Replica del “PILGRIM” EN San Diego, 2003
Histarmar tiene el placer de presentar “Two years under the mast”, de R.E. Dana con la traducción de Luis O. Landivar y dibujos de Hugo Leban. Este libro fue presentado en la Revista NEPTUNIA en diversos capítulos en el año 1934. 1
INDICE CAPITULO I La partida II Primeras impresiones III Deberes de a bordo IV Domingo en el mar V Cabo de Hornos VI Perdida de hombre VII Juan Fernandez VIII Vida diaria IX Santa Barbara X Un Suestada XI Travesia barajando la costa XII Monte Rey XIII El comercio en Monte Rey XIV Descontentos XV Flagelacion XVI Dia de libertad en tierra XVII Una deserción XVIII De regreso a San Diego XIX Los Kanaka XX Noticias del hogar XXI La justicia en California XXII El “Alert” XXIII El nuevo buque XXIV San Francisco XXV Una pelea XXVI Una sorpresa XXVII Comienza el viaje de regreso XXVIII Cabo de Hornos XXIX Progresando hacia el hogar XXX En la zona ecuatorial XXXI Preparando la llegada XXXII El puerto de Boston PELICULA NOTAS y biografia
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CAPÍTULO I El 14 de agosto fué el día fijado para la partida del bergantín "Pilgrim", en viaje de Boston a la costa occidental de Norte América, doblando el Cabo de Hornos. Como debía levar anclas en las primerao horas de la tarde, me presenté a bordo a las doce vestido de marinero con una caja que contenía un equipo para viaje de dos o tres años, este viaje lo emprendía yo con el propósito de curarme de la debilidad a la vista, que me había obligado a abandonar los estudios y que resistía a todo tratamiento médico, mediante un cambio completo de vida, largo alejamiento de libros, trabajo duro y sostenido, alimentación simple y aire abierto. La casaca ajustada, gorra de seda y guantes de cabritilla del estudiante de Harvard, pronto habían cedido sitio a los amplios pantalones de liencillo, camisa a cuadros y sombrero de lona del marinero; por grande que fuera la transformación, suponía yo que eldisfraz era perfecto. Pero es imposible engañar al ojo práctico en estas cuestiones y por más que me creyera un Neptuno, todos a bordo me reconocieron sin duda por terrícola tan pronto como me puse a la vista. El marinero tiene un corte peculiar en su ropa y un modo de usarlas difíciles de imitar por el novato. Pantalones ajustados a la cadera, y luego amplios y sueltos hasta los pies, camisa a cuadro bien grande, sombrero negro chato y barnizado, echado hacia la nuca, con media braza de cinta negra colgando sobre el ojo izquierdo, nudo corredizo en la corbata-pañuelo de seda negra y otros pequeños detalles, constituyen característica cuya ausencia denuncia en seguida al bisoño. ' Amén de las posibles fallas en mi indumentaria, hubieran bastado sin duda mi tez y mis manos para distinguirme del marinante de verdad tostado por el sol, que pisa ancho y fuerte y balancea transversalmente las manos bronceadas y encallecidas, semr abiertas como para empuñar un cabo en todo momento.
La partida. Con la sensación de todas mis imperfecciones, me incorporé a la tripulación, y el "Pil-grim" soltó amarras para pasar la noche fondeado en el canal. El día siguiente se empleó en preparar el buque para la mar, alistar el aparejo de alas y rastreras, cruzar sobrejuanetes, colocar palletes de roza-dero y embarcar pólvora. La noche siguiente tuve mi primera guardia y permanecí despierto buena parte de ella por temor a no responder a los llamados; cuando subí a cubierta llevaba tal concepto de la importancia de mi misión que me la pasé caminando regularmente de proa o popa, observando cada vez sobre las amuras y coronamiento de popa en cada uno de los paseos, y fué no poca mi sorpresa ante la indiferencia del viejo marinero que me reemplazó, el cual se limitó a acurrucarse para un sueñito debajo del bote mayor. A su juicio bastaba esta vigilancia para una hermosa noche, al ancla en puerto abrigado. 3
La mañana siguiente era sábado, y como soplara brisa del sud, embarcamos piloto, viramos el ancla y comenzamos a voltejear para salir de la bahía. Me despedí de los amigos que habían venido a verme partir, y tuve apenas oportunidad para una última mirada a la ciudad y a los bien conocidos objetos, pues la vida de a bordo no deja sitio a contemplaciones sentimentales. A medida que avanzábamos hacia las afueras del puerto el viento se nos presentaba cada vez más de proa, y por último tuvimos que fondear en la rada. Permanecimos allí todo el día y parte de la noche. Mi guardia comenzó a las once de la noche y recibí la orden de llamar al capitán en caso de viento del oeste. Hacia media noche el viento se entabló, y habiéndoselo notificado al capitán, éste me ordenó llamar a la gente. No sé como habré cumplido el mandato, pero estoy seguro de no haberlo hecho con voz fuerte de contramaestre: "Arriba todos, a virar el ancla". En poco tiempo cada uno estuvo en movimiento, velas largadas, vergas braceadas, y comenzamos a virar el ancla que constituía nuestro último vínculo con la tierra yankee. Sólo pude tomar escasa parte en estos preparativos; mi falta de conocimientos era total; órdenes ininteligibles se daban con tal rapidez, y se ejecutaban tan inmediatamente; tales eran las corridas y la superposición de gritos extraños y de movimientos más extraños aún, que quedé completamente atolondrado. Nada hay en el mundo más inútil y lamentable que un ciudadano aprendiz de marino. Por fin comenzaron los ruidos peculiares y prolongado indicio de que la tripulación viraba el molinete, y en contados minutos estuvimos en movimiento. Se escuchó el murmullo del agua rechazada por las amuras, y el buque se escoró con la húmeda brisa nocturna y roló al impulso de la gruesa mar de fondo; así comenzó nuestro largo, muy largo viaje, y así me despedí definitivamente, de noche, de mi tierra natal.
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CAPÍTULO II PRIMERAS IMPRESIONES El primer día de mar fué un domingo Como recién salíamos de puerto y había mucho que hacer a bordo, trabajamos todo el día, y al anochecer se establecieron las guardias y todo se puso a son de mar. Llamados a popa para distribuir las guardias, tuve una buena muestra de los modales del capitán; hecha la distribución por bandas pronunció un corto y característico discurso, mientras recorría la toldilla cigarro en boca, soltando palabras entre cada bocanada de humo. "Bueno, mis hombres; iniciamos un largo viaje; si nos mantenemos unidos lo pasaremos bien; de lo contrario tendremos el infierno a flote. Todo lo que ustedes deben hacer es obedecer las órdenes y cumplir con el deber como hombres; así os irá bien; de otro modo, les aseguro que la vida será dura. "Si todos tiramos parejo, encontrarán en mí un buen compañero, si no lo hacemos, seré para ustedes un canalla sanguinario. Es todo lo que debo decirles. Retírese la guardia de babor." Como a mí me correspondiera la de estribor, o del segundo oficial, tuve la oportunidad de montar así mi primera guardia en el mar. En la misma guardia figuraba Stimson, joven que como yo realizaba su primer viaje, era hijo de un hombre del gremio y había estado empleado en un comercio de Boston, pronto encontramos relaciones y tópicos que nos eran comunes, y conversamos sobre ellos, sobre lo aue estarían haciendo nuestros amigos de Boston, sobre nuestro viaje, etc., hasta el momento en que debió ir a ocupar su puesto de vigía, cuando quedé solo. Tuve entonces una buena oportunidad para reflexionar. Escuché por primera vez el perfecto silencio del mar. El oficial recorría la toldilla, donde yo no tenía derecho de ir; en el castillo conversaban dos hombres con quienes no me interef saba hablar, así es que me quedé sensible a la plena impresión de cuanto me rodeaba. Pero por más que me interesaran la hermosura del mar, el brillo de las estrellas y las nubes que desfilaban velozmente frente a ellas, no podía menos de recordar que me estaba alejando de todos los goces intelectuales y sociales de la vida. Sin embargo, y aunque parezca extraño, entonces y después me causaron placer estas reflexiones y confié en ellas como en un medio de no olvidar el valor de lo que estaba perdiendo. Pero todos mis ensueños pronto se desvanecieron con la orden del oficial de bracear las vergas porque el viento iba rondando a proa, y pude observar muy bien, por las repetidas miradas de los marineros hacia barlovento y por las nubes negras que rápidamente se amontonaban, que debíamos prepararnos para mal tiempo. Además oí decir al capitán, que a las doce esperaba estar en la Corriente del Golfo. La miseria del sollado. Poco después sonaban las ocho campanadas; subió la otra guardia y nos fuimos abajo. Allí comencé a apreciar las primeras incomodidades de la vida de marinero. El sollado donde me alojaba estaba repleto de rollos de cabullería, velas de repuesto,-mate-riales usados y provisiones que aún no se habían estivado; además no había cuchetas para nosotros, y no se nos permitía poner clavos para colgar la ropa. La mar, entretanto, se había arbolado y rolábamos fuertemente, con lo que se produjo en el sollado el más completo desorden "todo encima y nada a mano", como dicen los marineros. Un calabrote grande había sido adujado sobre mi cajonada; sombreros, botas, colchón y mantas habían ido a amontonarse a sotavento, y allí estaban todos aplastados y estropeados entre rollos de cabos. Para colmo se nos prohibía encender luz para buscar nada y yo comenzaba a sentir fuertes síntomas de mareo con la consiguiente depresión y desamparo. Abandonando toda tentativa de reunir mis cosas me eché sobre un montón de velas, esperando a todo momento oír el grito de "todos arriba" para la tormenta inminente. Momentos después empecé a sentir repiqueteo de gotas de lluvia en cubierta, gritos repetidos del oficial, correr de gente, crujir de motones, y demás acompañamiento de la tormenta próxima. Minutos después se corrió la tapa de la escotilla con lo que arreció para nosotros el tumulto, se oyó la orden de "Arriba todos. A cargar velas" y la escotilla se cerró otra vez rápidamente 5
. Cuando me asomé a cubierta tuve a la vista una nueva escena y una nueva experiencia. El pequeño bergantín estaba muy ceñido al viento y escorado hasta la borda, según me pareció. Grueso oleaje le golpeaba la proa con ruido y fuerza de pilón y volaba después sobre cubierta empapándonos. Las drizas de gavias habían sido largadas y las grandes velas se llenaban o se aplastaban contra los palos con ruido de trueno, el viento silbaba en el aparejo y agitaba desatinadamente los cabos en banda; a gritos impartíanse órdenes para mí incomprensibles, pero aue ejecutaban con rapidez los marineros, "cantando" en los cabos con ronco y peculiar estilo. Primera subida a la arboladura. Agregado a todo esto, yo no tenía puestas aún mis "piernas de mar" y me sentía terriblemente mareado, sin fuerza casi para prenderme de nada, y la noche era oscura como boca de lobo. En estas condiciones fué que se me ordenó, por primera vez, subir a la arboladura para rizar las gavias. No puedo recordar ahora cómo lo hice. Me abrí a lo largo de las vergas, agarrándome con toda mi energía. De poco habré servido, pues recuerdo que antes de bajar de la gavia vomité varias veces espantosamente en las tinieblas de sotavento. Pronto quedó todo arreglado arriba y se nos permitió volver al sollado; pero el desorden allí existente y el mareante tufo producido por la agitación del agua de sentin^n la bodega quitaban para entonces todo atractivo al sollado como refute "? contra la humedad y el frío de la cubierta. ""-'Con frecuencia he leído sobre experiencia náutica de otros, pero creo que ninguna fué jamás peor que la mía, porque todos los males se me juntaron en la primera noche de un viaje de dos años. Cuando subimos a cubierta no lo pasamos mejor, porque el oficial nos ordenaba continuamente esto o aquello, diciendo que el movimiento nos haría bien. Sin embargo cualquier cosa era preferible al terrible estado de cosas bajo cubierta. Recuerdo muy bien que al asomar la cabeza ñor la escotilla, sentí cada vez náusea, y tuve que vomitar inmediatamente; obraba en mí como eficaz emético. Tal estado de cosas duró dos días. 6
Mañana en el mar. Miércoles 20 de agosto. Esta mañana tuvimos guardia en cubierta de 4 a 8. Cuando subí a las 4, encontré que las cosas habían mejorado mucho. Viento y mar se habían aplacado y brillaban las estrellas. En mi espíritu se produjo el correspondiente cambio, por más que continuara extremadamente débil con el mareo. Permanecí en el combés a barlovento, observando el gradual nacimiento del día y los primeros rayos de la luz matutina. Mucho se ha dicho sobre la salida del sol en el mar, pero no es comparable con la que se observa en tierra. Faltan a su belleza la vida y el espíritu que proporcionan el canto de los pájaros como acompañamiento, el creciente murmullo de humanidad, y el reflejo de las primeras luces sobre árboles, colinas, domos y azoteas. No hay decoración. Pero en cuanto a melancolía y soledad, nada hay comparable con la aurora en la inmensidad del océano. En las primeras pinceladas grises tendidas por el horizonte oriental, con tenue claridad sobre la superficie oceánica, hay algo que se combina con la inmensidad y la desconocida profundidad del mar circundante para producir una sensación indefinible de temor y presentimiento. Ningún otro espectáculo de la naturaleza es capaz de producirla. Pero ella se disipa gradualmente a medida que aumenta la claridad y cuando se asoma el sol comienza el monótono día del mar. Estaba sumido en estas reflexiones cuando me interrumpió la voz del oficial: "A proa, usted. Armar la bomba". Me di cuenta de que no había tiempo para ensueños durante el día y de que con la primera luz había que estar listo a todo. Llamé a los "ociosos" (idlers), a saber carpintero, cocinero y despensero, armamos la bomba e iniciamos el baldeo de la cubierta. Esta operación, que en navegación se ejecuta todas las mañanas, lleva casi dos horas, y yo apenas tuve fuerzas para completarla. Una vez que hubimos baldeado, lampaceado y adujado las tiras del aparejo, me senté sobre una percha a esperar las siete campanadas que debían llamar al desayuno. El oficial, al verme ocioso me ordenó entonces ensebar el palo mayor de perilla a cubierta. El barco rolaba algo y como yo no hubiera probado bocado en tres días pensé pedirle me dejara tomar antes el desayuno; pero comprendí que era mejor "agarrar al toro por las aspas", y que el menor indicio de falta de espíritu o de indolencia bastaría a arruinarme desde el principio. Tomé, pues, el balde de grasa y me trepé hasta el mastelerillo mayor. Allí el balanceo del buque, mayor en proporción con la altura desde el pie del mástil, —centro del rolido agregado al relente de la grasa, ofensivo a mis sentidos—, me revolvió el estómago una vez más, y bien contento me sentí cuando hube terminado el trabajo y descendí a la relativa "tierra firme" de la cubierta. Fin del mareo - Buque a la vista. Minutos después sonaron las siete campanadas, se cobró la corredera, se relevó la guardia y pasamos a desayunarnos. Aquí no puedo menos de recordar la recomendación del cocinero, un africano de buen corazón: "Ahora, muchacho, está bien lavado por dentro; estómago limpio de los estofados de tierra, comenzarás una nueva bordada, arrojando por el costado todas tus golosinas para dedicarte a la buena carne salada y a la galleta marinera, y te prometo que antes de llegar al Hornos tendrás las costillas bien reforzadas y te encontrarás tan contento como el mejor". Este sería buen consejo para aquellos pasajeros que en caso de mareos se fían en alimentos traídos de la ciudad. No puedo describir el cambio que me produjo comer media libra de carne salada y dos galletas. Quedé como nuevo, y como estuviera de "guardia abajo" hasta medio día, y dispusiera así de tiempo, conseguí del cocinero otro buen trozo de la misma carne salada y la mastiqué hasta las doce, luego subí a cubierta, sintiéndome algo como "un hombre", en condiciones de iniciarme conscientemente en las tareas marineras. Hacia las dos de la tarde, oímos el grito de "Vela a la vista", dado desde arriba y pronto percibimos por barlovento dos veleros que navegaban a cruzarnos la proa. Era ésta la primera vez que yo veía una vela en el mar y pensé entonces, como ahora, que ninguna visión podrá exceder a aquella en interés y pocas en hermosura. 7
Los veleros pasaron a sotavento, fuera de alcance a la voz, pero el capitán, con catalejo, pudo leerles el nombre en la popa; eran la barca Helen Mar, de Nueva York, y el bergantín Mermaid, de Boston; ambos llevaban rumbo oeste, con destino a nuestra querida patria. Jueves 21 de Agosto. Amaneció con sol claro, buen viento y todo brillante y alegre. Para entonces yo tenía ya mis "piernas de mar" y me sentía dispuesto a iniciarme en los servicios regulares de la profesión. Con las seis campanadas, o sea a las tres de la tarde, vimos una vela por la amura de babor. Y estaba deseoso, como todo marinero nuevo, de que se hablara con ella. Se aproximó a nosotros, enfachó la gavia mayor, y ambos barcos se detuvieron, cabeceando y escarceando como un par de caballos de guerra frenados por sus jinetes. Era el primer barco que veía de cerca y me sorprendió lo mucho que cabeceaba y rolaba con mar tan tranquila. Sumergía primero el tajamar y luego, al bajar lentamente la popa, se elevaba la enorme proa desnudando al cobre brillante, y chorreando roda y amuras. Sus cubiertas se hallaban atestadas de pasajeros que habían acudido al grito de "Vela a la vista" y que por rasgos y vestimenta parecían ser emigrantes suizos y franceses. Al principio nos llamaron en francés, pero no recibiendo respuestas, ensayaron luego el inglés. Era el "tres palos" fragata "La Carolina", del Havre para Nueva York. Le pedimos informara del bergantín "Pilgrim", de Boston con destino a la costa noroeste de América, con cinco días de navegación. Luego braceó; y se alejó,y nosotros continuamos arando nuestro desierto de aguas. Hay cierta rutina en la comunicación de buques en el mar: ¡Oh del barco! (Shipa-hoy); respuesta: ¡ Ah! (Hulloa); ¿ Qué barco, por favor? "Fragata Carolina del Havre a Nueva York"; "¿De dónde viene Vd.?" "Bergantín "Pilgrim", de Boston a California cinco días de navegación". A menos de sobrar tiempo o de tener que añadir algo especial, poco varía esta rutina. El día terminó agradablemente; el tiempo se había vuelto regular y favorable, y la vida de mar comenzó a deslizarse normal, hasta tanto no la alterase alguna tormenta, la aparición de otro barco o la visión de una costa.
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CAPÍTULO III DEBERES DE A BORDO El capitán. Como tenemos ahora una larga temporada de buen tiempo, sin incidencia que rompa la monotonía de nuestras vidas, no encontraré mejor oportunidad para describir los deberes, reglamentos y costumbres del barco mercante americano, del que era buena muestra el nuestro. El capitán, en primer lugar, es señor supremo. No hace guardias, va y viene como le place, no es responsable ante nadie, y debe ser obedecido en todo sin observación, siquiera de su primer oficial. Tiene poder para suspender del servicio a los oficiales y aún para degradarlos y obligarlos a servir como simples marineros. Esta última facultad, sin embargo, es actualmente discutida. Cuando no hay pasajeros ni sobrecargo (representante administrativo del armador), como ocurre en nuestro barco, no tiene más compañía que la de su propia dignidad y disfruta de pocos placeres, a menos de que por el carácter se distinga de la mayoría de sus colegas, fuera de la conciencia de su poder supremo y de la ocasión de ejercitarlo. Los oficiales. El primer ministro, órgano oficial y activo superintendente es el primer oficial,, (chief mate), a la vez primer teniente, contramaestre, piloto y sobrestante. El capitán le comunica lo que desea se ejecute y le libra a la forma de hacerlo, y distribuir el trabajo, junto con la responsabilidad consiguiente. El piloto "mate", (como generalmente le llama)t lleva también el libro de bitácora, del que es responsable ante armadores y asegurado res, y tiene a su cargo la estiba, conservación y entrega de la carga. Desempeña además ex-officio las funciones de intérprete de la tripulación, porque el capitán no condesciende en familiaridades con ella, y porque del segundo oficial nadie se preocupa; de modo que cuando al "piloto" se le ocurre entretener a "la gente" con. burda broma o ocurrencia, todos se creen obligados a reír. El segundo oficial es proverbialmente "cabeza de tronco" (dog's berth).Ni oficial ni marinero. Está obligado a treparse a los mástiles para rizar y aferrar las gavias y a embadurnarse como todos con alquitrán y grasa La gente lo respeta poco como oficial y lo considera casi como su sirviente, pues es él quien debe suministrarle filásticas, meí-lin y demás materiales para el trabajo, como encargado del pañol del contramaestre, donde se guardan pasadores, tablas de trozar jarcia, etc. El capitán espera de él que mantenga dignidad y exija obediencia y sin embargo lo mantiene muy distante del piloto y mezclado a la tripulación. Es persona a quien se le da muy poco y se le exige mucho. Tiene generalmente salario doble del marinero y come y duerme en la cámara, pero como debe estar casi siempre en cubierta, come en segunda tanda, o sea los restos dejados por capitán y piloto. Los "idlers" (ociosos). El mayordomo (steward) es el sirviente del capitán y el encarsrado de la despensa, de la eme están excluidos todos, aún el piloto, pues éste ve de mal grado oue a bordo haya quien no dependa en absoluto de él. Como la tripulación no lo considera como de los suyos, queda librado a la merced del capitán. El cocinero cuyo título es "Doctor" es el patrono de la tripulación, y quienes gozan de su simpatía pueden secar mitones y medias y encender la pipa en la cocina, durante la guardia nocturna. Ambos dignatarios, junto con carpintero y velero, si es que lo hay, están exentos de montar guardia, pero trabajan todo el día y pueden "dormir" de noche, salvo caso de llamada general. La tripulación está dividida en dos grupos, lo más parejos que sea posible, que se llaman guardias. El piloto manda la de babor, y el segundo oficial la de estribor
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. Las guardias. Las guardias se alteran cada cuatro horas en el servicio, o sea "en cubierta" y "abajo". Las tres guardias nocturnas se denominan primera, media y de mañana. Si por ejemplo el piloto y su guardia de babor tienen la primera, de 8 a 12, a esta hora suben a cubierta la de estribor y el segundo oficial, mientras piloto yy la de babor van abajo hasta las 4 de la mañana, para comenzar luego nuevamente hasta las 8. Como babor había estado en cubierta ocho de las doce horas nocturnas, y estribor sólo cuatro, la primera tiene luego "guardia abajo" de 8 a 12 y que se llama "guardia de la mañana". En el buque de guerra, y en algunosmercantes, esta alternancia de guardias continúa durante las 24 horas, en lo que se llaman "guardia y guardia", pero en nuestro barco, como en la mayoría de los mercantes, toda la gente trabajaba de mediodía hasta el oscurecer, exceptuando días de muy mal tiempo, cuando se permitía "guardia y guardia". Quizá sea necesario explicar a quien nunca haya estado en el mar, lo que significa "guardias de perro". Su objeto es alternar las de guardias nocturnas para que una misma no esté en cubierta las mismas horas durante todo el viaje. Para conseguirlo la guardia de 4 a 8 p. m. se divide en dos mitades, 4 a 6 y 6 a 8 horas. Las 24 horas quedan así divididas en siete guardias en lugar de seis y se alternan las nocturnas. Como las guardias de perro ocurren en el crepúsculo, terminada la tarea del día y antes de comenzar las nocturnas, son guardias en que toda la gente está en cubierta. El capitán se pasea a barlovento de la toldi-11a, 10
el piloto a sotavento y el segundo oficial a barlovento del combés. El mayordomo ha terminado su tarea en la cámara, sube a fumar una pipa en la cocina con el cocinero. ' La tripulación, sentada en el molinete o echada en el castillo, fuma, canta o charla. A las 8 suenan las 8 campanadas, se recoge la corredera, se establece la guardia, se releva al timonel, se cierra la cocina, y la guardia libre se va abaio. La mañana comienza al aclarar con baldeo, fregado y lampaceo, llenado del barril de agua dulce v ñor último aduiado de las tiras. Así se lleca a las 7 campanadas, (o sea a las siete y media de la mañana), cuando toda la gente toma el desavuno. A las 8 comienza el trabajo del día. y continúa hasta la puesta del sol, con una hora de intervalo para comer.
El día de trabajo. Antes de terminar mi descripción, conviene oue defina al "día de trabajo" para corregir el error común entre la gente de tierra sobre lo que es la vida del marinero. Nada es más común oue la presunta ;.no están los marineros muy ociosos en navegación? ;.qué es lo que pueden hacer? Se trata de un error explicable, v como se incurre en él, conviene a todo marinero que se le corrija. En primer lugar la disciplina del buque exige que todos trabaien en cualouier cosa mientras estén en cubierta, excepto de noche y en domingo: fuera de estos casos jamás se verá a un hombre, en barco bien ordenado, que esté ocioso en cubierta, sentado o recostado en la borda. Es deber del oficial mantener a todos en actividad, aun cuando sólo fuese en rasquetear el óxido de las cadenas de ancla. En cárcel alguna, están los convictos sometidos a trabajo más regular y más vigilado. Al marinero no se le permite conversar mientras trabaja y aunque pacientemente lo hace cuando está en la arboladura o muy próximo a otro, instantáneamente guarda silencio cuando se acerca el oficial. Respecto a la clase de trabajo que se impone a la gente, es asunto que probablemente no comprenderá quien no haya estado en el mar. Cuando abandonamos el puerto y vi que nos tenían trabajando regularmente durante una o dos semanas, supuse que ello se debía a la necesidad de poner el buque a "son de mar", y que pronto terminaríamos y no tendríamos nada que hacer ya fuera de la navegación; pero estaba llamado a comprobar que esa tarea diaria continuaría durante dos años y que al cabo de éstos habría tanto trabajo como siempre. Como se dice vulgarmente, el buque se parece a un reloj de señora, que siempre necesita reparación. Cuando zarpa del puerto de origen, hay que aparejar alas y rastreras, recorrer la jarcia de babor, retirar la gastada y reemplazarla por otra nueva, en igual forma, revisar, remendar o reponer la jarcia firme y proteger cabos y vergas en los 11
innumerables puntos de rozamiento. Esta protección consiste en trozos de madera, colchado, lonas, parches, filásticas y costuras y ello sólo daría a un par de hombres constante trabajo durante todo el viaje. Otro punto a considerar es el que todo el material de trabajo empleado a bordo, como ser filástica, estopa, lampazos y bozas, se confeccionan en el buque mismo. Los armadores del barco adquieren cantidades increíbles de rezagos que los marineros descolchan y deshacen para luego anudar las fibras formando haces y enrrollarlas en ovillo. Estas filásticas sirven para variados destinos, especialmente para confeccionar meollar. Al efecto todo barco tiene un "torno de meollar", mecanismo muy simple consistente en una rueda y un huso, que funciona constantemente sobre cubierta mientras hay buen tiempo. Durante casi todo el viaje, tres hombres empleamos la mayor parte de nuestros ocios en descolchar, hilar, anudar y fabricar meollar. Otro medio de mantener activa a la tripulación consiste en tesar la jarcia firme, que continuamente se afloja, lo que implica deshacer gazas y rehacerlas, precintarlas de nuevo, labor prolija y pesada y por eso se la llama, "un bonito trabajo". Hay tal conexión entre las distintas partes del buque que rara vez puede tocarse un cabo sin que ello exija modificación en otro. No se puede, por ejemplo, tesar burdas sin aflojar los estays de proa, etc. Si a todo esto se agrega la tarea de alquitranar, engrasar, aceitar, barnizar, pintar, rasquetear y cepillar que es necesario realizar continuamente durante todo el viaje, sin olvidar el trabajo de guardias nocturnas, de timón y tirar y trepar en toda dirección no es posible ya preguntar ¿qué puede hacer el marinero en el mar? Comerciantes y capitanes creen que el marinero no se ha ganado los doce dólares mensuales con los que tiene que vestirse, y para pagar la carne salada y el pan duro, lo tienen todavía deshilando estopa —ad infini-tum—. Esta es la labor usual en día lluvioso, cuando no se puede subir a la arboladura, y cuando llueve a torrentes, en vez de dejarlos refugiarse en rincones abrigados para charlar y descansar se les senara en diferentes partes del bucme para deshilar estona. He visto material de estopa estibado en distintos lugares del buque, para que los marineros no permanecieran ociosos ni aún entre los intervalos entre los frecuentes chubascos de las regiones ecuatoriales. Algunos oficiales son tan propensos a buscar trabajo para la tripulación del buque listo para zarpar, que llegan a ordenarles golpear el ancla como se hace a menudo y rasauetear las cadenas. El "Catecismo de Filadelfia", dice: " Seis días trabajarás todo lo que puedas, " Y el séptimo fregarás la cubierta " y rasquetearás el cable." Esta clase de trabajo no se efectúa desde luego en aguas del Cabo de Hornos o del Cabo de Buena Esperanza, ni en latitudes extremas norte y sur, pero he visto baldear y cepillar cubiertas, con agua que habría estado helada si hubiera sido dulce, enviar a la gente arriba con el gabán puesto y las manos tan entumecidas que difícilmente podían trabajar con el pasador. Me he apartado del orden de mi narración a fin de que el lector desde el principio se forme una idea exacta en lo posible, de lo que son la vida y las tareas del marinero; y lo he hecho aquí porque durante algún tiempo los días transcurrieron en la repetición diaria de estas tareas y me pareció entonces mejor describirlos en conjuntó. Antes de terminar quiero dejar establecido, con el fin de demostrar al hombre de tierra lo poco que sabe sobre la naturaleza de un buque, que en uno bien tenido a son de mar, el carpintero está constantemente ocupado cuando reina buen tiempo.
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CAPÍTULO IV DOMINGO EN EL MAR Después de cruzarnos con el "Carolina" el 21 de Agosto, nada ocurrió a bordo para quebrar la monotonía de nuestra vida hasta el: Viernes 5 de Setiembre, día en que avistamos una vela por el través a barlovento (estribor) ; resultó ser un bergantín de pabellón inglés, que nos cruzó por la popa informándonos que llevaba cuarenta días de navegación de Buenos Aires a Liverpool. Antes de que nos pasara se escuchó otra vez el grito de "vela a la vista" y distinguimos otro barco por la amura de barlovento, con rumbo a cortarnos la derrota. Pasó a cierta distancia, fuera de alcance, pero reconocimos a un bergantín goleta con pabellón brasileño en el aparejo mayor. Por su rumbo parecía proceder del Brasil e ir con destino a Europa meridional, probablemente a Portugal. Domingo 7 de Setiembre. — Damos con los alisios del nordeste. Esta mañana pescamos el primer delfín, que mucho me interesó. Me desilusionó ver como cambió de color al morir: era ciertamente muy lindo, pero no tanto como se dice, por lo indefinido. Para hacerle justicia diré que en día brillante nada hay más hermoso eme el delfín nadando a pocos nies de la superficie. Es de formas elegantísimas y quizá también el más veloz de los peces de agua salada. Cuando los rayos del sol inciden sobre él mientras ejecuta ránidos movimientos, el reflejo del agua semeja un haz desprendido del arco iris. Este día transcurrió como todos los domingos agradables en el mar. Baldeo de cubiertas, adujado de tiras, aliñado general y sólo una guardia en cubierta durante el día. Los tripulantes llevaban los mejores pantalones de liento blanco y camisas rojas o a cuadros, no tenían más tarea que la necesaria en el velamen, y podían así emplear el tiempo en leer, conversar, fumar o remendar ropas. Si el tiempo es agradable, llevan a cubierta libros y cosas y se sientan en el castillo o molinete. Es el único día en que se le permiten estos privilegios. Cuando llega el lunes, vuel-a ponerse los pantalones alquitranados listos para otros seis días de labor. Con objeto de realzar el valor al domingo, ese día se suministra a la tripulación un budín, al que llaman pastel (duff) compuesto simplemente de harina hervida en agua, que se come mezclada con melaza. Aunque pesada .obscura y viscosa, constituye un lujo para la tripulación, y en realidad varía agradablemente la dieta de carne salada de cerdo. Muchos capitanes picaros consiguen atraerse a la maltratada tripulación, dándole pastel dos veces por semana en el viaje de regreso. En algunos barcos, el domingo se emplea en instrucción y servicios religiosos; pero la nuestra era tripulación de perdularios, de capitán a paje y sólo deseaba descanso y tranquilo entretenimiento social. Aprovechamos los alisios del nordeste, navegamos a un largo durante varios días hasta el lunes 22 de Setiembre, cuando al subir a cubiertta con las siete campanadas de la mañana, encontramos a la otra guardia en la arboladura, ocupada en arrojar agua al velamen. Mirando hacia popa, percibimos a una pequeño bergantín goleta tipo "clipper" de casco negro, con proa directa hacia nosotros. Inmediatamente comenzamos a trabajar dando todo el paño posible hasta zallar remos para agregar alas extra y continuamos mojando las velas con baldes de agua izados al mastelero, hasta que a las nueve comenzó a lloviznar. El bergantín continuaba la persecución cambiando de rumbo cada vez que cambiábamos el nuestro para mantenernos con buen viento. El capitán que lo observaba con catalejo dijo que estaba armado, con mucha gente a bordo y sin pabellón. Continuamos corriendo en popa, porque así navegábamos mejor y porque los clip-pers están hechos para ceñir al viento. Teníamos además otra ventaja; el viento era suave y desplegábamos más paño del de nuestro perseguidor, pues a proa y a popa llevábamos sobre y sosobre, amén de diez alaz, mientras que él, siendo bergantín goleta, sólo podía añadir escandalosa en el me-sana. Por la mañana temprano venía acortando distancia, pero con la llovizna y la disminución del viento, comenzó a quedarse atrás y la tripulación entera permaneció en cubierta todo el día y se alistaron las armas de fuego, 13
por más que siendo tan pocos, nada habríamos podido hacer en caso de resultar el buque a la vista realmente lo que temíamos. Afortunadamente no había luna y la noche fué extremadamente obscura de modo que suprimiendo a bordo toda luz y alterando el rumbo cuatro cuartas, esperábamos escapar a la persecución. Apagamos hasta la luz del compás y gobernamos por las estrellas, manteniendo el más estricto silencio toda la noche. Al amanecer nada se veía en el horizonte, así que volvimos a nuestra ruta.
"Hijo de Neptuno". Miércoles l9 de Octubre. — Cruzamos el ecuador en longitud 24°24\ De acuerdo con la usanza por primera vez me siento autorizado a llamarme "hijo de Neptuno", no poco satisfecho de haber adquirido el título, sin la desagradable iniciación a que tantos han tenido que someterse. Una vez cruzada la línea ecuatorial ya no se le puede repetir a uno la ceremonia y se considera como "hijo de Neptuno", con derecho a dar bromas pesadas a otros. La vieja costumbre está ahora casi abandonada, a menos que haya pasajeros a bordo, caso que origina siempre mucho divertimiento. Destitución del segundo oficial. Desde hace tiempo se había hecho evidente para todos que el segundo oficial, llamado Foster, era hombre haragán, negligente y poco marinero, y que el capitán estaba muy descontento con él. El poder del capitán en estos casos es bien conocido y todos presentíamos alguna crisis. Foster (llamado "señor" en virtud de su cargo), apenas era marinero a medias, pues sólo había realizado cortas travesías, con largo intervalo casero entre una y otra. Su padre era hombre de cierta posición e intentó dar a su hijo una educación liberal, pero viéndolo haragán e incapaz lo mandó al mar. No consiguió allí mejor resultado, porque, al revés de lo que ocurre con otros ganapanes, carecía en absoluto de las cualidades del marinero; no tenía la "pasta de que se hace el marinero". Sabía tener largas charlas con la tripulación, les hablaba mal del capitán, jugaba con los muchachos y relajaba la disciplina en toda forma. Tal clase de conducta siempre despierta suspicacia en el capitán y a la larga tampoco gusta a la gente, que prefiere al oficial activo, vigilante y a la vez afable. Una de sus mañas era la de dormirse en la guardia; sorprendido así cierta vez por el canitán, éste le previno que en caso de reincidencia le retiraría su cargo. Para impedirle que durmiera en cubierta quitaron los gallineros: el capitán jamás se sentaba en cubierta, ni permitía que lo hicieran los oficiales. La segunda noche después de haber cruzado el ecuador estábamos de guardia de ocho a doce y me correspondía el timón en las dos últimas horas. Como se produjeron ligeros chubascos, el capitán había ordenado al señor Foster, jefe de nuestra guardia, que mantuviera activa vigilancia.
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A poco de encargarme del timón, observé que Foster estaba somnoliento y que luego se echó sobre la lumbrera y se quedó dormido. Al rato, el capitán subió silenciosamente a cubierta y se detuvo frente a mí observando el compás. El oficial concluyó por darse cuenta de la presencia del capitán, pero simuló no haberlo visto y comenzó a tararear y silbar para mostrar que no estaba dormido. Para disimular más, se dirigió a proa sin mirar para atrás y ordenó desfaldar el sobre-juanete mayor. Al volver a popa, aparentó sorprenderse de la presencia del capitán en cubierta. Pero no tuvo éxito. El capitán estaba demasiado despierto y lo abordó con una andanada de injurias en estilo genuinamente marinero. "Eres un bellaco, un inútil, ni hombre, ni niño, ni marinero, menos que un vagabundo. No eres más que un bulto a bordo, no te ganas ni la sal que comes"; y así siguieron las expresiones del extenso vocabulario náutico. Después de soportar semejante filípica, el pobre diablo fué enviado a su cámara y el capitán mismo lo reemplazó en la guardia. A las siete campanadas de la mañana todos fuimos convocados a popa y se nos comunicó que Foster no era ya oficial a bordo y que debíamos elegir entre nosotros quien lo sustituyera en su cargo. No es raro que el capitán resuelva así el caso de vacante y en todo caso es buena política, porque siendo electores los tripulantes mismos, se ven lisonjeados a la vez que obligados más que nunca a obedecer. La tripulación, como generalmente ocurre, declinó la responsabilidad de elegir a alguien de quien nunca pudiera quejarse, y prefirió dejársela al capitán. Este eligió a un marinero joven, activo e inteligente, nacido en las islas Kennebec y que había efectuado varias travesías hasta Cantón. Su elección fué proclamada del siguiente modo: "Elijo a Jimm Hall; él será vuestro segundo oficial. Todo lo que ustedes tienen que hacer es obedecerle como si fuese yo; y recuerden que desde ahora su tratamiento es: Señor Hall". Foster fué al castillo de proa como simple marinero y perdió "la manija de su grado" mientras que Jimm se transformó en el "señor Hall" y pasó a alojarse en la sección de cuchillos y tenedores. Tierra a la vista. Domingo 5 de Octubre. — Tuvimos la guardia de la mañana y a poco de aclarar un hombre en el castillo de proa dio el grito de "¡Land Ho!" (tierra). Nunca lo había oído yo antes y no me explicaba su significado, como creo le ocurriera a quien quiera lo oiga por primera vez; pero pronto me di cuenta, cuando vi que todos dirigían la mirada por nuestro través por barlovento, donde se extendía una costa. Inmediatamente se cargaron las alas, orzamos y pusimos proa a tierra. Esto respondía a determinar la longitud que según cronómetro era de 25° pero que por las observaciones debía ser mayor. El capitán estaba en duda de tiempo atrás sobre la exactitud del cronómetro sextante. Esta recalada aclaró el asunto y resultó culpable el cronómetro; y como su funcionamiento empeoraba aun, no se utilizó en lo sucesivo. Al aproximarnos a la costa, apercibimos distintamente al puerto de Pernambuco; con telescopio pudimos ver los tejados, una gran iglesia y la ciudad de Olinda. Al arrimarnos a la boca del puerto observamos a un bergantín que entraba. A las dos de la tarde viramos mar afuera, dejando la costa por la aleta y al ponerse el sol ya la perdimos de vista. Fué aquí donde por primera vez vi las singulares embarcaciones llamadas catamaranes, que son ligadas entre sí mientras la gente se sienta sobre ellos con los pies en el agua. Tienen una sola vela grande, son bastante rápidos y aunque parezca extraño, pasan por ser muy marineras. Vimos varias, con uno, dos y tres hombres cada una, navegando valientemente mar afuera aun después de obscurecer. Domingo
Los indios salen con ellas a pescar, confiados en la estabilidad del tiempo en ciertas estaciones. Con Olinda como nuevo punto de partida, trazamos rumbo hacia el Cabo de Hornos.
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El pampero. Nada notable ocurrió hasta la latitud del Río de la Plata. Allí soplan violentos temporales del sudoeste llamados "pamperos", que causan estragos en el tráfico del río y que suelen experimentarse hasta muchas leguas en el mar. Generalmente se preanuncian con mucho relampagueo. El capitán recomendó a los oficiales vigilancia cuidadosa y en caso de observar relámpagos por el sudoeste debían cargar paño enseguida. Tuvimos el primer contacto con uno de esos pamperos durante mi guardia en cubierta. Caminaba yo por el combés de sotavento cuando creí ver un relámpago por la amura de esa banda. Avisé al segundo oficial, quien acudió y se mantuvo en observación. El cielo estaba muy negro hacia el sudoeste y a los diez minutos vimos perfectamente un relámpago. El viento que soplaba del sudoeste había cesado hasta reinar calma chicha. Enseguida nos encaramamos en la arboladura y aferramos juanetes y sobres, arriamos el petifoque, cargamos mayor y cangreja, braceamos en cruz las vergas de popa y esperamos el ataque. Extensa niebla coronada de negros nubarrones se aproximaba velozmente desde el sudoeste cubriendo totalmente las estrellas, que continuaban brillando en otros sectores del cielo. De golpe la tuvimos encima con rachas de granizo y lluvia que nos cortaban la respiración. Hasta el más veterano tuvo que darles la espalda.
Largamos las drizas y felizmente no nos dejamos enfachar. El barquichuelo obedeció al viento y durante un tiempo corrió en popa a gran velocidad con todo el paño izado. Lla mada toda la gente a cubierta, se rizaron gavias y cangreja, se aferraron mayores y foque y se estableció el contrafoque, y en esta forma pudimos navegar casi a nuestro rumbo lascando algo las brazas de barlovento para no forzar el barco. Este fué mi estreno con ventarrón que bien podía llamarse temporal. Habíamos rizado las gavias en la Corriente del Golfo y entonces creí que aquello era asunto serio, mientras un marinero viejo ni lo hubiera tenido en cuenta. La maniobra, de tomar rizos. Me había acostumbrado ya al buque y a mi tarea y comenzaba a ser útil en las vergas, me creía capaz de tomar un tomador de rizos tan bien como cualquiera; atendía como todos la orden de "arriba" y me resultaba 16
excitante la tarea de tomar rizos; una guardia se encargaba de la gavia de trinquete y otra de la mayor, y ambas rivalizaban en ser la primera en izar la vela. Nuestra guardia tenía ahora ventaja sobre la otra porque el jefe de ésta, el primer oficial nunca asciende a la arboladura, mientras el nuestro —el nuevo segundo oficial— se trepaba a la jarcia con su gente, tan pronto como comenzamos a halar los amantes de rizos y tenía pasada la empuñidura de barlovento antes de que hubiera un hombre en la verga. Así casi siempre estábamos en condiciones de dar antes que ellos el grito de "hala a sotavento" y tomados los rizos, nos deslizábamos a cubierta por obenques o burdas para halar cantando las drizas de las gavias, de modo que supieran que los habíamos aventajado. La maniobra de rizar es la más excitante de todas las tareas del marinero. Todos intervienen en ella, y una vez soltadas las drizas no hay que perder tiempo ni sitio para remolones. Si no se anda ligero, otros le pasan por encima. El primero que llega a la verga va a la empuñidura de barlovento, el segundo a la de sotavento y los dos siguientes a los tomadores llamados "orejas de perro". Los demás se reparten en el paño codo con codo. En el rizado los penóles de las vergas constituyen los puestos de honor para rizar; en cambio para aferrar, los más fuertes y más experimentados ocupan el centro de la verga, donde se acumula el bulto mayor del paño. Si el segundo oficial es competente, jamás permite que otro le tome esos puestos, pero si carece de capacidad, fuerza o voluntad, alguno mejor que él se encarga de penóles o cruz con detrimento inmediato para su reputación. Durante el resto de la noche y todo el día siguiente continuamos con el paño reducido, pues seguía soplando fresco, y si ya no caía granizo, llovía abundantemente, con frío desagradable, por cuanto no estábamos preparados al efecto y vestíamos aun ropa liviana. Mucho nos reconfortó la guardia abajo, cuando pudimos vestirnos ropa abrigada y botas. Al ponerse el sol, algo se aplacó el temporal y comenzó a aclarar por el sudoeste. Largamos los rizos, y hacia media noche dimos los juanetes. Comenzamos a pensar ya en el Cabo de Hornos y sus fríos, y se iniciaron los preparativos necesarios. Las Malvinas. Martes 1 de Noviembre. — Al amanecer avistamos tierra por la aleta de babor. Eran dos islas de diferente tamaño, pero de igual forma, de regular elevación, que comenzaban bajas y se encurvaban hacia el centro. Estaban tan distantes que su color era azul obscuro y muy pronto desaparecieron tras del horizonte nordeste. Eran las Malvinas. Navegábamos entre ellas y la tierra firme de la Patagonia. Al caer el sol, el segundo oficial, que había subido al mastelero, afirmó que había visto tierra por la amura de estribor. Debía ser la Isla de los Estados. Nos hallábamos por lo tanto en la región del Cabo de Hornos, con brisa fresca del norte, alas de gavia y juanete y perspectivas de una feliz y rápida travesía.
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CAPÍTULO V CABO DE HORNOS Miércoles 5 de noviembre. — El tiempo fué bueno esta noche y pudimos ver claramente las nubes Magallánicas y la Cruz del Sur. Las primeras consisten en tres pequeñas nebulosas, en la parte sur del cielo, dos brillantes como la Vía Láctea, y la tercera obscura. Asoman por el horizonte cuando se cruza el trópico austral. La Cruz del Sur empieza a verse desde el paralelo 18° norte y cuando se está frente al Cabo de Hornos se presenta a buena altura. Se compone de cuatro estrellas en forma de cruz, y es una de las constelaciones más brillantes del hemisferio meridional. Durante la mañana (miércoles) el viento sopló suave, pero a la tarde comenzó a refrescar y tuvimos que aferrar los sobres, pero mantuvimos las alas, y el capitán dijo que en lo posible no las arriaría al montar el Cabo. El saludo del Cabo. — Poco después de las ocho (hora del ocaso en éstas latitudes) el llamado de ¡Todos arriba! resonó en las escotillas de proa y popa, y al precipitarnos a cubierta pudimos contemplar a una gran nube negra que avanzaba hacia nosotros desde el sudoeste, obscureciendo totalmente el cielo. —"Llega el Cabo de Hornos", dijo el primer oficial, y apenas tuvimos tiempo para arriar y cargar puños antes de que nos alcanzara. En contados minutos se levantó la mar más gruesa que nunca viera yo, y como viniera de proa, nuestro barquichuelo, poco más que una banadera, se escabulló en las olas hasta quedar anegada toda la parte de proa; el agua entró a torrentes por escobenes, y amuras imbornales, amenazando arrojarlo todo por la borda. En los imbornales de sotavento se acumuló a la altura de las cinturas. Nos trepamos a la arboladura, tomamos dos rizos a las gavias, aferramos el resto del paño y todo lo dejamos en orden. Pero ésto no bastó; el barco trabajaba duramente con la mar de proa, y el temporal arreciaba constantemente; nieve y granizo nos azotaban con violencia extraordinaria. Una vez más halamos los amantes de rizos para tomar la última mano al velacho, aferramos la gavia y nos pusimos a la capa amurados a estribor. Se nos acabaron las risueñas perspectivas y comprendimos que teníamos que afrontar vientos de proa, y temperatura helada. . Echamos abajo las vergas de juanete y les desposamos la jarcia, pero se dejó todo lo demás, incluso mastelerillos de sosobre y botalones de alas. Toda la noche rugió el temporal y nos azotaba lluvia, nieve y granizo, con el viento siempre de proa y mar arbolada. Al amanecer, hacia las tres de la madrugada, * la cubierta estaba cubierta de nieve. El Capitán mandó con el mayordomo un vaso de "grog" a cada hombre de guardia, y durante toda la travesía del Cabo se repitió esta atención para las guardias de mañana y para toda la gente cada vez que se tomaba rizos. Las nubes comenzaron a dispersarse a la salida del sol y el viento amainó. Nuevamente desplegamos paño y volvimos a rumbo. Jueves 6 de noviembre. — El tiempo mejoró aún durante la primera parte de este día, pero a la noche tuvimos la misma escena anterior. Esta vez no nos pusimos a la capa, sino que nos esforzamos en barloventear con gavias al último rizo en contrafoque y cangreja de capas. Me correspondieron dos horas de gobierno o como dicen los marineros, de "jugada con el timón". A pesar de mi inexperiencia me las compuse para timonear a satisfacción del oficial, y ni Stimson ni yo necesitamos relevo en ésta tarea durante todo el tiempo que estuvimos frente al Cabo. Bien podíamos jactarnos de ello porque se requere abilidad y ojo para gobernar un barco ceñido con borrasca y mar gruesa. La regla es "ceder timón cuando cae la proa" y al menor descuido el buque puede embarcar una ola enorme de las que barren la cubierta o hasta quebrar un mástil. Soplo de ballenas. Viernes 7 de noviembre. — Al amanecer cayó el viento y durante toda la mañana lo pasamos zangoloteándonos en calma chicha, rodeados por espesa neblina. Las calmas en ésta región difieren de las de otros mares, en ser cortos sus períodos, con lo que siempre sigue arbolada la mar. El buque que no obedece a vela o timón flota en el agua como un madero. Tuvimos que afirmar vergas y botalones con brazas 19
y amantillos y trincarlo todo bajo cubierta. Allí apreciamos la ventaja de haber conservado matelerillos, a riesgo de perderlos en un cabezazo duro, pues su peso alto contribuye grandemente a suavisar el rolío en la mar de leva, dándole lentitud, facilidad y regularidad de movimiento. La calma de la mañana me trae a la memoria una escena que olvidé describir a su tiempo la primera vez que escuché de cerca el soplo de las ballenas. Ocurrió la noche en que pasábamos entre las Malvinas y la Isla de los Estados. Teníamos la guardia de doce a cuatro, y al subir a cubierta nos encontramos perfectamente encalmados y envueltos en espesa niebla; el mar estaba tan liso como si se le hubiera derramado aceite; sin embargo de cuando en cuando una larga onda baja rodaba bajo su superficie y levantaba suavemente el barco, sin quebrar la tersa llanura del agua. Estábamos circundados a diversas distancias por bandadas de perezosas ballenas que la niebla nos impedía ver, y que emergían pausadamente o se mantenían a flor de agua, emitiendo esos resoplidos prolongados, profundos y perezosos que tanto nos impresionan por su poder e indolencia. De la guardia algunos dormía y los demás estaban quietos, con lo que nada me interrumpía los pensamientos, mientras permanecía inclinado sobre la borda escuchando el lento respirar de esas potentes criaturas; alguna quebraba el agua muy próxima al barco, y casi me parecía verle a través de la niebla el enorme cuerpo negro; otras se escuchaban a mayor distancia, y la ondulación del mar parecía ser como el palpitar del seno poderoso del océano al son de su pesada y prolongada respiración. Hacia el atardecer de éste día (viernes 7) aclaró la neblina y se nos presentaron todos los síntomas de un nuevo golpe. Llegó a poco de ponerse el sol, y otra vez hubo de cargar, arriar, rizar y aferrar hasta que estuvimos en gavias con todos sus rizos, cangreja con dos manos de rizos y cangreja de trinquete rizado. Granizo y nieve nos golpearon casi toda la noche, mientras el mar rompía a proa anegando el castillo del barquichuelo; pero como mal que bien se mantenía a rumbo el capitán se negó a capear. Sábado 8 de noviembre. — Este día se inició con calma y espesa niebla, y terminó con granizo, nieve y viento duro; gavias rizadas. El domingo del Cabo. Domingo 9 de noviembre. — Hoy el sol salió claro y continuó así hasta las doce, cuando el capitán tomó una observación. Para Cabo de Hornos, no está mal, y así como hasta ahora no habíamos tenido domingo malo, éste es el único día decente desde que andamos por aquí. Tuvimos tiempo para aclarar castillo y sollado, ponerlo todo en orden y recorrer los trajes mojados. Pero ésto no duró mucho. Entre las cinco y las seis, cuando quedaban aún casi tres horas de sol, el grito de "estribor arriba" nos convoca en cubierta, y casi enseguida se llamó a toda la tripulación. Otra buena muestra del Cabo de Hornos se nos venía encima. Del sudoeste avanzó una enorme nube negro pizarra, e hicimos lo mejor que pudimos para recoger paño (pues durante el día se habían dado las velas ligeras), antes de que el chubasco nos alcanzara de lleno. Habíamos aferrado las velas livianas, cargado las mayores y halado los amantes de rizos de las gavias, y estábamos trepando por la jarcia de proa cuando nos agarró la tormenta. En un instante el mar, que había estado relativamente tranquilo, se fué embraveciendo, y oscureció como si fuera de noche. El granizo, más espeso que nunca, parecía pegarnos a la jarcia. Tardamos más que nunca en recoger paño, pues las velas estaban mojadas y rígidas, y los cabos recubiertos de nieve y hielo; nosotros mismos nos hallábamos entumecidos y enceguecidos por la violencia del viento. Cuando descendimos de la arboladura el buque se sumergía desordenadamente en una mar tremenda de proa y en cada zambullida embarcaba agua por proa e imbornaba anegando todo el castillete. Maniobra peligrosa. — En este momento el primer oficial parado sobre el molinete situado al pie del asta del pico del trinquete ordenó aferrar el foque. La tarea era desagradable y peligrosa, pero tenía que hacerse. Juan, el sueco y el mejor marinero entre todos los del castillo, salió sobre el bauprés. Faltaba alguien más, pero era caso claro de evitarlo el que se pudiera. Yo estaba cerca del oficial; sin embargo me adelanté a varios, arrojé la cargadera sobre el molinete y salté al bauprés. La tripulación permanecía tras del molinete y cargó el foque, mientras Juan y yo nos abrimos a barlovento sobre el botalón de foque, apoyados sobre los marchapiés y agarrados de la percha, mientras el gran foque guardrapeaba a sotavento azotándonos casi hasta sacarnos del botalón. 20
Durante algún tiempo no pudimos hacer otra cosa que mantenernos bien asidos, mientras el barco hundía la proa en dos enormes olas, sumergiéndonos ambas veces hasta el cuello. Apenas sabíamos si seguíamos o no adheridos al barco, cuando el botalón emergía, chorreando, nos levantaba en el aire y nos hundía nuevamente. Juan creyó que el botalón iba a romperse y gritó al piloto que arribara el foque, pero la furia del viento y las rompientes contra la proa, impedían totalmente que se nos oyera, y al fin tuvimos que hacer nosotros lo mejor que podíamos en nuestra situación. Afortunadamente no se siguieron olas tan gruesas y pudimos aferrar el foque, aunque "fuera de estilo", regresar luego a la red de bauprés y encontrarnos finalmente con todo terminado y la guardia abajo. Estábamos completamente empapados y el frío era intenso. Juan admitió que había estado en un sitio de peligro, admisión rara en el buen marinero una vez pasado el peligro. El tiempo continuó igual casi toda la noche. Lunes 10 de noviembre. — Durante parte de éste día capeamos y después corrimos con gavias al último rizo, mar gruesa, viento duro y frecuentes chubascos de granizo y nieve. Martes 11 de noviembre. — Igual que ayer. Miércoles. — Igual. Jueves. — Igual. Nos hemos endurecido al tiempo del Cabo, y con paño reducido, y todo trincado en cubierta y abajo, sólo nos queda timonear y hacer guardia. Nuestra ropa está completamente mojada y el único cambio posible está mojado a más mojado. No hay estufa en el castillo y no podemos secarlas en la cocina. Es inútil pensar en leer, o trabajar abajo, porque nos sentimos demasiado cansados, y con escotillas cerradas todo está empapado, desagradable, negro y sucio, cabeceando y rolando. Lo único que podemos hacer cuando termina la guardia es ir abajo, exprimir la ropa, colgarla en los mamparos, echarnos a dormir lo más profundamente posible hasta la nueva guardia. El marinero puede dormir en cualquier parte sin que ruido alguno de viento, agua, lona, cabo, madera o hierro lo despierte, y así siempre estábamos profundamente dormidos cuando sonaban tres golpes en la escotilla, acompañados de la orden de "Estribor arriba. ¿Ocho campanadas han oído"? (forma usual de llamar la guardia), para sacarnos del lecho y llevarnos a la cubierta helada y mojada. Las dificultades del rancho. — El único momento más o menos agradable era el de la noche y mañana, cuando se nos daba un jarro lleno de té caliente o "agua embrujada", como la llamaban los marineros despectivamente endulzado con melaza. Por malo que estuviera era al menos caliente y confortante, y junto con galleta marinera y carne salada fría, constituía una comida. Sin embargo la esperábamos siempre con alguna incertidum-bre. Teníamos que ir a la cocina personalmente en busca de nuestra ración de carne y jarros de té, con el riesgo de perderlos antes de llegar abajo. He visto más de una ración rodar al imbornal mientras su dueño rodaba también por cubierta. Recuerdo a un muchacho inglés que era el alma de la tripulación —y a quién perdimos después, por haber caído al agua— esperando en la cocina durante más de diez minutos, jarro de té en la mano, la oportunidad para bajar al castillo. Cuando creyó llegado el instante de calma corrió hacia proa y llegó casi hasta el molinete, cuando una enorme ola rompió sobre la proa, por unos instantes no le vi más que la cabeza y hombros; luego el torrente de agua le hizo perder el equilibrio y lo arrastró hacia popa, hasta que ésta, al elevarse y devolver el agua a proa lo dejó en seco junto al primer bote siempre con el jarro de lata en la mano, pero sin más contenido que agua salada. Puéstose de pie le mostró el puño al timonel y se fué para abajo diciendo al pasar: "El hombre no es marinero si no sabe aguantar una broma". La zambullida no fué lo peor del caso, pues como no hay suplemento de té, no pude reponer la pérdida; y por más que los camaradas nunca iban a dejarlo sin té, el reparto no dejaba de implicar una pérdida de ración entre todos. Algo parecido me sucedió a mí días después. El cocinero acababa de hacernos un cocido de galleta desmenuzada, carne salada picada y papas, el todo hervido y sazonado con pimienta, ("lobscouse"). Era plato raro abordo, y por ser yo el último en llegar a la cocina quedé encargado de llevarlo abajo para el rancho.
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Llegué bien hasta la escotilla, y había comenzado a bajar los peldaños cuando una ola enorme sacó la popa fuera del agua, y avanzando hacia proa la dejó luego caer, sacando los escalones de su quicio; llegué al rancho algo más rápidamente de lo que pensaba, con la gaveta encima, y toda la preciosa sustancia desparramada por el piso. Sea cual fuere la impresión abordo todo debe tomarse en broma, y si os llegara por ejemplo el caso de caer de la arboladura a la comba de una vela, salvándoos así de la muerte, estaría mal aparentar asustarse y lo tomarais en serio. Ballenas en el Pacífico. — Viernes lí de noviembre. — Estamos ahora bien al oeste del cabo y corríamos rumbo al norte todo lo posible, pues el fuerte viento del sudoeste nos echaría sobre la Patagonia. A las 2 de la tarde avistamos una vela por el través de babor y a las 4 lo reconocimos como buque con rumbo igual al nuestro y gavias con una sola mano de rizos. Para entonces nosotros habíamos largado rizos a las gavias y dado el juanete mayor, pues el viento, había aflojado algo. Así que nuestro capitán vio qué velas llevaba aquel barco —ballenero, al parecer por sus bates y velas cortas—, desplegó juanete de proa y petifoque, con lo que el otro avergonzado probablemente, largó los rizos de sus gavias; nada más pudo hacer porque había echado abajo prudentemente los masteleros frente al Cabo. Arribó hacia nosotros y a nuestra voz contestó ser el ballenero "New England", de Poughkeepsie, con 120 días desde Nueva York. El capitán dio nuestro nombre con el agregado de 92 días desde Boston; mantuvieron luego una pequeña conversación sobre longitud, sin llegar a convenir sobre la misma. El otro barco fué quedando atrás, pero continuó a la vista toda la noche. Por la madrugada el viento había caído mucho, cruzamos vergas de sobres y sosobres, y al aclarar llevábamos una nube de velas, inclusos ambos sobres y sosobres. El "spouter" ("resoplador") —que así llama el marinero al ballenero— había guindado el mastelerillo mayor y desplegado juanete, y nos señaló que nos pusiéramos al pairo. Hacia las siete y media se nos atracó su ballenera, y se trepó abordo el capitán Job Terry conocido en todo puerto y por todo barco del Océano Pacífico. "¿No conoce Vd. a Job Terry?; Yo creía que no hubiera quién no lo conociera", me dijo un novicio que venía en el bote, contestando a mi pregunta sobre su capitán. Era realmente hombre notable. Seis pies de altura; fuertes botas de cuero, saco y pantalones color marrón; salvo la tez tostada, carecía totalmente de apariencia marinera, y sin embargo llevaba cuarenta años de tráfico ballenero, y como lo dijo él mismo había poseído barcos, construido barcos y mandado barcos. La dotación del bote tenía aspecto rústico, como recién salida de la granja, o, según el dicho marinero, "con cebada todavía en el cabello". El capitán Terry convenció al nuestro de que nuestra estima estaba un tanto equivocada, y después de pasar el día a nuestro bordo, se embarcó en el bote al ponerse el sol para volver a su barco, que había quedado seis u ocho millas a popa. Mientras estuvo con nosotros comenzó un "palique" que duró más de cuatro horas, con pequeñas intermitencias. Todo se refería a él mismo y al Gobierno del Perú, a la fragata "Dublin"y su capitán lord James Townsend, al Presidente Jackson y al barco "Ann M'Kim" de Baltimore. Probablemente nunca lo habría terminado a no soplar una buena brisa que le obligó a volver a su bordo. Uno de los marineros que vino en el bote, muchacho de aspecto enteramente campesino se interesó muy poco por buque y aparejo, sólo se ocupó de ver los animales que llevábamos, especialmente el corral de cerdos y se manifestó ansioso por terminar el viaje para ir a cuidar los cerdos de su padre. La dignidad del timonel de bote ballenero. —Un curioso caso de dignidad ocurrió en la oportunidad. Parece que en los balleneros existe una categoría intermedia llamada "timoneles de botes"; uno de éstos vino en el bote del capitán Terry, pero creimos que era el patrón del bote y por lo tanto simple marinero. En el ballenero
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los timoneles de bote figuran entre los oficiales y la tripulación, algo así como oficiales de mar, viven y duermen en el combés y forman rancho aparte, sea con mesa especial, sea en segunda tanda en la del capitán Como ignoráramos completamente tal jerarquía el pobre timonel de bote quedó desatendido; el segundo oficial no se ocupó de él, y más bien se sorprendió de que se quedara en el combés en lugar de irse a proa como se lo prohibía su amor propio profesional. La crisis se produjo a la hora de la comida. ¿Qué hacer con él?; el segundo oficial se sentó en la segunda mesa, sin invitarlo, con lo que le planteó el dilema: hambre o humillación. Lo invitamos a comer con nosotros en el castillo, pero declinó, sin gran decisión. Los marineros del ballenero nos explicaron entonces la situación, y volvimos a invitarlo. El apetito primó sobre la jerarquía y su majestad timonera transigió en comer de nuestro rancho y con su navaja. Sin embargo se sentía incómodo y conversó poco, manteniendo la noción de una forzosa condescendencia. Los seres humanos en lugar de tender hacia la igualdad, parecen tender hacia un máximun de diferencias naturales o artificiales. El Albatros. — A las ocho cambiamos rumbo hacia el norte en demanda de la isla Juan Fernández. Este día fué el último en que vimos los albatros, que nos habían acompañado en casi toda la travesía del Cabo. Yo me había interesado por esas aves, recordando descripciones y el poema de Coleridge, y no me desilusioné. Cazamos uno o dos con carnada en anzuelo lastrado con piedra. El aleteo de sus grandes alas, las largas patas y los grandes ojos inquisidores, les dan un aspecto muy peculiar. Tienen vuelo elegante, pero una de las hermosas visiones que tuve jamás, fué la de uno dormido sobre el agua durante una calma frente al Cabo de Hornos, con gruesa mar de leva. Como no soplaba brisa era tersa la superficie del agua, pero corría larga y pesada ondulación, cuando por la proa vimos al albatros, todo blanco, dormido sobre las ondas, la cabeza bajo el ala, ora elevándose sobre la cresta ,ora descendiendo al seno hasta perderse a la vista. Su inmovilidad no se alteró hasta que lo despertó el ruido de nuestra proa, cada vez más cerca; entonces irguió la cabeza, nos contempló un momento y finalmente desplegó las enormes alas y emprendió el vuelo.
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CAPÍTULO VI PERDIDA DE HOMBRE Lunes 19 de noviembre. — Este fué un día negro en nuestro calendario. A las siete de la mañana, mientras nuestra guardia estaba abajo, nos despertó de un profundo sueño el grito de: ¡Todos arriba! ¡Hombre al agua! Este grito impresionante nos estremeció, y precipitándonos a cubierta, encontramos el barco completamente enfachado, con todas sus alas desplegadas; el muchacho que estaba en el timón lo había abandonado un instante para arrojar algo al agua, y el carpintero, un marinero viejo, conciente de que el viento era suave, puso el timón de orza y enfachó el velamen. La guardia de cubierta estaba arriando el bote de la aleta y llegué a cubierta justo a tiempo para saltar en él cuando se apartaba del costado, pero no fué hasta que estuvimos bien distantes y en medio del inmenso Pacífico en éste pequeño bote que supe quién era el que había caído al agua. Era George Ballmer, el joven marinero inglés del que ya me he ocupado llamándolo la vida de la tripulación, al que los oficiales apreciaban por su actividad y actitud marinera y los tripulantes por su cordialidad y su buen compañerismo. Había subido al palo mayor para armar una driza de la maricangalla al tope del mastelero de gavia llevándose consigo el motón con su gaza de cabo y al pescuezo el rollo de cabo de la driza y el pasador para coser la gaza: al llegar a las arraigadas de estribor, cayó al agua y como no sabía nadar, vestido además con ropas gruesas y cargado el pescuezo con tantas cosas debía haberse sumergido de inmediato. Remamos desde popa del barco hacia el punto donde había caído y pronto nos dimos cuenta de que no había ninguna probabilidad de salvarlo; sin embargo nadie hablaba de regresar, sino que remamos durante más de una hora al azar sin querer convencernos de que no había nada que hacer. Al fin pusimos proa al bergantín y regresamos abordo. La muerte es solemne en todo momento, pero jamás lo es tanto como cuando ocurre en el mar. Un hombre muere en tierra, su cadáver es rodeado por los amigos y el convoy fúnebre recorre las calles, más cuando un hombre cae al agua desde abordo y se pierde, el acontecimiento es tan repentino que resulta difícil convencerse de lo sucedido, tomando la realidad un aspecto terriblemente misterioso. Una persona muere en tierra —:se siguen a sus restos al entierro y una piedra marca su tumba. En muchos casos Vd. ya espera el acontecimiento. Siempre existe algo que le ayuda a hallarse preparado para el acontecimiento y conservarlo en la memoria después de ocurrido. En un combate un hombre a su lado cae muerto por un proyectil y el cuerpo mutilado queda como un objeto visible y palpable, en cambio sobre el mar, el hombre que está a su lado y cuya voz se está escuchando, desaparece repentinamente y únicamente su ausencia evidencia su pérdida. Además, en el mar, —usando una frase vulgar pero expresiva— Vd. siente marcadamente la falta del hombre. Una docena de hombres están aislados en un pequeño barco sobre el vasto océano y durante meses y meses no se ven otras formas, no se oyen otras voces fuera de las de éste grupo y de golpe se le pierde uno de ellos, resulta que se echa de menos a cada instante,
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Todas esas cosas vuelven particularmente solemne la muerte en el mar y su efecto perdura algún tiempo entre la tripulación. El oficial se vuelve más bondadoso con el marinero, así como éste con sus camaradas. Hay más recogimiento y seriedad; desaparecen juramentos y carcajadas; el oficial está más vigilante y los marineros suben a la arboladura con más cuidado. Raras veces se menciona al desaparecido; el recuerdo se descarta con ruda apología de marinero: — "¡Bueno; se nos fué el pobre George! - Pronto se le acabó la campaña. -Conocía sus obligaciones y las cumplía bien. Era un buen compañero. — Luego salía generalmente a relucir alguna alusión relativa al otro mundo, porque el marinero es casi siempre creyente a su manera, aunque con nociones y opiniones vagas e indefinidas. Así por ejemplo: — "Dios no será duro con el pobre muchacho" —; y pocas veces pasaba de alguna frase simple, según la cual el maltrato y sufrimientos pasados a bordo deberían acreditarse en los libros del "Gran Capitán", ya que: ¡Trabajar duramente, vivir duramente, morir duramente, e ir después de todo esto al infierno, sería demasiada injusticia! Nuestro cocinero, viejo africano de buen corazón que en sus tiempos los había visto de todo color y tenía temperamento religioso (en tierra iba a la iglesia dos veces por día, y a bordo leía la Biblia en la cocina los domingos) , habló a los marineros sobre la profanación del Día del Señor, advirtiéndoles que a cada uno podía ocurrirle lo que a George, y que convenía estar siempre preparados. La vida del marinero, aun en su mejor aspecto, es mezcla de poco bueno con mucho malo, poco placer con mucho sufrimiento. Lo hermoso está ligado con lo repugnante, lo sublime con lo vulgar y lo solemne con lo ridículo. Las prendas del difunto. A poco de regresar a bordo con nuestra triste información se realizó el remate de las prendas del difunto. Previamente el capitán nos llamó a todos a popa y nos preguntó si estábamos satisfechos de que se había hecho todo lo posible por salvar al hombre, y si creíamos que convenía permanecer por más tiempo en el lugar. Todos respondieron que sería en vano porque el pobre no sabía nadar y además llevaba ropa muy pesada. Con esto se nos hizo retirar, y se braceó en viento al velamen. Las leyes de navegación responsabilizan al capitán de los efectos del marinero que fallece en la travesía, y es también ley o costumbre, regida por la conveniencia, que el capitán saque cuanto antes a remate dichos efectos; éstos se adjudican al mejor postor, y las sumas así ofrecidas se les descuentan del sueldo a los marineros para el final del viaje. En esta forma se evitan la molestia y el riesgo de custodiar los efectos durante la campaña, aparte de que las ropas suelen venderse a mejor precio que en tierra. En consecuencia, así que el buque estuvo en viento, se trajo a cubierta, frente al castillo, el cofre del difunto y comenzó la venta. Las chaquetas y pantalones que le habíamos visto muy poco antes fueron expuestas y debatidas cuando la vida apenas se le había extinguido, y la caja fué llevada a popa para depósito de artículos, así que muy pronto nada quedó de los objetos de su propiedad. Los marineros son poco afectos a usar la ropa de un difunto durante el mismo viaje, y pocas veces lo hacen salvo caso de imperiosa necesidad. Supersticiones marineras. Como suele ocurrir después de una muerte, se contaron muchas cosas relativas a George. Algunos le había oído decir que sentía no haber aprendido a nadar y que sabía que moriría ahogado. Otro afirmó que nunca podía esperarse cosa buena de viaje hecho contra la voluntad, y que George después de enrolarse y gastar el dinero de anticipo, por nada quería embarcarse, pero tuvo que hacerlo a falta de poder devolver aquella suma. Un muchacho que era muy camarada con George, dijo que éste le había hablado durante casi toda la guardia de la noche anterior acerca de su madre y de su familia, siendo esta la primera vez que tocaba ese tema durante todo el viaje. 26
La noche después de la desgracia, cuando fui a la cocina para encender una luz, encontré al cocinero muy inclinado a conversar, y me senté sobre una de las perchas para darle la oportunidad; interesábame escucharlo, pues sabía que conservaba todas las supersticiones antes tan comunes a los hombres de mar, y que la muerte reciente debía haberlas agitado en su espíritu. Según él, George había hablado a sus amigos sobre su creencia de que pocos hombres mueren sin tener algún presentimiento; y que él (el cocinero) coincidía en esa creencia, fundado en cantidad de relatos sobre sueños y sobre comportamiento anormal de hombres próximos a morir. De allí pasó a otras supersticiones, al "holandés volante", etc., y adoptó un tono cada vez más misterioso, como si algo le preocupara. Por último asomó la cabeza fuera de la cocina y miró cuidadosamente para cerciorarse de que nadie más pudiera escucharlo, y una vez satisfecho al respecto, me preguntó en voz : baja: —Diga, ¿sabe de qué país es el carpintero? —Sí, —le contesté—; es alemán. —Qué clase de alemán? —De Bremen. —¿Está seguro? A esto le contesté que el hombre no hablaba más idioma que el alemán e inglés. —Me alegro de que así sea, —respondió el cocinero—, porque estaba muy asustado creyéndolo finlandés; le aseguro que anduve con mucho cuidado con ese hombre durante todo el viaje. Le pregunté sus razones y me encontré con que estaba completamente dominado por la creencia de que los fineses son hechiceros, y que especialmente tienen poder sobre vientos y tormentas. Traté de razonar con él al respecto, pero fué inútil; tenía el mejor de los argumentos, el de la experiencia, y resultó inconmovible. Había hecho un viaje a las islas Sandwich en barco cuyo maestro velero era un finés que podía conseguir cuanto se le antojaba. Este hombre tenía en la cucheta una botella forrada que siempre estaba de ron justo hasta la mitad, por más que él se emborrachara casi todos los días; el cocinero lo había visto sentado durante horas, hablando con la botella, parada a su frente en la mesa. Un buen día el finlandés se degolló en la cama, y todos dijeron que estaba endemoniado. El cocinero había oído de barcos que mientras remontaban el Golfo de Finlandia dando bordadas contra el viento, veían llegar a otro de atrás, alcanzarlos y pasarlos con todas las alas desplegadas; éste último era siempre finlandés. "¡ Oh! ¡ Oh! —agregó—; he visto a demasiada gente de ésta para que me guste tenerlos a bordo; si no les dejan hacer lo que quieren, algo malo pasa." Como yo aun dudara, me dijo que interrogara a John, el marinero más viejo de a bordo y que sabía más que nadie. John, por cierto, era el más viejo de los tripulantes, pero también el más ignorante; sin embargo consentí en que le llamáramos. El cocinero le explicó el asunto y John, como me lo imaginaba, confirmó al cocinero; manifestó haber estado en un buque que tuvo viento de proa durante una quincena; el capitán, al fin, se dio cuenta de que había a bordo un tripulante con quien había tenido palabras poco tiempo antes; y como ese hombre fuera finlandés, el capitán le ordenó que hiciera cesar inmediatamente el viento de proa si no quería verse metido en el calabozo. El finlandés se negó y el capitán le encerró y mantuvo en ayunas durante día y medio, hasta que aflojó e hizo lo necesario para que rondara el viento, con lo que salió en libertad. —Muchacho, —dijo el cocinero—, ¿qué piensa de éso? — Le contesté que no dudaba fuera cierto, pero que también hubiera sido extraño que el viento no rondara en quince días, con finlandés o sin él. —Entonces —me contestó—, mándate mudar; crees que por haber estado en colegio sabes más que nadie; más que los que han visto esas cosas con los propios ojos. Cuando hayas estado en el mar tanto tiempo como yo, entonces sabrás.
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CAPÍTULO VII JUAN FERNANDEZ Continuamos navegando al mismo rumbo con vientos francos y buen tiempo. Martes 27 de noviembre. — Al aclarar, avistamos derecho por la proa la isla de Juan Fernández; surgía del mar como una nube azul obscuro, y aunque distábamos probablemente unas setenta millas, aparecía tan alta y tan azul que la tomé por alguna nube asentada sobre ella, y busqué más abajo a la isla, hasta que gradualmente el color se materializó y tornó verdoso, señalándosele desigualdades en la superficie. Por fin pudimos distinguir árboles y rocas, y por la tarde tuvimos a la hermosa isla tendida frente a nosotros, y enderezamos la proa a su único puerto. Cuando llegamos a la entrada poco después de ponerse el sol, encontramos un bergantín de guerra chileno, único barco allí surto, que salía. Llamáronnos de a bordo y un oficial, que parecía ser norteamericano, nos aconsejó entrar antes de anochecer, y comunicó que su barco se dirigía a Valparaíso. Sin pérdida de tiempo tratamos de llegar al fondeadero, pero debido al viento que venía de los cerros y nos llegaba en ráfagas de variada dirección, no pudimos fondear hasta casi media noche; constantemente tuvimos bote por la proa, y cada racha nos obligaba a bracear las vergas. Por fin hacia las doce de la noche, sondando cuarenta brazas de agua, dimos fondo al ancla por primera vez desde que zarpáramos de Boston, con 103 días de navegación. Se nos distribuyó entonces en tres guardias y así pasamos la noche.
Me tocó guardia a las tres de la mañana, y nunca olvidaré la rara emoción que experimenté al encontrarme otra vez -rodeado de tierra, aspirando la brisa nocturna que llegaba de la playa y escuchando ranas y grillos. Los cerros parecían colgar sobre nosotros y de su corazón mismo nos llegaban a intervalos regulares ecos de voz profunda, que me impresionaban como de procedencia humana. No veíamos luces y nos era difícil explicarnos su origen, hasta que el oficial, que ya conocía la isla, nos dijo que era el ¡Alerta! de los centinelas chilenos vigilando a los presidiarios confinados en cuevas existentes a media altura de los montes. Al finalizar mi guardia bajé al sollado, impaciente de que aclarara, para ver desde más cerca, acaso pisar, esa isla romántica y casi clásica. Cuando se nos llamó a todos a cubierta ya estaba por salir el sol, y desde ese momento hasta el almuerzo, aunque estuvimos ocupados en preparar barriles de aguada, y en otras faenas, tuve amplia oportunidad de contemplar el escenario. El puerto estaba casi completamente rodeado de tierra, y 28
en su fondo había un embarcadero protegido por pequeña escollera de piedra, sobre el cual estaban varados dos grandes botes, vigilados por sendos centinelas. En proximidad se veían cantidad de chozas o casuchas, un centenar más o menos, construidas las mejores —unas pocas— con barro o arcilla cruda y blanqueadas; las demás eran estilo Robinson Crusoe, de sólo postes y ramas de árbol. La "casa del gobernador" era la más conspicua, grande, con ventanas de reja, muros revocados y techos con tejas rojas, pero de un sólo piso, como todas las demás. Una pequeña capilla inmediata se distinguía por una cruz. Un edificio largo, bajo y parduzco, rodeado por una especie de empalizada y coronado por una bandera vieja y deshilachada se dignificaba con el título de Presidio. Un centinela montaba guardia en la capilla, otro en la casa del gobernador, y unos cuantos soldados armados con bayoneta, bastante harapientos y con calzado abierto en los pulgares, vagaban entre el caserío o esperaban en el embarcadero el arribo de nuestro bote. Las montañas eran altas, pero no tanto como me las había imaginado de noche a la luz de las estrellas. Parecían alejarse hacia el centro de la isla y eran verdes y boscosas, con algunos valles amplios, sumamente fértiles según se me informó, y con senderos de muía en toda dirección.
No puedo olvidar cómo Stimson y yo hicimos reir a la tripulación con nuestra ansiedad por desembarcar. El capitán había ordenado arriar el bote de la aleta, y ambos, suponiendo que iba a tierra, saltamos al castillo, nos llenamos los bolsillos con tabaco de remar media hora remolcando al bergantín, para regresar luego a bordo y servir de burla a la tripulación que había contemplado nuestra maniobra. 29
Después de almuerzo, el segundo oficial fué enviado a tierra con cinco hombres, para hacer aguada, y cuando el oficial llamó "cuatro hombres al bote", casi nos rompimos el pescuezo por ser los primeros al costado; con lo que tuvimos el privilegio para trueques en tierra, y con gran satisfacción me vi elegido entre ellos. Remamos a tierra con los barriles vacíos, y aquí la fortuna me favorecio una vez más; pues estando demasiado barrosa el agua para los barriles, el gobernador envió gente a limpiar el arroyo más arriba, y nos proporcionó así dos horas de holganza; las empleamos en recorrer el caserío y en comer una fruta pequeña que nos ofrecieron. Abundan en la isla manzanas, uvas, melones, cerezas y enormes frutillas. Se dice que las cerezas fueron plantadas por lord Anson. Los soldados vestían miserablemente, y nos preguntaban si no tendríamos a bordo calzado para vender, aunque dudo que tuvieran con qué adquirirlo. Manifestábanse ávidos por conseguir tabaco, en cambio del cual nos ofrecían conchas, frutas, etc., también había demanda de cuchillos, pero el gobernador nos había prohibido vendérselos, por ser toda la gente de la isla, excepto soldados y unos pocos oficiales, convictos enviados desde Valparaíso, a quienes no se debía proveer armas. La isla, según parece, pertenece a Chile, y es utilizada por su Gobierno como colonia penal desde hace dos años. El gobernador, inglés incorporado a la armada chilena, un sacerdote, media docena de capataces, y un grupo de soldados, están encargados de mantener el orden; la tarea no resultó fácil, y hace pocos meses algunos de los convictos robaron de noche un bote, abordaron a un bergantín fondeado en el puerto, desembarcaron con el bote a capitán y tripulación, y se hicieron a la mar. Informados del hecho, cargamos las armas, mantuvimos de noche severa vigilancia a bordo, y cuidamos en tierra de que nuestras navajas no pasaran a manos de los convictos. Los más peligrosos de éstos se mantienen durante la noche encerrados, con centinela, en cuevas cavadas en la ladera de la montaña a media altura, a las cuales se llegaba por senderos de mula; de perezosos hasta para hablar ligero, nada hacían fuera de algún paseo por los bosques, por las casas, por la playa, para observarnos y contemplar nuestro barco, mientras los otros eran conducidos al trote y en fila de a uno, cargas al hombro y seguidos por los capataces, provistos de largas varas y con grandes sombreros de paja. No pude saber en qué razones precisas se fundaba la diferencia de trato, pues el gobernador era en la día se les sacaba para trabajar con los capataces en la construcción de un acueducto, un muelle y otras obras públicas. El resto vivía en casas construidas por ellos mismos, y me parecieron ser los hombres más haraganes del mundo. Demasiado isla, el único hombre que hablaba inglés y estaba fuera de alcance para un simple marinero como yo. Llenados los barriles regresamos al barco, y poco después llegaron a bordo para comer el gobernador, vestido con uniforme parecido al de los oficiales de la marina norteamericana ; el Padre, con el hábito dé los frailes grises, capucha y demás atavío; y el capitán, de grandes patillas y uniforme raído. Durante la comida recaló sobre la isla un gran velero, y poco después vimos que entraba a remo una liviana lancha ballenera. El buque se mantenía afuera, dando bordadas, y la ballenera se nos vino al costado trayendo al capitán, joven cuáquero vestido sencillamente, todo de color marrón. El barco era el Cortes, ballenero, de New Bedford: su capitán deseaba saber si había en el puerto algún barco procedente del Cabo de Hornos, y conocer las últimas noticias de Norte América. Permanecieron poco tiempo a bordo, tuvieron corta conversación con los tripulantes y regresaron a su barco, que luego de bracear en viento el aparejo, pronto se perdió de vista. Un botecito que vino del embarcadero para recoger al gobernador y su "séquito", trajo como obsequio para la tripulación, un gran balde de leche, algunas conchas y un trozo dé madera de sándalo. La leche, la primera que veíamos desde nuestra salida de Boston, pronto quedó despachada, y conseguí para mí un pedazo de la madera de sándalo, que supe crecía en las colinas del centro de la isla; sentí no haber obtenido otras cosas, pero la madera de sándalo y unas florecillas que corté y me traje metidas en el sueste encerado (y que luego guardé entre las hojas de un volumen de las Cartas de Cooper), se me perdieron con la caja y todo su contenido, por negligencia de otros después de terminado el viaje.
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Una hora antes del ocaso, y una vez estibados los barriles de agua, iniciamos las maniobras de zarpar. Estas tomaron mucho tiempo, pues había treinta brazas de agua, en una de las rachas de afuera habíamos largado la otra ancla de leva, y las ventolinas de toda dirección habían dado muchas vueltas al buque, enredando las cadenas. Mientras las cobrábamos, varias veces tuvimos que abozarlas y desengrilletarlas; varias veces izamos y arriamos paño, y al fin conseguimos sujetar las anclas y hacernos a la mar. Las estrellas brillaban intensamente cuando salimos de la bahía, la isla montañosa se perfiló por la popa en toda su belleza, y eché una mirada de despedida al trozo de tierra más romántico que jamás hayan visto mis ojos. Esa isla me produjo entonces particular fascinación, que aún hoy siento; y ella se debió sin duda, parte a ser la primera tierra que viera yo desde mi partida de Boston, parte al recuerdo que en mi infancia me habían dejado las aventuras de Robinson Crusoe, y también a la altura y belleza de sus montañas, a la frescura de su vegetación, a la extrema fertilidad de su suelo, y a su situación solitaria en la inmensidad del Pacífico Sur. Cuando en diferentes oportunidades mi pensamiento volvió a esta isla, me esforcé en conocer mayores detalles a su respecto. Está más o menos en 33°30'S y a poco más de 300 millas de Valparaíso, sobre la costa de Chile y en igual latitud. Tiene quince millas de largo por cinco de ancho; el puerto donde anclamos, llamado por Lord Curzon bahía Cumberland, es el único de la isla, pues dos ensenaditas, una a cada lado de la bahía municipal, no son más que simples atracaderos para embarcaciones, por más que a veces se las dignifique con el nombre de bahías. El mejor fondeadero está en la parte occidental del puertoo, donde distábamos tres cables (470 metros) de la costa, en algo más de treinta brazas de agua. El puerto está abierto al NNE, y aun en todo el cuadrante de N a E, pero se le considera seguro, pues los únicos vientos peligrosos, que son los del SW, están interceptados por altas montañas. Uno de sus rasgos más notables es quizás la abundancia de peces. Dos de nuestros marineros, que no desembarcaron, pescaron en corto tiempo lo suficiente para alimentarnos varios días; y uno de ellos, oriundo
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de Mar-blehead, dijo que jamás había visto tanta abundancia, ni oído hablar siquiera de ella. Hay bacalao, sargo, lepisma y otras variadas clases, cuyos nombres no conozco o he olvidado. El agua potable es excelente y abundante, pues cada valle tiene su arroyo que se descuelga de la montaña. Uno considerable corre por el centro de la pradera donde están las casas, y provee abundantemente a los habitantes. Un corto acueducto de madera conducía al agua directamente hasta nuestros botes. Los convictos habían construido ya una especie de escollera y estaban por iniciar un desembarcadero para botes y cargas, después de lo cual el gobierno de Chile se proponía imponer derechos portuarios. Sobre maderas, sólo puedo decir que parecían abundar; el mes de noviembre, cuando estuvimos nosotros, es allí primavera, con lo que la isla, en toda su frescura y belleza parece cubierta de árboles, en su mayoría aromáticos, destacándose el mirto. La tierra es muy suelta y fértil y por poco que se la labre produce rábanos, nabos, melones y otras frutas de huerta. Nos dijeron que las cabras no abundaban, y ninguna vimos; para verlas había que ir a las montañas. Vimos algunos bueyes en los senderos de las laderas, y el establecimiento está invadido de perros de todo país, raza o pelaje. Gallinas y pollos abundan igualmente, y son bien cuidados por las mujeres. Los hombres parecen ser los más haraganes de los mortales, y verdaderamente, en cuanto pude observar, no existe persona a quien se pueda aplicar mejor que al hispanoamericano la moderna palabra yanqui de "loafer" (holgazán). Esa gente se deja estar sin hacer nada, echada al hombro la capa —de confección poco mejor que la manta india, pero de colores vivos—, con la misma altivez del mendigo español en harapos, y con tanta cortesía y urbanidad en el trato como agujeros en el calzado, por más que ni tenga un centavo en el bolsillo.
La única interrupción en su monotonía diaria, ocurría cuando una racha de viento bajaba de la montaña y le volaba las ramas dispuestas para techo de la choza; el correr tras de ellas ocupábale entonces unos cuantos 32
minutos. Una de esas ráfagas se produjo mientras estábamos en tierra, y nos entretuvo la variada actitud de los hombres. Si las ramas de su techo resistían, el dueño deducía que seguirían resistiendo, y se quedaba muy tranquilo; en cambio si se le volaba el techo, no tenía más remedio que cruzarse la capa a la espalda y correr tras de él no sin proferir antes castizos juramentos. No iba muy lejos, sin embargo, y pronto volvía a su habitual ocupación de no hacer nada. Nada vimos del interior, pero cuantos lo conocen dan información muy favorable, Nuestro capitán realizó una excursión a lomo de muía por la montaña, con el gobernador y algunos servidores, y al regreso oí que el gobernador le invitaba a visitar nuevamente la isla a su regreso y le ofrecía una buena suma si le traía algunos ciervos de California, que se aclimatarían sin duda allí fácilmente. Una brisa suave, pero entablada, del sudoeste pronto nos alejó de la isla, y cuando subí a cubierta para la guardia de media noche, mi vista inexperimentada sólo podía distinguir su presencia por el hecho de que algunas estrellas bajas del horizonte sur iban ocultándose gradualmente tras de ella. Al término de mi guardia comenzaban a elevarse algunas nubes de alisio, por más que no estuviéramos todavía en la latitud de éstos, y pronto la ocultaron a la vkia. Al día siguiente, jueves 27 de noviembre, cuando subía a cubierta por la mañana, nos encontrábamos de nuevo en el inmenso Pacífico y no vimos desde entonces más tierra hasta llegar a la costa occidental del gran continente de América.
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CAPÍTULO VIII VIDA
DIARIA
Como no avistamos tierra, ni una vela en el mar, desde que zarpamos de Juan Fernández hasta que arribamos a California, no ha ocurrido nada interesante fuera de nuestras obligaciones diarias a bordo. Nos tomaron los alisios del sudoeste y corrimos con ellos durante casi tres semanas, sin alterar el velamen o bracear una verga. El Capitán aprovechó esta ventaja que le proporcionaba el buen tiempo, para poner el barco en orden antes de arribar a la costa americana. El carpintero se ocupó en convertir parte del entrepuente en sala de exposición porque hemos sabido ahora que nuestro cargamento no sería descargado, sino vendido al detalle a bordo y esta sola exposición, debía servir para exhibición de muestras y lugar en el que se efectuarían las transaciones. Entre tanto, la tripulación fué puesta a recorrer y reparar el aparejo. Este, fué totalmente bien atesado y se eliminó el rechinamiento de la motonería. Se utilizó gran cantidad de meollar para confeccionar ligaduras y finalmente, se alquitranó la jarcia firme desde proa a popa. En esta última tarea recién me iniciaba y me pareció prolongada por demás, desde que casi toda esta faena fué ejecutada por mí y mi compañero Stim-son. Los demás tripulantes fueron ocupados en otros trabajos; excepto Henry Mellus, nuestro joven compañero que se embarcó junto con nosotros y no se le utilizó por padecer y comenzamos la labor de alquitranar de arriba abajo. Esta es una operación muy importante que generalmente se lleva a cabo cada seis meses en los barcos que realizan travesías largas. En nuestro barco se la repitió más tarde varias veces, utilizándose entonces toda la tripulación para poder terminarlo en el día, pero en esta ocasión, como la mayor parte de los tripulantes, como he dicho, estaban ocupados con otras cosas nos tocó llevarla a cabo a nosotros dos solos, y como éramos novatos empleamos en ella varios días. Este trabajo se inicia siempre desde la perilla, prosiguiendo hacia abajo, alquitranando obenques, burdas y partes firmes de los amantillos, ligaduras de las gazas, etc. y deslizándose por las vergas hasta sus penóles se hace lo mismo alquitranando todo de fuera para adentro incluso los amantillos y marcha pies. El alquitranado de los estays es más difícil y se efectúa mediante una operación que los marineros llaman "bajar mano a mano" y para lo cual se toma un cabo de largo apropiado, como ser una driza de ala de juanete o algo parecido y se hace pasar un motón engarzado al mástil junto al tope del estay, como andarivel, y con su chicote se toma un as de guía alrededor del mismo, donde el hombre se acomoda con su balde de alquitrán y un manojo de estopa, descendiendo paulatinamente, a medida que lo va alquitranando. El chicote de este andarivel se hace firme en cubierta y otro hombre va alando a medida que desciende el que alquitrana. El embardunador se balancea entre cielo y tierra y si el andarivel llega a partirse o se suelta o el as de guía se escurre, cae al agua o se desnuca contra la cubierta. Este accidente, sin embargo, no entra en los cálculos del marinero, pues lo que más le preocupa es no dejar puntos sin alquitranar, fallas que se denominan vacaciones, porque si se producen no le queda más remedio que ascender nuevamente y corregirlas. Toda esta operación deberá hacerse sin dejar caer gotas de alquitrán sobre cubierta, porque de lo contrario seguramente llegarán a sus oídos algunas palabras por demás amables soltadas por el piloto. En esta forma alquitrané todos los estays de proa encontrando finalmente que la parte más laboriosa de esta operación me resultó el alquitranado de la jarcia del botalón de foque, moco y verga de cebadera, pues allí hay que sostenerse con los brazos y mantener colgado de la cintura el tarro de alquitrán, soportando en tales condiciones los movimientos que el mar imprime al buque.
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Por suerte, este trabajo sucio no dura eternamente, pues el sábado por la noche lo terminamos y rasqueteamos todas las manchas que habían quedado en la cubierta y las regalas y lo que aún era más importante, nos desalquitranamos totalmente y enrrollamos la ropa guardándola para la próxima oportunidad. Nos vestimos con ropa limpia y disfrutamos de una tranquila noche de sábado. El día siguiente fué agradable y para decir verdad puedo afirmar que durante toda esta travesía, no tuvimos más que un domingo malo, el que pasamos frente al Cabo de Hornos y es natural que en ese paraje no se puede esperar nada bueno. El lunes se iniciaron los trabajos de pintura con el objeto de alistar el barco para su llegada a puerto. Este trabajo lo efectúa también la tripulación porque no hay marinero que haya hecho una travesía de mar que no sepa manejar el pincel, aunque sea en parte, incluyendo todo lo que se refiere a pintado. Pintamos el buque por dentro y por fuera y desde las perillas hasta la flotación. Se pintaron los costados por fuera utilizando guindolas armadas con cabos corredizos para subirlas y bajarlas y en las que nos sentábamos provistos de los tarros de pintura y pinceles, muchas veces con los pies sumergidos ya fuera pintando la parte inferior o ya por los rolidos del barco. Por supuesto que esta labor se efectuaba cuando la mar estaba relativamente calma, es decir cuando los rolidos no eran violentos. Recuerdo muy bien que al pintar una banda en esta forma, en una hermosa tarde, mientras el barco filaba cuatro o cinco millas, vi a un pez piloto, seguro anunciador de la presencia de un tiburón, nadando al costado del barco, mientras el capi-! tan recostado sobre la batayola, lo observaba, pero la tarea continuó sin que nada ocurriera. Viernes 11 de Diciembre. — Cruzamos el Ecuador por segunda vez, y experimenté el incongruente fenómeno que a todos sorprende, cuando les ocurre por primera vez y es el encontrarnos viviendo en un completo cambio de estaciones como es el de cruzar la línea con sol ardiente en pleno mes de Diciembre, acostumbrados a tener invierno en la latitud de nuestra procedencia
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. Jueves 25 de Diciembre. — Hoy es Navidad pero no nos proporciona fiesta. El único cambio sobre la tarea diaria, fué el de la presencia de un budín en la comida que originó una querella contra el cocinero, porque no nos dio la melaza usual para comerlo a nuestro gusto, fundándose en que el budín substituía en este caso a la melaza, argumento que no nos convenció y sostuvimos nuestro derecho. Tales eran los insignificantes motivos que originaban a bordo continuas disputas, y que quizá eran causa de nuestra prolongada estada en el mar sin tocar tierra. Estábamos irritados y algo cansados, tanto los de proa como los de popa, así que por cualquier circunstancia se producían disputas. No había dos que pensáramos igual a la vez. Las provisiones frescas, naturalmente, habían concluido y el capitán había suspendido por su escasez el arroz, de modo que el alimento se limitaba a carne salada y tocino durante todos los días de la semana, con excepción de un diminuto budín para los domingos. Agregando esto al descontento y a muchas pequeñneces, producidas a diario o a cada hora, las que la gente envuelta en situación análoga, con un largo y tedioso viaje a su espalda, puede concebir y apreciar las razones de las rencillas que se armarían continuamente, referencias de conversaciones en el salón fundadas en malas interpretaciones de frases, miradas y abusos aparentes. Todo lo que se hacía parecía mal hecho. Toda substracción del tiempo de descanso se consideraba abusiva. Toda maniobra en las velas se consideraba innecesaria e imposición de castigo a la tripulación. 36
Reinando este estado de cosas, con Stimson mi compañero de mesa pedimos al capitán que nos permitiera mudarnos del entrepuente al castillo. Esta petición nos fué acordada con gran satisfacción nuestra, porque así ingresábamos a los bancos y mesas de la tripulación, ubicadas a proa, sintiéndonos por esto más marineros de lo que lo éramos mientras nos alojábamos en el entrepuente; donde nos considerábamos mestizos y no marineros puros; una especie de principiantes ligados al buque con sólo el parentezco de sobrinos. Allí se estaba permanentemente bajo la mirada de los oficiales; por eso no se podía bailar, cantar, silbar, jugar, fumar, hacer ruidos, refunfuñar o divertir al compañero. La vida pasada en compañía del despensero no es independiente porque éste es "corre ve y dile", y además los tripulantes del castillo nunca creen que los del entrepuente están con ellos, o es uno de ellos. En cambio, alojándose en el castillo se está tan independiente como el empleado de un aserradero y se amarina, haciéndose marinero. Se escucha la conversación de los marineros, se aprenden sus modales y se les conocen sus peculiaridades, sus sentimientos y su modo de actuar, además se adquieren de ellos gran número de conocimientos sobre el arte marinero, buques, costumbres, países extranjeros, conocimientos que se adquieren con sólo oír sus charlas que, por lo general, son largos cuentos o disputas interminables. Ningún hombre podrá ser marinero o saber lo que es ser marinero si no ha vivido en el castillo haciendo vida común con los que ya lo son, trabajando en conjunto y comiendo con ellos de la misma fuente. Después de haber vivido una semana en el castillo, creo que nada podría tentarme a abandonarlo y regresar a mi antiguo alojamiento en el entrepuente, tentación que tampoco consiguió dominarme después, ni aún cuando en el Cabo de Hornos pasé en el castillo los peores momentos de la travesía. Otra cosa que se aprende en el castillo mejor que en ninguna otra parte, es a remendar la ropa, arte tan necesaria e indispensable para el marinero. Gran parte del tiempo de las guardias abajo transcurre dedicado a esta ocupación y es allí donde lo aprendí, procurándome más tarde grandes beneficios. Volviendo al estado de la tripulación se nos presentó al instalarnos en el castillo el difícil problema relativo a las porciones de pan, cuya solución fué que perdiéramos algunas libras del total que hasta entonces habíamos obtenido individualmente. Esta reducción general originó un principio de agitación. El Capitán no accedió a dar explicaciones, por eso nos dirigimos a popa en corporación con Juan el sueco, el más viejo y mejor marinero de a bordo, como orador. El recuerdo de la escena que este acto produjo, me ha despertado siempre una sonrisa, principalmente debido a la dignidad de la alocución del Capitán que se paseaba por la banda de barlovento del alcázar y al observar que avanzábamos hacia popa se detuvo y con una voz y una mirada que pretendían aniquilarnos, dijo: "Bien, ¿qué diablo es lo que ustedes quieren ahora?", pregunta que contestamos poniendo de manifiesto con el mayor respeto, la injusticia que se había cometido, pero nuestra respuesta no pudo ser emitida integralmente, porque nos interrumpió, diciendo que la ración de pan se había reducido porque estábamos gordos y perezosos en virtud de que no teníamos bastante que hacer y que era esto precisamente lo que nos había hecho incurrir en la falta que estábamos cometiendo. Esto nos provocó y resolvimos contestarle palabra por palabra. A nuestra respuesta guardó silencio, cerró los puños, pateó el piso, levantó el brazo y nos echó a todos a proa, diciendo entre imprecaciones entremezcladas lo suficiente para bien entender: "A largarse de acá.. ., Márchense todos a proa.. . ; yo los perseguiré, los reventaré a trabajo... Ustedes no tienen bastante que hacer. Si no andan con cuidado transformaré el cielo en un infierno; ustedes me han confundido: yo soy Frank Thompson... en todos momentos.. . vengo del sueste. He pasado por el molino -he sido molido y remachado y he salido una torta de sueste bien amasada tomo para algún juanito... muy buena mientras queda caliente, pero horriblemente agria e indigesta cuando fría". La última parte de esta arenga, nos hizo gran impresión y la frase "torta de sueste" se convirtió en un gran refrán para el resto del viaje, sobre todo en la costa de California al arribar a ella. Uno de sus sobrenombres en todos los puertos que recalamos era "Torta sureste". El motivo de nuestra queja fué en parte reparado por el primer oficial, que esperó a que el Capitán enfriara su cólera para
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explicarle con tranquilidad nuestro pedido y ocurrió que a las ocho fuéramos llamados a popa para escuchar otra arenga por la que se nos hizo culpables de lo acontecido.
Sentimos mucho no se nos concediera tiempo para responder, pero el capitán tan pronto terminó, ordenó que nos fuéramos a proa, naturalmente con el ánimo contrariado. El incidente quedó arreglado, pero el ánimo 38
quedó resentido y desde este momento terminó la paz y la comprensión recíproca, cuando el capitán intervenía personalmente. Continuamos navegando por el Pacífico con un hermoso tiempo y clima templado. Al Pacífico bien le corresponde su nombre porque exceptuando su parte meridional próxima al Cabo de Hornos y las regiones occidentales inmediatas a la China y al Océano Indico, es poco visitado por las tormentas y su clima no es ni extremadamente cálido ni tampoco frío. Entre los trópicos reina una especie de ligera bruma, semejante a una tenue gasa tendida frente al sol, que sin obscurecer ni disminuir siquiera la luz, templa sin embargo el calor, algo que no ocurre en el Atlántico o en el Indico donde los rayos solares caen verticalmente con extraordinaria energía. Navegando bien hacia el occidente de la ruta para aprovechar todas las ventajas de los alisios del Noroeste, cuando alcanzamos la latitud de Punta Concepción donde la recalada es común, estábamos a varios cientos de millas al poniente de esa punta. Inmediatamente cambiamos de rumbo, haciendo proa al Este y con este rumbo navegamos cierto número de días, hasta que finalmente nos pusimos a la capa por temor a recalar de noche en una costa desprovista de luces y de perfiles y detalles no bien definidos en las cartas. Al amanecer del día Martes 13 de Enero de 1835, reconocimos la Punta Concepción, situada en la latitud 34°32'N. y longitud 120°30'W. El Puerto de Santa Bárbara al que estamos destinados está a más de cincuenta millas al sur de esta punta, por esta razón continuamos navegando barajando la costa todo el día y la siguiente noche y por la madrugada del 1U de Enero fondeamos en la espaciosa bahía de Santa Bárbara después de una travesía de ciento cincuenta días desde la partida de Boston.
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CAPÍTULO IX SANTA BARBARA La California se extiende por toda la costa occidental de Méjico, entre el Golfo de California por el Sur y la Bahía de San Francisco por el norte o sea entre los 22° y 38° de latitud norte y se subdivide en dos provincias, la Baja o Antigua California, que se extiende entre el Golfo y los 33 grados de latitud norte aproximadamente, (la línea divisoria creo que se halla entre la Bahía de Todos los Santos y el puerto de San Diego) y la Nueva o Alta California cuyo punto más meridional es San Diego en latitud 30° 39' y el más septentrional es San Francisco situado en la gran bahía descubierta por Sir Fran-cis Drake en latitud 37°58'norte y conocida hoy por Bahía de San Francisco, llamada así supongo por los Misioneros Franciscanos. En la Alta California tiene su asiento el Gobierno en Monterrey, donde también está situada la Aduana, única que existe y adonde deben recurrir todos los buques que desean comerciar a lo largo de la costa, presentando a ella sus manifiestos. Nuestro destino era precisamente negociar con todos los puertos de esa costa la mercadería que traíamos, por eso necesitábamos recalar, primero a Monterrey, pero el capitán tenía órdenes del armador de dirigirse a Santa Bárbara, que es el puerto central de toda esa costa y esperar allí al agente con quien debía discutir las operaciones y los negocios correspondientes a la firma a que pertenecía nuestro buque. La bahía como más comúnmente se le llama al canal de Santa Bárbara es muy amplia y está formada por la tierra firme hacia un lado, entre Punta Concepción por el norte y Punta Santa Buenaventura por el sur, donde se arquea como media luna y por tres grandes islas en el lado opuesto situadas a una distancia de más de 20 millas. Estos puntos y las islas son suficientes para darle el nombre de bahía, aunque ésta es tan amplia y expuesta a los vientos del sudeste y noreste que resulta muy poco más reparada que una rada abierta, pues todo el oleaje del Océano Pacífico entra cuando soplan los vientos del sudeste y rompen con violencia en los bajos fondos, conviertiendo en peligrosos los fondeaderos durante la estación de Noviembre a Abril, en que estos vientos predominan. Estos vientos del sudeste constituyen el azote de la costa de California. Entre los meses de Noviembre a Abril, incluso una parte de este último, la estación es lluviosa en estas latitudes y no es posible considerar seguro a este fondeadero, por lo tanto en los puertos abiertos a las sudestadas los buques se ven obligados durante esos meses a fondear unas tres millas de la costa con cable provisto de orinque y preparado para largarlo por ojo tan pronto como sea necesario hacerse a la mar para verse libres de peligros. Los únicos puertos que están al abrigo de estos vientos son los de San F'rancisco y Monterrey en el norte y San Diego en el sur. Cuando llegamos era en el mes de Enero, es decir a la mitad de la estación de las sudestadas. Fondeamos a una distancia de tres millas de la costa, en once brazas de agua, dándole orinque con boyarines al cable, largamos los tomadores de los penóles de las vergas y se sustituyeron por filásticas. Terminada esta tarea el bote llevó el Capitán a tierra y regresó con órdenes de volver en su busca a la puesta del sol. Yo no fui al bote en el primer viaje, porque después del extenso viaje que acabábamos de realizar, unas pocas horas de descanso a la vista de costa me parecieron un mejor empleo del tiempo. Pasamos el día a bordo, ocupados en los quehaceres usuales, pero en esta oportunidad y por primera vez, sin la presencia del Capitán, nos pareció ser más libres, y con tiempo para enterarnos sobre qué clase de país era éste al que habíamos arribado y en el que permaneceríamos uno o dos años.
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El día era hermoso y tan cálido que tuvimos que usar sombrero de paja, pantalones de brin y toda la ropa de verano. Como nos encontrábamos en pleno invierno, esta vestimenta habla bien claro del clima de esta región, como lo comprobamos después, sabiendo que el termómetro nunca baja a la temperatura de helar durante todo el invierno y que la diferencia entre las estaciones es poco perceptible excepto en las épocas lluviosas y cuando soplan las sudestadas, porque entonces las ropas de abrigo no desagradan. El agua de la gran bahía que se extiende ante nuestra vista, permanece completamente encalmada, no sopla nada de viento, pero el bote que fué a tierra, nos informa que la larga onda del océano se rompe con violencia sobre la costa. En el puerto se hallaba un único velero, un bergantín largo y afilado de más de 300 toneladas, con los mástiles apopados, vergas de mucha cruz y que flameaba el pabellón inglés al pico del mayor. Más tarde supimos que había sido construido en Guayaquil, se llamaba "Ayacucho" recordando la batalla que dio 41
independencia al Perú y era de propiedad de un escocés llamado Wilson, bajo cuyo comando se hallaba y se dedicaba al comercio costero entre el Callao y otros puertos sudamericanos con los de California. Era un velero rápido, así se nos informó y lo comprobamos viéndolo navegar después.
Su tripulación la componían isletos de las Islas Sandwich. Fuera de este barco no había ninguna otra cosa que quebrara la superficie del agua de la bahía. Dos puntas se abrían formando los dos cuernos de la medialuna, una al oeste, baja y arenosa y a ella los buques deben darle amplio resguardo al salir de la bahía, cuando sopla el sudeste; la otra punta es alta, escarpada y boscosa; sobre ella se halla establecida una Misión llamada Santa Buenaventura, nombre que se le da también a la punta. En el fondo de la bahía directamente frente al fondeadero, está la Misión y pueblo de Santa Bárbara, levantado sobre un terreno llano poco más alto que el nivel del mar, cubierto de pasto, enteramente desprovisto de árboles y cercado por tres lados por un anfiteatro de montañas que se extienden a una distancia de quince o veinte millas. La Misión está situada más atrás del pueblo y la compone una gran construcción o más bien dicho una serie de construcciones, en el centro de las cuales se halla una torre alta provista de campanario con cinco campanas. El conjunto de la Misión está blanqueado y sirve perfectamente como demarcación para los buques que entran a la bahía para fondear. El pueblo está un poco más cerca de la playa, a media milla más o menos y la componen casas de un piso, construidas de arcilla secada al sol o de adobe, algunas de ellas blanqueadas, con techos de teja rojiza. Según mi cálculo son unas cien casas y en el medio de ellas se encuentra el presidio o fuerte, construido con iguales materiales aunque aparentemente de armazón más sólida. El pueblo está bien situado con la bahía al frente y el anfiteatro montañoso al fondo. Lo único que le resta belleza, es que esas montañas están desprovistas de árboles grandes pues estos se quemaron en un gran incendio que los destruyó totalmente hace una docena de años y no han retoñado aún. Ese incendio, según me lo describió un habitante, fué un terrible y al mismo tiempo magnífico espectáculo. El aire de todo el valle se había recalentado tanto que la población se vio obligada a abandonar el pueblo y establecerse provisoriamente en la playa durante varios días. 42
Justamente a la puesta del sol el primer oficial ordenó que el bote fuera a tierra en busca del Capitán y en esta ocasión formé parte de su tripulación. Cruzaba por la popa del bergantín inglés e hicimos una larga bogada hacia la costa. No olvidaré jamás la impresión que me causó mi primer desembarco en la playa de California. El sol acababa de ocultarse, comenzaba a oscurecer, el húmedo viento nocturno iniciaba su soplo y la brava onda del Pacífico rompía con grandes crestas sobre la playa. Nos aguantamos con los remos en las ondas, al borde de las rompientes, esperando el momento oportuno para cruzarla y llegar a la playa, cuando llegó a nuestro lado un bote del "Ayacucbo" tripulado por morenos indígenas de las islas Sandwich, quienes conversaban gritando en su extraño idioma. Ellos se dieron cuenta de que éramos nuevos en esta clase de maniobras de atraque y se aguantaron para observar la que hacíamos. Pero el segundo oficial, que estaba a cargo del timón de nuestro bote, resolvió beneficiarse con la experiencia de los otros, cruzando la rompiente después de ellos, quienes al darse cuenta de la situación, en cierto momento pegaron un alto grito y aprovechando una gran ola de rompiente que avanzaba violentamente con su elevada cresta remaron con fuerza manteniendo al bote perpendicular sobre la misma con la popa levantada dejándose arrastrar hacia la playa, en cuya proximidad tiraron los remos por la borda tan lejos como podían y en cuanto el bote tocó fondo saltaron a la playa y aferraron la embarcación por las dos bordas, empujándolo hasta dejarlo bien en seco sobre la arena. Comprendimos enseguida la necesidad de mantener la popa del bote hacia afuera, porque en cualquier otra forma la ola lo tomaría por la bánda o la aleta, atravesándolo y llevándolo tumbado a la playa. Aprovechando la lección esperamos una imponente ola a la que entramos a fuerza de remos haciéndonos arrastrar correctamente a tierra con la velocidad de un caballo de carrera. Ya próximos a la playa, arrojamos los remos tan lejos como pudimos e imitamos en lo demás lo que los otros habían hecho, mientras el timonel hacía todos los esfuerzos por mantener la popa hacia afuera. (*) NEPTUNIA, en los números 25k y 263 correspondientes a septiembre de 1942 y junio de 1943, publicó en las carátulas, bajo el título Maniobra peligrosa, la reproducción de dos hermosos cuadros al óleo del capitán Eugenio Van Quekelberge, representando justamente dos momentos distintos de esta misma maniobra, con la descripción correspondiente. Esta maniobra se sigue efectuando todavía por todos los marinos, hoy sin tirar los remos, que se colocan paralelamente sobre la borda de manera que no pueden molestar en el acto de saltar a la playa vara aferrar a la embarcación. Saltamos del bote cuando tocó la playa y lo empujamos por la arena en lugar alto y seco, recogimos los remos y esperamos la llegada del Capitán, pero como éste no llegaba tan pronto, colocamos los remos dentro del bote y quedando uno de guardia, los demás recorrimos la playa para ver lo que había en ella. La playa tiene una extensión aproximada de una milla entre las dos puntas y es de arena blanda. Habíamos elegido el único lugar bueno para desembarcar, situado en el centro de la playa, pues en lo restante hasta las mismas puntas, es rocosa. Tiene un ancho de unos quince metros desde la marca de la alta marea hasta el suelo firme que la bordea, suelo tan parejo y duro, que se ha hecho favorito para carreras de caballos. Mientras tanto estaba obscureciendo hasta el punto de poder distinguir apenas las siluetas de los dos barcos fondeados. Las grandes olas del mar, corrían paralelas y aumentaban de volumen a medida que se aproximaban a la costa y rompían en la playa con enormes crestas encurvadas, cubiertas de blanca espuma deslizándose por la orilla a medida que iban quebrándose, recordando la escena a esos castillos de naipes que arman los niños y se derrumban progresivamente comenzando por un extremo. Entre tanto los marineros del Ayacucho habían hecho jirar su bote y lo aproximaban a la orilla entrándolo al agua y comenzando a cargarlos con cueros y sebo.
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Como este trabajo debíamos emprenderlo muy pronto nosotros, observamos con curiosidad cómo procedían. Entraron el bote al agua hasta el punto en que cada ola grande lo hacía flotar y dos tripulantes con los pantalones arremangados lo aguantaban por la proa, uno en cada amura, manteniéndolo siempre en la misma posición con la proa al mar. Es éste un trabajo penoso porque aparte del constante esfuerzo para aguantarlo, las grandes olas les levantaban los pies y les quitaban el apoyo. Entre tanto los demás tripulantes, corriendo desde la playa seca al bote embarcaban los cueros de novillo, apilados fuera del alcance del agua. Estos estaban doblados a lo largo y eran tan duros que parecían tablas. Tomando uno o dos de ellos los llevaban sobre la cabeza y los depositaban en el bote donde otros tripulantes los estibaban. Era necesario llevarlos de esta manera para impedir que se mojaran y vimos que los hombres llevaban puestos unos gorros gruesos de lana para llevar los cueros más fácilmente. —Mira, Bill, y observa lo que te espera, — dijo uno de los nuestros a otro compañero. —Bien, Dana —me observó el segundo oficial—. ¿Esto no se parece mucho a la universidad de Harvard, no es así?, pero en cambio es lo que se puede llamar "trabajo de cabeza". —Para decir verdad no me parece muy estimulante, — le contesté. Después de terminar con los cueros, los Kanakas cargaron los sacos con sebo (sacos hechos de cuero y del tamaño común de las bolsas), llevando cada saco sobre los hombros de dos hombres, uno en cada extremo, y así lo conducían hasta el bote. Cargados todos los sacos, los marineros se embarcaron, y aauí comenzó para nosotros la otra lección. El hombre que gobernaba, armó su remo y se colocó a popa y los dos que manejaban los remos popeles ocuparon su bancada, con los remos armados, y listos para usarlos tan pronto como el bote flotara. Los otros dos saltaron al agua y se establecieron a proa uno por banda. Cuando llegó una ola grande que levantó el bote haciéndolo flotar, lo empujaron hacia el agua honda hasta llegarles el agua a las axilas y saltaron a bordo, chorreando agua, mientras los dos remeros bogaban vigorosamente, pa-'ra apartarse de la costa, pero sin lograrlo poraue otra ola grande atropello el bote y lo llevó rápidamente a la playa, dejándolo en seco. Los dos marineros volvieron a saltar al agua y la maniobra se repitió esta vez con éxito, pues con el esfuerzo y la ayuda de un surtido de frases indígenas -pudieron zafarse de la costa. Los seguimos observando hasta verlos en franquía de las rompientes y bogar en dirección a su barco, apenas perceptible en la obscuridad reinante. La arena de la playa empezó a enfriarnos los pies, los sapos comenzaron a croar en los pantanos, y una solitaria lechuza nos enviaba desde la punta lejana, sus melancólicas notas, endulzadas por la distancia. Este cuadro nos hizo pensar en que ya era hora que el "Viejo", como comúnmente se llama al Capitán, llegara. Pocos momentos después vimos un bulto que se aproximaba; era un hombre a caballo, que venía al galope y sofrenando se detuvo frente a nosotros, dirigiéndonos algunas pa-- labras aue no recibieron contestación y entonces hizo girar el caballo y se retiró galopando. Ese hombre de piel casi negra, como la del indio, llevaba puesto un amplio sombrero español, poncho, polainas de cuero y un gran cuchillo en una de ellas. —Esta es la séptima ciudad que he visitado y donde no he visto aún ningún cristiano, — dijo Bill Brown. —Cállate, —le contestó Juan—, porque aún no has visto lo peor. En el curso de e\te diálogo apareció el Capitán; viramos el bote y lo empujamos a la orilla del agua, preparándolo para regresar a bordo.
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El Capitán había estado antes en esta costa y conocía los cabos, así que agarró el remo para gobernar y nos apartamos de la orilla, en la misma forma que el otro bote y salimos al mar sin percances. Como yo era el más joven, me tocó el placer de pasar a proa y mojarme. La maniobra se llevó a cabo muy bien a pesar de que las olas eran muy altas, algunas de ellas nos levantaron, dejándonos caer después como gotas sobre la superficie 1 del agua. En pocos minutos estuvimos afuera, sobre la onda regular y mansa y remamos en dirección a una luz, que al aproximarnos a ella, resultó ser el bombillo izado en el pico del palo mayor de nuestro barco. Subimos a bordo, izamos todos los botes y luego nos zambullimos al castillo donde nos mudamos las ropas mojadas y comimos. Después de la cena los marineros encienden su pipa y cigarros y comenzó la narración sobre todo lo visto en tierra. Luego surgieron las conjeturas sobre la clase de gente que habitaba estas tierras, sobre la duración de nuestro viaje, sobre el acarreo de cueros, etc., etc., y cuando sonaron las ocho campanadas, todos fuimos llamados a popa para establecer la "guardia de ancla", la cual se estableció con dos hombres " por cada turno, y como las noches eran muy i largas, cada turno duraba dos horas. El segundo oficial debía ocupar la guardiaen cubierta, hasta las ocho, y toda la tripu lación debía levantarse al romper el día. Estas órdenes nos fueron comunicadas con el agregado de mantener una extricta vigi lancia y llamar al Capitán si se presentaransignos de soplar viento sudeste. También debíamos dar los toques de campana cada media hora durante toda la noche. Mi compañero de turno fué Juan, el marinero sueco y , ambos estuvimos de guardia desde las doce hasta las dos, él caminando en cubierta por la banda de babor y yo por la de estribor. Al amanecer toda la tripulación fué llamada a cubierta empezando con la tarea diaria del baldeo, fregado, etc. A las ocho nos sentamos a almorzar. A la tarde un bote fué hasta el "Ayacucho" y regresó con un cuarto de res, la que nos permitió satisfacer bien el apetito y dejarnos contentos. El piloto nos dijo que mientras estuviéramos en estas costas comeríamos siempre carne fresca, porque era más barata que la carne salada. Estábamos comiendo cuando el cocinero gritó: "¡Vela a la vista!", y saliendo a cubierta vimos dos velas que doblaban la punta de la bahía. Una era la de una fragata grande que llevaba los juanetes desplegados y la otra de otro buque chico, un bergantínn goleta. Ambos enfacharon sus gavias y con un bote nos mandaron unos hombres a bordo.La bandera de la fragata nos tenía perplejos y supimos después que procedía de Genova con carga general para comerciarla. Volvió a ponerse en viento e hizo proa afuera para seguir por la costa a San Francisco. La tripulación del bergantín goleta se componía de indígenas de Sandwich; uno de ellos hablaba algo inglés, y nos dijo que su buque se llamaba "Loriotte", Capitán Mye, procedente de Oahu y se dedicaba al comercio de cueros y sebo. Este barco era una cosa informe, un "cajón de manteca", como los marineros la llaman. Al igual que el "Ayacucho" y otros con los cuales nos encontramos después, dedicados al mismo comercio, tenían a su bordo oficiales ingleses o americanos, lo mismo que dos o tres hombres de proa para atender la maniobra del aparejo y demás faenas marineras, y los restantes eran, generalmente, indígenas de las Sandwich, gente muy activa y muy útil a bordo. Los tres capitanes fueron a tierra después de comer y regresaron a la noche. Estando en puerto, todos los servicios de a bordo son dispuestos y vigilados por el primer oficial. El Capitán, a pesar de ser el representante del armador poco tiene que hacer y es común que permanezca en tierra la mayor parte del tiempo, franquicia muy agradable para nosotros, porque el primer oficial era un hombre -naturalmente bondadoso y no demasiado estricto. Así pasó durante algún tiempo, pero las cosas se pusieron peores al final porque no siéndolo el capitán del mismo carácter del primer oficial, sino que en cambio era hombre severo y enérgico, surgieron dificultades entre ambos como ya se habían presentado también anteriormente. El Capitán varias veces le había observado faltas al primer oficial en presencia de la tripulación y se pudo notar que todo no marchaba bien entre ellos. Cuando esto ocurre y el Capitán sospecha que su primer oficial es demasiado familiar con la tripulación, se entromete en todo, tira de las riendas y la que paga es la tripulación.
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CAPÍTULO X UNA
SUESTADA
Después de la puesta del sol, la noche comenzó a teñirse de negro hacia el sud y el este, ordenándosenos mantener una activa vigilancia. Calculando que seríamos despertados, bajamos temprano y al despertarnos hacia media noche observé que un tripulante que acababa de terminar su guardia bajaba conduciendo un farol de brillante luz, y nos dijo que había empezado a soplar del sudeste, que el mar comenzaba a arbolar, de lo que había dado cuenta al capitán y como enseguida se echó vestido en su cucheta, me imaginé que se acostaba así sabiendo de ser llamado en cualquier momento.
Noté que el barco cabeceaba, y que aflojaba la cadena del ancla y luego se tendía haciendo vibrar al buque con violencia. Poco después sentí los tres golpes en la escotilla seguidos de la orden: "Toda la gente arriba, rápido para hacerse a la vela". ^Saltamos de las cuchetas en busca de la roña y medios vestidos, mientras el primer oficial por la escotilla nos ordenaba: "Apúrense v brinquen antes de que empiece a garrear el ancla" En un instante estuvimos en cubierta, y el capitán gritó al primero que llegaba: "Arriba ligero a largar las gavias". Mientras yo subía por los flechastes, vi que también habían largado los sobrejuanetes del "Ayacucho" y escuché los cantos de la tripulación con que acompañaban la maniobra de cazar las escotas y fué precisamente esto lo que decidió a nuestro capitán a imitar al "Viejo Wilson" del Ayacucho que tenía ya larga experiencia en la navegación por estas costas y que por lo tanto conocía bien los signos precursores del mal tiempo. Rápidamente largamos nuestras velas, quedando un hombre como de costumbre arriba de cada cofa para ordenar el aparejo y las maniobras. Los demás se ocuparon de cazar las escotas. Mientras estábamos en esto ya el "Ayacucho" se hallaba por el través de nuestra proa, con sus velas braceadas en filo y la proa cortando como cuchillo la mar. Sus mástiles apopados y su proa afilada, parecían la cabeza de un lebrel. Presentaba un hermoso aspecto en su conjunto, parecía un ave que asustada tendía sus alas en vuelo. Después que nuestros sobrejuanetes fueron bien cazados, se bracearon los penóles de las vergas para acuartelarlos, se izó la trinquetilla, se fondeó la boya de la cadena con orinque y listo todo a proa para filarlo en banda por ojo, fuimos a popa para largar el cabo de retenida que pasando por un escoben, estaba amarrado con una vuelta. — "¿Todo listo a proa?" — preguntó el Capitán. —"Sí, sí señor" —contestó el primer oficial. ¡Larga por ojo! —fué su respuesta—. La cadena del ancla hizo girar el molinete y escapó por el escoben y así como quedó nuestro barquito fondeado ahora por la popa comenzó a hacer caer su proa a sotavento impulsado además por sus velas de proa acuarteladas y a hacer fuerza sobre el cabo de retenida aguantado por la popa hasta que llegó el momento en que las velas empezaron a trabajar y dar camino al buque, escuchándose entonces la orden de "largar de popa". Instantáneamente se filó el cabo por ojo y el barco tomó arrancada, tan pronto como el velamen tomó viento franco braceamos al viento las vergas de proa y al ceñir el aparejo largamos el trinquete y la cangreja mayor y dejamos bien a popa nuestro fondeadero haciendo rumbo bastante
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abierto a la punta. ¡Nye salió también! observó el capitán al primer oficial, y mirando hacia popa pudimos ver navegando también al pequeño bergantín goleta siguiendo nuestras aguas. Comenzó a soplar fresco, la lluvia se precipitaba ya y el cielo se obscureció, pero el Capitán no quiso reducir el trapo hasta no quedar bien claro de la punta. Tan pronto como la dejamos por la aleta, dio la orden de ascender a los mástiles a tomar dobles rizos al velacho y gavia, aferrar el trinquete y tomar dos manos de rizos a la cangreja mayor y así quedamos con el velamen que permitiera navegar confortablemente. En estos casos de escapar de los sudestes no queda otro remedio que mantenerse bien claro de la costa, y aguantarse con poco velamen esperando que pase el chubasco, que pocas veces duran más de dos días y otras se resuelven en doce horas, pero después el viento no ronda al S. hasta que se precipite una fuerte lluvia. "Guardia abajo" ordenó el primer oficial, pero esto originó una disputa sobre a cual de las dos guardias correspondía bajar a descansar. El primer oficial resolvió el caso, disponiendo que bajara aquella que estaba a sus órdenes, agregando que en otra ocasión análoga correspondería bajar a la nuestra. Permanecimos en cubierta hasta expirar nuestra guardia, el viento soplaba muy fuerte y la lluvia se precipitaba a torrentes. Cuando entró de servicio la otra guardia, acrbábamos de virar, manteniéndonos en una bordada, hacia tierra y al tomar nosotros nuevamente la guardia a las cuatro de la mañana, aún estaba muy obscuro y no soplaba mucho viento, pero llovía como creo que no he visto llover nunca. Vestíamos trajes encerados y sombreros suestes sin otra tarea a realizar que permanecer de pié y apoyados en cualquier cosa dejándonos caer el agua encima. En el mar no hay paraguas ni refugios contra la lluvia. En tanto ocurría esto pudimos avistar al Loriotte capeando con dos manos de rizos en el velacho, deslizándose ante nosotros como un fantasma. No se pronunciaba ninguna palabra y no se veía a nadie sobre cubierta, salvo el timonel. Por la mañana el capitán asomó la cabeza por el tambucho de la cámara, y dijo al segundo oficial que estaba de guardia, que observara si había signos de cambio de viento, fenómeno que ocurre generalmente después de las calmas con fuertes lluvias. Efectivamente pocos minutos después, comenzó a ponerse una calma absoluta hasta el punto que el barco perdió gobierno, la lluvia cesó, izamos la cangreja mayor, las mayores, braceamos en filo las vergas de popa y esperamos el cambio que se presentó breves minutos después, del noroeste y con violencia, es decir con rumbo opuesto de compás al que antes soplaba. Debido a las precauciones tomadas no fuimos abatidos, sino que corrimos en popa con las vergas a la cuadra. El Capitán subió a cubierta, hizo bracear algo el aparejo e hicimos rumbo al fondeadero. Con el cambio de viento, cambió también el estado atmosférico y en dos horas el viento se redujo a una brisa moderada y fija soplando a lo largo de la costa. Este viento por su regularidad durante gran parte del año podría denominársele un alisio. El sol se elevó brillante sobre el horizonte, establecimos juanetes, sobres y alas e hicimos proa hacia Santa Bárbara. El pequeño "Loriotte" quedaba a nuestra popa casi fuera de vista, pero no sabíamos nada del "Ayacucho" que poco después apareció detras de la isla Santa Rosa a cuyo reparo se había aguantado durante toda la noche. Nuestro Capitán estaba ansioso por llegar primero que él al fondeadero, porque nos acreditaría mucho en tierra haberlo vencido a pesar de su fama de ser el mejor velero del Pacífico Norte, aguas en las cuales era bien conocido por sus rápidas travesías desde hace más de seis años. Teníamos la ventaja sobre él que con el viento suave que soplaba podíamos mantener izado todo el paño en ambos palos, agregándose las alas en viento, mientras que el capitán Wilson no llevaba más paño que los juanetes y también sin desplegar sus alas cerca de la costa. Como el viento era sumamente suave mantuvimos las nuestras establecidas durante algún tiempo hasta que ambos debimos bracear el aparejo para bolinear después de remontar la punta y así nos encontró en sus aguas apartándose de nosotros hasta dejarnos por la popa. Nos dijeron después que habíamos navegado bien, con el viento bastante franco, mientras ellos tenían una bolina muy cerrada, pero que nos habrían pasado aunque hubiéramos poseído todo el velamen del "Royal George". 47
El "Ayacucho" llegó a su fondeadero más o menos media hora antes que nosotros y estaba aferrando sus velas, cuando llegamos nosotros. La maniobra de recuperar el ancla e izar a bordo el chicote de la cadena, es realmente un buen trabajo de arte marinera. Requiere buena dosis de práctica para llevarla a cabo sin necesidad de fondear otra ancla. El capitán Wilson, se destacaba entre todos los marineros de la costa para realizarla, y nuestro capitán nunca se vio obligado a fondear una segunda ancla durante todo el tiempo que estuve con él. Se aproximaba despacio hacia el barlovento de la boya, se cargaban las velas livianas, se enfachaba la gavia y se arriaba un bote con el cual se amarraba un calabrote de repuesto a la boya del cabo de retenida y el otro chicote se pasaba por el escoben, se conducía al cabrestante, cobrando despacio hasta traer al escoben el chicote de la cadena, maniobra que era ayudada ocasionalmente con las velas. Una vez cobrada la cadena, el orinque, no se desprendía, se le pasaba de vuelta por el escoben y llevado luego por el exterior de la banda se lo hacía firme en el fraile de popa, así el barco quedaba fondeado en su anterior fondeadero, y preparado para volver a zarpar en caso de nueva suestada. Después de terminar la maniobra, el piloto nos dijo que esto era una parte de lo que ocurre en la costa de California y que algo parecido debíamos esperar durante todo el iniverno. Después de haber aferrado el velamen y comido, avistamos el "Loriotte", que se aproximaba y cobraba su cadena antes del anochecer. A la puesta del sol fuimos a tierra otra vez y encontramos al bote del "Loriotte" esperando en la playa. El indígena, que hablaba inglés, nos dijo que había estado en el pueblo, que nuestro agente, señor Robinson, y algunos otros pasajeros, se embarcarían con nosotros y que debíamos zarpar esa noche para Monterrey. Pocos minutos después el capitán Thompson llegó con dos señores y una señora, traían consigo una buena cantidad de equipaje que colocamos a proa del bote y dos de nosotros cargamos en brazos a la señora y la conducimos por el agua y la instalamos en la proa. Parecía que a ella no le había desagradado el medio de embarcarla y su esposo se encontraba satisfecho porque con esto se le había evitado mojarse los pies. Como yo era primer remo popel, podía escuchar la conversación de los pasajeros y saber que uno de los hombres embarcados, a pesar de no ver mucho en la obscuridad, era al parecer joven, vestido a la europea, abrigado con una gran capa y tenía el puesto de agente de nuestra casa armadora. El otro que vestía traje a la moda española del país, era el hermano de nuestro capitán y había ejercido el comercio de la costa de esta región durante muchos años, era el esposo de la señora, que era una mujer algo morena, joven, bien formada, y pertenecía a una de las más respetables familias de California. Supe también que zarparíamos esa misma noche. Tan pronto como llegamos a bordo, se izaron los botes, se largó paño, el cabrestante comenzó a cobrar cadena y después de veinte minutos de virar, nos hicimos a la vela, braceamos el aparejo y estábamos en navegación con buen viento y proa al largo de la costa rumbo a Monterrey.
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El "Loriotte" zarpó al mismo tiempo y también con igual destino, a Monterrey, pero como tomó otra ruta, navegando próximo a la costa, mientras nosotros nos abríamos mar afuera, pronto lo perdimos de vista. Teníamos viento bonancible y favorable algo poco común cuando se remonta la costa hacia el norte, porque generalmente en la costa el viento sopla del norte y entonces a los puertos se les llama de barlovento navegando hacia el norte y de sotavento navegando hacia el sur.
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CAPÍTULO XI TRAVESÍA BARAJANDO LA COSTA Al amanecer del día siguiente, habíamos quedado ya en franquía de las islas y a las doce estábamos fuera del canal y por el través de Punta Concepción, que fué la primera tierra avistada al llegar a estas costas. Esta es la punta más saliente y la componen tierras inhabitadas. Se interna en el Pacífico y tiene fama de que en ese paraje reina mucho viento. No hay barco que pretenda cobijarse en ella sin soportar chubascos sobre todo en la estación de invierno. Navegamos al largo de la costa con las alas desplegadas en ambas bandas, cuando al remontar la punta tuvimos que orzar y arriar las alas de sotavento, pero como el barco orzaba aún más, arriamos también sobre juanetes, braceamos lo más posible las vergas y mantuvimos izadas las alas de barlovento. El barco así, escoraba bastante, el viento de proa continuaba refrescando y el Capitán evidentemente "lo aguantaba así". Su hermano y el señor Robinson parecían hallarse algo preocupados y trataron de insinuarle prudencia, a lo que contestó simplemente: "conozco a mi barco y se lo que debo hacer". Sin dudas quería demostrarles su capacidad de llevar paño, y se quedaba de pie a barlovento afirmado a las burdas observando las perchas para comprobar su resistencia, cuando una fuerte racha resolvió el problema, y el Capitán dio la orden de "arriar y cargas los sobres, petifoque y alas", cuya orden los marineros llaman "revoltijo" porque ninguna vela se deja arriar ni aferrar y todas gualdrapean. La pobre señora mejicana subió al tambucho de cubierta pálida como fantasma y casi muerta de miedo. El primer oficial y algunos marineros trataban de arriar la rastrera que había volado sobre el peñol de la cebadera y enredado entre los vientos del bauprés, mientras que el botalón de ala de gavia después de haberse retorcido y balanceado como resorte de ballena se quebró en el suncho del peñol. Yo salté al aparejo para arriar el ala del juanete mayor, pero antes de llegar a la cofa se cortó la escota y la vela se escapó flameando por delante del juanete, rasgándose y haciéndose tiras. En ese momento las drizas se largaron en banda y la tarea que realicé, nunca la había experimentado al aferrar una vela. Después de grandes esfuerzos para cerrarla, es decir juntar sus despojos, me ocupaba en amarrarlos, cuando el capitán mirando mi maniobra me llamó y me ordenó: "Sube, Dana, y aferra el sobre". Abandonando el ala de sobre juanete me dirigí a la cruceta, donde se sentía más violenta la racha. El talón del mastelerillo trabajaba entre la cruceta y sus baos y el mastelerillo se inclinaba a un ángulo peligroso sobre le mastelero inferior, mientras todo lo demás crujía y trabajaba forzadamente al máximo de su resistencia. Para el marinero no hay otro camino que obedecer las órdenes, por lo tanto me encaramé en la verga, donde existía un revoltijo peor aún, si esto era posible, del que había habido más abajo. Las brazas habían sido largadas en banda y la verga se balanceaba como portón de tranquera, toda la vela volando hacia sotavento con la relinga enredada en el peñol y el sosobre estaba suelto y flameando sobre mi cabeza. Miré abajo pero fué vano pretender hacerme entender, porque todos estaban ocupados, el viento bramaba y las velas gualdrapeaban en todas direcciones. Afortunadamente era pleno día, la visualidad era clara y el timonel que mantenía su mirada hacia arriba, se dio cuenta enseguida de mis dificultades, y conseguí después de muchas señas y gestos que alguien cobrara los cabos necesarios que estaban en banda. Durante este intervalo eché una nueva mirada hacia abajo y observé que todo era confusión en cubierta.
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El barquito cortaba el agua como si hubiera perdido los sentidos, mientras las olas lo envolvían y sus mástiles inclinados por el exceso de escora se apartaban en gran ángulo de la vertical. En el mastelerillo del otro palo, estaba Stimson cobrando la vela que se le escapaba de las manos, en cuanto pretendía cobrarla. Aferré pronto el juanete, lo que redujo el laboreo del mastelero y pude entonces bajar a cubierta, pero perdí mientras descendía mi nuevo sombrero de lo que me molestó más que todo lo demás. Trabajamos así durante más o menos media hora con todas nuestras fuerzas y voluntad y una hora después de empezado el vendaval, el que nos hizo flamear todo el velamen, nos quedamos con doble mano de rizos en las gavias y con las velas de capa. El viento se había puesto de proa durante el chubasco, así que hacíamos proa directamente hacia la punta. Tan pronto como tuvimos aparejado el barco viramos afuera rumbo hacia Monterrey a una distancia de unas cien millas, con fuerte viento contrario. Antes de anochecer comenzó a llover, lo que continuó durante cinco días con tiempo tormentoso y velas reducidas. En estas circunstancias descubrimos que el mastelero del trinquete se había astillado, lo que seguramente ocurrió durante el chubasco, y tuvimos que arriar mastelerillo reduciendo en lo posible el paño del trinquete. Nuestros cuatro pasajeros, estaban lastimeramente mareados, por cuya razón supimos' poco o nada de ellos. El sexto día comenzó a aclarar y el sol inició su brillo, pero el viento soplaba fuerte y la mar era muy movida. Nos hallábamos en alta mar otra vez, la costa se hallaba a cientos de millas de distancia y el Capitán tomaba alturas todos los días a la hora meridiana. Los pasajeros aparecieron sobre cubierta y tuve la oportunidad de ver por primera vez los efectos miserables de abandono que imprime el mareo en el ser humano. Desde el día en que estuve mareado, tres días después de zarpar de Boston, no había visto otra cosa que hombres robustos y sanos, con piernas marineras, capaces de conducirnos a cualquier parte (porque no llevábamos pasajeros entonces), y éramos dueños de nuestra voluntad que nos permitía considerarnos seres superiores y habilitados para andar sobre cubierta, comer a voluntad, encaramarse en el aparejo, cualidades que no podían compararse en lo más mínimo con el aspecto de estas dos pobres criaturas, miserables, pálidas y asustadas, que arrastraban los pies por la cubierta y nos miraban lastimosamente cuando ascendíamos al aparejo hasta los penóles de las vergas más elevadas. El hombre sano en el mar tiene poca simpatía por el mareado, porque su ánimo le permite establecer conscientemente comparaciones que siempre resultan favorables a su propia virilidad. A los pocos días recalamos en Punta Pinos que es el extremo sur saliente de la entrada a la bahía Monterey. Como navegábamos próximo a su costa y hacia el fondo de la bahía, podíamos apreciar bien el aspecto que presentaba, encontrándola mucho más montuosa que la de la parte sud de Punta Concepción. Después supe que esta última punta, constituye la línea divisoria de dos diferentes zonas para la vegetación del país. A medida que avanzábamos hacia el norte de la punta, la tierra se cubría de mejores bosques y tenía aspecto de ser más rica, y disponer mayor provisión de agua. Este es el caso de Monterey y aún más notable de San Francisco, mientras que hacia el sud, como en Santa Bárbara, San Pedro y especialmente San Diego, hay muy pocos bosques y la tierra tiene un aspecto árido y llano a pesar de ser fértil. 51
La bahía de Monterey tiene amplia entrada, más o menos veinte y cuatro millas de punta a punta, Año Nuevo al norte y Punta Pinos al sur, pero gradualmente se enangosta a medida que se aproxima al pueblo, que está situado en un codo o abertura situada en la extremidad sudeste y a unas diez y ocho millas de la entrada, que es la profundidad aue tiene la bahía. Las costas están bien cubiertas de bosques, abundando sobre todo el pino y en la época de las lluvias todo tiene aspecto verde fresco, que sólo la naturaleza es capaz de producir: los pastos, las hojas, todo está verde; los pájaros cantan en los bosques y gran número de aves vuelan sobre nosotros. Aquí se puede estar tranquilo sin temor a las suestadas. Fondeamos el ancla a dos cables de la costa, quedando así frente al pueblo, aue nos presentaba a la vez su aspecto hermoso con sus casas de adobe, blanqueadas, que ofrecen más interés y mejor efecto que las de Santa Bárbara, donde se veía sólo el color de barro del adobe con que están construidas. Las tejas rojas de los techos contrastaban mejor con el blanco de las paredes y con el verde del campo, sobre el que se habían construido en número de cien más o menos, distribuidas en forma irregular, unas aquí otras allá. En este pueblo ni en todos los otros que visité en California, no hay calles, ni cercos, salvo uno que otro de estos últimos que sirven de defensa a los jardines, de modo que las casas se elevan directamente sobre la verde pradera. Esto y la circunstancia de que todas las casas son de un piso solamente y tienen aspecto de chalet, contribuyen eficazmente a embellecer el conjunto, cuando se lo contempla desde cierta distancia. El día de nuestra llegada era un sábado por la tarde, el sol todavía tenía una hora de luz y todo aparecía de hermoso aspecto. La bandera mejicana flameaba en la cuadra del presidio y los tambores y cornetas de los soldados que estaban formados afuera resonaban sobre las aguas de la bahía y daban mucha vida a la escena. Todos a bordo estaban encantados con el panorama que tenían a la vista. Nos considerábamos en país cristiano, término que en el vocabulario marinero, significa civilizado. La primera impresión que tuvimos de California, fué desagradable en extremo debido a lo expuesto al mal tiempo que es la rada de Santa Bárbara, donde hay que fondear además a tres millas de la costa, salir al mar cada vez que sopla sudeste, aparte de las fuertes rompientes de la costa, que dificultan mucho el desembarco y la distancia de la playa a que se encuentra la población de apariencia triste y donde nada se oye ni se ve, salvo algunos kanakas, cueros y bolsas de sebo. Si a todo se agrega aun el fuerte temporal que nos tomó frente a la Punta Concepción, fácil es comprender lo agradable que nos pareció Monterey. Además pronto supimos algo que no era de pequeña importancia para nosotros y es que en Monterey hay muy poca o ninguna rompiente. En la tarde de nuestro arribo, el agua próxima a la playa era un espejo, casi parecida a la de una fuente. Desembarcamos al agente y pasajeros, a los que esperaban varias personas en la playa, entre las cuales había algunas vestidas a la costumbre del país, y que hablaban inglés; supimos después que eran ingleses y americanos, casados y establecidos aquí. Deseo conectar con mi arribo a este puerto otra circunstancia que me concierne muy de cerca, como es el de ejecutar una maniobra que acredita el título de marinero, para quien la lleva a cabo, y esa maniobra consistió en arriar la verga de juanete. Esta maniobra la había visto realizar dos o tres veces durante nuestra navegación en alta mar y me la explicó un viejo marinero, de quien había ganado confianza, detallándomela e indicándome todo lo que era necesario hacer, según el orden en que debía ejecutarse, aconsejándome que aprovechara la primera oportunidad para practicarla en puerto. Le expresé al segundo oficial con el cual había intimado cuando sus funciones se desempeñaban a proa, que yo podía arriar la verga, pidiéndole además que solicitara autorización al primer oficial para que yo la ejecutara. Consentido mi pedido, subí al aparejo, repitiendo en mi memoria una por una las operaciones que debían hacerse, cuidándome mucho en no alterar el orden de ellas, porque de lo contrario el más mínimo error echaría a perderlo todo. Afortunadamente, me desempeñé sin equivocaciones y sin reproches ni observaciones, más que las de "bien hecho" pronunciadas por el primer oficial cuando la verga estuvo sobre cubierta, palabras que me colmaron de tanta o más satisfacción que la de leer la palabra "bene" al pie de un ejercicio de latín en la universidad de Cambridge. 52
CAPÍTULO XII MONTE REY El día siguiente era domingo, día feriado para los comerciantes, por eso se dispuso, como es común hacerlo, dar asueto a una parte de la tripulación para que bajara a tierra. Los marineros empezaron a discutir a quiénes correspondía desembarcar, cuando al amanecer fuimos llamados, ordenándose ascendiéramos al aparejo para arriar el mastelero de velacho que se había rajado, y guindar uno nuevo en su reemplazo, su mastele-rillo, vergas y maniobras. Era ésta una pesada tarea. Si hay algo que irrite a los marineros, ello consiste en que se les prive del domingo, no porque deseen divertirse o pasarlo en tierra, sino porque es el único día de descanso de que disfrutan en la semana y además porque si en tal día en navegación reinara mal tiempo, necesariamente deben permanecer de guardia, cumpliendo tareas de todo orden. Por esto el domingo en puerto, es la única oportunidad de descansar, y si el trabajo que se nos ordena no es de urgencia, como en este caso, el asunto se agrava mucho más. La única razón que existía para efectuar el trabajo ordenado consistía en que el capitán había resuelto recibir a las autoridades aduaneras el día siguiente, lunes, y deseaba que su bergantín estuviera en perfecto orden. El marinero es un esclavo a bordo, pero a pesar de esto, tiene oportunidades para oponerse y contrariar a su superior. Cuando se corre peligro o se presenta un caso de urgente cumplimiento, no hay nadie que ejecute las órdenes con más rapidez y perfección; pero en el instante en que supone que se le hace trabajar por simple gusto, o por engaño, como lo califican, nadie puede ganarle en lentitud. No debe rehusar el trabajo ni ser desobediente, pero por poco trabajo útil que el superior pueda sacarle, puede darse por satisfecho. Cualquier hombre que ha navegado durante tres meses, conoce el "trabajo atravesado de Tom Cox", dar tres vueltas a la barcaza de cubierta antes de adujarle la boza. Esa mañana todo se desarrollaba en tal forma. "Empaparse", fué la orden dada, mandar un hombre a buscar un motón, significaba que este se perdería revolviéndolo todo entre el equipo de repuesto antes de hallarlo y no aparecer antes que el oficial deba llamarlo dos veces y demorar el doble tiempo en subirlo y dejar arreglado todo de nuevo. No se encontraban las cabrillas, el afile de las navajas duraba una eternidad y generalmente alrededor de la piedra de afilar tres o cuatro con buen cargamento de ellos, conduciéndolos a Estados Unidos. Regresamos a la puesta del sol, encontrando fondeado al "Loriette" a un cable de distancia más o menos de nuestro "Pilgrim". El día siguiente desde temprano estuvimos ocupados en levantar cuarteles y descubrir la carga que pudiera ser inspeccionada. A las ocho horas llegaron las autoridades aduaneras, en número de cinco, y comenzaron a inspeccionar la carga y los manifiestos. La ley mejicana de impuestos a la importación, es muy estricta y exige que toda la mercadería sea descargada, examinada en detalle y reembarcada nuevamente; pero nuestro agente tuvo éxito, suspendiéndose este requisito. Los oficiales aduaneros estaban uniformados de acuerdo con la costumbre del país, sombrero de anchas alas, generalmente negro o marrón obscuro, con la copa rodeada por una i nta dorada, y el borde del ala ribeteado con cinta de seda, chaqueta de seda o angari-pola (el saco europeo nunca se usa) y camisa de cuello abierto, chaleco corto y lujoso, pantalones abiertos por los costados debajo de las rodillas y ajustados con presillas con lazos generalmente de terciopelo o de paño. A veces en luear de pantalones usan calzones cortos y medias largas blancas. El calzado es confeccionado con cuero de ciervo, que es de color marrón oscuro. No usan tiradores sino una faja alrededor de la cintura, de color rojo y de diversas calidades, segun los medios económicos de cada uno, A todo esto se suma el infaltable poncho, con lo que se completa el traje usual del californiano. Esta última prenda de vestir califica el raneo y el bienestar del eme la usa. La 'Vente de razón", o sea aquella de mejor clase, usa cana de paño neero o azul con ar«lir*afio-nes de temopelo. v las de clase más inferior canas hechas 53
de frazadas, como usan los indianos Los de clase media se cubren con ponchos de forma cuadrangular con una perforación en el medio para pasar la cabeza.
Generalmente estos ponchos son tan ordinarios, como las frazadas, pero están maravillosamente teiidos con lanas de varios colores y son muy vistosos, sobre todo mirados a distancia. Entre los meücanos no existen clases de obreros; los indios reducidos son prácticamente siervos que llevan a cabo todos los trabajos pesados. Todo hombre rico aparenta ser un grande y todo pobre toma la apariencia de un grande empobrecido. Con frecuencia he visto a hombres de finas maneras y muy corteses, vestidos con trajes de paño y terciopelo, montando hermosos caballos atalajados con pobrísimos arneses, sin un real en el bolsillo y muy hambrientos.
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CAPÍTULO XIII EL COMERCIO EN MONTE REY Al día siguiente, cuando la carga fué despachada en debida forma, comenzamos a comerciar. La sala de ventas se estableció en el entrepuente, exhibiéndose en ella muestras de las mercaderías livianas, y Mellus, un joven que había venido con nosotros desde Boston como marinero, fué designado oficial despachante, cargo para el cual llevaba condiciones, porque había sido empleado en una firma de Boston y además porque padecía de reumatismo y las mojaduras en las tareas marineras en la costa le -eran perjudiciales para su salud. Durante una semana, o mejor dicho diez días, nuestra vida transcurrió a bordo, donde atendíamos y llevábamos continuamente en los botes toda la gente para examinar la mercadería y hacer sus compras, hombres, mujeres y niños, y luego los conducíamos de nuevo a tierra, llevándose los artículos que habían comprado. Este servicio debíamos hacerlo nosotros porque los compradores carecían de embarcaciones para llegar hasta a bordo. Mucha de esa gente tomaba también como pretexto para embarcarse, el deseo de hacer compras, deseo que justificaba adquiriendo un papel de alfileres, disimulando así el verdadero propósito que no era otro qaue conocer nuestro buque y revisarlo por todos los rincones, porque en realidad era nuevo para ellos puesto oue antes no lo habían visto. Nuestro cargamento era de lo más heterogéneo que pueda imaginarse; consistía ele todo lo que existe en la tierra. Las operaciones las efectuaba el agente, ayudado por el oficial despachante, mientras nosotros estábamos ocupados en las bodegas y con los botes. Teníamos toda clase de bebidas alcohólicas, que se vendían en cascos, te, café, azúcar, especies, pasas, melazas, auincallería, artículos de ferretería, vajillas de barro y de latón, cuchillería, géneros de toda clase, botones, zapatos, brines, teiidos de algodón, joyería, peinetas y también algunos muebles; en resumen torio lo aue es posible imaginar, desde fuegos artificiales hasta ruedas de cochecitos, de las aue teníamos una docena con sus correspondientes herrajes. Los californianos son haraganes. parsimoniosos e incapaces de hacer nada; tienen uvas en abundancia y sin embargo compran a mayor precio el mal vino fabricado en Boston, que se les vendía a bordo para venderlo luego al menudeo entre ellos, a un real (12% centavos norteamericanos) el vaso chico. Los cueros, que también avalúan en dos dólares, los permutan por cualquier cosa, que en Boston cuesta sólo 75 centavos. Compran zapatos hechos de cuero inferior al que produce el país; cueros que han hecho la doble travesía del Cabo de Hornos, pagando por ellos 15 dólares, cuando los hechos en el país con mejor cuero sólo les costarían 3 o 4 dólares. Nuestros artículos se venden a un precio de casi el 300% mayor que el precio que por los mismos se paga en Boston. Esto se debe en parte a los elevados derechos de importación que el gobierno impone, a su juicio, con la idea, sin duda, de evitar que la plata salga del país. Estos derechos y los enormes gastos que ocasiona la larga travesía, sólo permiten que los negociantes de gran capital puedan comerciar. Casi dos terceras partes de todos los artículos importados al país y que han cruzado el Cabo de Hornos en los últimos seis años, han sido conducidos por cuenta de una única firma, la de Bryant Sturgis y C9, a la cual pertenece nuestro buque. Esta clase de operaciones es nueva para nosotros y nos agradó durante varios días, pero luego resultó cansadora, porque tuvimos que llevar la gente a tierra con los artículos comprados, traer nuevos compradores, bajar continuamente a la bodega para sacar mercaderías, descargarlas en los botes y repetir todo esto durante el día entero. Sin embargo, esta tarea nos proporcionó la oportunidad de conocer el carácter de los californianos, su lenguaje, su vestimenta y algunas otras características. La vestimenta de los hombres ya la describí, pero la de las mujeres consistía en trajes de varias formas, de seda, percal, crespón, etc., cortados según hechuras y estilo europeo, menos en las mangas, que son cortas, dejando ver el brazo desnudo, y los sacos que son sueltos alrededor de la cintura y la falta del corset. Calzaban zapatos de cuero de cabritilla o de raso, llevaban fajas o cinturo-nes de colores vivos y casi todas collares y aros. 55
No usaban ni gorra ni sombrero; sólo vi una en la costa que tenía sombrero, pero ésta era la esposa de un capitán de marina americano, que se había establecido en San Diego y había traído ese sombrero de paja con cinta para donarlo a su nueva esposa. Usaban el cabello (casi todas lo tenían negro o castaño oscuro) largo y suelto o trenzado caído sobre las espaldas. Las mujeres casadas suelen llevarlo recogido y con peineta alta. La única protección contra el sol y el mal tiempo es una mantilla grande, con la que se cubren la cabeza y arrollan alrededor del pescuezo para defender la cara, lo que hacen siempre cuando salen de la casa, y esto ocurre sólo cuando reina buen tiempo. Dentro de la casa, o cuando se sientan frente a ella en las tardes lindas, usan generalmente una vincha o pañuelo finamente labrado. Es común también que en la cabeza se pongan una cinta con una cruz, una estrella u otro ornamento al frente. El aspecto o apariencia de las mujeres es variado, despende tanto de sus vestimentas como de sus maneras, como también del porcentaje de sangre española que llevan, porcentaje que clasifica el rango social. Aquellas que son de pura sangre española y no se han casado con aborígenes, tienen elegancia, tienen piel clara y son hermosas, con muchos rasgos de mujeres inglesas; pero de estas familias son pocas las que se ven en California, pertenecen generalmente a gente que ocupan posiciones oficiales o que a la terminación de esas funciones resuelven establecerse en el país en las propiedades que han adquirido. Otras integran familias de deportados políticos, y así los matrimonios entre estas familias matienen exclusivamente el carácter y los aspectos de la raza. Por esto se distinguen claramente de las demás, en virtud también de sus trajes, peinados, manera de comportarse socialmente y de expresarse. Se hacen llamar castellanas, porque ambicionan hablar con pureza el idioma de Castilla, mientras las clases más inferiores, si bien hablan español, lo hacen en un español corrompido, especie de dialecto. 56
Descendiendo desde la categoría más elevada se van encontrando pieles siempre más obscuras, hasta llegar a las de pura sangre india, que deambulan sin otro ropaje que un trapo arrollado alrededor de la cintura mantenido por un cinturón ancho. Hablando en general puede decirse que la casta de cada persona se reconoce por la calidad de su sangre, lo que es fácil de descifrar con una simple mirada. Sin embargo unas pocas gotas de sangre española en la sangre india son suficientes para elevar la calidad de la raza de siervo, mejoría que eleva la posición social y el derecho de usar vestidos, botines, sombreros, espuelas, un largo cuchillo, etc., y aunque toda esta vestimenta y accesorios presenten un aspecto de suciedad, se hacen llamar españoles y pueden adquirir una propiedad si tienen medios para ello. El cariño y afecto que las mujeres tienen al bien vestir es tan excesivo, que a veces las conduce a la ruina. El obsequio de un mantón fino, de un collar, o de un par de aros, basta para ganarse las simpatías de gran parte de ellas . Nada es más común que ver a una mujer en una casa de sólo dos piezas, con pisos de tierra, pero vestidas con lujo, calzando zapatos de raso cubiertos de lentejuelas, túnicas de seda, altas peinetas, aros dorados o de oro, si los tienen, y collar. Si los esposos no las visten como ellas quieren, bien pronto lo consiguen recibiendo obsequios de otros. Estas mujeres pasaban casi todo el día a bordo de nuestro barco examinando detenidamente los géneros y los ornamentos y hacían compras a precios que hubieran hecho abrir los ojos a las costureras y doncellas de Boston. Además del amor a los vestidos, fui sorprendido también por la hermosura de las voces y buena entonación del canto y habla con que están dotados ambos sexos. Cualquier rufián mal vestido y sucio, cubierto con sombrero gacho, envuelto en una frazada que oculta ropa interior inmunda y polainas destrozadas, me atraía por la elegante forma con que hablaba el español. Era un placer escuchar simplemente la entonación aue daban al lenguaie. y ese placer destruía por completo todo intento de crítica a sus defectos. Tienen en el lenguaie mucha cadencia criolla, que varía repentinamente cuando aceleran la conversación; parece entonces que saltan de consonante en consonante, hasta encontrar una vocal que les permita anovarse. en la aue descansan para retomar el ritmo. Las mujeres llevan esta peculiaridad de la conversación a un grado aun más exagerarlo que los hombres, que tienen más uniformidad y maiestad de expresión. Un simple arriero montado en su caballo, al entregar un mensaje, parece expresarse con la solemnidad de un embajador en una audiencia real. En resumen, esta gente se me presenta como integrantes de un pueblo maldecido, despojado de todo, menos de su orgullo, de sus maneras o modo de ser y de su conversación. Otra cosa que me sorprendió fué la gran cantidad de plata en circulación. Nunca en mi vida he visto tanta plata como la que vi en los días que permanecimos en Monte Rey. La verdad es que desconocen el sistema del crédito y operaciones bancarias, porque no hay bancos y no hay otra cosa en que invertir el dinero que el ganado. Fuera de la plata no existe otro medio circulante que los cueros, que los marineros llaman "billetes de banco californianos". Todo lo que se compra se abona con estos dos medios: plata o cueros. Los cueros los traen secos y doblados, cargados en carretas arrastradas por bueyes o a lomo de muía y el dinero lo conducen envuelto y atado en un -pañuelo, sea la cantidad medio dólar o cincuenta o cien dólares. No he estudiado español en el colegio y por esto no pude hablar una palabra en la isla de Juan Fernández; pero durante mi último viaje pedí prestado de la cámara una gramática y diccionario castellano y con empeño me puse a aprender este idioma. Con lo que aprendí en mi perseverante estudio dominé el vocabulario y fijándome en cada palabra que oía decir, pronto supe más español que cualquier otro de a bordo, los que en realidad no sabían ni una palabra, porque sólo habían estudiado latín y francés. Mis nuevos conocimientos llegaron a darme el título de gran 57
lingüista, el que me valió para que el capitán me utilizara siempre para encargarme todas las comunicaciones con tierra, hacer provisiones y conducir mensajes y cartas a distintas partes del pueblo. A menudo se me encomendaban cosas cuyos nombres yo no conocía ni remotamente, pero me las componía a lo mejor. Esta tarea nueva me agradaba y nunca alegué ignorancia para cumplir los mandatos. Algunas veces tenía que consultar previamente el diccionario antes de ir a tierra o aprovechaba en la costa el encuentro de alguna persona que hablaba inglés, para que me tradujera al español la misión que me habían encomendado cumplir y así por signos o dando algunas palabras del latín, del francés o un vuelco al español, solucionaba las dificultades para hacerme entender. Todo constituía un excelente eiercicio para mí y sin duda alguna llegue a hablar más de lo que había aprendido en varios meses de estudio, lectura y escritura. La tarea que los conocimientos del español me habían proporcionado me agradaba, además porque me permitía conocer costumbres del pueblo, caracteres, usos domésticos, aparte que significaba también un alejamiento de las monótonas horas pasadas a bordo. En todo cuanto mis observaciones pudieron alcanzar, me convencí que el pueblo de Monte Rey es indudablemente el lugar más agradable y más civilizado de California. En el centro de él está la plaza cercada por edificios de un solo piso. En el centro de ella se encuentra una batería compuesta por una docena de cañones, algunos desmontados. Esto es el presidio o fuerte. Todos los pueblos tienen ubicado el presido en su centro o quizá mejor dicho cada presidio o fuerte ha creado un pueblo a su alrededor, debido a que la gente ha deseado vivir lo más cerca posible de la protección de estos establecimientos creados por el gobierno de Méjico. El presidio de Monte Rey está completamente abierto y desprovisto de fortificaciones. Había varios oficiales con grandes títulos y unos ochenta soldados. Todos ellos eran pobremente pagados, alimentados, uniformados y disciplinados. El Gobernador General, o como más comúnmente se le llamaba, el "General", vivía allí, porque era el asiento del Gobierno. Era nombrado por el gobierno central de Méjico, con carácter de jefe civil y militar. Además del general, cada pueblo tiene un comandante u oficial jefe, el cual tiene a su cargo el fuerte y todas las operaciones que se realizan con los extranjeros y buques, mientras dos o tres alcaldes y corregidores elegidos por los habitantes, componen los funcionarios civiles. No hay tribunales legales ni tampoco se aplica jurisprudencia, porque no existe ninguna de las dos cosas. Los pequeños asuntos municipales son resueltos por los alcaldes y corregidores, y todos los otros relacionados con el gobierno general, con los militares y con los extranjeros están a cargo de los comandantes que actúan bajo la superintendencia del Gobernador General. Los asuntos capitales los resuelve este último, realizando inspecciones, personalmente, si el motivo no está lejano, o encomendando a los oficiales la comprobación, si el causante del litigio vive alejado. Ningún Protestante tiene derechos políticos, ni puede adquirir propiedad, o mejor dicho residir en tierra más de unas pocas semanas, salvo que pertenezca a la tripulación de algún buque. Por consiguiente, los americanos e ingleses que intentan residir aquí, tienen que hacerse Papistas, obligación que ha creado entre ellos la frase siguiente: "El hombre debe abandonar su conciencia en el Cabo de Hornos." Pero volviendo a Monte Rey, las casas aquí como en toda California son de un solo piso, construidas de adobe, o sea arcilla convertida en grandes ladrillos de pie y medio cuadrado y tres pulgadas de espesor y endurecidos o secados al sol. Estos adobes se unen entre sí con un cemento del mismo material y el conjunto del muro toma entonces un color sucio. Los pisos son generalmente de tierra y las ventanas tienen rejas pero carecen de vidrios. Las puertas de calle rara vez se cierran y conducen directamente a la pieza principal. Algunos de los habitantes más ricos, tienen vidrios en las ventanas y pisos de tablas en sus casas. En Monte Rey casi todas las casas son blanqueadas exteriormente. Las mejores casas tienen techos de teja roja. Las casas comunes disponen de dos o tres piezas 58
que se comunican entre sí, y están amueblas con una o dos camas, varias sillas y mesas, un.espejo, un crucifijo y algunas telas pintadas encuadradas en vidrios, representando milagros o escenas del martirologio. Carecen de chimeneas o estufas, probablemente porque el clima no las exige. La cocina está instalada en una pequeña pieza separada de las de la casa. Los indios, como ya lo he dicho antes, son los que ejecutan la labor pesada de la casa, y en las mejores casas, siempre hay dos o tres de ellos para atender esas funciones. Los propietarios pobres apenas pueden disponer de uno, porque como hay que alimentarlos y proveerlos de un género ordinario y además un cinturón a los hombres y túnica sin zapatos ni medias a las mujeres, sus medios no les alcanzan para vestir a dos. En Monte rey hay un buen número de ingleses y americanos (se llama inglés a todo aquel que habla este idioma) que se han casado con californianas, habiéndose convertido previamente a la Iglesia Católica, y que han adquirido grandes propiedades y por ser más industriosos, más frugales y más emprendedores que los nativos, muy pronto han conseguido acapararse todo el comercio. Todos ellos poseen almacenes en los cuales depositan la mercadería adquirida a bordo de nuestros barcos, en grandes cantidades que en parte envían al interior del país en cambio de cueros, que luego negocian con nuestros buques. En cada pueblo de la costa hay extranjeros dedicados a esta clase de comercio y sólo recuerdo haber notado dos de estos comercios pertenecientes a nativos. El pueblo desconfía de los extranjeros, por esto no les permite una residencia permanente si no se convierten a la religión del país y, si se casan con mujeres nativas, deben dar a sus hijos la religión Católica Romana, nacionalidad mejicana y no enseñarles el idioma inglés, porque los harán sospechosos y si así lo hacen podrán hacerse populares y progresar. Los alcaldes de Monterey y Santa Bárbara eran yankees por nacimiento, yo no podía concebir a los hombres de Monterey, sino montados a caballo. Los caballos abundan aquí como los perros y los pollos, en Juan Fernández. No existen caballerizas donde alojarlos, se les deja sueltos pastando por donde les plazca. Todos están marcados y arrastran consigo una larga lonja de cuero llamada lazo, atadas al pescuezo y que sirve para agarrarlos. Los hombres comúnmente toman uno por la mañana, lo ensillan, lo enfrenan y lo montan, andando todo el día y lo desensillan a la noche, ensillando otro al día siguiente. Cuando hacen largas cabalgatas, ensillan uno y cuando este se cansa, lo desensillan y ensillan otro y así sucesivamente hasta llegar a destino. Creo que no hay en el mundo mejores jinetes que los mejicanos. Aprenden a montar a caballo cuando apenas tienen cuatro o cinco años de edad, y sus piernas apenas alcanzan a abrazar la mitad del cuerpo del animal y desde ese momento puede muy bien decirse, no desmontan más. Los estribos están cubiertos al frente para evitar heridas en los pies al cruzar los montes, las monturas son grandes y pesadas y se ajustan al cuerpo por medio de una cincha. AI frente la montura tiene un cabezal largo, a cuyo alrededor se enrolla el lazo cuando no está en uso. Difícilmente esta gente se traslada de una casa a otra sino lo hace a caballo, aunque las casas estén próximas. Al frente de todas hay un poste para atar el caballo. En los casos que deseen demostrar su habilidad, no usan el estribo para montar, sino que castigan el caballo, éste dispara y entonces saltan sobre él boleando la pierna, y una vez montados lo espolean y el animal arranca a toda velocidad. Las espuelas son instrumentos crueles, pues las rodajas tienen cuatro o cinco púas largas, toscas y oxidadas. Los ijares de los caballos casi siempre tienen heridas causadas por las espuelas, y he visto regresar a algunos, después de terminar un rodeo, con los caballos chorreando sangre. Frecuentemente dan exhibiciones para demostrar su habilidad en carreras, corridas de toros, etc., pero como no estuvimos en tierra durante esas fiestas no pudimos contemplarlas. Monterey es un lugar donde también se destacan las riñas de gallo, toda clase de juegos por dinero, los fandangos y varias otras variedades de diversiones y bribonadas. Los montaraces y cazadores, que ocasionalmente arriban procedentes de las montañas conduciendo valiosos cargamentos de cueros y pieles, generalmente se detienen en Monterey para divertirse y disipar todo el dinero y regresan después a sus pagos completamente fundidos. 59
Sólo el carácter del pueblo priva o Monte-rey de convertirse en una gran ciudad. El suelo es rico tanto cuanto el hombre pueda aspirar, el clima es tan bueno como el mejor del mundo, el agua es abundante y la situación geográfica muy hermosa. El puerto también es bueno, expuesto sólo a los malos vientos del norte y aun cuando el tenedero no es de lo mejor, no he sabido sino que sólo un buoue corrió peligro garrando y embicando en la costa. Ese buque fué un bergantín mejicano oue embicó pocos meses antes de nuestro arribo y se destrozó completamente, ahogándose todos los tripulantes menos uno. Ese accidente fué debido a descuido o ignorancia del Capitán que filó toda la cadena del ancha chica antes de fondear el ancla grande. A la barca "Lagoda" de Boston que estaba fondeada al mismo tiempo no le ocurrió nada, soportando el temporal sin inconvenientes y sin que sus anclas garrearan y sin necesidad de recalar masteleros. El único barco fondeado en el puerto con nosotros era el pequeño "Loriotte" al cual subí a bordo con frecuencia intimando con sus triplantes nativos de.las Islas Sandwich. Uno de ellos podía hablar un poco de inglés y por él aprendí mucho relativo a sus costumbres. Eran hombres bien conformados y activos, de ojos negros, de aspecto inteligente, de piel color aceituna oscura o mejor dicho de cutis cobrizo y cabello grueso y negro pero no amotado como el de los negros. Eran grandes conversadores y convertían el castillo en una Babel. Su lenguaje es gutural en extremo y no muy agradable al comenzar a escucharlo pero poco a poco se hace más agradable. Se dice que son hombres muy capaces y en su conversación gesticulan continuamente porque son excesivamente animados, expresando con adémanos lo que sus lenguas pronuncian. Son verdaderos perros de agua y por consiguiente muy buenos marineros y remeros. Por esta razón abundan estos tripulantes en la costa de California, donde las rompientes exigen mucha habilidad; son también listos y activos para la maniobra del aparejo y muy buenos auxiliares en los climas cálidos. Sin embargo los que han cruzado con ellos el Cabo de Hornos o navegado por altas latitudes dicen, que sus cualidades disminuyen en las zonas frías. Su vestimenta es muy parecida a la de nuestros marineros. Además de la tripulación de los nativos de las Islas Sandwich había a bordo del Loriotte dos marineros ingleses, que ejercían las funciones de contramaestres sobre ¡os nativos y dirijían las maniobras de aparejo. A uno de estos últimos siempre lo recordaré como ejemplar del marinero inglés mejor nacido que yo jamás haya visto. Había estado en el mar desde niño, sirviendo como aprendiz durante siete años, preparación impuesta por la reglamentación inglesa, cumpliendo en ese cargo los veinticuatro años de edad. Era alto, pero esto sólo se apercibía cuando se ponía de pie al lado de los demás, porque su gran pecho y pronunciados hombros, parecía disminuirle la estatura. Su tórax era profundo y amplio y sus brazos se asemejaban a los de Hércules, sus manos un puñado de alquitrán y sus cabellos cabos de drizas. A pesar de todo esto, reunía un aspecto de hombre agradable y sonriente. Sus carrillos eran de lindo color marrón, sus dientes blancos y brillantes, su cabello negro, un poco ondulado y su frente ancha y limpia. Sus ojos eran hermosos, y si hubiera podido venderlos a alguna duquesa, seguramente habría obtenido por ellos el valor de algún gran diamante, dado el brillo con que reflejaban. En cuando al color, cualquier cambio de posición o de incidencia de la luz, variaba de tinte, pero el natural y que prevalecía era negro o casi negro. Cubierta su cabeza con el sombrero encerado, que le llegaba hasta el nacimiento de la espalda con la visera que le bordeaba los ojos, vistiendo pantalón y camiseta de brin blanco, era realmente un genuino ejemplar de hombre bien plantado. En su ancho pecho tenía tatuado con tinta china esta frase: "Momentos de la partida", es decir, recordatoria del buque listo a zarpar, del bote en la playa y de la despedida del marino de su amante. Debajo de esa frase estaban tatuados las iniciales de su propio nombre y otras dos letras, que recordaban otro nombre cuyo significado yo no quise investigar. El tatuaje estaba muy bien hecho, y había sido ejecutado por un hombre en el Havre, que se ocupaba de estas operaciones en los marinos utilizando tinta china. En uno de sus potentes brazos tenía tatuado un crucifijo y en el otro la representación de un ancla enredada. 60
Era muy aficionado a la lectura, por esto le presté la mayor parte de los libros que tenía en el castillo de proa, los cuales leyó y me los devolvió la vez siguiente que lo visité. Poseía una gran cantidad de informaciones y su capitán decía que era un marino perfecto y sus méritos valían oro a bordo, tanto con mal o buen tiempo. Su fuerza debía ser enorme, y tenía la mirada de cóndor. Era raro que haya sido tan minucioso en la descripción de un marinero Sin embargo así ha sido porque algunas personas con quien uno se encuentra en cualquier circunstancia, a veces dejan recuerdos que no se olvidan. Este marinero se llamaba a sí mismo Bill Jackson, y yo declaro que a nadie estreché la mano con mayor satisfacción que a este hombre. Cualquiera que se encuentre con él, podía reconocer a un marino excelentes y de buen corazón. Ha llegado otro domingo de nuestra permanencia en Monterey, pero como los anteriores no nos proporcionó vacaciones. La gente, bien ataviada, espera en la costa que la conduzcamos a bordo, y con el viaje desde esa a bordo y el de regreso de los que vuelven a tierra provistos de sus compras que tuvimos que retirar de la bodega, nos privan no sólo de las licencias, sino hasta casi del tiempo necesario para comer. Núestro ex-segundo oficial, que había tomado la resolución de ir a tierra y verse libre, se vistió con un saco negro largo, sombrero negro y zapatos lustrados, y con este atavío se dirigió a popa para pedir permiso para desembarcar. Esta resolución no pudo ser más imprudente, porque bien sabía que le sería denegado, ya que de accederse al pedido, los demás marineros que seguían el trabajo, tendrían motivo para pedir licencia igualmente y conseguida ésta (que suponían no podía serles negada), irían a afeitarse, lavarse y vestirse con traje de paseo. Este pobre hombre, siempre se sumergía en agua caliente, puesto que siempre lo pensaba al revés. Lo vimos acercarse a la popa, sabiendo perfectamente la clase de recepción que le esperaba. El capitán se paseaba en el alcázar, fumando su cigarro mañanero y Foster se detuvo al pie del alcázar, esperando que su presencia fuera notada. El Capitán siguió caminando dos o tres vueltas y luego dirigiéndose directamente hacia él y mirándolo de pies a cabeza, levantó su dedo índice y pronunció dos o tres palabras en tono bajo que no pudimos escuchar, pero que tuvieron mágico efecto sobre el pobre Foster, que retrocedió regresando a proa, descendió al castillo y un momento después reapareció vestido con la ropa de a bordo y se puso a trabajar como todos. Lo que el capitán le dijo nunca lo supimos, ni se lo preguntamos, pero seguramente debió ser algo que le hizo cambiar su pensamiento de un modo sorprendente.
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CAPÍTULO XIV DESCONTENTO Después de varios días empezaron a decaer las ventas, por eso levamos ancla, establecimos el velamen, izamos al tope el pabellón de estrellas y rayas. Se hizo una salva que fué respondida por el presidio y poco a poco fuimos dejando por la popa a la pequeña población haciendo proa a la bahía para costear nuevamente hacia Santa Bárbara. Como el rumbo era a sotavento, teníamos viento franco en abundancia una vez que montamos la Punta Pinos, largamos las velas altas y bajas. Con este velamen filábamos ocho a nueve millas, velocidad que prometía una travesía de veinticuatro horas y para la cual habíamos empleado tres semanas en la venida. Volando pasamos Punta Concepción, con un viento de intensidad tal, que más bien aparentaba ser un chubasco y que así habría sido en realidad si hubiéramos tenido que ceñir contra él. Como nos aproximamos bastante a las islas de Santa Bárbara amortiguó algo, pero esto no obstó para que llegáramos a nuestro anterior fondeadero en menos de treinta horas desde Monterey. Aquí las cosas no atraían ahora tanto la atención como ocurrió a nuestro primer arribo. La bahía estaba vacía, sin un solo barco, con la rompiente rugiendo y avanzamos marcando sobre la playa, el edifico blanco de la Misión, la obscuridad en que aparentaba hallarse el pueblo y las montañas completamente desarboladas, quitaban toda alegría. Aquí también tuvimos otra vez dura labor con el sudeste que nos atacó, defendiéndonos con filar cabos y cadenas a las anclas y al puerto, aferramos las velas preparadas ya con rizos y culebrillas para largarlas rápidamente si llegara el caso. Permanecimos en este lugar durante una quincena, empleando el tiempo en desembarcar mercaderías y embarcar, cuando el estado del mar lo permitía, pero a pesar de esto la labor no alcanzó en intensidad a la mitad de la que tuvimos en Monterey. En realidad, en cuanto a nosotros concernía, el pueblo nos resultaba casi como si estuviera ubicado en el centro de la cordillera. Estábamos fondeados a tres millas de la costa y el pueblo a su vez, distaba aproximadamente una milla, de modo que a esta distancia, muy poco o nada podíamos ver. Ocasionalmente desembarcábamos algunas mercaderías, que luego conducían los indios en grandes y altas carretas arrastradas por yuntas de bueyes con el yugo sobre la nuca atado a los cuernos en lugar de apoyado en el pecho. Las ruedas de las carretas eran sólidas y de pequeño diámetro. Cada carreta traía pocos cueros, los que embarcábamos a estilo de California, trabajo al que estábamos ya bien acostumbrados sin dejar por eso de ser fatigoso, porque eran secos y duros y tenían que traerlos así porque si no eran rechazados. Cuando los animales eran cuereados, se le hacían agujeros al cuero para estaquearlo al sol, y así secarlos sin que se encogieran.Una vez secos eran doblados en el sentido longitudinal, generalmente con el pelo hacia adentro, y luego cargado en muías o en carretas y llevados hasta la costa donde se apilaban, libre de la línea de la más alta marea. Desde allí, uno a uno los cargábamos en la cabeza; si eran chicos, cargábamos de a dos, y los llevábamos arrojándolos a los botes, que como no había muelles casi siempre quedaban fondeados con un pequeño anclote o muerto, libres de las rompientes. Todos nosotros estábamos provistos de gruesas gorras escocesas muy suaves para la cabeza, pero al mismo tiempo muy protectoras. Utilizábamos estas gorras porque eran cómodas y bien pronto nos dimos cuenta de que el "trabajo con la cabeza" era el único sistema empleado en California, porque aparte de que las rompientes eran altas y podían mojar los cueros, lo que debíamos evitar, y siendo largos y duros como 62
tablones, sólo conduciéndolos sobre la cabeza era posible transportarlos y obtener cierta comodidad en ese trabajo. Algunos de los tripulantes ensayaron otros sistemas de conducción, porque decían que el que se empleaba, los hacía parecer negros de las Indias Occidentales, pero a la larga tuvieron que abandonarlos y proseguir con el sistema usual. Teníamos que levantar los cueros desde el suelo y como con frecuencia eran muy pesados y tan anchos como la apertura de los brazos abiertos, que a veces presionados por el viento nos arrastraban y en muchas oportunidades me hicieron reír de mí mismo y de los compañeros, cuando nos hacían caer dando rodadas. El Capitán nos consolaba diciéndonos que la moda en California era cargar de a dos cueros sobre la cabeza en lugar de uno, como lo hacíamos y como insistiera sobre esto y no queríamos que los tripulantes de otros barcos nos ganaran en la carga, durante algunos meses seguimos el consejo del Capitán hasta oue al encontrar "cargadores de cuero" que sólo cargaban de a uno dejamos el segundo cuero para un segundo viaje, y cargamos de uno a la vez. La labor entonces se hizo más tolerable. Después que nuestras cabezas se habían acostumbrado a soportar el peso de los cueros y habíamos aprendido el verdadero estilo de manipularlos a la califoniana, podíamos conducir doscientos en muy poco tiempo, sin mayor inconveniente, pero siempre nos mojábamos debiendo atravesar la rompiente, hasta descargarlos en el bote. Si la playa era pedregosa, nos lastimábamos los pies, pues naturalmente este trabajo se hacía con los pies descalzos, puesto que ningún calzado habría aguantado estas continuas mojaduras con agua salada. Cargado el bote, largábamos la amarra e iniciábamos una remada de unas tres millas, travesía que generalmente duraba un par de horas. Estamos ahora bien establecidos en tierra, desempeñando trabajos de puerto, bien distintos de los del marinero y como ellos son muy diferentes de los que se llevan a cabo en navegación, vale la pena que los describa. En primer lugar, toda la gente era llamada a cubierta a la salida del sol más o menos y especialmente cuando los días eran cortos cuando apenas aparecían las primeras claridades del alba. El cocinero encendía la cocina, el mayordomo iniciaba sus tareas en la cámara y la tripulación armaba la bomba de proa y baldeaba la cubierta. El primer oficial estaba siempre sobre cubierta, pero no tomaba parte activa en las faenas; en cambio el segundo se arremangaba los pantalones y descalzo fregaba la cubierta como el resto de la tripulación. El lavado, fregado, etc., duraba o se le hacía durar hasta las ocho, hora en que se llamaba para el desayuno a toda la gente. Terminado éste, el cual duraba media hora, arriábamos los botes, amarrándolos a popa o a los tangones. Finalizada esta maniobra, iniciábamos el trabajo diario, el cual era variado y su especie dependía de las circunstancias. Había siempre bastantes remadas en los botes, y si había que conducir a tierra mercadería pesada y regresar luego con cueros, toda la gente se iba a tierra con un oficial en el bote grande. Había, además, bastante trabajo en la bodega, extrayendo mercaderías, cargando cueros y trasladando carga de un lugar a otro para su mejor estiba y dejando lugar a los cueros. Además, no se suspendían los trabajos del aparejo, recorriéndolo en todos sus detalles, labor que no era escasa porque ésta sólo puede hacerse mientras el barco está en puerto. Todo debía atezarse en perfecto orden, sin contar con la confección de gazas y cambios de la cabuyería que aún podía utilizarse. La gran diferencia que existe entre las faenas en puerto y en navegación, consiste en la forma como se divide el tiempo. En lugar de tener guardia arriba y guardia abajo, como ocurre en el mar, todos trabajamos conjuntamente, desde la mañana hasta la noche, excepto en las horas de las comidas. De noche se mantiene la "guardia de ancla", la que consta solamente de dos hombres a la vez, por turnos entre la tripulación.
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Se concede una hora para comer, y entrada la noche las cubiertas se aclaran, se izan los botes y se ordena sentar a la mesa. A las ocho p.m. se apagan las luces, con excepción de la del compás, donde también está el barómetro, y entra de servicio la guardia de ancla. Estando fondeados, como se ve7 la tripulación dispone de noche de más libertad, porque los turnos de la guardia de ancla duran sólo dos horas, pero de día carece absolutamente de tiempo disponible; por esto la libertad que concede la guardia abajo en navegación para leer, remendar y lavar la ropa, sólo puede disponerse los domingos que generalmente se conceden. Algunos capitanes religiosos conceden libertad a sus tripulantes los sábados a la tarde, para que puedan lavar y remendar; en esta forma tienen libre el domingo. Esta franquicia es muy atrayente y por ella los marineros prefieren embarcarse con estos capitanes. Nosotros nos dábamos por muy satisfechos los domingos que no teníamos que trabajar, porque ocurría comúnmente que en esos días llegaban cueros a la playa por la mañana y teníamos que embarcarlos, operación que duraba casi medio día. Además, como ahora nos alimentábamos con carne fresca y comíamos un novillo por semana, embarcábamos el animal los domingos, después de matarlo y cuerearlo en tierra, operación ésta que interrumpía también las horas de libertad. Como se dilataban diariamente las horas de trabajo, cuando los cueros llegaban a la playa a horas avanzadas de la tarde, porque la tarea de ir a cargarlos y conducirlos a bordo, en gran parte, debíamos hacerla alumbrados solamente por las estrellas debiendo dejarlos bien estibados antes de comer. Pero todas estas pequeñas molestias de las faenas no habrían sido de importancia, porque transcurrían como acontecimientos comunes de la vida de mar, que todo marinero, que es hombre, acepta complaciente, por la incertidumbre que pende de la naturaleza y duración del viaje. Aquí estamos en un pequeño buque con poca tripulación en una costa semicivilizada, en los extremos de la tierra y con proyectos de permanecer durante un tiempo indeterminado, que podría ser de un mínimo de dos o tres años. Cuando zarpamos de Boston, suponíamos que el viaje podía durar ocho o diez meses hasta dos años cuando más, pero al arribar a esta costa, aprendimos algo más sobre los métodos de comerciar y de la escasez de cueros que íbamos a comprar, escasez que es mayor cada año que transcurre y que nos demorará por lo menos un año en completar el cargamento, sin contar el tiempo empleado en las travesías de regreso y el que emplearíamos en acumular el cargamento que debía embarcar otro buque mayor de la misma firma armadora y que no iba a tardar en arribar, al cual debíamos servir de ténder. Habíamos oído rumores de aue tal buque nos seguiría y de que su Capitán y primer oficial habían sido despedidos, pero los consideramos simules cuentos hasta nuestro arribo, donde fueron confirmados por carta de los armadores a sus agentes. El barco "California" perteneciente a la misma firma, había estado en esta costa, durante dos años, para completar su cargamento y actualmente se encontraba en San Diego esperando hacerse a la vela con destino a Boston en pocas semanas. Nosotros debíamos recolectar to-todos los cueros que pudiéramos y depositarlos en San Diego, que luego serían cargados en el anunciado barco en cantidad de cuarenta mil, con los cuales tendría completa la carga y emprendería el regreso. Después de esto, tendríamos que empezar a recolectar los cueros para nuestro barco. Como se ve, nuestra perspectiva era muy sombría en verdad. El "Logoda", barco más pequeño que el "California", cargaba sólo treinta y uno o treinta y dos mil cueros y había permanecido dos años procurándolos y nosotros que teníamos que obtener cuarenta mil, aparte de los doce o quince mil para el "Pilgrim" prolongaríamos ese término, porque se decía que los cueros escaseaban cada vez más. Este buque, que se nos había convertido en algo peor que el buque fantasma del holandés Van der Decke, porque en realidad no era fantasma imaginario sino real, por otra parte llevaba el nombre de "Alert" según se decía y era un conocido Indiaman (buque que comerciaba con la India) que se esperaba en Boston cuando zarpamos de ese puerto. No cabía duda, pues, de que esos rumores eran ciertos y ennegrecían nuestro futuro. Con este motivo, corrían voces a bordo de que nuestra permanencia en estas aguas duraría de tres a cuatro años.
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Los más viejos marineros decían que ellos no volvían a ver a Boston, porque dejarían sus huesos en California.Este ambiente cubría como una nube a todo nuestro viaje, porque además de desprovistos de ropa y accesorios marineros para travesía de larga duración, no podíamos reponerlos debido a sus excesivos precios, que excedían de trescientos a cuatrocientos por cientos los precios de Boston. Esto era bastante para desanimar a la tripulación y aún más a mí oue no pensaba quedar de marinero y que sólo había intentado un viaje de diez y ocho meses a dos años. Tres o cuatro años me habrían convertido en marinero desde todo punto de vista, hábitos, imaginación, y a mí físicamente, nolens volens, atrasándome en los estudios sobre mis demás compañeros de colegio, que sería vano t>ara mí pensar en noder obtener título profesional aleruno y en tales condiciones, no me ouedaría otro remedio que seguir de marinero y llegar como límite de esta profesión al cargo de capitán mercante. Aparte de la lar era duración del viaje y la dura vida de a bordo, estábamos en remotas res-iones de la tierra sobre una costa casi desierta de un naís en que no hav ni evangelio y en donde los marneros están a merced de la voluntad de sus capitanes, donde no hav cónsul americano o persona al cuna autorizada para resolver cualquier reclamación. Perdimos, pues, todo interés en el viaje y en el trabajo de cargar y descargar, aue en definitiva se llevaba a cabo para provecho de otros. Mientras remendábamos la roña, pensábamos en nuestro destino que conocíamos y que no podíamos alterar. Por otra parte y quizá debido parcialmente a la consecuencia de este estado de cosas, comenzaron a nacer a bordo síntomas de descontento. Nuestro primer oficial, llamado piloto por excelencia, era un hombre honorable, el más honesto, recto y de mejor corazón que jamás había visto; pero era demasiado bondadoso, para el cargo que ocupaba en un buque mercante. No era un hombre capaz de llamar al marinero "hijo de ....."o de golpearlo. Quizá le faltaría espíritu para desempeñarse en un viaje como el que realizamos y con un capitán como el nuestro. El Capitán Thompson era un sujeto robusto y enérgico. Era un hombre "puesto en la raya de partida" que obligaba a los demás a partir con él. Durante todo el tiempo que serví a su lardo, jamás lo vi sentado en la cubierta. Siempre estaba en actividad y ordenando. Era nevero y disciplinado y exigía que sus oficiales también, lo fueran. El Piloto, no era para él suficientemente enérgico, por ésto no estaba satisfecho, consideraba que esa debilidad introducía a bordo un principio de indisciplina, razón por la cual, personalmente comenzó a intervenir en todas las cosas. Se "ajustó los ríñones" y, como en todas las cuestiones entre oficiales, los marineros estaban de parte de aquel que los trataba mejor, el Capitán comenzó a sospechar de la tripulación. Vio que los cosas se ponían peor, que nada se hacía con voluntad y en sus intentos de remediarlos con severidad, empeoró la situación. Estábamos en una situación desgraciada; capitán, oficiales y tripulación, se consideraban incompetentes recíprocamente. Cualquier cuestión parecía ser una espada de doble filo, capaz de cortar de ambas partes. La mayor duración del viaje, que tanto desagradaba, hizo que el Capitán se viera en la necesidad de ordenar una estricta disciplina. Además, la naturaleza del país en que estábamos, al cual sabíamos que no podíamos recurrir en defensa de nuestros derechos, circunstancia por la cual quedábamos a entera disposición del canitán, hizo comprender a éste que debía confiar solamente en sus propios recursos. La severidad creó entonces el descontento, y los más mínimos signos de éste provocaban mayor intensidad en aquella. El descontento por un lado y el mal trato por otro, no eran factores de tranquilidad y permitieron muchas veces escuchar a los marineros que la mayor duración del viaje y las duras tareas de a bordo no les hubieran importado si hubieran estado bien tratados y observaran que algo se hacía en favor de volverles la vida más fácil. Creíamos que nuestra situación inspiraría a los superiores medidas que nos dieran mayor comodidad de vida, concediéndonos alivio en el trabajo, con algunas horas de descanso, pero no fué esta la política que se siguió, 65
sino una diametralmente opuesta. Eramos mantenidos trabajando durante todo el día cuando estábamos en puerto y,^-además, con guardias nocturnas; sólo estábamos contentos cuando ganábamos el castillo. No teníamos tiempo para leer, ni para algo mucho más importante para nosotros, como el lavado y remiendo de las ropas.Cuando navegábamos de puerto a puerto, en lugar de establecerse guardias, arriba y abajo, cada cuatro horas como es costumbre hacerlo a bordo de todos los buques en navegación por estas mismas costas, estábamos obhVados. lloviera o brillara el sol, a quedar sobre cubierta una vez terminada la guardia arriba, haciendo estopa, empulgueras, reparando cabos, etc.: y cuando el tiempo era bueno, cardando estopa húmeda si no servía para otra cosa. Todos éramos llamados a cubierta para ver como llovía y pasando así hora tras hora, empapados hasta los huesos, recostados sobre las batayolas, separados a cierta distancia para evitar que habláramos unos con otros y cubiertos con encerados o sacos impermeables, convirtiendo cabos viejos en estopa o haciendo tomadores y envergues. Estos trabajos eran comunes, cuando estábamos en puerto, fondeados a dos anclas y no es necesario en cubierta nada más que la guardia de un hombre. A estas tareas las llamábamos aburridoras. Mientras estábamos en Santa Bárbara, nos tomó otra suestada y, como la primera, sopló de noche. Las grandes nubes negras avanzaban velozmente desde el sur, cubriendo por completo las montañas y se desplazaban a tan poca altura de las casas del pueblo que parecían barrer sus techos.Nos hicimos a la vela, largando en banda el cable, remontamos la punta e hicimos proa hacia afuera, donde nos mantuvimos alejados durante cuatro días, con velamen bien cazado, soportando lluvia continua, fuertes chubascos y mar muy brava. Nos parecía que no era de sorprenderse que en otras estaciones no lloviera, porque la caída en estos cuatro días era suficiente para abastecer todo el verano. Al quinto día aclaró en pocas horas y nos encontramos alejados a más de diez leguas de la costa, con viento suave de proa, de modo que no pudimos regresar al fondearo hasta el sexto día de la partida. Recobrada el ancla, nos preparamos para hacernos a la vela hacia sotavento, pensando hacerlo hacia San Diego y encontrarnos allí con el "California" antes de que zarpara para Boston, pero se nos ordenó hacer escala en un puerto intermedio llamado San Pedro y como allí permaneceríamos una o dos semanas y el "California" saldría antes, perdimos la oportunidad de realizar el encuentro. Poco antes de zarpar, el Capitán embarcó un sujeto de aspecto vulgar, bajo, de cabello rojo, espaldas redondas, con un ojo de menos y bizco del otro, presentándolo como el señor Russell e informándonos que se le había nombrado oficial de a bordo. Esta era una mala designación. En la travesía perdimos un hombre, uno de los mejores de la tripulación, otro había sido ascendido a escribiente y así la gente de proa había quedado debilitada, reducida, y en lugar de embarcar ahora otro tripulante, para facilitarnos el trabajo, teníamos en cambio otro oficial que nos observaría y conduciría. Quedaban, pues, disminuidos a seis hombres los del castillo de proa y aumentados los del alcázar en perjuicio de aquéllos. Zarpamos de Santa Bárbara y costeamos hacia el sur al largo de una costa baja, escabrosa y en su mayor parte arenosa y desarbolada, hasta montar una punta alta y también arenosa, donde fondeamos a tres millas y media de la costa. Esta maniobra se asemejaba a la que realiza el buque destinado a San Juan de Terra-nova y que fondea en los Grandes Bancos, porque la costa siendo tan baja parecía estar a mucho mayor distancia de la que en realidad nos encontrábamos. Pensábamos también que se nos haría trabajar como en Santa Bárbara cargando y conduciendo cueros. La tierra era gredosa de calidad y en cuanto nuestra mirada podía abarcar, se hallaba completamente sin árboles y ni siquiera arbustos, no se veía ninguna población ni casa aislada; no podíamos concebir el motivo que nos había conducido a este lugar. Tan pronto como mordió el ancla, se largó la espia y amarró a popa y se tomaron todas las precauciones contra las suestadas, el barco quedó listo. 66
Existe más de una razón para haber realizado tan prolija maniobra de fondeo, porque estábamos expuestos a cualquier viento que pudera soplar, con excepción de los del Norte, porque los demás, después de soplar sobre la planicie de la tierra baja tenían, por lo menos que recorrer unas tres millas de agua. Tan pronto como toda maniobra fué terminada, se arrió el bote y remamos hacia la costa. Nuestro nuevo oficial, que había estado ya varias veces en este fondeadero, tomó la caña del timón. A medida que nos acercábamos a tierra, observamos que la marea era de bajante y afloraban rocas y piedras cubiertas de algas marinas de ístintas especies, hasta una distancia de un octavo de milla de la costa. Tuvimos ue desembarcar y conducir el bote empujndolo, caminando descalzos sobre las piedras, hasta llegar a un punto llamado desembarcadero de pleamar. La tierra la constituía un polvo gredoso y salvo los troncos y cañas de las plantas de mostaza, no existía otra vegetación. Justamente frente al lugar donde desembarcamos, había una pequeña colina que no tendría más de treinta o cuarenta pies de altura, y que no podíamos divisar desde a bordo. Sobre esta colina, vimos a tres hombres que descendían con ropas en parte de marineros y en parte de californianos. Uno de ellos usaba pantalones de cuero sin curtir y camisa de bayeta roja. Cuando llegaron a nosotros, nos dimos cuenta de que eran ingleses. Nos dijeron que fueron tripulantes de un pequeño Bergantín mejicano que había embarrancado en este mismo luegar con una fuerte suestada y que ahora vivían en una pequeña casa situada sobre la colina. Ascendiendo con ellos, vimos cuando llegamos arriba que había una pequeña habitación que disponía de chimenea, una accesorio para cocina, etc., y el resto de la casa estaba sin terminar y se utilizaba para almacenar cueros v otros productos. Esta construcción fué levantada, segrún nos dijeron, por algunos comerciantes del pueblo, población distante unas treinta millas tierra adentro y constituía su puerto, utilizándosela como galpón y también como alojamiento de los comerciantes del pueblo cuando venían a realizar contratos con los barcos que arribaban. Estos tres hombres, los empleaban entonces para cuidar la casa, mantenerla en orden y al mismo tiempo para vigilar la mercadería almacenada. Nos dijeron que hacía cerca de un año estaban allí, sin otra cosa que hacer que vivir comiendo carne, pan duro, fréjoles y una especie de haba muy abundante en California. Nos dijeron también que la casa más próxima era un rancho con corral p¿\ra ganado, que se hallaba a una distancia de tres millas más o menos; uno de esos tres hombres, a pedido de nuestro oficial, se dirigió a ese rancho a pedir un caballo, con el cual el agente que se encontraba a bordo podía ir al pueblo. Por uno de esos hombres, que era un inteligente marinero inglés, supe gran número de cosas, en el breve tiempo de varios minutos de conversación, todas ellas relativas al lugar en que nos encontrábamos, a la clase de comercio que se realizaba y, también, datos sobre puertos más meridionales. San Diego, me dijo, se hallaba a unas 80 millas a sotavento de San Pedro y que había sido de un mejicano que procedía de allí; que el "California" ya se hallaba en viaje a Boston y que el "Lagoda" estuvo pocos días en San Pedro, tomando su carga para Boston. El "Ayacucho" también se hallaba cargando allí, con destino al Callao, y el pequeño "Loriette" se hallaba en Monterey, donde lo habíamos dejado. Me dijo que San Diego, era un lugar sin importancia, pero cómodo y abrigado, que tenía poco comercio, pero que era sin duda el mejor puerto de la costa y tan abrigado que sus aguas tenían siempre la tranquilidad de las de una fuente. Allí estaba la especie de depósito de todos los buques dedicados al comercio; cada uno disponía de una casa amplia construida con maderas rústicas que se utilizaban para depósitos de cueros, que se almacenaban tan pronto como era posible, después de adquirirlos en las recorridas al largo de la costa, y una vez que la carga se completaba pasaban varias semanas embarcándola, desinfectando el buque, cargando leña y agua y llevando a cabo todos los preparativos para la larga travesía de regreso. 67
El "Lagoda" precisamente se hallaba allí, en estos momentos, preparándose para la partida, lo que me hizo pensar que cuando nos tocara a nosotros esa oportunidad habrían pasado ya dos años por lo menos. Supe también, con sorpresa, que en el lugar desolado donde ahora nos encontrábamos adquiriríamos el mayor número de cueros de los que se pueden conseguir en otras recaladas de la costa. Ese era el único puerto dentro de una distancia de 80 millas, que tierra adentro a una distancia de 30 millas existía una linda llanura donde abundaba el ganado, que en el centro de ello se encontraba el pueblo de Los Angeles, el mayor de California, y que en él había varios de las importantes escuelas misioneras. Habiéndose hecho al día siguiente todos los preparativos para que el oficial fuera al pueblo a caballo, una vez que partió regresamos a bordo patinando sobre las resbaladizas piedras, para luego remar hasta el barco fondeado tan lejos, que apenas lo distinguíamos con la creciente obscuridad de la noche que se aproximaba. Cuando lleeramos a bordo, izamos los botes y la tripulación fué a comer. Bajamos al castillo de proa, comimos, encendimos cigarros y pipas y, como ocurría siempre, la conversación versó sobre lo que habíamos visto y oído en tierra. Todos convinimos en que nos encontrábamos en el peor de los lugares en que habíamos fondeado, sobre todo para maniobrar con los cueros y por la gran distancia que nos separaba de la costa y muy expuestos a las suestadas. Después de varias discusiones, sobre la forma en que descargaríamos, si los cueros había que llevarlos a la cima de la colina, hablamos de San Liego, de las probabilidades de ver al "Lagoda" antes de que zarpara, etc. Al día siguiente, llevamos a tierra al agente que visitaría el pueblo y las misiones vecinas, excursión que duraría los días necesarios para llevar a cabo su labor. Como resultado de ella, pocos días después comenzaron a llegar grandes carretas arrastradas por bueyes y piaras de muías cargadas con cueros, que se divisaron desde lejos, mientras cruzaban la llanura. Cargamos nuestro bote grande con todos los útiles pesados y livianos que pudiéramos necesitar y nos dirigimos a tierra. Desembarcamos e hicimos varar el bote, después de arrastrarlo sobre las piedras y pedregullo de la playa; terminada esta tarea, . esperamos la llegada de las carretas y muías, confiando en que bajarían la colina, pero el Capitán nos ordenó que subiéramos nosotros para bajar los cueros al hombro, porque esa era la moda californiana. De este modo, lo que los bueyes y las mu-las no debían hacer teníamos que hacerlo nosotros. La colina no era alta, pero sí de falda muy empinada y la tierra que la cubría por ser gredosa y estar húmeda con las lluvias recientes, era muy resbaladiza y no permitía asentar bien los pies. En tales condiciones, teníamos que subir los cascos y barriles de vino y licores, hacendólos rodar y empujándolos con mucha dificultad, porque resbalábamos a pesar de apoyar en ellos los hombros y afirmarnos en el suelo también con las manos, de cuando en cuando un pie resbalaba, corriendo en este momento el peligro de ser aplastado por los cascos. Sin embargo, el trabajo más difícil fué el de subir los grandes cajones de azúcar, porque teníamos que colocarlos sobre un par de remos, que a modo de angarillas cargábamos sobre los hombros para ascender así la ladera muy despacacio, dando el aspecto de una procesión funeraria. Después de una o dos horas de arduo trabajo, subimos toda la mercadería y encontramos ya a las carretas cargadas de cueros que teníamos que descargar para cargarlas de nuevo con las mercaderías de retrueque. Los indios perezosos conductores de las carretas, permanecían inertes en cuclillas contemplando nuestro trabajo, y cuando les pedimos que nos ayudaran, solo sacudieron la cabeza o lanzaron un "no quiero". Una vez cargadas, las carretas partieron, cada una arrastrada por una yunta de bueyes, con un indio a cada lado, provisto de largas varas afinadas en la punta para pinchar al buey.
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Este era uno de los medios de ahorrar trabajo en California, dos indios para dos bueyes. Ahora teníamos que bajar los cueros a la playa y, con este propósito, trajimos el bote al lugar donde la falda de la colina tenía pendiente más pronunciada, y en esta forma los arrojábamos a la ladera y solos se deslizaban hasta la costa. Muchos de ellos no descendían totalmente y se amontonaban; entonces, teníamos que empujarlos bajando parte de la ladera y luego volver a subir para proseguir el trabajo. Después que todos los cueros estuvieron abajo, nos vimos obligados a cargar sobre la cabeza, uno por uno, para conducirlos así, caminando sobre piedras y pedregullo con el agua hasta la cintura, hasta depositarlos en el bote. Este trabajo nos inutilizó diariamente un par de calzado, y como éste era escaso y muy caro, nos vimos compelidos a trabajar descalzos. A la noche regresamos a bordo muy cansados, con el calzado destruido, la ropa sucia y el cuerpo cubierto de tierra. Habíamos pasado el día más desagradable y de más fatigoso trabajo que jamás habíamos experimentado. Durante varios días, estuvimos dedicados a esta dura tarea, hasta haber embarcado cuarenta o cincuenta toneladas de esta clase de mercadería, lo que importaba un total de unos dos mil cueros. Entonces el trabajo empezó a disminuir y por esta razón se nos mantuvo trabajando a bordo durante el resto de la semana, ya en la bodega estibando, o ya en el aparejo recorriéndolo. El jueves a la noche sobrevino un violento chubasco de viento norte, pero como solo podía hacernos garrear hacia afuera, tuvimos únicamente que fondear una segunda ancla para mantenernos. A medianoche se nos llamó sobre cubierta paar arriar las vergas de sobre. La noche estaba obscura como un "bolsillo" y el barco cabeceaba sobre las anclas. Ascendí al trinquete y Stimson al mayor, realizando la maniobra "según la práctica de a bordo a la moda de Bristol", tarea fácil para nosotros, porque continuamente cumplíamos con las maniobras de arriba. Todo lo que se hacía arriba de la cofa, se nos encomendaba a nosotros dos, porque éramos 'os dos tripulantes más jóvenes, excepción hecha del aprendía.
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CAPÍTULO XV FLAGELACIÓN Durante varios días el Capitán parecía estar de muy mal humor. A su juicio nada se hacía bien o rápidamente. Le provocaba reyertas al cocinero, amenazándole con azotarlo por arrojar leña en la cubierta. Disputaba con el primer oficial sobre el guarnimiento de un aparejo de rabiza. El primer oficial le contestaba que no tenía razón porque se lo había enseñado a hacerlo por un "hombre marinero" Esta respuesta la tomó el Capitán, como una burla que dio lugar a una situación que parecía no poder resolverse sino a punta de espadas. Pero el mayor disgusto del Capitán parecía que se lo proporcionaba Sam, hombre grande y fornido oriundo de los Estados del Centro. Este hombre de conversación lenta, creaba incertidumbre que se agrandaban con sus perezosos movimientos y condiciones marineras mediocres, pero siempre se desempeñaba haciendo lo mejor que podía. Sin embargo el Capitán le tomó antipatía pensando que era hombre de mal genio y haragán y si algún día se le da un "mal nombre al perro" según la frase marinera, podía también ser arrojado al agua. El Capitán encontraba faltas en todo lo que este hombre hacía y hasta le reprochó por habérsele caído sobre cubierta un pasador, desde la verga de sobre donde estaba trabajando. Este hecho que sólo era un simple accidente, motivó un acrecentamiento de antipatía culpándosele de él. El Capitán permaneció a bordo el día viernes, por esto todo lo que ocurrió a bordo fué penoso y desagradable. "Cuanto más se quiere conducir al hombre, menos resultados se obtienen" verdad que estaba a nuestro favor y que lo está también con muchas otras personas. El día viernes trabajamos hasta muy tarde, casi de noche y reanudamos la tarea muy temprano al día siguiente, sábado. A eso de las diez el Capitán ordenó al nuevo oficial Russell, que ya se había hecho enteramente antipático a todos los tripulantes que arriara el bote grande para conducirlo a tierra. Esperando al Capitán estábamos sentados sobre la borda del bote y el señor Russell y yo, de pie próximos a la escotilla principal. El Capitán se encontraba en la bodega observando el trabajo de la tripulación, cuando de repente oímos elevarse su voz en violenta disputa con alguien que podía ser el primer oficial, o alguno de los tripulantes, pero no pudimos saber con quién. Corrí a la borda, llamé a John que subió a bordo en seguida y ambos por la escotilla miramos hacia la bodega, y aunque no vimos nada, supimos que el Capitán llevaba ventaja en la disputa, porque sólo su voz se escuchaba muy fuerte y muy clara que decía: "Conoces tu estado. ¡ Conoces tu estado! ¿ Podrás siempre darme algo más que tu mandíbula? —No se escuchó ninguna respuesta, pero sí la lucha y los azotes, porque parecía que el hombre trataba de defenderse. —"Debes quedarte quieto porque te tengo dominado" dijo el Capitán. Después éste preguntó nuevamente, exigiendo respuesta: —¿Me darás otra vez algo más que tu mandíbula? —Jamás le daré nada al Señor, contestó Sam y supimos que él era, porque conocimos su voz aunque baja y entrecortada. —No es eso lo que te pregunto. —¿Serás otra vez atrevido conmigo? Yo nunca lo he sido Señor contestó Sam. —Contéstame mi pregunta, o te estaauiaré como águila. ¡Te castigaré!, ya lo juro. —No soy un negro esclavo —respondió Sam—. Entonces ya te convertiré en uno de ellos, fué la respuesta del Capitán, dirigiéndose a la escotilla por donde ascendió a cubierta, se quitó el saco y se arremangó las mangas, llamó al primer oficial y dijo: "¡Señor Amerzene, traiga ese hombre arriba castigúelo y extiéndalo como águila!" "Yo observaré cómo se cumple esa orden, para demostrar quién es el capitán de a bordo."
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Los tripulantes y oficiales ascendieron también de la bodega, pero no fué hasta que la orden se repitiera varias veces que el primer oficial se decidió a cumplirla, tomando a Sam, que no hizo resistencia y lo condujo a la batayola. —¿Por qué ordena usted señor castigar ese hombre? —dijo al Capitán el sueco John. Al oír esta pregunta, el Capitán se dio vuelta hacia John, pero sabiéndolo rápido-y resuelto se limitó a ordenar al mayordomo que trajera los grillos y llamando a Russell para que lo ayudara, ambos se abalanzaron sobre John. —"Déjenme tranquilo", dijo ¡ John. "No me opongo a ser engrillado, ustédes no necesitan utilizar la fuerza" y estirando los brazos, el Capitán le colocó los grillos y lo envió a popa al alcázar. Entretanto Sam había sido trincado, esto es estirado con el pecho apoyado sobrelos obenques, los brazos y piernas abiertas y ligadas a los cables, sin chaqueta y la espalda desnuda. El Capitán se colocó en la parte más alta de la cubierta a pocos pasos atrás de Sam, para tener libertad de rebolear el grueso cabo que tenía en la mano. Los oficiales estaban parados alrededor y la tripulación agrupada en el combés. Todos estos preparativos me produjeron síntomas de enfermo y de desfallecimiento, aparte de la cólera y excitación. ¡Un hombre, un ser humano hecho a semejanza de Dios, trincado en esa forma y. castigado como bestia! ¡Un hombre también con el cual yo había convivido comido y mantenido guardias durantes meses y al que tan bien conocía! ¿Si un principio de resistencia cruzara por la imaginación de cualquiera de los tripulantes, qué ocurriría? Para intentarla, desgraciadamente el tiempo había transcurrido. Dos hombres dispararon, sólo quedaban dos, aparte de Stimson, yo y el muchacho de doce años. Ni Stimson y ni yo solamente teníamos suficiente autoridad para imponernos, y provocar un motín, como ellos bien lo sabían, y además por la otra parte, fuera del Capitán habían tres oficiales, un despensero, el agente, el escribiente, y el camarero todos provistos de látigos. 71
¿Frente a este número qué podían hacer los marineros? Si éstos se opusieran se amotinarían, y en el caso de que triunfaran, cometerían un acto de piratería, si después 'se rindieran, no evitarían el castigo y en caso contrario, ¿ qué sería su vida en el futuro? Si el marinero no se resiste a su Capitán, resiste a la ley y sólo una alternativa se le presenta, cometer un acto de piratería o someterse a las soluciones en su contra; éstas son las que debe prever el marinero desde el momento en que se embarca. Revoloteando el cabo sobre la cabeza y acompañando ese movimiento con ondulaciones del cuerpo para adquirir más impulso y por consiguiente, mayor potencia, el Capitán en esta forma castigó repetidas veces la espalda desnuda del pobre hombre, una vez, dos veces, y así llegué a contar hasta seis y mientras aplicaba este feroz castigo, le preguntaba: "¿Me ofrecerás otra vez tus mandíbulas?" El hombre se retorcía de dolor, no pronunció ni una sola palabra. El Capitán le repitió tres veces la pregunta con el mismo resultado. Esto ya era mucho y entonces pronunció en voz baja algunas palabras que no alcancé a oír, pero que significan ser el resultado de un esfuerzo sobrehumano. El dispuso entonces que se le quitaran las trincas. "Ahora a usted" dijo el Capitán dirigiéndose a John quitándole las esposas.Tan pronto como John se vio libre corrió hacia proa y entró al castillo. —"Traigan ese hombre a popa", ordenó el Capitán gritando, el segundo oficial que había estado en el castillo con la gente desde el principio del viaje, se mantuvo en el combés, y el primer oficial se dirigió lentamente a proa, con intención de demostrar su celo en el cumplimiento del deber, saltó a proa por sobre el molinete, y trató de prender a John, pero éste inmediatamente se alejó. El Capitán se encontraba en el alcázar, revoleando el látigo con la cabeza descubierta, la mirada que arrojaba rabia y la cara roja como sangre al mismo tiempo que gritaba a sus oficiales diciéndoles; "Arrástrenmelo hasta aquí". ¡Agárrenlo que yo lo voy a endulzar;, etc., etc. El primer oficial se dirigió entonces a proa y suavemente le pidió a John, que fuera al alcázar, pero viendo que no le obedecía, y diera un empellón al tercer oficial, al mismo tiempo que decía: "Yo iré solo a popa" a mí nadie me arrastrará y diciendo esto, se dirigió a la batayola y alzó los brazos, pero tan pronto como el Capitán comenzó a trincarlo, su dignidad se sublevó y comenzó a resistirse. Ayudado el Capitán por el primer oficial y por Russell, rápidamente fué trincado. Una vez realizado esto, John miró al Capitán en momentos én que éste se recogía los pantalones y las mangas, para tener mayor libertad de acción y le preguntó: ¿Por qué razón me va a castigar? —¿He dejado alguna vez de cumplir con mis deberes? —¿ No sabe usted que nunca me he quedado atrás, que nunca he sido insolente y que conozco bien mi trabajo? "No" respondió el Capitán no son esas las causas por las cuales yo te castigo. "Te castigo por intromisión, por formular preguntas". ¿No puede el hombre hacer una pregunta sin ser castigado por ella? ¡No!! gritó el Capitán, nadie deberá abrir la boca si no yo, a bordo de este buque, y comenzó a aplicarle azotes, revoleando dos veces el cabo entre cada uno para producir mayor energía y efecto y a medida que lo azotaba, poniéndole a bailar sobre cubierta, para continuar luego esa tarea, al mismo tiempo que expresaba: "Si quieres saber por qué te castigo te lo diré": —"Lo hago porque me agrada". "Lo hago porque me deja contento", "esas son las razones porque te castigo". El hombre se retorcía por el dolor, hasta que no pudiendo soportar más se le escapó una exclamación más usual entre extranjeros que entre nosotros diciendo: "¡Oh Jesucristo! ¡Oh Jesucristo!"... "No invoques a Jesucristo, gritó el Capitán. El no te puede ayudar, llama al Capitán Frank Thompson ¡éste es el hombre! ¡Este es quién puede ayudarte, Jesucristo no puede ayudarte ahora! —Estas frases que yo jamás olvidaré, hicieron correr frío por la sangre. Me enceguecí, me sentí enfermo, me aparté y apoyándome en la batayola comencé a contemplar el mar. 72
Rápidos pensamientos pasaban por mi mente, relativos a nuestra situación y al deseo de ser castigado al Capitán cuando regresáramos al puerto de procedencia, pero el ruido de los azotes y los gritos del hombre, me hicieron volver en mí una vez más. Por último, todo esto terminó y dándome entonces vuelta, vi al primer oficial que obedeciendo la orden del Capitán destrincaba a John que doblegado por el dolor, se dirigía lentamente a proa y se introdujo en el castillo. Todos permanecimos inmóviles en nuestros puestos, mientras el Capitán hinchado por la rabia y por la importancia del acto, que acababa de cumplir, paseaba por el alcázar y en cada paseo cuando nos enfrentaba, nos llamaba para decirnos: "Yo saben ustedes cuáles son sus condiciones". ¡Ya saben lo qué hago con todos! ¡y lo qué les espera! ¡ustedes se han equivocado respecto de quién era yo! "Yo los pondré a raya a todos ustedes y los castigaré, desde el aprendiz, para arriba y de proa a popa." "Sepan ustedes que tienen un conductor". ¡"Sí, un conductor de esclavos, un conductor de negros!" ¡Yo veré quién es aquél que se niega ser un negro esclavo! Con estas frases y otras análogas, bien calculadas para atemorizarnos y alejar conatos de futuras molestias, nos entretuvo casi durante diez minutos, hasta que descendió a la cámara. Poco tiempo después John se dirigió a popa con el cuerpo descubierto y la espalda cubierta de telas que defendían en todas direcciones las señales dejadas por los azotes y temeroso y cabizbajo dijóle al mayordomo pidiera al Capitán, le facilitara algún bálsamo para curar sus heridas. —"No" contestó el Capitán desde abajo, que había oído hacer el pedido, "contéstele que se ponga la camisa, ¡es lo mejor que puede hacer y que me conduzca a tierra en el bote, porque nadie debe estar sin hacer nada a bordo de este barco! En seguida el Capitán llamó al señor Russell, para que con esos dos hombres y otros dos más lo llevaran a tierra.Yo fui uno de los designados, Sam y John apenas podían encorvar las espaldas para bogar, pero el Capitán les ordenó, ¡que dieran más camino!, pero observando que hacían lo que mejor podían, no les repitió la orden. El agente estaba a popa gobernando con los guardianes, pero durante toda la travesía —una lengua más o menos— no se pronunció a bordo una sola palabra. Desembarcamos, el Capitán, el agente y el oficial ascendieron la pendiente hasta la casa, dejándonos con el bote. Yo y otro tripulante quedamos cerca del mismo, mientras John y Sam, comenzaron a caminar alejándose lentamente para sentarse luego en unas rocas y dialogaron durante un rato, pero después se separaron para sentarse aisladamente. Yo temía algo de John. Era un extranjero y de carácter violento y estaba sufriendo física y moralmente, estaba armado con su cuchillo y el Capitán iba a regresar solo hasta el bote. Pero nada ocurrió y regresamos a bordo tranquilamente. El Capitán probablemente estaba armado, por eso si cualquiera de los dos hubiera levantado un brazo, en señal de amenaza o de ataque, seguramente el sobreviviente, no habría podido hacer otra cosa que fugar y esconderse en los bosques de California, donde habría muerto de hambre o sería capturado por los soldados indígenas que por sólo el ofrecimiento de veinte dólares, habrían cumplido esa comisión. Después del día de duro trabajo, entramos al castillo a comer nuestro simple alimento, guardando todos el más absoluto silencio.Era sábado, ya era noche, pero no se escuchó ninguna canción ni se recordaron a las esposas ni a las novias. Parecía que todo estaba cubierto con un manto de tinieblas. Los dos hombres se recostaron en sus cuchetas, quejándose de dolor. Los demás también nos acostamos, pero en cuanto a mí no para dormir, porque de cuando en cuando en las cuchetas de los dos hombres se oían movimientos y ruidos que bien indicaban hallarse ellos despiertos, porque despiertos tenían que estar ya que difícilmente podían hallar postura por largo tiempo. La poca intensidad de luz que proyectaba el bombillo, que colgado del techo se balanceaba en el obscuro ambiente de la cueva donde vivíamos, sugirieron a mi imaginación, diversas reflexiones y malditos propósitos.
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No temía realmente que al Capitán se le ocurriera castigarme personalmente, pero la situación de nuestra vida sometida a la tiranía, de un hombre desalmado y caprichoso, con la jurisdicción de un país de características anormales, como el que nos encontrábamos, la larga duración del viaje, la incertidumbre sobre nuestro regreso a Boston y luego, si realizábamos los proyectos para obtener justicia y satisfacción para estos dos pobres hombres, hice votos para que si Dios me proporcionaba los medios, yo haría algo a fin de que se les diera satisfacción, y se aliviaran sufrimientos, de esta clase, de los cuales mi suerte me había permitido no experimentarlos. El día siguiente fué domingo. Trabajamos como de costumbre, baldeando las cubiertas, etc., hasta la hora del desayuno y terminado éste, condujimos a tierra al Capitán, donde encontramos algunos cueros que habían sido traídos la noche anterior. El Capitán, me ordenó permanecer en tierra-para cuidarlos, disponiendo además que el bote regresara al buque y regresara a la tarde a buscarlo. Quedé solo y pasé un día tranquilo en la loma comiendo con los tres hombres que habitaban en la casita. Desgraciadamente éstos no tenían ni un libro, de modo que el tiempo transcurrió conversando y caminando por los alrededores hasta que comencé a aburrirme de no hacer nada.Nuestro pequeño barco, el hogar donde tantos malos ratos y sufrimientos habíamos pasado, permanecía tranquilamente fondeado a una distancia tan larga que apenas podía avistarlo. Ninguna otra cosa quebraba la amplia y quieta superfcie del agua de la gran bahia, salvo una pequeña isla, de aspecto triste, limitada por una costa alta y rocosa, de silueta cónica, cubierta por una tierra arcillosa sin el más mínimo signo de vida vegetal. A pesar de ésto no dejaba de tener su misión, no dejaba de despertar un interés lleno de melancolía porque en su parte más elevada se hallaban enterrados los restos de un subdito británico, que fue comanaante de un velero mercante y falleció mientras su buque estaba fondeado en este puerto. Este lugar fué siempre para mí un rincón solemne que me despertó afectos por él. Allí estaban aislados, solitarios en medio de la mayor desolación, los restos de un marino, que fueron enterrados sin la presencia de familiares o amigos. Si el lugar hubiera sido un cementerio, no me habría producido semejantes impresiones. La soledad de ese cadáver, concordaba con la soledad del ambiente reinante. Fué éste el lugar de California que más me emocionó en forma que podría llamarse patética porque además del hecho del hombre muerto, lejos del hogar, sin amigos a su alrededor y enterrado sin ceremonia fúnebre puesto que supe, que cuando murió, su primer oficial, contento de verse libre de él, ordenó, a la gente se apresurara a llevar el cadáver al monte de la isla sin discursos fúnebres y regresasen pronto a bordo. Al caer la tarde, empecé a mirar hacia el mar para ver si venía el bote; fué solamente en el momento que el sol se ocultaba, vi que venía la falúa de a bordo con el Capitán. Me di cuenta entonces, que los cueros no serían embarcados en la embarcación. El Capitán descendió a tierra, subió a la loma acompañado de un marinero que me traía mi capote y una manta. El Capitán tenía un aspecto de gran seriedad, pero me preguntó si había comido suficiente y me ordenó que construyera una choza y que me abrigara bien porque debía dormir en ella, para cuidar los cueros. Conseguí un momento para hablar con el hombre que me trajo el abrigo preguntándole: ¿Cómo andan las cosas a bordo? "Bastante mal, mucho trabajo pesado y no se habla una sola palabra."—"¡Qué! le repuse* ¿han trabajado ustedes todo el día? —"¡Sí! no hay más domingo para nosotros. Toda la carga se ha removido en la bodega, la que estaba a popa, se hizo pasar a proa y la que estaba arriba se ordenó alojarla en el fondo sobre la quilla. Terminado este diálogo entré en la casa para comer, teníamos fréjoles, el perpetuo alimento de los californianos, pero cuando están bien cocinados, son las mejores judías del mundo, luego café hecho a base de trigo tostado y galleta.
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Después de la comida, los tres hombres se sentaron en el suelo a la lumbre de una vela de sebo y con unas barajas españolas, sucias y engrasadas, comenzaron la partida de un juego que llamaban "treinta y uno" especie de la siempre viva española. Los dejé y fui a armar mi vivac y excepto los tres hombres, en la casa no había un ser . viviente en un legua a la redonda. Los coyotes, (animal silvestre de naturaleza y aspecto entre lobo y zorro), lanzaban estridentes y rápidos ladridos y las lechuzas cruzaban el espacio alternándolos con sus graznidos lúgubres.Antes del anochecer había oído este grito, pero no sabía lo qué era, hasta que unos hombres que vinieron a ver mi choza, me dijeron que eran graznidos de lechuzas. Con el espíritu apesadumbrado por la soledad y la obscuridad de la noche, esos graznidos dieron nacimiento en mi corazón a una cierta melancolía y a la creencia en presagios.Durante casi toda la noche esos graznidos se repitieron a intervalos regulares y sólo eran interrumpidos por los fuertes ladridos de los coyotes, algunos de los cuales se aproximaban hasta mi choza siendo vecinos nada agradables. Antes de amanecer el bote grande vino a la costa y los cueros fueron cargados en él. Permanecimos en San Pedro más o menos una semana, ocupados en la carga de cueros y otras faenas aue se habían convertido en un trabajo usual. Permanecí otro día en este lugar, vigilando los cueros y otras marcaderías, y tuve la oportunidad de encontrar en un rincón de la casa, parte del volumen del libro de Scott, el "Pirata". Como lo encontré felizmente, en un momento en que no tenía trabajo, me lo llevé a la choza y allí pude leerlo entreteniéndome luego en aprender bastante sobre las costumbres, puertos, etc., de esta región. Por los tres hombres de la casa, supe que este puerto de San Pedro, era peor que el de Santa Bárbara, quizá el peor puerto de la costa para las suestadas, porque la punta de la bahía que debe defenderla, está en un punto y medio,, más a barlovento del que es necesario y que la bahía arma una terrible marejada quebrada, debido a su poco fondo, y la mar quebra furiosamente hasta la zona del fondeado vio de nuestro barco. El temporal que en Santa Bárbara nos obligaba a largar por ojo la cadena, habría sido aquí también mucho más terrible, porque toda la bahía se cubre de rompientes en una legua de extensión y llega hasta la isla del Hombre Muerto. El "Lagoda" que estuvo fondeado aquí largó por ojo la cadena con el primer signo de alarma y tuvo que dejar fondeado su bote por carecer del tiempo necesario para izarlo. Durante varias horas el bote se zangoloteó en la marejada, cabeceando hasta poner la quilla vertical. Me dijeron también que lo observaron hasta entrada la noche, pero que al haberse cortado el cable, amaneció al día siguiente bien en seco sobre la playa, arrastrado por las rompientes. A bordo de nuestro "Pilgrim", todo había marchado con regularidad, cada uno había tratado de desempeñarse en la forma más suave posible, pero las comodidades del viaie evidentemente habían llegado a su término. "Era ésta una larga callejuela sin salida." —A todo perro le llega su día, "el mío también estaría por llegar" v proverbios análogos, se repetían y no tenían fin, pero nadie hablaba sobre la probable terminación del viaje, ya fuera en Boston o en cualquier otro puerto parecido o no, porque si tal afirmación se expresara, la respnesta del camarada indefectiblemente era: "Boston? puedes, agradecer a la estrella de tu destino, si lo vuelves a ver." Tendrás tu espalda enfundada, tu cabeza soldada y tus pies calzados con herraduras, v así escribirás el diario de tu vida californiana. Otras cosas semeiantes se decían a bordo, como, "antes de que llegues a Boston los cueros te habrán eliminado la cabellera", "ganarás tus jornales recibiendo roñas en pago y no tendrás suficiente sueldo para comprarte una peluca". El tema sobre los castigos rara vez, más bien nunca fué tratado por nosotros en el castillo de proa. Si algunó se inclinaba a conversar sobre ese asunto, los demás con delicadeza que jamás creí podían poseer esos hombres, lo hacían callar o se apresuraban a cambiar el sentido de la conversación. El comportamiento de los dos hombres tan brutalmente castigados, era digno de admiración.
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Sam sabía que John había sufrido el castigo por su culpa y agregaba en sus quejas que si él hubiera sido el único castigado, el asunto perdería importancia, pero que nunca se perdona en el pensar que él había sido el causante de su desgracia y John por su parte tampoco expresó una palabra o una maldición, para recordar que por causa de un camarada, a quien pretendía defender había sido castigado en tal forma. Para nadie era un secreto que en tal situación, debíamos haberlos ayudado, pero estamos seguros que ninguno de los dos pensaron en el auxilio de Stimson y mío. Mientras nosotros le demostrábamos nuestras simpatías, teniendo en cuenta su sufrimiento como también nuestra indignación por la brutalidad del Capitán, tampoco nos cinsiderábamos seguros de que estas dificultades no se dirigieran luego hacia nosotros, por esto nos mantuvimos bien apartados, pero sin renunciar a la promesa de ayuda cuando ellos se encontraran en sus hogares . (!) Debido al cambio de barco, que después ocurrió, el Capitán Thompson arribó a Boston casi un año antes que el Pilgrim y se encontraba ausente en navegación cuando Sam y John llegaron. Poco después de la publicación de la primera edición de este libro en el año 1841. recibí una carta de Stimson fechada en Detroit, Michigan, donde entonces vivía dedicado nuevamente al comercio, carta de la que hago el siguiente extracto; "En cuanto a las consideraciones sobre la escena del castigo, creo que usted ha hecho una clara descripción y si algo resultara demasiado indulgente en ella, sería el brutal y cobarde comportamiento del Capitán Thompson con esos dos hombres. Como yo me encontraba en la bodega, en el momento en que la riña comenzó, puedo hacerle una corta relación de lo que allí vi. Teníamos que retirar mercaderías en la bodega proa y para hacerlo era preciso pasar primero los cueros a la bodega de popa, una vez que habíamos retirado parte de los cueros, tuvimos a la vista los cajones en que estaba la mercadería que teníamos que sacar y entonces pretendimos no retirar más cueros sino simplemente sacar los cajones. Mientras hacíamos esto, Sam, se lastimó la mano y lógicamente se quejó lanzando además algunas malas palabras, sin darse cuenta que el Capitán Thompson estaba próximo a él. El Capitán Thompson entonces le preguntó en forma muy poco moderada que era lo que ocurría. Sam debido a sus quejas por ese dolor no pudo responder inmediatamente, aunque se esforzó por hacerlo lo más pronto posible, y en la forma que puede hacerlo aquel que sufre por el dolor, es decir, dando una respuesta corta y áspera y no explicativa y larga. La forma en que se explicó fué la causa que Sam dio lugar al castigo y no exagero en lo más mínimo. Después de haber atestado con cueros todos esos espacios libres, viramos el ancla e hicimos rumbo a San Diego. En ninguna maniobra puede observarse más claramente la disposición y habilidad de la tripulación, que en la de zarpar. Todos actúan en ella "con voluntad" y en el aparejo, más parecen gatos que hombres. Las velas se despliegan instantáneamente. Todos emplean máxima energía en el empleo de sus pasadores y el molinete gira rápido al grito de, ¡"Vira! ¡Vira! mientras la lengüeta del crique suena. Pero ahora en nuestro barco no ocurre eso, ninguno ascendió al aparejo con rapidez, el molinete giró despacio. El primer oficial lanzaba en alta voz toda * la retórica oficial del caso, expresando al final "¡Viren con voluntad!" "¡Viren hombres de corazón!" "¡Viren con placer!" "¡Viren e izen el muerto!" "¡Viren y zarpemos!" etc., pero a pesar de estas órdenes, a ninguno se le contagió entusiasmo. Nadie forzó sus espaldas ni sus muñecas. Cuando el ancla zafó y apareció fuera del agua y el aparejo de gata se amarró, todos lo cobraron, incluso el cocinero, el mayordomo pero sin canto alguno del "Hombre victorioso", como siempre había ocurrido antes, sino cobrando en el mayor silencio. El ancla llegó a la gata lentamente. "Cantemos Victoria", dijo el primer oficial pero nadie le contestó. El Capitán se paseaba en el alcázar sin pronunciar palabra. Seguramente habría observado el cambio, ya que oficialmente no tenía noticia de ello. Navegamos costeando hacia el sur, con brisa fresca que permitía mantener un buen sotavento por babor. 76
Avistamos otras dos misiones que aparentaban bloaues de yeso blanco relumbrando a la distancia, uno de ellos situado en la cima de una colina alta, era San Juan Capistrano, donde algunas veces los buques se acercan y fondean durante la estación de verano, para cargar cueros. A la puesta del sol del segundo día de navegación teníamos a la vista por la proa, una punta cubierta de bosque, detrás de la cual se encontraba el pequeño puerto de San Diego, punto de nuestro destino. Estuvimos encalmados toda la noche frente a esta punta, pero por la mañana siguiente que era sábado 14 de marzo, nos alcanzó una buena brisa, que nos permitió montarla para llegar a la pequeña rada que más bien era la boca de un río sin importancia. Cada uno de nosotros deseaba ver el panorama y detalles del nuevo fondeadero. Una cadena de altas colinas nacía en la punta que quedaba a babor entrando, protegiendo el puerto por el N. y el W. y se prolongaba hacia el interior, hasta donde la mirada alcanzaba a dominar. Por otros lados la tierra era baja y verde pero sin árboles. La entrada era angosta a tal punto que sólo admitía un buque a la vez, la corriente era intensa y el canal se dirigía muy cerca de una punta pedregosa, tan próxima, que parecía que las rocas tocaran el casco. No había población a la vista, pero en la límpida playa de arena enfrente y a un cable de distancia de donde se hallaban fondeados tres buques, se veían cuatro casas grandes, construidas toscamente con tablas, el aspecto de ellas era más bien parecido al de los grandes galpones que existen en Boston, para almacenar hielo; en éstos se depositaban los cueros. También se veían próximos a los galpones a unos hombres con camisas rojas y anchos sombreros de paja que entraban y salían por las puertas de los depósitos. De los tres barcos, uno era un bergantín goleta, corto y de mucha obra muerta que en seguida reconocimos ser el "Loriotte". Otro de proa afilada y mástiles apopados, recientemente pintado y embreado brillaba con el sol de la mañana, en el pico el pabellón rojo con la cruz de San Jorge, era el elegante "Ayacucho". El tercero era un buque mangudo con mastelerillos recalados y velamen sin aferrar, de aspecto rústico y estropeado por el trabajo de transportar cueros continuamente durante dos años. Este era el "Lagoda". Cuando nos aproximamos impulsados rápidamente por la corriente, filamos la cadena y largamos las escotas ¡Fondo! ordenó el Capitán, pero como no había suficiente cadena frente al molinete, el ancla cayó enredada o teníamos demasiada estropada, el caso fué que el ancla no mordió. ¡Fila más cadena! ordenó el Capitán. A pesar de cumplirse esta orden el ancla no mordía el fondo. Antes de tener alistada la segunda ancla para fondearla, nuestro barco se abatía atravesado a la corriente y fué a abordar al "Lagoda" cuya tripulación estaba almorzando en el castillo, pero el cocinero que vio que nos íbamos encima, salió rápidamente de la cocina y llamó a los oficiales y tripulantes. Afortunadamente no causamos mucho daño. Su bauprés pasó entre nuestros dos palos, arrancando parte del aparejo y rompió en parte la regala. El "Lagoda" perdió el moco del bauprés y luego filó más cadena para apartarse de nosotros y entonces presentamos la proa a la corriente fondeando la segunda ancla. Esta maniobra como la primera salió también mal, pues, garreamos y abordamos al "Loriotte". El Capitán dio nuevas órdenes disponiendo cazar las gavias enfachando y ovien-tando el paño alternativamente, con la esperanza de zarpar las anclas o aclararlas, pero todo fué en vano. Luego se sentó sobre la borda y tomándolo tranquilamente llamó al Capitán Nye anunciándole que le haría una visita. Abatíamos marcadamente hacia el "Loriotte" hasta que su amura de babor abordó nuestra aleta de estribor arrancándonos parte de la borda en ese lugar y quebrándose la cebadera de estribor y uno o dos candeleros de cubierta.
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Vimos sobre el castillete del "Loriotte" a nuestro amigo, el hábil marinero Jackson trabajando afanosamente con sus canacas para aclararnos. Después de haber filado más cadena presentamos la proa y quedamos apartados, pero nuestras anclas debían haberse enredado en las del "Loriotte" porque alando y cobrando con el molinete no obteníamos resultado alguno. A veces el barco avanzaba sobre el cable pero repentinamente aflojaba y retrocedía. Comenzamos así a abatir sobre el "Aya-cucho" cuando de él se desprendió un bote conduciendo a su Capitán Wilson. Era este capitán un hombre bajo, bien plantado y activo, representaba tener más o menos cincuenta años de edad, veinte años mayor que nuestro Capitán. Verdadero hombre de mar no vaciló en anunciarse y en tomar gradualmente el mando de la manibra del Pilgrim, ordenando a nuestra gente orzar, arribar, acuartelar los sobres establecer los foques y la mayor, cuando consideraban necesario. Nuestro Capitán dio pocas órdenes, pero como Wilson generalmente lo contradecía, advirtiéndole en forma afable y paterna: ¡Oh, no! Capitán Thompson, no es necesario hacer trabajar el foque, o esto otro. "No ha llegado el momento de acuartelar". Estas observaciones dejaban sin efecto sus órdenes. Nosotros no hacíamos objeciones a estas cosas, porque Wilson era un hombre bondadoso y tenía un tono serio y agradable en la forma como nos ordenaba que a nosotros no nos quedaba otro recurso que cumplir gustosos sus órdenes. Después de dos o tres horas de labor en el molinete, orzando y arribando para cobrar la cadena con toda nuestra voluntad conseguimos zafarla enredada al cable del "Loriotte".
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Una vez aclarado esto y fondeada el ancla nuevamente, izamos la segunda ancla que había garreado a través de casi la mitad del puerto. Ahora dijo Wilson, yo les buscaré un buen tenedero, e izando ambos juanetes, condujo al barco aguas abajo, fondeándolo en excelente estilo, directamente frente a los galpones de cuero que debíamos utilizar después. Hecho esto se despidió y nosotros aferramos el paño y luego fuimos al almuerzo, que fué bienvenido, porque habíamos trabajado duramente, no habíamos comido nada desde la tarde del día anterior, y eran marcando ya cerca de las doce del día. Después de almorzar nos ocupamos en arriar botes y establecer amarras. Después de comer, dos de nosotros llevamos al Capitán a bordo del Lagoda. Cuando llegamos al costado del barco, dio su nombre al primer oficial que estaba recostado en la batayola y éste en seguida llamó al Capitán Bradshaw diciéndole: "el Capitán Thompson está a bordo, Señor" y el viejo Bradshaw le respondió en tono áspero y seco que se oyó en toda la cubierta. ¿Ha traído su barco con él? Esto mortificó bastante a nuestro Capitán y dio lugar a que entre nosotros surgieran bromas que quadaron de tema durante todo el resto del viaje. . El Capitán descendió a la cámara y nosotros hacia proa y nos asomamos por la puerta del castillo viendo a los hombres que estaban comiendo, "Bajen camaradas". "Bajen nos dijeron tan pronto nos vieron y bajamos sorprendidos de la amplitud del castillo a catorce hombre, comiendo de sus fuentes y platos, bebiendo té y hablando y riendo con la independencia de cualquier escribiente de "aserradero de madera". Todo esto daba aspecto de confort y por consiguiente, de falta de descontento, cuando lo comparábamos con nuestro pequeño castillo de proa y su ambiente sombrío. Era la noche de sábado, esos hombres habían trabajado toda la semana y desde esa noche nada tendrían que hacer hastta el lunes, después de dos años de penosos trabajos durante los cuales habían visto lo peor de toda la California, tenían ya casi toda la carga estibada y se hallaban en condiciones de zarpar para Boston dentro de una o dos semanas.
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Pasamos algo más de una hora con ellos, conversando sobre California hasta que se oyó la voz de: "los del Pilgrim a largarse", y regresamos a nuestro barco. La gente del Lagoda, era fuerte e inteligente, aunque un poco ruda, sus trajes remendados al uso de California, eran hábiles marineros de edad entre veinte y treinta y cinco o cuarenta años. Nos preguntaron sobre nuestro barco, las costumbres de a bordo etc., y quedaron muy sorprendidos con el relato de los azotes. Nos dijeron que con frecuencia se presentaban dificultades en los barcos que navegaban en la costa, llegando a producirse volteadas a golpes y peleas, pero que nunca habían oído hablar de castigos y azotes. Para ellos el castigo de "águila estaquiada" era algo así como una nueva especie de pájaro en California. Nos dijeron que los domingos se concedía siempre asueto en San Diego tanto en los trabajos de galpón, como en los de a bordo, durante el cual un buen número de marineros se dirigía con toda libertad hacia el pueblo. Aprendimos también bastantes cosas relativas al cuidado y almacenaje de cueros, etcétera, y mostraron esos marineros del Lagoda, bastante interés en las últimas noticias de Boston que le dimos, aunque tenían ya siete meses de antigüedad. Una de las primeras preguntas que nos hicieron, era averiguar algo sobre el Padre Taylor, predicador de los marinos en Boston. Después la conversación versó, sobre averiguaciones, historias, cuentos que generalmente se escuchaban en los castillos de proa y quizá después de todo, no peores, ni más groseros e indignos que aquellos que se tienen oportunidad de escuchar entre caballeros bien vestidos, sentados alrededor de sus mesas.
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CAPITULO XVI DÍA DE LIBERTAD EN TIERRA El día siguiente domingo, baldeamos, aclaramos la cubierta y almorzamos. El primer oficial vino a proa y dio permiso a una guardia para bajar a tierra. Tiramos a la suerte y ésta favoreció a la guardia de babor. Instantáneamente todo fué preparación, utilizándose los baldes de agua dulce, que se permite tener en puerto, y jabón. Vestimos los sacos y pantalones de paseo, después de haberlos cepillado bien, calzamos zapatos, nos colocamos las corbatas y sombreros, prestándose tales prendas a quienes carecían de ellas. Todos quedamos listos para bajar a tierra. Se preparó el bote para conducir a tierra a los "hombres en libertad" y nos sentamos a la popa "como pasajeros de lujo", saltamos a la costa e iniciamos la caminata hacia el pueblo que distaba unas tres millas. Es verdaderamente lástima que no se hayan dispuesto, otros medios para ser adoptados en los buques mercantes otros sistemas con relación al día franco a tierra. En puerto, las tripulaciones son mantenidas trabajando durante toda la semana, y el único día para el descanso o diversiones es el domingo y si no desembarquan ese día, no pueden hacerlo en ningún otro. He oído que un Capitán religioso concedía permiso los sábados después de las doce. Este sería un plan conveniente, si los capitanes se convencieran de las ventajas que ofrecería dar esa libertad a sus tripulantes, por que especialmente los jóvenes marineros, muchos de los cuales fueron enviados tomando en | cuenta la santidad del día domingo, se ven oibligados a quebrantarla y esta intensa tentación de suprimirla resulta para ellos perjudicial. Como resulta en la realidad, difícilmente puede esperarse que una tripulación que ha soportado una prolongada y dura travesía, pueda rechazar alguna spocas horas de libertad para librarse de la fatiga de las faenas y restricciones de la disciplina y la oportunidad de bajar con licencia, pisar tierra firme y conocer los lugares y costumbres sociales, y la gente que los habitan, para lo cual sólo disponen del domingo. Nunca olvidaré la deliciosa sensación de vagar al aire libre, rodeado de pájaros que cantaban a mi alrededor, escapado así de la limitación que exige la labor diaria bajo la disciplina extricta de a bordo. Me creí vivir de nuevo, siendo por ese día mi propio Capitán. La libertad del marinero sólo dura un día, pero cuando este día llega, es libertad completo, por que no se está vigilado por ojo alguno y por eso se puede hacer lo que se desea y dirijirse donde se quiera. Este día —puedo decirlo sinceramente— cuando se presenta por primera vez, hace notar lo que verdaderamente significa la dulzura de la libertad. Stimson estaba conmigo, y dando espaldas al barco, echamos a andar lentamente, conversando sobre el placer que se goza, al considerarse sus propios amos; sobre los tiempos pasados, cuando vivimos libres, rodeados por los amigos, allá en nuestra América y los proyectos a realizar cuando regresáramos, planeando lo aue haríamos en nuestros hogares a la vuelta del vieja. Era maravilloso como se volvían optimistas nuestros pensamientos en esta libertad y tan distinto sde cuapdo los tratábamos en la obscuridad del castillo de proa la noche siguiente a los azotes en San Pedro. No son insignificantes las ventajas que resultan de un día de libertad para los tripulantes, porque ésta les infunde ánimo, y los vuelve optimistas y independientes a la vez insensibles a las distintas fatigas del trabajo de a bordo durante algún tiempo después. Stimson y yo resolvimos quedar juntos dentro de lo posible, siempre pensando que no debíamos dejar a un lado a los demás camaradas, los que sospechaban que así lo haríamos, dado la diferencia de cuna y educación nuestra comparada a la de ellos, pero no fué así y no les hicimos notar que nos avergonzábamos de su compañía en tierra y no tomamos aire de señores aparte. Esto no habría sido tolerable entre gente de mar.
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Cuando el viaje termina, cada cual toma su camino, pero mientras se pertenece al mismo buque, todos los tripulantes deben ser camaradas también en tierra, porque de lo contrario el que no lo es, dejará de serlo también a bordo. Prevenido de todo esto antes de haberme embarcado para el viaje, no me vestí con traje de señor, sino que fui vestido como los demás con pantalón de brin, chaqueta azul y sombrero de paja, traje que no me permitía compañías de categoría, y demostraba mi intención de no separarme de los camaradas, alejando así de ellos toda sospecha al respecto. Nuestra tripulación se relacionó en tierra con algunos tripulantes de otros buques y así a estilo marinero, hizo rumbo al primer despacho de bebidas que hallaron en el camino, representado por una construcción de adobe, compuesta de una sola pieza donde se expendían licores, conservas, mercaderías, de las Indias Occidentales, calzado, pan, frutas y todos aquellos artículos vendibles en California. Este despacho pertenecía a un yanki tuerto, de la costa oriental que se embarcó en un ballenero destinado al Océano Pacífico y lo abandonó en las islas Sandwichs y posteriormente, se dirigió a California y estableció esta pulpería. Stimson y yo seguimos a nuestros camaradas, por que sabíamos que si nos llegáramos a beber con ellos cometeríamos una gran afrenta, pero sí resolvimos aprovechar la primera oportunidad para independizarnos de esa compañía. Es una costumbre universal entre los marineros, que en estas reuniones se beben tantos vasos, cuantos son los presentes, abonando cada uno "una vuelta", costumbre obligatoria que incluye también el pulpero. Cuando entramos a la pulpería, se discutía entre nuestra tripulación y los otros a cual de los dos grupos debía iniciar la invitación, resolviéndose la cuestión en favor del otro grupo, que inició las vueltas de bebida, pagando una cada uno y como había bastante presentes, incluyendo a algunos ganapanes que se habían colado, calculando lo que iba a ocurrir conocedores de la hospitalidad y galantería del marino, ayudaron a vaciar los bolsillos de los pagadores que cada vaso costaba 12 1/2 centavos. Llegó por fin el turno de pago a los nuestros y Stimson y yo deseando escaparnos pedimos ser los primeros pagadores, pero no lo conseguimos porque para seguir la ley y el orden de estas reuniones, son los más viejos marineros, los primeros que convidan y además les desagradaba ser precedidos por dos jóvenes y por grado o por fuerza, tuvimos que esperar nuestro turno con el doble temor de llegar tarde para encontrar caballos y marearnos con el alcohol, desde que no podíamos rehusarnos a beber en ninguna vuelta ; esta negativa siempre es tomada como un insulto. Habíamos cumplido con nuestros turnos y deberes de la reunión y no sfuimos a caminar para encontrar dos caballos para alquilar y recorrer así los alrededores. Al principio tuvimos poco éxito; sólo encontrábamos unos sujetos perezosos que a todas nuestras preguntas respondían con el eterno balbuceo de "Quien sabe", respuesta oue parece ser la que corresponde dar en todos los casos. Después de varias tentativas, al fin encontramos un muchacho indígene de las islas Sandwich oue trabajaba a los órdenes del Capitán Wilson del "Avacucho". quien al enterarse de lo que buscábamos pronto se arregló y nos consiguió dos caballos ensillados y con cabezal y sus riendas. Cada caballo tenía un lazo enrollado sobre el cuervo de la silla. El muchacho nos dijo que podíamos utilizarlos durante todo el día sin límite de radio, pero que debíamos devolverlos a la noche en la plava, pagando como alquiler adelantado un dólar por ambos. Los caballos parecen ser las cosas más baratas de California. Algunos muy buenos se compran por menos de diez lólares y aquellos otros menos importantes por tres o cuatro dólares. El alquiler del caballo incluye el de la montura y el trabajo de agarrarlos y ensillarlos. Al regreso lo que me interesa es que la montura no haya sido estropeada, lo que le haya sucedido con caballo no tiene importancia, aunque haya desaparecido.
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Montamos nuestros caballos que eran dos animales briosos y que obedecían a la rienda (al modo de la caballería presionándola sobre pretende dirijir, y no tirando de la del lado el pescuezo por el lado contrario, al cual se al cual se intenta doblar. El primer lugar que visitamos fué el viejo y ruinoso presidio, que se halla sobre un terreno elevado cerca de la aldea a la que domina. Está construido en forma de-plaza abierta igual a todos los demás presidios y era su estado muy ruinoso con la excepción de uno de los costados donde vivía el comandante con su familia. Había solamente dos cañones, uno de los cuales estaba clavado y el otro carecía de cureña. Una docena de individuos semi vestidos y de aspecto semi hambriento formaban la guarnición y según se decía no había un fusil para cada uno de ellos. La pequeña colonia se hallaba directamente debajo del fuerte y se componía de unas cuarenta chozas o casas de un color pardo oscuro y tres o cuatro más grandes y blanqueadas que pertenecían a la gente de razón.Esta ciudad es alrededor de la mitad de oMnterey o aSnta Bárbara y tiene poco o ningún comercio. Del presidio nos dirigimos a la Misión que nos dijeron estab a una distancia de tres millas. La campiña es más bien arenosa y por millas y millas no se veía un árbol, pero donde el pasto creía verde y abundante había malezas y bosquecillos y la tierra aparentaba ser fértil.Después de un agradable paseo de un par demillas, avistamos las blancas paredes de la Misión y vadeando un pequeño riacho llegamos aella. La misión está construida con adobe y revocado.En su conjunto presentaba un aspecto llamativo debido a la irregularidad de las construcciones conectadas unas con otras, distribuidas a la vez en forma de plaza hueco, con la iglesia en un extremo elevándose sobre el resto de las edificación y es provista de torre con cinco campanarios, de cada uno de los cuales, pendía una campana y somontados por grandes cruces de hierro muy oxidadas. Justamente hacia afuera de la edificación y junto a las paredes había veinte o treinta pequeñas chozas, construidas con paja y ramas de árbol, en las que vivían unos pocos indios bajo la protección y al servicio de la Misión. Entrando por el portón, llegamos a la plaza abierta donde reinaba un silencio funerario. Hacia un lado se hallaba la iglesia y hacia el otro una hilera de construcciones altas con ventanas y rejas, al frente otro grupo de construcciones más chicas que parecían oficinas y hacia el cuarto lado sólo había una alta pared de unión. No se veía ningún ser viviente. Dimos dos veces la vuelta a la plaza con la esperanza de despertar a alguien, pero sólo avistamos un monje alto, con la cabeza afeitada, calzando sandalias y vestido con el traje gris de los frailes, que salió de una puerta, cruzó rápidamente la galería y desapareció sin haber tomado noticias de nosotros. Al terminar las dos vueltas, detuvimos los caballos y por fin apareció un hombre frente a una de las pequeñas construcciones. Nos dirijimos a él, observando que vestía el traje de uso común en este país, tenía una cadena de plata alrededor del pescuezo de la cual colgaba un manojo de llaves. Esto nos hizo suponer que se trataba del despensero de la Misión y dirij iéndonos a él llamándole "Mayordomo", recibimos por respuesta la amable invitación de pasar a su pieza. Descendimos de los caballos, los atamos y entramos. La pieza era amplia, tenía una mesa tres o cuatro sillas, un cuadro con dos o tres santos, representando milagros, martirologios, unos platos y vasos. Apenas entramos haciendo uso de mi gramática le pregunté: ¿Hay alguna cosa de comer? —"Sí señor", fué la respuesta—. ¿ Qué gusta usted ? —Le mencioné; frijoles, porque sabía que debía tenerlos, en caso de no tener otra cosa, y le agregué: carne, pan y un poco de vino si es que lo tenía. El mayordomo salió de la pieza, cruzó el patio y entró a una pieza, regresando poco después, acompañado de dos indiecitos que traían las fuente y una garafa con vino. A todo esto y agregando el vino, podemos afirmar que habíamos tenido el más suntuoso almuerzo desde nuestra salida de Boston, por que comparada con la comida diaria de a bordo durante siete meses, era un banquete regio. 83
Después de comer sacamos dinero del bolsillo y le preguntamos cuanto debíamos pagar. El Mayordomo sacudió la cabeza y se persignó diciendo que era un acto de caridad, que no había sido él quien nos la dio, sino Dios. Comprendiendo entonces que si bien no nos cobraba, podría aceptar el importe, como obsequio le entregamos doce reales que recibió e introdujo en el bolsillo con admirable indiferencia diciendo: "Dios se lo pague".Nos despedimos y dirij irnos afuera para ver las chozas de los indios, donde observamos a los chicos que enteramente desnudos, correteaban de choza en choza y los hombres no tenían mucho más vestidos. Las mujeres en general estaban cubiertas con vestidos ordinarios, tejidos al parecer con estopa. Los hombres empleaban la mayor parte del tiempo en cuidar el ganado de la Misión, en trabajos del jardín que era muy grande, tenía una extensión de varias áreas de terreno y producía las mejores frutas de la región.El idioma de esa gente, era el común de todos los indios de California, de pronunciación muy áspera, tan áspera como nunca antes lo había oído y no es posible concebirla. Era verdaderamente una especie de dialecto baboso. Las palabras parecían salir de la punta de la lengua, a la vez de escucharse el movimiento ruidoso de la salida entre las mejillas y los dientes.Este idioma no podía ser ni el de Montezuma ni el de los Mejicanos independientes. Aquí entre las chozas vimos al hombre más viejo que pueda uno imaginarse, de veras jamás había supuesto que una persona pudiera vivir y tanto y exhibir tan claramente las señales de la vejez. Estaba sentado al sol, descansando recostado sobre un lado de la choza, sus piernas y brazos eran desnudos, eran de color rojo obscuro; la piel marchita y arrugada parecía cuero quemado y las dimensiones no eran mayores en diámetro que las de un chico de cinco años. Tenía algunos cabellos atados sobre la nuca y era de aspecto tan débil que cuando nos acercamos a él, levantó lentamente las manos hasta la cara, se levantó los párpados para podernos ver, y satisfecha la curiosidad los dejó caer de nuevo . Parecía que el movimiento natural de los párpados había desaparecido completamente. Pregunté por su edad, no obteniendo otra respuesta que: ¿ Quién sabe ? — seguramente nadie lo sabía. Salimos de la Misión y regresamos al pueblo, efectuando casi todo el trayecto al galope. Los caballos de California no tienen un galope moderado, marchan al paso lo que no deja de ser agradable, porque como no hay esquinas ni paradas, no necesitan exhibir el elegante trote, y sus jinetes entonces lo hacen andar siempre al máximo de velocidad o sea al galope tendido y sólo reducen al paso cuando notan que están cansados. El delicioso aire de la tarde, la rápida marcha de los caballos que parecían volar sobre la tierra, y la excitación que da un movimiento al que no se está acostumbrado, los que viven confinados a bordo nos colmaban de alegría haciéndonos desear que esta cabalgata durara todo el día. Llegamos al pueblo y encontramos que estaba muy animado. Los indios que siempre descansaban los domingos, estaban entregados a un juego llamado de bochas que hacían rodas sobre suelo nivelado próximo a las casas. Los más viejos sentados alrededor, contemplaban los partidos, mientras los jóvenes, va- -varones y mujeres, se esforzaban por arrojar las bochas con todas sus fuerzas. Algunas niñas corrían como galgos; cualquier accidente o acontecimiento extraordinario era recibido con entusiasmo por los viejos espectadores que se levantaban y aplaudían y chillaban en forma ensordecedora. Algunos marineros bamboleaban debido al buen empleo que habían hecho de las pulperías, otros cuantos andaban jineteando, pero siendo poco hábiles y los caballos que montaban, unas bestias mañeras, muy pronto fueron arrojados al suelo con gran diversión de la gente que los contemplaba. Media docena de indígenas de las Islas Sandwich que se alojaban en las barracas de los cueros o pertenecían a los dos buques fondeados en el puerto, eran jinetes audaces que hacían correr a los caballos a galope tendido gritando y riéndose como verdaderos ejemplares salvajes. Estaba por ponerse el sol, cuando Stimson resolvió entrar a una casa y sentarnos a descansar tranquilamente antes de regresar a la playa. Este acto dio origen a que mucha gente entrara también para ver a los "marineros ingleses" y una de esas personas, una mujer joven se entusiasmó y mostró gran asombro al ver mi pañuelo de bolsillo que era grande y de seda y lo tenía desde 84
antes de embarcarme. Era muy bonito, y le llamó la atención desde que lo vio, naturalmente se lo obsequié, acto que fué considerado un elevado favor, recibiendo en cambio algunas peras y otras frutas que después llevamos a la playa. Cuando llegó el momento de salir de la casa y tomar nuestros caballos que habíamos dejado atados en la puerta, encontramos que habían desaparecido, a pesar de que los habíamos alquilado hasta dejarlos en la playa. Áí preguntar al hombre que los había alquilado : ¿ dónde están los caballos ? sólo encogió los hombros, y por toda respuesta contestó : ¿ Quién sabe ?... Como no preguntó ni se alarmó por la pérdida de las monturas que era lo que más interesaba, nos dimos cuenta en seguida que él bien sabía donde se encontraban. Como no estábamos dispuestos a caminar hasta la playa, distante unas tres millas, después de bastantes inconvenientes, pudimos alquilar otros dos caballos, por cuatro reales cada uno, que entregaríamos en la playa a dos muchachos indígenas que nos acompañarían corriendo atrás para regresar con ellos. Resueltos a no aceptar esta condición montamos y a todo galope nos dirij irnos a la playa a donde llegamos en pocos minutos y deseando que nuestra libertad durara todo el mayor tiempo posible, fuimos a pasear entre los depósitos de los cueros donde tuvimos el placer de ver la llegada de la gente a medida que regresaban del pueblo, unos a caballo, otros a pie, los isleños de Sandwich llegaban arrogantes y les preguntamos por nuestros cantaradas de a bordo, contestándonos que dos se 'habían caído del caballo y completaban el viaje de a pie, pero en forma muy poco regular que, probablemente, les permitiría llegar antes de medianoche. Un tiempo después llegaron los dos muchachos indígenas a quien les entregamos los dos caballos que los recibieron sin notar inconvenientes. Hecho esto llamamos al bote y nos fuimos a bordo. Así terminó nuestro primer día de libertad en tierra. Estábamos bastante cansados pero habíamos pasado un día agradablemente y esta satisfacción intensificó el deseo de reincidir el trabajo diario. Hacia medianoche fuimos despertados por dos de nuestros compañeros, que habían llegado a bordo disputando en alta voz. Parece que habían resuelto regresar desde el pueblo a la playa montados enancados en un caballo y se acusaban mutuamente de ser causantes de la caída que sufrieron. Felizmente el sueño los venció y pronto se durmieron, olvidando del todo la disputa porque a la mañana, seguramente, el asunto no volvió a mencionarse.
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CAPÍTULO XVII UNA DESERCIÓN Durante tres días trabajamos intensamente. Para atracar y embarcar cueros, es San Diego sin duda alguna, el mejor lugar en la California. Tomamos posesión de uno de los galpones para almacenar cueros, que pertenecía a nuestros armadores y que había sido ocupado por el "California". Tenía una capacidad de 40.000 cueros y nuestra perspectiva era de poder llenarlo antes de abandonar la costa, y a este respecto los tres mil quinientos que traíamos a bordo, eran muy poca cosa. Los cueros, como llegan del buque, son crudos y sin curar se apilan fuera del galpón y luego sacados de la pila, se someten al proceso de secarlos, limpiarlos, etc., y almacenarlos en el galpón, listos para ser embarcados. Este procedimiento es necesario para que se conserven bien durante un viaje prolongado en latitudes cálidas. Con el objeto de curarlos y cuidar de ellos, se deja en tierra a un oficial y parte de la tripulación del buque. Nos dimos cuenta que el nuevo oficial había sido conchavado para el objeto. En cuanto fueron desembarcados los cueros, él se hizo cargo del galpón y el capitán pensaba dejar a dos o tres de nosotros y enganchar algunos kanaka para el servicio de a bordo en reemplazo de los que debían quedarse en tierra, pero ninguno de ellos quiso embarcarse, pues se enteraron de los azotes sufridos por los dos marineros a bordo y no hubo caso de embarcarlos. Solamente aceptaron el trabajo en tierra, y cuatro de ellos fueron conchavados para quedarse con el señor Russell para curar los cueros. Se descargaron entonces los cueros del buque, y el domingo siguiente bajó con licencia el otro trozo de la tripulación y nos dejaron a nosotros tranquilos a bordo, siendo éste el primer domingo de paz y tranquilidad que pasamos desde nuestra llegada a la costa californiana. Algunos escribieron cartas a sus familiares, para enviarlas con el "Lagoda" a Boston. Al mediodía, el "Ayacucho" largó su velacho como señal de partida y soplando a la puesta del sol una buena brisa, levó ancla y se dirigió rumbo al sud, cortando el agua elegantemente con su afilada proa. Se dirigía a las Islas Sandwich y pensaba estar de vuelta en California dentro de ocho o diez meses. Al terminar la semana, estábamos listos para zarpar, pero fuimos detenidos un par de días a causa de la deserción de Foster, el hombre que había sido nuestro segundo oficial y destituido. Desde su degradación llevaba una vida de perro y había decidido escaparse a la primera ocasión. Habiendo embarcado como oficial y no teniendo ni la capacidad de un medio marinero, la tripulación lo despreciaba y no tenía bastante hombría como para imponerse a los demás. Había caído, además, en varias dificultades con el capitán y pedido de ser repatriado en el "Lagoda", lo que le fué denegado. Una noche se insolentó con un oficial en la playa, negándose a volver a bordo con el bote. Fué denunciado al capitán y cuando regresó a bordo, pasada la hora conveniente, fué llamado a popa y se le manifestó que sería azotado. Inmediatamente se arrojó al suelo, gritando: "No me pegue, capitán Thompson; no me pegue". Y el capitán en su enojo, y disgustado de verlo tan cobarde, le pegó algunos latigazos con una soga y lo echó a proa. No estaba muy lastimado, pero en cambio muy asustado y determinó escaparse esa misma noche. Entregó su colchón y cosas de cama a un marinero del "Lagoda", quien los llevó a su buque, fingiendo como si fuera algo que había comprado, y que prometió guardárselos. Puso después toda su ropa buena en una amplia bolsa de lona y encargó al marinero que debía hacer la guardia, lo llamara a media noche. Al llegar a cubierta, no halló ningún oficial y todo tranquilo: bajó su bolsa a uno de los botes y se embarcó con toda cautela, desató la boza y se dejó deslizar con la marea hasta alejarse lo bastante para no ser oído; luego armó los remos y se dirigió a la playa.
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La mañana siguiente, al pasar revista de la gente, hubo un eran alboroto por la falta de Foster. Naturalmente que ninguno de los tripulantes lo delató y todo lo que pudo aclararse fué que se largó en uno de los botes, por haberlo encontrado bien en seco sobre la playa. Después de la merienda, el capitán fué a tierra y ofreció 20 dólares de recompensa para el que lo capturase. Durante un par de días los soldados, los indios y todos los oue no tenían oue hacer lo buscaron por toda la comarca, de a caballo, pero sin resultado. En cuanto había llegado a tierra, fué al galpón del "Lagoda" y los tripulantes que vivían en tierra prometieron tenerlo escondido, a él y a sus pilchas hasta zarpado el "Pilgrim" y entonces intercederían ante el capitán del "Lagoda" para que lo llevase a bordo. Quedó escondido hasta oue nos vio salir y bien al otro lado de la punta. Viernes, Marzo 27: Perdida la esperanza de capturar a Foster y deseoso de no perder más tiempo en San Diego, el capitán Thompson dio la orden de largar amarras; se largaron las velas, siguiendo despacio con la marea y viento suave. Dejamos las cartas al capitán Bradshaw para llevarlas a Boston y tuvimos el placer de oírle decir que estaría de vuelta a California antes de que nosotros la abandonáramos. Nuestra tripulación quedaba ahora debilitada considerablemente. Habíamos perdido un hombre ahogado, otro había pasado a empleado, un tercero había desertado; de modo que exceptuando Stimson y el suscripto había solamente tres marineros y un chico de 12 años. Con esta tripulación tan reducida y descontenta, en un barco chico, deberíamos luchar en las guardias durante un par de años aún, con un servicio tan pesado; sin embargo, no había uno solo que no estuviera contento de la deserción de Foster. Nadie podía desear verle arrastrar la vida miserable, perseguido y descorazonado como lo era y supimos todos con satisfacción al regresar a San Diego dos meses después, que se había embarcado inmediatamente en el "Lagoda" y regresado a Boston con sueldo de marinero. Después de cinco días, llegamos el miércoles l9 de abril a nuestro viejo fondeadero de San Pedro. La bahía estaba desierta y abandonada como de costumbre. Después de unos días empezaron a llegar lentamente I03 cueros de tierra adentro y nosotros volvimos a la antigua tarea de hacer rodar hacia arriba las mercaderías y los cueros costa abajo a la playa. Nada de importancia sucedió durante nuestra permanencia en San Pedro. Después de un par de semanas de hallarnos en este fondeadero, zarpamos hacia Santa Bárbara, una distancia de 80 millas, que nos tomó tres días de viaje.
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CAPÍTULO XVIII DE REGRESO A SAN DIEGO El lunes por la mañana, como comienzo de nuestro deporte diario, fuimos mandados todos a alquitranar la jarcia fija. Revistamos nuestras bolsas de la ropa y sacamos los trajes viejos, usados ya en esta faena, y la salida del sol nos encontró a todos ocupados en el alquitranado, encaramados en las jarcias y estays. Cerca del mediodía, un hombre que estaba en la arboladura lanzó el grito: "Una vela" y al mirar hacia afuera vimos las velas de proa de un buque que venía doblando la punta. Al presentar el costado, reconocimos a un bergantín redondo con bandera norteamericana al pico. Nosotros izamos nuestra insignia y constándonos que en la costa, el "Pilgrim" era el único bergantín redondo americano, esperábamos que vendría de la Patria y nos traería noticias de allí. Dio la vuelta y fondeó su ancla, pero las caras oscuras de los tripulantes sobre las vergas, nos indicó que el buque era de las islas. Acto continuo, uno de sus botes trajo al capitán a nuestro buque y por los marineros nos cercioramos que venía desde Oahú. Su capitán, oficiales y algunos tripulantes eran norteamericanos y los demás eran isleños. Después de quedarnos dos semanas en ese fondeadero y colectados todos los cueros que podía proveer la comarca, nos dirigimos a San Juan. Barajando la costa en las playas tranquilas del Pacífico fondeamos en 20 brazas directamente enfrente de una colina abrupta oue dominaba el mar. Llevamos al agente a tierra y recibimos orden de esperarle, mientras él tomaba un camino circular aue bordeaba la colina, dirigiéndose a la Misión que quedaba escondida detrás de ella. Nos alegramos de poder inspeccionar este lugar tan singular. Directamente delante de nosotros se levantaba una altura perpendicular, de 400 a 500 pies. ¿Cómo podríamos traer desde la Misión cueros a la playa o llevar mercaderías a ella? Era para nosotros un misterio. Calculando que el viaje del agente debería durar una hora o más, empezamos a desparramarnos por el lugar. Todo parecía grandioso alrededor y casi daba al conjunto una impresión de solemnidad y soledad. Por millas alrededor no se veía ser viviente y el único ruido era el del mar. Yo me separé de los demás y tomé asiento sobre una roca donde entraba el agua. Era la primera vez que me sentía verdaderamente solo, libre, sin tener seres humanos a mi lado o hablándome. Era la primera vez desde mi salida de casa que pude considerarme completamente aislado. Había quedado casi una hora absorto con estos pensamientos, cuando los gritos de mis compañeros me llamaron a la realidad, y vi que estaban reuniéndose al aparecer el agente que llegaba de vuelta del pueblo. Volvimos a bordo y encontramos la barcaza afuera y casi llena de mercaderías y después de comer salimos todos con el bote de servicio y la barcaza a remolque. Al llegar a la costa, encontramos un carro de bueyes y un par de hombres que estaban al tope de la colina, y después de desembarcar, el capitán tomó por el camino que bordeaba la colina, mandándome seguirle junto con otro marinero. Al llegar al tope, donde se había parado el carro, hallamos varias pilas de cueros y algunos indios sentados alrededor. Un par de carros más, venían lentamente desde la misión y el capitán nos mandó a que empezáramos a tirar abajo los cueros. De este modo llegaban abajo, tirados uno por vez, a 400 pies de profundidad. Lanzábamos los cueros lo más lejos posible, haciendo éstos un salto tan grande por el aire. Siendo todos grandes y duros, doblados a lo largo como las tapas de un libro, el viento los levantaba y los hacía revolotear y hacer piruetas en el aire como barriletes que se hubiesen soltado de la soga. Siendo marea baja, no había peligro de que cayesen al agua, y apenas llegados a tierra los demás marineros los cargaban sobre la cabeza y los llevaban al bote. Era realmente una vista pintoresca, la gran altura, el piruetear de los cueros y el continuo ir y venir de la gente abajo, que en la distancia, parecían pigmeos sobre la playa. Tirados todos los cueros abajo, regresamos a la playa, donde hallamos el bote ya cargado y listo para volver a bordo. Embarcamos, llegamos al buque, se descargaron los cueros, se izaron los botes, se viró el ancla, se soltaron las velas y antes de ponerse el sol nos hallábamos en ruta a San Diego. 88
Viernes, S de Mayo de 1835: Llegada a San Diego: el pequeño puerto desierto; todos los galpones de los cueros estaban cerrados, menos el nuestro, y los indígenas de Sandwich, que habían trabajado para los otros barcos1 y habían sido pagados, unos 12 a 20 hombres en conjunto vivían en la playa. Habían tomado posesión de un gran horno que había sido construido algunos años antes por la gente de un buque ruso que había estado en este puerto. El horno era tan amplio que podía contener de 6 a 8 personas, es decir como el castillo de proa de un buque, tenía una puerta a un costado y un respiradero en el techo. En este local se habían instalado todos estos indígenas, donde vivían en una holgazanería completa, bebiendo, jugando a las cartas y divertiéndose en todo lo posible. Una vez por semana se compraban un buey para comer carne y uno de ellos iba todos los días a la ciudad para comprar licores, frutas y provisión de boca. El capitán Thompson deseaba tener tres o cuatro de ellos para marineros del "Pilgrim", cuya tripulación había quedado tan reducida y fué al horno tratando de obtenerlos. Uno de ellos, que era una especie de rey entre estos indígenas, era el parlanchín. Se llamaba Mannini, o más bien, por su importancia: "Señor Mannini", y era conocido por todas partes en California. Por su medio, el capitán ofreció un sueldo de 15 dólares y un mes de adelanto; pero no hubo caso. Mientras durase el dinero no pensaban trabajar ni por 50 dólares y cuando se acabara trabajarían por $ 10. El capitán le preguntó: —¿Qué hacen Vds. aquí, señor Mannini? —¡Oh!, jugamos a las cartas, nos embriagamos, fumamos y... hacemos lo que nos da la gana. —¿No quieren venir a bordo y trabajar? —¡Aole! Aole make make makou i ka ha-na. Ahora tenemos mucho dinero; no conviene trabajar. —Pero ustedes gastarán así todo el dinero, replicó el capitán. —Sí, lo sabemos; cuando todo el dinero se haya ido, los kanakas trabajarán fuerte. Era un caso perdido y el capitán los dejó para esperar pacientemente hasta que se les terminase el dinero. Descargamos los cueros y el sebo, y en una semana estábamos listos para zarpar hacia barlovento. Hicimos todos los preparativos para zarpar y el capitán quiso hacer una última tentativa con los kanakas. Esta vez tuvo éxito y consiguió interesar al Sr. Mannini, y habiendo ya mermado mucho el dinero, consiguió que éste y tres más se embarcasen con sus cajas y equipajes y mandó un mensaje apurado para que el muchacho y yo fuéramos a tierra con nuestro equipaje a incorporarnos a los del galpón, Esto me tomó de sopetón, pero como a mí me agradaba cualquier variación lo hice con placer. Nos arreglamos enseguida, y nos llevaron a tierra como pasajeros. Me quedé en la playa hasta que el "Pilgrim" estuvo en franquía, observando como barajaba la punta y luego me dirigí al galpón a tomar mi alojamiento por algunos meses.
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CAPÍTULO XIX LOS KANAKAS Aquí hubo un cambio en mi vida, tan completo como lo rápido que se había producido. En un abrir y cerrar de ojos, me encontré transformado de marinero en playero y curador de cueros; mas la novedad e independencia relativa de la vida, no me desagradaban. Nuestro galpón de cueros era una edificación amplia, construida con tablones ordinarios y destinado a contener cuarenta mil cueros. En uno de sus ángulos estaba instalada una pequeña pieza con cuatro cuchetas, donde debíamos vivir, y la madre tierra para piso. Por encima de nuestro cuarto había otro cuartito donde vivía Mr. Russell. el encargado del galpón, el mismo que durante algún tiempo fué oficial del "Pilgrim". El muchacho debía hacer de cocinero, mientras que yo, un francés gigantesco llamado Nicolás y cuatro kanakas, debíamos curar los cueros. Mi nuevo camarada Nicolás, era el hombre más grande y fornido que yo había encontrado durante mi vida entera; pasaba considerablemente los seis pies, y con un cuerpo tan fornido que bien podría haber sido expuesto como una curiosidad. Su fuerza corría pareja con su tamaño; no sabía leer ni e^ribir. Anduvimos todo el tiempo muy de acuerdo y apesar de ser mucho más grande y robusto que yo, demostraba tenerme mucho respeto por mi educación. "Yo quiero que seamos buenos amigos", acostumbraba a decir, "puesto que muy pronto Vd. vendrá aquí como capitán y entonces me tratará bien". Los otros camaradas —los isleños— merecen ser tratados aparte. Durante varios años se había desarrollado un activísimo comercio entre la California y las Islas Sandwich y la mayoría de los buques eran tripulados por gente de aquellas islas: los kanakas. Estos firman los contratos y se desembarcan cuando les plazca y se quedan a curar cueros en San Diego o a reemplazar a los marineros de los barcos americanos, mientras quedan en la costa. De tal manera se ha instalado en San Diego todo una colonia de ellos. Durante los cuatro meses que yo quedé viviendo en ese punto, he podido conocerlos bien a todos: el título dilatado de "isleños do las Sandwich" ha sido suprimido en toda la costa y los blancos los llaman "Kanakas" en toda la costa del Pacífico, derivado este título de una palabra que se atribuyen ellos mismos para sí y a todos los isleños del mar del sud. Estos eran los más interesantes, inteligentes y de más buen corazón entre todos los pueblos que he encontrado en mi vida. Mi favorito entre todos, y también muy querido, tanto por los oficiales como por los marineros y todos los que tuvieren que tratarle, era un tal Hope. Durante el año largo que lo traté vi tratarle mal por gente blanca y por oficiales insolentes de algún buque ,sin embargo nunca le vi enojado; siempre era correcto y listo, no olvidaba nunca un servicio recibido: era un hombrecito inteligente y de mucho corazón. Me hice cargo de él una vez que cayó enfermo, obteniéndole remedios de las cajas medicinales de uno que otro buque, cuando ningún capitán u oficial querían hacerse cargo de él; y eso no lo olvidó nunca. Con esta gente debía yo alternar durante los meses que me quedé en tierra y con ellos formamos el conjunto de los habitantes de la playa. Debemos agregar los perros oue formaban la numerosa descendencia de algunos perros traídos por los primeros buques oue habían tocado la costa. Mientras yo quedé allí había unos 40 de ellos y probablemente otros tantos fueron muertos o ahogados durante cada año. Los perros son muy útiles para cuidar la playa, pues los indios tienen miedo de baiar a la playa en la noche, siéndoles imposible acercarse en una media milla alrededor del galpón sin que se levante un gran alboroto. La mañana después de mi desembarco di comienzo a la tarea de curar cueros. El primer trabajo es de ponerlos en remojo. Esto se consigue llevándolos a la plava en marea baja v amarrarlos con boyas, de modo oue cuando sube la marea quedan sumergidos. Luegro se extienden con cuidado sobre el suelo y estaaueados, de manera 90
que puedan secarse ablandados y alisados. Después de estaqueados y mientras quedaban aún mojados y blandos, los pasábamos con nuestros cuchillos y cortábamos todas las partes malas: restos de carne y grasa que habrían hecho podrir e infestado todo el cuero al estivarlo en la bodega de los buques, donde quedarían durante varios meses. Esta limpieza debe ser terminada antes del mediodía, porque por este tiempo quedan los cueros ya demasiados secos. Después .de haber sido expuestos al sol durante algunas horas se los repasa con rasquetas para quitarles toda la grasa, desprendida por el calor del sol. Terminada esta operación, se deja que sequen bien,-y si ésto se ha conseguido hasta la noche siguiente, se los coloca sobre una estaca larga, colocada horizontalmente, cinco a la vez y se golpean con un palo (macaco) para quitarles todo el polvo. Entonces, después de haber sido raspados, limpiados, secados y golpeados, son almacenados en el galpón. Allí quedan hasta embarcarlos nuevamente para llevarlos a Boston, donde los curten y transforman en zapatos u otros artículos de cuero. Se ponían en remojo y curaban 150 por día, de manera que el trabajo diario resultaba siempre igual. El peso considerable de los cueros mojados que nos obligaba a llevarlos sobre carretillas, el estar encorvado continuamente sobre los cueros estirados durante la limpieza, resultaba un trabajo desagradable y cansador; sin embargo nos acostumbramos pronto a ello y sumándole la relativa independencia de que gozábamos, nos reconcilió pronto con él: allí no había nadie que nos apurase, ni que nos hallase en falta; cuando habíamos terminado el trabajo del día no teníamos más que lavarnos y mudar de ropa y el resto del día y la noche eran para emplearlos a nuestro placer.
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CAPÍTULO XX NOTICIAS DEL HOGAR Después de hallarnos unas semanas en tierra, y acostumbrados a nuestra rutina de la vida diaria, su monotonía quedó interrumpida por la llegada de dos buques. Estábamos comiendo en nuestra pequeña cabina, cuando nos sorprendió el grito de "una vela" y enseguida la playa quedó animada. Al acercarse descubrimos muy pronto las altas superestructuras: popa y castillo y otras particularidades del buque italiano "Rosa" y un bergantín que resultó ser el "Catalina" que vimos en Santa Bárbara. Ambos fondearon su ancla, amarraron y empezaron a descargar cueros y sebo. La "Rosa" había adquirido el galpón ocupado por el "Lagoda" y la "Catalina" tomó el otro galpón de reserva, situado entre el nuestro y ' el del "Ayacucho". La mayoría de las tripulaciones de los dos buques bajaba a tierra todas las noches, y así pasábamos el tiempo, yendo a uno u otro galpón y escuchando toda clase de idiomas. El español era el idioma más común con el cual nos entendíamos más, es decir el idioma oficial, puesto que todos lo conocían más o menos bien. En efecto, éra mos entre cuarenta y cincuenta representan tes de casi todas las naciones del mundo: dos ingleses, tres yankees, dos escoceses, dos galenses, un irlandés, tres franceses (dos normandos y un vasco), un holandés, un austríaco, dos o tres españoles, media docena de hispanoamericanos y mestizos, dos indios, chilenos y chilotes, un negro, un mulato, una veintena de italianos de todas las regiones, otros tantos kamakas, un Tahitiano y un kanaka de las Marquesas. La noche anterior a la partida de los buques, se juntaron todos los europeos en una fiesta en el galpón de la "Rosa" y hubo cantos de todas las naciones y en todos los idiomas. Un alemán contó el "Oh mein lieber Augustin" (Oh mi querido Agustín) ; los tres franceses: la "Marsellesa"; los ingleses y escoceses: "Rule Britannia" y "Who'll be king but Charlie" (Quién será el rey sino Carlitos) ; los italianos y españoles con sus cantos populares, cuyos significados nos quedaron incomprendidos, y nosotros tres yankees salimos con el "Star-spangled banner" (La bandera estrellada). Terminados los cantos nacionales, el austríaco nos cantó un canto de amor muy bonito y el francés cantó un canto brillante: "Sentinelle! O preñez garde a vous" (Tenga cuidado, centinela). Cuando los dejé todos cantaban y hablaban a la vez. Al día siguiente se marchaban los dos buques y nos quedamos nuevamente dueños de la playa. Miércoles, Julio 18. Este día nos trajo al bergantín "Pilgrim" de vuelta; al acercarse, oímos una voz nueva dando las órdenes y vimos una cara desconocida en la toldilla: un hombre bajo y de tipo morocho, con saco ,verde y" gorro de cuero. Después de aferradas las velas y anclado, vino un bote a tierra y enseguida se difundió la noticia que el buque que se esperaba había llegado a Santa Bárbara y que el capitán Thompson había tomado el mando y su capitán Faucon se había hecho cargo del "Pilgrim". Este era el nuevo personaje de la toldilla. El bote se largó enseguida, sin darnos tiempo para mayores averiguaciones y nos vimos obligados a esperar la noche cuando tomamos una canoa de la playa y nos largamos a bordo. Al subir, el segundo oficial me llamó a popa y me entregó un gran paquete que había sido enviado de mi casa y rotulado: "fragata Alert". Esto lo había deseado ardientemente; sin embargo lo tomé sin abrirlo hasta llegar de vuelta a tierra. Me bajé al castillete, encontrando la misma tripulación y me alegré sinceramente de verlos de nuevo a todos. Según todos, el "Alert" era verdaderamente un buque de primera y bien grande. Me dijeron que sus cubiertas eran blancas como la nieve y que todas las mañanas se pasaban con piedra pómez, como en un buque de guerra. La tripulación era digna del buque: tres oficiales, velero y carpintero y todo completo. Después de obtenidos todos estos informes, pedimos datos sobre el nuevo capitán. Contestaron que aún no podían opinar, puesto que recién había venido, pero lo consideraban ya como un jefe competente y se había hecho cargo inmediatamente de cómo debía actuar. Estando ya al tanto de todo, nos embarcamos en nuestra canoa y en cuanto llegamos al galpón yo me fui a abrir mi bulto donde encontré una buena colección de camisas de lienzo y de franela, zapatos, etc., y lo que para mí era aún más valioso: un paquete con once cartas. Pasé casi toda la noche leyéndolas y las guardé con esmero para volver a leerlas con tranquilidad. Luego se agregó una media docena de diarios, de los cuales leí con atención todo su contenido. 92
El "Pilgrim" descargó sus cueros, los que nos hicieron volver al trabajo de curarlos y a los pocos días estábamos en la vieja rutina: secar cueros, ponerlos al agua, limpiarlos, golpearlos, etc. Sábado, 21 de julio. El "Pilgrim" largó sus velas hacia barlovento y nos dejó con nuestras faenas. Después de haber almacenado bastante leña para el fuego, y habiéndose alargado los días con buen tiempo, nos quedaba mucho tiempo libre. Algunas noches nos entreteníamos en quemar el agua a la pesca de cangrejos. Para ello nos proveímos de un par de grampincs con una estaca larga, haciendo una especie de arpón hicimos antorchas con cabos alquitranados trenzados sobre un bastón largo de pino, tomamos una canoita; con el porta-antorcha en la proa, el timonel a popa y un hombre a cada banda con los grampines, salíamos en las noches oscuras para quemar el agua. Resultó éste un deporte muy agradable. Manteniéndose cerca de la playa donde la profundidad del agua no pasa de tres a cuatro pies y con un fondo de arena, limpio y claro, la luz de las antorchas lo aclaraban de tal manera que se habría podido encontrar, por decirlo así, casi una aguja entre la arena. Los cangrejos son fáciles de agarrar y en poco tiempo teníamos un cargamento completo. Los otros peces eran más difíciles, sin embargo arponeábamos frecuentemente una buena cantidad de diferente especie y tamaño.
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CAPÍTULO XXI LA JUSTICIA EN LA CALIFORNIA Nosotros, los de la playa, manteníamos relaciones constantes con el presidio, y al finalizar el verano ya había adquirido algunosconocimientos sobre carácter y costumbres de la gente de allí, como también de las instituciones bajo las cuales viven. Las revoluciones son cosas corrientes en la California^ Estas las arman la gente que se halla al pie de la escalera y en circunstancias desesperadas, precisamente como en Norte América toma vida un nuevo partido político creado por tales hombres. Se arman de fusiles y bayonetas y asaltan al presidio y la aduana; se reparten el botín y declaran una nueva dinastía. Refiriéndose a la justicia, no reconocen leyes de ninguna clase, excluidas las de la voluntad y del miedo. Un norteamericano naturalizado y casado en el país, estaba sentado en su casa con su mujer e hijos y fué muerto de una puñalada al corazón por un español con quien había tenido dificultades, delante de la misma familia. El asesino fué tomado por algunos yankees que vivían en el pueblo y mantenido en custodia hasta que se pudo enviar una acusación y parte del asesinato ai gobernador general. Este no quiso tomar intervención y los compatriotas al ver que no se tomaba resolución alguna con la justicia, manifestaron que si no se hacía justicia, ellos mismos juzgarían al malhechor. Por suerte, se hallaban de paso en el pueblo, unos cuarenta cazadores de Kentucky con sus rifles. Estos, uniéndose a los americanos e ingleses que vivían en el sitio y sumaban veinte y treinta hombres, tomaron el pueblo y después de esperar un tiempo razonable, empezaron el juicio según la costumbre de sus países. Se nombraron juez y jurado. El hombre fué juzgado y sentenciado a muerte y fusilado delante del pueblo, con los ojos vendados. Se sacó la suerte para los doce tiradores, poniéndose los nombres de iodos en un sombrero, y todos habían prometido de antemano cumplir con su deber en el caso de salir elegidos. Los doce primeros nombres que salieron, fueron los que tomaron su posición y cumplieron la ejecución.Después de ella,' el hombre fué sepultado con todo respeto y el pueblo fué devuelto tranquilamente a sus autoridades legales. En San Gabriel, se encontraba un general que largó una proclama tan larga como una bolina de velacho, amenazando destruir a los rebeldes, pero se hizo vivo y no salió de su fuerte, pues qué iba a hacer con sus soldados hambrientos, pobres y perezosos, todos mestizos, contra cuarenta cazadores armados y bien provistos de municiones.
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CAPITULO XXII EL "ALERT" Sábado 18 de julio: Hoy zarpó el bergantín goleta mejicano "Fazio" para San Blas y Mazatlan. Su armador había tenido muchas dificultades con el gobierno, a causa de los derechos, etc., y su partida había sido postergada en varias semanas; y habiéndose arreglado todo, se puso en marcha con una brisa floja. Ya estaba saliendo del puerto cuando aparecieron en la playa dos hombres de a caballo y a todo galope. No habiendo botes en la playa ofrecían un puñado de plata para aquel ka-aka que quisiera llevar a nado una carta a su bordo. Uno de ellos, un guapo y activo joven, se quitó inmediatamente la ropa, salvo su pantalón de tela, y poniendo la carta en el sombrero se tiró, nadando hacia el "Fazio". Por suerte el viento era muy flojo y el buque marchaba despacio de manera que el muchacho iba alcanzándolo rápidamente. Cortaba el agua dejando una estela como si fuera un vaporcito. Desde la cubierta del barco lo vieron llegar, pero no se pusieron al pairo, sospechando el motivo de este viaje, mas, siguiendo el viento flojo, el llegó al costado y subió a bordo, entregando su misiva. El capitán leyó la carta, manifestándole que no tenía contestación que darle, y después de servirle un vaso de bebida, lo dejó saltar al agua y buscarse el camino de la vuelta a tierra firme. Este se dirigió al punto más cercano de la costa y a la hora apareció de regreso al galpón. No aparentaba absolutamente estar cansado, había ganado unos tres o cuatro dólares, obtenido un buen vaso de aguardiente y estaba lo más satisfecho. El bergantín siguió su ruta y los representantes del gobierno que había corrido para detenerlo nuevamente, volvieron al pueblo, decepcionados por no haber podido sacar más dinero del dueño del buque. Hacía casi tres meses que el "Alert" había llegado a Santa Bárbara y ya empezábamos a esperar cada día su llegada. Yo esperaba con mucho interés su llegada, puesto que en las cartas se me comunicaba que a pedido de mis amigos de Boston, los armadores habían escrito al capitán Thompson que me embarcase en el "Alert" en el caso que regresara a los Estados Unidos antes del Pilgrim". Es natural que yo deseaba saber si la orden había sido recibida y cual era el destino de buque. Un año más o menos no tendría importancia para otros, pero para mí significaba el todo. Hacía un año que había salido de Boston y no había que esperar que uno de los buques emprendiera regreso antes de ocho o nueve meses, de modo que mi ausencia no habría durado menos de dos años. Este sería un término bastante largo, pero no fatal y no sería decisivo para mi porvenir. Un año mas de ausencia determinaría el caso y me haría marino para siempre. El l9 de agosto terminamos de curar todas las pieles, las almacenamos y tuvimos otras vacaciones de unas tres a cuatro semanas. Martes 25 de agosto: Nos hallábamos sentados tranquilos en nuestra pieza, cuando cerca del mediodía escuchamos una salva completa del grito: "Una vela", lanzada desde todos los puntos, desde el horno de los kanakas hasta el galpón de la "Rosa". En un momento todos se lanzaron a la playa, pudiendo contemplar una grande y hermosa fragata con juanetes y sobre desplegados e inclinada delante la fuerte brisa de la tarde remontando rápida la punta. Sin duda representaba una hermosa imagen. Al pasar la baja lengua de tierra, se arriaron sus velas livianas y se soltaron las velas de proa, girando majestuosamente con solo su sobremezana desplegada, fondeando el ancla a más o menos un cable de tierra. En nocoa minutos subieron la gente a las vergas y aferraron las velas. El guigue del capitán fué arriado de la aleta y una linda tripulación de muchachos entre los 14 y 18 años, trajo al capitán a tierra. Enseguida nos hicimos armeros de ellos, cambiando mutuos informes: ellos sobre Boston y su travesía y nosotros sobre California y su vida en tierra y en la plava. Uno de ellos me ofreció relevo, que era exactamente lo que yo deseaba y lo único que necesitábamos era el permiso del capitán.
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Después de almuerzo, empezó la tripulación la descarga de sus pieles y como nosotros no teníamos trabajo, se nos mandó a bordo para ayudarles. Esta era mi primera oportunidad de conocer al buque, oue esperaba, sería mi hogar durante el próximo año. A bordo era tan lindo como visto desde afuera. Sus cubiertas eran amplias y espaciosas y blancas como la nieve, lo que era el resultado," según su gente, del empleo frecuente de la piedra pómez. No había óxido ni suciedades, ni cabos flojos o maniobras en banda. Tenía a bordo 7000 cueros que empezamos a descargar por ambas bandas a un tiempo, bajándolos a los botes. La faena duró varios días hasta que todos los cueros fueron desembarcados. La tripulación empezó a lastrar el buque y nosotros volvimos a nuestro trabajo de curar pieles. Sábado 29 de agosto: Llegó ei bergantín "Catalina" desde barlovento. Domingo 30. Este era el primer domingo que la tripulación se hallaba en San Diego y por supuesto, todos esperaban visitar el pueblo. Todos los que consiguieron licencia se largaron a la Misión y al presidio y no regresaron hasta la noche. Como yo había visto bastante de San Diego me fui a bordo y pasé el día con algunos de los tripulantes. El castillete donde vivían, era amplio y bastante alumbrado por ojos de buey y siendo muy limpio, tenía un aspecto bien confortable. Era muy distinto del reducido agujero negro y sucio del "Pilgrim", donde había pasado tantos meses. Según los reglamentos del buque el castillete era limpiado todas las mañanas. En la popa había una hermosa cámara, salón comedor y cuarto de negocios. Entre esta y el castillete se hallaba el sollado, y una parte de la tripulación dormía allí en coys colgados de los baos y aferrados todas las mañanas. Los costados del sollado eran forrados. La gente decía que el buque era estanco como tambor, que únicamente, como todos buques ligeros, embarcaba agua por la proa, cuando marchaba a 8 ó 9 millas se mojaba todo, casi hasta el portalón. Los tripulantes tenían la boca llena de sus condiciones veleras y lo consideraban muy convencidos como un "buque de suerte". El "Alert" quedó alrededor de una semana mas en el puerto preparándose para salir nuevamente a navegar. Entonces yo hice el pendido al capitán para embarcarme y me contestó que podía ir a bordo, cuando iba a regresar y al entender que yo deseaba embarcarme ya, me contestó que no hallaría inconvenientes, mientras yo pudiera encontrar a otro de mi misma edad para relevarme. Esto fué realizado con facilidad, puesto que había varios que deseaban cambiar el escenario y quedar unos meses en tierra y al siguiente día fui a bordo con mi cama y cajabaúl y ya estaba otra vez embarcado.
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CAPÍTULO XXIII EL
NUEVO BUQUE
Martes S de Septiembre. — Este era mi primer día de servicio a bordo del buque; y a pesar que la vida del marinero no es siempre la de un marinero en cualquier parte que sea, encontré todo muy diferente de lo que era la costumbre en el "Pilgrim". Aquí había mucho espacio para moverse, más disciplina y sistema, más gente y mayor buena voluntad. Todo el mundo tenía —al parecer— la ambición de cumplir lo mejor posible. Los oficiales y la gente, sin excepción, conocían bien sus deberes y todo marchaba lo mejor. En cuanto quedó el ancla a pique, el primer oficial en su puosto del castillete, dio la orden de largar las velas y el ancla fué levada ; se orientaron las velas de cuchillo, una después de la otra, y ya tenía todo el velamen orientado antes de pasar la punta de arena. El sobre de proa, que me tocó a mí, era dos veces mayor que el del "Pilgrim" y tenía las manos llenas en esta maniobra, mientras que con el del "Pilgrim" la faena resultaba un juguete, especialmente por que no había por donde agarrarse, pues en este buque no había chicotes sueltos en las vergas. Todo era aseo y el marinero, estando en la maniobra alta, debía cuidarse con la vista. En cuanto habíamos pasado la punta y todas las velas estaban bien orientadas, se oyó la orden: "La guardia franca, abajo". Los tripulantes me manifestaron que des/le que se hallaban en la costa, no habían hecho ninguna guardia extra, sino una de servicio y Ja otra franca. Lo que sí: todos debían demostrar en el trabajo su eficiencia, y todos estaban conformes con el trato. Así, una tripulación satisfecha, toda de acuerdo y que no encontraba fallas en ningún caso, era todo lo contrario de la escasa, mal tratada, descontenta y gruñona del "Pilgrim". Por ser el nuestro, turno franco, la gente se retiró a sus trabajos particulares, arreglándose ¡a ropa, etc. Como yo tenía todas mis cosas al día y en orden, me puse a leer por no tener otra ocupación. Viernes, 11 de Septiembre. — Esta mañana, a las cuatro, bajé al sollado; teníamos la punta de San Pedro un par de leguas por la proa. Una hora más tarde, fuimos despertados por el arrastrar de la cadena por la…..
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CAPÍTULO XXIV RUMORES DE GUERRA Al llegar a Santa Catalina, encontramos dos buques en el puerto: un bergantín redondo grande y un pequeño bergantín goleta. Los marineros nuestros opinaban que el primero debía ser el "Pilgrim", pero yo había estado demasiado tiempo en él, para darme cuenta que no lo era, y resulté teniendo la razón; a medida que nos íbamos acercando, su arrufo, su fina proa y sus palos muy inclinados me hicieron pensar que debía ser el. "Ayacucho" y en efecto, a los pocos minutos nos encontramos al lado del mismo, que había zarpado de San Diego unos nueve meses antes, mientras nosotros con el "Pilgrim" nos hallábamos en ese puerto. Había tocado Valparaíso, el Callao y las islas Sandwich y acababa de llegar a la costa de California. Su bote vino a bordo nuestro con el capitán Wilson y al cabo de media hora se había propagado la noticia de que había estallado la guerra entre los Estados Unidos y Francia. Cuentos exagerados habían llegado hasta el castillo. Se habían librado batallas; una gran escuadra francesa se hallaba en el Pacífico, etc.,etc. Uno de los marineros del bote del "Ayacucho" dijo que, cuando ellos salieron del Callao, una gran fragata francesa y la fragata americana "Brandewyne", que estaban en ese puerto, iban a salir mar a fuera a combatirse y que la fragata británica "Blonde" debía presidir el combate y ver que se jugara limpio. Sin embargo, nosotros no creímos todos los cuentos y decidimos esperar hasta oír noticias de una fuente más autorizada. Por el empleado del sobrecargo, yo averigüé que los gobiernos habían tenido dificultades relativas al pago de una deuda; que había habido amenazas de guerra y se habían hecho preparativos, que no había sido aún declarada, pero que se creía que iba a estallar. Quedamos más de dos meses en la duda, hasta que la llegada de un buque de las Sandwich trajo la noticia de un arreglo amistoso. Eí otro buque, el bergantín goleta, resultó ser el "Avon" de las Sandwich. En combinación con la "Loriotte", la "Clementine", el "Bolívar", el "Convoy" y otros pequeños veleros pertenecientes a varios norteamericanos de Oahú, ejercían un gran comercio —legal o ilegal— en pieles de nutria, sedas, té y varios otros artículos. Al segundo día después de nuestra llegada, llegó otro bergantín redondo desde el Norte, atravesó la bahía y siguió viaje hacia el Sudeste en dirección a la isla Catalina. Al día siguiente, el "Avon" levó y siguió la misma dirección hacia San Pedro. El bergantín redondo que había pasado de largo no se dejó ver más en la costa y el "Avon" llegó a San Pedro una semana más tarde con carga completa de artículos de Cantón y americanos. En esta forma los buques se libraban de los elevados derechos que los mexicanos cargaban a todas las importaciones. ' Un buque llega a la costa y denuncia en Monterey, donde está la única estación aduanera, un cargamento bastante limitado y empieza sus negociados. Al mes o más, habiendo vendido una buena parte de este cargamento, se dirige a Catalina u otra de las grandes islas deshabitadas y retiradas de la costa, emprendiendo un viaje de cabotaje de puerto a puerto, y al llegar a la isla, llena sus bodegas con las mercaderías traídas de Oahu con otro barco que está esperándolo cerca de la isla mencionada. Martes 10 de Noviembre. Al ir a tierra con el quique, llevando al capitán, vimos, al emprender el regreso a bordo, que nuestro buque, que estaba fondeado más lejos que los demás, había izado el pabellón.Esto significaba "vela a la vista", pero ' como estábamos dentro de la punta, se nos ocultaba el buque en cuestión. Después de unos minutos vimos a un buque navegando con los juanetes desplegados, entrando con una brisa floja a buscar fondeadero. Toda la noche la brisa se mantuvo floja desde tierra y el buque no pudo anclar hasta la mañana. En cuanto hubo fondeado, nos fuimos a bordo y vimos que era el ballenero "Paquete de Wilmington y Liverpool' de Nueva Bedford, llegado de los campos de afuera con mil novecientos barriles de aceite. Naturalmente que sólo al verlo, habíamos reconocido en él a un ballenero por sus pescantes y botes balleneros, además de sus masteleros de juanetes mochos y la apariencia de su aparejo, velas y casco, desaliñados y sucios. La mayor parte de sus tripulantes era gente rústica recién salida de la maleza "tan verdes como las 98
coles", según se estila decir en el lenguaje marinero de habla inglesa. Hacía unos seis a ocho meses que se hallaban al largo y no tenían noticia alguna del mundo civilizado. Sábado 1^ de Noviembre. Hoy zarpamos con el agente y varios pasajeros españoles con destino a Monterrey. Fuimos a la playa con el quique, para embarcarlos con sus equipajes, y los hallamos esperándonos en la orilla y algo asustados porque el oleaje era bastante fuerte. Esto nos causó placer, porque nos gustaba ver a algún español mojado con agua salada y además el agente no era persona grata para la tripulación. Únicamente deseábamos tener la ocasión de darles un baño, convencidos de que ninguno de ellos tenía bastante pericia marinera para darse cuenta de si el baño habría sido obligado o intencional. Con tal razón, mantuvimos el bote bastante distante de la playa para obligarlos a mojarse los pies para llegar a embarcarse; luego esperamos una buena ola, haciendo caer algo la proa para hacer llenar la popa, dejándolos a todos empapados. Los españoles saltaron del bote, gritando y protestando y no querían hacer otra tentativa. Con gran trabajo, el agente pudo convencerlos a hacer otro ensayo. Esta vez se hizo el embarque sin percances y los llevamos bien al buque. Todo estaba listo a bordo y al comando todas las velas fueron soltadas. Con gran rapidez se orientaron e izadas las vergas, el ancla encaponada y amarrada, el "Alert" empezó a andar. Ya antes de doblar la punta, el buque había tomado una buena arrancada, dejando rápidamente por su popa a los buques anclados. Habíamos andado poco, cuando empezaron señales de una próxima tormenta, rompiendo las olas sobre el castillo y sumergiéndose la proa, chocando con estrépito contra ellas. También parecía por el ruido que la guardia debía saltar de una parte a otra de la cubierta ejecutando algunas maniobras. Estábamos por entregarnos al descanso, cuando tres golpes al tambuche: "Todo el mundo a rizar las gavias", nos sacaron de la cama y como no hacía frío, estábamos al momento en cubierta. Era una noche clara y bastante fresca. Las estrellas brillaban con una luz intensa y hasta donde alcanzaba la vista no se notaban nubes. El horizonte era bien definido a la vista. Un pintor no podría haber pintado un cielo tan claro: no había mancha en parte alguna, y sin embargo soplaba muy fuerte desde el NO. Cuando se nota una nube a barlovento se siente que hay un punto de donde puede llegar el viento, pero aquí parecía que no venía de ninguno. Nadie, al mirar el cielo, podría haber dicho que no era una noche tranquila de verano. Habíamos arriado las gavias para tomar rizos y antes de orientarlas otra vez, oímos un ruido corto como de trueno producido al rifarse el foque, quedando tan sólo su relinga. Se izaron las gavias rizadas y en vez del foque se izó el contrafoque, rifándose la mayor y abriéndose de arriba abajo en toda su caída. "Aferren la vela, antes que vuele en jirones", gritó el capitán, y al momento nos hallábamos en la verga, recogiendo sus restos y asegurándolos a ella. Habíamos bajado recién a cubierta, cuando con un fuerte estampido que retumbó por todo el buque, se rifó el velacho partiéndose en dos. Apenas habíamos terminado la maniobra y adujado los cabos, y esperábamos la orden de "Guardia abajo", cuando el sobremayor rompió las escotas y tomó cargo golpeando contra el mastelero y amenazando romperlo. Aquí se presentaba una tarea para alguien. La vela debía ser sujetada o cortada de la verga: Juan, el francés, jefe de la guardia de estribor, saltó arriba y gracias a sus enormes brazos y piernas pudo, después de una ardua lucha, sujetar la vela amarrándola. Después de ésto, se preparó a desguindar la verga para echar todo abajo; trabajo éste difícil y peligroso, y varias veces tuvo que aguantarse agarrado con toda su fuerza al mastelerillo durante varios minutos, a causa de los fuertes balanceos que no Je permitían hacer a esa altura otra cosa que cuidar de no ser arrancado del mastelero y tirado al vacío. Al fin llegó la verga a cubierta, después de lo cual se arriaron también las vergas de sobre de proa y de sobreperico. Toda la gente fué mandada arriba a asegurar las perchas y armar los aparejos de rolines a las vergas y dejar el aparejo a son de temporal, cuya faena duró un par de horas. Era una linda noche para un temporal, fresca, sin ser fría y clara como de día, lo que facilitaba los trabajos rápidos. Parecía un deporte tener una tormenta con un tiempo como ese, y sin embargo soplaba como un huracán. El viento venía con tal fuerza que parecía querer barrernos de las vergas, la fuerza del viento era la mayor que yo había sufrido en mi vida, pero el frío y las mojaduras son las peores partes de un temporal para los marineros y aquí faltaban ambos. 99
Al volver a cubierta, nos hallamos con que la otra guardia había terminado su turno y que de la nuestra había pasado ya una mitad. Con esto, la otra guardia fué a descansar con la orden de mantenerse lista al primer llamado. Ni habían llegado a su sollado, cuando el petífoque voló hecho girones. Era ésta una vela chica y pudimos arreglarnos sin tener que llamarla. Ya empezaban a abrirse "ojos" en el trinquete y, viendo que se iba a rifar también, el primer oficial nos mandó arriba para aferrarlo. No quería éste abusar de la otra guardia, que había estado toda la noche luchando; se llamaron, el carpintero, velero, cocinero y camarero y, con esta ayuda — después de media hora de lucha— la vela estaba bien aferrada y asegurada con sus tomadores y matafiones. La fuerza del viento había llegado a su máximo y al subir por la tabla de jarcia nos tenía aplastados contra ella, dificultando en mucho la subida. Sobre la verga no se podía mirar hacia barlovento, pero por lo menos no había la lluvia o granizo o nevada, elementos húmedos y helados que suelen acompañar a los huracanes de las regiones del Cabo de Hornos y sus noches oscuras. En lugar de los duros encerados "sweater"? y botas pesadas, teníamos sombreros y sacos comunes, pantalones de tela, zapatos livianos y todo nos proporcionaba facilidad de movimiento. Todo esto hace una gran diferencia en favor del marinero. Por fin, habíamos dejado todo asegurado y estábamos preparándonos para el desayuno, ya cerca de las nueve, cuando la gavia daba indicios de fallar. El buque no podía quedar sin trapos y el capitán mandó poner las cangrejas de trinquete y del mayor. Entretanto, la gavia había volado y otra vez nos tocó subir a recoger sus restos: los de la última y única vela que había quedado de todas las que 24 horas antes adornaban al buque. Habían llegado las once y la guardia fué mandada abajo para el desayuno. A las ocho campanadas, estando todo arreglado a pesar de que el temporal no había amainado en nada, se estableció la guardia y la otra fué al descanso junto con los "ociosos". Durante tres días más el vendaval continuó con la misma furia y con una regularidad singular. No hubo ningún recalmón y muy poca variación en su fuerza; durante todo el tiempo no se vio una sola nube en el cielo, ni durante el día ni por la noche. Todas las madrugadas salía el sol al horizonte, sin una nube, y se ponía igualmente en un desborde de luz. Las estrellas salían del cielo azul una a una, noche tras noche, y brillaban muy claras como en las noches tranquilas y heladas, como allí en Boston, hasta que renacía el día y desaparecían. Sin embargo, el mar sembrado de potentes olas, con sus crestas lleñas de blanca espuma hasta donde alcanzaba la vista, nos había llevado muchas leguas afuera de la costa. En los entrepuentes vacíos, varios de nosotros dormíamos en nuestros coys. El coy es la mejor invención para dormir en un buque durante un temporal; el buque se balancea en todos sentidos, mientras el coy queda tranquilo y siempre vertical, colgando de los baos.Durante estas 72 horas horas no tuvimos que hacer otra cosa que salir a cubierta las cuatro horas de la guardia, comer, dormir y acudir a su turno de cuarto. Una vez se partió uno de los guardines del timón, cuyo accidente podría haber sido fatal al buque, si el primer oficial —hombre ligero— no hubiese acudido enseguida con un aparejo a barlovento y mantenido la caña hasta cambiarse el guardín roto. La mañana del día 20, al aclarar el día, el vendaval había empezado a amainar. Hacia la noche algunas nubes aparecieron en el horizonte y como el tiempo mejoraba la presencia usual de nubes pasantes modificó el aspecto del cielo. El quinto día desde que empezó el vendaval, soltamos una mano de rizos de las gavias; empero sólo después de ocho días con gavias rizadas, quedaron todas sueltas; y esto venía a tiempo, pues el temporal nos había echado a media distancia de las islas Sandwich. Una a una —según nos permitía el tiempo— abrimos velas, porque el viento continuaba de proa y teníamos muchas millas que recorrer para volver al sitio donde nos había agarrado el temporal. Viernes, Diciembre í. A lcabo de una travesía que duró 20 días, llegamos a la entrada de la bahía de San Francisco.
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CAPÍTULO XXIV SAN
FRANCISCO
Después de recogidos todos los cueros que se pudo reunir, empezamos nuestras preparaciones para hacer provisión de leña y aguada, para lo cual San Francisco es el mejor puerto de toda la costa. Una pequeña isla, a dos leguas del fondeadero está cubierta completamente con árboles hasta la orilla y a esta isla se mandaron dos hombres de los nuestros que manejaban muy bien el hacha, todos los días, a cortar madera, ayudados por dos muchachos para apilarla. Al cabo de una semana habían cortado tanta leña que podía alcanzar para el consumo durante un año. El tercer oficial fué enviado conmigo y tres hombres más para llevar la leña a bordo en una chata abierta que se había alquilado a la Misión. Una vez a bordo la leña, la mañana siguiente se mandó la gente para hacer aguada, llevándose todas las pipas. De esta comisión nos escapamos, pues el embarque de la leña nos había cansado bastante. La gente de la aguada hacía tres días que estaba ausente, durante cuyo tiempo escapó muy estrechamente de ser llevada mar afuera, pasando un día en una isla donde uno de ellos mató a un ciervo. (Una buena cantidad de ellos merodeaban en las islas y colinas en los alrededores de la bahía de San Francisco) . Ya hace un año que nos hallamos en la costa y es tiempo de pensar en el viaje de regreso. Sabiendo que no tendremos otras oportunidades, tan buenas como la actual, para arreglar y completar nuestros agujares para la travesía de regreso por el Cabo de Hornos y trópicos, estamos trabajando todos en las horas libres, ocupados en esta faena. Todas las noches, después de cenar y limpiar los cubiertos, se pitaba y enseguida cada marinero —sentado sobre su caja-baúl— empezaba su costura alrededor de la lámpara colgada de un bao: algunos hacían sombreros, otros pantalones, otros sacos, etc., etc. No había ningún holgazán entre todos nosotros. Varios de los hombres nos habíamos asociado y compramo suna gran pieza de algodón, la que transformamos en pantalones y sacos y dándoles varias manos de aceite de lino, los hicimos impermeables para servir de ropajle agua en las regiones del Cabo de Hornos. Yo, además, me confeccioné un sudeste forrado y bastante fuerte y grueso, como para poderse sentar encima. Hambién me hice un juego completo de ropa interior de franela para el mal tiempo. Viernes, Diciembre 25. Hoy es Navidad, y como lovía tod oel día y no había cueros para embarcar y ningún trabajo especial, el capitán nos dio asueto; el primero desde que habíamos abandonado Boston, y pastel de ciruelas para Ja comida. ' Domingo, Diciembre 27. Habíamos terminad otodos nuestros asuntos en este puerto y siendo Domingo se levó el ancla, haciendo una salva de saludo al Presidio, la que fué contestada. Salimos a la vela hacia la boca de esta magnífica bahía, con viento flojo y marea a favor, marchando unos cuatro a cinco nudos. El día era muy lindo, el primero que tenía sol todo el día en un mes entero. Pasamos enseguida debajo de la alta barranca donde está edificado el presidio y nos hallamos en el centro de la gran bahía, desde donde podíamos ver a ambas orillas varias otras bahías menores dirigiéndose tierra adentro, grandes islas cubiertas de hermosos bosques y las bocas de varios ríos menores. Habiendo cambiado la marea, fondeamos cerca de la boca de la bahía, debajo de una alta y hermosa colina. Al cambiar la marea, a medianoche, levamos, saliendo al océano con un cielo límpido y estrellado; el primero que habíamos visto desde hacía varias semanas. Delante _el viento flojo del norte que sabe soplar en ésta región con la regularidad de los alisios íbamos marchando despacio y llegamos a la punta norte de la bahía de Monterrey el lunes por la tarde. Quedamos fondeados el martes a las 1Ode la mañana. La ciudad era igual a cuando la había visto la última vez, once meses antes, a bordo del "Pilgrim". Me parecía como una especie de vuelta al pago 101
CAPÍTULO XXV UNA PELEA El bergantín "Pilgrim" ha quedado fondeado en Monterrey durante la última parte de Noviembre. Había recibido orden de esperar nuestra llegada. Día tras día, el capitán Faucon subía a la colina para ver si llegábamos y al final nos dio por perdidos durante el temporal que nos tomó al largo de Punta Concepción, el cual había soplado con gran furia en toda la costa y hecho naufragar varios buques que se hallaban abrigados en los mejores puertos. Durante nuestra permanencia en Monterrey, no sucedió nada de especial, salvo un pequeño encuentro de pugilato a bordo del mismo buque y que nos proporcionó tema para hablar de algo fuera de la rutina. Un muchacho de Cape Cod (región de pescadores de alta mar, la punta Sud de la bahía de Boston) de unos 16 años, muy fornido y cabezón, durante todo el viaje había estado tiranizando a un pobre muchacho delicado y delgadito, recién salido de una de las escuelas de Boston, y sobre el cual tenía una gran ventaja física, edad y experiencia marinera por haber tenido que hacer con el mar desde su infancia. El otro muchacho, mientras tanto iba formándose, aprendiendo sus obligaciones y aumentando a diario en fuerza y confianza en sí mismo, como se decía a bordo, "recogiendo sus migajas", y ya empezaba a oponerse a los abusos de su opresor. Sin embargo éste aún le llevaba mucho de ventaja y en todas ocasiones le dominaba. Una tarde, antes de acostarnos, los dos chicos se agarraron en pelea violenta en el entrepuente y Jorge, el chico de Boston, desafió a Nat (Nataniel), siempre que éste peleara limpio y sin trucos.El primer oficial, que había oído el bochinche, bajó a la escotilla e hizo que los dos subieran a cubierta, intimándoles a que hiciesen las paces y se dieran la mano, o en su defecto pelear hasta que uno de los dos se diese por vencido. Al ver que ninguno de los dos quería la reconciliación, hizo subir a toda la tripulación (el capitán se hallaba en tierra, por lo que éste podía disponer por su sola cuenta) y la distribuyó en el combés, trazó una línea sobre la cubierta y colocó a los dos muchachos con la punta de los pies contra ella: un cabo fué amarrado a una cabilla del costado y tesado a la cabilla opuesta de la otra banda, quedando éste estirado algo más arriba de la cintura de los contrincantes. "No golpees por debajo de la soga", fué la orden. Allí se hallaron cara a cara, uno a cada banda de la soga y peleando como gallos de riña. Nat martillaba con su doble puño, haciendo sangrar la cara y brazos del otro, esperando todos de verle ceder a cada momento; empero, éste cuanto más lastimado, mejor peleaba. A cada golpe parecía que iba a caer, mas cada vez se incorporaba y fiero como un león seguía la pelea enérgicamente. Por último, con su camisa hecha girones, su cara cubierta de sangre y sus ojos echando chispas, juró que aguantaría hasta tanto uno de los dos fuera muerto, y atacó como una nueva furia. ¡Viva la proa!, gritó la gente entusiasmada por su coraje. ¡ Muy bien! No se hable de morir, mientras quede un tiro para el fusil! Nat trató de acobardarlo conociendo su ventaja, pero el primer oficial lo paró, exigiéndole honradez y no trucos. Este volvió a la marca, perdiendo ventaja, y sus golpes ya estaban perdiendo vigor, reducidos a menos de la mitad. Evidentemente estaba acobardándose. Siempre había sido el superior y no tenía nada que ganar y todo que perder, mientras que el otro peleaba por su honor y libertad y bajo un sentimiento de injusticia, y en tales condiciones terminó pronto. Nat se rindió, no ya muy golpeado sino acobardado y mortificado y desde ese momento dejó de hacerse el matón con nadie. Nosotros llevamos a Jorge a proa, lo lavamos en una tina de cubierta, lo felicitamos por su guapeza y, desde ese momento, pasó a ser "alguien" en el buque, habiéndose ganado su puesto. El ejemplo de Mr. Brown, el 1er. oficial, tuvo ún gran efecto, pues desde entonces no hubo más discordias entre los muchachos hasta terminar el viaje. 102
Miércoles, Enero 6. — Salimos de Monterrey con una cantidad de pasajeros españoles y nos dirigimos a Santa Bárbara.La segunda mañana después de abandonar Monterrey nos hallábamos frente a Punta Concepción. "Vela a la vista" gritó un marinero que estaba echando afuera un botalón de ala de juanete, y en pocos minutos vimos a un bergantín redondo que salía de la punta. Al doblarla, vimos su cubierta llena de gente, y que estaba armado con cuatro cañones por banda, con batayolas y todo como un buque de guerra; lo único que le faltaba era el pito del contramaestre y uniformes en la toldilla. Un hombre bajo y recio, con un saco burdo color gris y la bocina en mano, se hallaba en la batayola de barlovento. "Oé del buque. ¡Alió!, ¿qué buque?". — "Alert". — "¿De dónde viene?", etc., etc. Era el bergantín "Convoy" de las islas Sandwich, empleado en la caza de nutrias en las islas situadas a lo largo de la costa. Su armamento respondía a que el buque era un mercante al margen de la ley. Las nutrias son muy numerosas en estas islas, y siendo muy valiosas el Gobierno pide un precio muy elevado para otorgar el derecho de cazarlas y otros más —bien altos también— para cada nutria matada o para su exportación. El "Convoy" no tenía licencia alguna, ni pagaba tampoco derechos ; además, contrabandeaba mercaderías para otros buques que comerciaban en la costa y pertenecían al mismo consorcio de Oahú. Domingo, Enero 10. Llegamos a Santa Bárbara y el Miércoles siguiente largamos el cable por ojo y salimos mar afuera a causa de una suestada.Regresamos al fondeadero al día siguiente. El "Pilgrim" había pasado allí seis semanas antes en viaje de Monterrey, y se hallaba actualmente en el Sud. En ese puerto fué informado de nuestra llegada a San Francisco. En tierra se estaban haciendo grandes preparativos para el casamiento de nuestro agente con D? Anita de la Guerra de Noriego y Corillo, la hija menor de D. Antonio de No-riego, el Señor de la Plaza y jefe de la primera familia de California.Después de cenar, se llamó a los tripulantes del guigue para conducirlo a tierra vestidos de uniforme. Al llegar a tierra, varamos el bote en la playa y nos dirigimos a la fiesta. La casa del padre de la novia era la principal del lugar con un amplio patio al frente, sobre el cual se había tendido un toldo capaz de contener varios centenares de personas. Al aproximarnos, escuchamos las notas de violines y guitarras, y cuando entramos, estaba reunido casi todo el pueblo bien apiñado, dejando apenas un lugar para los bailarines. En tales ocasiones no se hacen invitaciones, pues es sabido que todos van a asistir; sin embargo, hay siempre una tertulia privada en el interior de la casa, donde se reciben a los amigos íntimos y parientes. Otra usanza que yo no podía aclarar tan pronto era la siguiente: Una linda joven estaba bailando y un joven se colocaba detrás de ella y le ponía su sombrero en la cabeza dejándoselo caer sobre los ojos y saltaba atrás, mezclándose entre el público. Ella seguía bailando durante un ratito con el sombrero puesto, y a veces lo tiraba de golpe al suelo, lo que causaba risas y alborotos de parte de los tertulianos, y el dueño del sombrero era obligado a recogerlo del suelo. En otras ocasiones —pocas, por cierto—, las damas lo conservaban durante toda la pieza y lo sacaban después de terminada, a lo que el joven se le ponía al frente con una reverencia y recibía obsequioso su sombrero de manos de la dama. Averigüé entonces lo que esto significaba: De parte del joven, un pedido para acompañar a la dama durante la fiesta y a su casa al terminarla: la correspondiente aceptación, si ella -guardaba el sombrero; y el rechazo, cuando lo tiraba al suelo, y entonces acompañado con una risa y burla general.Esto también daba lugar a que un caballero listo les pusiera el sombrero sin darles tiempo para ver quién era el galanteador y lo tirasen o conservasen al azar. Cuando se descubría quien era el dueño del sombrero, ocurría a veces que la misma dama resultaba burlada. Las mujeres mayores estaban sentadas en hileras y palmeaban al compás de la música y aplaudían a las jóvenes parejas. La música era alegre y entre los aires tocados reconocíamos a varios de nuestros aires populares que, sin duda, habíamos aprendido de los españoles.
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El fandango me dejó decepcionado. Las damas bailaban muy tiesas, con sus manos caídas y pegadas al muslo, los ojos mirando al suelo delante de sí, y se deslizaban sin movimientos perceptibles, puesto que sus pies quedaban cubiertos totalmente por sus largos vestidos que formaban un círculo pegado al suelo . El comportamiento era tan grave como si estuvieran asistiendo a una ceremonia religiosa; la cara, lo mismo que los miembros, apáticos. En vez de un baile muy vibrante, a la española, como me había figurado, encontré al fandango californiano, una cosa insulsa y sin vida, por lo menos de parte de las mujeres. Los hombres, en cambio, bailaban con gracia y vivacidad, describiendo círculos alrededor de sus compañeras — casi inmóviles— destacándose sus figuras con ventaja. Se hablaba mucho de nuestro amigo Don Juan Bandini; y cuando él llegó, al cerrar la noche, nos regaló con el mejor de los bailes que yo había asistido: estaba vestido con un pantalón blanco, saco bolero corto de seda oscuro bordado en colores, medias blancas y zapatillas de marroquí calzando elegantemente sus pies muy chicos. Su elegante figura y su gracia le favorecían mucho en el baile y semejaba a un joven fauno. Apenas tocaba el suelo con la punta de los pies y parecía bailar en el aire. Después de la cena empezaron a valsear, y esto parece ser aquí un baile de distinción reservado a la gente de razón. Aquí se lució aún más nuestro Don Juan, quien con su pareja, Doña Angustia, hermana de la novia, una hermosa mujer y gran favorita en la alta aristocracia, bailó con una variedad de hermosas figuras, durante más de media hora, dejándose la pista despejada para esta notable pareja, la que al final recogió los entusiastas y merecidos aplausos, muy repetidos. La gente mayor se había levantado de sus asientos para poder verlos mejor y el entusiasmo fué tan grande, que todos los hombres agitaban sus sombreros y las damas saludaban con sus pañuelos. La gran diversión de la noche fué —por ser carnaval—, el "romper huevos" llenados con esencias y colonia sobre la cabeza de los demás. Las damas llevaban escondidas buenas cantidades y se deleitaban rompiendo los huevos en la cabeza de los caballeros, cuando estos estaban descuidados y dados vuelta. Ellos debían retribuir la atención en la misma forma, pero sin ser vistos por ellas. Un señor alto, de porte distinguido, con largo bigote blanco, un personaje importante al parecer, estaba delante mío, cuando una mano liviana me tocó el hombro; di la vuelta y me encontré con doña Angustia que me conocía bien de a bordo, habiendo hecho un viaje de ida y vuelta con nosotros a Monterrey, y me hizo seña de apartarme un poco. Cumplí muy gustoso con su pedido, naturalmente, y ella aprovechó ligero para romper un huevo en la cabeza del tal señor, quien quedó con la cara y el traje chorreando agua de Colonia. Ella saltó ligera atrás y yo volví a taparla y en un momento se puso fuera de alcance. El señor se dio vuelta despacio y todos soltaron la risa. Estuvo mirando todo alrededor, buscando la culpable sin poderla hallar, pero las miradas insinuantes de los vecinos le indicaron por fin quien era la pecadora. Era ella su sobrina carnal y muy querida por él. Don Domingo, que así se llamaba el tal tío, muy complaciente se asoció a la hilaridad de los demás. Muchos casos parecidos se sucedieron entre las parejas jóvenes y mucha hilaridad provocaron las peripecias. El capitán nos hizo llamar a las 10, y lo llevamos a bordo; debimos luego relatar a los compañeros todo lo que pasó en la fiesta. Tres días duraron los fandangos y nosotros, los tripulantes del guigue, asistimos a todos. Todo el mundo nos agasajaba, pues a todos nos conocían, y además nuestros uniformes impecables y vistosos nos volvían personajes. De todas partes nos pidieron que bailáramos alguno de nuestros bailes, pero al haber presenciado el papel ridículo que hacían los norteamericanos que intentaron bailar los fandangos, no nos quedó gana de hacerlo. Bastaba con ver a nuestro agente embutido en un traje de etiqueta (frac) tan ajustado, que no podía mover más que las manos y los pies, con un cuello muy duro. "Muchas gracias —pensaba yo, en mis adentros, al abandonar esas tierras arenosas y verlas alejarse siempre más—, por las horas que tuve que caminar sobre tus piedras, descalzo y con los cueros sobre la cabeza; por las cargas que he tenido que llevar arriba de tu escarpada y barrosa colina; por las mojaduras de tus rompientes, y por los largos días e interminables noches pasadas en tu desolada colina, cuidando las pilas de cueros y escuchando el eterno ladrar del coatí y el grito de las lechuzas."
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A medida que me despedía de cada sitio sucesivo, parecía que estaba largando en cada uno un eslabón de la cadena, de nuestra esclavitud. La mañana siguiente nos hallábamos bajo la alta punta de San Diego. La marea favorable nos ayudó la entrada rápida y nos colocamos frente al galpón de los cueros, preparándonos a una estadía algo prolongada. Este era nuestro último puerto de recalada. Aquí debíamos vaciar el buque, limpiarlo, fumigarlo, embarcar los cueros, leña, agua, etc., y zarpar rumbo a Boston.
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CAPÍTULO XXVI UNA SORPRESA Nos acostamos temprano esperando un pronto despertar y, efectivamente, antes de haberse apagado las estrellas: "Todo el mundo arriba", vibró vigorosamente por el castillo y entrepuente, y ya se empezó a sacar el lastre. Con este trabajo pasamos todo el Viernes y parte del Sábado, quedando a bordo solamente el necesario para dejar debajo del cargamento en la travesía. El día siguiente —Domingo— era un día conveniente para la fumigación y, con este objeto, se sacó todo de la cámara, castillo, etc., y se hizo un fuego lento de carbón encima del lastre en las bodegas, calafateando todas las escotillas y costuras abiertas, ventanillas y aperturas. Donde se notaba salida de humo se tapaba y empastelaba, volviendo al buque estanco contra el humo. La mañana siguiente, levantamos los cuarteles y se dejó ventilar todo. Encontramos ratas asfixiadas y todas las. cucarachas, pulgas y demás insectos parásitos habían rendido su alma con el remedio. El buque estaba ahora listo para ser cargado; se cubrió el fondo de las bodegas con ramas secas como cojín para la carga y se empezó la faena. Todos los cueros colectados desde la última partida del "California" — algo más de un par de años— que sumaban unos 40 mil, curados y secados, debían ser llevados a Boston por nuestro buen buque. Viernes, Abril 15. Llegó del barlovento, el "Pilgrim". Para su gente, debía ser un caso sombrío vernos preparar el regreso, mientras ellos que se hallaban en la costa desde antes que el "Alert" debían quedarse por lo menos un año más en este duro servicio. Domingo, Abril 24. Cerca de siete semanas estuvimos en San Diego con la mayor parte del cargamento embarcado, esperando la llegada del "California" con el agente a bordo. Esta tarde algunos de los kanakas que habían estado en las colinas matando víboras de cascabel, llegaron corriendo costa abajo y gritando: "Buque a la vista". Mr. Hatch, nuestro 3er. oficial, que estaba en tierra, llamó a bordo y comunicó que el "California" arribaba del otro lado de Ia punta. A su tiempo entró, aferró sus velas y fondeó a buena distancia de borneo del "Alert". Siendo Domingo y día libre, todos saltaron al castillete para hacer su crítica. Era un buen buque, substancial, pero más corto que el "Alert", fondo plano y costados a muralla, justamente uno de los últimos modelos de los llamados "vagones de azúcar y de algodón", fuerte y seco, pero sin pretensiones de ser un volador o un velero hermoso. En conjunto, estábamos perfectamente convencidos de que el "Alert" era mejor buque. Yo había pedido al capitán Faucon que tuviese la bondad de visitar a mi enfermo del horno, lo que hizo enseguida pues Hope había estado con él a bordo, y lo encontró muy mejorado, sólo que escaseaban los remedios, pero iba a pedírselos al capitán Arthur del "California" cuando llegase con su buque. Por la noche fuimos de visita al "California", y nos encontramos con un castillete bien amplio y grande, puesto que el buque era del tipo colmo de proa. Unos 12 a 15 marineros y grumetes estaban sentados en rueda, sobre sus cajas-baúl, charlando y fumando, preparados para recibir cordialmente a cualquiera que los visitase. Hacía siete meses que habían abandonado Boston. Naturalmente, que mucho tuvimos que preguntar, ávidos de oír lo que pasaba en la Patria. Uno de los chicos, que había frecuentado las escuelas de Boston, era el más enterado de todos sobre los asuntos de allí. Al preguntarnos los apellidos y nombres de nuestros dos muchachos de Boston, resultaron ser ambos sus compañeros de escuela. Dos ingleses, ex-marineros de guerra británicos, eran buenos músicos y nos regalaron con un lindo concierto, coreados por los otros tripulantes. Todos cantaban muy bien. Quedamos gozando de la tertulia hasta que a las 10 vino el 29 oficial con la orden: "Los del 'Alert', a retirarse". Tenían un gran repertorio de cantos nuevos, sobre guerras, sobre vino, y amor y en una gran variedad, hasta cantos clásicos sobre el mar. En fin, un concierto en toda regla. Al día siguiente, el "California" empezó la descarga, y las tripulaciones de sus botes cuando remaban cantaban sus cantos marcando el tiempo con las remadas. Así pasaron varios días hasta que hubieron desembarcado 106
todos los cueros. Entonces, una parte de los marineros fué enviada al "Alert" para ayudar a estivar los cueros en las bodegas. Nuestro cargamento estaba casi todo embarcado y el "Pilgrim", al terminar su descarga, se preparó para hacerse a la vela al día siguiente para otro viaje al barlovento. Precisamente estaba yo pensando satisfecho que había escapado de seguir con la dura suerte de su gente, cuando fui llamado a la cámara. Allí, sentados alrededor de la mesa, estaban el capitán Faucon, el capitán Thompson y el agente Robertson. El capitán Thompson me preguntó de golpe: "¿Dana, usted quiere volver con el buque?" — "Seguramente, señor —contesté—: espero volver con el «Alert»", "Entonces, usted debe buscar a alguien que quiera tomar su plaza a bordo del «Pilgrim»". Con esto me agarró tan desprevenido que, al momento, no supe qué contestar. De sobra sabía que no habría caso de encontrar alguien que quisiese quedarse un año más con el "Pilgrim" sobre la costa californiana. Me constaba también que el capitán Thompson había recibido instrucciones para llevarme de regreso en el "Alert" y él mismo me lo había comunicado cuando yo estaba aún en el galpón de los cueros. Aun, si no hubiese sido así, me parecía una crueldad el no habérmelo hecho saber con tiempo y no —como en el caso actual— en el momento de la separación de los dos buques. En cuanto me encontré nuevamente dueño de mí mismo, me animé y le dije que yo tenía en mi poder una carta, informándome que los armadores le habían ordenado llevarme y que él mismo me lo había hecho saber. Pero me mostró el rol de la tripulación del "Pilgrim" y, como mi nombre no había sido borrado, seguía perteneciendo al buque. En pocas palabras: que yo debía hallarme a la mañana siguiente, con todos mis efectos, a bordo del bergantín o en su defecto enviar a otro voluntario para reemplazarme y con esto estaba terminada la discusión. Sin embargo, ellos sabían muy bien que en Boston tenía amigos e intereses que les habrían hecho pagar cara la injusticia que me hacían. Probablemente esto hizo cambiar de tono al capitán Thompson, preguntándome que si alguno fuera a reemplazarme estaría yo dispuesto a pagarle una indemnización de 30 dólares. Le contesté afirmativamente, y que estaba dispuesto a pagar cualquier suma si lo aceptaba. "Muy bien", contestó: "vuelva a su trabajo y mándeme aquí a English Ben". Me retiré con el corazón en paz, pero con una rabia y desprecio en mi interior, resultándome difícil contenerme. Ben fué a popa, y cuando volvió estaba completamente abatido, con sus brazos caídos, como si hubiese recibido una sentencia de muerte. El capitán le había ordenado buscar sus cosas para embarcarse en el "Pilgrim" a la mañana siguiente, y que yo le daría 30 dólares y un juego de ropas. La gente había largado el trabajo para comer y estaban cerca del castillo, cuando llegó Ben y contó lo sucedido. Pude notar que ésto había indignado a todos y que mientras yo no aclarase la situación me mirarían con malos ojos. Por lo tanto, traté de buscar alguno que fuera voluntariamente y ofrecí una orden de seis meses de mi sueldo sobre los armadores y todas mis cosas, salvo las necesarias para el viaje de regreso: trajes, libros y todo lo que me pertenecía. Cuando se publicó el ofrecimiento, se presentó Harry Bluff, un marinero a quien no le importaba en qué buque o país se hallaba mientras tuviese bastante dinero y ropa, y se ofreció a reemplazarme. Para que no se arrepintiese le firmé en seguida la orden de pago, y todos mis efectos, quedándome con lo necesario para el viaje y lo mandé al capitán a comunicarle el arreglo. Este lo aprobó en seguida, feliz de que se hubiera allanado tan satisfactoriamente la tal dificultad. A la mañana siguiente el bergantin se hizo a la vela. Yo dirigí mi última mirada a sus caras familiares, cuando pasaban frente a nosotros: vi al viejo cocinero, quien sacó de la cocina su oscura cabeza y me saludó agitando el gorro. Al cabo de diez minutos, al doblar la punta, desapareció el bergantín con sus blancas velas.
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Viernes, 6 de Mayo. Completamos nuestro cargamento, y éste fué un día memorable para nuestro calendario: es el día que embarcamos nuestro último cuero; el día que habíamos estado esperando durante los últimos 16 meses como el primer día de felicidad. Al poco tiempo de llegar el "California", hablé al capitán Arthur sobre Hope; él lo había conocido en su viaje anterior e inmediatamente fué a verle; le dio los remedios necesarios y bajo su cuidado empezó a mejorar rápidamente. La noche antes de nuestra partida, pasé una hora en el horno y me despedí de todos mis amigos kanakas. Eran éstos, lo único que sentía abandonar de todo lo que tenía en California. Sentía un gran afecto e interés por estos seres tan sencillos y leales de corazón; era este afecto tan grande como el que guardaba a mis parientes más íntimos. Hope me dio un apretón de manos y me aseguró que muy pronto estaría otra vez sano y listo para trabajar para mí cuando yo volviera a la costa el próximo viaje como oficial del buque, y me recomendó que cuando fuese capitán no olvidara de ser compasivo con los enfermos. Domingo 8 de Mayo. Este día prometía ser el último de California para nuestro buaue. Nuestros 40 mil cueros, 30 mil cuerpos, además de varios barriles de pieles de nutria, estaban bien estivados en la bodega y las escotillas calafateadas. Todas las pipas de agua bien trincadas; los animales vivos, que se componían de 4 bueyes, una docena de ovejas, algo más de 12 cerdos y 3 a 4 docenas de pollos, todos estaban alojados en su lugar: los novillos en el bote mayor; las ovejas en un corralito, sobre la escotilla .de proa; los cerdos en un chiquero, debajo de la proa del bote mayor; y los pollos en sus gallineros. El chinchorro estaba lleno de pasto para los novillos y las ovejas. Nuestro cargamento, junto con los víveres y dotaciones para cinco meses de travesía, habían hundido el buque hasta las mesas de guarnición. El "California" había concluido su descarga e iba a zarpar al mismo tiempo que nosotros. Después de lavar las cubiertas y tomado el desayuno, los dos buques quedaron uno al aldo del otro, completamente listos para hacerse a la mar, con el pabellón al tope del pico y nuestros elevados palos reflejados en el agua, que desde la madrugada se había transformado en un espejo. Por fin, empezaron algunos débiles soplos, y un poco más tarde de las 11 se estableció el viento regular del N. O. Todos los ojos estaban dirigidos a popa, sobre el capitán, que se paseaba mirando cada tanto hacia barlovento. Hizo una seña al ler. oficial, quien se dirigió a proa, tomó su puesto, miró a los palos y dio la voz de mando: "Gente arriba y largar velas". Al dar la orden, ya la mitad de nosotros estaba en las jarcias. Desde la partida de Boston no se había ejecutado una orden tan rápidamente. Al mismo tiempo que nosotros, una docena de marineros del "California" saltaban a las jarcias y en un momento estaban sobre las vergas y las velas listas para largarse a la primera orden. En el momento, nuestro cañón de proa había sido cargado y puesto en batería y su descarga debía ser la señal para soltar las velas. Salió de nuestra proa una nube de humo y el estampido del cañón se propagó por las colinas vecinas, enviándoles nuestro saludo de despedida. Los dos buques se cubrieron en un instante con sus blancas velas. Durante pocos minutos, todo estaba en movimiento, aparentando confusión; los hombres saltando por las vergas como monos; cabos y motonerías en trabajo; órdenes dada y contestadas, confundidas con los varios cantos de alar las tiras. Las gavias fueron izadas al tope al canto de "Chee-rily men" y a los pocos minutos todas las velas estaban orientadas; el viento era flojo, las velas de punta se llenaron y el buque empezó a marchar rumbo al terruño. El "California" se había puesto también en marcha al mismo tiempo que nosotros; marchábamos por la bahía angosta, uno al lado del otro. Estábamos justo fuera de la boca y ganando la delantera y al punto de darle los tres saludos de separación, cuando nos quedamos parados de golpe, siguiendo el "California" viaje adelante. Habíamos varado sobre la barra que cruza la boca. Esta tiene bastante agua para buques de calado común, como era el "California" vacío, y en cambio nosotros no pudimos pasar. Se mantuvieron las velas, esperando forzar el paso, pero no fué posible y nos vimos obligados a enfachar el aparejo y esperar la pleamar.
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Este suceso fué para nosotros una especie de amortiguador del entusiasmo y el capitán estaba bastante mortificado y contrariado: parecía que estuviéramos atados a la California, y algunos marineros juraban que no saldríamos nunca de esa maldita costa. A la media hora, habiendo crecido la marea, se impartió la orden de virar el ancla y encaponarla. El "California", al ver que no salíamos y estábamos ^al pairo, nos esperó en la punta. Esta vez pasamos bien, y pronto estuvimos a su lado, ajo que se puso otra vez en marcha navegando en conserva. Parecía que deseaba hacer una prueba de velocidad y nuestro capitán aceptó el desafío, a pesar de que estábamos con el agua hasta los pernos de los cadenotes; estábamos tan metidos como una chata de arena, mientras que nuestro antagonista llevaba el calado ideal. Libres de la Punta, la brisa se volvió fuerte y los mastelerillos de nuestros sobres tomaban una curvatura bastante marcada, pero no queríamos aferrarlos hasta tanto no lo hiciese el otro buque, que pronto lo efectuó, cerrando los tres sobres a la vez. pero dejó arriba a los tres marineros en la encapilladura de los juanetes para volver a abrir los sobres a la primera orden. Yo estaba destinado al sobre }e proa y, mientras esperaba para largarlo otra vez, gozaba de una espléndida vista. Desde mi altura, los dos buques formaban un conjunto de perchas y velas, mientras que sus cascos parecían tan chicos y sus cubiertas tan angostas que costaba creer que no se hundieran con el considerable esfuerzo de sus velas. El "California" tenía el barlovento y con ello todas las ventajas; sin embargo, mientras la brisa se mantenía fuerte no nos ganaba. En cuanto aflojaba algo el viento caminaba más, pero al llegar la orden de largar los sobres le ganábamos; como el viento seguía aflojando, el otro largó los suyos y así nos pasó fácil. Nuestro capitán le avisó que íbamos a seguir nuestro rumbo, diciendo que si estuviéramos como ellos, ya los habríamos perdido de vista. El "California" contestó y se tiró hacia la costa al S. S. O., mientras nosotros tomábamos nuestro rumbo. Nos hizo tres cariñosos saludos con su gente, en las jarcias de barlovento, agitando los sombreros, a los que contestamos con igual entusiasmo y el último saludo de una sola voz llegó hasta nosotros. En cuanto nos separamos, se empezó a orientar el paño, cargando el buque con vela sobre vela hasta ponerle todo el paño posible, para recoger hasta el último soplo del viento mientras se conservaba favorable. Ya no podíamos darnos cuenta de la molestia que le ocasionaba el exceso de cargamento: con esa buena brisa por la aleta, no podía sacar más de 6 nudos. No tenía más vida que la de un buque semi-inundado. Cuando todas las velas habían sido abiertas y orientadas, y aseadas las cubiertas, el "California" parecía una mancha en el horizonte y la costa era como una nube baja en el N. E. A la puesta del sol, ambos habían desaparecido y nos hallábamos otra vez solos sobre el océano donde el cielo y el mar se juntan en el horizonte.
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CAPITULO XXVII COMIENZA EL VIAJE DE REGRESO A las ocho fué llamada a popa toda la tripulación y arregladas las guardias para el viaje. Se efectuaron algunos cambios, pero yo tuve la suerte de quedar en la guardia de babor. Nuestra tripulación fué reducida un poco. Un marinero y un grumete habían pasado al "Pilgrim". Otro pasó como segundo oficial al "Ayacucho" y otro, el más viejo entre los tripulantes, había enfermado, tullido por el trabajo pesado y las mojaduras de a bordo y de la playa y con un ataque reumático fué dejado en tierra en el galpón, al cuidado del capitán Arthur. Con esta reducción la tripulación resultaba corta para la travesía del Cabo de Hornos en pleno invierno. Además de Stimson y yo quedaban solamente cinco hombres en el castillo de proa que junto con cuatro grumetes en el entrepuente, velero, carpintero, etc., formaban toda la tripulación. Para completar, a los tres o cuatro días de viaje, el velero se enfermó también y no pudo trabajar más en todo el viaje. El andar constantemente con los pies en el agua en cualquier tiempo, llevando cargas y cueros, agregado a los demás trabajos pesados, no deja de ser demasiado rudo para la gente de edad, lo mismo que para cualquier hombre que no posea una robusta constitución. Nuestra guardia se había reducido a cinco en total, entre los que se contaban dos grumetes que solamente iban al timón con buen tiempo, de manera que los otros tres debíamos hacer 4 horas de timón en las 24 horas, cada uno. La otra guardia se componía solamente de 4 timoneles. "No importa. ¡Nos vamos a casa!", así se contestaba a cada problema: y no nos habría importado realmente, sino hubiera sido que el cruce del Cabo de Hornos se iba a efectuar en lo peor del invierno. La perspectiva de realizarlo con una tripulación reducida a la mitad y por otro lado con un buque cargado en exceso, al punto que cada ola fuerte debía barrer la cubierta de popa a proa como roca de media marea, en término marinero, no nos atraía por cierto. Durante las guardias libres recorríamos y arreglábamos toda nuestra ropa para el próximo mal tiempo. Cada uno se había hecho un traje de agua nuevo al cual se le dio varias manos de aceite o alquitrán y en cada vez puesto a secar en los estays. Las botas de agua fueron también cubiertas con gruesa capa, mezcla de grasa derretida y alquitrán y colgadas para secarlas. Así aprovechamos el sol caliente y el tiempo bueno de una parte del Pacífico para estar preparados cuando llegáramos a la mala. Había, sin embargo, una dificultad que no podíar-mos remediar a pesar de todas las tentativas para eliminarla y que consistía en las filtraciones del calafateo del castillete, lo que resultaba muy molesto en el mal tiempo y lluvia. Esto volvía inhabitable la mitad de las camas. Durante un viaje prolongado, aún el buque más estanco que pueda imaginarse producirá filtraciones en la proa a causa del esfuerzo continuo del bauprés. Además nuestro castillo tenía una pérdida de la que no se podía dar cuenta: ésta se hallaba en la amurada de estribor y obligaba a dejar desocupadas las camas proeles de esa banda. También una de las camas popeles perdía bastante cuando el tiempo era grueso. Mas como una de las guardias estaba siempre arriba nos arreglábamos con las camas que quedaban libres, y como en nuestra guardia éramos sólo tres que dormíamos a proa, nos quedaba siempre una cama seca para cada uno. Todas estas previsiones eran prematuras; nos hallábamos en el Pacífico Norte y con tiempo sereno,corriendo con los alisios N.E. que nos alcanzaron al segundo día de abandonar San Diego. Domingo, Mayo 15: Habíamos recorrido, según cálculo, más de 1.300 millas en siete días. Desde la salida de San Diego habíamos tenido viento favorable y tanto cuanto podíamos desear. Nuestras guardias francas de la mañana, las empleábamos en nuestros propios trabajos y las guardias de noche en la forma usual: un cuarto al timón, otro de vigía en el castillete, un descanso en un rollo de cabos de alguna maniobra debajo del cabulero o un paseo solitario por-la cubierta. Cada ola partida por el tajamar nos acercaba más al hogar y cada obser110
vación diaria nos indicaba un progreso que si así duraba, nos haría llegar a la bahía de Boston en menos de cinco meses. Este es el encanto de la vida de abordo, tiempo bueno, día tras día, sin interrupciones — viento favorable en abundancia y rumbo al terruño. Todo el mundo tenía buen humor: todo iba bien y se ejecutaba con la mejor voluntad. En la guardia de perro todos subían a cubierta, se instalaban alrededor del castillo y se cantaban los cantos del mar, lo que tanto agrada a los marinos. Se conversaba sobre la patria y lo que haríamos al llegar a ella y cómo y cuándo llegaríamos. Todas las noches, después de guardados los útiles de rancho, las pipas y los cigarros encendidos en la cocina, nos juntábamos alrededor del cabrestante y la primera pregunta era: "¿ Bien, Dana, ¿ cuál era la latitud de hoy?" "Oh! 14 N. y marchó siempre a 7 nudos desde entonces". —"Bueno! esto nos llevará en cinco días a la línea". —"Sí, pero estos alisios no durarán más de 24 horas", dijo uno de los viejos marineros indicando al sotavento. —"Yo lo veo por la aparición de las nubes". A esto continuaron todas las conjetur ras y reflexiones con respecto a la duración del viento, del tiempo en las regiones de la línea, de los alisios del S.E., etc. y cálculos globales sobre el tiempo que emplearía el buque en cruzar el Cabo de Hornos; alguno llegó a fijar los días que nos llevarían al faro de Boston y ofertaba jugadas a que no se tardaría más de lo que él había calculado. —"Es mejor que espere con la apuesta hasta después de pasado el Cabo de Hornos", le contestó un viejo observador.—"Sí —le contestó otro— Vd. podrá ver Boston, pero tiene que olfatear el infierno antes que llegue ese día feliz." También llegaron hasta proa rumores de lo que se conversaba en la cámara: El mayordomo había oído al capitán mencionar el estrecho de Magallanes. Un timonel creía haberle oído decir, conversando con el pasajero, que si encontraba viento de proa y tiempo demasiado duro en la región del Cabo, pasaría por Nueva Holanda y tomaría la ruta del Cabo de Buena Esperanza. Este pasajero, el primero y único que tuvimos, exceptuados los que se embarcaban entre puertos en la costa, era un señor que yo había conocido durante mis mejores días y, la última persona que habría esperado encontrar en la costa de California: el Profesor Nuttall, de Cambridge. Yo lo había dejado con la cátedra de botánica y ornitología en la Universidad de Harward y la primera vez que volví a encontrarle fué en la playa de San Diego con un saco marinero, un gran sombrero de paja y descalzo con los pantalones arrollados hasta la rodilla, buscando piedras y conchillas. Había viajado por tierra a la costa N.O. y bajado en un barquito hasta Monterrey. Allí fué informado que había un buque listo para dirigirse a Boston, por lo que tomó pasaje en el "Pilgrim" que se hallaba entonces en Monterrey y siguió con sus viajes de escalas en los puertos intermediarios. Como habíamos marchado ambos de Boston en la misma época, no teníamos nada de nuevo para contarnos y a causa de la diferencia de nuestras posiciones a bordo, nos juntábamos muy raras veces durante el viaje. A veces de noche, cuando el tiempo era bueno, y yo de guardia al timón, no se requería mucha atención para el gobierno del buque y si el oficial de guardia se hallaba alejado de la toldilla, el profesor solía ponerse a mi lado y conversarme algún rato. Esto naturalmente era contra los reglamentos de a bordo, puesto que en efecto, todas relaciones entre pasajeros y tripulación está prohibida. Exceptuando el profesor Nuttall no había a bordo más que los tripulantes y los animales en pie. La provisión de estos últimos había disminuido bastante: cada cuatro días se carneaba un novillo, de modo que no alcanzaron más allá de la línea. Después tocó el turno a las ovejas y las aves: éstas —es claro— tomaban el camino de la cámara únicamente. Los cerdos fueron dejados para la parte final del viaje: ellos son muy marineros y resisten bien a toda clase de climas y tiempos. Las costumbres respecto al rancho de la gente es uniforme en todos los buques norteamericanos; cuando se mata un cerdo los marineros reciben una comida de él y el resto va a la cámara. Los pollos y otras aves no van nunca al rancho y no hay quejas por ello, pues todos entienden que muchas aves se necesitarían para alimentar a toda la tripulación sin tener además en cuenta la condimentación necesaria para ello, y sin ella, la carne 111
salada es preferible. Con respecto a la carne salada también existe preferencia; y efectivamente: cuando se abre un nuevo barril, antes de ponerse la carne en la tina, viene el mozo de cámara y elije las mejores piezas para sus parroquianos y hasta llega a la desfachatez de llamar a alguno de la tripulación para ayudarle en la elección de las piezas que tienen más gordura. Las más secas van al rancho donde se la llama "caballo salado". Hay un versito muy popular en el castillo y que dice : "Old horse! Old horse! what brought you here? Fron Sacarap to Portland Pier Y carted stones this many a year; Fill killed by blows and sore abuse, They salted me down for sailors' use ' The sailors they do me despise, They turn me over and damn my eyes; Cut off my meat and scrape my bones, And pitch me over to Dany Jones."
Que arreglado al castellano diría: Rocín, viejo rocín. ¿Cómo llegaste hasta aquí? Desde Sacarap hasta de Portland la ribera Por largos años, muchos carros tiré llenos de piedras, Hasta que a golpes y malos tratos me mataron, Me salaron después para servir de pasto a marineros Los hombres del mar que me desprecian Y maldicen mi ser hasta mis ojos Sacan mi carne raspando bien los huesos Luego los tiran por la borda, Que a bordo no hay sabuesos. Se cuenta la historia de un proveedor de carne de Boston que fué preso por haber mandado a bordo de un buque la carne de un caballo viejo en lugar de un novillo; fué sentenciado a prisión hasta haberse comido todo el caballo y aún sigue encarcelado, pues a pesar de su ardiente deseo de reconquistar la libertad a cambio de cualquier sacrificio, no ha logrado cumplir con la pena impuesta por el sabio magistrado y corre riesgo de terminar su vida en la prisión de Boston. Este cuento es bien conocido en toda la marina y se lo considera un buen ejemplo para todos los "tiburones portuarios" que se enriquecen a costas del estómago y las mandíbulas del pobre marinero. Formaba parte de los porcinos una vieja chancha, madre de muchos lechones: ella había cruzado ya dos veces el Cabo de Buena Esperanza y una vez también el Cabo de Hornos. La última vez casi le costó la vida: una noche muy oscura con nieve y granizo la oímos quejarse. La tapamos con paja, una vela vieja y otras cosas y así se quedó abrigada hasta que volvimos al buen tiempo. Domingo, mayo 22. Dos semanas de navegación y a 5 grados de la línea; con dos días de brisa fresca podemos alcanzarla. Hoy ha llovido casi constantemente y siendo domingo y sin trabajo tapamos los imbor112
nales e hicimos una lavandería de primera, lavando todo lo lavable. Todas las prendas fueron sacadas de las cajas-baúl y bien lavadas con abundante jabonada. Después del lavado se abrieron los imbornales y dejó salir el agua y jabonada sucias y una vez enjuagada la cubierta y la ropa con la nueva lluvia, se reta-paron los imbornales y empezó la higienización corporal de todos, enjabonando tiras de lona en reemplazo de cepillos; uno a otro nos dimos masajes; todos, incluso el primer oficial, quedaron cambiados de color. Se decía que debíamos quitarnos todo el polvo de California y efectivamente, muchos que antes aparentaban estar quemados por el sol, habían quedado blancos y rosados. Al día siguiente salió el sol y el buque se llenó de proa a proa con los colgajos de la lavandería.Volviendo a ocuparnos del Profesor Nuttall y para poner en evidencia su mentalidad la marinería lo consideraba una persona enigmática o alocada; estaban tan intrigados con él como nuestro viejo velero lo estaba con los instrumentos náuticos del capitán; decía que tenía tres: un cronómetro, un crenómetro y un elnómetro. A Mr. Nuttall los marineros lo apodaron "el viejo curioso", por su gran interés en todo, decían que estaba alocado y que sus parientes lo dejaban salir y divertirse a su gusto. Sino ¿por qué un hombre rico (para los marineros todos los que no trabajan con sus manos, visten levita, cuello y corbata, son gente rica), puede abandonar un país cristiano y venir a una tierra olvidada de la mano de Dios, como California a recoger conchillas y piedras? Eso no alcanzaban a explicárselo. Más, uno de ellos, que había visto más el mundo opinaba: "¡Oh! dejen de decir tonterías; vosotros no sabéis nada sobre esa gente: Yo he visto esas academias y conozco su cabullería. Allí conservan todas las cosas como curiosidades, las estudian y tienen personas expresamente para enviarlas en su busca. Este buen señor sabe lo que hace, no hace niñerías como vosotros creéis, él llevará allí todo lo recogido y si esto resulta mejor de lo que han llevado los otros, lo nombran jefe del Colegio. Otros seguirán en busca de otras cosas y si lo vencen, tendrá que volver a salir o perder el grado. Así es la costumbre allí. Este viejo vivo conoce la cabullería: él les atravesó una barrera, se vino a este país desconocido, donde nadie piensa poder llegar ni ha llegado antes. Esta explicación satisfizo y convenció totalmente a todos y como en cierto modo era lógica, yo no hice comentarios y el crédito del Profesor subió notablemente desde entonces.Al acercarnos a la línea, el viento tiró más del Este y el tiempo fué aclarando. El domingo 28 de mayo con brisa del E.S.E. cruzamos la línea a las 3 de la tarde. A las 24 horas —cosa rara— pescamos los alisios regulares del S.E. que durante 12 días soplaron firmes y fijos, sin variar una sola cuarta (11 grados) y de tal fuerza que nos permitían llevar desplegados los tres sobre juanetes; durante todo este tiempo apenas se tocó una braza. Se progresó a tal punto que a la semana domingo 5 de junio habíamos adelantado 1200 millas, casi siempre con bolinas tiesas. Nuestro buen barco volvía a encontrarse a sí mismo y había aumentado su capacidad de marcha en un tercio desde qu esalimos de San Diego. Ya nadie se quejaba de la marcha, la navegación era una gloria: una brisa fija; nubes claras de alisios por sobre nuestras cabezas; la incomparable temperatura del Pacífico —ni frío ni calor— un lindo sol todos los días y claro y estrellado en las noches. Estos alisios eran los mismos que en el "Pilgrim" nos habían acompañado casi todo el camino hasta lalínea, soplando parejos por la aleta de estribor durante tres semanas, sin tocar una braza ni arriar un sosobre. Navegando en esta forma, volvió a mi memoria un incidente que nos pasó cuando navegábamos en estos parajes con el "Pilgrim". íbamos a buena marcha y con viento en popa clavado, la noche muy obscura al pasar la medianoche: silencio profundo con excepción del ruido del mar contra el casco. La otra guardia descansaba, la nuestra —de servicio— dormía en cubierta a sotavento de la barcaza con excepción del timonel y yo de vigía. El segundo oficial, jefe de la guardia que había estado conversando conmigo, acababa de volverse a popa y yo había vuelto a mi paseo en el combés hasta el cabrestante, cuando de pronto se oyó un grito agudo desde la proa, viniendo aparentemente del mar. La oscuridad completa y el gran silencio en el ambiente dio al grito un tono lúgubre, sobrenatural, lo que me hizo parar de golpe y latir fuertemente el corazón. Este grito despertó instantáneamente a todos los de la guardia que quedaron mirándose uno al otro. "En el nombre de Dios ¿ qué sucede ?", exclamó el segundo 113
oficial dirigiéndose cautamente hacia proa. El primer pensamiento que se me ocurrió fué que podía ser un bote de algún buque náufrago que habíamos hecho zozobrar embistiéndolo con la proa en la oscuridad. Otro grito parecido, pero menos fuerte, se oyó entonces : esto nos avivó y corrimos todos hacia proa, mirando al agua por fuera de la proa y las amuras, mas nada se veía y todo estaba normal por fuera. ¿Qué debíamos hacer? Llamar al Capitán y poner el buque al pairo? En ese momento uno de los marineros notó una luz en el sollado de proa y al mirar por el tambuche vio que todos estaban levantados arrastrando a un pobre diablo de su cucheta, sacudiéndole fuertemente para despertarlo de una pesadilla. Todos se habían despertado con el grito y tan alarmados como nosotros arriba, cuando el segundo grito les aclaró el caso, pues había salido de una de las cuchetas ocupada por uno de ellos. El pobre recibió una buena zamarreada hasta quedar bien despierto. Naturalmente, que como siempre, todo el caso terminó con muchas bromas y había motivo para tomarlo así, todos habíanse sacado de encima un susto mayúsculo. Habíamos llegado ya al límite tropical meridional y con brisa tan favorable íbamos dejando el sol detrás nuestro, acercándonos al Cabo de Hornos, así que nos ocupábamos de hacer todos los preparativos para poder cruzarlo lo mejor posible. Se recorría minuciosar mente toda la cabullería del buque, —tanto la jarcia fija como la de labor— arregladas o cambiadas todas, las maniobras que no presentaban completa seguridad y todos los demás preparativos durante los días buenos que quedaban, para que los cabos nuevos se amoldasen, se estirasen, poniéndose flexibles antes de llegar al clima frío.
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Capítulo XXVIII Cabo de Hornos En nuestra tentativa de doblar el Cabo de Hornos nos hallamos a unas 1.700 millas al Oeste del mismo al llegar a su latitud, pero al dirigirnos hacia el Estrecho de Magallanes nos corrimos al Este de manera que en la segunda tentativa nos habíamos acercado tanto que sólo aquel Cabo quedaba entre 400 y 500 millas de distancia. Esperábamos no encontrar más hielos, puesto que los fuertes temporales del Este debían haber llevado los témpanos hacia el otro extremo. Nuestra buena marcha hacia el Sur se notaba por el ininterrumpido bajar del termómetro y el aumento del oleaje. Una tarde, en que nos habíamos retirado a dormitar, se nos llamó con el mayor apuro. Saltamos de inmediato a cubierta para tiramollar las brazas hela-• das sin mirar siquiera hacia proa para no perder un segundo. Por la forma en que el capitán impartía sus órdenes, la cuestión parecía ser de vida o muerte; el buque viró bien y nos alejamos de un gran témpano, pasándolo por la aleta de babor. Estaba rodeado por un campo de hielos flotantes; gracias a la diligencia del vigía, que lo notó a tiempo, evitamos dejar nuestros huesos en aquellos hielos.Al amanecer del día siguiente aclaró el tiempo y pudimos ver el océano totalmente bloqueado en el rumbo que nos correspondía seguir; cambiamos, pues, otra vez nuestra proa al Norte, no ya en la dirección del Estrecho sino tratando de doblar el Cabo cada vez más hacia el Este. Habíamos llegado ya muy cerca, después de unas 200 millas de navegación al Sur, cuando la mala suerte vorlió a perseguirnos, entrando a las 4 horas en calma chicha. En menos de media hora se presentó un temporal del Este con granizo y nieve, lo que nos obligó a capearlo con sólo la gavia mayor totalmente rizada. Ocho días más permanecimos en esta situación sin que el tiempo aflojara un sólo momento; fué el más duro que experimentamos en toda la travesía. La nieve y el granizo no eran tan fuertes como la lluvia, que nos tenía empapados, lo cual, con temperatura muy baja, era nuestro peor sufrimiento. La cosa era tan molesta que al salir de guardia debíamos estrujar entre dos de nosotros los pantalones y sacos a fin de ponernos después los menos mojados. Las horas de guardias parecían extenderse al doble: para acortarlas había ideado una prueba mental que consistía en una cadena de asuntos recitados en disciplinada sucesión. Empezaba con la tabla de multiplicar, seguida por la de pesos y medidas, luego los nombres de los Estados de la Unión, con sus capitales, en segudia los Reyes de Inglaterra y su nobleza, de acuerdo con cada época y de conformidad a los datos encontrados en un almanaque de abordo y por fin los numerales de los Kanakas. Si a pesar de todo esto la guardia continuaba, recitaba los diez mandamientos, el Capítulo 39 de Job y otros pasajes de la Biblia, prolongados por trozos literarios en prosa y en verso. La guardia franca no la pasaba mucho mejor. En el castillete, donde goteaba bastante, debíamos tener el tambucho cerrado para no dejar pasar la lluvia y las olas, de modo que apenas había aire para respirar y la lamparilla ardía con su llama azul rodeada por amplio círculo de aire viciado. Viernes, julio 22. — Tiempo grueso, pero estable del Sud. Las nubes se disipan con indicios de aclarar. Por la tarde me hallaba con el tercer oficial y dos hombres más, ocupado en la cámara, cuando un rayo de sol bien brillante se hizo presente, alumbrando el recinto a través de la escotilla y de la claraboya, tra-yéndonos una sensación de calor. En seguida oímos gritar en cubierta y el primer oficial llamó al capitán desde la escotilla. No pudimos entender lo que le decía pero vimos que este último empujaba la silla y saltaba a cubierta a toda prisa. La disciplina marinera no nos permitía dejar el trabajo para averiguar el motivo, pero como no se nos llamara comprendimos que no había sucedido nada malo. Nos aprseuramos a terminar y al salir de la repostería el camarero, el primer oficial le preguntó qué sucedía. "¡Tierra, por seguro, señor! ¿ No oyó gritar a la gente ¡ tierra! ? El capitán dice que es el Cabo de Hornos".Al terminar subimos y pudimos ver la tierra que pasábamos lentamente a babor. Todos la miraban desde sus sitios de trabajo, resultando ser la Isla de los Estados. Nunca habíamos visto una tierra tan desolada; quebradas y rocas cubiertas con nieve y hielos, con alguna vegetación muy rala. A pesar de ser tan fría, esta tierra olvidada nos calentaba el corazón. Gradualmente la dejamos atrás y entramos en el vasto Océano Atlántico. 115
CAPITULO XXIX Progresando hacia el hogar Era costumbre pasar Las Malvinas por el Oeste, mas teniendo un bien vineo fijo y limpio del Sud Oeste, con todas las perspectivas de larga duración, el capitán, ya harto de latitudes australes, decidió pasar por dentro de ellas. Se hizo rumbo al Norte, largando todas las velas de tal modo que el buque empezó una carrera endemoniada. Parecía que saltaba fuera del agua con su proa levantada como consecuencia del paño excesivo que se llevaba a proa. Desde que fué botado, el "Alert" no debió nunca haber marchado tanto. Los dos timoneles tenían un arduo trabajo para mantenerlo en rumbo. El primer oficial miraba el aparejo, luego, por la borda, la abultada espuma y se restregaba las manos de contento hablando consigo mismo de esta suerte: "¡hurra! ¡mi alhaja, tomaste el olor! ¡ya sabes donde vas!" y cuando saltaba sobre las olas con el casco casi al aire y temblando hasta la quilla, mientras crujían sus palos y vergas, repetía: "¡allá va! ¡allá va!, ¡si marcha estupendamente!, ¡mientras cruje, aguanta!". Durante dos días seguimos navegando en esa forma, impulsados por un viento de gran fuerza; dos hombres al timón y sin tocar nada, ni un sólo cabo, el buque volaba. Durante la semana se guindaron otra vez los largos mastelerillos y se armaron los juanetes y sobres. El "Alert" volvía a lucir su traje completo. No hay creación tan estupenda como un velero navegando con todas sus velas desplegadas. Es simplemente magnífico e imposible de imaginar ¡por quien no lo haya visto con sus propios ojos. Un día, en el Trópico, me tocó trabajar en el extremo del botalón de foque: tirar la amura del petifoque, de modo que me hallaba a una buena distancia del buque y podía contemplar su pequeño casco negro y la nube de candida tela que lo cubría. Después de terminado mi trabajo quedé largo rato extasiado contemplando la maravillosa vista: estaba tan absorto que había olvidado al compañero que me ayudó en la tarea, hasta que éste, también entusiasmado, y dando forma a sus pensamientos, exclamó: "¡Qué tranquilas hacen su trabajo!" Luego empezaron los trabajos para la llegada. Un buque es como un reloj de señora: siempre le falta algo. Se cambiaron las velas de mal tiempo por las de los alisios, viejas pero aún en uso; luego, se recorrieron las jarcias fijas y las de labor; se rasquetearon palos, cubierta, casco, amuradas, etc., además de pintado y barnizado, a fin de presentarlo sin una falta a sus armadores, en Boston. Continuamos en estas faenas sin otras novedades que un incidente ocurrido entre el capitán y el primer oficial, sin mayores consecuencias. En los buques mercantes es costumbre que el capitán dé sus órdenes al primer oficial en términos generales, sin intervenir lnptro en el trabajo y en la forma en oue aquéllas son ejecutadas, siempre, claro está, que el primer oficial no sea incompetente o lerdo. El capitán no debe abandonar la popa, mientras no haya aleún motivo: esta es la ley no escrita. Nuestro primer oficial —marino competentísimo y activo—, no necesitaba por cierto de interpelación ale-una y era sumamente celoso de sus dprechos y facultades. Un lunes, por la mañana, el capitán le ordenó hacer tesar los estays y burdas del mastelero de velacho, orden aue el primer oficial se dispuso a cumplir inmediatamente armando ana-rpi'os en los estays y burdas a fin de poder cobrar los acolladores. En eso se estaba cuando el capitán fué a la proa y empezó a dar órdenes a su vez, lo oue trajo aleunas confusiones. El primer oficial, picado por esa actitud, fuese a proa diciéndole: "Si usted, señor, se queda a proa, yo me voy a popa; uno solo es bastante en el castillo." Estas palabras produieron la consiguiente réplica del capitán, y luego otra, y otra. Las palabras fueron subiendo de tono, los puños se cerraron y las cosas amenazaron con ponerse serias. "Yo soy el capitán de este buque." "Sí, señor, y yo soy el primer oficial; mi sitio es la proa y el de usted la popa." "¡ Mi sitio es el que yo elija! ¡ Yo comando todo el buque y usted es primer oficial hasta que se me de la gana!" "¡Diga usted una palabra, capitán Thompson, y me voy! Yo sé hacer cualquier trabajo a bordo. No he entrado por las ventanas de popa. ¡ Si no soy primer oficial, puedo ser marinero!", etc. 116
Para nosotros era un placer presenciar una disputa entre las autoridades del barco y nos hacíamos guiños a cada frase. Para terminar, el capitán .invitó a su contrario a pasar a la cámara y después de larga discusión, el primer oficial volvió a hacerse cargo de su puesto. Era evidente que el capitán se había dado cuenta de su falta a los reglamentos y sabía muy bien que a su oficial no le faltaba competencia, no necesitando su ingerencia en los trabajos, de modo que, en cierto modo, aquél tuvo motivos para enojarse. No puede negarse que el capitán tiene siempre la razón, pero hay reglas que son abordo como verdaderas leyes, estando todos obligados a seguirlas y éste fué uno de los casos que así lo demuestran.
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CAPITULO XXX En las zonas ecuatoriales. Lo único que puedo mencionar en este capítulo es un accidente que me pasó, hallándome sobre el juanete de proa. Había estado trabajando una hora sobre la verga citada y al terminar entré a la cruz para bajar a cubierta; al hacer pie en el obenquillo, se partió el racamento, cayéndose la verga. Como yo estaba ya agarrado, no me pasó nada, pero con todo, el susto y la milagrosa salvación me dejaron por un momento sin aliento, pues si el percance me hubiera ocurrido apenas unos segundos antes, habría caído desde unos 90 ó 100 pies, probablemente sobre cubierta, con lo cual habría terminado mi vida. No sucedió tal cosa y. como es costumbre abordo al no pasar una desgracia, el hecho se tomó a broma. Algo análogo pasó en la región del Cabo de Hornos. Uno de los grumetes, mientras tomaba unos rizos en la gavia, durante un temporal y con noche muy oscura, se le escurrió un metafión de entre los dedos y perdió pie, cayéndose. El marinero que trabajaba a su lado se apercibió a tiempo, alcanzando a tomarlo por el collar del capote y colocándolo nuevamente sobre la verga, con esta exclamación: "Otra vez aguántate bien, pedazo de monito, y vete al infierno!" Domingo, agosto 7. — Nos encontramos con la barca inglesa "Mary Catherine", de Bahía a Calcuta, primer buque que avistamos después de cien días de navegación. Viernes, agosto 12. — Al amanecer se alcanzó a ver la isla de Trinidad. El día es espléndido y el mar anenas encrespado por los alisios suaves. La isla es extraordinariamente tranquila. Martes, agosto 18. — En la medianoche del viernes al sábado pasamos por cuarta vez la línea. Estábamos en el hemisferio norte y cada día aumenta nuestra latitud. Ya se veía la estrella polar, la Osa Mayor y las demás constelaciones del norte. El tiempo muy "aluroso, del que nadie se queja después de los fríos pasados recién, aparte de que ahora nos vamos acercando a la patria. Se encuentran los tiempos comunes en el Ecuador. Sol ardiente, chaparrones y así hasta el Domingo, agosto 28. — que a los 12° de latitud norte empezó a presentarse el característico nublado de los alisios del norte, seguido por viento del nordeste que nos obligó a aferrar las alas y nos imprimió una buena marcha, con los sobres aún puestos.
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CAP1TULU XXXI Preparándose para la llegada Seguimos por la latitud de las Indias Occidentales hasta las Bermudas, que pasamos dejándolas al este. El capitán que se había casado algunas semanas antes de haber salido de Boston, después de dos años de ausencia, daba fuerza de velas hasta lo posible y el primer oficial no se le quedaba atrás. En eso nadie lo habría superado; el segundo oficial, a pesar de ser un poco asustadizo, temía aún más al capitán y entre ambos temores, a veces superaba a sus superiores en aguantar velas. Más que el vehemente deseo de llegar a puerto, nos empezó a presionar el escorbuto que había hecho su aparición. Uno de los marineros estaba ya atacado e imposibilitado y el grumete inglés Ben se encontraba en un estado lamentable y empeoraba a diario. Tenía las piernas tan hinchadas y doloridas que no podía caminar. Su carne perdía elasticidad a punto tal que al aplastarla no recuperaba luego su forma y las encías tan hinchadas no le permitían abrir la boca. La respiración se había hecho nauseabunda y perdía peso y valor. Sin poder comer y empeorando cada día, la falta de remedios no autorizaba a suponer que viviera una semana más. Los medicamentos se habían terminado por comnleto y además, para esta enfermedad, lo único positivo y eficaz es comida fresca y tierra firme. Por ello, el capitán mantuvo la ruta cerca de la costa, en la esperanza de encontrar algún buque con rumbo a las Antillas o a los estados del sud. Sábado, septiembre 11. — En la mañana siguiente encontramos un bergantín goleta que iba al sudeste. Se encuentro era lo que más podía desearse en el "Alert". Al darse cuenta de que le queríamos hablar se puso al pairo y, acercándonos lo posible, enfachamos el palo mayor. Aquel boue había salido de Nueva York con destino a Curacao y tenía abundantes provisiones frescas. Al momento se echó el bote de la aleta y a la media hora regresaba con nuestro capitán y lleno de papas y cebollas; acto continuo, ambos buques siguieron su camino. El bergantín era el "Solón" de Plymouth y su cargamento consistía en provisiones frescas, mulas, sartenes y otros utensilios. El camarero llevó algunos restos de cebollas al salón y nos dio todas las demás para la gente, con una botella de vinagre. Las levamos y guardamos cuidadosamente en el sollado. Las comíamos crudas con carne y pan. ¡Y por cierto que eran sabrosas! Agregábamos a cada comida una docena de ellas y llenábamos, además, nuestros bolsillos para comerlas en las guardias. Pero principalmente se emplearon los víveres frescos para curar a los dos pobres enfermos. Uno de ellos, que podía comer, empezó en seguida a mascar papas crudas. Al otro, que apenas podía abrir la boca, le dimos el jugo de papas crudas aplastadas por el cocinero en su mortero, frotándole también las encías y el paladar. El tratamiento le produjo al comienzo un fuerte temblor y. al tomar el remedio, un gran dolor en todo el cuerpo, lo que eran indicios de que el medicamento obraba favorablemente. Siguió, pues, tomando una cucharadita a cada hora, notándose una rápida mejoría. Pronto recobró el apetito y a los diez días estaba tan bien que pudo abrir el sobre y aferrarlo. Continuamos nuestra marcha con una buena brisa del sudoeste, pasando al norte del Cabo Hatteras. Ya empezábamos a contar por horas el tiempo que nos faltaba para llegar. El buque estaba en perfecto estado de presentación, pues entreteníamos el día en pintar, limpiar y barnizar, hasta dejarlo todo bien brillante. El martes, 15 de septiempre nos hallamos en el límite de la corriente del golfo, lo que se notaba por la temperatura y apariencia peculiar del agua y de las nubes. A medida que nos enternábamos, iba aumentando el viento y la marejada, encapotándose el cielo. El mar, encontrado, hacía rolar y cabecear al buque en una .forma rara, hasta obligarnos a arriar sobre cubierta las velas de los sobres y todas las otras livianas. Al subir a los palos, todos nos sentíamos mareados. Demoramos unas horas en pasar esta zona, pero luego nos volvió el buen tiempo.
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CAPITULO XXXII El puerto de Boston Viernes, septiembre 16. — Una buena brisa del sudoeste nos acercaba cada vez más a la costa. La gente en cubierta y en la guardia de perro sólo hablaba de la recalada en la costa norteamerciana, de la entrada a puerto, si llegaríamos el domingo; si iríamos a misa, cómo estaría Boston, de nuestros amigos, pago de sueldos, etc., y por hallarnos al final del viaje, la disciplina se aflojó algo. No había necesidad de dar órdenes enérgicas a quienes sólo deseaban ejecutarlas lo más pronto posible para apurar la llegada. Las rencillas desaparecieron y aquellos que se pelearon durante todo el viaje, proyectaban ahora hacer excursiones juntos. Así llegamos el sábado 17 a la sonda, que acusó 80 brazas sin tocar fondo a las dos de la mañana, pero en cambio a las cuatro, ya sondeó 60 brazas con fondo de barro negro, lo que indicaba la proximidad de la Isla Block. Desgraciadamente el viento paró y todo el domingo lo pasamos envueltos en espesa neblina. Ese día lo ocupamos en revisar nuestro guardarropa del que tiramos todas las prendas viejas o inútiles, con la satisfacción de separarnos de lo que nos recordaba los malos ratos de California y el Cabo de Hornos. También comimos el último budín dominguero a bordo del "Alert". Todos estaban de muy buen humor, sin faltar los alegres cristes. Al acercarse la noche se levantó una brisa regular, pero sin que la neblina cediese; seguimos nuestro rumbo al este. A media guardia, el vigía gritó con voz alarmada: ¡ Dar todo el timón a la banda!, e inmediatamente se presentó a nuestra vista un buque grande que se nos vino encima. Pasamos con nuestra botavara bastante cerca de su aleta y en seguida lo perdimos en la neblina. Parecía ser un ballenero, probablemente de Bristol (Rhode Island). Continuamos toda la noche nuestro rumbo al este, con brisa suave y sondeando cada dos horas; por las muestras del fondo (arena) estábamos aproximándonos a los bajos de Nantuchet-sud y el lunes, a media noche, estábamos ya en la bahía, en demanda del faro de Boston. Tiramos unos cañonazos para llamar al práctico y por la madrugada alcanzamos a divisar las bajas dunas de Cabo Cod, por la banda de babor. A medida que avanzábamos en la bahía aumentaban el número de embarcaciones y se veían velas en todas direcciones. A las diez de la mañana atracó un bote, dejando el práctico a bordo y al hallarnos a la vista de la estación telegráfica, izamos nuestras numerales para que transmitiera la llegada. Dos bordadas más nos llevaron a la rada, fondeando a sotavento del castillo después de ciento treinta y cinco días de haber abandonado San Diego. Media hora más tarde, con todas las velas aferradas, estábamos a buen seguro en el puerto de Boston. Habíamos terminado de pasar los tomadores y de cerrar las velas cuando el socio más joven de los armadores llegó a bordo en una lancha; yo lo vi desde la verga de sobremesana, en la que me halaba, y lo reconocí en seguida. Este señor dio un apretón de manos al capitán y fué hasta la cámara. Al rato subió a cubierta y preguntó al primer oficial por mí. La última vez que me había visto vestía yo el uniforme de estudiante de Harvard y ahora, con natural asombro, se encontró con un marinerote con pantalón de tela, camisa roja, cabellos largos y la cara quemada como un indio. Me dio la mano y me felicitó por mi regreso y por la buena impresión de fuerza y salud que daba mi apariencia, comunicándome que toda mi gente estaba perfectamente.El capitán se fué a tierra con él y nos dejó para pasar una noche más a bordo, quedando a cargo del piloto la entrada a la mañana siguiente.A las diez de la mañana se levantó una brisa y en seguida se viró el ancla. Con viento y marea favorables, sobres y sosobres orientados, y haciendo salvas de cañón, entramos rápidamente al puerto y fondeamos en la punta del muelle. En seguida se llenó el buque de gente: aduaneros y amigos, mercaderes y desocupados y empleados de posadas que hacían toda clase de ofrecimientos para ganarse unas víctimas con dos años de sueldo a cobrar. Según ellos, a mí me conocían desde varios años atrás y me prometían excelentes embarques en buques estupendos.A la una de la tarde el barco quedaba listo y la tripulación licenciada y a los cinco minutos quedaba el buen "Alert" con solo el sereno enviado por los armadores para hacerse cargo de su vigilancia mientras permaneciera en puerto.
FIN 120
Del acierto de Don Luis Ornar Landívar al elegir para su traducción una obra de verdadero valor literario y de popularidad mundial habla elocuentemente la circunstancia de que la "Paramount Films" la eligiera para su filmación.Las fotos que reproducimos nos han sido facilitadas por la referida empresa y nos informan que será presentada en nuestra capital a mediados del año en curso.Es interesante destacar un párrafo de la "Paramount", que dice: "será la sensación cinematográfica del año y ha sido filmada a todo costo y por un grupo estelar de intérpretes".Algunas escenas en que puede apreciarse lo real de la reconstrucción hecha.
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Richard Henry Dana Jr. in 1842
A portrait of Dana in later life
... he was not thinking of literature when he wrote it, and thus the book takes rank with those books which are bits of life rather than products of art. (written by Richard Henry Dana Jr.'s son) Two years before the mast is an exciting narrative of a young man's voyage as a common seaman from Boston to California and back in the age of sail. Besides being the most accurate picture we have of the life of seamen of that time, it was influential in improving the living and working conditions of seamen. Two Years Before the Mast is a vivid account of the common sailor’s wretched treatment at sea. Other contemporary authors, like Melville, are more literary in their intentions, and officer's and seamen's journals and logs do not describe the commonplace. Richard Henry Dana jr. (1815-1882), a young man from an influential Boston family, came down with measles while a junior at Harvard College. The illness affected his eyesight, and he left the college in 1834 because he had been told that a sea voyage would aid his failing eyesight. He turned down the offer of a free passage to Calcutta, and back, as a companion to the owner's representative. Instead, he procured a berth as a common seaman on board the brig Pilgrim bound, by way of Cape Horn, for California - then a province of Mexico.
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The Pilgrim was a small vessel, only 86 feet, for this voyage - it was an uncomfortably small vessel for a long voyage, more cramped, less stable, and shorter-handed than most Cape Horners. When it arrived on the California coast it's voyage was lengthened because the owners, Bryant and Sturgis, had decided it should collect hides for one of their larger vessels. Dana's son writes: In reading the story of this Harvard College undergraduate's experience, one should bear in mind, to appreciate the dangers of his rounding the Cape, that the brig Pilgrim was only one hundred and eighty tons burden and eighty-six feet and six inches long, shorter on the water line than many of our summer-sailing sloop and schooner yachts.
A replica of the Pilgrim He sailed for home, again as a deckhand, in the Indiaman Alert,, making the dangerous winter passage around Cape Horn, and arrived in Boston in September 1836. "Friends in Boston" had arranged for him to take passage home with the Alert if she were to leave California before the Pilgrim. His sight restored, Dana re-entered Harvard, graduated in 1837, and went on to study law. Dana produced Two years before the mast from diaries he had kept on his voyage. He wrote, he said, "to present the life of a common sailor at sea as it really is." Two years before the mast is one of the best accounts of life at sea. It contains a rare and detailed account of life on the California coast a decade before the Gold Rush revolutionized the region's culture and society. Spain had lost Mexico and it's territories in 1821 and it was with surprise that the more Spanish Royalist inclined Californios learned in 1822 that they had been, in fact, Mexicans for most of the previous year. In Two years before the mast Dana chronicles stops at the ports of Monterey, San Pedro, San Diego, Santa Barbara, and Santa Clara - very small in comparison to their size only a few years later. Dana describes the lives of sailors in the ports and their exhausting work of hide-curing on the beaches, and he gives close attention to the daily life of the peoples of California: Hispanic, Native American, and European.. He also describes the cruelty on board ships - comparing the incompetently led Pilgrim with the much more humane Alert .
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The book begins: The fourteenth of August was the day fixed upon for the sailing of the brig Pilgrim on her voyage from Boston round Cape Horn to the western coast of North America. As she was to get under weigh early in the afternoon, I made my appearance on board at twelve o'clock, in full sea-rig, and with my chest, containing an outfit for a two or three years' voyage, which I had undertaken from a determination to cure, if possible, by an entire change of life, and by a long absence from books and study, a weakness of the eyes, which had obliged me to give up my pursuits, and which no medical aid seemed likely to cure. The change from the tight dress coat, silk cap and kid gloves of an undergraduate at Cambridge, to the loose duck trousers, checked shirt and tarpaulin hat of a sailor, though somewhat of a transformation, was soon made, and I supposed that I should pass very well for a jack tar. But it is impossible to deceive the practised eye in these matters; and while I supposed myself to be looking as salt as Neptune himself, I was, no doubt, known for a landsman by every one on board as soon as I hove in sight. A sailor has a peculiar cut to his clothes, and a way of wearing them which a green hand can never get. The trousers, tight round the hips, and thence hanging long and loose round the feet, a superabundance of checked shirt, a low-crowned, well varnished black hat, worn on the back of the head, with half a fathom of black ribbon hanging over the left eye, and a peculiar tie to the black silk neckerchief, with sundry other minutiae, are signs, the want of which betray the beginner, at once. Besides the points in my dress which were out of the way, doubtless my complexion and hands were enough to distinguish me from the regular salt, who, with a sunburnt cheek, wide step, and rolling gait, swings his bronzed and toughened hands athwartships, half open, as though just ready to grasp a rope. "With all my imperfections on my head," I joined the crew, and we hauled out into the stream, and came to anchor for the night. .
Monument to Dana at Dana Point, California 130Â Â
After completing his law education at the Dane Law School at Harvard, Dana became an expert on maritime law, and a life-long advocate of the rights of the merchant seamen. He opened a law office in 1840. He practised in Boston for the rest of his life, becoming one of the country's most respected lawyers. In 1841 Dana wrote a handbook, The Seaman's Friend - Containing a Treatise on Practical Seamanship, with Plates; A Dictionary of Sea Terms; Customs and Usages of the Merchant Service; Laws Relating to the Practical Duties of Master and Mariners. The section on maritime law, a field in which Dana became an authority, was the standard manual for a generation. The book was intended as an advertisement for Dana's law practice - aimed at the common seaman. For many years Dana travelled in the U.S. and Britain - giving numerous lectures about the subject of the improvement of the living and working conditions of seamen. Two years before the mast and Dana's lectures were important elements in the process of reform. Dana helped found the Free-Soil Party in 1848 - a forerunner of the Republicans. In 1859 his health broke down and he turned once again to the sea for his recovery - taking a voyage around the world. This time he was a passenger. This journey also took him to the, now very changed, California coast. He wrote "Twenty Fours Years After", which was added to later editions of Two years before the mast , to tell about this visit. In Boston, Dana represented several fugitive slaves whom the federal authorities sought to have returned to their Southern owners. The city was bitterly divided over the question of slavery, and Dana's advocacy, for which he refused any fees, was unpopular, even dangerous: on one occasion he was assaulted in the street by a violent opponent. During the American Civil War, Dana, serving as United States District Attorney, had success in persuading the Supreme Court that the United States Government had a right to establish blockade of Confederate ports and take prizes of foreign vessels attempting to thwart this blockade.. Dana was a member of the Massachusetts legislature from 1867 to 1868. From 1867--68 Dana served as a U.S. counsel in the trial of Confederate President Jefferson Davis. Dana's son writes: He accepted a nomination to Congress, chiefly as a protest against the nomination of B. F. Butler, who was running on a paper money and repudiation platform against the principles of his own party, but Mr. Dana was defeated. In 1876 he was nominated by President Grant minister to England, but his nomination was not confirmed by the Senate, for his nomination had been made without consulting the Senatorial cabal and also he had bitter enemies, who carried on a warfare against him upon terms which he was too honourable to accept. Although he had hoped to enter Congress, election never came his way, in part, no doubt, because Dana, always a stiff, proud figure outside his circle of friends, had little talent for political campaigning. Then, in 1876, his nomination as ambassador to Great Britain was defeated in the Senate partly because of a lawsuit for plagiarism brought against him in connection with a legal textbook he had edited. He was substantially cleared, but the affair cost him the honour that would have crowned his career. . He retired from his practice in 1878 and began writing a long book on international law - Dana had already edited Henry Wheaton's Elements of International Law. To research the work, he moved with his family to Rome in 1881, only to die of pneumonia early the following year. Dana is buried in Rome's Protestant Cemetery with Keats and Shelley. 131Â Â
Despite the great success of Two Years, Dana seems never to have considered turning permanently to literary work. He was apt to dismiss Two Years, as "a boy's book" and regarded it as the product of "a parenthesis in my life." His son wrote: It may be a source of wonder to some that Dana, who achieved a great literary success in the book which he wrote when a young man, did not pursue literature as an avocation, if not as a vocation. He published but one other book, a narrative of a trip to Cuba made in 1859, and he wrote a few magazine articles. The explanation must be found in the temperament and character of the man. His "Two Years Before the Mast" is a vivid representation of what he saw and experienced at a most impressionable age. He put his young life into it; he was not thinking of literature when he wrote it, and thus the book takes rank with those books which are bits of life rather than products of art. Afterward he was immersed in his law practice, and he was a prodigious worker. He saw with great clearness the points in the cases he took up, and he was untiring in his industry to cover the whole case. He did all the work himself; he did not lay the details on others, and avail himself of their diligence. His time, moreover, as we have shown, was very much at the disposal of those who could pay him little or nothing for his services, and he gave months of labour to the unremunerated defence of the fugitive slave. Moreover, his deep religious conviction and his high sense of legal honour often stood in the way of his profit. So it was that his life was one of hard work and little more than support of his family. There was scant time for any wandering into fields of literature.
There are three editions of Two Years before the Mast. 1.The original 1840 edition. 2. The 1869 edition - this is a revision by Dana himself, after the original copyright has expired. Among many changes, Dana removes the "sharply unromantic opening paragraphs" and the final chapter. He adds a new chapter "Twenty Fours Years After" 3. The 1911 edition - prepared by his son Richard Henry Dana based upon the 1869 edition. The son adds research about the Crew, and a Dictionary of Nautical Terms based on Dana's "The Seaman's Friend", an Introduction and a new chapter "Seventy Five Years After"
Dos años al pie del mástil De Wikipedia, la enciclopedia libre Dos años al pie del mástil es un libro escrito por el autor norteamericano Richard Henry Dana, Jr. tras un viaje de dos años por mar comenzado en 1834.
Índice El título original en inglés, "Two Years Before the Mast" significa literalmente "Dos años ante el palo" o "Dos años en el castillo de proa" y se refiere a que los marineros vivían a proa del buque, en el castillo de proa, mientras que la oficialidad vivía a popa donde la marinería, en general, tenía el acceso prohibido o restringido. Existen varias traducciones publicadas en español con el título "Dos años al pie del mástil" aunque el significado del título original es más bien "Dos años de marinero". 132
Siendo estudiante en la universidad de Harvard Dana sufrió un ataque de sarampión que le afectó a la vista. Siendo algo inconformista decidió dejar los estudios y enrolarse como marinero. En el buque Pilgrim (180 toneladas, 26,4 m de eslora) viajó a California doblando el cabo de Hornos y retornó a Massachusetts dos años después a bordo del Alert que volvió de California antes que el Pilgrim. Durante todo el viaje mantuvo un diario y tras su vuelta escribió "Dos años al pie del mástil" que fue publicado en 1840, el mismo año que se examinó de abogado. Su intención no era escribir un libro de aventuras sino, sobre todo, describir la dura vida de los marineros y lo mal que eran tratados. El libro pronto se convirtió en un éxito de ventas. Dana tenía una conciencia social que más tarde le impulsó a convertirse en activista contra la esclavitud y ayudó a fundar un partido antiesclavista. El Viaje
Portada de la edición estadounidense de 1931 El viaje narrado tiene lugar entre 1834 y 1836 y en la narración Dana hace una descripción fiel de la vida de los marineros tal y como era. Zarpa de Boston y, doblando el cabo de Hornos, llega a California cuando California todavía era una remota tierra mexicana y San Diego, Los Ángeles y San Francisco no eran más que unos pequeños poblados de casas bajas. Relata sus desembarcos en cada uno de los puertos tal y como eran entonces. El propósito de la expedición era el intercambio de bienes producidos en la costa este por pieles de vaca. Aprendió algo de español y sirvió de interprete. Hizo amistad con un marinero hawaiano al que más tarde salvó la vida cuando el capitán, racista, le hubiera dejado morir. Dana pasó una temporada en San Francisco preparando las pieles de vaca para el viaje de vuelta pero finalmente se volvió en el buque Alert que se volvió a Nueva Inglaterra antes que el Pilgrim.
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En el viaje de vuelta, describe las aterradoras condiciones del invierno antártico con sus tormentas y el escorbuto que aflige a la tripulación. Herman Melville dijo que era la mejor descripción de la vuelta del cabo de Hornos en invierno. Al descubrirse oro en California en 1849 este era uno de los pocos libros en existencia que describían California lo cual ayudó mucho a su fama y difusión. Cuando Dana visitó San Francisco otra vez en 1859 fue recibido como persona célebre. Ediciones de 1869 y 1911 En 1869 Dana añadió un apéndice donde recuenta su visita a California tras la fiebre del oro y su visita a algunos de los mismos lugares que visitó en si primer viaje. En 1911 su hijo añadió una introducción donde describía la historia posterior de los buques y algunas de las personas que aparecen en la historia.
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