único objetivo: que no me fuera de su lado. Yo adherí de inmediato a lo que Mónica decía. Éramos marxistas, trotskistas y queríamos la revolución, pero yo lo tenía encanutado y lo supe con ella, que me fue presentando como su «poeta favorito» ante sus camaradas del recién surgido Ejército Revolucionario del Pueblo. Silvia Gatto, Sayo, Rina, Cacho, Rubén y Taco eran algunos de los tantos compañeros que andaban dispersos por los bares de Corrientes y que Mónica, o Coco, se encargaba de organizar. En el grupo estaba también su novio, o mejor dicho: su amante, que me enloquecía por su desmedida y evidente pasión hacia esa mujer fuera de serie, libre de celos hacia mí —al menos eso parecía— aun cuando captaba mi admiración secreta, jamás dicha, también hacia su hombre.
Cada boliche tenía sus habitués. Algunos serían legendarios, como Tanguito, Miguel Abuelo o Alejandro Medina, y otros eran gotas exquisitas en una marea que nos arrastraba a todos.
El tiempo entre nosotros transcurría veloz, casi vertiginosamente, hasta que un mes más tarde Mónica quiso pasar conmigo a otro tipo de acción. Luego de tantas charlas intercambiando ideologías libertarias, dijo que ahora el objetivo principal era aprender a manejar armas y me invitó al primer encuentro para comenzar a ejercer la práctica de tiro. Yo sabía de armas porque, criado en la soledad inmensa de mi pueblo del Sur, había aprendido en el campo, especialmente durante las señaladas de vacas y caballos, a disparar escopetas, rifles y fusiles bajo la atenta vigilancia de mi padre. Y cuando se lo comenté a Mónica ella se emocionó, como si asistiera a una revelación más sublime que las que ocurrían en nuestros permanentes intercambios literarios. Me dio las claves para el encuentro. La cita era en una quinta en Moreno. Habíamos sido convocadas unas veinte personas que a su vez, por medio de ella, seguíamos las instrucciones de otro grupo al que nunca
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pude ver porque así era la guerrilla: se organizaba en eslabones autónomos, secreta y estrechamente relacionados entre sí. Para llegar, cada uno lo hacía a su manera, nunca en grupo, y con un plano que circulaba disimuladamente. Yo tomé un tren, con el mapa oculto dentro de una botamanga del vaquero. En la estación, antes de subir debía comprar tres kilos de pan y algunas docenas de facturas que colocaría dentro de una bolsa de arpillera, como un peón de campo, y tenía que quitarme los anillos y collares, y atar y esconder mi pelo largo debajo de una gorra a pesar del calor insoportable. Al llegar a Moreno, subí al colectivo 2 hasta el km 37, donde debía bajarme y allí mismo prender fuego el papelito con el mapa. El campo entonces era agreste y salvaje. No había tantos ranchos ni villas como ahora. Apenas un asfalto angosto por el que muy de vez en cuando pasaba algún coche. El Oeste en esos tiempos parecía un desierto mongol con enormes torres eléctricas recién inauguradas, y a veces nada más. Solo esos olores y perfumes silvestres penetrantes a pasto y yuyo en una tierra evidentemente habitada por zorrinos, felinos y serpientes que jamás podrías ver aunque sentías su presencia, tan clandestina como la nuestra. En ese kilómetro había apenas un par de troncos cortados donde me estaba esperando un tipo de los que yo no conocía y que era como me había informado Mónica: pelirrojo. De más está aclarar que fue solo ver a semejante adonis musculoso sentado sobre un tronco como Gérard Depardieu para sentir de inmediato encenderse un oculto escalofrío de deseo. Tengo que dominarme, pensé mientras él para colmo me guiñaba el ojo al recibirme. El Colo, como después oí que lo llamaban, trató de disimular un gesto de extrañeza al conocerme. Enseguida salimos de la ruta, caminando sobre un sendero apenas marcado por algunas pocas ruedas y la providencial sombra de una hilera por suerte larguísima de eucaliptos muy antiguos.
Anduvimos casi un kilómetro turnándonos para cargar la bolsa. Desde lejos parecíamos un cuadro de Van Gogh. Pasamos frente a un vivero japonés del que se habrían volado muchas semillas sembradas por el viento, ya que toda esa parte, incluso fuera de los alambrados, estaba cubierta por multicoloridas clavelinas ya medio marchitas por el calor de aquel verano. Las únicas flores frescas estaban ocultas bajo rectangulares carpas de plástico incluso tapadas con lona adentro, me contó el Colo, que a todas luces ya había estado en aquel lugar. El sol ardiente del mediodía era casi insoportable. Falta poco, me dijo. Y de pronto, al doblar un recodo, apareció una especie de laguna natural creada por la lluvia dentro de un zanjón enorme como un cráter. El Colo se desnudó en un segundo dejando su ropa sobre algunas piedras para arrojarse a ese charco y chapotear con ese cuerpo espléndido ante mis ojos que trataban de ocultar la turbación. Pocos minutos después, ya refrescado, regresó y sin necesidad de secarse volvió a vestirse mientras seguíamos caminando. Yo lo miraba de reojo mientras proseguíamos la marcha. asta que finalmente, como en un pase de magia típico de las inmensidades, desde lejos se divisó el caserón. Cuando llegamos abrimos las tranqueras de alambres oxidados y dos perros bochincheros salieron a recibirnos. También escuché los gritos de Mónica, ahí Coco, muy contenta de vernos. Coco me llevó hasta la parte trasera de la casa. Había dos coches y un par de motos refugiadas del calor bajo unos árboles enormes, y había un patio con una mesa improvisada con tablones sobre tirantes de albañilería muy usados. Dejá eso acá, me dijo, sacándome una miga de la boca. Apoyé la bolsa con los panes y las facturas. Alrededor estaban casi todos. Algunos se ocupaban de hacer fuego para el inminente asado. Íbamos a pasar la noche allí. La casa era un chalet antiguo, descuidado y grande, aunque no lo suficiente como para albergarnos a todos. Tampoco estaba equipa-
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do. Había unos pocos muebles destruidos por el tiempo, algunas sillas y, en uno de los cuartos, una cama matrimonial que quizás por el peso no pudieron sacar de ahí. Un rato después, Mónica me diría disimuladamente que ese caserón había pertenecido a los abuelos del Colo. Ahí, en un entrepiso, había también un enorme piano tristemente destrozado y cubierto de nidos recién abandonados por su dueños alados que en el desbande habían perdido algunas plumas todavía suspendidas en el aire. De los autos, algunos bajaban y traían la pila de colchonetas que después serían distribuidas en el living para que durmiéramos nosotros, los varones, entre lo cuales forzosamente tenía que asentir estar. Ellas, en cambio, pasarían la noche en dos dormitorios consecutivos y sin mayores problemas de espacio, porque no eran más que cinco. Volví al patio y miré a mi alrededor. Me llamó la atención un camarada que colgaba de los pinos varias bolas típicas de Navidad. El Tory, como lo llamaban, tenía unos anteojos que parecían pegados a su piel: jamás se le caían, a pesar de todos los movimientos que hacía y del propio sudor de esa hora bochornosa en la que ya podía olerse el perfume de la carne al cocinarse. A su lado apareció Coco. Me hizo un gesto para que la acompañara hacia el coche en el que ella había llegado. En el camino quise abrazarla pero reprimí el gesto. Una noche, no sé por qué motivo, estábamos por entrar a un lugar cuando tomé a Mónica por la cintura. Ella llevaba un tapado con un enorme cinturón de charol que quizás me imantara los dedos, y por más trolo que yo fuera no dejaba de tener raptos impensados y caballerescos, como abrirle la puerta o llevarla rodeando sus hombros con mi brazo. Pero dejé de tener esos gestos, sobre todo el último, porque noté que ella se turbaba por completo. Esta vez, en el campo, también me reprimí. Coco abrió el coche. Debíamos bajar una caja de telgopor cerrada y llena de algo que, solo por adivinar, mencioné bajo el comentario cuánto hielo.
Justamente todo lo contrario, respondió ella con una mueca extraña, hasta ahora nunca vista en ese rostro perfecto. Adentro del auto, Coco sacó la tapa mientras repetía mirá: mirá bien. Ahí, bajo un grueso toallón, había tres revólveres y varias cajas de cartuchos. A las armas las carga el diablo pero a estas no, dijo Coco con su eterna sonrisa lindando en plena carcajada. Las llevamos al patio trasero y nos sentamos a almorzar. Recién después nos preparamos para la faena. Las armas ya estaban listas, se las iban pasando uno a otro y todos, por turnos, empezamos a disparar apuntando a las bolas de Navidad que había en los árboles. Al comienzo acertaban pocos, y Coco estaba entre ellos: cada vez que gatillaba una esfera perfecta caía hecha trizas. Coco sabía. Era una de las que coordinaba al grupo, por no decir la propia líder. Cuando me tocó a mí, en el primer disparo no pude ni siquiera rozar el objetivo, pero de inmediato, sin pausa, volví a gatillar y logré dar en el blanco. Ella estalló de
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alegría. Lo había conseguido, por lo tanto la prueba, al menos para mí, estaba superada. Los otros siguieron un par de horas más hasta que empezó a anochecer. Dos compañeras y el Tory, el de los anteojos, deberían continuar al día siguiente. Pero ahora era momento de parar. Podíamos tomar unos refrescos y cervezas, aunque sin exagerar, y debíamos encarar el calor y los mosquitos, que eran realmente insoportables. Una camarada encendió espirales dentro y fuera de la casa, alguien sacó una guitarra y varios se pusieron a cantar mientras entrábamos en la noche. Para el que quisiera había carne fría que estaba más deliciosa aún con esos panes que yo mismo había comprado. Una tremenda luna llena nos permitía contemplar aquel inolvidable cielo cubierto de estrellas y su horizonte sin fin iluminado. Miré a Coco. Su novio no había podido venir, quién sabe por qué; no se me ocurrió preguntar nada al respecto y tampoco tenía ganas de hacerlo entonces. Estábamos extenuados. Era momento de decir buenas noches. Aproveché una colchoneta que estaba cerca de la puerta. Me acosté. Los compañeros se desvestían y usaban sus ropas como almohada. Nadie hacía bromas; todos compartían el espacio sumidos en un susurro secreto de complicidad generalizada. Para mí era casi tremendo ver aquel grupo de hombres tan apuestos como Dios los trajera al mundo, pero tenía que disimular abanicándome con un cartón providencial ya que hacía más de treinta grados y no corría una sóla gota de aire. Enseguida casi todos se durmieron, incluso alguno roncaba. Pero yo no podía dejar de fumar, por lo que decidí salir a dar una vuelta bajo la luna llena. Entonces vi a El Colo que estaba debajo de las parras llenas de uvas mirando hacia lo lejos, algo achispado, bebiendo una de las pocas cervezas que quedaban. Me llamó con un gesto. Al acercarme vi que estaba súper excitado y sin mediar palabras consumamos un recíproco deseo por el que, al finalizar, el Colo pareció sentir verg enza.
Entonces me pidió que tratara de quedarme un rato afuera así lograba escabullirse hacia el dormitorio colectivo. Ahora yo ni pensaba en dormir. La luna llena me dejaba insomne y cada vez más ansioso en semejante situación. Para colmo por mi hermafroditismo congénito los pechos se me habían redondeado como siempre pasa por la influencia lunar sobre mis hormonas mayormente femeninas. Cuando el chongo ve algo como yo, una marica mujer, responde de un modo atávico porque no siente que está con un travesti o con un puto: está con una mujer, con una guerrillera del amor que en noches como esta tiene la concupiscencia de una diosa. Caminé junto a dos perros silenciosos que me miraban con sus ojos de espejo plateados. No podía creer lo que había sucedido. Me dio hambre y saqué algunas de las facturas guardadas para el desayuno. Hasta que más o menos una hora después vi salir a alguien que iba a orinar rumbo a los yuyos. No, no, no, pensé. Sería una locura. Pero él me vio y me llamó con un silbido y con ese gesto de complicidad típico de estos casos. Ahí tampoco intercambiamos una sola palabra. Resulta innecesario hablar en ciertas inolvidables ocasiones. Todo ocurrió rapidísimo como si fuéramos dos sonámbulos satisfaciendo mecánicamente sus deseos. Después él se fue sin siquiera mirarme y quedé yo sola a la medianoche, intentando calmar mi paranoia pero con la seguridad, también, de no haber sido visto por nadie desde la casa y de que ellos no se contarían mutuamente que habían estado conmigo. Terminé creyendo que todo pasaría desapercibido y sacando la colchoneta hacia la galería donde al fin corría algo de viento milagroso. Ni sé cómo logré dormirme. Pero de pronto se escucharon gallos avisando la llegada del domingo. Largo rato después ya estábamos todos desayunando. Coco se había puesto un par de anteojos negros que acentuaban su enigmática belleza. Al terminar de comer
SI TE MIRA OTRA VEZ, LO CAGO A TROMPADAS. 116
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se levantó de la mesa y me pidió, con parsimonia, que la acompañara hasta una especie de aljibe seco en el que yo ni había reparado. Una vez allí comenzó su diatriba mientras repetía una palabra que nadie antes me había dicho: sórdido, sórdido a más no poder. No uno sino dos. Sórdido. Nunca logré entender cómo se había enterado, pero eso ya no importa. Tampoco importa mi salida casi corriendo por el mismo camino en aquella mañana, sin saludar a nadie. Un paisano regando en el vivero me informó que recién a las nueve pasaba el ómnibus rumbo al centro de Moreno. Faltaban casi dos horas. A lo lejos vi venir un pequeño camión. Hice dedo y enseguida se detuvo. Subí en la parte trasera repleta de cajas con verduras, y mientras me alejaba comencé a sentir que Coco y toda esa experiencia pronto serían parte del pasado. Pensé que ya no me quedaba más que sumergirme en mi corazón anarco imperial, gobernado por las artes y mi vida bohemia de Amor y Paz, y al pensarlo ni siquiera sospeché que de algún modo estaba simple pero para nada milagrosamente salvándome la vida. Cuando al final llegó el tren, caminé por los vagones vacíos mientras tomaba la decisión de irme cuanto antes del país, como ya lo habían hecho otros amigos fugitivos de la represión cada vez más encarnizada no solo con los guerrilleros sino con los locos como Tanguito, que fue asesinado por la policía de López Rega. Te van a matar también a vos, me había dicho mi papá y entonces me fui a Brasil, que queda cerca pero es al mismo tiempo inmensamente lejano.
Una vez allí, terminé por olvidar esta historia o al menos no volví a hablar de ella hasta que mi corazón mamut, que todo recuerda, me hizo escribir esto acaso para comenzar a comprender qué pasó, aunque aún no lo logre. Estas cicatrices invisibles son las más duras de hallar y de cerrar, quizás porque no sé en qué parte del alma se han incrustado como trofeos hasta que al final las veo y decido hablar de ellas para quitarme de encima algo que no es un peso, no. Se parece a unas alas. x
STAFF DE FOTOGRAFÍA: Foto: Marcos López Producción: Oficina de Proyectos Asistente de foto: Abi Bianchi-Rappoport Maquillaje: Aliona Esquenazi
MARCOS LÓPEZ Gálvez,1958
Fotógrafo y artista. Sus trabajos fueron expuestos en los principales museos de Madrid, Nueva York y Zúrich, entre otros. Alguna vez lo rotularon como el Andy Warhol latinoamericano. Se describe como «artista por prescripción médica». Es asiduo colaborador de Orsai.
EN EL FONDO TE GUSTAN LOS PIROPOS. 118
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SOBREMESA 6
UNA AGUJA ENTRE LOS CACTUS HERNÁN: Hay algo de película de Olmedo y Porcel en esta crónica de Fernando Noy. CHIRI: ¿Puertas que se abren y se cierran, decís? ¿Vodevil argento? H: Claro. Una especie de película picaresca de los años setenta, pero con alucinógenos. C: Ya el nombre elegido para el título, «La guerrillera del amor», parece de película que pasan en Volver. De esas que dirigía Aristarain antes de ser culto. C: ¿Sabías que en el diario de filmación de Fitzcarraldo, Werner Herzog cuenta que se mete en un cine de Lima, en Perú, y que termina viendo entera una película de Olmedo y Porcel? H: Es mentira. C: Esperá que te leo el fragmento. H: No te puedo creer que me estás hablando en serio. C: Es una entrada del quince de julio de 1979. Y dice así: «La película venía de Argentina, con uno bien flaco y uno bien gordo, rubias de pechos inflados y ropa seductora que colgaba en la cocina de una de las damas. El bien gordo, como por su tamaño corporal no podía agacharse del todo, se daba siempre de cara contra las bombachas y los corpiños bamboleantes y hacía girar los ojos extasiados…». Esta cara te la imaginás, ¿no? H: Claro. Es mi cara preferida de Porcel. C: Y termina diciendo: «En una escena el gordo también jugaba al tenis». H: Para nosotros, los gordos de Racing, Porcel es nuestro guía espiritual. C: ¡Qué bueno es que Herzog lo haya conocido! H: Y volviendo a la crónica de Fernando Noy, qué genial la inclusión de un gay en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Todos hombres serios, semidesnudos en verano, durmiendo en colchonetas, y un gay clandestino mezclado entre ellos, revoleando los ojos.
H: Una aguja disimulada entre los cactus. C: Noy es un personaje increíble y adorable al mismo tiempo. Un poeta de verdad, quizás el último. H: Yo no lo conozco personalmente, pero siempre lo admiré mucho. Además su historia es muy curiosa. C: Para empezar, es nieto del mítico malevo Noy, el «capo del abasto» que nombra Cobián en uno de sus tangos. H: ¡Hermoso tango! «¿Dónde estarán Traverso, el Cordobés y el Noy, el Pardo Augusto, Flores y el Morocho Aldao?». C: Exacto. Y también lo nombra Borges en el libro «El idioma de los argentinos». H: Ya si tenés un abuelo así, ser gay es una especie de grito revolucionario. C: Pero la vida loca la talló él solito. De adolescente fue compañero de Charly García en el Dámaso Centeno, y de más grande uno de los pilares de la escena under porteña de los ochenta, solo para nombrar algunas cosas… Si te metés en su biografía de la Wikipedia, se te queda la mandíbula abierta con todas las cosas que hizo… H: Sí, y ahora acaba de sacar un libro fascinante de memorias que se llama Peregrinaciones profanas que está lleno de anécdotas increíbles, muy recomendable. Al menos para el público argentino. C: Sí, es verdad. Me imagino que este personaje es bastante raro para nuestro lector latinoamericano. Casi como Herzog mirando a Porcel. H: La próxima crónica es más inclusiva. Uno de los miles de venezolanos que cayeron a Buenos Aires nos mandó un mail y nos gustó cómo escribe. Así que acá está. C: ¿Está permitido leer con su acento? H: Es casi una obligación.x
C: Un clandestino entre los clandestinos.
¿DESPUÉS DE TANTO TIEMPO DECÍS QUE YA NO ME QUERÉS? 120
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Foto: Luis Morillo
CARLOS CRESPO Caracas, 1984 Periodista y aspirante a fotógrafo. Tiene un amor enfermizo por los libros. Escribió crónicas para los diarios Tal Cual y El Nacional, así como para el aguerrido portal Crónica Uno, todos de Venezuela. Hoy se encuentra practicando otros oficios, como parte de su experiencia migratoria. Es su primera colaboración en Orsai.
N
unca imaginé que decenas de juegos de sábanas, toallas, toallones, cubrecamas, cortinas de baño, manteles, cobertores y almohadas esperaban, sobre dos largos estantes de seis metros, mi llegada a Buenos Aires, esa ciudad a la que yo anhelaba desde Caracas y en la que más bien me soñaba recibido por los relatos de Borges, Cortázar y de nuestro querido Tomás Eloy Martínez. Al momento de tomar la decisión de irme —huir dirán otros— de Venezuela, mi sueño era tan simple como claro: llegar y trabajar en una de las muchas librerías porteñas. Estar rodeado por montañas de libros todo el día y hablar, con personas de todo el mundo, sobre las maravillas que contienen sus páginas. A diferencia de otros venezolanos, para mí la vida cultural de mi destino tenía un peso igual o mayor al del estado de su economía. Una deformación de las prioridades típica de la mentalidad del periodista, el oficio que ejercía en Caracas.
TODOS TUS AMIGOS TE QUIEREN COGER. 124
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No solo quería mejorar mi calidad de vida, también deseaba olvidarme, por un tiempo, del agotador debate político de Venezuela. Pero el destino de los más de 500 mil venezolanos que hemos decidido volar más de 5.000 kilómetros (unos 7.500 kilómetros por carretera) para alcanzar el sueño argentino es, cuando menos, curioso. A mí me llevó a ser vendedor en una pequeña tienda de sábanas, un oficio que nunca había practicado y un rubro del que conozco menos aún. Ni siquiera sabía, por ejemplo, que hay una diferencia entre un cubrecama y un acolchado. De esto he ido aprendiendo poco a poco con el señor Diego —que tiene más de 50 años en el negocio— a quien agradezco haber acogido a un aprendiz tan torpe como yo. El señor Diego es un viejo judío argentino, algo gruñón (un estereotipo porteño, me dicen), pero sin duda una buena persona. De otra manera no se explica que todavía no me
haya despedido (al menos hasta el cierre de esta edición), pues la torpeza ha sido mi inseparable compañera durante esta aventura porteña. Durante mi primer día en la tienda, el señor Diego me pidió que le comprara un agua con gas. La ansiedad me hizo ir corriendo hasta el kiosco indicado y volver con la misma velocidad con la botella en la mano. Cuando mi jefe abrió la tapa el líquido salió disparado, desde el pico, directamente hacia su rostro. «Me mojé hasta las pelotas», soltó, ante lo que puse una expresión de horror. «Tranquilo, no pasa nada», agregó. Así ha sido cuando me olvido de los precios de las sábanas o no sé dónde están las cortinas de baño o de cocina. Aunque a veces sale un fuerte regaño de su boca, me explica las cosas tantas veces como sean necesarias. Su esposa, Mariana, me trata de manera cariñosa, me ofrece café o galletas cuando estoy trabajando. Eso es lo que he
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¿Cómo contar este relato? Todo lo que ha sucedido en estos dos meses —el tiempo que llevo en Buenos Aires— se arremolina y mezcla en mi cabeza, así que iré relatando mi experiencia intentando dar unión a lo que viví, sentí y pensé durante este tiempo, en el que cambié de país, de clima, de oficio y de afectos y en el que busqué responder a una insistente interrogante que rebotaba en mi cabeza: ¿Qué carajo hago aquí?
Al momento de tomar la decisión de irme de Venezuela, mi sueño era tan simple como claro: llegar y trabajar en una de las muchas librerías porteñas.
La llegada
encontrado, en general, en los argentinos: solidaridad con el inmigrante. Y no lo digo como una frase hecha para que el porteño se sienta bien consigo mismo (algo que no es muy difícil de lograr), sino porque contrasta con los relatos de los venezolanos en otros países del continente. También me he encontrado con hijos de su mala madre, que los hay en todas partes (algunos venezolanos, por cierto), que se rieron cuando fui a dejar mi currículum en una tienda, o como el argentino que vive en la residencia en donde me quedo, y que me dio a mí y a otro huésped español una larga lección sobre el «desarrollo superior» de los países del sur de Latinoamérica sobre los del norte, por las diferencias raciales en la colonización de ambas zonas. «Acá somos más blancos», dijo, pidiendo con antelación que no me ofendiera. No lo hice, más bien me divirtió que al principio, por estar al lado de mi amigo vasco, me había confundido con un español y que luego, tras saber que era venezolano, cambió su discurso y se apagó el brillo de sus ojos. Ahí comprendí que el porteño tiene su propio sueño, verse reflejado en el espejo como un europeo. Luego de aquello hasta pudimos hablar de las realidades de nuestro países, con un mate de por medio.
«¿Se va a quedar de turismo por dos meses?». Esa fue la primera pregunta que me hizo un argentino luego de que pisara el aeropuerto de Ezeiza. Se trataba de una mujer rubia, en una de las casetas de inmigración, que examinaba con cuidado el pasaporte que sostenía en sus manos. Luego del cansancio de viajar por varias ciudades de Brasil, mis nervios terminaron de romperse en el peor momento. No recordaba la dirección de la amiga con la que me iba a quedar y entregué, con manos temblorosas, mi documentación a aquella mujer de cara severa. Así que hice lo que todos los venezolanos me aconsejaron que no hiciera: le dije la verdad. «Vengo a intentar sacar mi DNI, si no lo logro, tengo mi pasaje de regreso en dos meses». Observé una pequeña mueca en la cara detrás del vidrio y un rápido movimiento de su mano para sellar mi documento. «Bienvenido Carlos», así fue mi llegada. Desde ese mismo día la ineptitud me siguió por la inmensa ciudad. No pude conseguir el wifi del aeropuerto y fue el taxista, otro venezolano, el que logró dar conmigo luego de ver detenidamente la foto de mi perfil en WhatsApp. «Eso es en las afueras de la ciudad», me dijo cuando le di la ubicación del domicilio de mi amiga. Así me enteré de que el departamento de Gloria —usa su segundo nombre porque el primero, Yusleidy, es impronunciable para los argentinos—, en donde me iba a quedar un par de semanas, estaba algo retirado del
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mío. Un mes después extrañaría la suavidad de aquel sofá en mi nuevo domicilio. Aquellos días fueron relajados y la búsqueda de trabajo se limitó a la tediosa tarea de terminar de montar mi CV en las páginas web de búsqueda de empleos: Zonajobs, Bumeran, Computrabajo y LinkedIn. Ya yo había adelantado esto desde Caracas, incluso revisado algunas publicaciones y revistas a las que podía enviar mi CV, pero ahora debía actualizar algunos datos. Gloria me habló de la posibilidad de que una amiga argentina suya me contratara para ayudarla en su tienda online, que ofrece artículos de diseño como moldes de torta, bolsos de viaje y lámparas con formas de dibujos animados. Yo no sabía nada de aquello, pero la recomendación de mi amiga —pensaba— era suficiente para compensar mi inexperiencia. Luego de una primera charla, la amiga de Gloria me ofreció un pago de 8 mil pesos por laburar —me gusta esa expresión argentina, laburar— durante 4 horas. «Y luego es posible que sea fulltime, ganando 16 mil pesos», agregó María. Aquella promesa me sedó y me hizo cometer mi primer error: dejar de buscar trabajo. Me dediqué, entonces, a recabar todos los papeles necesarios para sacar la cita para la tramitación del DNI, conseguir un lugar para quedarme e irme adaptando al invierno. A este último lo enfrenté con una sola campera, un regalo de mi hermano que bastó por aquellos días, pero que rápidamente agarró muy mal olor, pues era insustituible. Mi primer día de trabajo en Argentina fue el lunes 30 de julio, cuatro días luego de que obtuve la residencia precaria. Mi horario era de 11 a 15. Decidí acudir, antes, a una sede de la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) para obtener mi CUIL, el registro que me permite trabajar legalmente, con la vana idea de que María deseara contratarme en blanco. Aunque salí con suficiente tiempo, al llegar a la sede del ANSES más cercana a la
centro. La carrera del taxi me costó 900 pesos y lo recuerdo porque tuve que pagar en dólares y la equivalencia, aquel 16 de julio, un día después de que Francia ganara el mundial de Rusia, rondaba los 28 o 29 pesos por dólar. Eso no tardaría mucho en cambiar y me haría recordar, en menor escala, la desbocada inflación de mi país, en donde los pronósticos ya hablan de porcentajes en millones, cifras que yo nunca había visto acompañadas con el signo de porcentaje al lado. Yo también sacaba cuentas, con el desgano con que usualmente los periodistas afrontamos cualquier tarea que implique números. Me vine con un presupuesto de 1300 dólares, inferior a los 2000 que le recomiendan traer a todo venezolano para Argentina. El cálculo es que en Buenos Aires se gastan unos 500 dólares mensuales. Pensaba que con eso aguantaría unos tres meses, un lapso mayor al de mi regreso. Mi pasaje de vuelta marcaba el 9 de octubre. Tenía fe en que, quedándome en un sitio barato y alimentándome con lo justo, lograría estirar aquellos billetes verdes. Luego comprobé que ambas cosas te pasan factura por otro lado: la salud, que empieza a quebrarse. Pero qué sabía yo de eso. Nunca había vivido en un sitio distinto a Caracas, y llegar a Buenos Aires era lanzarse a un mar turbulento para aprender a nadar. Mi primer despido Gloria vive en un pequeño departamento junto con su esposo y su hijo de 6 años. Rubén, el hermano del esposo de Gloria, también acababa de llegar de Venezuela para quedarse unos días y cuidar del pequeño mientras ambos padres van a trabajar. Aunque fui muy bien recibido, me di cuenta de que, por la cantidad de personas y el tamaño del departamento, mi estadía no podía ser muy larga. Durante aquellas dos semanas dormí en el sofá, mientras que Rubén se acostaba en un colchón en el suelo, al lado
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residencia de mi amiga me informaron que ahí no hacían ese trámite, que debía acudir a otra sede. Debí irme directo al trabajo, pero pensé que la gestión no demoraría y me fui al lugar indicado. Llegué, pasó media hora y no había llegado mi turno. Vi que ya tenía el tiempo justo y decidí irme al trabajo. A pesar de lo costoso, detuve un taxi, sabía que me estaba excediendo en el presupuesto, pero no podía llegar tarde el primer día de trabajo. Durante el trayecto le expliqué la situación al taxista. Inmediatamente, hizo el mayor esfuerzo por sortear el infernal tráfico porteño de esa hora. «No queda bien que vayas tarde», se lamentó y tuve la impresión de que mi angustia también era sentida por él. Fue la primera vez que palpé la solidaridad argentina. Llegamos con la hora justa y el taxímetro marcaba 240 pesos. «Con 200 estamos bien», me dijo. Se lo agradecí, aquellos 40 pesos contaban mucho para mí y para él también. De aquel primer día no tengo mayor recuerdo. La tienda quedaba en uno de los pisos superiores de un edificio en la calle Pueyrredón. Se trata de un departamento particular acondicionado para guardar, de manera ordenada, todos los productos. Sentí que María evaluaba todo lo que hacía: me pedía que le llevara los moldes de torta, que barriera el piso, que empaquetara envíos. Luego me llevó a Once, en donde compraba la mercancía al por mayor que luego revendía por internet. A la hora del almuerzo me brindó unas empanadas y pensé que todo iba bien. Me pidió que me quedara cuatro horas más y que, a cambio, libraría el martes; accedí sin pensarlo. El martes logré sacar mi CUIL y conseguí una residencia, en Almagro, a la que decidí mudarme. Todo empezaba a caminar con apenas dos semanas en el país, o por lo menos eso pensaba yo. El miércoles me mudé por la mañana y asistí a mi trabajo a la hora indicada. «Hola María», la saludé con una sonrisa. Inmediatamente noté su seriedad. « ení Carlos», me llamó a su oficina.
«Mi esposo y yo estuvimos evaluando el primer día y no va funcionar. No te ofendas, pero no sos lo suficientemente rústico», agregó, mientras un nudo se apretaba en mi estómago y se desvanecían todas mis ilusiones de poder pagar la nueva residencia. «Sos un profesional, no tenés hijos y seguramente no tendrás problema en conseguir trabajo», dijo mientras yo mantenía, con gran esfuerzo, mi cara seria y le agradecía la oportunidad. Todavía no he comprendido la razón del primer despido de mi vida: no ser lo suficientemente rústico para una tienda de artículos de diseño en una gran metrópolis como Buenos Aires. Salí de aquella oficina sin un destino fijo. No quería ir a la residencia, así que hice lo único que cabía en esa circunstancia. Caminé de un lado a otro, sin rumbo, pasando por las mismas calles dos o tres veces, extraviado en aquel monstruo de mil tentáculos que, para el venezolano, es Buenos Aires. Encontré un café cerca de microcentro en el que me bebí una cerveza de litro. «¡Miente, boludo!» La confección de los Curriculum Vitae —los llamados CV— se ha convertido en una de las artes más logradas por los venezolanos que estamos llegando al país. La experiencia de mi primer día laboral me hizo comprender que la sinceridad no es la mejor estrategia a la hora de buscar trabajo. Ser profesional puede ser una gran desventaja para aplicar a puestos como vendedor, mozo, bachero o repositor. Así que, aunque no fue de mi agrado, empecé a tomar los consejos de otros compatriotas, e incluso del argentino que se queda conmigo en la habitación en Almagro, para confeccionar mi CV: «¡Miente, boludo!». Diseñé tres modelos básicos: uno que decía que tenía experiencia como vendedor en kioscos y tiendas de ropa, en otro coloqué que fui mozo y bachero en famosos restaurantes caraqueños y en un tercer formato, al
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que le puse más ahínco, indicaba que había sido vendedor en tres librerías de la capital venezolana, en procura de aquel sueño de trabajar en El Ateneo, o alguna librería porteña. Deben ser pocas las librerías de las principales calles de la Capital Federal que no cuenten con un ejemplar de mi CV falso (si alguno de los encargados está leyendo esto, le pido disculpas). Como me dijo una amiga: «Emigrar también es inventarse una vida». Yo me inventé varias versiones y finalmente germinó la menos esperada. Empezó la laboriosa tarea de ir entregando los CV por las avenidas de la ciudad en invierno. Yo, como muchos caraqueños, acostumbrado al clima del trópico, subestimé el frío porteño, sus lluvias y cambios bruscos de temperatura. Planifiqué mis recorridos para caminar una avenida completa al día. Empecé por Corrientes, luego Santa Fe, Córdoba, Rivadavia y después lugares como Palermo y Once. Una de las complicaciones era saber cuál CV entregar en cada tienda. Como me había traído tres carpetas desde Venezuela metí cada uno de los modelos dentro de una. Si precisaba cambiar el CV que iba entregar me ponía detrás de un kiosco, o una pared, para seleccionar la hoja adecuada y dejarla en el establecimiento. A esta actividad tampoco estaba acostumbrado. En Caracas siempre tuve la suerte de que me llamaban para ofrecerme trabajos, rara vez tuve que enviar un CV, mucho menos ir a un lugar a dejarlo. Entregando estas hojitas se descubre mucho sobre el carácter de la gente. El que se ríe en tu cara (algo que me desmoralizaba al principio), el encargado que te dice que ahorita no buscan personal pero que lo deje por si surge algo, y el empleado sincero que te recomienda no dejarlo pues no va a ser tomado en cuenta. «Aquí usan los CV para envolver los ganchos (perchas)», me indicó otro venezolano en una tienda en Palermo. Empecé a entregar las interminables hojitas el 3 de agosto y me propuse hacerlo
como un ejercicio de lunes a viernes. Descansaba sábados y domingos. Cuando llovía me protegía con un paraguas. Durante esos días descuidé mi alimentación tratando de ahorrar. Poco a poco sentí como me debilitaba, me costaba levantarme y me dolía la cabeza. «Estás muy flaco», me dijo el esposo de Gloria, un fin de semana que fui a visitarlos, palpando mi muñeca. Luego de dos semanas en que ningún pez mordía los anzuelos que lanzaba, empecé a cambiar de estrategia. En redes como Instagram y Facebook hay numerosas cuentas dirigidas a venezolanos que anuncian vacantes por toda la Capital Federal. Decidí acudir directamente a donde solicitaban personal. Así fue como llegué a un supermercado ubicado en la avenida Lacroze. Decían que estaban buscando a un repositor. Temprano en la mañana fui al locutorio más cercano en donde el encargado, un argentino afable, a veces no me cobraba por el tiempo que pasaba en la computadora para imprimir las hojas. Ahí paso mucho tiempo, pues no cuento con una laptop. Adapté mi CV de vendedor al puesto de repositor y me dirigí al lugar. Cuando llegué me di cuenta que el lugar estaba dirigido por chinos. «¿Tenés experiencia?», me preguntó un hombre, con el inconfundible acento asiático, desde su silla, dentro de un pequeño cubículo negro. «Sí, en Venezuela». Alcancé a decir con poca convicción. «Prueba, prueba», me dijo con su vocecilla. Otro empleado me explicó que quería que hiciera una prueba ese mismo día. El mercado es gigante y los dueños destinan solo dos personas para el trabajo de repositor. Mi jefe directo era otro argentino, Daniel, quien inmediatamente me explicó mis tareas y mi sueldo: trabajar doce horas al día, cargando pesadas cajas de cervezas, llevando carretillas de martes a domingo, con el lunes franco. Todo por unos 9 mil pesos, el sueldo no estaba muy claro. Aunque dudé desde el principio, decidí aceptar la prueba en procura de fondos.
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El mercado es gigante y los dueĂąos destinan solo dos personas para el trabajo de repositor. Mi jefe directo era otro argentino, Daniel, quien inmediatamente me explicĂł mis tareas y mi sueldo: trabajar doce horas al dĂa, cargando pesadas cajas de cervezas, llevando carretillas de martes a domingo, con el lunes franco. Todo por unos 9 mil pesos, el sueldo no estaba muy claro.
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Daniel me dijo que solo los venezolanos aceptaban aquellas condiciones de trabajo y no aguantaban más de dos semanas. Ahí entendí que hay empleadores aprovechando la situación de desespero en que llegamos. No pasó mucho tiempo antes de que Daniel se diera cuenta de que no tenía experiencia como repositor. A pesar de que pude cargar las cajas de cerveza en la carretilla, alineé mal las botellas dentro de los incontables refrigeradores del mercado. «¿Qué te dije, Carlos? Tenés que ponerlas de adelante hacia atrás». Mientras, el cansancio físico se combinaba con mi mala alimentación y un escalofrío me empezó a recorrer el cuerpo. Llevaba cuatro horas cargando cajas de cerveza y abriendo heladeras cuando empecé a sentir un agudo dolor en la espalda, pero seguí trabajando. «Tú, a la caja», me dijo un chino con expresión seca. Una señora de unos 70 años me esperaba para que le ayudara a cargar los víveres. Calculé que tenía que llevar dos cajas. No sé cuál era su peso real, pero yo sentí que levanté cincuenta kilos en cada brazo. Empecé a caminar junto a la señora. La mujer, una argentina, fue muy amable durante el largo recorrido, pero su paso lento me obligaba a cargar aquellas cajas durante mucho tiempo. «Hace poco estuvo otro muchacho venezolano y ya se fue. Es una vergüenza lo que hacen los chinos». Yo solo sonreía. Cuando llegamos a la casa, su marido, un viejo tan amable como ella, me dio 20 pesos de propina y me estrechó la mano sin importarle que las mías estaban sucias. Al regresar al mercado no podía ni levantar los brazos. Me tocaba mi hora de almuerzo. Con esfuerzo levanté las manos para lavarlas en el grifo destinado a la carnicería y prolongué aquel descanso hasta el infinito. Salí del lugar y no regresé más. A la noche pasó lo inevitable, el malestar se apoderó de mi cuerpo y amanecí con fiebre. Estuve unos tres días en cama, mientras me reponía.
La residencia Aquellos fueron los días más duros, esos en los que veía disminuir mis ahorros y me parecía imposible conseguir un trabajo. Me sentía algo avergonzado ante las llamadas de mi hermano y mi mamá; las colas interminables que deben hacer para comprar alimentos, la inflación absurda que hace que no puedan comprar una pizza, un lujo que en Venezuela cuesta millones de bolívares, o la imposibilidad que tienen de salir en las noches, hora en que la única autoridad la ejercen los malandros, como le decimos a los criminales. Las locuras en Venezuela se suceden a un ritmo vertiginoso, imposible de digerir para el cerebro humano; incluso un temblor de 7,3 grados en la escala de Richter —recorrió toda la nación y se sintió hasta Colombia— que milagrosamente no dejó víctimas mortales. La mayoría de los jóvenes del país dedica buena parte de su tiempo a hacer los complicados papeleos para poder irse. Sacar un pasaporte en Venezuela es un trámite reservado para las personas adineradas. El Gobierno emite muy pocos, por la falta del material importado, y ha surgido un mercado negro en el que el documento puede costar miles de dólares. Tener un pasaporte nuevo es necesario, por ejemplo, para quienes quieren irse a Chile. Las autoridades de esa nación exigen a los venezolanos tener este documento con, por lo menos, año y medio de vigencia, algo imposible de lograr para muchos de mis compatriotas, que encuentran en Argentina una opción más viable. Apostillar los documentos también es una tarea titánica. La página web en la que hay que registrarse solo funciona de madrugada y su capacidad es desbordada todos los días. Recuerdo mis noches de trasnocho intentando conseguir una cita para apostillar mis documentos. Esto hace que la gente pague a «gestores» que te ahorran esa tortura. Se ha creado toda una industria de la migración en Venezuela de la que se enriquecen altos y medianos funcionarios del Gobierno.
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A diferencia de otros lugares, Julio no te pide recibos de pago o constancia de estudios, solo el pasaporte o la precaria, lo que lo hace un destino ideal para los venezolanos. La emigración que llega a Argentina es, en buena medida, de clase media y posee estudios universitarios, debido a lo costoso de los pasajes en avión y las dificultades para llegar al país por tierra. En la residencia hay contadores trabajando en tiendas, un publicista que trabaja en la recepción de un gimnasio, un ingeniero que trabajó como delivery en bicicleta o un biólogo que vendió panchos en un negocio. Los profesionales de mi país están dispuestos a hacer cualquier oficio mientras se estabilizan y son apreciados por los empleadores argentinos por su dedicación y responsabilidad. Algunos se quejan de tener que agarrar una escoba para barrer el piso, teniendo estudios universitarios o de posgrado; otros, como yo, no vemos nada de denigrante en esa tarea, pero, al final, casi todos nos adaptamos. No he escuchado casos de venezolanos que se hayan regresado. Todos nos inventamos esa nueva vida, aunque no siempre es de nuestro agrado. No es fácil aceptar que se debe comenzar, otra vez, desde cero. «No me gusta estar remarcando precios, pero por ahora es el trabajo que consigo», explica Ronald, un contador que trabaja en un pequeño negocio y vive en la residencia. Marisol, quien en Venezuela era gerente y aquí trabaja en una floristería, tiene más de año y medio fuera del país. Antes estuvo en Panamá. No le fue bien y decidió venir a Argentina. A pesar de que ya tiene trabajo, se llena de tristeza cuando piensa que debe pasar una nueva Navidad sin su familia. «Ayer lloré. Es fuerte no poder verlos», me confesó un día en la cocina. Otros son chicos que no llegan a los 20 años de edad, apenas terminaron la secundaria y vinieron a estudiar a Buenos Aires. Ese es el caso de Israel que trabaja en un kiosco cercano durante toda la noche y de día estu-
La mayoría de los jóvenes del país dedica buena parte de su tiempo a hacer los complicados papeleos para poder irse. Sacar un pasaporte en Venezuela es un trámite reservado para las personas adineradas.
Durante los días de enfermedad me quedé en Almagro. La residencia es una especie de hostel con forma de casa antigua. Se trata de una vieja edificación de color ocre y de estilo europeo. Quien vea la puerta de rejas negras y ventanales de madera desde la calle, nunca se imaginará que adentro hay un total de 22 habitaciones en las que pueden dormir hasta 6 personas. La casa es enorme y el dueño, Julio, la ha ido acondicionando para construir nuevos cuartos. A la recepción, similar a la de un hotel, hecha de piedra y madera, se llega subiendo una escalera de 12 peldaños. Al pasar la cocina, que está detrás de la recepción, hay una escalera que pareciera dirigirte hasta las entrañas mismas de la tierra, como si estuvieras bajando los escalones que te llevan al subte. En el lado izquierdo de la recepción se encuentran otras escaleras, de madera antigua —crujen bajo los pies—, que llevan al piso superior. La televisión que suelen promocionar en los recorridos no sirve, o no está en el cuarto que te asignan.
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dia el ciclo básico de medicina. Aprendió a usar una caja, a memorizar los precios de los incontables productos de los maxikioscos y a distinguir los billetes falsos, pero no sé en qué momento duerme o se divierte. El caso del colchón Calculando un promedio de 3 personas por habitación y un pago promedio de 5 mil pesos (es lo que pago yo por una triple, la doble cuesta 6 mil y la individual 8 mil) podemos decir que el dueño recibe unos 300 mil pesos mensuales por el alquiler de las habitaciones. Es bueno agregar que Julio posee otras dos residencias de las que, seguramente, obtiene una cantidad similar. Mi habitación mide 4 x 3 m. En ella hay una cama individual y una litera —cucheta, la llaman en Argentina— dispuestas a ambos lados de las paredes paralelas a la puerta de entrada, para que haya un corredor que nos permita pasar. De forma improbable, Francisco, un argentino encargado del mantenimiento en el lugar, logró meter tres placares en ese reducido espacio. Mis compañeros de cuartos son un francés de 22 años, llamado Jean-Pierre y un argentino de Mendoza de 29, llamado Mario. Aunque al principio todos nos la llevamos bien y hasta salimos juntos a tomar cervezas, nuestros colchones terminaron siendo la manzana de la discordia. A pesar de la buena ganancia que, sin duda, generan todas las habitaciones, Julio no compra colchones nuevos. Después de un mes todos los huéspedes empiezan a desarrollar dolores en la espalda. Este dolor fue especialmente insoportable para Jean-Pierre, quien no estaba acostumbrado a este tipo de privaciones. Mario tuvo una emergencia familiar y debió viajar a Mendoza de urgencia. Cuando regresó soltó: «Este no es mi colchón». Afortunadamente, yo estaba fuera de sospecha. Mi colchón seguía siendo el peor de la habita-
ción. Mario preguntó a Jean-Pierre qué había pasado. «Lo cambió Francisco», aseveró. Mario habló con Francisco quien negó la acusación. Al final Jean Pierre admitió que había cambiado el colchón de Mario por el suyo mientras yo estaba fuera. Fue un gran «quilombo», según la expresión de uno de los encargados del lugar. Todos los venezolanos le hicieron bromas a Mario porque, estando rodeados por ellos, vino a ser víctima de la viveza de un francés. Mario realizó un nuevo viaje, por motivos laborales, y un brasileño, llamado Víctor, ocupó su lugar. Los dos brasileños que viven en la residencia vinieron a Buenos Aires a estudiar medicina. «En Brasil es muy caro y muy difícil», aseguró Víctor, quien habla muy bien el español. Lo cierto es que mi habitación siguió siendo un espacio de mezcla de culturas dentro de la residencia, una pequeña copia de lo que es Buenos Aires; ese increíble crisol de nacionalidades en el que los venezolanos ganan cada vez más terreno. Pocos días después de todo aquello vi a Jean-Pierre lamentándose en su cama. «Me robaron mi teléfono», dijo con su marcado acento francés. Aunque había venido a Buenos Aires y a esa residencia —podía pagar algo mucho mejor— para aprender español, es poco lo que entendía y menos lo que hablaba. La noche anterior un motorizado le había arrebatado el celular, mientras regresaba de un boliche. Pensé que aquello había sido obra del karma aunque nunca he creído especialmente en esas cosas. Debido a sus dificultades para entender el idioma, me pidió que lo acompañara a la comisaría más cercana a denunciar el robo. Mientras nos acercábamos a la comisaría empecé a darme cuenta de lo ridículo de aquella situación. Éramos el inicio de un chiste andante: un francés y un venezolano entran a una comisaría en Buenos Aires… no pude evitar sonreír un poco. Cuando nos tocó nuestro turno y le conté al policía —sentado en su escritorio un domingo en la mañana—
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lo que había sucedido este nos miró de arriba abajo, como si fuéramos personajes salidos de una tira cómica. A pesar de su esfuerzo no pudo reprimir del todo la risa. Yo ya sabía lo que nos iba a decir, lo he escuchado muchas veces en Venezuela: «Te puedo tomar la denuncia si la necesitás para el seguro del teléfono, pero nosotros no vamos a hacer nada». Me volteé hacia Jean-Pierre y le dije que nos fuéramos. Aquel día me sentí como en casa. Conociendo a Argentina Por aquella época empecé a manejar los significados de las palabras en Argentina: campera por chaqueta, placard por armario, banana por cambur, ananá por piña, pochoclo por cotufas o la pronunciación tan característica del argentino de la doble «l» y la «y», esa que desconcierta tanto a Jean-Pierre. Me recuperé de la fiebre y volví a la brega, a la entrega de los currículos. Pesaba sobre mí una severa depresión, pero hasta en los días más bajos de ánimo salía, aunque fuera solo un momento, a entregar los CV. Un viernes, en el que me sentía particularmente mal, dejé uno en una pequeña tienda de sábanas. «Cualquier cosa te llamamos», me dijo el dueño. Me despedí con cordialidad, a pesar de que sabía que no me iban a llamar. Ya había escuchado eso demasiadas veces. El lunes siguiente estaba desayunando en la cocina del piso medio de la residencia, un lugar que parece un búnker y al que no llega la señal de ninguna compañía telefónica. En uno de los extremos de la cocina hay una puerta que lleva a un pequeño patio. Por alguna razón, que ahora atribuyo a una especie de providencia divina —a pesar de que me la paso diciendo que soy agnóstico— decidí ir hasta el patio para tomar algo del poco sol que llegaba. Apenas di dos pasos dentro del patio cuando sentí el teléfono vibrando en el bolsillo derecho de mi pantalón. Para mi sorpresa
era un número argentino. Contesté y una voz gruesa y alta salió por el auricular: «Es de la casa de sábanas donde dejaste el currículum. ¿En cuánto tiempo podés llegar hasta acá?». La tienda Llego a la tienda todos los días a las 8 y salgo a las 18. Estoy frente al establecimiento 15 minutos antes de que llegue Diego, pues no quiero correr el riesgo de ser despedido. Cuando llega mi jefe le ayudo a abrir los tres candados que cierran la reja que está en la entrada y a quitar la pesada puerta de la cortina, para que esta pueda abrirse a través del mecanismo eléctrico. Hacer cada uno de los pasos de manera correcta es crucial, si se olvida algún candado o el marco en donde se coloca la puerta, se dañará la cortina, cuya reparación nunca podría pagar. Luego compro el periódico, que el jefe revisa todos los días, más que nada la sección deportiva, es un apasionado hincha de Boca. «Todos son la misma mierda», fue su respuesta cuando le pregunté qué pensaba de los diarios de la capital argentina. Un par de veces le pedí que me los regalara para leerlos en casa. En comparación con Venezuela, tienen un precio bastante elevado. Más tarde debo barrer la tienda, pasar un trapo de piso o limpiar los tres mostradores si es necesario. Termino todas estas tareas a las 9 am y a partir de ahí debo estar en la puerta de la tienda atento a las personas —casi siempre mujeres mayores— que se detienen a mirar algo en la vidriera para entregarles un volante con las ofertas de los diferentes artículos, aunque esas ofertas ya no existan. El aumento del dólar llevó todos los precios hacia arriba. La crisis inflacionaria ha tenido un efecto contundente. Desde que empecé a trabajar en la tienda, son pocos los días en los que se hacen ventas grandes. Paso horas de pie en la entrada sin que un alma se acerque a preguntar ni siquiera por las toallas, que es
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embargo, no termino de ganarme la confianza de mi jefe. «Todavía necesitas convencerme un poco más», me dijo después de estar trabajando tres semanas en la tienda.
el artículo más económico. El que se acerca generalmente solo averigua precios. Esto ha provocado que mi jefe tenga un humor de perros. «Estás parado ahí y no haces entrar a nadie», me recriminó un día. La verdad es que yo tampoco soy un vendedor estrella, no nací con ese carisma personal para engatusar a las personas, ni soy muy bueno manejando números o logrando sacarle los últimos pesos a una anciana para que compre un cubrecama en vez de su medicina. Para esto el señor Diego es un as, es como un boxeador que poco a poco va minando a su rival hasta que este cae rendido en la lona. Siempre empieza con un chiste al estilo: «¿Qué está buscando señora, además de plata?», cuando le dicen «algo bonito y barato», replica: «Llévese a mi suegra; es bonita y barata». Con estas frases siempre consigue una sonrisa del cliente que, sin darse cuenta, baja la guardia. Luego viene el contraataque mortal de jabs y ganchos con el despliegue rápido de las sábanas o los cubrecamas sobre el mostrador. El artículo deseado siempre está a punto de aumentar de precio o es el «último en existencia», aunque a veces no sea cierto. Si la señora está lo suficientemente mareada se le puede aumentar algo el precio de venta, si no, se lleva hasta donde sea conveniente. Trabajamos con precios fijos al por mayor, pero fijar el precio al por menor es un arte que todavía no domino del todo. No sé cuándo aumentarlo o bajarlo y cuando hago esto último siempre me gano la desconfianza de Diego. A pesar de esto he logrado proezas para una persona que nunca había estado en este campo. Entendí que se puede vender algo sin conocer cuánto cuesta, explotando la necesidad consumista de las personas, que ya están convencidas de que deben llevarse ese artículo. Un día logré vender unas sábanas de 800 pesos a un señor que todavía no tenía colchón, y que me dijo que lo iba a comprar en unos días. «Espero que sea muy bonito ese colchón», le dije cuando salía y sonrió. Sin
Cumpleaños El miércoles 19 de septiembre cumplí 34 años; debido a las fiestas religiosas judías, la tienda no abrió ese día. Fue mi primer cumpleaños fuera de mi país. La mañana la dediqué a hacer diligencias como el mercado y lavar la ropa. En la noche decidí que debía combatir la sensación de vacío que sentía en el estómago con algo de alcohol. Le dije a Jean-Pierre y Víctor para irnos a tomar una cerveza en un bar cercano. En el lugar transmitían el partido de ida, por los octavos de final de la copa Sudamericana, entre el Caracas FC y el Atlético Paranaense. Fue un total desastre para el equipo venezolano que perdió dos a cero en su cancha, desolada, pues la inflación y la inseguridad hacen que pocos se atrevan a acercarse al estadio. Como nos ha pasado en otras ocasiones, Jean-Pierre, que siempre anda alardeando de que su papá es un empresario que gana mucho dinero en Francia, nos dijo que no tenía para pagar una cerveza. Víctor y yo dijimos que la pagábamos. A pesar de tener una risa fácil y sonora, Víctor no es el típico brasileño. Entre sus libros de cabecera está La náusea de Sartre y a veces le dominan ataques existencialistas y fatalistas, por eso, decidí apodarlo el «sartrecito bahiano», pues es de Salvador de Bahía. El día de mi cumpleaños tenía uno de sus bajones emocionales. Ambos coincidimos en la necesidad de tomar para despejar nuestras penas. Pedimos una jarra de 4 litros de cerveza que estaba en promoción. Jean-Pierre, serio e incómodo con nuestras risas, decidió irse a la residencia. Nosotros nos bebimos aquella inmensa jarra y hablamos de música, de política y de fútbol.
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Cuando llegamos a la residencia ya estábamos algo mareados y unos vecinos de piso nos ofrecieron más cerveza, aquello terminó de emborracharnos. Nos acostamos como a las 3 de la mañana. No sé cómo me levanté, pero vi el reloj del teléfono y eran las 7 y cuarto, solo tenía unos 10 minutos para vestirme y salir. Bajé las escaleras de la recepción corriendo y abotonándome la camisa. El colectivo llegó a las 7:43, sabía que la competencia para llegar antes que mi jefe iba a estar cerrada. El colectivo me deja a unas seis cuadras de la tienda, cuando bajé corrí aquellas calles de manera desaforada. Jadeando, pisé la esquina en la que debo doblar a la izquierda para llegar a la puerta del lugar y vi que Diego estaba en la acera contraria, esperando que cambiara el semáforo para cruzar. Aminoré el paso para que no me viera y, muy lentamente, me ubiqué en la puerta. Cuando mi jefe llegó lo miré como diciéndole: ¿Por qué tardaste tanto? Ese fue el día más largo que he pasado en la tienda, creo que en algún momento me quedé dormido estando de pie. Recordé que el alcohol solo te libra de tus demonios por un rato, a la mañana siguiente regresan y tienen como refuerzo un intenso dolor de cabeza y una pesadez generalizada del cuerpo. Los demonios Ya voy a cumplir un mes en mi nuevo oficio y todavía no estoy muy seguro de cuál va a ser mi destino. El señor Diego me dice que tendremos una «conversación seria» la semana que viene. Yo miro el poco movimiento en las ventas y me imagino lo peor. No sería fácil volver a la caza de un trabajo y a la cuenta regresiva que significa la progresiva disminución de los ahorros. Mientras estoy de pie, en la puerta de la tienda sin que lleguen clientes, la misma e insistente pregunta precede la llegada de mis demonios: ¿Qué hago aquí? Luego empiezo
a crisis in acionaria ha tenido un efecto contundente. Desde que empecé a trabajar en la tienda, son pocos los días en los que se hacen ventas grandes. Paso horas de pie en la entrada sin que un alma se acerque a preguntar ni siquiera por las toallas, que es el artículo más económico.
a pensar que lo que gano todavía no es suficiente para enviar dinero a mi casa, que no sé si logré conseguir un trabajo mejor y que, por lo menos, en mi país estaría ejerciendo mi profesión. Creo que son pensamientos que asaltan a muchos de los venezolanos que estamos en Argentina y que van minando ese eslogan con que tratamos de combatirlos: Hay que ir poco a poco. Así también se encuentra Julián, el publicista que trabaja como recepcionista en un gym. A pesar de que gana más que yo se prepara para que lo echen un día y volver al desespero de tener que conseguir trabajo. «No están entrando nuevos clientes, la gente se va. Seguro que van a reducir personal y van a empezar conmigo, que soy el más nuevo», dice con preocupación.
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Foto: Lili Morales
La situación económica de Argentina ha hecho que muchos venezolanos, traumados por la locura económica del país, piensen que la mala suerte los persigue. La experiencia del venezolano es fatalista; cuando los procesos inflacionarios empiezan a rodar se convierten en inmensas bolas de nieve que acaban con los países. ¿Será que nosotros traemos la pava, como le decimos a la mala suerte?, me pregunta Emilio, un colega que llegó hace poco a Buenos Aires. La interrogante de Emilio está precedida por un episodio surrealista. Al igual que yo, Emilio se queda en una residencia junto a otras personas que no conoce. Un día, temprano en la mañana, Emilio estaba a punto de salir al trabajo cuando escuchó que tocaban el intercomunicador de la puerta. «¡Abran, es la Policía Federal!». Como no hubo respuesta, pues los dueños no se encontraban en el lugar, los agentes forzaron la cerradura y llegaron directamente a donde estaba Emilio, a quien apuntaron con una pistola. «Al piso», fue lo único que le dijeron. Luego de unos segundos de desconcierto Emilio obedeció y el policía procedió a amarrarle los brazos detrás de la espalda con un precinto. Los agentes repitieron el procedimiento con todos los huéspedes del lugar, a excepción de una pareja venezolana, pues la mujer se encuentra embarazada. Luego leyeron un acta en la que se explicaba que aquello se trataba de un allanamiento y que podían llevarse cualquier pertenencia como parte del mismo. «Pensé que iba a perder mi laptop y mi teléfono», contó Emilio. Los policías revisaron las habitaciones y uno de ellos salió con un paquete de más de un kilo de marihuana. Todos los residen-
María Wernicke Olivos, 1958
tes tragaron saliva esperando lo peor. En la habitación, perteneciente a un argentino, encontraron otros instrumentos destinados a la comercialización de la droga. Sólo él fue detenido. El procedimiento duró seis horas, durante las cuales estuvieron incomunicados. Al menos los agentes entregaron una constancia del allanamiento a los residentes, junto con sus declaraciones como testigos, lo que les permitió darle algo de verosimilitud al absurdo relato que debieron contar en sus trabajos. La sensación de que la tragedia nos persigue nos acecha a donde quiera que vayamos. Yo prefiero pensar que no, que el destino fatal de un país, que estaba supuestamente «condenado al éxito» por sus recursos naturales, no es necesariamente una copia de lo que le sucederá a otro que se encuentra en dificultades. Tampoco puedo acompañar la idea de que los venezolanos traemos algún mal al país al que llegamos. En el caso de Argentina, al contrario, se trata de una nación que seguramente se beneficiará del desangramiento de personal calificado que ocurre en enezuela y que llega al país sureño. También creo que es nociva la idea de que la «fortuna» es el factor que define el destino de un país y no su capacidad para organizarse, de producir, la calidad de su educación o las políticas de sus gobiernos. A pesar de estos argumentos, muy racionales todos, los demonios no dejan de aparecer con su nueva interrogante: ¿Será que nos persigue la desgracia? x
Ilustradora, sus trabajos forman parte de un gran número de libros en editoriales de Argentina, Brasil, España, México y Estados Unidos. Como autora integral de libros álbum, publicó Uno y otro (2006), Un señor en su lugar (2010), Hay días (2012), y Papá y yo, a veces (2013). Vuelve a publicar en Orsai, después de haber ilustrado en los números 3 y 14.
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VENEZOLAPPS sus tres modelos diferentes de acuerdo a cada ocasión, y me enternece hasta el hueso… ¡Hay que hacer ya mismo una app para venezolanos en Buenos Aires que facilite este tipo de cosas, Christian Gustavo. ¡Por favor!
CHIRI: Casi cien mil venezolanos llegaron a Argentina durante 2018. Ya son el veinticinco por ciento de la inmigración total y superaron en número a bolivianos y paraguayos. HERNÁN: Te hacés el periodista serio buscando cosas en Google, pero no hace falta que me apabulles con datos. Te das cuenta de todo eso por la calle. Vos no lo ves porque vivís fuera de la Capital, pero yo hablo más con venezolanos que con argentinos.
C: ¡Basta de querer hacer una app para todo, Hernán! ¡Me tenés harto! H: Una app que se llame «¿Qué carajo hago aquí?», como la pregunta que intenta responderse Carlos en su crónica. Y que contenga muchos tips para que los venezolanos enfrenten la vida en Buenos Aires.
CHIRI: No exageres. H: No, en serio. Pido muchas cosas por Rappi, y viajo en Uber, y mando paquetes por Glovo, y pido comida en PedidosYa... La mitad de los que trabajan en esas aplicaciones son venezolanos.
C: Ya hay personas que se encargan de brindar tips para eso... El otro dia estuve viendo a varios youtubers venezolanos que viven en Buenos Aires, pibes muy interesantes.
C: ¿Nunca hacés cosas por vos mismo?
H: Recomendame algunos así los veo.
H: ¿VosMismo es una aplicación nueva?
C: Tenés a Javier Swarz, al Topo Mágico, a José Luis Bustillos, a Anto Pitado…
C: No, creo que no. Pero el otro día estuve viendo que hay aplicaciones para inmigrantes, como en el caso de Carlos, que están muy buenas.
H: Parecen nombres de jugadores de fútbol de los años ochenta. ¿El Topo Mágico no era el salvadoreño aquel que jugaba mejor que Maradona?
H: ¿Por ejemplo? C: En Estados Unidos hay una que se llama United We Dream. Si sos un inmigrante ilegal y la policía está a punto de agarrarte, vos apretás un botón y la app rápidamente le manda un mensaje de emergencia a tus amigos y familiares para que ellos sepan lo que está a punto de pasarte. Y al toque elimina los contactos de la lista para que la policía no pueda rastrear nada.
C: No, ese es el Mágico González. Los que te digo yo son youtubers venezolanos que se mudaron a la Argentina. Aunque tenés razón, el Topo Mágico parece otra cosa. H: De joven pensé que el escritor José Donoso era un comic. Porque entendía «José Don Oso». C: Deberíamos hacer una historieta que se llame así. En homenaje a tu idiotez.
H: ¿Existe acá?
H: Por lo pronto tenemos dos historietas a continuación. Son de Pablo Vigo. Fijáte, cuando las leas, que parecen cuentos.
C: No. H. ¡Es ideal para que la usen los pasadores de lotería clandestina y quiniela! ¡Hay que traerla ya mismo y comercializarla!
C: Ya las leí. Soy el jefe de redacción de esta revista. No estamos hablando en serio.
C: Hay otra app que hizo un refugiado sirio, que conecta a inmigrantes con intérpretes para que puedan comunicarse en el idioma del país en el que están. Se llama Tarjemly Live y ofrece traducciones orales y escritas en tiempo real.
H: Ay, perdón Christian. No había suspendido la incredulidad. x
H: Pienso en Carlos Crespo y en la confección minuciosa y artesanal de curriculums vitae, con
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PROHIBIDO EMBORRACHAR AL LORO C: nd a cagar a los yuyos Cuando dos varones nacidos en los setenta hablan entre ellos, no hay preguntas machistas.
HERNÁN: Me encontré muy representado en el primer relato. CHIRI: Claro, vos y Lancigliotti tienen muchas cosas en común. ¿Alguna vez pensás en el tendal de damnificados que de aste en ercedes antes de irte por última vez? ¿O ya no te importa?
H: ¿Es una ley nueva? C: Sí. Entre nosotros podemos hablar sin miedo a la represalia.
H: Si te referís a las deudas, fueron todas muy menores… Un par de atados de cigarrillos en el kiosko de Curiese, tres Montandiús en el almacén de Isabel, cuatro kilos de asado en la carnicería de Caíno, ocho ca as de C:
o sigas,
ern n
H: Está bien, pero esta charla después aparece en la página 154 de la revista. C: Eso es verdad. or lo tanto mi respuesta es que el otro día volví a ver Notting Hill y lloré sin parar.
e per udic s
: st bien ero igual quería decirte que me había sentido representado en el primer cómic de Vigo, no por Lancigliotti, sino por eso de contarle algo a un adolescente y que en ve de interesarse por la trama te discute el contexto. Me pasa eso con mi hi a todo el tiempo
C: s que ichard Curtis, el guionista de esa peli, es buenísimo. Todas las pelis de él están buenas… Sobre todo para ver los domingos de resaca, cuando no te da mucho la cabe a pero quer s ver algo lindo. : stima que hace a os de de beber y ya no tengo m s resaca, porque me encantaría armar un listado de películas ba o esta subcategoría nueva: elículas y series para ver con resaca
C: u flagelo i hi a me hace lo mismo e cont s que cuando eras oven le dabas his y al loro, y en vez de cagarse de risa por la genialidad te dice que es maltrato animal :
sta generación vino a dar vuelta todo e plico qu traen en la cabe a
C: Para mí Stranger Things es ideal para eso. stoy esperando que salga la tercera temporada para volver a emborracharme… Y si no tenés nada para ver, porque ya viste todo, hay un comodín: Groundhog Day.
o me
C: o tampoco, querido amigo retrógrado : hora, el cómic de la ta a sí que me perturbó bastante o entiendo por qu aparece ahí la cabeza de Hugh Grant todo el tiempo y le dice cosas a la pobre chica.
H: ¿Esa cuál es? C: :
C: s el lter ego de la protagonista, nabo maginate que en la poca en la que transcurre la historia, Hugh Grant era Gardel. Sobre todo para las chicas que so aban con l
l día de la marmota h
abl en criollo, hi o de puta
C: El día de la marmota la podés ver todas las veces que quieras y siempre te va a curar : n la crónica que viene ahora hay mucha resaca, pero de la macro. Para empezar, se llama esear el nau ragio
: ¿ or qu solo para las chicas o tambi n soaba con sus o itos gachones y su carita de yo no fui».
C: o sigo sin entender en qu sentido te gustaba Hugh Grant.
C: ¿Te gustaba Hugh Grant?
H: No vuelvas ahí. x
H: Claro. C: ¿Como actor o como hombre? H: Es una pregunta machista.
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Foto: Leo Liberman Sofía López Mañan
Leila Sucari Buenos Aires,1987 Estudió artes visuales, periodismo y filoso ía n su novela Adentro tampoco hay luz ganó el rimer remio del ondo acional de las rtes y en ue publicada por usquets ublicó relatos de no ficción que ueron seleccionados para ormar parte de Felina, Antología para gatos a uerca, y en ue finalista en el concurso de microrrelatos de la revista Anfibia s editora reelance, dicta talleres de narrativa y, como periodista, colabora en Brando, La Agenda y otros medios s su primera colaboración para Orsai
¿C
uándo fue la primera vez que entré al mar? Que nadé hacia lo profundo, sola, que me alejé de la orilla, que me dejé llevar por la corriente donde no hacía pie y mi cuerpo no era otra cosa que un punto ínfimo en medio del agua. ¿Cuándo fue la primera vez que me hundí bajo una ola, que se me llenó la garganta de sal y tuve miedo de morir ahogada? ¿Cuál fue la primera vez que escribí? ¿Cuál habrá sido la urgencia de esa primera palabra? ¿Era suave y tierna como un gusano recién nacido o tenía la violencia del ser humano que llega al mundo sin querer? ¿De qué arrecife mental se habrá escapado, de qué me habrá salvado?
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engo 1 años y estoy nadando más allá de la rompiente. Los otros están afuera, puedo verlos aunque no distingo sus caras. No tengo claro qué haré en el futuro y tampoco importa. Dormimos en un cuarto de techo de paja que da al mar. De la puerta cuelgan caracoles pintados con témperas y las sábanas huelen a una deliciosa mezcla de sahumerio y repelente de insectos. Comemos paltas y pescado frito con limón a la mañana, nos embo-
ESE TIPO TE TRATA BIEN, ¿QUÉ MÁS QUERÉS? 158
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rrachamos todas las noches y nos vamos a la cama chupando una lata de leche condensada. Me acabo de enamorar de alguien que conoce las islas de la zona y abre botellas con la boca. Cogemos en el agua y sobre las piedras. Miramos fascinados el andar mecánico de los cangrejos azules. ailamos descalzos, casi desnudos, en una playa alumbrada por velas. No me da miedo la muerte. No pienso en enfermedades ni en tragedias. Nadie depende de mí, ni siquiera yo misma. Soy un mamífero habitando el planeta Tierra. Un animal que respira y se mueve de un lado para el otro. No tengo nada que escribir. Podría ser un pez, un pájaro o una de esas larvas que se esconden en las calles de barro. Podría ser la rama de un árbol que se mueve con el viento, o el viento mismo. Da igual: no soy una persona. No pienso, no planifico, no recuerdo. ivo. No escribo. Es el mejor verano de mi vida. Pero entonces, la intuición —como un manto de petróleo que cae del cielo— me dice al oído: esto no va a durar. Guardálo, buscá la forma. Guardálo bien, porque no va a volver. Porque es ahora y nunca más. La epifanía es una belleza que duele. Me tiemblan las manos y nado rápido hacia la
orilla. Corro. Atravieso los pareos, los niños y las latas de cerveza hasta llegar al cuarto. Entonces sucede: abandono el mar, el sabor a sal en los labios y la vibración de mi cuerpo. Y me encierro a escribir. Como no tengo cuadernos, agarro una servilleta. No escribo demasiado, unas palabras nada más, pero las suficientes para que se instale en mí la maldición, esa maldición que salva, como dice Clarice Lispector. Mar. Morros. Azul. Nadar. A partir de ese momento, no puedo vivir sin escribir. Empiezo a vivir para escribir. Ser una me parece demasiado poco, necesito multiplicarme. Deseo de manera exagerada. Escribo y tiro y me siento orgullosa y al rato me averg enzo. Tenés que saber más, tenés que vivir más, repite la voz, la misma que me sacó del agua esa tarde. Te tiene que doler. ¿Me tiene que doler? ¿De qué materia está hecha la escritura? No me salen las palabras cuando estoy inmersa en el dolor. No, no me tiene que doler. No creo en la imagen romántica del artista que sufre y padece insomnio, que vive solo y a oscuras en una buhardilla. Y, sin embargo...
LO MÁS IMPORTANTE ES QUE NO TE PEGA. 159
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engo 1 años y me estoy separando del novio tostado que conoce las islas. Ya no me sorprende que abra botellas con la boca. Dejaron de fascinarnos las mismas cosas. No lo extraño cuando duerme lejos y me sé de memoria sus chistes. Odio que quiera tener plata, que esconda un cementerio de botellas de vino bajo su cama y que trate a todas las mujeres como si fueran bombones rellenos de licor. Detesto, también, su manera de caminar dando saltitos. Mis amigos están adentro del bar, yo estoy afuera, sola. Fumo y tomo cerveza sentada sobre el cordón de una calle de San Telmo. ace frío y todavía no tengo la costumbre de abrigarme. Me hago agujeros en las mangas de los buzos para pasar los dedos. Es el peor invierno de mi vida. No sé qué haré en el futuro y la incertidumbre me desespera. Tengo miedo de la muerte. Pienso en enfermedades y en tragedias. Trabajo de camarera y mi existencia —ahora sí— depende de mí. Escribo todo el tiempo cosas que detesto. Prendo otro cigarrillo mientras siento las garras de un cangrejo en la garganta. Y entonces la intuición: hundite. Empiezo a leer a Pizarnik y me deleita su oscuridad. Leo también a Emily Dickinson y anoto frases de Paul Auster sobre el peso del azar en nuestras vidas. Quiero perder el poder sobre mí, no llegar a tenerlo. Estudio filosofía, artes visuales, teatro. Adoro a la Escuela de Frankfurt, a los poetas malditos y a los dadaístas. Sueño —tan estereotipada— con ir a París y perderme por los callejones como audelaire. La voz regresa a cada rato y susurra: tenés que ir hacia lo oscuro. Escribir con luz no alcanza. Tengo 1 años y me tomo las cosas de manera literal: empiezo a trabajar de noche. ivo al revés: me acuesto a las nueve de la mañana, me levanto a la una. Las actividades del día son un trámite. Lo verdadero sucede cuando cae el sol. Me dejo arrastrar por una corriente de sufrimientos y peligros innecesarios, convencida —oh, inocente de mí— de que así voy a alcanzar la oscuridad que anhe-
lo y necesito para escribir mejor. Creyendo que lo oscuro es ver a un amigo con sobredosis de sedante para caballo, coger en el baño de un sótano con la puerta abierta, cambiar las vendas de la amante suicida de mi novio. Pensando que lo oscuro es eso y no la luz incandescente de una sala de partos; el viaje en taxi un domingo de sol, al mediodía, volviendo a la casa de mi madre con un hijo y un bolso sobre las piernas; o un beso amargo y silencioso —sin lengua, en la cocina— como símbolo del fin. Tengo 1 años y sé que quiero ser escritora, lo sé con las entrañas, aunque no tengo la menor idea de qué significa eso ni cuál es el camino, si es que hay alguno. ¿Cómo se hace? ¿Se decide? Mientras me ahogo en dudas y siento el fracaso como un león que me araña la nuca, escribo cuentos, notas y frases sueltas en cualquier parte con la misma desesperación con la que descifraba los carteles de la ruta cuando, de chica, viajaba hacia el campo con mi padre y estaba aprendiendo a leer. Paso los días y las noches alternando la música electrónica con el tango. Escucho los Chemical rothers y Goyeneche. ¿Primero hay que saber sufrir? ¿Después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento? ay que esperar, acechar a la presa, estar atenta hasta que algo aparezca, me digo. Pero no tengo paciencia. Quiero todo y lo quiero ya. Me siento inútil y cambio de trabajo a cada rato. Fracaso como niñera después de cuidar a una nena y terminar llorando las dos juntas abrazadas al perro, rogando que llegue la madre. Fracaso como lavacopas porque me tomo las sobras de todos los tragos, se me rompen los vasos y me corto las manos. Fracaso en el call center porque me da culpa venderles tiempos compartidos en el Caribe a viejitas jubiladas. Fracaso como camarera porque no sonrío lo suficiente. Fracaso como vendedora de ensaladas de fruta porque me como las frutillas y las bananas mientras preparo los potes, fracaso como artesana porque cada aro y cada caja pintada a mano me lleva mil horas de trabajo
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y el resultado siempre es un engendro desprolijo que nadie quiere. Fracaso, también, en la oficina de Avenida del Libertador porque odio levantarme temprano y no sirvo para andar en tacos, y fracaso en el hostel porque me instalo a vivir ahí y me gasto todo lo que gano en alcohol y comida hecha. Fracaso en carreras, amores y trabajos, pero no alcanza. Todavía no sé nada. ¿De qué está hecha la lengua? ¿Es necesario vivir para escribir con profundidad? ¿ ace falta distancia o es preferible aprovechar el pálpito de la carne que todavía late? ¿Se puede escribir sin tener nada para decir? ¿Qué más tiene que pasar? ¿Qué tengo que hacer? ¿El tiempo
madura las cosas? ¿O en realidad se trata de una forma de mirar?
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engo 20 años y llego a mi casa a las diez de la mañana, con la boca adormecida, las medias rotas y un miedo que no me deja respirar: me voy a volver loca. Mi madre desayuna pan con manteca en la cocina, está con un novio español que acaba de aterrizar. Saludo rápido para que no sospechen, subo las escaleras como puedo —mi cuarto está en la terraza— y me acuesto. Pero no logro dormir. Tengo una certeza que me hace transpirar las manos: si me quedo dormida,
¿PERO QUÉ HACÍAS AHÍ, A ESA HORA? 161
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me muero. Tampoco puedo moverme, mi cuerpo no me pertenece. Estoy en posición fetal, petrificada, mirando el sol que entra por los agujeritos de la persiana. Los miro fijo para no pensar. Tranquila, me digo, ya va a pasar. Pero no pasa. Cada vez es peor. Cierro los ojos y veo sangre. Los abro y las lucecitas bailan. Pasa el tiempo y el miedo persiste. Me escapo. No soporto las noches, no puedo dormir sola. Cuando baja el sol me visto rápido y salgo, no importa si es lunes, sábado o domingo. No importa adónde. Necesito irme de mí. Tomar un trago, abrazar a alguien, coger. Pero no con cualquiera, necesito verlo a él, a ese Sansón de pelo largo que tiene otras novias y nunca se acuesta antes de las seis de la mañana. El único ser vivo capaz de darme algo parecido al alivio. A él que me rechaza y después me deja tirada al borde del asfalto. Su desprecio es un desafío. Me vuelvo masoquista. Quiero devorarlo, que me pertenezca. No le pido que las deje, le ruego que no lo haga conmigo. Soy capaz de aguantar cualquier cosa. No me quiero ni un poco. ajo de peso, odio a mi padre y me abro un blog. Sin paraguas. ¿Por qué Sin paraguas?, me preguntan. Porque no quiero protegerme de nada. Que la tormenta me pase por encima. El blog se transforma en mi sostén. Lo único que me parece real. Me vuelvo adicta a las palabras. Escribo de cualquier cosa y a cualquier hora. Escribo sobre olas que me sumergen en un mar sin fondo y sobre la
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última obra de teatro que vi. Escribo sobre el esmalte color rosa chicle de una vieja que veo en el subte, sobre un perro de cara chata que me habla, sobre terremotos, sexo, sueños y domingos desesperados en los que quisiera arrancarme la piel. Pero tampoco alcanza. Escribo para huir del miedo y el miedo no para de crecer. Es una enredadera que se apropia de mis ideas y me contrae los músculos del estómago. Sin darme cuenta, logro mi objetivo: pierdo el control. Siento pánico. Subo a la terraza y llamo por teléfono a una amiga. Le digo que me siento rara. Que yo no soy yo, que creo que me estoy volviendo loca. Mi amiga me dice que me quede tranquila, que me pegue un baño y que seguro mañana voy a estar mejor. Mi madre se fue de vacaciones. Abajo está mi papá mirando dibujitos con mi hermano. ajo las escaleras temblando. Mi cabeza es un laberinto que traiciona al cuerpo. Me siento mal, le digo sin mirarlo a los ojos. l se da cuenta de lo que pasa. amos, dice. Es de noche y caminamos sin parar, cada vez más rápido, lejos de la casa y de todo lo que conozco. Avanzamos en silencio. Miro los árboles negros, las estrellas, las veredas rotas. El paisaje se vuelve extraño. Llegamos a un barrio verde de casas bajas. De a poco, el aire se vuelve respirable. Entonces paramos en un bar al costado de las vías del tren y pedimos una coca cola. Ya está, dice, y siento que por primera vez en la vida me entiende. La complicidad nace y muere en ese instante. Al rato, volvemos a ser dos extraños. No volvemos a mencionar el episodio.
me asfixian. Sí, todo me parece absurdo. No le encuentro un sentido lógico a las cosas y no sé por dónde ir. ¿Cuánto tiempo es para siempre?, le pregunto. Pienso en tatuarme el conejo blanco en la pierna. usco diseños, averiguo precios, desisto. No quiero que duela.
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engo 21 años y el tiempo es eterno. Los 22 no llegan nunca. Empiezo terapia. Leo Alicia en el país de las maravillas todos los días una y otra vez, de manera obsesiva, como si fuera una biblia. La psicóloga me propone hablar del libro. Sí, yo también siento que caigo en un pozo oscuro. Me ahogo en mares de llanto, me vuelvo miniatura y al rato soy tan grande que los bordes de mi cuerpo
ESTÁS ASÍ PORQUE TE FALTA UN BUEN POLVO. 163
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ESEAR EL EL NAUFRAGIO NAUFRAGIO DDESEAR
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engo, al fin, 22 años. Ya pasó lo peor. Me subo a un avión y viajo a srael. Escribo un diario todas las noches. Un cuaderno negro de tapa dura que cuido más que a mi pasaporte. Lleno los huecos del Muro de los Lamentos con deseos que no recuerdo. Me siento más judía que nunca. Fantaseo con irme a estudiar a Tel Aviv, vivir frente al Mediterráneo, que mi dieta sea a base de faláfel. Duermo en el desierto y me acuerdo de mi abuela sabel. De su silencio y su cara redondita. Cinco hijos, diez —¿o eran once?— nietos. La noche brilla sobre mi bolsa de dormir y me pregunto qué es la muerte. Pienso que me gustaría ser madre. Cuando vuelva, voy a dejar de trabajar a la noche. uelvo. No dejo de trabajar a la noche. En vez de eso, me voy a vivir con un tipo de pelo largo que vende drogas. Me baño con miedo a que caiga la policía y nos lleve a todos presos. Siento claustrofobia. Nos mudamos una, dos, tres veces. Tengo insomnio. En una de esas madrugadas descubro que me gusta una chica que está del otro lado del océano. ¿Me gustan las mujeres? Leo al Marqués de Sade y a Simone de eauvoir, improviso relatos eróticos que le mando por mail. Al tiempo me entero de que está embarazada y dejo de escribirle. Recuerdo mi deseo de tener un hijo. Me anoto en la carrera de periodismo porque quiero vivir de escribir y no sé por dónde empezar. Abandono las clases de teatro, me cambio de antropología a filosofía y de filosofía a letras. Asisto a talleres de pintura, de tela aérea y de pilates. Leo a Marx en los tiempos muertos de los boliches en los que trabajo. Dejo todo. Sigo escribiendo. isito a mi tía y entre lágrimas le digo que tengo miedo de no llegar a escribir nunca nada que valga la pena. No conozco a un solo escritor. ¿Dónde están, qué hacen? Soy un fracaso de persona, le digo sorbiéndome los mocos.
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s mi cumpleaños número 2 y ya no sufro tanto. No sé exactamente qué haré con mi vida pero al menos tengo una certeza: quiero un gato. Deambulo por veterinarias y terrenos baldíos, hasta que lo encuentro. Es ella. Una gata negra de cuerpo fibroso y pelo brillante. Me veo en el fondo de sus pupilas. Le pongo nombre a un ser vivo por primera vez: Greta. Escribo, duermo y como con ella encima. Me vuelvo fanática de los felinos. Me compro medias de gatitos y le saco fotos desde todos los ángulos posibles. Descubro que no quiero ser más camarera ni bartender. Empiezo a detestar la noche: el círculo vicioso de la resaca, la falsedad, las ojeras permanentes. Consigo un trabajo diurno de doce horas, ahora soy guía en Tecnópolis. Me pongo una remera blanca con la bandera argentina y llevo grupos de chicos a visitar muestras de dinosaurios y a tomar helados de palito bajo los árboles. Me pagan bien, camino mucho, estoy al sol. Me siento sana. Logro terminar un cuento que no me parece desastroso. Pero la dicha no dura demasiado: me falta espíritu de grupo, no me sé ningún cantito, no tengo suficiente autoridad. Me quedo sin trabajo. Escribo sobre los chicos, las muestras de dinosaurios y los helados de palito bajo los árboles. Adopto otro gato. Me separo. Y entonces, comienza mi vida. La de verdad. ¿La de verdad? ¿Y todo lo demás qué fue? ¿ oy a desprenderme de lo que me hizo fuerte? Sí, voy a hacerlo. orro de mi mente los años pasados. No vuelvo a hablar con nadie de esa época. Sepulto la oscuridad, que se haga la luz. ago taller de crónica y de narrativa, conozco a mis maestras. Escribo. Escribo. Escribo. Empiezo a creer que tal vez, si la suerte me acompaña, pueda dedicarme a esto. Me enamoro. Tengo por primera vez un novio que no me da verg enza. Un novio del que puedo aprender, con quien puedo compartir. Que no es borracho, ni drogadicto ni mujeriego, ni demasiado chico ni demasiado grande. Que tiene una hija. Me reconcilio con mi padre. Me peleo con mi madre, me amigo con mi madre. Me mudo tres veces. Empiezo
NO HAY NADA PEOR QUE UNA MUJER DESPECHADA. 164 164
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a quererme. iajo a Colombia y escribo una crónica sobre el fin del mundo. Pienso que es increíble pero no le interesa a nadie. Queda sepultada en mi computadora. Trato de sobrevivir redactando notas sobre los mejores tips para tener una cita ideal, la moda de los bulldogs y cómo hacer una huerta en el balcón. La plata no me alcanza. Cuido a un chico de ocho años fanático del fútbol, me da una patada y me lesiona la tibia. Camino renga durante varias semanas. Decido probar con la fotografía. Tampoco funciona: no tengo buena memoria y no logro acordarme para qué sirve el SO ni para qué lado se abre o se cierra el diafragma. Releo a John Fante y me divierto con las frustraciones y los delirios de grandeza de su alter ego Arturo andini, el autor de «El perrito que reía». Me siento menos sola. uelvo a desear un hijo. Es un deseo desbordado y urgente. Quiero parir. Tantas son las ganas que me embarazo por accidente. Lo pierdo. Me deprimo. Mi madre me trae la comida a la cama, me entrego a su abrazo y a las flores de ach que ella misma me prepara. Me transformo en una niña. iajamos juntas al sur a ver las ballenas. Ella también está deprimida. La pasamos pésimo. En todas las fotos las sonrisas están torcidas, los labios apretados. Regresamos con imanes de orcas y un peluche de lobo marino. Sigo escribiendo. Me pregunto si en realidad no estoy haciendo todo al revés: si en vez de buscar hacia delante, debería mirar para atrás. Me pregunto si será cierto que, como dice Flannery O Connor, «cualquiera que haya sobrevivido a la infancia tiene información sobre la vida para el resto de sus días». ¿Todo está en esa nena que fui? uelvo al campo. Junto moras y me mancho las manos de violeta. Miro las cosas con lupa. Empiezo a tener plantas en mi departamento: germino porotos, consigo un jazmín del paraíso y un pequeño ceibo, cuelgo helechos de las ventanas y armo un rincón de suculentas. Escribo sobre las hormigas. Mi papá se enferma. ago un cuento por semana. Los temas se repiten: el hijo, el padre, la muerte, el olor a hospital, los coágulos
¡NO TE PONGAS HISTÉRICA! NO SE TE PUEDE DECIR NADA. 165 165
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de sangre en la bombacha, las naves espaciales. Mi padre sale vivo de la operación. Yo también me curo. Escucho a owie y sueño con ballenas.
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engo casi 2 años y estoy en la sala de partos. No me da miedo la muerte. No pienso en enfermedades ni en tragedias. No tengo nada que escribir. Soy un mamífero habitando el planeta Tierra. Un animal que respira, gime y puja para que la criatura salga del cuerpo. Siento las contracciones como oleadas que me llevan a otra dimensión. De pronto, el hijo nace. Estalla el universo en mil partículas de leche, sangre y palabras. Doy la teta sin parar y escribo como una poseída. En la computadora, en un papel, en mi cabeza. Armo frases y oraciones todo el tiempo y donde sea. Pienso en forma de haiku. No duermo, no hablo, no tengo sexo. Floto en una habitación que huele a recién nacido. Tengo un cansancio sobrenatural. Asomo la cabeza por la baranda del balcón. Siento vértigo. Me da miedo la muerte. Pienso en enfermedades y en tragedias. Controlo a cada rato que el bebé respire. Siento su fiebre en mi cuerpo. Alguien más depende de mí y no puedo creer que sea tan bello. Atravieso el ig ang con una fascinación desconocida. Descubro el significado de la palabra dios. ivo en estado de gracia. Escribo a mitad de la noche mientras siento la vibración de la leche queriendo salir de mis pezones. Escribo contra el tiempo. Contra los lugares comunes. Contra mí misma. Mi hijo cumple un año y termino mi primera novela. Tardo en encontrar el título, hasta que aparece: Adentro tampoco hay luz. Me preguntan cómo hice, con un bebé tan chiquito y encima trabajando de manera precarizada. Cómo fue que tuve tiempo, cómo logré concentrarme, cómo me siento ahora que soy escritora, qué proyectos tengo para mi carrera, cómo fue el antes y cómo será el después. Levanto los hombros, im-
proviso respuestas estúpidas para llenar el vacío. ¿Cómo explico que no podría haber sido de otra manera, que no tengo objetivos claros, que sigo siendo la misma desesperada que escribe para encontrar un poco de silencio?
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hora tengo 0 años. ace seis meses que me separé del padre de mi hijo. Se terminó la familia y con ella el pantano de reclamos que teníamos para darnos. En este tiempo se abrió una ventana que yo misma —no sé bien por qué— había cerrado. Pude reencontrarme con la oscuridad agazapada al fondo de mi cuerpo. olví a mi barrio de la infancia y estoy por firmar el contrato para publicar una segunda novela. Mejor no hablar de amor, se llama. olví a ver El camino de los sueños, la película que tanto me gustaba cuando era adolescente. Y pienso que algo de eso que dice David Lynch es cierto, que la oscuridad es la comprensión del mundo, que debajo de la superficie está lo auténtico. Que es necesario escribir con la impunidad del sobreviviente. Con menos miedo y, también, con menos expectativas. En mi casa hay una montaña de platos sucios, las camas todavía están desechas y no levanté la caca de los gatos. Se terminó la familia, no hay más testigos. No hay que negociar ni convencer a nadie de nada. olví a la soledad que nunca tuve, a la ropa desordenada, a la poesía. Recuperé el whisky como aliado contra la desesperación. olví a sentir el agujero profundo que puede significar un domingo a la tarde y la angustia de viajar en colectivo a la hora en que las luces de la calle comienzan a prenderse. olví a comer fideos blancos y papas hervidas con arroz. Adiós a las delicias orientales, los vinos de alta gama y las carnes maceradas que él preparaba. Es sábado al mediodía y afuera hay sol. Me llega el perfume de un asado vecino mientras escribo con la urgencia del que sale a cazar a escondidas. Elijo las palabras con el deseo de encontrar eso que intuyo y que nun-
NO HAY PORONGA QUE TE VENGA BIEN. 166
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ca sé de qué se trata. usco, saboreo y araño, mientras espero que mi hijo vuelva a casa. Sé que van a tocar el timbre y voy a correr a la puerta, que voy a acunarlo como si todavía fuese un bebé —su cabeza sobre mi pecho, mis labios hundidos en su pelo— y que al rato voy a desear arrojarlo al mundo como si fuera un satélite, lejos, muy lejos. ivir los dos solos es bastante distinto a lo que imaginé. La imagen del hijo que juega durante horas en el patio mientras la madre escribe y toma mate en su escritorio —sin la asfixia del motor fundido que es toda familia después de un tiempo— era eso: una imagen. En la vida real los momentos de armonía son pocos, el trabajo se multiplica —a veces estoy tan cansada que quiero desaparecer del mundo— y al niño no le gusta jugar solo más de cinco minutos. Las angustias y dolores se nos vuelven pegajosos: las noches que él tiene fiebre siento mi cabeza hirviendo; los días que el sinsentido me nubla, él se enoja y quiere romper todo. Se nos mezclan
las cosas. Quiero sacar una bombacha de mi cajón y en vez de eso aparece su remerita de perros. El día de su cumpleaños abre los ojos y me dice feliz cumpleaños a mí. ay momentos en los que me agobia la maternidad. Odio las veinte cuadras de ida y vuelta que tengo que hacer para llevarlo al jardín, arrastrándolo porque no quiere caminar y exige « Upa » a los gritos en medio de la calle. Detesto tener que cocinar cada mediodía y cada noche, no tolero su llanto cuando intento lavarle el pelo ni sus ataques de furia porque en vez de fideos hay carne para la cena. ay momentos en los que me desespero, siento que nos hundimos, y él se da cuenta y empieza a revolear lápices de colores por el aire y yo grito y le digo que si no para ya mismo lo voy a mandar a dormir afuera con los gatos y los cactus. ay momentos en los que lo único que quiero es huir. Entonces lo encierro en la habitación que compartimos y lo dejo mirando dibujitos. Me escapo a mi computadora y me
SI ESTÁ AHÍ ES PORQUE XXXXXX SE COGIÓ AL DUEÑO. 168 168
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Foto: Alejandra López
pongo los auriculares para escribir o leer en paz, para hacer de cuenta que no existe. ay otros momentos en los que él no me soporta: « Andate a escribir a la cocina », me dice y yo obedezco. Desde que él existe, escribo más que nunca en la cabeza. Y siento más que nunca el impulso de hacerlo. Mientras armamos una casa para los playmobil, cuando le acaricio el pelo o regamos las plantas, armo frases, pienso palabras, recorto párrafos. Escribo como puedo, donde puedo, desde el amor y la furia. Desde la herida abierta. Y me pregunto: ¿Es necesario que duela? ¿Es necesario el abandono, la soledad, el fracaso? ¿De qué materia está hecha la escritura?
Laura Varsky Bs. As.,1976
¿De qué materia está hecha la vida? ¿Cómo se hace? ¿Cómo se llega? Ayer soñé con el mar. No flotaba, no buceaba, no me dejaba llevar por las olas. No estaba más allá de la rompiente y tampoco en la orilla. Avanzaba con dificultad, por un túnel espeso de agua, improvisando el camino a fuerza de brazadas largas. Me desperté agitada, en medio de un charco de transpiración. Recordé mis noches de insomnio y agradecí en silencio que el tiempo haya pasado. No me volví loca. Ya no siento miedo, no tanto. Sé que tengo las palabras conmigo. x
ise adora gr fica e ilustradora Sus traba os destacados se aprecian en discos y libros n recibió un rammy atino por la dirección de arte de Café de los maestros Sus dise os se han convertido en cuadernos, agendas, ropa y cualquier cosa que pueda tener sentido creativo s su primera aparición en Orsai
MIRÁ LO QUEXME XXXXX HICISTE HACER. 169
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S S S DE VERDADES : o entiendo por qu elegimos publicar un te to con un tema tan pesimista como el racaso, usto en estas pocas navide as C : o es pesimista s un te to de aprendia e, de crecimiento personal, sensible, sincero y humano adem s eila escribe muy bien : o s acuerdo
ero de todas maneras no estoy de alta de timming
C: ueno, est bien
om
: ¿ u es este sobre C: :
i renuncia
st a tu disposición
o, boludo, no era para tanto
C:
e perdono
ntonces tom este
: ¿ este otro sobre ¿ u es C: n pedido de aumento asaron muchas cosas en la economía, y yo sigo cobrando en australes : n ese caso te acepto la renuncia C: ero mir que si me voy te qued s sin ideas :
o e ageres, Christian
C: sin directora de arte, que dicho sea de paso es mi esposa sin osefina, que es amiga de eila y por lo tanto banca este te to como yo : ueno, acepto que te quedes ero habl me de algo lindo, porque esta crónica introspectiva me revolvió algunos recuerdos C:
h
ntonces era eso
: n poco, sí e acord de esa ve que uimos a la oc and op a mostrarle un guion que habíamos escrito a alo ir, y que cuando lo vimos nos dio tanto miedo que salimos corriendo C: ramos chicos,
ern n
: ero a lo me or, si nos hubi ramos animado a hablarle, despu s de eso vos no tendrías que haber salido a vender mon es de yeso, ni yo no tendría que haber terminado comerciali ando bolsas de polietileno en los almacenes de illa rqui a
tra eron hasta ac e periencia
odo se trata de capitali ar la
:¿ or qu de repente habl s como Claudio aría omíngue C: orque lo quiero mucho i vie a siempre me cuenta que cuando estaba embara ada de mí rompió bolsa en el momento en el que Claudio respondía una pregunta decisiva en el Odol Pregunta esde que s eso me siento bastante unido a l : o todavía no s si es un genio, un demente o un robot, te lo uro dicho sea de paso, el g nero autoayuda me parece bastante sospechoso C: Si en alg n momento est s perdido en el universo y quer s ubicarte en la palmera otra ve , ten s que leer a abi n Casas Cualquier cosa, incluso reporta es que hay de abi n en internet e lo recomiendo de cora ón abi n te ayuda a lidiar con los racasos me or que el se or iyagi de Karate Kid : st bien, lo voy a hacer ero lo nico que te pido es que el te to que sigue sea optimista y divertido, porque necesito levantar el nimo C: ueno, es un cuento policial, y ya de entrada aparece un cad ver o es muy optimista : ¿ ero es divertido, por lo menos C: mí me entretuvo muchísimo e todos modos, no esperes algo moderno ni urbano s un relato cl sico escrito en tercera persona, y la historia sucede en el campo argentino : ¿ lamaste a icardo iraldes para que escriba en Orsai o ltimo que nos altaba C: os confi y empe a leerlo tranquilo, sin apuro as a ver que, en cuestión de segundos, est s adentro del cuento no vas a querer salir hasta que lo termines :
h, ios te oiga, Christian
ustavo
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C: epende de cómo lo mires orque esos supuestos racasos son los que en definitiva nos
ALGO HABRÁ HECHO. 170
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(cuento largo)
LA COSECHA Cuento de ALEJO ARMASC Ilustrado por MAT AS TOLS
D ALEJO BARMASCH Buenos Aires, 1993 Es de Adrogué, pero desde hace algunos años vive en Buenos Aires. De su currículum apenas le interesa aclarar que estudió ciencias de la comunicación social, que jamás terminó la carrera y que trabaja como redactor de contenidos en una oficina, escribiendo cosas que realmente no tienen ninguna importancia. El resto de la información es vaga e imprecisa: asistió a cursos y talleres de escritura creativa, periodismo, escalada deportiva y jardinería, entre otros. En cuanto a sus aficiones, alcan a con mencionar la fotografía, las canciones de Townes Van Zandt y básicamente cualquier actividad que se realice lejos de las ciudades. «La cosecha» es su primer texto publicado.
e Alejo Barmasch no sabemos nada. En realidad, lo empezamos a conocer como autor con la ficha biográfica incluida en esta misma página: que tiene veinticinco años y, como muchos de nosotros, se fue a vivir a uenos Aires desde hace un par de años. Más allá de eso, sabemos lo mismo que ustedes. Pero eso nos da todavía más ganas de publicarlo. Es un relato clásico, en donde la lengua está siempre al servicio de la historia, sobre el lado sombrío del implacable sol del campo. Nos atrapó desde la primera frase: «Fue un invierno nefasto». Conocemos bien esa sensación. Lo que se viene abajo, lo que desgasta la corriente, lo que siembra polvo y cosecha moscas. Pero a la vez, como decía el verso de Fabián Casas, «todo lo que se pudre forma una familia». Este cuento surgió del taller El cuaderno azul de Juan Sklar, que publica con nosotros desde la Orsai 9, cuando le publicamos un cuento sin avisarle. A Alejo armasch sí le avisamos, pero cuando se presente la revista (quizás en el mismo momento en que estén leyendo esto) será la primera vez que lo veamos. ienvenido a tu nueva familia.
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ue un invierno nefasto. Los campos de Tres Arroyos amanecieron varias veces cubiertos por heladas que amenazaban con echar a perder los cultivos de esa temporada. Ahora, con los primeros calores, llegaba el tiempo de la cosecha. Pero las máquinas que recorrían los campos solamente levantaban nubes de polvo y tallos raquíticos. Los chacareros estaban preocupados. Apoyado sobre la baranda del puente de la Ruta , Evaristo Suárez apenas escuchaba el estruendo de los motores diesel. Debajo suyo, el río Quequén Salado, más que correr, se arrastraba como una culebra por las pampas del sur de la provincia. Evaristo prestaba atención a sus aguas. Los pescadores con oficio saben que las lisas se delatan con corridas y chapoteos que pueden verse desde la superficie. Pero esa mañana el río estaba planchado y lo único que se veía sobre su espejo eran pastos secos y espigas de trigo. Todavía es temprano, pensó Evaristo. Las lisas solo comen cuando hace calor y el sol todavía no llegó a calentar el agua. Se acomodó contra la baranda del puente y encendió un cigarrillo. Mientras esperaba, se distrajo mirando
cómo el agua se llevaba las cenizas que él tiraba desde arriba. Así estuvo un rato, hasta que el cuello comenzó a dolerle. Levantó la cabeza y la movió de manera tal que los huesos de su cuello tronaron uno a uno; la giró despacio, con los ojos cerrados, como dibujando un círculo imaginario con su nariz. Primero, en sentido horario; después al revés. Cuando sintió que la tensión en su cuello desaparecía, abrió los ojos y notó que algo venía flotando río arriba. Al principio no supo bien qué era porque estaba muy lejos, pero la corriente lo fue acercando muy despacio hasta hacerlo pasar por debajo del puente. Entonces Evaristo pudo verlo con claridad. Primero distinguió la nuca. Después, los omóplatos puntiagudos que asomaban a través de la remera empapada. No tuvo tiempo de juntar la caña ni el resto de sus cosas. Temblando, puso en marcha la moto y encaró para el pueblo. Mientras el zumbido del ciclomotor se confundía con el de las cosechadoras, el Quequén Salado se llevaba el cuerpo sin vida de Maximiliano Correa.
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a camioneta de la Policía Departamental avanzaba a los tumbos por el camino de tierra. El oficial que viajaba en el asiento del acompañante trataba de cebar un mate pero los pozos y los amortiguadores vencidos del vehículo hacían demasiado riesgosa la maniobra; cuando el termo estaba por alcanzar la inclinación necesaria para dejar caer el agua dentro de la calabacita, un salto súbito en la cabina lo convencía de que era mejor no arriesgarse. —Andá más tranquilo que no puedo cebar —protestó, pero su compañero siguió manejando como si nada. Después giró un poco la cabeza y miró de reojo hacia atrás—. Ya le paso un mate, Don. Ni bien agarremos la ruta. Pero Rubén Correa no contestó. En silencio, miraba a través de la ventanilla mientras se agarraba de donde podía para no desparramarse en el asiento trasero. La camioneta se zarandeaba para todos lados y hacía unos ruidos tremendos mientras dejaba atrás la estancia Las Margaritas. Ni bien pisaron el asfalto el vehículo se estabilizó. El policía cebador hizo un nuevo intento con el mate, pero esta vez fue interrumpido por una voz estruendosa que sonó a través de su radio: en la comisaría querían saber si ya habían levantado al padre. El policía, visiblemente fastidiado por la interrupción, apoyó el termo entre sus piernas y contestó afirmativo, que ya estaban en camino. —Tome, jefe —le dijo mientras se daba vuelta y estiraba el mate hacia Rubén—. Ojo, que está más caliente que negra en baile. La camioneta se detuvo frente al hospital. Rubén se bajó último y miró el edificio. No entendía qué hacían ahí. El otro policía, el que venía manejando, se dio cuenta y le explicó que en Tres Arroyos no tenían morgue; que la más cercana estaba en ahía lanca, así que el hospital les prestaba una sala de operaciones. Caminaron por los pasillos angostos, esquivando a los camilleros y a los pacientes
emblando, puso en marcha la moto y encaró para el pueblo. Mientras el zumbido del ciclomotor se confundía con el de las cosec adoras, el uequ n Salado se llevaba el cuerpo sin vida de Maximiliano Correa.
que esperaban para ser atendidos, y entraron sin golpear a una habitación casi vacía donde todo era blanco: el techo, los azulejos, las baldosas. Toda la asepsia de esa sala contrastaba con Rubén y sus bombachas remendadas, sus alpargatas llenas de tierra y su camisa de trabajo desteñida. En el centro de la habitación los esperaba el forense. Al lado suyo había una camilla cubierta por una sábana vieja con manchas de lavandina. Pero, en lugar de describir una planicie blanca, la sábana configuraba un relieve irregular que se levantaba hacia los extremos y era atravesado por una meseta prolongada en el centro. Rubén no le sacaba los ojos de encima, como si en realidad el médico fuese un mago a punto de realizar un truco fantástico. Cuando la mirada de Rubén se encontró con la del forense, éste le preguntó si podía proceder. Rubén hizo un gesto con la cabeza y el médico corrió la sábana. La cabeza y el torso desnudo de Maximiliano quedaron al descubierto. La cara había sido completamente desfigurada: el cráneo
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estaba hundido en un costado y los ojos casi habían desaparecido debajo del tejido oscuro e inflamado. Los labios estaban azules y reventados; la mandíbula, desencajada y sin cerrar, revelaba la ausencia de algunos dientes. Le costó reconocer a su hijo. —Es él —dijo Rubén después de un rato, casi en un susurro—. Es Maxi. El cuerpo estaba prácticamente intacto, pero tenía un color extraño; una especie de gris lechoso, como el del agua sucia que queda en el balde después de fregar los pisos. Apenas arriba del ombligo se distinguía el agujero por donde había entrado la bala. —Es mi pibe —alcanzó a decir antes de quedarse sin voz.
imposible pasarlo por alto: irradiaba el brillo de la plata vieja. La gente saludaba a Rubén e inmediatamente después se acercaba a saludar a Don oracio. Todos conocían al dueño de Las Margaritas. Todos sabían que era él quien estaba pagando el entierro del hijo de su casero, igual que lo había hecho diez años atrás cuando falleció la mujer de Correa. —No quiero que usted se preocupe por nada —le había dicho ernandorena en ambas ocasiones. Maximiliano tenía unos veinte años cuando su mamá murió. Una mañana, Graciela fue hasta la ciudad para un control médico. olvió por la tarde y durante la cena trató de repetirle a su esposo y a su hijo más o menos las mismas palabras que el doctor le había dicho. Al día siguiente Rubén habló con Don oracio que se ofreció inmediatamente a solventar cualquier gasto. Apenas llegó a pagar los primeros tres meses de tratamiento cuando el cuerpo de Graciela no resistió más. —Me hacía cabrear a veces —le decía Rubén a su hijo, cuando Maximiliano lo pasaba a visitar por el campo—. Pero yo a tu vieja la quería. —Ya sé, viejo. Ya sé. A medida que se hacía tarde la gente se iba yendo del velorio, pero Rubén no se movía de al lado del cajón. Cuando parecía que nadie más iba a venir, aparecieron dos tipos jóvenes. Uno era alto y flaco. El otro era más robusto; parecía petiso al lado de su compañero. —Lo lamentamos mucho, Rubén —dijo el petiso mientras le extendía la mano. —No lo podemos creer —agregó el alto, casi sin abrir los labios. Correa estrechó ambas manos, balbuceó un gracias y se los quedó mirando. Los conocía, estaba seguro, pero no podía recordar quiénes eran. El petiso se dio cuenta rápido y se presentó. —Somos Carlos y Alejandro —dijo, señalándose primero a sí mismo y después al
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a mayoría de las personas reunidas en la sala de velatorios formaban parte de la peonada: una colección de hombres con la piel curtida por el sol y las manos erosionadas por la tierra; de mujeres con caras cansadas, extenuadas por haber tenido que soportar no solamente el peso de su propia existencia en el campo, sino también el de la de sus maridos y el de la de sus hijos. Rubén permanecía de pie en el fondo de la habitación, junto al cajón cerrado. Se había vestido para despedir a su hijo: cambió las alpargatas por unas zapatillas de lona blancas, se puso sus mejores bombachas y una chomba celeste que le quedaba chica y no lograba disimular su panza prominente. No se movía de al lado del féretro. Desde ahí estrechaba las manos rugosas de los paisanos que se acercaban para darle el pésame y, cada tanto, estiraba el cuello para poder ver la puerta, como si estuviese esperando a alguien que todavía no llegaba. Entre todo ese montón de figuras agrestes, Don Horacio Hernandorena se destacaba con facilidad. El patrón de Rubén Correa y patriarca del clan ernandorena se mantenía alejado, casi escondido en una esquina, pero resultaba
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alto—. Los cuñados de Maxi. ermanos de Nadia. El rostro de su nuera apareció repentinamente en la cabeza de Rubén. Le hubiese gustado verla ahí. La llamó varias veces por teléfono, pero no había podido dar con ella. Se preguntaba dónde estaría. —Nadia no va a poder venir —se apuró a decir Carlos, el petiso de los Ortiz, que parecía leerle los pensamientos. Le explicaron que Nadia se había ido a alcarce hace unos días a visitar a una tía que tenían allá. Cuando ellos se enteraron de la muerte de Maximiliano, la llamaron para contarle y ella se descompuso mientras hablaban por teléfono. —Está hecha pelota. Se va a quedar unos días más y la vamos a ir a buscar —explicó Carlos. Rubén les agradeció con unos monosílabos incomprensibles y se quedó de pie frente a ellos, sin saber qué más decir o hacer. Los Ortiz tampoco tenían nada más que decirle. Lo palmearon en el hombro, le dijeron que tenía que ser fuerte y se ofrecieron a ayudarlo con lo que fuese necesario. Después se fueron. Correa se desplomó sobre un sillón con la idea de dormir un poco. Era tarde y ya casi no quedaba nadie en la sala. ernandorena se ofreció varias veces a llevarlo hasta la estancia y después al cementerio, pero Rubén se negó en cada ocasión. Esa era la última noche que podría pasar al lado de su hijo. Estaba quedándose dormido cuando escuchó un portazo y unos pasos como de elefante que avanzaban lo más rápido que podían. Se refregó los ojos y vio a Teresa, la dueña de la despensa, que se acercaba hacia él haciendo un escándalo. —Rubencito, mi vida. Cuánto lo siento —se lamentó Teresa, llorando y moqueando, mientras sus brazos gruesos y rollizos hundían a Rubén entre sus tetas gigantescas—. Qué tragedia
Rubén hizo el intento: se quedó unos segundos apoyado contra aquel cuerpo blando e intentó llorar él también, como si el llanto se contagiara por ósmosis. Pero no se le cayó una sola lágrima. Con delicadeza, apartó a Teresa y le dio las gracias por venir. —No hay nada que agradecer, Rubencito —dijo, ahora seria y mirándolo fijamente a los ojos, tratando de mostrar entereza. Pero no pudo mantener la compostura y se quebró una vez más. Teresa lloraba unas lágrimas gordas como ella misma. — Pensar que tu nene iba a ser papá Cuando Teresa logró recomponerse se encontró con la mirada perdida de Rubén; con unos ojos que trataban de hacerle una pregunta que su boca entreabierta no lograba formular. —No me digas. No me digas que no sabías —dijo espantada—. Me lo contó mi nena el otro día. iste que ella y Nadia son muy amigas. Teresa se llevó las manos a la boca y trató de contener el llanto. —Ay, Rubencito, mi vida. Tu nene iba a ser papá —alcanzó a decir antes de ponerse a llorar como un chancho.
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uando volvieron del entierro, los perros salieron a recibirlos. Don Horacio dejó a Rubén en su casa y luego continuó por el camino de la arboleda hacia el casco de la estancia, donde se escondía el caserón de la familia Hernandorena. Correa caminó hasta la silla que dejaba afuera, en el patio, justo debajo del eucalipto. Se sentó un rato y, protegido del sol, miró cómo los tractores levantaban una polvareda terrible mientras trataban de juntar el trigo que había sobrevivido a aquel invierno helado. La primavera fue particularmente seca y no ayudó al campo. Y el verano, que recién estaba empezando, tampoco parecía ofrecer alivio. El sol quemaba todo lo que crecía sobre la tierra y no había una sola nube en el
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cielo que pudiese detenerlo, aunque sea por unos minutos. Rubén pensó en el tipo que manejaba el tractor. Seguro se estaría muriendo de calor, ahí en el medio del campo. En cambio él estaba bien en la sombra del eucalipto. Levantó la cabeza y miró la copa del árbol. Lo había plantado el viejo ernandorena (el padre de Don oracio) cuando hizo construir el ran-
Era tarde y ya casi no quedaba nadie en la sala. Hernandorena se ofreció varias veces a llevarlo hasta la estancia despu s al cementerio, pero ub n se ne ó en cada ocasión. Esa era la ltima noc e que podría pasar al lado de su hijo.
—Esos son del noreste y del noroeste —contestó Maximiliano, muy seguro—. De la selva y del litoral. Rubén, que había dejado la escuela para irse a trabajar, se hinchaba de orgullo cuando lo escuchaba hablar así, con tanto conocimiento y autoridad. Le gustaba presumir la inteligencia de su hijo. Se quedó varias horas ahí sentado, debajo del eucalipto, pensando en él. io al sol pasar de amarillo a naranja y finalmente desaparecer en el horizonte. A la noche hizo calor y le costó dormirse. Pero más que su cuerpo transpirado y las sábanas pegajosas, lo que le impedía cerrar los ojos era la imagen del cuerpo frío y gris de su hijo sobre la camilla del hospital.
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a policía de Tres Arroyos estaba desorientada. Maximiliano Correa no había sido asaltado. Su billetera (con trescientos veintidós pesos adentro) y las llaves de su casa estaban en sus bolsillos cuando sacaron el cuerpo del agua. Además, los chorros acá no salen a afanar con tanta saña. Ahí había odio; había bronca —sentenció el fiscal Mario Cuevas, con gravedad, al mismo tiempo que agarraba la fuente con achuras—. Espectaculares estos chinchulines, Horacito. Cuevas era de los pocos que llamaba a oracio ernandorena por su diminutivo. Tenían una amistad de varios años, que comenzó cuando los dos abandonaron temporalmente Tres Arroyos para irse a estudiar a La Plata. Aunque Cuevas no había nacido en una familia rica como su amigo, había alcanzado una posición estimable dentro de Tres Arroyos al hacerse cargo de una de las fiscalías de instrucción que había en la ciudad. —Entonces, ¿están seguros de que lo ejecutaron? —preguntó oracio.
chito de los caseros, para que tuvieran resguardo del calor. El viejo sabía que los veranos en el campo podían ser impiadosos. —Es que la pampa no tiene árboles —le había explicado Maxi una tarde, cuando todavía era muy chico, con el guardapolvo todavía puesto. Se lo habían enseñado en ciencias naturales: la pampa estaba casi pelada y, salvo por los chañares o caldenes, todo ese territorio era un mar de pastos duros. —¿Y estos? —le preguntó Rubén, señalando los jacarandás y los lapachos que adornaban el casco de la estancia.
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—Ejecutaron. Cuando lo decís así suena a que lo reventó un escuadrón de fusilamiento —lo jodió Cuevas, mientras masticaba una molleja—. El forense me dijo que los pulmones estaban llenos de agua, o sea que murió ahogado. Pero antes le dieron una paliza y le metieron un tiro en la panza, en ese orden. Cuevas se sirvió medio vaso de vino y completó la otra mitad con soda. —Así que yo no sé si llamaría a eso una ejecución. Fue más bien una salvajada: lo cagaron a palos un buen rato, le metieron un balazo y después lo tiraron al río, seguramente esperando que la corriente se lo llevase hasta el mar. Apuró el vaso de un trago y lo apoyó vacío en la mesa. —¿Te das cuenta de que son brutos estos paisanos? Aunque hubiese llegado hasta la costa, el cuerpo no habría tardado en aparecer en alguna playa. Acá el mar no se lleva nada; devuelve todo. ernandorena se quedó en silencio mirando la mesa. —Perdón, a veces me voy de boca. Terminaron de comer y salieron a la galería. Eran casi las cuatro de la tarde y el sol todavía pegaba fuerte. Más allá del parque el pasto dejaba de ser verde. El campo se extendía en un amarillo infinito, que después se transformaba en naranja y luego en ocre. ernandorena se lamentó por el invierno que les había tocado ese año y se quejó por el calor que ahora anunciaba un verano seco. —La cosecha va a ser un desastre —dijo preocupado. Cuevas estuvo de acuerdo. No hacía falta ser un experto para entender que el panorama era desalentador. —¿Rubén ya sabe? —preguntó de repente Hernandorena. —¿Si sabe qué? —Cómo se murió Maxi. —Si, la policía le dijo todo después de
que terminaron la autopsia —Cuevas buscó sus cigarrillos y le ofreció uno a su amigo—. Además, yo mismo le tomé la testimonial después. —¿Se acordaba de vos? —Poco. Le recordé que vos y yo éramos amigos. —¿Y qué te dijo? —Nada que nos sirva, realmente. En verdad, esperaba que vos me tires algún centro. Decime, ¿qué pensás de todo esto? ernandorena trató de reflexionar, pero solo logró quedarse en silencio. Era un silencio especial; un tipo de silencio que invade a la gente vieja cuando muere alguien a quienes ellos no tendrían que haber sobrevivido.
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odos los días había algo para hacer en Las Margaritas y el día después de enterrar a su hijo Rubén ya estaba trabajando como siempre. ernandorena le rogó que se tomase unos días para descansar, pero no le hizo caso. En cambio Correa cortó el pasto, arregló alambres y atendió a los caballos. La vida, de golpe, parecía un río y Rubén era una hoja que flotaba en la corriente de ese río, sin poder hacer otra cosa que dejarse llevar. Trabajó hasta casi quedarse sin fuerzas para desplomarse sobre su cama a la noche y dormirse rápido. Acostarse sin sueño era peligroso: cada momento en el que su cuerpo no estaba concentrado en alguna tarea era una ventana por donde Maximiliano podía meterse. Sabía que era ridículo sentirse culpable, si él siempre cuidó a su hijo. Jamás lo abandonó. Estuvo siempre ahí para enseñarle. Lo educó con esfuerzo, no para convertirlo en un campeón moral, sino para ahorrarle disgustos en la vida. abía cosas que estaban bien y había cosas que estaban mal, pero esas cosas nada tenían que ver con las reglas morales. No había ningún Dios arriba acu-
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sándolo de pecador. Lo único que había eran hombres, y los hombres no toleran ciertas conductas. El mal que reciben, lo castigan con un mal mayor. Como los caballos que espantan a las moscas con su cola, Rubén trató de sacudirse esas ideas de la cabeza; los recuerdos se amontonaban unos arriba de otros y lo hacían moverse más despacio, como si su cerebro estuviese colapsado y no pudiese despachar órdenes a tiempo. Las imágenes aparecían con tanta claridad que le parecía estar viendo una película que narraba la historia de su vida junto a su hijo. abía escuchado a mucha gente decir que, cuando uno está por morir, toda la vida se proyecta delante de sus ojos en tan solo un segundo. Pero jamás escuchó a nadie hablar de la vida de los muertos, proyectándose con esa misma intensidad en la cabeza de los que todavía están vivos. Esa noche, a pesar de acostarse muy cansado, una escena de la película apareció en su cabeza con una nitidez particular. Maximiliano era chico todavía cuando Rubén encontró un potrillo alazán en la caballeriza. Era un caballo joven que jamás había visto. Estuvo a punto de preguntarle a su patrón si sabía de quién podría ser el animal, pero antes se le ocurrió preguntarle a Maxi. Su hijo no pudo mirarlo a los ojos cuando le contestó que no tenía idea. Entonces Rubén le pegó dos sopapos: el primero, por mentirle; el segundo, por robar. Después le explicó cuáles podrían ser las consecuencias de lo que había hecho: —Si te agarran robando, te meten un tiro. Si te agarran montando un caballo robado, te meten un tiro. Si los dueños del caballo lo encuentran acá, lo metés a Don oracio en un quilombo. Y si metés a Don oracio en un quilombo, el que te meta el tiro voy a ser yo. Aquel domingo Rubén tuvo que esperar a que se hiciera de noche para salir él mismo a soltar al caballo. Durante varias horas ca-
minó tirando del bozal, con el animal detrás suyo, para largarlo lejos de Las Margaritas y así evitar cualquier sospecha. Cuando volvió a su casa faltaba poco para que saliera el sol. Maximiliano lo escuchó llegar y, una hora después, lo escuchó volver a salir. Ya era lunes y la faena arrancaba temprano. Qué distinto que era a su esposa, pensó. Graciela era mucho más indulgente que Rubén y, mientras que éste se concentraba en forjar el carácter recto de su hijo, ella trataba de pulir sus faltas menores: le decía que no fume porque todavía era muy chico; y que preste más atención en la escuela, así se sacaba buenas notas y no hacía enojar a su papá. A pesar de ser muy inteligente, Maxi a veces desaprobaba algún exámen y eso ponía furioso a Rubén. Le gritaba que no tenía derecho, que tenía todo servido y que era su deber y obligación aprovechar las oportunidades que él no había tenido. Acostado en su cama volvía a escucharse a sí mismo gritándole a su hijo. Cada palabra que le había dicho aparecía de golpe, hacía eco en el silencio de la noche y continuaba resonando al día siguiente, mientras trataba de concentrarse en desvasar a los caballos o mientras le daba de comer a las gallinas. Por eso tenía que trabajar. Era la única manera que tenía para convertir el presente en algo lo suficientemente grande y extenso, lo suficientemente amplio para jamás ser tapado totalmente por los recuerdos.
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as lisas son un pez bravo, señor fiscal —explicó muy serio Evaristo Suárez—. ay que ser bicho para sacarlas. En el Quequén Salado hay pejerreyes, hay surubíes. Pero las lisas son otra historia. Evaristo ya había dado su testimonio a la policía el mismo día que encontró el cuerpo, pero el fiscal Cuevas no quería pasar nada por alto y lo citó para que declarase una vez más, esta vez delante suyo.
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Mientras hablaba, Evaristo apretaba sus puños emocionado y Cuevas empezaba a arrepentirse de haberlo citado. Podía escuchar a sus empleados en el pasillo tratando de aguantarse la risa cada vez que Evaristo empezaba a hablar sobre las lisas. Por la puerta entreabierta alcanzó a ver a Pierini, el secretario de la fiscalía, tratando de sacar lo que parecía ser un pez gigante con una caña de pescar invisible, mientras los otros le festejaban la gracia. —El tema es —continuó Evaristo, levantando su dedo índice—, que las lisas solo comen cuando hace calor. Entonces, si hace frío no hay pique. ncluso aunque haiga calor puede que tampoco haya pique si el día está nublado. Cuevas trató de interrumpirlo pero Evaristo no paraba ni para respirar. Afuera de la sala, Pierini se había puesto rosa como un chancho de tanto reírse. —Pero aquel día había sol. Entonces yo me quedé, porque sabía que alguna lisa seguro salía. Eso sí, hay que mirar bien el agua. Las lisas siempre se delatan. Nomás hay que saber mirar bien el agua. Cuando Evaristo se preparaba para describir en detalle todas las piruetas que las lisas pueden hacer mientras nadan, Pierini entró de golpe a la sala. Cuevas, que ya se había resignado a perder lo que quedaba de la mañana escuchando anécdotas de pesca, lo miró sorprendido. —Acaba de llegar Nadia Ortiz —dijo el secretario, que de golpe estaba completamente serio. Cuevas lo miró sin decir nada y Pierini tuvo que repetirle lo que le acababa de decir para conseguir que reaccione. —Perdóneme, Suárez. Me tengo que ir —dijo Cuevas mientras juntaba sus papeles y se levantaba—. Pero no se preocupe, el doctor Pierini va a terminar de tomarle declaración. El secretario tomó asiento y, antes de que Cuevas hubiera salido de la sala, Evaristo ya
había comenzado explicarle a Pierini cuál era la mejor carnada para ir a pescar lisas. —Le parecerá extraño, doctor, pero la pancita de la lisa es la mejor carnada para pescarlas. Ese es el único secreto: el pez muere por la boca y, en este caso, también por el estómago. Llegó al hall de entrada pero no había ninguna mujer esperando ahí. La recepcionista se asomó por encima de la mesa de entrada y le dijo que la chica había salido a fumar. Cuevas se asomó a la entrada y la encontró a un metro de la puerta, mirando a la calle. —¿Nadia? Se dio vuelta de golpe. Era bastante más jóven que Maximiliano, apenas una chica. Demasiado chica para lo que le tocaba, pensó Cuevas. —¿Me acompaña? —dijo el fiscal con una sonrisa educada, señalando el interior del edificio. Nadia asintió y empezó a dar vueltas en el lugar, tratando de encontrar un lugar donde tirar el cigarrillo. —No se preocupe, tírelo por ahí nomás. enga, pase. Entraron al despacho de Cuevas y se sentaron uno a cada lado del escritorio. La chica no quiso tomar ni comer nada, así que el fiscal abrió su carpeta, acomodó algunos papeles y se preparó para empezar. —Lamento mucho lo de su marido —dijo antes. —No era mi marido. Nunca nos casamos —contestó ella—. Gracias igual. Cuevas le tomó declaración testimonial. Nadia contestó cada una de las preguntas. Trató de contenerse, pero por momentos no pudo evitar llorar. Cuevas la dejó sola en dos ocasiones para traerle pañuelos y un vaso de agua. Cuando logró que se calmara, volvió a insistir: ¿Maximiliano tenía algún problema con alguien? ¿Alguna deuda, tal vez? ¿Un conflicto que haya podido tener y del que
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nosotros no estuviésemos al tanto? ¿Adicciones? ¿Drogas? ¿Alcohol? Nada. Su respuesta a cada pregunta fue negativa. —¿Puede decirme usted dónde estaba la noche anterior al hecho? Nadia lo miró, pero en sus ojos no pudo entrever nada: ningún reproche, ningún estremecimiento. Solo dos ojos oscuros que se clavaban en los suyos sin pestañear. No parecía haberse ofendido, pero aún así Cuevas trató de amortiguar el impacto de la pregunta. —Disculpe, pero entienda que tengo que preguntarle esto. —Está bien, no se preocupe. Estaba en alcarce, en lo de mi tía. —¿Podrá facilitarme algún teléfono de contacto? oy a tener que corroborar esta información. —Por supuesto. Anote. Tomó los datos y dio por terminada la declaración. Después, acompañó a Nadia hasta la puerta. Mientras caminaban por los pasillos, le prometió que iba a hacer justicia por Maximiliano. No supo bien por qué dijo eso: con más de veinte años trabajando en el Poder Judicial, sabía que su promesa era, por lo menos, dudosa. Abrió la puerta y la despidió en el mismo lugar donde la había encontrado una hora antes. Nadia bajó los escalones de la entrada, caminó por la vereda y cruzó la calle. En la otra vereda, sus hermanos la esperaban apoyados contra el capot de una vieja pick up. Al encontrarse, ambos la abrazaron. Después los tres se subieron a la camioneta. Del caño de escape brotó una nube de humo negro y los tres hermanos se alejaron de la fiscalía. Cuevas los vio doblar en una esquina y desaparecer. olvía para su despacho cuando pasó detrás del escritorio de Pierini. El secretario miraba un video en el que un tipo coloreaba de rojo la carnada que iba a usar para salir a pescar. Después le agregaba purpurina y
abía que era ridículo sentirse culpable, si l siempre cuidó a su hijo. Jamás lo abandonó. Estuvo siempre ahí para enseñarle. Lo educó con es uerzo, no para convertirlo en un campeón moral, sino para ahorrarle disgustos en la vida. abía cosas que estaban bien y había cosas que estaban mal, pero esas cosas nada tenían que ver con las reglas morales.
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eso, decía el tipo del video, era el verdadero secreto para llamar la atención de las lisas y conseguir el pique. —Suárez no me contó esta —protestó Pierini—. ¿Qué me dice, Doctor? ¿ amos a tirar unas líneas este fin de semana? —Ponete a laburar —le contestó desde la puerta de su despacho—. Y traéte a los hermanos de Nadia Ortiz a declarar lo antes posible.
a visitarlo. Simplemente apareció. No se habían visto en el entierro. Ni siquiera habían hablado por teléfono. abían pasado cinco días desde que Maximiliano había muerto y de pronto ella estaba ahí, parada frente al alambrado, frágil abajo del sol abrasador, esperando a que Rubén salga y calle a los perros que no paraban de ladrar. Ese día almorzaron juntos. Después tomaron mate debajo del eucalipto y comieron un bizcochuelo que ella había cocinado. Se hicieron compañía, aunque hablaron poco. Cuando lo hicieron, las oraciones fueron breves y concisas. Alguno de los dos, posiblemente Rubén, le preguntó primero al otro cómo estaba, y viceversa. Los dos estaban bien, eso dijeron. También dijeron que extrañaban a Maxi. Entonces Nadia se puso a llorar. acía años que Rubén no se sentía necesario en la vida de otra persona. Su esposa ya no estaba y su hijo, mucho antes de morir, se había convertido en un hombre independiente. Pero ahora el llanto de Nadia lo ubicaba otra vez entre la gente y no solo entre el ganado y los alambres. Abrazó a su nuera y trató de que ella no lo escuche llorar a él también. —¿Cómo está el bebé? Ni siquiera tenés panza —preguntó cuando los dos se calmaron. Nadia apoyó sus manos sobre su abdomen recto. Ninguna sonrisa se dibujó en su cara, como Rubén hubiese esperado. —Está bien. Nos habíamos enterado hace poco. Un rato más tarde Rubén puso en marcha el Dodge 1 00 y llevó a Nadia hasta lo de sus hermanos. Desde que volvió de alcarce estaba viviendo con ellos. No quería quedarse sola en la casa donde había vivido con Maximiliano, le explicó. Antes de que ella se baje del auto, Rubén le prometió ayudarla con todo lo que necesitara. Después volvió a Las Margaritas. Algunas nubes empezaban a aparecer en el cielo aunque el sol seguía quemando con fuerza. Todavía quedaban unas buenas horas
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a aparición del cuerpo había capturado el interés de una ciudad que ahora mostraba su vocación de pueblo y seguía con avidez el caso. En los negocios, clientes y comerciantes exageraban su indignación por la muerte de Maximiliano Correa. En la vereda, los vecinos elaboraban hipótesis incomprobables acerca de los motivos del homicidio. Rápidamente, el canal de noticias local dejó de prestar atención a la crisis que afectaba al sector agrícola para concentrarse exclusivamente en el crimen. Sin ser muy enfático, Cuevas desestimaba cada una de las conjeturas que la gente se animaba a insinuarle cuando se lo encontraban en la calle o en el supermercado. Consultado por los periodistas, arguyó falta de evidencias y evitó dar informaciones precisas, escudándose en el secreto de sumario. Mientras tanto, los potenciales testigos desfilaron por la fiscalía sin poder aportar datos de valor para la investigación. Rubén Correa también se mantenía ocupado. Su hijo había muerto, pero los yuyos seguían creciendo. Las gallinas seguían poniendo huevos y los caballos podrían seguir cagando hasta que la bosta desbordase las caballerizas. Rápidamente, las exigencias del campo lograron marcarle un ritmo que le permitía seguir con su vida; cierta cadencia en la que su memoria tenía cada vez menos intervención. Por unos días esta fórmula demostró una modesta eficacia, hasta que Nadia Ortiz fue
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de luz, pero Rubén no salió al campo. Sabía que era inútil: con la visita de Nadia, el equilibrio se había roto y por más distracciones que buscase sabía que no iba a conseguir evadirse aquella tarde. Cerró las cortinas, se sentó en la cocina y se quedó solo frente a la mesa, sin más compañía que una botella de ginebra. Eso también se lo había explicado a su hijo: para mamarse, mejor quedarse en casa. Así uno no hace papelones ni se mete en quilombos. La lección evidentemente fue aprendida porque nadie jamás pudo decir que vio a Maximiliano Correa borracho en la calle. Al cabo de unas horas, la botella estaba vacía. —Estoy mamado —dijo Rubén Correa en la soledad de su casa, de la pampa y de lo que ahora era su vida. El hecho llamó su atención. acía tiempo que no estaba tan borracho. Se levantó con mucho esfuerzo y prendió un cigarrillo arrimando la boca a la hornalla de la cocina. Se frotó las manos callosas sobre el fuego y miró por la ventana. Atardecía. Los últimos rayos del sol se filtraban entre nubes negras. Se podía oler la humedad y sentir su viscosidad. Se podía anticipar la tormenta. ¿Cuándo había sido la última vez que se había puesto así de borracho? El recuerdo apareció con la misma nitidez que el episodio del caballo. También había sido un domingo. Graciela preparaba la comida y él había estado sentado en la cocina desde temprano. Con el mismo vaso verde y una botella idéntica, casi vacía. Maxi tenía apenas doce años. abía esperado hasta último momento para decirle a su papá que había desaprobado lengua y literatura. Cuando se acercó para mostrarle la libreta de notas, Rubén ya estaba bien picado. Maxi se la alcanzó sin mirarlo a los ojos. Rubén agarró la libreta con sus manos enormes. La estudió unos segundos. Después miró a su hijo. Se inclinó hacia él con trabajo, mientras la silla crujía debajo suyo y también crujían
Pero ahora el llanto de Nadia lo ubicaba otra vez entre la gente y no solo entre el ganado y los alambres. Abrazó a su nuera y trató de que ella no lo escuc e llorar a l tambi n.
sus huesos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Rubén levantó sus palmas gigantes y le estampó un cachetazo. Maximiliano contuvo el llanto y se quedó en el lugar. Rubén se paró y le pegó de nuevo. No aprend s m s. olvió a pegarle. Desagradecido. Esta vez le dio con el revés de su mano. Yo no tuve ni la mitad de oportunidades que ten s vos. Rubén solo dejaba de gritar para pegarle. — Pará Rubén que lo vas a lastimar —gritó Graciela, que corrió desde la cocina para tratar de frenar a su marido. Se puso detrás suyo e intentó sostenerle el brazo, pero Rubén se soltó con facilidad y se dio vuelta. — os rajá porque cobrás también —le advirtió mientras apretaba la mandíbula y la amenazaba con el índice en alto. Rubén volvió a enfrentar a su hijo y levantó la mano una vez más. Entonces Graciela reaccionó por puro instinto y trató de frenarlo
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nuevamente. La cara de Rubén se puso roja cuando sintió las manos de su esposa tratando de sostenerlo. Las venas de su cuello se hincharon; los tendones de sus dedos se contrajeron inmediatamente y formaron dos puños rígidos y pesados al sentir el contacto de su mujer aferrándose a su brazo. Se dio vuelta y la golpeó en el estómago. Fue un golpe seco, contundente. Graciela se dobló por la mitad y se apoyó en la mesa para no caerse al suelo. Maxi lloraba delante de su padre mientras veía a su mamá tratando de respirar con dificultad, desesperada por recuperar el aire. Los tendones de Rubén se aflojaron cuando vio a su hijo llorando delante suyo. orracho, borrachísimo, con los ojos vidriosos y la cara aún enrojecida, se agachó hasta ponerse a la altura de Maxi. Con ambas manos lo tomó delicadamente de la cabeza y le dio consejo: —Siempre en el estómago, ¿me entendés? —dijo, casi en susurro. Maxi sintió el aliento a alcohol de su papá. Era un olor fuerte. ajó la cabeza y siguió llorando despacio, mirando el piso para proteger su nariz de ese olor punzante que salía de la boca Rubén. Las manos de su papá se pusieron firmes y sacudieron su cabeza, reclamando atención: — Miráme, carajo Miráme Maxi levantó la vista y trató de mirarlo a los ojos. La cara de su papá era irreconocible, toda roja e hinchada, con cada fibra en tensión. No pudo aguantar y lloró sin contenerse. Su papá se acercó todavía más y le acarició el pelo muy despacio. —Siempre en el estómago, nunca en la cara. No tenés que dejarles marcas —le dijo al oído, sin dejar de acariciarle el pelo—. Tampoco en las costillas, ¿entendés? Les podés reventar alguna. Unos mocos transparentes comenzaron a chorrear por la nariz de Maximiliano. Estaba asustado. Quería tranquilizar a su papá, decirle que sí a todo para que se calmara de una
vez. Pero él mismo no podía recomponerse ni articular ninguna palabra. —Siempre en la panza, ¿me entendiste? Maximiliano desvió sus ojos un segundo. De a poco su mamá volvía a respirar normalmente. —¿Me entendiste, la puta madre? —bramó Rubén mientras sus manos se cerraban sobre los pelos de su hijo. Maxi sintió los dedos de su papá atenazándose en su cuero cabelludo y dejó escapar un grito de dolor. Trató de soltarse, pero Rubén apretó más fuerte. — Contestáme — Sí —gritó Maxi sin dejar de llorar. —¿Sí, qué? —Sí, papá.
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l temporal había durado dos días enteros y en ese tiempo llovió todo lo que no había llovido en los últimos dos meses. Carlos y Alejandro Ortiz recorrían las calles encharcadas de Tres Arroyos en su camioneta. Una garúa finita caía sobre el parabrisas y distorsionaba las luces de la calle. Iban en silencio, sin decir una palabra y sin ningún destino aparente. A medida que se alejaban de la comisaría y del centro de la ciudad, los destrozos de la tormenta se hacían más evidentes. acía apenas unos minutos los dos habían prestado declaración ante el fiscal. Fueron testimonios separados en los que cada uno aseguró haber estado en el domicilio que ambos compartían la noche en la que su cuñado fue asesinado. Pero cuando Cuevas les preguntó quiénes podrían confirmar su coartada, los hermanos Ortiz no pudieron más que citarse el uno al otro como únicos testigos. Ahora Carlos manejaba sin prestar demasiada atención. Lo único que le preocupaba a él y a su hermano era conseguir algo de plata antes de irse. El cielo estaba oscuro y parecía de noche. No había casi nadie en la calle, a excepción de las cuadrillas de la Cooperativa
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Eléctrica de Tres Arroyos que trabajaban para levantar los cables de luz que habían sido derribados durante la tormenta. —El Gitano siempre le tuvo ganas a la camioneta —dijo Alejandro, sabiendo más o menos qué respondería su hermano. —Me como mis huevos antes de venderle la chata al hijo de puta ese. — ay que hacerla guita, Carlos. amos a necesitar algo para tirar un tiempo. olvieron a quedarse callados y siguieron dando vueltas en círculos. Pararon en un cajero y sacaron el efectivo que les quedaba. No era mucho; apenas alcanzaba para los pasajes y algunos días de hotel. No tenían otra opción. Una hora más tarde ya habían cerrado el negocio con el Gitano Luna. —Sí, reíte hijo de puta —Carlos miraba a Luna por el espejo retrovisor mientras se alejaban de su casa. El Gitano sonreía mostrando los dientes podridos mientras los saludaba desde la vereda llena de yuyos. abían ido a verlo con la idea de sacar por lo menos cuarenta y cinco mil pesos, pero Luna tenía un olfato especial para detectar necesidades ajenas y sacarles provecho. Terminaron cerrando en treinta y ocho. La plata, además, no la tenía encima. Recién podría tenerla lista para la mañana del día siguiente. La reputísima madre que lo parió a este gitano de mierda —gritaba Carlos mientras golpeaba el volante una y otra vez—. Nos está cagando. Alejandro se abrochó el cinturón de seguridad y dejó a su hermano seguir puteando. Sabía que cuando se ponía así lo mejor era dejar que se le pase solo. El motor de la camioneta empezó a levantar revoluciones. —Andá con cuidado —le advirtió Alejandro. La lluvia empezaba a caer con fuerza otra vez. Pero Carlos no lo escuchaba; ahora puteaba en voz baja mientras seguía acelerando. No quería perder más tiempo; quería volver a su casa y dejar todo listo para irse al día si-
guiente con la plata en el bolsillo. La camioneta pasaba los cruces sin frenar y levantaba el agua estancada de los badenes. ban muy rápido cuando entraron a la rotonda. El eje trasero patinó sobre el asfalto empapado y la camioneta hizo un trompo hasta terminar incrustada debajo de un poste de luz. Las gotas ahora eran bien gruesas y reventaban con estruendo sobre el capot desencajado. Alejandro se bajó de la camioneta y evaluó los daños. abía sido un golpe fuerte. La parrilla y las ópticas estaban destruidas, pero a él solo le importaba que la camioneta pudiera arrancar. Del otro lado del parabrisas astillado, Carlos permanecía abrazado al volante sin moverse. Alejandro dio la vuelta y abrió la puerta del conductor. —Carlos, ¿estás bien? —preguntó mientras sacudía a su hermano por el hombro—. Dale, pelotudo, reaccioná. Carlos se enderezó muy despacio sobre el asiento. Trató de bajarse pero estaba demasiado aturdido por el golpe. Tenía un corte en la frente y unos hilos de sangre chorreaban por su cara, aunque la herida no parecía ser profunda. Alrededor los vecinos empezaban a asomarse por las las ventanas. Tenían que irse rápido para no llamar la atención. Alejandro empujó a su hermano hacia el asiento del acompañante y salió dando marcha atrás. —Tomá, limpiáte la cara —dijo mientras le alcanzaba la gamuza que estaba sobre el tablero— Abrí la ventana y enjuagate con la lluvia. icieron unas pocas cuadras y se detuvieron en frente a la terminal de colectivos. Alejandro buscó la plata que habían sacado del cajero y se la guardó a su hermano en los bolsillos mientras le daba indicaciones. —Apuntá para la Triple Frontera —le ordenó—. Desde acá no debe haber nada directo. Llamá a Córdoba, a Santa Rosa, a uenos Aires, a dónde sea, pero averiguá desde qué lugar sale el próximo colectivo y andate para allá.
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Carlos seguía mareado pero igual trató de resistirse. Decía que no mientras se pasaba la gamuza por la cara. Alejandro se estiró por encima de su hermano y le abrió la puerta. —Yo me quedo para cobrar la guita y te alcanzo más adelante —le dijo mientras lo empujaba afuera de la camioneta—. Dale, andá. Mañana junto la guita y nos encontramos allá. Lo empujó otra vez. Carlos se bajó y cruzó el baldío que separaba a la avenida de la terminal. Parecía un borracho trastabillando abajo de la lluvia. Se detuvo un segundo antes de entrar al edificio y miró hacia atrás, buscando la camioneta. Alejandro quiso hacerle luces, pero se acordó de que las habían reventado en el choque. Carlos se quedó un rato más mirando en dirección a la camioneta. Finalmente entró. Una hora más tarde estaba arriba de un colectivo con destino a Liniers.
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l pasado parecía darle un respiro finalmente. Después de su encuentro con Nadia, Rubén comprendió por primera vez que sería abuelo; que, antes de irse, su hijo le había dejado la promesa de un nieto. Entonces el río por el que su vida se escurría se detuvo un instante, y durante ese instante Rubén flotó sobre aguas quietas. Esa mañana no trabajó en el campo. En cambio, se la pasó revolviendo el galpón hasta encontrar la vieja cuna de Maxi. La lijó con mucho cuidado pero no la pintó; quería esperar a saber si el bebé sería nene o nena, para pintarla de celeste o de rosa. Poco antes del mediodía, cargó la cuna en el Dodge y salió a visitar a Nadia. El camino seguía muy embarrado después de la tormenta y más de una vez tuvo que pegar un volantazo para evitar que el auto patine y caiga en la zanja. Cuando finalmente agarró la ruta, se distrajo imaginando domingos de pasta frola y café con leche. eía a su nieto,
un varón, jugando en el comedor mientras su mamá y él miraban la tele. En el invierno, los esperaría con las salamandras prendidas y la casa caliente. Y en el verano, cuando el chico ya fuese un poco más grande, le enseñaría a montar en uno de los petisos de Hernandorena. Después le compraría un alazán, como siempre había querido tener Maxi. maginó largas tardes de verano andando a caballo junto a su nieto y, por primera vez en mucho tiempo, todo ese espacio que lo rodeaba le pareció algo más que solamente tierra, cultivos y ganado. Pensó en lo feliz que podría ser un chico jugando ahí. Aquella misma mañana, el Gitano Luna había esperado a Alejandro Ortiz con la plata, tal como habían como acordado, pero cuando lo vio llegar en la camioneta chocada se negó a pagarle. Discutieron un rato en la vereda, hasta que Alejandro se cansó y le mostró el revólver. Lo obligó a entrar a su casa, le ató las manos con precintos y lo encerró en el baño. Antes tuvo que ponerle un par de medias sucias en la boca para que deje de gritar. Después, se fue con treinta y tres mil pesos y con la camioneta. Ahora estaba en su casa, terminando de guardar el último fajo de billetes en el bolso. En la cocina, Nadia le preparaba unos sánguches para el viaje. Y, en uenos Aires, su hermano Carlos se subía a un colectivo que lo llevaría directamente hasta Ciudad del Este. Mientras todos los Ortiz se ocupaban de sus cosas, la policía se agrupaba en la esquina de su casa, listos para empezar con el operativo de allanamiento. El policía cebador chupó un último amargo antes de ponerse el chaleco. —Vas a estar bien —le prometió Alejandro a su hermana—. os no tuviste nada que ver. Fuimos nosotros. Era cierto. Sus hermanos no le habían dado ninguna opción: un día antes de matar a su cuñado, los dos varones Ortiz habían mandado a su hermana a alcarce con la advertencia de que no volviese hasta que ellos no
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la llamaran. Si algo salía mal, los únicos que quedaban pegados serían ellos dos. Cuevas y Pierini se quedaron en la esquina y vieron a los policías acercarse despacio a la casa. Los perros de la cuadra ladraban todos juntos, pero Alejandro Ortiz estaba demasiado ocupado y no les prestó atención. Tampoco escuchó el sonido de las botas pisando charcos en la vereda. Se enganchó el
espu s de su encuentro con Nadia, ub n comprendió por primera vez que sería abuelo que, antes de irse, su ijo le había dejado la promesa de un nieto. Entonces el río por el que su vida se escurría se detuvo un instante, durante ese instante ub n otó sobre a uas quietas.
cia. Alejandro sintió algo pero no supo bien qué era. Por un segundo creyó que todo había desaparecido y que ellos dos eran las últimas personas que quedaban en el mundo. asta que giró el picaporte y abrió la puerta. Entonces escuchó los ladridos de los perros y las puteadas de los policías, que desde la vereda le ordenaban tirarse al suelo. Sintió sobre él la presión de los ojos de su hermana y sintió contra su pelvis la presión del revólver cargado. Sus dedos se aferraron a la empuñadura. Levantó el brazo, con el índice firme sobre el gatillo, pero hacía rato que las armas de los policías les estaban apuntando. Las primeras descargas sonaron antes de que Alejandro llegara a disparar. Cuando ya no se escucharon más tiros, los perros callaron y el barrio quedó otra vez en silencio. Después sonaron las primeras sirenas.
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revólver en el elástico del pantalón y salió de su cuarto con el bolso al hombro. Nadia lo esperaba en la puerta. —Te acompaño hasta la terminal. —No conviene. Mejor andáte para tu casa. — ueno, salgo con vos entonces. Su hermana lo miraba con los mismos ojos vacíos que Cuevas había visto en la fiscalía; unos ojos negros que eran pura ausen-
ubén pudo distinguir los patrulleros un par de cuadras antes de llegar. La policía había cortado la calle y no dejaba pasar a nadie, así que tuvo que estacionar en la esquina. Los vecinos se amontonaban alrededor para ver qué sucedía. ajó del auto y se abrió paso entre la gente. Trató de pasar, pero un policía lo detuvo y le prohibió acercarse más. Detrás del oficial, a mitad de cuadra, Rubén alcanzó a ver a Mario Cuevas. El fiscal fumaba en la vereda, justo en frente de la casa de los Ortiz. Gritó su nombre, una, dos veces, hasta que el fiscal lo reconoció entre la gente. Rubén intentaba traspasar el perímetro, mientras dos policías hacían lo posible por frenarlo. Cuevas le gritó que se calmara, pero las sirenas de las ambulancias que recién llegaban hacían imposible escuchar su voz. Los patrulleros se hicieron a un lado para dejarlas pasar y Rubén aprovechó la oportunidad para correr hacia la casa. Uno de los policías lo vio y alcanzó a agarrarlo del brazo antes de que cruzara la cinta roja y blanca. Correa se dio vuelta, lo golpeó en la boca y volvió a correr
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hacia donde estaba Cuevas. Tres policías más se lanzaron encima suyo y lo derribaron. Pataleó y forcejeó en el suelo pero finalmente lograron ponerle las esposas y subirlo a un patrullero. Desde el asiento trasero, con la cabeza apoyada contra el vidrio de la ventanilla, Rubén pudo ver a los paramédicos subir dos camillas en las ambulancias que acababan de llegar.
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ra casi medianoche y Cuevas manejaba por las calles vacías de Tres Arroyos en dirección al hospital. Las luces de sodio teñían de naranja al asfalto húmedo. abían pasado doce horas desde el tiroteo cuando recibió la llamada del forense pidiéndole que vaya verlo lo antes posible. Estaba agotado y le hubiese gustado decirle que se encargarían de eso a la mañana siguiente, pero era imposible. Nunca la había tenido tan difícil: tres muertos en tan solo una semana. Uno de ellos con una criatura todavía en la panza. No había comido nada en todo el día. Tampoco había podido ducharse. Se sentía sucio y cansado. ajó la ventanilla para que el viento lo despabile y sintió el olor a tierra húmeda. abía parado de llover pero las nubes seguían tapando el cielo oscuro. Respiró hondo y se llenó los pulmones de ese aire fresco y suave. Semanas atrás lo único que se respiraba era un polvo áspero que irritaba la nariz y la garganta. Pero ahora ese polvo había sido aplastado por la lluvia y se había transformado en barro. Otra vez se podía respirar tranquilo. Dejó la ventanilla baja y encendió un cigarrillo. Desde afuera el edificio parecía desierto. El forense lo esperaba fumando en la entrada. Cuevas lo saludó y lo siguió a través de los pasillos. Algunos empleados de limpieza baldeaban los pisos, mientras que los médicos de guardia bostezaban y vaciaban sus mates en los tachos de basura.
Llegaron a una habitación, la misma donde días atrás había estado el cuerpo de Maximiliano Correa, solo que ahora había dos camillas. En una estaba el cuerpo de Nadia Ortiz y en la otra el de su hermano. Esta vez el forense los había dejado al descubierto, con la sábana doblada sobre los pies. Rápidamente le confirmó que las causas del deceso habían sido los impactos de bala que recibieron durante el tiroteo. —A él lo alcanzaron cuatro proyectiles —explicó—. Ella quedó justo en el medio y recibió un único disparo en la carótida. Los dos murieron en el acto. Después le mostró los agujeros por dónde habían ingresado las balas. —Todas provenientes de las armas reglamentarias de la policía —explicó. Pero Cuevas apenas le prestaba atención. No podía dejar de mirar las caras grises e inexpresivas de los hermanos muertos. De golpe sintió todo el peso del cansancio cayendo sobre su cabeza. Se alejó de las camillas y caminó por la habitación mientras el forense lo observaba sin decir una palabra. Se apoyó contra la pared y sacó sus cigarrillos. —No puede fumar acá —protestó el médico. —A usted lo vi fumar abajo —contestó Cuevas mientras trataba de hacer que su encendedor funcione—. Y no creo que a los Ortiz les importe demasiado, a esta altura del partido. El médico se quedó callado. Cuevas le extendió el atado a modo de conciliación. El forense aceptó un cigarrillo y abrió una ventana minúscula antes de encenderlo. Los dos podían escuchar las últimas gotas que escurrían por las paredes y caían al patio interno del hospital. Terminaron de fumar y Cuevas le preguntó por qué lo había citado a esta hora, de manera urgente, para contarle algo que él no solamente ya sabía, sino que incluso había presenciado en persona. Entonces el médico
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salió de la habitación y en menos de un minuto volvió con una carpeta delgada. —Mi informe de la autopsia de Nadia Ortiz —dijo mientras le alcanzaba la carpeta. Cuevas se quedó quieto y lo miró con fastidio. El forense agitó la carpeta en el aire hasta que el fiscal finalmente la agarró. —¿ ay algo acá que no me pueda decir usted mismo? —protestó mientras ojeaba los papeles. —Ya hablé con los de balística y más tarde le van a confirmar que el revólver con el que Alejandro Ortiz trató de abrir fuego es el mismo que usaron para matar a Maximiliano Correa —explicó el forense—. Pero lo que me interesa que lea es esto. Le señaló un párrafo resaltado en amarillo. El fiscal hizo un esfuerzo pero estaba muy cansado para concentrarse. Algunas palabras, sin embargo, lograron captar su atención. Traumatismo. Zona ventral. Desgarro uterino. —¿Usted sabía que la chica había perdido un embarazo hacía poco? —preguntó el forense.
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ubén Correa pasó la noche en el calabozo de la Comisaría Primera. En ningún momento pudo dormir. Ni siquiera lo intentó. Simplemente se sentó en el colchón sucio y se quedó así, hasta que dos oficiales lo vinieron a buscar casi a la madrugada. —De pie, Correa —ordenó uno de los policías, mientras que el otro habría la reja de la celda. Rubén se acercó y cuando estuvo en frente a ellos reconoció al oficial que quiso frenarlo cuando intentó colarse entre los patrulleros. Todavía tenía la boca hinchada. La comisaría estaba en silencio y solo se escuchaban sus pasos por los pasillos. Los policías lo llevaron hasta un despacho donde Cuevas lo esperaba sentado delante de una mesa con medialunas y café. El fiscal le pidió
a los policías que le saquen las esposas y después le indicó que tome asiento. Los policías salieron y ambos quedaron a solas. Cuevas estudió unos segundos a Rubén. Se notaba que no había pegado un ojo en toda la noche, igual que él. —Sírvase si gusta —dijo el fiscal alcanzándole uno de los vasos de plástico y después señalando las medialunas—. Son de la estación de servicio. Rubén ni siquiera lo miró. Estaba callado, con la vista perdida sobre la mesa de formica blanca. Por un rato solo se escuchó el zumbido del tubo incandescente que iluminaba la habitación. Después el rumor de un trueno, que fue creciendo en el campo hasta llegar hasta la comisaría. —Parece que la tormenta no va a dejarnos tranquilos —comentó Cuevas. El fiscal hizo a un lado el café y apoyó su maletín. Lentamente fue ordenando diferentes papeles hasta cubrir casi la mitad de la mesa. Separó la carpeta que le había dado el forense del resto de los documentos. La abrió, miró la primera página y la volvió a cerrar. Largó un suspiro largo y se refregó la cara con las dos manos. —Por la amistad que tengo con oracio ernandorena, y por el cariño que éste le tiene a usted, quería ser yo el que le contara todo —dijo. Rubén escuchó en silencio las palabras del fiscal. Tal vez fuese la voz monocorde de Cuevas que, combinada con la falta de sueño, lo hacía ver cosas que ahí no estaban. Los labios del fiscal apenas se despegaban al hablar pero eran capaces de configurar relieves nuevos. A medida que Cuevas hablaba, la sala donde se encontraban fue desapareciendo hasta convertirse en puro pastizal. El techo desapareció también y sobre Rubén se extendió un cielo oscuro. Todavía podía escuchar la voz del fiscal, retumbando en la nada, pero ya no podía verlo. Estaba solo en el medio
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Desde el asiento trasero, con la cabeza apoyada contra el vidrio de la ventanilla, ub n pudo ver a los param dicos subir dos camillas en las ambulancias que acababan de llegar.
del campo y de la noche. Sintió el aire cálido y seco sobre sus brazos. io a los pastos doblarse bajo el viento. Distinguió la silueta plateada y sinuosa del río bajo la luna llena. Escuchó el ruido del motor. Pudo ver las luces a lo lejos, acercándose por el camino de tierra. La camioneta avanzaba escupiendo un humo negro que se perdía en la oscuridad. El vehículo se detuvo frente a él y los faros lo encandilaron hasta que el motor se apagó. Carlos Ortiz bajó de la camioneta, seguido por su hermano Alejandro. Probablemente Maxi fue el último en bajar. Rubén alcanzó a ver la cara de su hijo bajo la luz blanca y pudo sentir su miedo. Un segundo después lo vio caer al suelo y desaparecer bajo una nube de tierra, que crecía a cada patada alrededor de las zapatillas de los Ortiz. Luego escuchó el disparo, que retumbó en la pampa sin que nadie le prestara atención. Después vino el lento vaivén de las aguas que escurren hacia
el mar; el zumbido lejano de las cosechadoras; el calor temprano del sol. La voz de Cuevas lo trajo de nuevo a la comisaría: —¿Correa, me escucha? Rubén lo miró a los ojos y asintió sin decir nada. El fiscal dejó los papeles que tenía en la mano y buscó la carpeta del forense. —Respecto a la familia Ortiz… Sin entrar en detalles, Cuevas le describió lo que había sucedido apenas un rato antes de que ambos se encontraran afuera de lo de Carlos y Alejandro Ortiz. Mientras escuchaba al fiscal, Rubén pudo ver cómo los policías se acercaban a la casa. Pudo oír a los perros ladrar. También escuchó la voz de alto. El silbido de las balas. El ruido seco de los cuerpos desplomándose sobre el barro del jardín. Y, por fin, silencio. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Cuevas continuó revisando los papeles que estaban dentro de la carpeta. abía fotos, pero prefirió no mostrárselas. En cambio, acomodó con mucho cuidado las ecografías para que Rubén pudiera verlas. — ay algo más que quiero que sepa —dijo. Leyó en voz alta las palabras del informe de autopsia. El documento era concluyente: el aborto había sido espontáneo, aunque presuntamente ocasionado por múltiples traumatismos en la zona del bajo vientre. —¿Comprende, Correa? —preguntó el fiscal. Rubén sintió un hormigueo en sus manos. Miró con atención sus enormes palmas: cientos de plieges y cayos se extendían por aquella piel seca y curtida. El fiscal lo miraba atónito, esperando una respuesta, pero Rubén seguía concentrado en ese hormigueo que de a poco se iba convirtiendo en un ligero temblor. —Su nuera no estaba embarazada cuando murió —insistió Cuevas. Rubén alcanzó a escucharlo, pero el fiscal volvió a desaparecer junto con toda la co-
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misaría. La voz de Cuevas lo llamaba, pero Rubén apenas podía escucharla por encima del ruido de la cocina. Ahora Graciela sacaba cacerolas y sartenes, pelaba papas, cortaba cebollas mientras Rubén podía sentir el olor del guiso hirviendo sobre la hornalla. Se olvidó del fiscal y apuró de un solo trago la ginebra que sostenía en su mano. Después se sirvió otra. Luego una más. Sus manos ya se sacudían y lo hacían volcar la ginebra sobre la mesa cuando Maxi se acercó hasta él. Caminó despacio, sin mirarlo a los ojos, y apoyó la libreta de notas al lado de un charco de bebida, junto a la botella. Rubén dejó el vaso vacío y cerró sus manos en dos puños para evitar que sigan temblando. —¿Me está prestando atención, Correa? Rubén volvió a escuchar la voz del fiscal, pero era muy difícil entenderlo por encima de los gritos de su mujer y el llanto de su hijo. —La cagaron a trompadas, Rubén, a ver si me entiende. ace más de una semana, a Nadia Ortiz la cagaron a trompadas y por eso perdió al bebé.
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l sol tardó varios días en secar los últimos charcos. El césped que cubría el parque de Las Margaritas ahora crecía verde y brillante. Cuevas y ernandorena fumaban en la galería mientras miraban el campo, más allá del alambrado. La sequía parecía un recuerdo lejano para el fiscal. —Qué bien que te vino la tormenta —le dijo a Hernandorena. Pero su amigo no parecía muy optimista. Miraba con resignación a los cultivos mientras largaba el humo del cigarrillo por la nariz. Tiró la colilla sobre el piso de la baldosa y la apretó abajo de su alpargata. —Ya es tarde. Esta cosecha la perdimos —contestó. Salieron a caminar por el jardín. El temporal había hecho estragos y por todo el casco de la estancia podían distinguirse fácilmente
las ramas que habían sido arrancadas por el viento. ernandorena iba señalándole algunos árboles que habían sido arrancados de cuajo, cuando a lo lejos Cuevas alcanzó a ver a Rubén Correa hundiendo la motosierra sobre una de las ramas caídas: la cortó en varios troncos pequeños y los tiró uno a uno sobre una carretilla. Después apoyó la motosierra sobre la pila de leña, levantó la carretilla y la empujó hasta la siguiente rama.
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o es fácil olvidar en la pampa. El campo se extiende hasta el horizonte y en el medio no sucede demasiado. Los cultivos crecen y se cosechan; las vacas pastan y después van al matadero. Los hombres solo pueden distraerse cuando se entregan a ese ciclo, del que no son más que un engranaje. El paisaje siempre está igual. Lo único que se degrada con el tiempo son las personas. Tal vez viene una seca y algunas plantas mueren, pero después llega la lluvia y crecen de nuevo; todo vuelve a ser como era. En cambio, los hombres conservan para siempre las arrugas ocasionadas por la angustia de la cosecha arruinada. Rubén Correa siguió trabajando en Las Margaritas. Se levantaba temprano por la mañana y se acostaba con el sol, aunque se dormía mucho más tarde. A veces soñaba, pero pocas veces podía recordar sus sueños. Cuando sí los recordaba, salía al campo más temprano, ansioso por borrar cualquier imagen. La vida era un río otra vez y su corriente podía llevarse todo. Las primeras molestias aparecieron algunos años más tarde. Jamás le había dado demasiada importancia a los dolores. Sentía orgullo de su cuerpo curtido por el esfuerzo y en el fondo sabía que cada músculo fatigado lo había ayudado a seguir adelante y no mirar atrás. Pero el dolor comenzó a aparecer cada vez más seguido, no solo después de trabajar, sino también antes. Le costaba ponerse de pie
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Se sentó debajo del eucalipto que crecía en el jardín de su casa. Trató de cerrar sus manos, pero los dedos casi no se doblaban. Comprendió que ya no podría cavar una zanja; mucho menos sujetar a un caballo por las riendas. Ni siquiera podría mantener presionado el gatillo de la motosierra. Tampoco sus manos volverían a cerrarse en dos puños pesados. De ahora en más, lo único que le quedaba para hacer era observar el campo. Levantó la mirada hacia el horizonte. No había mucho para ver. Los mismos pastos de siempre, hasta donde se pierde la vista. Y un silencio atroz, donde ni siquiera cantaban las cotorras. Levantó la cabeza para mirar aquel árbol que tantas veces lo había protegido del sol. —Estos son de Australia —le había dicho Maximiliano una vez, señalando el eucalipto—. Los trajo Sarmiento para forestar la pampa. Las palabras de su hijo resonaron en su cabeza y se perdieron en el campo. Después de un rato le pareció escuchar que alguien respondía. Una especie de eco en la llanura; apenas un murmullo. Parecía lejano, pero crecía cada vez más. x
Leyó en voz alta las palabras del informe de autopsia. El documento era concluyente: el aborto había sido espont neo, aunque presuntamente ocasionado por múltiples traumatismos en la zona del bajo vientre.
para salir de la cama y sus huesos crujían con mayor intensidad cuando se aproximaba una tormenta. Cuando notó que sus dedos ya no lograban cerrarse para sostener ni siquiera un rastrillo, consultó a un doctor, pero ya no había mucho para hacer. La enfermedad había atacado sus articulaciones y se había comido sus cartílagos hasta dejar solamente un cuero reseco.
Matías Toslà Villa Constitución, 1983
Nació en Argentina, aunque vive en Cataluña desde chico. Es ilustrador y caricaturista. Publica en varios medios y coordina una escuela de dibujo en la ciudad de Lleida. Es miembro fundacional de la revista Orsai y ha dibujado en absolutamente todos los números.
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SOBREMESA 10
NARRADORES EN ESTADO DE GRACIA C: Sí, pero en gallego también se le dice así a la cocaína, porque el libro es una investigación muy sesuda sobre el narcotr fico gallego en las d cadas de los ochenta y noventa. Resulta que un exalcalde que aparece nombrado en el libro presentó una demanda por calumnias e injurias, y la Justicia mandó a secuestrar Fariña de todas las librerías de España.
HERNÁN: ¡Muy buen cuento! ¿De dónde sacaste a este autor? CHIRI: Se llama Alejo Barmasch. No lo conoce nadie. Si lo googleás te aparece su Facebook y casi nada más. Es un chico del interior, muy jovencito y educado. H: ¿Pero de dónde lo sacaste? No te hagas el misterioso.
H: ¡Qué loco! No sabía nada.
C: No te puedo revelar mis fuentes. Es un autor nuevo, es joven y te gustó… No preguntes más. H: ¿Pero lo conocés personalmente, lo trataste?
C: Lo genial es que la orden tardó un tiempo en aplicarse, y en ese lapso las ventas del libro se dispararon todavía más.
C: Lo tengo acá atrás, en el fondo. Está atado, porque si lo suelto se escapa. Parece que está en estado de gracia.
H. ¡Claro! ¡Como tiene que ser! ¿Este libro del que hablás es el mismo en el que está basada la serie ari a que se puede ver en etfli
H: ¿Y ya tenés más cuentos?
C: Exacto. El mismo.
C: Estoy tratando de que escriba otro, pero todavía está asustado.
H: ¡Qué grande Nacho Carretero! ¡Qué buenos editores que somos! ¡Qué visionarios! Lo publicamos cuando no lo conocía ni el gato.
H: Soltalo, Christian, dejate de joder. Ya sabemos cómo terminó Annie Wilkes.
C: Fue porque lo tuvimos secuestrado un tiempo en el sótano de tu casa de Sant Celoni, Hernán. Gracias a eso escribió «Mi tía Chus».
C: ¿Quién? H: La enfermera de Misery que secuestró al escritor Paul Sheldon para obligarlo a escribir como ella quería.
H: No lo recordaba. C: Pero valió la pena. Hay un reportaje en el diario Público en el que le preguntan qué historia de todas las que escribió le gusta más, y él responde «Mi tía Chus», sobre su tía con síndrome de Down.
C: ¿Y no es eso lo que hacen los editores? H: Los de las multinacionales, sí. Pero nosotros somos una editorial independiente y bondadosa. ¡Es ridículo!
H: Es que es una historia preciosa y conmovedora.
C: Más ridículo es el secuestro que sufrió el pobre escritor gallego Nacho Carretero.
C: Escuchá lo que dice: «Es un tema que ni siquiera me sacó del salón de mi casa. Lo hice simplemente hablando con mis abuelos, quienes me relataron cómo habían peleado por la integración de su hi a ui s ninguna otra historia que escribí me haya satisfecho tanto».
H: ¿Nacho? ¿El periodista que escribió «Mi tía Chus» en la Orsai 14? ¡No te puedo creer que lo hayan secuestrado! C: A él no, a su libro. H: No entiendo.
H: Siento un poco de orgullo, me gusta secuestrar a nuestros autores hasta que produ can lo me or que pueden dar. x
C: Nacho escribió un libro que se llama Fariña. H: ¿Harina?
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PEQUEÑA ÚLTIMAS MIL PALABRAS. ueridos lectores y bene actores: como ya es costumbre en esta segunda temporada de Orsai, estamos entreg ndoles esta edición con retraso Creemos a esta altura que lo hacemos a propósito, con el a n secreto de que ustedes comprendan que esta revista es un hobbie y la hacemos cuando se nos anto a s all de eso, les agradecemos mucho la paciencia y, m s que nada, la buena onda que tienen ustedes cuando les mandamos un correo diciendo que estamos atrasados a mayoría responde todo bien, me chupa un huevo , o aguante Orsai y un montón de rases de barrabrava estacamos una de esas respuestas, del lector uli n lterini, que nos gustó mucho: o hay ning n problema con la demora ncluso si la salida se atrasa un poco m s, no pasa nada, ni me avisen o espero Soy yo el que est en deuda con ustedes es debo risas, escalo ríos, nudos en la garganta y e cusas para compartir momentos con mam s m s, si quieren m ndenla en mar o el a o que viene, da igual ero o o, no es que no la quiero, es ustamente que incluso haci ndome esperar, me ayudan a sentirme vivo Sabemos que est e agerando o incluso qui s est siendo irónico pero la buena onda de los lectores es e emplar esta edición de Orsai la podríamos llamar n mero cuatro de la segunda temporada o tambi n la n mero veinte de todas las que hicimos la derecha pueden ver un listado con las personas que participamos de esta edición a mayoría tiene una breve biogra ía en las p ginas donde aparecen sus colaboraciones, pero otros no sí que usaremos esta p gina para en ocarlos rimero Paco Ermengol, que desde el n mero uno de Orsai dibu a las sobremesas que hacemos con Chiri aco nació en Córdoba en y empe ó a publicar en la revista Hortensia a los dieciocho a os muy oven se radicó en Catalu a, tierra de sus padres aco es socio undador de la revista que ustedes tienen en sus manos y esta ve le mandamos un saludo especial porque, mientras cerr bamos la edición, tuvo un momento delicado de salud que est superando os die afiches que acompa an las sobremesas son de María Luque osario, , una oven ilustradora que integró la primera edición de Sudestada, aquella e posición de ilustradores argentinos contempor neos curada por ngela Corti y le andro idegaray, y participó de muestras colectivas en uenos ires, erlín, porto y Santiago de Compostela es co undadora del estival urioso de ibu o y nos encanta de que nos acompa e por primera ve en Orsai con sus die oticias sobre pintores Sigo con dibu antes: la historieta de las ltimas p ginas es, como viene siendo costumbre, obra del marplatense Gustavo Sala , dibu ante, guionista y humorista gr fico que a finales de los noventa se integró a la escena del cómic underground colabora en Rolling Stone, El Jueves y Página 12, entre otros tambi n hace radio, canta, escribe y act a en espect culos de humor Sala nos acompa a en Orsai desde los primeros tiempos as tipogra ías de este n mero ueron dise ados por Yani & Guille así se llama el estudio undado por Yanina Arabena y Guillermo Vizzari, dos dise adores gr ficos argentinos muy óvenes a los que les de amos la creatividad de las aperturas tipogr ficas los títulos de cada crónica de esta edición a oto de portada es de Marcos López Santa e, no diremos m s porque su biogra ía aparece en la p gina de esta edición, ya que arcos tambi n ilustra la crónica introspectiva de ernando oy Casi todas las crónicas de esta edición ueron revisadas y editadas por Josefina Licitra a lata, , que es la editora de Orsai osefina es periodista y escritora acaba de publicar su libro estrellas , que la est rompiendo en todas partes y estamos muy contentos por eso n esta edición nos damos el gusto de publicar dos historietas de Pablo Vigo uenos ires, , autor de la antología de comic argentino Tábula rasa, unto a atías San uan, con quien edita desde la revista anual Doppelgänger ablo ormó parte del colectivo rupo Convoy y mantiene el blog pablovigo tumblr com, que tienen que visitar ya mismo legamos a ablo gracias a Martín Felipe Castagnet a lata, , el m s oven del sta artín es escritor y traductor, pero su verdadero talento es conocer personalmente a todas las personas sobre las que le preguntamos su ve , artín participa de la corrección de la revista unto a Ignacio Merlo uenos ires, , que ya casi est en planta permanente os tres que aparecen bien alto en el sta Hernán, Christian y Margarita son los empleados del mes de ellos diremos que se untan a comer y casi no hablan de la revista, porque la tienen internali ada y la componen por vía intravenosa ara finali ar, las personas que aparecen en las p ginas y de la presente edición se manifiestan bene actores y viven pidiendo descuentos en todos los medios de transporte al grito de yo compro la Orsai llos son las que hicieron posible que nosotros podamos cobrar dinero por escribir, corregir, dibu ar, otografiar, pintar, investigar y componer las p ginas de este n mero racias a estos lectores predispuestos podemos contratar a la me or imprenta de uenos ires, que se llama Mundial S.A. y queda en la calle Corte arena llí se imprimieron todos y cada uno de los e emplares que se entregaron en la rgentina de esta edición correlativa n mero veinte tambi n llamada n mero cuatro de la segunda temporada de la revista Orsai, cuyo n mero SS es el en todo el mundo Si se toman el traba o de contar las palabras de este p rra o gigantesco y final, podr n comprobar que son e actamente mil, como indica el título en negrita ste e ercicio de precisión estaba muy valorado en los tiempos analógicos, cuando realmente había que contar cada palabra, pero ahora con los procesadores de te to es una pelotude seguir haci ndolo, pero aquí estamos nsistimos en ponernos orgullosos por algo que no tiene goyete
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Editor responsable Hernán Casciari Jefe de redacción Christian Basilis Dirección de arte Margarita Monjardín Edición osefina icitra Traducciones y edición Martín F. Castagnet Ilustraciones Matías Tolsà Ermengol Tolsà Portada arcos ópe Decálogo aría uque Corrección Ignacio Merlo Tipografías ani uille Escriben ablo erantuono Rodolfo Palacios uan S lar ulieta enegas gnacio lcuri Fernando Noy Carlos Crespo eila Sucari Alejo Barmasch Dibujan Nora Aslan uillermo ecurge Fernanda Cohen osefina Schargorods y ariano pelbaum arcos ópe aría ernic e ablo igo aura ars y ustavo Sala _________________ Revista Orsai Número cuatro Segunda temporada
LA CULPA NO FUE DE ÉL. ES DE LA MADRE, QUE CRIÓ UN MONSTRUO. 210
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