Orientaciones Universitarias Homenaje al Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. en el centenario de su natalicio
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Orientaciones Universitarias Publicación periódica de la Rectoría de la Pontificia Universidad Javeriana La fotografía que aparece en la página 89 es tomada de la carátula del libro "El Quijote desde la Academia Colombiana de la Lengua" Editorial U. Jorge Tadeo Lozano, autores varios, 2006. Nº 52 Homenaje al Padre Manuel Briceño Jáuregui, S.J., en el centenario de su natalicio Director
Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J. Rector Pontificia Universidad Javeriana
Compilación y Coordinación editorial
Jairo Humberto Cifuentes Madrid Secretario General
Preprensa e impresión
Carlos Julio Cuartas Chacón Asesor del Secretario General Fundación Cultural Javeriana de Artes Gráficas – JAVEGRAF
Bogotá, D.C., julio de 2017
CONTENIDO Presentación Jorge Humberto Peláez, S.J., Rector de la Universidad
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I PARTE ESCRITOS DEL PADRE BRICEÑO 12 de octubre de 1992 1992, Discurso inaugural en la Academia Colombiana de la Lengua en el V Centenario del Descubrimiento
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Tres siglos con Nebrija en la Nueva Granada 1992, Ponencia leída en el Congreso de Filología realizado en Madrid, España, sobre el V Centenario de la Gramática de Nebrija 15 Ciencia, arte y técnica en la antigüedad clásica 1991, Simposio Permanente sobre la Universidad - Conferencia V
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El humanismo ignaciano: La Ratio Studiorum 1991, Ponencia en el Congreso “La Espiritualidad Ignaciana y su vigencia en el mundo de hoy”, Provincia Colombiana e la Compañía de Jesús - Pontificia Universidad Javeriana
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Santafé en el siglo XVII vista por un jesuita 1989, Discurso de posesión como Miembro de Número en la Academia Colombiana de Historia
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Ignacio de Loyola y Francisco Javier, Hombres de Universidad 1988 73 Gratitud 1988, Soneto
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En mi jubileo de Compañía 1985 79 El Mural y la Lengua 1985, Discurso a los jóvenes de los Colegios de Bogotá con motivo del Día del Idioma
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Don Bernardino de Almansa, personalidad discutida Discurso de posesión como Miembro Correspondiente en la Academia Colombiana de Historia
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Escenas pasadas de moda 1977, Soneto
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Es la vida un soneto 1975, Soneto
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Humanismo griego en el mundo de hoy 1973, Discurso de recepción como Numerario de la Academia Colombiana
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Un poeta y un violín 135
II PARTE ESCRITOS SOBRE EL PADRE BRICEÑO Respuesta al discurso de recepción del P. Manuel Briceño Jáuregui, S.J. como Numerario de la Academia Colombiana Horacio Bejarano Díaz 139 Respuesta al Discurso de Posesión del R.P. Manuel Briceño Jáuregui, S.J. como Numerario de la Academia Colombiana de Historia Luis Duque Gómez 147 “Sacerdocio en el servicio de la cultura”. Rodolfo Eduardo De Roux, S.J. 153
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“Padre Manuel Briceño Jáuregui, S.J.” Alberto Gutiérrez, S.J. 157 “Semblanza del Padre Manuel Briceño Jáuregui” David Mejía Velilla 163 “Padre Manuel Briceño Jáuregui y sus ideas sobre el trabajo científico en las humanidades” Javier Ocampo López 165 “Un humanista cabal” Guillermo Ruiz Lara 177 “El último humanista” Armando Gómez Latorre 183 “Manuel Briceño Jáuregui, S.J.” José Francisco Socarrás 185 “Manuel Briceño Jáuregui – Humanista integral” Ignacio Chávez Cuevas 187 “Día de Difuntos” Héctor Osuna (Lorenzo Madrigal) 189 “Así murió el P. Briceño” Odón Betanzos Palacios 191
III PARTE BIBLIOGRAFÍA BRICEÑIANA 193 GALERÍA FOTOGRÁFICA 205
PRESENTACIÓN Con esta edición de Orientaciones Universitarias queremos rendir homenaje al P. Manuel Briceño Jáuregui, S.J. en la conmemoración del centenario de su natalicio (1917) y de cinco lustros de su muerte (1992). Fue él un insigne javeriano, profesor eminente y reconocido académico, que vivió a plenitud su vocación sacerdotal. Su huella es la de un hombre que se distinguió, no solo por su gran inteligencia, su cultura y sabiduría, sino también por su extraordinaria calidez humana, su simpatía y sencillez. Se podría decir que en él se realizó cabalmente ese ideal de la educación jesuítica consignado en dos palabras: virtud y letras. Al bautizar con su nombre en el año 2004 el edificio que fue construido para albergar las Facultades de Ciencias Sociales, de Filosofía y de Psicología, nuestra Universidad le había hecho un merecido reconocimiento; lo mismo que al dedicarle en 2014 el No. 07 de la colección Documentos Javerianos, publicación del Archivo Histórico Javeriano “Juan Manuel Pacheco, S.J.”. El lector encontrará en la primera parte de estas Orientaciones Universitarias una selección de escritos del Padre Briceño que nos permiten apreciar la pasión por el idioma de quien fuera Director de la Academia Colombiana de la Lengua. Además de sus trabajos en prosa, —discursos, conferencias y homilías—, muchos versos salieron de su esmerada pluma, algunos inéditos hasta ahora. Miembro de la Academia Colombiana de Historia, también fue notable su dedicación a los estudios en esta disciplina. Entre sus libros figuran Los gladiadores de Roma y Los Juegos Olímpicos en la Antigüedad. También a él se debe una breve reseña sobre nuestra Universidad, publicada por primera vez en 1980, con motivo de la celebración de los 50 años de su restablecimiento. Este eximio latinista y muy ponderado experto en griego, “maestro de las lenguas clásicas y humanistas”, como lo señalara el P. Alfonso Borrero, S.J., tradujo La Política de Aristóteles, directamente del texto original en el idioma del Estagirita y escribió el prólogo para la sexta edición de la Llave del griego (1987), célebre obra de los jesuitas Eusebio Hernández y Félix Restrepo (1912). Precisamente en diciembre de 1965, el entonces Director de la Academia, el P. Félix Restrepo, S.J., pocos días antes de su muerte, escribió el prólo-
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go de la que tal vez puede ser la obra mayor del Padre Briceño, El genio literario griego (1966), en el cual formuló el siguiente planteamiento: “… fuera de los prolijos estudios de la carrera eclesiástica, el P. Briceño ha empleado largos años en su formación humanística. Domina el griego en una forma que sólo es frecuente entre los estudiosos de Inglaterra y Alemania. Creo que actualmente no habrá en Colombia, y probablemente en la América Hispánica, quien lo supere en este sentido”. Al concluir su escrito, el Padre Félix hizo notar que en estos libros aparecían por primera vez en castellano muchos textos de la literatura griega, traducidos por el Padre Briceño. No hay que olvidar que el propósito de este monumental trabajo fue facilitar a los estudiantes “el contacto directo con la bella literatura helénica”, según lo expresa el autor en las primeras páginas, porque “saborear, reflexionar, asimilar, corresponde a quien estudia y palpa ese humanismo clásico, equilibrado y bello”. Cabe anotar que en esta colección de Orientaciones Universitarias, habíamos publicado con anterioridad dos escritos del Padre Briceño: “Homero, Educador de Grecia” (No. 9, 1993) y el discurso que pronunció el 6 de agosto de 1987 con ocasión del centenario del natalicio del P. Félix Restrepo, S.J. (No. 50, 2016), quien fue su guía y maestro. En la segunda parte de esta publicación, podrá el lector repasar algunos textos escritos sobre el Padre Briceño, la mayoría de ellos a propósito de su repentina muerte. En esas páginas han quedado expresamente manifiestos el aprecio grande y la profunda admiración que mereció este hombre, oriundo de Cúcuta, Norte de Santander, “El último humanista”, como lo señaló Armando Gómez Latorre. Al final hemos incluido una Bibliografía Briceñiana, preparada con el concurso del Archivo Histórico Javeriano y la Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J. de nuestra Universidad, y una Galería Fotográfica, con algunas imágenes del Padre Briceño —se conservan en el Fondo correspondiente del Archivo Histórico Javeriano—, y carátulas de sus publicaciones. Cabe destacar entre éstas, el dibujo del poeta Gioros Séferis (1900-1971), elaborado por el propio Padre Briceño, —esta fue una de sus aficiones—, ilustración de su libro con las traducciones de la poesía de quien recibiera el Premio Nobel de Literatura (1963). De esta forma continuamos allegando valiosos materiales a Orientaciones Universitarias, como el que ahora ponemos en las manos de los javerianos, para preservar así la memoria institucional y también fortalecer la labor que en nuestros días da continuidad al desarrollo del Alma Mater. Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J. Rector
I PARTE ESCRITOS DEL PADRE BRICEÑO
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12 DE OCTUBRE DE 1992 Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Hace hoy cien años, Colombia entera celebraba con orgullo el IV Centenario del Descubrimiento. No existía entonces tanta animosidad de parte de intelectuales y dirigentes del pueblo contra el mal llamado “pecado histórico” de que hubiera sido España, y no otra nación, la que llegó a nuestro Continente. Bogotá, por limitarnos a ella sola, conmemoró jubilosa “el gran día”. El Correo Nacional, un periódico de la época, comentaba “el entusiasmo del mundo en el Cuarto Centenario de América; por eso –añadía– la fiesta se celebra en el Nuevo Mundo; por eso truenan los cañones, canta la beldad, habla el labio y palpita * Discurso inaugural en la Academia Colombiana de la Lengua en el V Centenario del Descubrimiento. En Boletín de la Academia Colombiana No. 178, Bogotá, 1992.
entusiasmado el pueblo bogotano”. Hasta aquí el periódico. Pero se temía que la víspera no respondiera a la grandeza de la fecha que se conmemoraba, pese a que la ciudad había colocado en el arca común todo lo que de riqueza, gusto, ciencias y talento poseía. Con todo, la noche del día 11 hubo marchas de antorchas y faroles llevados en el extremo de los fusiles del ejército y se oyó el “tronar de los cañones (para citar de nuevo el periódico), el fuego de la fusilería, el chisporroteo del cohete, el retumbar del trueno, el alegre grito de los ‘chinos’, la algazara de la multitud”. El día doce, “después de las salvas de la artillería y de las animadas dianas que entonaron las cornetas del ejército”, un solemne Te Deum al terminar la misa pontifical y el elocuente sermón que exigía la
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circunstancia. Asistió lo más granado de la jerarquía eclesiástica, civil y militar, la Corte Suprema, el Concejo Municipal, el Congreso y una multitud que llenaba la catedral y la Plaza de Bolívar. Todo lo cual terminado, tomaron la palabra grandes oradores académicos, se bendijeron las piedras angulares para el monumento a la reina Isabel y a Colón y, en fin, se presentaron muchos otros actos, como desfiles, bandas, niños, colegios, la Escuela Militar, la Corte Suprema, las Cámaras Legislativas, carros lujosamente vestidos, alegorías, globos, concierto de gala y mil otras ocurrencias festivas, preparadas o espontáneas, pues se trataba de celebrar —según palabras del Pontífice León XIII— “el hecho más grande y más hermoso realizado por el género humano en todos los siglos”. Así fue, en síntesis, la manera como Bogotá hizo lo posible por conmemorar los cuatro siglos de América descubierta. La sencillez de la época todo lo explica. Eran otros los tiempos. Hoy, en la edad de la imagen, de los medios audiovisuales, de la gran prensa y de la celeridad, cuando las oportunidades y los gustos han cambiado tanto, y aun las Academias se han visto al borde del cierre por circunstancias de todos conocidas, hemos creído que la mejor manera de hacernos presentes en el Mundo Hispánico era recordar con fervoroso cariño el modo como se hizo entonces esta celebración, y tratar de innovar un programa en esta fecha, conservando siempre la gratitud a Dios, a
la Madre Patria y a la Lengua. Es la razón de haber pensado en una Sinfonía del Idioma. Que la música venida de la Península nos deleite unos momentos, como se cantaba en la corte regia del siglo xv (que será la I Parte del Programa), aclimatada entre nosotros, impregnada de aires tropicales autóctonos, los cuales formarán la II Parte, sin que esto signifique un rechazo a cualesquiera otras iniciativas musicales. La canción es lenguaje del alma, expresión de los sentimientos del hombre, revestidos de melodía con palabras y a veces con silencio. De ahí que, para comenzar, nos remontaremos a tres variaciones de la música que se escuchaba en las grandes salas europeas, en especial en Francia y en España. El minué fue compuesto para danza de parejas en los salones reales franceses, que luego se extendió por toda Europa, en el cual quienes lo interpretan siguen con movimientos cadenciosos de su cuerpo los compases con alegorías de sus manos, en el momento del encuentro, ordinariamente validos de pañuelos recamados que el hombre toma en una de sus extremidades para invitar al regreso de la posición original a su dama acompañante. Con el tiempo, los compositores le agregaron letra. Así, hoy nos deleitarán las voces de la Coral “Manuel de Falla” que interpretan el minué Reino de España, compuesto por el médico Dr. Virgilio Olano Bustos, quien se inspiró en aquella deliciosa medialengua —si se me perdona la expresión— de los comienzos del idioma. El coro es dirigido por el maestro Juan Carrubba.
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Igualmente, del mismo Dr. Olano es la tarantela, forma originaria de Nápoles, en donde ya desde la Edad Media sus gentes alegres y bullangueras la hicieron popular. Se caracteriza por que, tocada al compás de 3/8, es para un baile rápido. Su nombre viene de una historia triste, pues se cuenta que en cierta ocasión se presentó una especie de tarántulas o arañas venenosas, que atacaron a unos ciudadanos, con la particularidad de que el veneno producía movimientos convulsivos antes de morir; y no faltó quien comparándolos con los de la danza en mención, los llamara tarantelas. Escucharemos en seguida El Genovés, composición del Dr. Olano, interpretada, como la anterior y la siguiente, por el Grupo Coral que
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dirige el maestro Carrubba. La letra es encantadora: “Si la fermosa - va fablando - por la fragosa - pasara: e tan graciosa - siempre riendo - va mi senhora - e volverá”. Y termina esta I Parte con una pavana, titulada El Descubrimiento, pieza musical ideada originalmente para ser instrumentada y bailada en los salones de la realeza y que, por los movimientos del cuerpo de los intérpretes y su vaivén, se comparó con los del pavo real —de ahí, pavana— pero exagerándolos. Este que admiraremos es asimismo del Dr. Virgilio Olano. La letra, de un anónimo castellano, sabe a amoríos antañones: “Vengo a dizer - qué he de facer - yo con mi ser: - las flores - non de falir - amores”.
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TRES SIGLOS CON NEBRIJA EN LA NUEVA GRANADA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Atreverse a seguir por la senda de Nebrija en la Nueva Granada es entrar en una selva tropical, de riquísimos árboles y esencias desconocidas, pero llenas de vigor, y hallar que unos pocos pioneros del latín abrieron camino al andar, el cual sirvió de guía para convertirse luego en el camino real de nuestra lengua. Es el tema que intentaremos desarrollar.
I El brillante fundador de la filología española tuvo un influjo avasallador, durante casi tres siglos, en este rincón del Nuevo Mundo que se llamó un tiempo Nueva Granada y hoy Colombia, a la cual nos limi*
Ponencia leída en el Congreso de Filología realizado en Madrid, España, sobre el V Centenario de la Gramática de Nebrija. En Boletín de la Academia Colombiana No. 178, Bogotá, 1992.
taremos en el presente ensayo. El Antonio, el Arte, el Nebrija —como se le conocía— fue al autor español más difundido en las Indias. No había misionero católico, o eclesiástico en general, o aun virreyes y profesionales que no llevaran, en sus baúles bibliotecas enteras, en las cuales no podía faltar nuestro gramático y su vocabulario latino. Testigos, los numerosos catálogos que se conservan de libros venidos de España, casi a partir del Descubrimiento y que reposan manuscritos en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Ese latín, se advierte, llego desde don Gonzalo Jiménez de Quesada (1499-1579), el conquistador, cuya figura se incorporó a partir de 1535 a los orígenes de la historia cultural de la Nueva Granada y era, según Fray Pedro Simón (Noticia historial de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, Bogotá
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1882-1982, t. III, parte II, 7a noticia, cap. XXXIV, pág. 262), “consumado en la gramática” (latina), como lo demostró en su refutación de Jovio, cuya obra conoció en el original latino, según consta en el Prólogo al lector. Del beneficiado de Tunja don Juan de Castellanos (1522-1607), consta que fue buen latinista, y que en su biblioteca —como en la de Quesada— abundaban libros en la lengua clásica, sólo que, fuera de unos pocos, falta la mayoría de los títulos completos, que se han perdido como los de muchísimos más de los conventos y colegios de la época de la conquista y la colonia. Pero estamos seguros de que el nombre de Nebrija no podía faltar en una sola, como veremos después por qué razones. Y no sólo en el siglo XVI, pues los libreros hacían “envíos de cien ejemplares en más de una ocasión”. Así lo afirman historiadores del libro y de la imprenta en América (cf. Torre Revello, El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española. Documental, Buenos Aires, 1940, pág. 207). Hay que añadir que las escuelas conventuales y casas religiosas necesitaban ejemplares del Nebrisense como texto indispensable para los futuros sacerdotes y misioneros que debían aprender la lengua latina además de las de los indígenas. Y en los colegios no podía faltar este elemento de recepción de la vida civilizada. Y como disposiciones legales prohibían enseñar en los reinos de España por otro autor que no fuera el Nebrisense, ya podemos suponer
la cantidad de reimpresiones locales y compendios del Arte. Así lo iniciaron los franciscanos, agustinos y jesuitas. Estos últimos, por ejemplo, fueron estableciendo colegios de humanidades en todas las principales ciudades del país. Y cuando en los documentos se habla de gramática, se sabía que por antonomasia era la latina, a la cual se añadían otras disciplinas escolares, como era natural, y más tarde los currículos universitarios, con los cuales se formaron los futuros dirigentes políticos de la Nueva Granada, sin olvidar la abnegada labor de muchos preceptores particulares de las familias nobles. Cuando fue expulsada la Compañía de Jesús de las Colonias de ultramar, se hizo en Santafé de Bogotá un catálogo de los cuatro mil ciento ochenta y dos volúmenes de las casas de los jesuitas, y hemos verificado que no faltaba nunca el Nebrija en sus colegios y residencias. Lo mismo podríamos afirmar de todo el Nuevo Mundo donde residían los Padres. Más aún, la Biblioteca Nacional de Bogotá posee una rica colección de mamotretos de los colegios que florecieron en los siglos xvi y xvii, todos de religiosos, que ofrecen una muestra notable de los textos y del latín universitario en la Nueva Granada. Es el momento de citar, así sea ya del siguiente siglo, al sabio gaditano José Celesino Mutis, quien dejó una huella imborrable entre nosotros. La lista de los libros de su biblioteca es admirable por la abundancia y variedad de títulos y
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por la dificultad y lentitud, entonces, de importarlos de Europa. Pues bien, son numerosos los de Ciencias, Artes Naturales, Matemáticas, Física y las Humanidades Clásicas, en las cuales consta expresamente el Arte de la lengua latina de Nebrija, la Prosodia del P. Manuel Álvarez, S.J., lo mismo que los Quatro libros de la lengua latina de Pedro Simón Abril y, en fin, un acervo de autores romanos. Aun cuando no podía estar ausente en esta biblioteca la lengua española y su literatura. Retornando al Nebrisense en la Nueva Granada, vale la pena recordar el caso de un niño santafereño, precoz ciertamente y de talento no común, alumno de los Padres Jesuitas en el Colegio de San Bartolomé. Don Fernando Fernández de Valenzuela (1616-1677) terminó a la edad de doce años sus estudios de latinidad. Cinco meses íntegros, sin descuidar los demás estudios, dedicó a redactar “el primer trabajo gramatical, exceptuadas las lenguas indígenas, adelantado entre nosotros”, según comenta el humanista y académico José Manuel Rivas Sacconi (El latín en Colombia, Bosquejo histórico del Humanismo colombiano, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1949, pág. 130). Esta obra, manuscrita aún, la más antigua hecha en territorio colombiano, como decíamos, es una explicación precisamente del libro IV de Nebrija. Se titula Thesaurus linguae latinae, dividido en cuatro partes que contienen la sintaxis, un repertorio de vocablos y de frases, una colección de adagios y cantidad de sentencias de autores al estilo de Horacio, Cicerón, Virgilio, Ovidio,
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Quintiliano, Alciato, Aristóteles y algunos más y, finalmente, la prosodia. Todo lo comenta, explica e ilustra con más ejemplos. El niño se preocupa por reunir en un solo libro la sintaxis y ofrece material lexicográfico para que futuros estudiantes por este librillo (libello) puedan hablar y escribir la lengua latina y considerar las palabras a fin de que servemus tempus genusque numerumque casumque, como él dice en el Proemio. Añade el joven pedagogo cómo se hace el ordenamiento de frases y vocablos, cómo se recopilan sentencias y sinónimos, cómo se investiga con los autores clásicos. Obra excepcional, dados los conocimientos que demuestra el estudiante prodigio, dedicada por el pequeño autor al Arzobispo de Santafé de Bogotá, don Julián de Cortázar. La prematura vocación literaria del mancebo lo lleva a multiplicar los preliminares con dedicatorias, cantos, explicaciones, prólogos, discursos en loor de la filosofía, glosas y hasta una descripción de su ciudad natal, todo en un elegante latín, y varios sonetos en castellano. Pero no fue el único. Sin conocer la ruta iniciada por el joven santafereño, otros autores comenzaron a enseñar por el Arte y prepararon textos propios, manuales accesorios, tratados adicionales a los preceptos nebrisenses y a la sintaxis, a la prosodia (libro V), a los verbos y al uso de los tiempos; en fin, a las partes al parecer más difíciles del estudio y del calendario latino, teniendo en cuenta adaptaciones a las diferentes situaciones y necesidades didácticas, con aplicaciones prácticas, y
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aun traducciones literales del Arte. Muchos de estos trabajos se llevaron a Europa y fueron publicadas numerosas ediciones, tanto allá como en las prensas de la propia Santafé. Todas obtuvieron gran difusión por ser más acomodadas a las escuelas y colegios de la época, pues llevaban preceptos para la versión del castellano al latín, con la intención de que las traducciones “de todo lo que se ofreciere” salieran, “en buen castellano”. A este propósito recordemos lo que el propio Nebrija decía en su Prólogo a la Gramática Castellana que con el estudio de la suya se seguiría “otro no menor provecho... ombres de nuestra lengua, que querrán estudiar la gramática del latín porque, después que sintieron bien el arte del castellano, lo cual no sería mui difícile porque es sobre la lengua que ia ellos sienten cuando passaren al latín, no avrá cosa tan oscura que no se les haga mui ligera, maiormente entreviniendo aquel ‘Arte de la Gramática’ que me mandó hazer Vuestra Alteza, contraponiendo línea por línea el romance al latín...”.
II Este movimiento cultural latino fue preparando inconscientemente la llegada de la castellana que Nebrija publicaba cuando se descubría América. Se iba a cumplir a la letra la sentencia del maestro de “que siempre la lengua fue compañera del imperio, i de tal manera lo siguió que juntamente comenzaron, crecieron i florecieron, i después fue la caída de entrambos”.
Hemos de añadir, a este propósito, que un provecho muy grande que se siguió al trabajo de Nebrija —como él mismo lo confiesa— fue que después que la Real Majestad metió “debaxo de iugo muchos pueblos bárbaros i naciones de peregrinas lenguas, i con el vencimiento de aquellos ternían necessidad de recebir las leies quel vencedor pone al vencido i con ellas nuestra lengua, entonces por esta mi Arte podrían venir en el conocimiento della, como agora nosotros deprendemos el arte de la gramática latina, para deprender el latín...”. Cuando llegó a la Nueva Granada, la nueva Gramática de Nebrija encontró terreno abonado, pues se reconoció que seguía el mismo sistema de exposición y estudio que en la latina, al que ya estábamos acostumbrados. Allí, en efecto, trataba, en capítulos sucesivos, sobre la pronunciación, la analogía o estudio morfológico, la sintaxis, la ortografía, la métrica y la metodología de la enseñanza del castellano a extranjeros. Y si bien subsistían formas arcaicas y detalles de la inseguridad y falta de fijación de formas propias de los siglos anteriores, ya existía como norma teórica el concepto de “buen gusto”, de elegancia culta y sin estridencias, sólo que aún perduraban vacilaciones en el vocabulario, el forzado hipérbaton latino de la época anterior y una verbosidad que hoy consideraríamos intolerable. Con cuánto deleite no saborearían los lectores criollos aquellas palabras del maestro español en el Prólogo cuando afirma que “en esta
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gran compañía que llamamos reino i república de Castilla, no queda otra cosa sino que florezcan las artes de la paz”. La intención y propósito de la nueva gramática, que ayudó al Nuevo Mundo a comprender el incomparable legado de la lengua de la unidad continental, lo compendia el autor en unas palabras sencillas en apariencia pero de hondo contenido: que cuanto entonces y en adelante en este idioma se escribiere, podrá “quedar en un tenor, y estenderse en toda la duración de los tiempos que están por venir”... Los maestros criollos de español en América comprendieron que los fines prácticos y didácticos, en los colegios y escuelas, seguidos por la obra gramatical de Nebrija eran, primero que todo, demostrar la posibilidad de reducir “en artificio” o reglas, claras y precisas, su lengua vulgar y dotarla de un arte semejante al de las lenguas áulicas, y de paso tratar de establecer la ortografía castellana (como de hecho lo hará luego en otro libro de ese nombre). “El día de oi—dice Nebrija— ninguno puramente escribe nuestra lengua”. El segundo fin práctico era el de fijar y estabilizar el uso del castellano. Para ello había que darle normas con que atajar mudanzas y cambios posteriores si no queremos que después nadie nos entienda. Fue una lástima que, en vida, el autor no conoció una segunda edición de su gramática, acaso por falta de apoyo oficial, o tal vez por opositores de prestigio y notable
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influencia. En todo caso, a raíz de Nebrija comenzaron a componerse numerosas obras que se fueron publicando y llegando a América durante los siglos xvi y xvii; todos eran de tipo latino. En España y otros países de Europa se había despertado una admiración, exagerada quizás, por la lengua y la literatura de los romanos en la poesía, en la prosa, la elocuencia y los demás géneros de las letras. De ahí que la nomenclatura y los cánones gramaticales de la lengua del Lacio se adoptasen en el romance.
III Desde 1740, cuando se restableció el virreinato en la Nueva Granada, la vida cultural se intensificó con realizaciones de importancia, sobre todo en el campo de la enseñanza superior. Sólo que, poco después, la expatriación de los jesuitas contribuyó de manera definitiva al estado de abatimiento en que fueron quedando las cátedras de humanidades, privadas de los mejores maestros, tanto que muchas debieron cerrarse, cuando precisamente la Compañía de Jesús estaba dispuesta a remozar esos estudios. La insistencia de las reformas educativas se centró en las matemáticas y las ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas como la gramática y la filosofía, interrumpiendo así la tradición grecolatina. Los estudios humanísticos entraron en decadencia. Era el paso de la vida colonial a la independiente iniciada esta última en 1810.
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Cuando, dieciséis años más tarde, se hizo la reorganización escolar, se hacía notar que la latinidad se estaba estudiando defectuosamente y que eran ya pocos los que se instruían en la poesía latina y en los preceptos retóricos, por falta de recursos y de maestros. Pero es interesante advertir que en ciudades pequeñas se hicieron esfuerzos y constantes solicitudes –como consta en el Archivo Nacional de Colombia (Colegios, t. IV, fols. 200 y sigs.)– para sostener preceptores de latinidad, dado el hondo arraigo con que contaba en la conciencia popular el valor educativo de la gramática y disciplinas afines. Es verdad, sin embargo, que en Nebrija, por el mediano conocimiento que de él ya se tenía, había ido entrando en decadencia y no circulaban sino adaptaciones mediocres o compendios con simples rudimentos gramaticales. De este modo era considerado como un sistema caduco, en pleno siglo de las luces. Don Manuel del Socorro Rodríguez, polígrafo cubano que vivió en Bogotá, defendía en el Papel Periódico (1791) el empleo del idioma patrio en las cátedras y en los libros, y traía ejemplos de los autores griegos y romanos quienes escribieron en su propia lengua, lo cual les permitió alcanzar la perfección, cosa que les habría sido imposible si “se hubieran visto en la precisión de estudiar un idioma para la escuela y otro para explicarse en el común”. Pero más adelante agrega que no se debe descuidar entre nosotros el antiguo idioma de los romanos “con la aplicación que merece su hermosura, energía y dignidad”, con tal de que
sea “dejándole siempre un lugar muy distinguido a la lengua materna, que es la que debemos enriquecer en todos nuestros escritos; porque esto es lo que más nos honra y nos deben inspirar las leyes de un sólido y perfecto patriotismo”. Y exclamaba con cierta ironía no disimulada: “Es un dolor que la lengua del Lacio se prefiera a la de Castilla, y más en la Castilla misma”. Pero en seguida mitigaba un tanto su aserción, diciendo que esto no debía entenderse en términos tan rigurosos que se abandonara “el estudio de la lengua latina en las escuelas públicas, sólo porque es una lengua muerta”. Poco antes, uno de los opúsculos más afortunados y prácticos por los años de 1737, había sido el Arte de construcción de Fray Pedro Masústegui, de la Orden Dominicana, reimpreso muchas veces, que pretendía dar una breve explicación de las oraciones latinas, basado en el Nebrija, y enseñar a traducir “para que salga buen castellano”, y “para que (los estudiantes) tengan más expedición en traducir al castellano todo lo que se ofreciere...” y sepan “traducir a la lengua española las oraciones latinas...”. A ejemplo de Masústegui se compusieron otros “para hallar perfecto modo de traducir y hablar con acierto la lengua latina”, como los del jesuita Yarza y los profesores Cruz Herrera y Pedro del Campo y Lago, quienes publicaron nuevas ediciones revisadas de Nebrija. Era un paso decidido hacia el mejor cultivo del idioma patrio al cual contribuyó definitivamente la
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Real Imprenta, que se inauguró en Santafé con el equipo que habían introducido mucho antes los jesuitas, modernizado y acrecentado con uno traído de España, el cual difundió algunas muestras de la cultura de la época, y todas llegaban en español, sin que olvidaran las publicadas en latín. Con esto se inició, además, el periodismo, con el éxito que había de esperarse. Y comenzaron a divulgarse numerosas traducciones castellanas de los clásicos de Roma, en especial de Virgilio, Horacio y naturalmente Ovidio, que habían ido preparándose en la Nueva Granada, pues en los dos siglos anteriores no habían sido necesarias, ya que todos las entendían. Estas versiones empezaron a enriquecer la literatura nacional junto con abundantes poemas épicos en castellano y odas y poesías y tertulias literarias, que señalaron un rumbo nuevo en América, al extinguirse las producciones latinas. Uno de los traductores de Virgilio, por ejemplo, don Francisco Mariano Urrutia, escribía en 1833, para justificar su versión –y lo citamos, aun cuando es “llover sobre mojado” en nuestros días pero entonces en el remoto Popayán del Cauca, sin las bibliotecas de hoy, era una proeza intentarlo: “Yo no puedo lisonjearme –escribe el traductor– de que mi traslado tenga toda la propiedad y elegancia que se nota en su original..., pero las personas ilustradas conocerán que yo he procurado, cuanto me ha sido posible, manifestar la mente del poeta, en un estilo medio, para hacerme entender de todos, sin ceñirme a la letra del
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texto latino: lo primero, porque es imposible una traducción gramatical en verso rimado; y lo segundo, porque ello despojaría al poema de sus adornos y bellezas. Por estas razones me ha sido preciso en algunos lugares usar de la perífrasis y de los sinónimos, sin variar el concepto, y a veces para expresarlo mejor, a imitación de varios traductores de éxito” (cf. Rivas, op. cit., pág. 272, núm. 81).
IV Pero hubo en América un maestro de genio no común, don Andrés Bello, quien, persuadido de que “la sola autoridad irrecusable en lo tocante a una lengua es la lengua misma”, rompió los moldes tradicionales. Prescindiendo, en efecto, de las analogías de otros idiomas, recibiéndolas, sí, como simples pruebas accesorias, aceptó “las prácticas como la lengua las presenta; sin imaginarias elipsis, sin otras explicaciones que las que reducen a ilustrar el uso por el uso”. Tal es en el “Prólogo” de su Gramática la justificación de su metodología que hace el caraqueño. Lo curioso es que, al citar los auxilios de que se aprovechó, no cita a Nebrija expresamente, aun cuando este fue el modelo de cuantos siguieron después sus pasos, cuyos textos llegaron al nuevo continente. Bello habla reconocido de las obras de la Real Academia, de D. Vicente Salvá, a quien considera “como el depósito más copioso de los modos de decir castellanos, como un libro que ninguno de los que aspiran a hablar y escribir correctamente nuestra lengua nativa debe dispen-
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sarse de leer y consultar a menudo”. Y no deja de mencionar a D. Juan Antonio Puigblanch “en las materias filológicas que toca por incidencia en sus Opúsculos satíricos”. Y no olvida, finalmente, el Fundamento del vigor y elegancia de la lengua castellana expuesto en el propio y vario uso de sus partículas, del jesuita Gregorio García, obra de la cual afirma que “no creo —son sus palabras— que merezca el desdén con que se le trata”.
lo indujo a componer su gramática fue “la avenida de neologismos de construcción que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América y, alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; en embriones de idiomas que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín”. Hasta aquí Bello.
El propósito fundamental de don Andrés Bello es “la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes”. Advirtiendo que el peligro que
Más nos hemos alejado insensiblemente de la senda de Nebrija, y hemos entrado en un período gramatical más nuevo, que nos señala rumbos inexplorados, gracias al maestro de quien se ha afirmado que nació en Caracas, enseñó en Chile y los colombianos le aprendimos.
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CIENCIA, ARTE Y TÉCNICA EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
I Antes de entrar en materia permítaseme una breve y árida disquisición filológica sobre las tres palabras que encabezan este sencillo estudio. Me limito a la época clásica (S.V a.C.), prescindiendo del sentido que se les ha dado a través de la historia posterior. Ciencia Al comienzo de la historia de la ciencia europea, Platón y Aristóteles (S.V-IV a.C.) admiten una progresión ascendente en el conocimiento humano que, parte de la percepción sensitiva de lo particular y variable (aisthesis), pasa por el descubrimiento experimental de las regularidades habituales (em-
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Simposio Permanente sobre la Universidad - Conferencia V.
peiria) y culmina en el saber, como conocimiento de los fundamentos que determinan una cosa en forma universal y necesaria (episteme) (cfr. Arist. Met. 1,1,4). Desde esta perspectiva podemos decir que:
“Ciencia: es aquel proceso del conocimiento que, juzgando (y por tanto formando conceptos y sacando conclusiones) llega a saber los fundamentos de por qué una cosa es así (y no solo que existe y cómo es)”.
Episteme, en realidad, viene del verbo epistamai, a saber, ser capaz de, tener experiencia de, pensar. Está compuesto de epi, sobre, e istemi, colocar de pie, retener. Episteme es ciencia, pericia, disciplina, estudio, y significa en Sófocles (Phil. 1057) conocimiento de una materia,
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entendimiento, habilidad, que puede ser manual, o en el manejo del arco, o en la guerra; en otros autores tiene el matiz de habilidad profesional o simplemente profesión, como en medicina, en pintura. También, y este es el sentido más general, conocimiento, en concreto conocimiento científico adquirido por el estudio, según aparece en Platón, y en Aristóteles. Unas pocas citas serán suficientes para ilustrar lo dicho: Platón en la República (477 b) dice que “la Ciencia se dirige a lo que naturalmente existe, en el deseo de saber lo que es el ser”. La Ética a Nicómaco (1139 b 18) del Estagirita trae un pasaje que viene al caso:
“…Todos nosotros, sin excepción, creemos que lo que sabemos no admite ser de otra manera. En cuanto a las cosas que admiten cambio, desde el momento en que ellas escapan a las miradas del espíritu, nosotros no podemos pronunciarnos sobre ellas, sobre su existencia o su no existencia. Así pues, lo que es eterno de la ciencia existe de toda necesidad y tiene, por consiguiente, un carácter eterno, y todo lo que es eterno no conoce ni el nacimiento ni la destrucción. Además, según el parecer común, toda ciencia es susceptible de ser enseñada, pudiendo ser objeto de enseñanza todo objeto de la ciencia…” (cfr. Met. 981 a 2).
En Platón es común hablar de las ciencias en general, denominadas epistemai. Hace falta, dice, acudir a una ciencia que se aplique a todas las artes. Y añade: ella es “la que resulta tan común por el uso
que hacen de ella todas las artes, el pensamiento y las ciencias”. Y en la República (422 c) conjuga la episteme con la empeiria y la techne: “¿No crees —pregunta— que los ricos tienen más conocimiento y experiencia acerca del pugilato que del arte de la guerra?”. Pero la Ciencia tiene varias ramas o pasos que Aristóteles denomina mathesis, (del verbo manthano, aprender), o conocimientos (gnosis, gnorismos), o experiencias (empeiriai) o es hábil en un arte (technikos). Por otra parte, como hay quien ame (philei) la sabiduría (Sophiafilósofo), también conviene hablar de esta. Sofía significa propiamente talento, destreza en las obras manuales o mecánicas y en el arte —carpintería, música (lira, flauta), canto, poesía, medicina, adivinación—; o en materias de la vida común, juicio, inteligencia, sabiduría práctica —como la atribuida a los Siete Sabios—, sentido común; o la ciencia que se obtiene del aprendizaje –como en aquel irónico pasaje de Platón en la Apología de Sócrates (20 e):
‘La sabiduría que dicen mis acusadores que yo tengo es posible que sea de carácter humano’; “en cambio ellos podrán ser sabios con una sabiduría sobrehumana…”.
En Aristóteles es frecuente el sentido de la sabiduría especulativa, como cuando en la Ética a Nicómano (114 a 19) afirma que
“lo que los griegos llaman Sofía (Sophia) es la perfección máxima en los diversos órdenes de conoci-
CIENCIA, ARTE Y TÉCNICA EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
mientos. Es, pues, necesario que el sabio conozca no solamente lo que se deriva de los principios, sino que además tenga un conocimiento exacto de los principios”. Técnica El sentido de techne griego comprende (Arist. Met. 1070 a) todo lo que el hombre produce artificialmente (ergasia), en oposición al desarrollo natural (phyteuton), de las cosas. Aquí debemos distinguir varios matices: a) Techne equivale primero a “arte” en el sentido más lato de la palabra, como específica oposición con naturaleza. Es una forma de transformación, libre y científica, del mundo de la naturaleza en mundo humano. Es una forma de realizar la cultura en especial la que se representa en obras materiales. Platón habla en la República (510 a) de “todo el mundo de la naturaleza y de lo fabricado por el hombre” (pan to phyteutou kai to skeuautou genos). b) Dentro de lo artificial (skeuos), entra la producción técnica, en sentido estricto, con significación funcional e instrumental, a diferencia del arte y sus obras con significación simbólica y representativa. Pero todavía en la techne hallamos aspectos sutiles que ayudarán a complementar la idea de lo que técnica significa para los griegos: —Fuera de la habilidad manual en metalurgia, en la construcción de barcos, en la adivinación, o aun en sentido peyorativo de astucia,
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también se refieren a una actividad con reglas definidas, a un sistema o método para hacer o realizar algo útil o bello. Polo, uno de los interlocutores en los diálogos de Platón, decía que “la práctica creó el arte, la inexperiencia creó la casualidad”, citado por el Estagirita en la Metafísica (981 a 4). La techne finalmente puede referirse a la Retórica (Plat. Phd. 90b) o a las obras hermosas. Arte En el sentido más general de la palabra, ARTE significa entender algo y, juntamente, el comportamiento del hombre libre y su dominio con maestría. El ars latino (traducción de techne), contrasta con natura, ingenium, índoles, conditio, status. Implica, según veremos, métodos artificiales, ingenuidad humana, artificialidad, táctica. Pero también un cuerpo sistemático de conocimientos y prácticas técnicas, una ciencia (política, por ejemplo, las ciencias puras). El ars entre los romanos comprende asimismo logros culturales, estudios liberales, realizaciones bellas, reglas, métodos, sistemas, procedimientos. El ars latino evoca, ante todo la dimensión de poiesis, producción de una obra, dimensión que, junto a la pura teoría y la praxis, abre el tercer campo fundamental del comportamiento del hombre con el mundo. La mentalidad griega reduce esos dos campos de actividad a una unidad primigenia: el trabajo artesanal y el artístico propiamente dicho.
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Para Platón arte es una “imitación de la forma imperfecta de la naturaleza, a través de la cual irradia su idea perfecta”; mientras para Aristóteles “es el perfeccionamiento de lo que en la naturaleza permanece imperfecto” (y, por tanto, es una imitación de la misma fuerza original que configura la naturaleza). Con el tiempo el significado del término se fue ampliando y pasó a habilidad profesional o técnica adquirida y ejercitada con la práctica (v.g. la política) y al conocimiento teórico. Con el arte se relaciona evidentemente la contemplación: esta halla su satisfacción en un mismo acto sensible y espiritual a la vez. Ella se entiende como un rasgo fundamental y destacado del ars, y pasa a ser tema de la estética. Contemplación (aisthesis), significa aquí “el modo originario y óptimo del encuentro (facilitado por los sentidos) con las cosas en el tiempo y el espacio”. Según predomine la estructura espacial o temporal tenemos: –Artes del espacio, referidas principalmente al sentido de 1a vista (arquitectura, artes plásticas y pintura); –artes del tiempo, referidas al oído (poesía como ‘arte de la palabra’, música como arte del sonido); –artes que se representan en movimiento espacial y temporal (danza, espectáculos). Un acertado resumen de lo dicho sobre el arte en la antigüedad nos parece hallarlo en la definición del Diccionario de la Real Academia Española:
Es —dice— un “acto o facultad mediante los cuales, valiéndose de la materia, de la imagen o del sonido, imita o expresa el hombre lo material o lo inmaterial, y crea copiando o fantaseando”. Como se ve, para los griegos y romanos, techne y ars son muy afines. Esto dicho, entremos ya en nuestro tema —CIENCIA, ARTE Y TÉCNICA EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA—, desde el punto de vista histórico. II Grecia Grecia, cultural e históricamente, fue el nexo entre Oriente y Occidente; el muro contra el cual se estrellaron las invasiones asiáticas; marcó la decadencia del imperio medo y persa, y frenó el avance de sus ejércitos en dos mil años por lo menos. Pero el papel más señalado de Grecia fue su contribución al desarrollo de la civilización occidental: por su genio artístico antropocéntrico, dotado más que ninguno del sentimiento de lo hermoso, que le permitió crear arquetipos de belleza; por su sentido político que dio forma y personalidad propia a instituciones originales de gobierno; por su sabiduría que produjo una literatura histórica perfecta en su género; por su concepto de la persona humana, que levantó al hombre de la categoría de súbdito a la de ciudadano; por su sentido insobornable de libertad del pensamiento y de la palabra; por su interpretación y asimilación de los conocimientos recibidos de Oriente, en especial de asiáticos y egipcios. Todo esto le permitió fundar
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los principales sistemas científicos, matemáticos, físicos y filosóficos que, a través de Roma, legaron los griegos al occidente europeo y que todavía constituyen los fundamentos de nuestra civilización. La historia de los helenos es la más abundante en consecuencias para los que ahora vivimos y este pueblo extraordinariamente dotado por la Providencia, muestra un contraste sorprendente con la quietud espiritual y la apacible sumisión de los orientales. En el cercano oriente Para conocer la Ciencia, el Arte y la Técnica del mundo clásico es necesario remontarnos, aun cuando sea de manera superficial, a las civilizaciones más antiguas del Cercano Oriente, a los prehelénicos, a las primeras culturas de escribas y aun antes, al hombre sin escritura, cuando la educación y el mundo de los símbolos daban comienzo a la civilización. La influencia ejercida sobre los griegos por las técnicas y la ciencia escrita de Mesopotamia y Egipto es notable, y no se ha estudiado lo bastante. Las civilizaciones prehelénicas fueron aquellas que florecieron en las cuencas de tres grandes ríos —el Éufrates, el Tigris y el Nilo. Hacia el año 3000 a.C. esas culturas no solo estaban técnicamente adelantadas, sino que poseían literaturas escritas. Egipto y Babilonia, a su vez, influyeron sobre Grecia a través de las muchas culturas derivadas de la
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zona oriental del Mediterráneo, como los hititas, los fenicios y los hebreos. Pese a todo, la ciencia griega es un milagro; en la Hélade, “por primera vez la mente humana concibió la posibilidad de establecer un número limitado de principios —escribe el historiador francés Arnold Raymond (Science in Greco-Roman Antiquity, Metheuen)— y de deducir en ellos una cantidad de verdades, que son su rigurosa consecuencia”. El conocimiento empírico de los pueblos orientales fue transformado en ciencia teórica por los griegos. Pero no nos adelantemos. Tornemos a las primeras culturas. Los hallazgos arqueológicos ponen de manifiesto la diseminación del hombre del paleolítico por toda África, Asia y Europa. La cultura prosperó con rapidez. Hacia el año 6500 a.C., apareció en las laderas de la alta Mesopotamia una vida colectiva organizada. Y con el tiempo pasó de una agricultura rudimentaria y fortuita y de la caza a una sedentaria con utensilios de piedra, animales domésticos, con ciudades, con irrigación, arados, instrumentos de cobre, tracción animal y la rueda. Porque la sociedad se organizó en torno a la fabricación y al uso de instrumentos, acumuló los utensilios, ideas en instituciones que hicieron posible el desarrollo de la vida social. En la primitiva cultura humana los progresos en las técnicas de fabricación de herramientas corrieron parejas con la aparición de las concepciones abstractas: así lo atestiguan los dibujos grabados en rocas y las pinturas rupestres.
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Estas suponen un gran avance en la capacidad humana de pensamiento, de habilidad conceptual, lo mismo que en la elaboración del lenguaje. El habla y la representación gráfica fueron los dos elementos constructivos de los simbolismos de la escritura y del cálculo, cimiento de toda civilización. Pero aun carecía de escritura. Era una edad protoliteraria, en que el hombre empezaba a emplear símbolos y letras con fines utilitarios. El universo del hombre oriental primitivo era panteísta: no se había consumado aún la separación intelectual del sujeto y el objeto. A base de observación elaboraron el calendario lunar y grabaron en la memoria los fenómenos astronómicos, la astrología, que originaron el cálculo y la escritura. De los trazos visuales del arte gráfico del período paleolítico se pasó a su aplicación, al lenguaje y esos trazos se identificaron con los simbolismos del cálculo y de la escritura, cuya evolución, según diversas hipótesis, no es del caso explicar en estas líneas ni tenemos capacidad para ello. De todas maneras, en este punto, los pueblos claves son Sumer y Acad (Sumerios y Acadios). La invención de la escritura ha tenido mayor influjo en el adelanto de la raza humana que cualquier otra realización en la vida del hombre. La primera utilización de símbolos gráficos consistió en la impresión de trazos en pequeños amasijos de barro que hacían las veces de sellos oficiales encima de unas tinajas, quizás para la contabilidad de un templo, dada la importancia económica de estos y las grandes riquezas que acumu-
laban. Con el tiempo esos sellos se convirtieron en primitivo sistema de notación en tablillas de greda en que los números eran una serie de trazos idénticos anexos al dibujo de los objetos numerados, que a su vez revelaban una cierta prioridad del cálculo por encima de la escritura. Durante el milenio y medio comprendido entre los años 2000-500 a.C. existieron en Mesopotamia unas sólidas tradiciones de vida intelectual pese a los cambios de poder político. La educación ha sido vehículo transmisor de la Técnica, del Arte y de la Ciencia. Cultura y Saber Durante el tercer milenio el saber era una prerrogativa específicamente sacerdotal. La escritura fue un instrumento de gobierno. A comienzos del segundo cambió la situación. Sin duda había ya maestros privados y el saber junto con el aprendizaje se hallaban estrechamente relacionados con los misterios de la religión. El mero hecho de escribir era considerado con reverencia y temor sagrado, por la enorme complejidad del lenguaje y por dificultades que entrañaba aprenderlo. Los sacerdotes se consideraban a sí mismos como guardianes y conservadores del conocimiento; el aprendizaje del saber, del saber de entonces, constituía en realidad un proceso de iniciación revestido de la máxima gravedad. El saber se distribuía según gradación precisa: las tradiciones más importantes eran secretos celosamente guardados transmitidos por vía oral; otros por escritos criptográficos; los más propios de la vida cotidiana, para la formación
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general del escriba, se basaban en la escritura y el cálculo. Formación del escriba En el segundo milenio los progresos de la escritura cuneiforme eran indiscutibles. Se contaban ya 700 símbolos; el cálculo se desarrolló lo mismo que la geometría y las medidas de superficie. El futuro escriba se iniciaba en el estudio de estos simbolismos desde la infancia. Procedían de las clases influyentes en la sociedad, fomentando de hecho su capacidad para leer y escribir. Para ello, existió una organización peculiar de especialización, según lo han revelado numerosas excavaciones y la paciencia de los expertos. Existió una Casa de la Sabiduría para estudios de nivel superior, no como un centro de pensamiento, de especulación filosófica, sino de perfeccionamiento en la formación del escriba. La especulación teórica fue más bien escasa; la mayoría de los tratados matemáticos babilónicos plantean problemas concretos que podían resolverse mediante la aplicación de las técnicas más usuales. Las ocupaciones de los escribas estaban estrechamente relacionadas con las tradiciones artesanales para resolver problemas concretos. Pero comenzó también una tendencia entre la especulación y la tradición, que se reflejó en una intensa actividad literaria que culminó en los grandes mitos primitivos del Gilgamesh, y Enuma Elish. Solo que al culminar el segundo milenio la fuerza creadora de los pueblos mesopotámicos había quedado agotada.
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En Egipto Tenemos entonces que echar una mirada a las primeras culturas de escribas en Egipto, donde coincide en el tiempo con la Mesopotamia. Los escribas estaban empleados en los santuarios para la redacción de los textos litúrgicos y funerarios, junto a los magistrados para escribir los textos jurídicos y algunos oficios especiales. En Egipto mucho antes se había construido la gran pirámide de Gizeh (2885 a.C.) en la cual, según el historiador griego Herodoto (480-420 a.C.), trabajaron cien mil hombres durante veinte años, lo cual requeriría sin duda técnicos habilísimos y gran número de expertos albañiles. Por otra parte, según los datos de que disponemos en la actualidad, el cálculo precedió a la escritura, aun cuando esta última penetró en la historia como plenamente desarrollada ya, si bien fue pictográfica en los orígenes, que se fue transformando en ideográfica, pero excesivamente formal para las necesidades cotidianas hasta simplificarse en cursiva o hierática la cual a su vez se modificó a base de contracciones y ligaduras, actualmente conocida como demótica. Cuando los griegos entraron en contacto con estas tres formas de escritura, en el periodo de la decadencia egipcia, le dieron tres nombres distintos: hierática, demótica y jeroglífica. Lo atestiguan los historiadores helenos Herodoto y Plutarco. El primero viajó hacia el año 499 a.C. y habla de la escritura sagrada o sacerdotal, y de la popular. Oigamos sus palabras:
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“Para escribir o para calcular en vez de ir como los griegos de izquierda a derecha, los egipcios proceden de derecha a izquierda, e insisten obstinadamente en que el suyo es el método normal, mientras que el nuestro es según ellos zurdo y torpe. Tienen dos tipos de escritura, la sagrada y la popular” (Hist. II. 36). Para Plutarco (46 a.C.-120 P.C.) el término es hieros, glifo: jero-glífico. Esa clasificación subsiste aún. La pictórica, monumental y grabada es la jeroglífica, su correspondiente versión cursiva es la hierática, y la forma tardía y evolucionada es la demótica. En ellas influyeron naturalmente las relaciones con el mundo exterior y los materiales empleados para escribir, el papiro en vez de greda, hueso o madera, y el invento de la tinta hecha de una mezcla de agua, goma vegetal y hollín puestos al fuego. Pero la capacidad de escribir siguió siendo una prerrogativa de la clase privilegiada, como agente de conservación y formalización mucho más que de liberación y creatividad. Un género literario de composición, entre otros, fue el denominado literatura sapiencial, con textos educativos y consejos preceptivos para ejercicios caligráficos. Con el transcurso del tiempo pasó Egipto de una situación preliteraria a una fase protolitararia y a una primera etapa propiamente 1iteraria. Y con esto llegamos, hacia el año 1800 a.C. al comienzo de un período de cultura y saber superior, en que escribas y sacerdotes eran los dos principales grupos del mundo de los egipcios letrados, con una
educación alta muy particular: que consistía en actividades, prácticas y creencia tradicionales, transmitidas sin referencia específica a la experiencia. La experimentación no fue nunca una faceta destacada de la vida egipcia durante el imperio nuevo, incluso oficios tan empíricos como la medicina y la cirugía eran aprendidos y ejercidos sin recurrir demasiado a la observación. Los conocimientos anatómicos de los egipcios eran singularmente pobres; pese a la práctica de la momificación, los símbolos jeroglíficos para representar los órganos internos del hombre estaban basados en pictogramas antiguos de órganos animales. Mientras Egipto se anquilosaba culturalmente, en otros pueblos tenían lugar evoluciones extraordinarias, dos en especial: la invención del alfabeto y el monoteísmo hebreo, junto con los cambios provocados por la decadencia de Egipto y por el desplazamiento del poder mesopotámico de Babilonia hacia Asiria y las ciudades costeras de la región —Biblos, Sidón, Tiro y otras vecinas—. Invención del alfabeto Las escrituras cuneiforme y jeroglífica sirvieron de estímulo para la invención del alfabeto. Este fue una creación original, pero sus orígenes son para nosotros desconocidos todavía. Y el alfabeto fue evolucionando hasta diferenciarse en tres grandes variedades: el arameo, el hebreo primitivo y el fenicio. En su versión aramea el alfabeto dio lugar a la escritura del hebreo clásico, del si-
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ríaco, del árabe y de otras lenguas de la región. De la versión fenicia, sin vocales escritas, se derivó el alfabeto griego, ya perfeccionado con la grafía de las vocales, y de este todas las variedades europeas. Fue la contribución más importante que enriqueció a Europa. Y fue en Grecia donde el hombre progresó hacia una nueva era de extraordinaria creatividad. Fue en ese medio ambiente de libertad y de espíritu, de iniciativa y rebeldía donde se enriqueció la cultura antigua con el empleo genuino de la lectura y la escritura, con el cultivo y sistematización del pensamiento especulativo hasta un grado jamás alcanzado por el ser humano. III Y así hemos llegado a la Primitiva civilización helénica y su desarrollo No es menester hablar de la Isla de Creta donde, en el tercer milenio a.C. florece una notable civilización conocida con el nombre de minoica con su capital en Cnossos. Por falta de documentos no podemos saber qué clase de contactos existieron con las demás culturas del Mediterráneo oriental, pero sí conocemos que los hubo con los hititas de quienes posiblemente aprendieron el arte de escribir. El “linear A” no ha podido ser interpretado todavía; el “B” solo pudo ser descifrado en 1953 por el joven escolarca inglés Michael Ventris. Pero la historia es larga, y tenemos que llegar al florecimiento de Micenas 1400 años antes de Cristo, donde un notable
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avance asimiló la cultura minoica. Las tablillas grabadas parecen apuntar a la existencia de una cultura de escribas, similar a la de Egipto y Mesopotamia. Micenas, sin embargo, fue destruida hacia 1130 a.C. acaso por una catástrofe, o por la erupción del volcán Santorini o por una plaga. Solo sabemos que, por entonces, se habían sucedido diversas invasiones pese a lo cual Grecia mantuvo siempre una homogeneidad cultural específica basada en la unidad de la lengua, de la raza y de las mismas creencias. Pero su historia es dinámica, y en su movimiento de expansión los griegos entraron en conflicto con etruscos y fenicios, y sus constantes fricciones y dificultades mantuvieron vivo en ellos el ideal del patriota guerrero propio de su mitología, ideal que será encarnado en los poemas homéricos, leyendas y primeros romances, transmitidos mucho tiempo oralmente por vates, narradores y los rapsodos, durante siglos a la juventud: He ahí el primer rasgo característico de los helenos: míticos fueron los orígenes de su pensamiento y de su saber. Por ahí se canalizará su educación, hacia ella se orientarán todas las energías, en ella manifestará su identidad y con ella contribuirán a la edificación de una conciencia común. El mito es clave para conocer la historia y la mentalidad de los griegos. De ahí, también la importancia histórica de Homero y del ideal caballeresco de su épica; en una sociedad aristócrata de guerreros. Este es el hecho fundamental que subraya las características originales de la tradi-
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ción educativa de la Grecia clásica, privilegio reservado a la aristocracia de las armas. Dos características la distinguían: técnica una y ética la otra. La primera iniciaba gradualmente al joven en el modo peculiar de su vida —entrenamiento militar, atletismo, arte de la música (canto, danza y lira), y elocuencia—. La ética, por su parte, presentaba un ideal de existencia, un tipo ideal de hombre, el guerrero cortés, elegante, valiente, refinado: “Morir joven pero sin una herida en las espaldas”, como los héroes de antaño.
ser el interés de los espartanos por las letras. Así, tal vez exagerando, lo criticaron los atenienses (Sócrates Pananenaico, XII, 209) quien asegura que eran prácticamente analfabetos, y Platón dice que no sabían contar siquiera (Hipp Mai 285 C.).
Con el incipiente desarrollo de este aspecto ideal de la cultura griega corrió pareja una gradual configuración de su organización política: timocracia, oligarquía y tiranías por una parte, y por otra la democracia, para lo cual apareció una educación apropiada. Esparta y Atenas serán la encarnación de las polis en sus dos grandes corrientes.
Así canta un embaterio de Tirteo (M. Briceño, S. J. El genio lit. griego, t. I, pág. 232). Y en otro lugar añade:
Esparta Tendrá como ideal el valor militar, la formación del guerrero patriota que se expresaba con el ejercicio, adiestramiento o askesis, cuyo objetivo era la adquisición y práctica a las cuatro virtudes cardinales: prudencia, templanza, fortaleza y obediencia, según los modelos de la épica de Homero. La preocupación se centraba en las aptitudes físicas, en la intrepidez, las proezas de las armas y el aguante de las privaciones. Así los describen Plutarco (Licurgo XIV), Jenofonte (Const. Laced I, 3-6) y otros historiadores. En tales circunstancias no es difícil imaginar que escaso debió
“Hurra, Juventud, hijos de padres libres de la guerrera Esparta. El escudo llevad en la siniestra mano, y agitando la galante lanza, no economicéis vuestra vida: Jamás Esparta esquivó la muerte…”.
“Pero tened coraje, pues sois de la raza del invencible Heracles. No os alarméis por la muchedumbre de los enemigos, ni sintáis miedo…” (ibíd).
En el mismo sentido era la educación de la mujer: prepararse duramente para ser madres de soldados. En Atenas En cambio, la cultura y el saber tendrán otro enfoque de corte intelectual. La areté del patriota guerrero, las hazañas gloriosas del pasado heróico, el eterno culto a la forma física con vista a eventuales combates militares cuadraban poco con la inteligencia y creatividad artística y técnica de los jonios. El término areté, es, en el sentido griego, “excelencia, echo heróico, valor, hazaña, maravilla, milagro, bien natural, bondad, prosperidad, mérito, buen servicio, distracción, fama, alabanza”. Introducido el alfabeto,
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—según el mito por el príncipe fenicio Cadmo (Herod. V. 58)—, este liberó a los griegos de los impedimentos y vínculos de la tradición que tanto habían obstaculizado la evolución de las antiguas culturas orientales. De esta manera el saber cobró nueva vitalidad y se estimuló el esfuerzo por dejar todo consignado por escrito, y la experiencia humana cobró una nueva dimensión. Los griegos fueron orientándose hacía un tipo de especulación sin precedentes históricos, hacia un desarrollo del espíritu de investigación por la investigación, de amor profundo al conocimiento. Y nació el pensamiento especulativo griego en Jonia. Pero este ya es otro campo que no nos corresponde tratar ahora. El siglo V es el de la máxima hegemonía cultural, militar y comercial de Atenas en el mundo griego. Su expansión cívica y sus instituciones democráticas ejercieron una poderosa atracción sobre estudiosos e intelectuales. La estructura sociopolítica de carácter democrático y talasocracia temporal ateniense hicieron posible un aumento del tiempo libre de los ciudadanos, lo cual atrajo nuevos estudiosos y el desarrollo de otros tipos de saber, los cuales a su vez engendraron modos distintos de enseñanza. Fue este un período de máxima importancia, no solo en la historia sino para el estudio que estamos realizando. Al pie de la Acrópolis se construyó en Atenas, a comienzos de este siglo de oro el primer teatro de piedra —y sabemos la trascendencia del drama, la tragedia y la comedia en la formación y educación
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del pueblo griego—. Las presentaciones teatrales no representaban la vida sino que la interpretaban. Y floreció la poesía en los más variados matices, desde la lírica pura y la coral a los cantos olímpicos, y la poesía didáctica, la elocuencia, las crónicas, la historia, la filosofía y todos los géneros literarios, igual que la música. Aquí, sin embargo, en el siglo V, surge para nosotros un interrogante de la mayor importancia: ¿Hasta qué punto sabía leer y escribir la mayor parte de la gente, los simples ciudadanos, las mujeres, los extranjeros residentes denominados metecos, los esclavos? Difícil responder con seguridad. Pero sí podemos asegurar que la mayoría de los ciudadanos era relativamente pobre. Muy pocos podían permitirse el lujo de no trabajar. Acerca de la existencia de escuelas en el mundo griego podemos citar tres casos, aun cuando se trata de sucesos horribles, pero aluden a la existencia de escuelas. Cuenta Herodoto que el año 496 a.C. (VII, 27) se produjo en la Isla de Quíos una catástrofe al desplomarse el tejado de una escuela y mató a ciento veinte muchachos, que estaban aprendiendo las letras. Pausanias, otro historiador y geógrafo heleno, refiere (Descripción de Grecia, VI, IX, 6-7) que un tal Cleomedes, en el año 491 a.C. acusado de juego sucio en un boxeo, arremetió contra una escuela (didaskalion), en que había sesenta niños y derrumbó el tejado. Sucedió en la Isla de Astipalea. Finalmente Tucídides (Hist. de las guerras del Peloponeso, VII; XXIX, 5) dice que en 413 a. C. en el saqueo de Micaleso, “mataron a los habitantes y asola-
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ron sobre todo la mayor escuela de la ciudad, asesinando a todos sus alumnos”. Estos datos nos dan a entender que, para finales del siglo V a.C., la escuela masculina era una institución social común y corriente. Por otra parte, las inscripciones en piedra y las leyes e informes oficiales grabados en las steles (o columnas) en el ágora sugieren que allí estaban para que el público las leyera y comentara. Igual cosa sucedía con las numerosas inscripciones griegas en muchos lugares. El nivel cultural de las mujeres, los metecos y los esclavos era con seguridad inferior al del ciudadano común. Y no trataremos de la isla de Lesbos, que era muy peculiar en relación con el bello sexo. Mientras tanto, la industria, el comercio, las artes plásticas y pictóricas, la arquitectura, la escultura, la música, la poesía, el teatro florecían; el saber superior —la filosofía seguía derroteros independientes— prosperaba dentro del marco de las tradiciones míticas de los antepasados. Hemos tocado el campo de la técnica: solo diremos que en Arquitectura, por ejemplo, bastaría citar a Mnesicles, Calícrates, Peonio, Dafnis, Policleto el joven y, de sus creaciones, el Partenón, “quizás el único edificio en la historia de la arquitectura que es intelectualmente perfecto en la concepción y técnicamente perfecto en la ejecución”, los Propileos de la Acrópolis, los Stoa de Atalo en el ágora, los teatros, las columnatas y tantos viejos templos —Sunion, Argos, Acragas, Segesta, Delos, Dídima, Olimpia, el Erecteo,
Nike Aptera— y los santuarios. Respecto a la cerámica, hallada por los arqueólogos casi siempre rota pero restaurada y exhibida en los museos, conserva con orgullo valores inmensos, desde el neolítico, al periodo de bronce, y al de hierro, al geométrico, a los de influjo oriental, hasta el siglo de oro con sus sorprendentes figuras de color negro o rojo. En cuanto a la Escultura, sobreviven creaciones de los grandes artistas que modelaron el mármol como dócil cera —Mirón, Fidias, Policleto—; y en la Pintura nada más que unos pocos nombres célebres —Polignoto, Micón, Paneo, Apeles, y los desconocidos ilustradores de los vasos áticos, cuyos métodos, técnica y creatividad han sido inigualables, sin fábricas de producción en serie sino uno por uno… En algunos vasos pintados se ven concretamente el herrero o el alfarero en sus respectivos talleres. Pero sigamos con la educación de 1a juventud. P1atón, el comienzo de la República (606 E), no es el único que insistía en la creencia tradicional que hacía de Homero el gran maestro de los griegos; también otros lo aseguraban. Pero empezó desde entonces a ser criticada esa reverencia y respeto como inadecuados para la juventud contemporánea. De seguro que los ciudadanos se preocuparían por la formación de sus hijos, la cual comprendía la música y la gimnasia, junto con la lectura, la escritura y el cálculo. Tres clases de maestros impartían las instrucciones: el kytharistes, (de música), el paidotribes, (de educación física), y el grammatistes, (de letras); los
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niños quedaban al cuidado de los paidagogoi. Viene al caso una cita de Dionisio de Halicarnaso (Opuscula, vol. IX, 193, 4 ed. L. Radermacher H. Usener) en que cuenta no sin gracia helénica que
“al aprender a leer, aprendemos en primer lugar los nombres de las letras, luego de sus formas y valores, para seguir con las sílabas y sus propiedades, y con las palabras y sus inflexiones (declinaciones)… Entonces podemos empezar a leer y escribir muy lentamente al principio, sílaba por sílaba. Cuando, con el tiempo, nuestra memoria llega a retener las formas de las palabras, podemos ya leer con soltura y enfrentarnos con cualquier libro que nos tiendan, sin tropiezos, con una facilidad y una rapidez increíbles”.
Hasta aquí el historiador griego, contemporáneo del emperador Augusto. Y, por lo que sabemos, los números se aprendían por un sistema semejante. Música y educación física En cuanto a la música y la educación física, que se corresponden armónicamente, ellas constituían las bases en las cuales descansaba buena parte de la vida cultural ateniense. En griego la palabra armonía no significa simplemente “concordancia de las notas musicales”, sino mucho más, una relación, proporción o adaptación adecuada y entonación placentera. En este caso, la adecua-
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ción formaba parte del adiestramiento militar. Oigamos a Platón: “Los muchachos acudían al paidotribes con el fin de que su cuerpo sirviera mejor al espíritu virtuoso, y para que la flaqueza física no los obligara nunca a mostrarse cobardes en la guerra ni en ninguna otra ocasión”. (Protag. 326-B-C). A la luz de esta concepción militarista, las nociones de “alma, medida, armonía y equilibrio” que habían empezado a preocupar a los filósofos, comenzaron a conferir a las simples virtudes heroicas una dimensión nueva. La aptitud física podía convertirse en un fin en sí misma, es decir, en el desarrollo adecuado y armonioso del hombre, según el tipo de idea. Así fue como se pasó de la escuela a la palaistra y al campo de deportes (gymnasion) al culto del cuerpo por el cuerpo, para conseguir la máxima belleza y ritmo del movimiento corporal. En la physis se han concentrado el arte y la técnica. Por eso nacieron los festivales atléticos, llamados juegos: los Olímpicos cada cuatro años, en honor de Zeus; los Istmicos cada dos, en Corinto para honrar a Poseidón; los Píticos en Delfos por Apolo; los de Nemea por Zeus de nuevo. Esas divinidades las patrocinaban, pues eran ellas, según creían, quienes conferían a los atletas el vigor físico para tomar parte en los juegos. Por eso se encomendaban a ellas y les prometían ofrendas religiosas.
“Si te has preparado reciamente para hacerte digno de ir a Olim-
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pia, si no has sido perezoso o indisciplinado, marcha con toda confianza; pero quienes no se han ejercitado de esa manera, que se vayan donde quieran”, comentaba Filóstrato el Viejo, en el siglo II de nuestra era (Apollon de Tiana, V. 43). Los festivales olímpicos duraban cinco días pero la preparación y entrenamiento casi todo el año anterior, bajo la supervisión estricta de los jueces responsables –hellanidika, y todo se terminaba con los premios a los vencedores: los galardones materiales eran insignificantes comparados con las coronas de laurel y las palmas, con la fama y la gloria, con las celebraciones posteriores, las esculturas a la entrada de los gimnasios, y las odas pindáricas... El arte, la técnica al servicio de los triunfadores:
“Alma mía, si quieres celebrar las luchas de la arena… no podrás elogiar nunca combates más nobles que los que se celebran en Olimpia”.
Cantaba Píndaro, y proseguía:
“El himno glorioso brota de Olimpia, recamado por el ingenio de los poetas, y viene a cantar al hijo de Saturno en la feliz y opulenta morada de Hierón, que protege con cetro justiciero a Sicilia, abundante en rebaños, y con la flor de todas las virtudes se adorna. Los nobles acentos de la poesía así lo celebran como hacemos nosotros, a menudo en nuestros juegos, alrededor de la mesa hospitalaria…”.
Paideia Y ahora, del culto a la naturaleza (physis), pasamos a la ciencia que está más allá (meta), que está sobre (epi), al cultivo de la inteligencia, al proceso de la educación, a la paideia que está por encima de la physis: En los comienzos la paideia siguió subordinada a las necesidades prácticas, en concreto a las que garantizaban la primacía de la polis —la institución por antonomasia— como lo más apropiado para la promoción humana y la que confería su identidad al individuo. Pero era el estudio de los poetas y oradores la base de la educación literaria en Atenas. El interés de la polis y el éxito individual del ciudadano radicaban en la elocuencia y en la capacidad de cautivar al auditorio, y ¿quiénes podían servir mejor las necesidades públicas, hacer política y tomar decisiones sabias sino los ciudadanos bien formados? No había otro saber o educación superior que este. Junto a la mousike, que comprendía prácticas del discurso y la formación del espíritu y del carácter, se creó un sistema para educar a los jóvenes en las áreas de la verdadera ciudadanía y para proporcionar estudios superiores a quienes querían dedicarse a las actividades intelectuales en especial las actividades jurídicas y políticas. Constantes eran los litigios en las asambleas públicas y en los dicasterios. Esos procedimientos judiciales hicieron tomar conciencia de la dificultad de decidir dónde estaba la verdad y cómo impartir justicia. Y en el ambiente ateniense del siglo V a.C. la persuasión, la emotividad, la retórica eran tan influyentes como el
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puro razonamiento lógico. De ahí el influjo abrumador del orador capaz de dominar la situación. Lo cual dio origen a una nueva profesión, la del maestro de enseñanza superior, es decir, la de los sofistas, palabra derivada de Sophia que significa sabiduría, destreza, experiencia, sagacidad, perspicacia, juicio, inteligencia, aprendizaje. Ellos partían de perspectivas educativas diversas y enseñaban distintas disciplinas, por las cuales percibían entradas económicas considerables.Varias clases de sofistas medraron en esta época: unos, escépticos, que ponían en duda o negaban la posibilidad del conocimiento y, por consiguiente, se dedicaban a enseñar técnicas concretas del discurso, como el arte de la persuasión, de aplicación inmediata. Otros eran los retóricos que manejaban las palabras sin tener en cuenta más que los aplausos, la conveniencia, la oportunidad, el éxito político. Otros se jactaban de poder hablar de cualquier clase de estudios especializados (polymathia), lo cual suponía conocimientos universales, competencia para todo, previa una necesaria preparación intelectual. Otros, se dedicaban a dar conferencias más por pasatiempo que por actividad educativa. Otros, finalmente se consagraron como logógrafos a redactar discursos que sus clientes debían pronunciar en los tribunales (la profesión de abogado no existía y cada individuo tenía que defender personalmente su propio caso). Algunos logógrafos compusieron manuales de retórica o instrucciones, de las cuales nació el arte (techne), que proporcionaba a los oradores una serie de bases teóricas.
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La retórica era un arte y el arte podía aprenderse por medio del estudio. Con esto hemos llegado a dos de los más interesantes diálogos de Platón que llevan el nombre de dos célebres sofistas, Gorgias (de Leontini) y Protágoras (de Abdera). Solo que el tratamiento que les da Platón es muy ambiguo y no sabemos hasta dónde es verdad, hasta dónde caricatura, pues ellos no pertenecen en realidad ni a la filosofía ni a la ciencia: estrictamente no eran pensadores o investigadores de la verdad, sino “maestros”, así se definían ellos mismos, según Platón: paideuein anthropous (Prot. 317 b). El método era “tutorial” colectivo. Muchos mostraban un supremo desprecio por las artes y los oficios, manejando puros argumentos teóricos contra cualquiera que dijera saber algo de alguna cosa. Sea como sea, los sofistas abrieron nuevos caminos en la educación griega, aun cuando no avanzaron demasiado. Pero al menos provocaron la tenaz reacción de Sócrates, y con él Platón, y con este Aristóteles y los maestros de la tradición clásica. La decadencia intelectual de Atenas fue lenta, casi imperceptible. En el siglo IV el reinado de Alejandro estuvo jalonado por la fundación en Atenas de una escuela de enseñanza superior que rivalizó con la Academia de Platón y estaba destinada a ejercer el mismo influjo que ella sobre el curso de los acontecimientos y sobre el desarrollo de la educación, el Liceo (Lykeion), de Aristóteles. Y el tiempo fue pasando. En el periodo helenístico, gracias sobre
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todo el influjo del Mouseion, de la Biblioteca de Alejandría y de la escuela de enseñanza superior de Pérgamo y más tarde de la de Rodas se insistió en la filología y en las ciencias. Alejándose del sistema axiomático y deductivo de Atenas, los estudios se orientaron hacia un método de tipo empírico. Filología o erudición literaria, gramática y crítica por una parte, y, grandes progresos en la comprensión del mundo físico, por otra, centrados sobre todo en la astronomía, astrología, geometría, aritmética, música, cosmología, y en otras ciencias independientes —medicina y geografía—. No creemos fuera de lugar citar aquí unos nombres y realizaciones de sabios griegos en quienes se conjugan el saber y la experiencia rudimentaria —dados los escasos medios de entonces— y la intuición de la futura técnica que apenas imaginaban. Así, en la ingeniería mecánica, la especulación del matemático Herón de Alejandría dio base para muchos inventos de hoy, como unas bombas de doble acción descritas por él, que se han empleado para motores de combustión interna; y turbinas, que ya asoman en un principio científico de este, han dado origen a motores de retropropulsión; inventó asimismo un hodómetro (medidor de caminos) que empleaba un eje de reducción para indicar en un disco las revoluciones de las ruedas de un carro. Y Arquímedes, en matemáticas puras, una especie de contador de arena pues afirmaba que era perfectamente
posible contar granitos de arena para llenar todo el universo, mediante el empleo de un ingenioso sistema imaginado por él para expresar números muy altos. Por su parte, Diofanto de Alejandría fue el primer griego que descubrió la notación algebraica, y Aristarco de Samos sostuvo la tesis que era el sol y no la tierra el centro del sistema solar que rotaba sobre su propio eje. Por no mencionar a los eruditísimos astrónomos Hiparco de Nicea, Claudio Ptolomeo de Alejandría, y el científico Anaximandro quien sostuvo la evolución de las especies, y muchos más descubridores de mil secretos náuticos y geográficos, botánicos, médicos y químicos, como la teoría atómica, y muchos más. En realidad admira el ingenio de estos hombres que con los instrumentos más rudimentarios y con frecuencia con hipótesis incorrectas lograron, por ejemplo, la posición y el movimiento exacto de las estrellas. En resumen Una mirada retrospectiva a todo lo dicho hasta ahora nos lleva a la conclusión de que la enseñanza griega clásica se interesó en el hombre como tal, no en la preparación de técnicos en oficios especializados. No que los desconocieran, sino que simplemente los rechazaban. Se trataba de formar al hombre, a una persona que en último término fuera capaz de cualquier cosa pero no en una dirección particular. Es verdad que se trataba de una sociedad esclavista en que el hombre libre podía darse el lujo de pertenecer a una aristocracia
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de ociosa comodidad, dejando el trabajo degradante a los demás, a fin de entregarse a una vida de elegante placer y libertad espiritual.
“Lo que se conoce por artes mecánicas —escribía el historiador griego Jenofonte en el siglo IV a.C.— lleva consigo un estigma social, y con razón se considera deshonroso en nuestras ciudades; pues tales artes dañan el cuerpo de quien trabaja en ellas y de quienes actúan como supervisores, porque les imponen una vida sedentaria y encerrada y, en algunos casos, los obliga a pasar el día junto al fuego. Esta degeneración física redunda también en perjuicios del alma. Además, los operarios de estos oficios no disponen de tiempo para cultivar la amistad y la ciudadanía. En consecuencia, son considerados como malos amigos y malos patriotas y, en algunas ciudades, especialmente en las guerreras, no le es lícito a un ciudadano dedicarse a trabajos mecánicos” (Oecon. IV, 203).
De esta manera, el desprecio por las artes mecánicas terminó por resultar un serio obstáculo para el desarrollo de las ciencias física, química y mecánica en Grecia. IV Los Romanos La anterior fue la herencia que recogieron los romanos, quienes la adoptaron para sí, una vez que Grecia fue conquistada por ellos, aun cuando, en realidad, como canta Horacio (Epist. II, I, 156), fue “Grecia cautiva (quien) hizo a su propio
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conquistador cautivo, y civilizó a los bárbaros del Lacio”,
Graecia capta ferum victorem cepit et artes Intulit agresti Latio.
La civilización autónoma de Roma no tuvo tiempo de desarrollarse, sino que fue rápidamente absorbida por la de los helenos. Solo que el proceso de integración tenía que pasar por varias etapas. Pero ese encuentro de Roma y Grecia tendrá en definitiva una importancia capital, pues de ahí surgieron muchos de los elementos que iban a constituir el fundamento de la cultura occidental. En Roma los valores tradicionales emanaron de una base primordialmente agrícola. La estrecha vinculación a la tierra fomentaba una continuidad, un tradicionalismo arraigado, lo mismo que el cultivo de los campos y la cría de animales domésticos: y todo se encarnó en dos palabras: mos maiorum, acatadas como autoridad básica subyacente a toda la vida romana. Esa compleja historia, sin embargo, tenemos que pasarla por alto, pues la suponemos bastante conocida de todos. En los comienzos, el aglutinante de la cultura romana fueron las instituciones del mos maiorum, el paterfamilias, la patria potestas y las doce tablas que fueron a su vez las que orientaron la formación de los hijos, en los primeros tiempos, cuando las necesidades del desarrollo intelectual eran mínimas: bastaba saber escribir y contar. El padre de familia era quien iniciaba al niño en las técnicas esenciales de la vida rural, el respeto a los padres, dioses y benefactores (pietas), la dignidad
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romana (gravitas) y el valor militar. Cicerón y Quintiliano son las fuentes de información, y Plutarco un historiador griego del mundo romano. Pero con el tiempo y a raíz de las conquistas y los éxitos militares, y sobre todo por el influjo de Grecia conquistada y maestra, aconteció la sucesiva helenización de los romanos y se presentó una inútil reacción de parte de los viejos patricios. En el siglo I a.C., una de las figuras que ocupan el primer plano en la vida intelectual es Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.). Él implantó en las letras y en el pensamiento un estilo —la humanitas— que permaneció como modelo basta la caída del imperio, seis siglos más tarde. Aun cuando admirador del pasado tradicional, se dio cuenta de que no podían desdeñarse los logros de la civilización griega, y que Roma, poco creativa en el campo intelectual, tenía que copiar:
“Así como acudimos... a nuestros compatriotas para los ejemplos de virtud, así… debemos acudir a los griegos para los modelos de enseñanza”,
escribía Marco Tulio en De oratore (III, 137). Pero Roma era una ciudad litigiosa y sometida a cada instante a intrigas y partidismos, y desgarrada por divisiones y politiquería. En esas circunstancias, para Cicerón el producto final de todo el proceso educativo era el orador, que es un “varón bueno, perito en el arte de hablar” (vir bonus dicendi peritus. Quint Inst. Orat. III, XII, I. 1). Oratoria se distingue de retórica en que la primera es el aspecto activo,
práctico, de realización, mientras la segunda es la preparación, la ordenación previa y organización de los materiales. En consecuencia, esta última exige gran cultura, aptitud mental —doctus orator— y a la vez, cualidades físicas —la voz, el gesto, la presencia—, dotes naturales, que no todos poseen, y que deben ejercitar los agraciados mediante el estudio. En cuanto a las etapas de la educación romana, se dividía —para los jóvenes patricios— en escritura, estudios gramaticales y literarios, servicio militar y enseñanza superior. Pero la universidad de entonces para los privilegiados era Atenas, y la lengua culta la griega. El pueblo común, por lo general, sabía leer y escribir. Testigos los grafitos en las paredes de Pompeya, los Anales del Senado y tantas inscripciones aquí y allá que se han hallado, lo mismo que las leyendas sepulcrales. A las jóvenes romanas se les insistía en que aprendieran los quehaceres domésticos, e hilar, tejer, urbanidad y contar. Dada sin embargo la temprana edad de su matrimonio (hacia los catorce años), pocas probabilidades tenían las mujeres de proseguir una educación formal. Con excepciones extraordinarias, como la madre de los Gracos y otros ejemplos heroicos. Viniendo al primer siglo de nuestra era, la cultura popular de las épocas, anteriores produjo la aparición de un público letrado que necesitaba libros —rollos de papiro, vitelas, pergamino— procedentes por lo general de las regiones helenísticas, cuyos temas se clasificaron como ars, introductio y manuale. Se
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crearon las primeras bibliotecas, la mayoría particulares. Y vino, como en todo lo humano, la decadencia. No sé si con lo expuesto he respondido, al menos en parte, a la expectativa del tema que me proponía desarrollar: Ciencia, Arte y Técnica en la Antigüedad Clásica. Bibliografía (Estudios modernos) BONNER, Stanley F., Education in Ancient Rome, London, Methuen & Co, Ltd. 1977. BOWEN, James A. History of Western Education, I the Ancient World, London, Methuen & Co, Ltd. 1972. BOYD, W. The History of Western Education, London. 1964. CLARKE, M.L. Higher education in the Ancient World, London, 1971.
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DIRINGER, D. The origins of alphabet, in “Antiquity”. 18, 1943. DOBSON, J.F. Ancient education and its meaning to us, London. 1932. GWYNN, A. Roman education from Cicero to Quintilian, Oxford, OUP. 1926. JAEGER, W. Paideia: the ideals of greek culture, Oxford, OUP. 1926. MARROU M.T. Histoire de l’éducation dans l’antiquité, Paris, Editions du Seuil. 1977. MOORHOUSE, A.C. The triumph of alphabet, a history of writing, N.Y., H. Schuman, 1953. ULLMAN, B.L. Ancient writing and its influence, London, Longmans, Green. 1932.
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EL HUMANISMO IGNACIANO: LA RATIO STUDIORUM Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
I. El Humanismo El Renacimiento, de raíces paganas, reveló a un mundo atónito muchos de los valores que sostienen y alegran la vida del hombre. Abarca ese acervo de movimientos literarios y artísticos estimulados por el estudio de la literatura y el arte clásicos. Se creyó en forma altamente apasionada que la excelencia de la cultura antigua se había recuperado y “renacido” para la formación de los tiempos modernos, es decir, que apuntaba más al futuro que al pasado. Se creó una nueva atmósfera flexible con estudios particulares de
* En Ignacianidad, memorias del Congreso “La Espiritualidad Ignaciana y su vigencia en el mundo de hoy”, Provincia Colombiana de la Compañíia de Jesús Pontificia Universidad Javeriana, 8-10 de mayo de 1991.
sabiduría y de ciencia, con énfasis en la interpretación literaria de los grandes de Grecia y Roma, y en el arte de altos genios. Inquietud que influyó profundamente en todos los dominios del pensamiento y, poco a poco, en la fe. Su gran novedad fue la de fundar por vez primera una cultura general, una guía del pensamiento y de la vida para llegar a la realización más alta de la carrera humana. El Humanismo renacentista que había amanecido en Italia a finales del siglo XIII se fue desarrollando prodigiosamente. Centró sus energías en el estudio de la cultura helénica y en la literatura grecolatina, más desde el punto de vista estético y literario que filosófico. Sus temas básicos comprendían el problema de la felicidad y de la dignidad humana, la educación y el hombre en concreto como centro del mundo, prescin-
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diendo de su inclusión en abstractas categorías universales. De esta manera se oponía a la Escolástica, a la filosofía natural y a Aristóteles conocido entonces superficialmente. Y el Humanismo se difundió de modo prodigioso por doquiera y conquistó las Universidades. Propugnaba, además, con la enseñanza de los clásicos, el cultivo de las facultades del ser humano para acercarlo a un ideal arquetípico que creía realizado en la antigüedad grecolatina. Humanismo Clásico era —y es—, entre muchos aspectos, el conocimiento vital del pensamiento de Grecia y Roma, de su civilización –de la cual desciende la nuestra–, de su arte, de su literatura centrada en el hombre. Humanista era un atributo reservado, por lo general, al hombre culto, feliz de poder utilizar la inteligencia y la razón; al hombre que confía en las potencialidades del espíritu y se muestra inquieto por ser perfectamente humano. Por eso el Humanismo concentró su interés en la difusión de un programa educativo y cultural, basando su actividad en la lectura e interpretación de aquellos autores que llegaron a penetrar e informar la propia vida de los alumnos. Por otra parte, el siglo XV fue para la Iglesia Romana un tiempo de lentas alteraciones políticas e institucionales, junto con una renovación intelectual, moral y espiritual. Fue una época tempestuosa y a la vez crítica agudizada por la lucha encarnizada con la Reforma protestante, que anunció el fin de la ilusión humanista en materia religiosa y en otros dominios. La esperanza de la
unidad cristiana y de la concordia ecuménica se vio frustrada. La ignorancia en todos los medios prevalente era aterradora, y la preparación intelectual del clero tanto regular como secular había, casi en su totalidad, llegado a ser descorazonadora y débil, fuera de que poco o nada se había hecho para disipar semejantes dificultades. II. El Humanismo Ignaciano En este medio histórico que hemos bosquejado, íntimamente enraizado en el espíritu del Renacimiento, nació Ignacio de Loyola, en él se educó y fundó su Compañía. El propio Iñigo admiró mucho tiempo al príncipe de los humanistas, el holandés Erasmo de Rotterdam, a quien encontró en Barcelona y cuyo libro De milite christiano (De un caballero cristiano) leyó en latín “con toda simplicidad” –dice Rivadeneira–, aconsejado por hombres letrados y píos. Solo que “con su lectura se le comenzó a entibiar su fervor y a enfriársele la devoción, con tal daño de su espíritu que terminó por echar el libro de sí”. Más los escritos de Erasmo, sospechosos pese a sus méritos literarios, abrirán una inquietud en la vida de Ignacio, pero nunca censuró expresamente al autor, acaso porque no lo conocía lo bastante y no le parecía lanzar una condenación teológica sin haberlo estudiado con seriedad. Con todo, en las Constituciones se ve que alude a él sin mencionar el nombre: “En general... aquellos libros se leerán que en cada facultad se tuvieren por de más sólida y segura doctrina...”, escribe, y en seguida añade:
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“Aunque el libro sea sin sospecha de mala doctrina, cuando el autor es sospechoso, no conviene que se lea; porque se toma afición por la obra al autor; y del crédito que le da en lo que dice bien, se le podría dar algo después en lo que dice mal. Es también cosa rara que algún veneno no se mezcle en lo que sale del pecho lleno de él” (Const. 465). Cuando Ignacio fundó la Compañía, en un principio los objetivos de la naciente Orden fueron extremadamente sencillos y prácticos. Basados en su experiencia en tres países, los Padres se convencieron de que nada era más necesario a la Iglesia de Dios que la instrucción de los niños en los elementos de la fe, y a ella debían consagrarse. Porque en su forma más primitiva la Compañía de Jesús no aceptaba sino hombres ligados por un voto solemne de ir, apenas lo supieran, a donde el Papa los quisiera enviar. Hombres así comprometidos no podían evidentemente dedicarse a un trabajo regular educativo con residencia fija. Estos se llamaban los “profesos”, que no podían ser más de sesenta según la bula Religioni militantis Ecclesiae de 1540 (número que fue ampliado en 1544). En consecuencia, en los primeros esbozos de las Constituciones no se proveyó sino a la enseñanza de la religión cristiana a los niños y a los rudos “y a cualesquiera otros” (MHSI, Const., vol. I, págs. 16-20). Es que, en el concepto del Fundador debía ser “un escuadrón de caballería ligera que se pudiese movilizar rápidamente de una parte a otra con la mayor prontitud”, lo cual sería
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imposible si estuviesen hincados en cátedras. Así en los comienzos, y de la resolución tomada en abril 15 y mayo 23 de 1939 cinco tratan de este punto, y esto comprendido en el voto de obediencia. Más tarde Ignacio considerará la actividad pedagógica tan esencial a la Compañía como la científica y la apostólica de la predicación y la administración de los sacramentos. Y, consecuente con su ideal supremo del mayor servicio de Dios y ayuda de las almas, comprendió el gran servicio que sus hijos podrían prestar a la Iglesia por medio del apostolado educativo, para levantar la moral y el espíritu de aquellas naciones que, siendo católicas, languidecían religiosa y moralmente, pese a que no habían faltado tentativas de renovación católica. Y se persuadió que la creación de los colegios para la educación de la juventud, tanto laica como clerical, era el medio mejor para reformar, rejuvenecer y vitalizar la Iglesia. Llegó a la plena convicción de que el mejor trabajo que la Compañía podía prestar a los hombres en el servicio de la fe, era el estudio, en clima de serenidad, la reflexión profunda y precisa en los distintos campos del pensamiento, y la transmisión acertada de nuestros saberes a los hombres. Había descubierto un apostolado nuevo, una nueva forma no practicada sistemáticamente, una creación de máxima influencia en la sociedad. Así fue cómo en la Compañía de Jesús comenzaron a florecer maestros de colegios y
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universidades, al lado de misioneros itinerantes, de predicadores, confesores, escritores, catequistas. Ignacio no quiso nunca presentarse como reformador de la Iglesia. Fue el propio Pontífice Paulo III quien primero intuyó, al aprobar la Compañía, el destino transformador del nuevo Instituto y de su genial artífice, y mostró su satisfacción a Ignacio y a los compañeros de éste a quienes calificó de hombres providenciales. El proceso, sin embargo, hacia el apostolado educativo fue lento y como forzado por los acontecimientos. Empresa difícil y llena de consecuencias, pero en el siglo XVI no se podía aportar remedio más eficaz a las tremendas calamidades del tiempo, a ese momento atormentado de la Iglesia, que la educación cristiana hacia una ciudadanía madura, tenaz e intelectualmente brillante en el mundo en que vivía esa Juventud. Los primeros jesuitas sintieron una real pasión por las Universidades, la máxima creación del genio católico medieval. Ignacio mismo ensayó fortuna en tres de ellas — Alcalá, Salamanca y París—. Esta última, “la madre común de todas las modernas universidades del norte, el reconocido manantial del conocimiento que regó todo el mundo cristiano”1. Lo impresionó de manera indeleble, y de ahí en 1540, antes de que 1
RASHDALL, M., The Universities of Europe..., Vol. pág. 546.
existiera la Compañía, él destacó y formó el primer núcleo de futuros jesuitas. De ellos desprendió tres nombres en 1542 para comenzar el notable colegio de Coimbra, centro famoso de estudios en Portugal, que se convirtió inmediatamente en semillero de grandes misioneros, y en el corto espacio de seis años proporcionó a San Francisco Javier treinta y dos de sus compañeros de trabajo. De modo que cuando Ignacio elaboró las Constituciones de su Orden, al legislar sobre materias pedagógicas, fue esta una de las partes más extensas y trabajadas, con gran riqueza de por menores. Habían precedido profundas deliberaciones y largo tiempo de oración. El Fundador trazó además las líneas generales de la organización escolar, que eran las del Humanismo Cristiano, las del método de enseñanza al estilo de París –mos parisiensis–, las de los ejercicios literarios para la formación intelectual y las de los medios pedagógicos de trabajo. En una palabra, sembraba los gérmenes de aquellos principios que guiarían la futura Paideia jesuítica que sería tan esencial a la Compañía de Jesús, como la científica y la apostólica de la predicación y la administración de los sacramentos. Los hijos respondieron al anhelo del Fundador. Las Congregaciones Generales de la Orden consideraron, como una obra característica suya y uno de los ministerios más dignos y de provecho más universal, el de “enseñar a los prójimos todas las materias coherentes, de modo que
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mediante ello “fueran” excitados al conocimiento y al amor de nuestro Creador y Redentor”2. Un siglo después de la muerte de Ignacio, acaecida en 1556, los jesuitas eran saludados por doquiera con el título de “maestros de Europa”. A ellos mismos el profesor inglés Gilbert Highet, no católico, en un reciente libro los coloca “entre los más grandes pedagogos de la historia del mundo”3. Y comenta: “Los jesuitas tienen muchos enemigos, pero nadie se ha atrevido nunca a afirmar que no sepan enseñar”4. Solo que esta fama no se improvisó. Ellos, en el siglo XVI compusieron una guía para educar conforme a un sistema escolástico y pedagógico peculiar. Se la denomina Ratio Studiorum, que es una abreviación del nombre oficial Ratio atque Institutio Studiorum Societatis Jesu (Método y sistema de estudios de la Compañía de Jesús). Ella modeló la cabeza de miles de personas doctas y formó maestros promotores de las ciencias humanas, Ella dio uniformidad a los estudios humanísticos, de manera que las mismas gramáticas latina y griega, los mismos textos de Retórica, los mismos autores de Grecia y Roma se enseñaron en Alemania, Polonia, Hungría, Francia, España, Italia y más tarde en las pampas, sabanas fértiles, selvas y pueblos de América; en el Ganges, en África y el Lejano Oriente.
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Ratio Studiorum, Reg. Prov., 1.
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The Art of Teaching, pág. 197.
4 Ibid., pág. 224.
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III. La Ratio Studiorum San Ignacio inicialmente quería que el mayor número de sus socios viviera en “casas profesas” y se ejercitaran en los ministerios sacerdotales, y que sólo unos cuantos se ocuparan en los seminarios. Con el tiempo, en vida todavía del Fundador, la situación se invirtió. Se establecieron pocas “casas profesas” y, en cambio surgieron muchos colegios casi todos para externos. Ignacio pensó inicialmente aceptar como candidatos a su Orden sólo jóvenes formados; pero el ingreso de estos fue escaso y tuvo que admitir a muchos que aún no habían terminado sus estudios. Pero quiso que, antes de las disciplinas eclesiásticas, profundizaran en las letras humanas, en particular en las griegas y latinas, previo naturalmente el conocimiento serio de las respectivas lenguas clásicas. Y para acabar la formación humanística académica los envió a varios centros universitarios. Más aún, por mayor comodidad de los escolares, estableció residencias donde se alojaran cerca de la Universidad para asistir a las clases sin pérdida lamentable de tiempo. A poco, empezaron a reunirse a fin de repasar en común los estudios y, en algunos casos, al comenzar a aparecer cátedras privadas, se originaron los collegia domestica (1539-1545) dedicados todavía a la formación de los Socios. Pero pronto se dio cuenta Ignacio de que esto no era suficiente sino que hacía falta aprender a enseñar y practicarlo. Y muchos estudiantes no jesuitas a quienes no podían cerrársele las
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puertas, pidieron se les permitiera asistir, a esas clases como, en efecto, lo determinó el Fundador. Apareció con esto lentamente la enseñanza a externos. Así se hizo en el de Gandía (1545) en España, en el de Mesina (1548) en Sicilia y en otros más tarde que se abrieron a seglares. Los inesperados frutos de aquellos dos colegios confirmaron a los fundadores en la bondad del proyecto y dieron oportunidad a que Ignacio presentara la organización de uno que sirviera de modelo, tanto por sus fines como por su método académico, a muchos que se fundarían más tarde; porque luego él mismo hasta su muerte (1556) no dejó de fundar escuelas interrumpidamente. En los nueve últimos años de su vida creó treinta y nueve centros —entre ellos Palermo, Nápoles, Salamanca, Alcalá, Valladolid, Lisboa y Viena— y dejó aprobada la fundación de seis más.
cialmente, en sus establecimientos educativos, la educación cristiana de la juventud y la filial obediencia a la Iglesia. De ahí la urgente necesidad de una preparación teológica, filosófica y literaria de la juventud, que sólo es un instrumento para su formación religiosa, intelectual y moral. Y tal enseñanza tenía que estar profundamente enraizada en el espíritu del renacimiento cuya característica era el humanismo. Los jesuitas quisieron bautizarlo en su pedagogía, despojarlo de tanto espíritu mundano, infundiéndole un marcado sabor católico y señorial; para ello se basó —con el propio Renacimiento— en la antigüedad grecolatina, cuyas letras mantuvo palpitantes desde mediados del Siglo XVII.
Fue el Colegio Romano, establecido en 1551 para letras, y dos años después para filosofía y teología el que presentó el plan primitivo de organización completa, del cual son indicio las Constituciones Collegierum del P. Juan Alfonso de Polanco, secretario de la Compañía y, que no pudieron llevarse a cabo por falta de experiencia. El Colegio Romano resumió y proyectó, perfeccionándolo, el mos romanus —método jesuitico de enseñanza—.
Las Constituciones recogieron en la Parte IV (diecisiete capítulos) los principios primordiales directivos que regirán la Orden, y que pueden metodológicamente reducirse a la adaptación del sistema prevalente en las grandes Universidades Católicas, en especial la de París —mos parisiensis que no dejaba ninguna materia importante sin esclarecer, delimitaba con exactitud los programas de los profesores, obligaba a los estudiantes a asistir a clase, preveía repeticiones y ejercicios escolares, fiado en los ideales humanísticos del Renacimiento en lo tocante a los estudios literarios.
Los Colegios de la Compañía en Europa nacían en una época crítica para la Iglesia Católica: el Renacimiento estaba en su apogeo y la Reforma Protestante se propagaba en Europa. Los jesuitas buscaron esen-
Tal era la exigencia de la época en que Ignacio y sus primeros compañeros estudiaron. Sin omitir el método escolástico en las ciencias eclesiásticas con oportunas adaptaciones. Desde el punto de vista pe-
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dagógico, pues la Compañía unía el desarrollo armónico de la educación intelectual con la moral, valiéndose de los resortes humanos y también de los espirituales de la religión; mientras en el orden ideal, en los proyectos para una Universidad, siguió siendo la teología la reina de las ciencias como Facultad suprema. A ella era menester dirigir las inferiores, o recibir de ella normas, las colaterales. El incremento del número de colegios hizo más patente cada vez la necesidad de un sistema uniforme de enseñanza, en cuya redacción pondrán mano los hombres más notables y los más sabios profesores con que ya en los primeros tiempos contaba la Compañía. De esto se ocuparon los PP. Jerónimo Nadal en Mesina y en otros colegios de Europa, y Santiago Ledesma en el Romano con varios proyectos. San Francisco de Borja formuló (1569) algunas directivas, y delegados de los Generales dejaron ordenaciones particulares en las provincias. El memorial del P. Juan Maldonado, español, visitador de Francia (1579), supone la existencia de una Ratio de por lo menos cinco capítulos, que comprende las reglas del Prefecto de Estudios, Profesores de Clases, Correctores y de los Estudiantes Jesuitas. El P. Claudio Aquaviva, por encargo de sus electores en la IV Congregación General, preparó (1581) un diseño con el objeto de definitivamente los métodos educativos de la Orden y organizar los estudios. Dos comisiones de diez
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hombres de ciencia: la primera de España, Portugal, Bélgica e Italia, y poco después otra de seis miembros de España, Portugal, Francia, Austria, Alemania e Italia, prepararon la primera Ratio Studiorum (1586), que se dividió en dos partes: una sobre las normas que deberían seguirse en teología en cuestiones disputables —de opinionibus selegendis, la otra eran sugerencias concretas para el ordenamiento y programas de las clases —de scholarum administratione—. Se envió a las provincias para su examen. Con base en las observaciones que se hicieron —de la primera parte porque “contenía muchas proposiciones contrarias a la doctrina de Santo Tomás e imponía otras sin razón suficiente”, y de la segunda que exigía, después de minucioso examen, una “total refundición”— se compiló en 1591 la segunda Ratio en la cual “estaban satisfechas todas las exigencias legítimas y conciliado las necesidades diversas”. Esta edición era más amplia, más teórica y acompañada de lecciones para las escuelas de humanidades. Se remitió esta vez “no ya como plan que discutir, sino como norma que seguir”. Se aplicó tres años. Los resultados obtenidos de la experiencia y las sugerencias del caso se remitieron a Roma. Tras nuevos exámenes se preparó un tercer texto definitivo más breve en forma de reglas. Impreso en 1599 se promulgó con fuerza de ley en todos los colegios de la Orden. Así nació la Ratio Studiorum que los entendidos califican de “norma sapientísima, justamente reputada como uno de los más importantes monumentos
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de la Pedagogía, y cuya eficacia, está comprobada por varios siglos de magnífica experiencia”5. Era el fruto de cincuenta años de continuo trabajo y repetidas experiencias docentes en toda Europa, en que el ingenio y dedicación de estos religiosos logró desde el principio desarrollar una pedagogía, y codificarla sabiamente de modo que les permitió establecer la organización escolar más amplia y original de su tiempo. En ella habían colaborado los más insignes varones de la Compañía, desde Laínez, Nadal, Ledesma, Maldonado a Suárez, Belarmino, Azor, Benci, Tursellini, Tuci.., y por ella se regirán los doscientos noventa y tres colegios que la Compañía había fundado en sus primeros cincuenta años de existencia. Fue entonces cuando aparecieron los Colegios de Humanidades como entidades distintas y sólidamente constituidas. Este método se siguió en París y aún en otras Universidades europeas. Como la edición de 1599 no debía ser un tratado teórico, no se empieza con disquisiciones preliminares sobre pedagogía, ni de teorías abstractas: desde la primera página, se presentó en forma de reglas relacionadas con el método de enseñanza que, por estar centralizada en la autoridad, se subordinaba a los Provinciales respectivos. En las ordenaciones de estos, por ejemplo, miran al gobierno complexivo, a la formación de los profesores y a los que han de sustituir a los que van dejando de serlo; a la vigilancia de 5 SALAZAR, J.A., ORSA, Los estudios eclesiásticos..., págs. 345-346.
la doctrina que se ha de seguir; a los métodos, censos, oyentes, textos y subsidios didácticos, bibliotecas, promociones, exenciones de asistencia, exámenes, vacaciones. Por su parte, las reglas de la Ratio sirven para convencerse de que los alumnos están seguros de lo que están haciendo lo que deben hacer y por qué lo hacen, lo cual ayuda a formar hombres de gran poder de voluntad y larga visión de los asuntos que tienen entre manos. La reglamentación es tan adecuada que, sujetándose a ella, no se cortan los vuelos, iniciativas u originalidad de los talentos más sobresalientes, pero hasta un maestro mediano llega a obtener óptimos resultados. En todo el conjunto de estas disposiciones hay siempre un párrafo inicial que señala los objetivos espirituales, pedagógicos, didácticos y se siguen prescripciones particulares sobre maneras, programas, ejercicios y repeticiones. Caracter y contenido La Ratio es un documento de índole eminentemente práctica, plena de madurez. Para el fin que se pretende se escogen medios los más apropiados, se maneja un reducido número de verdades muy fecundas que se siembran en el alma a base de repeticiones y de actividad personal sin que se apague la iniciativa del individuo, sino que más bien la estimulan. La estructura pedagógica ignaciana tiende al desarrollo integral y armónico del hombre. En el plan de
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estudios las Letras Humanas, por ejemplo, se preceden a las Artes o Filosofía y está a la Teología, y más tarde al Derecho y a la Medicina. Todo según la subordinación que parece más natural: de manera que los conocimientos literarios (cinco años), que participan del complejo humano sensible-racional, precedan a los filosóficos (tres años), los cuales suben a la esfera de lo puramente intelectual, y estos a los teológicos, que “se remontan a la especulación de las cosas que trascienden la razón humana y se fundan en la Revelación Divina. Y, paralelamente, se comienza por el ejercicio de aquellas facultades que en el niño son las primeras en desarrollarse, cuales son la memoria, la imaginación y la sensibilidad, aunque valiéndose de todas ellas para favorecer el desarrollo de la inteligencia; se atiende luego preferentemente a desarrollar en toda su plenitud la fuerza intelectual por medio del raciocinio, que recae ya sobre ideas abstractas; y, como coronamiento de todo, se ilumina la razón con la luz que viene de lo alto a la contemplación de un mundo sobrenatural que a la vez la ilustra, la dignifica y la mejora en su ser humano”6. No olvidemos que tratamos del siglo XVII cuando aún no se había especializado tanto la ciencia del hombre, cuando éste era más humano, si podemos afirmarlo crudamente. Por eso la Ratio busca la “perfecta unidad mediante ese procedimiento que los pedagogos modernos llaman
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CAYUELA, AM., Humanidades Clásicas, pág. 505.
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método de concentración” de las materias que estudian los alumnos?7. La manera típica de la Ratio, descrita muy por menudo en las reglamentaciones que la componen, se puede compendiar, primero en dividir los estudiantes, según la edad y aprovechamiento, en maiores, provectiores, rudiores (mayores, medianos, menores y mínimos); luego, en ubicarlos con un solo profesor e impedirles vagar de clase en clase; en tercer lugar, en organizar repeticiones periódicas y discusiones públicas; cuarto, en hacer perder a la docencia su carácter de conferencia para dar paso a un trato más directo con el alumno, de manera personalizada; quinto, en poner especial cuidado porque el discípulo lea e imite a los autores de los Siglos de Oro de la Literatura Clásica grecolatina; y, finalmente, en promover para los de afuera solemnes actos públicos y otras manifestaciones literarias, filosóficas o teológicas en que profesores y alumnos pronuncian discursos, conferencias y recitaciones latinas. Para los ejercicios esenciales de las clases de letras es necesario el conocimiento y uso práctico de la gramática griega y la latina. Para ello se comienza con la prelección (praelectio) en los grados inferiores; esta equivale primero a una lectura inteligente por parte del profesor por ser la mejor introducción para comprender el pasaje que se va a explicar. Sigue luego en latín una paráfrasis o resumen del contenido, indicando
7 Ibid., pág. 506.
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su trabazón con el conjunto de la obra, y la traducción en lengua vernácula. Viene después la explicación reflexiva para hacer comprender a fondo el texto original, pasando a la interpretación del autor con el desarrollo lingüístico-gramática y prosodia a propósito de los textos leídos, sentencias notables dignas de ser tenidas en cuenta preceptos de retórica, de poesía y estilo, según los casos se vayan presentando. En todo debe buscarse penetrar en el alma del modelo a fin de sorprender los más delicados matices de sus sentimientos, percibir la propiedad de la forma con que ha dado cuerpos a sus afecto a y sentir hondamente el conjunto de belleza creado por los genios. Y un paso final, lo que se llama eruditio que son los detalles históricos, éticos, religiosos, sociales, políticos. Pero es tarea asimismo insustituible ir formando el estilo, según las normas de los mejores escritores antiguos, por medio de variadas composiciones en prosa y verso, sin omitir algo muy importante, la manera de tratar sistemáticamente el texto o la explicación desde todo punto de vista, como medio excelente de conseguir seguridad, perfeccionamiento y compenetración lo más perfecta con el modelo. No es extraño, pues, que la manera pedagógica de los jesuitas excitase desde entonces la admiración de muchos grandes personajes y conoce la confianza de las familias y de la sociedad. El célebre Rogerio Bacón comentaba: “En asuntos de pedagogía bastaría decir brevísima-
mente: “Accude tú a los Colegios de los jesuitas, porque nada mejor existe hoy día» (Ad paedogogiam quod attinet brevissimun foret dictu: Consule Scholas Jesuitarum: nihil enim quod in usum venit his melius)8. El resultado espontáneo de esta formación pedagógica se vio encarnado en una brillante tradición humanística. El mismo Ignacio creía –y así se lo enseñó la experiencia personal y de sus primeros compañeros de París– que el estudio de las letras humanas en diversas lenguas, especialmente clásicas, era el fundamento y la más sólida preparación para las Facultades Superiores en las cuales este es el método más apropiado, equivalente a lo que los alemanes llaman Vorlesung y los ingleses Lecturing. Mas la sola lección no basta: lo más característico de la formación intelectual de la Ratio es la importancia excepcional que tiene la continua actividad del alumno en las repeticiones, concertaciones, academias, círculos, sabatinas y mensuales, elementos a los que tanta importancia, y con razón, les da la pedagogía moderna. “En los adolescentes, que parecen iguales todos, dice la Ratio, hay que detectar el carácter real oculto tras las apariencias exteriores. Y, descubiertas las diferentes capacidades de los discípulos, el maestro deberá en lo posible, dentro del plan, adaptar sus enseñanzas a tanta variedad”. Lo cual no era común en la época,
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Cit. por Cayuela, o.c. pág. 507 n. 10.
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y fueron los jesuitas quienes lo implantaron. Ignacio de Loyola tomó lo mejor de la civilización medieval y del Renacimiento, y lo integró en un todo. El meollo de la educación jesuítica de ese tiempo buscó equiparse por su calidad a la impartida por las mejores universidades europeas. Por eso, la lectura de las minuciosas reglas contenidas en el código pedagógico de la Compañía de Jesús ha llevado a no pocos historiadores de la educación a concluir que muchos de los sistemas modernos de prácticas y los llamados seminarios, no son más que una adaptación de los principios de la Ratio. Con unas diferencias notables: muchos de los promotores de las nuevas escuelas son positivistas, mientras que los jesuitas, con la Iglesia, fundan su pedagogía en la ciencia, la experiencia, y, sobre todo, en las verdades de la fe y la razón. Se dirá, sin embargo, que la Ratio pudo ser original y nueva en su tiempo, y que hoy no nos dice cosa que ya no sepamos. Porque las experiencias intentadas por los Jesuitas han dado sus frutos; ya quedan atrás. Además, con el desarrollo de los estudios psicológicos y médicos las ciencias de la educación se han enriquecido con recientes observaciones. Respondemos que muchas observaciones pedagógicas de ahora ya estaban en la Ratio añadiendo que entonces se insistía, en la práctica, en que los discípulos no fueran meros receptores sino que hubiera docencia correspondida, y que los maestros se interesaran personal-
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mente por cada estudiante, para que la educación se adaptara a la psicología y edad de los individuos. Eran principios que innovaron en el campo de la enseñanza y de la educación y, que, naturalmente, fueron evolucionando según las circunstancias. En la parte literaria, por ejemplo, tuvieron presente el ide humanístico en cuanto de positivo habían producido en Italia y el exterior las nuevas corrientes. Se atuvieron, como hemos dicho, al método parisino de clases con programas fijos y metas establecidas que alcanzar, dejaron que el profesor de humanidades y de retórica siguiera iniciativas originales, aunque moderadas, a fin de evitar los excesos propios del carácter italiano. Más la Ratio no se estancó. Con el tiempo quiso dar una orientación más unitaria, y así subordinó el griego al latín, y pensó que la lengua vernácula, la historia y la geografía eran aportes indispensables para mejor comprensión de los autores. Pero, hay más: se propuso conquistar todas las facultades del individuo ayudándose, sobre todo entre los jóvenes, del sentido agonista de la emulación. Más aún, fomentó grandemente el arte del bien decir con recitaciones públicas en prosa y en verso, y con representaciones teatrales que alcanzaron una importancia altísima. Por otra parte, se esmeró en hacer sobresalir a los mejores alumnos con la ayuda constante de las academias y la consagración a un estudio personalizado sin descuidar las composiciones diarias, miró a la formación del carácter y a una vida cristiana práctica por medio de las
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Congregaciones Marianas, que se convirtieron enseguida –hasta hace poco– en el alma de los colegios. Como se ve, la Ratio atiende preferentemente a la educación formal del alumno, fijándose en el hombre integral desde todos los puntos de vista, porque “se ubica en torno a las ingentes posibilidades de que está dotada la persona humana. Todo su desarrollo lo proyecta a la perfecta realización de mismo pero dentro de dos coordenadas: la inserción en la sociedad en la que está inmerso por una parte, y la apertura y búsqueda de lo trascendente, por otra”9. La Ratio, conforme a la mentalidad y a las necesidades de la época, consiste en la formación humanística con todos los medios que para ella se requerían. De ahí que los preceptos y métodos se enfoquen al trivium y uadrivium, elementos básicos de tal educación. Ella es también la clave de paideia jesuítica de entonces, y casi a la letra el método de nuestros tiempos, dondequiera: sino que hoy se desconoce el texto, aunque inconscientemente se practica con terminología moderna. Hoy la tecnología y el cientifismo ocupan el puesto que las Humanidades tenían hasta el Siglo XVIII. El hombre, sin embargo, debe aprender a desarrollar sus cualidades esenciales, a ser hombre y vivir como tal, que es el objeto del Humanismo. Para ello ha de saber cómo vivieron los de otras edades a través de la historia,
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DEL REY, J., S. J., La pedagogía en la Venezuela hispánica, pág. 23.
conocer las huellas que dejaron en monumentos escritos o esculpidos. “Nadie que conozca la Compañía de Jesús —afirma Juvencio en la introducción a su Método— podrá poner en duda la estima que siempre ha tenido ésta del estudio de las Humanidades. Y ciertamente juzgando, como verdad, que la educación de los jóvenes es una parte principal de su trabajo, no puede desatender el cultivo de aquellas materias que forzosamente están unidas a dicha educación” y añade una razón muy oportuna para acrecentar la diligencia en avivar la afición por los estudios literarios Y filosóficos: el que exige mucho trabajo y mucho esfuerzo, “trabajo y esfuerzo que, si no reciben de día en día nuevos estímulos, languidecen sin remedio”. Pues su objeto es desarrollar en armonía todas las facultades, para que pueda más tarde dedicarse a una profesión particular y especializada. Por eso abruma al discípulo en los comienzos con multitud de disciplinas diversas e independientes enseñadas por distintos profesores, cada uno de los cuales dará, a su manera, algo diferente. Nadie, entre los hombres, es el profesor ideal: todos pueden ofrecer, quien más, quien menos, enfoques diferentes. Adaptaciones La época de Ignacio se caracterizó como la nuestra por cambios culturales profundos. La sociedad a que se abría tal época y en la que debía sembrarse el fermento del Evangelio tenía que responder antes a exigencias peculiares de
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integración cultural. Se estaba formando una nueva cultura, un nuevo humanismo dependiente todavía de determinados valores heredados del mundo pagano de Grecia y Roma. Nuevas dimensiones y fronteras insospechadas; se abrían paso en el mundo occidental, con exigencias de universalidad que se imponía con el descubrimiento de países desconocidos y continentes extensísimos, y los apóstoles católicos se impregnaban del espíritu de expansión misionera y de evangelización. Y en ese contexto los Jesuitas desempeñaron un papel esencial. Ellos contribuyeron de manera activa a la formación de un humanismo más avanzado, marcado con la concepción cristiana del hombre y de Dios. Más un día malhadado de 1773, presionado el Papa por las cortes borbónicas, suprimió la Orden que había fundado San Ignacio. La actividad entonces de los Jesuitas se vio suspendida. Más en 1814, restablecida por S.S. Pío VII la Compañía y emprendida de nuevo esa actividad docente, la Ratio —como ya se había declarado de manera explícita cuando por vez primera se publicó, respecto a la posibilidad de cambio—quiso adaptarse a las recientes condiciones de la vida intelectual, a las circunstancias de personas y época (que es lo que San Ignacio llama discernimiento): planear y adaptar fueron los pilares de su educación. Precisamente la razón del éxito de los jesuitas como educadores —dice el profesor Highet10— fue la cuidadosa planificación
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de su admirable sistema. Planificar no es un mérito en sí, pero ayuda a evitar pérdidas de tiempo, porque todo funciona como una carrera sin interrupciones improvisadas. En la Ratio por su parte, hay que distinguir el espíritu y la letra. La letra era en parte anticuada, y su tiempo había pasado. La época en que fue redactada la marcó profundamente con su sello —escribe el Jesuita François Charmot—, que se volvió arcaica. Excelente para la juventud escolar del Renacimiento, había dejado de responder a todas las necesidades de los colegios modernos. Ya en el Siglo XVIII parecía anticuada. ¿Se la podría rejuvenecer? La Compañía lo creyó posible a principios del Siglo XIX”11. De manera que la Ratio pudo ser corregida, completada, compuesta sobre un nuevo plan. “En cada país la Universidad del Estado impone programas. Con la Universidad, los Jesuitas parecieron flotar al viento. Pero en realidad, no cambiaron de principios: ellos tenían su concepto de la vida, su forma de educación, sus métodos de pedagogía conformes a la soberana independencia de la fe cristiana. Esto era lo que importaba por encima de todo”12. Así, pues, tan pronto fue restablecida la Orden después de su supresión, trabajó en refundir y adaptar el nuevo texto de la Ratio a fin de ponerla al corriente de las modernas exigencias en punto a 11 CHARMOT, F., S. J., La pedagogía de los jesuitas, pág. 9.
10 o. c., pág. 194.
12 Ibid., págs. 7-8.
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estudios, conforme a lo establecido en los tiempos actuales. En 1820, la I Congregación de la Compañía restaurada por Pío VII, decidió que el Padre General Juan Roothaan nombrara una comisión que revisara el viejo texto con la cooperación de todas las provincias. En 1829 se urgió la otra y en 1832, tras prolijas investigaciones, se promulgó la nueva Ratio. “¿Que podríamos esperar —escribe el Padre General Roothaan— de un cambio radical en nuestro método, si al proceder así hubiéramos soñado en tomar por norma de ese cambio cualquiera de esos planes modernos tan sujetos a perpetua mudanza? Delante de esa vertiginosa sucesión de métodos, como se han venido sucediendo en estos últimos tiempos, algunos entre sí contradictorios, ¿podíamos asegurarnos de dar con una norma segura, estable y acertada para nuestros estudios? ¿Quién, por el contrario, si juzga rectamente, no deplorará lo pernicioso de tantas innovaciones, de donde se han seguido resultados tan dañosos para la Iglesia y los Estados? Si miramos a los estudios superiores, ¡qué falta de solidez al lado de tanto aparato de ciencia! ¡Qué fárrago de erudición indigenista y qué poco hábito de discurrir con exactitud y precisión! Yace por los suelos menospreciado el estudio de la severa dialéctica; y los efectos lamentables los palpamos, bien a costa nuestra... ¿Y qué decir de los estudios inferiores? Toda la preocupación parece puesta en que los niños aprendan un sin fin de cosas
en el mínimum de tiempo y con un mínimo trabajo. ¡Magnífico! Pero con esa nimia variedad de cosas y de asignaturas, que los muchachos paladean unos minutos, sin tiempo para podérselas asimilar, lo que se consigue es aumentar esa turbamulta de jóvenes que se tienen a sí mismos por unos sabihondos, y que por no saber nada de raíz, llegan a convertirse en una plaga para la ciencia y para las naciones. Y, por lo que atañe a esos métodos que tienden a facilitar demasiado el aprendizaje de las Letras, a vuelta de algunas ventajas es innegable que traen consigo el grave inconveniente de que lo que sin trabajo se ha aprendido es imposible se adhiera al espíritu: al revés; se escurre muy pronto lo que cayó como chubasco. Y, fuera de eso, se esconde ahí otro daño de mucho más serias consecuencias, aunque pocos reparan en él; y es que con tan descansados métodos se malogra uno de los frutos más preciados de la educación juvenil, cual es el avezar a los niños desde sus tiernos años a que apliquen seriamente su espíritu al trabajo, por más que les cueste hacerse alguna fuerza; lo cual, de cuánta eficacia sea durante toda la vida para reprimir las pasiones y adquirir dominio de sí mismo, todos los sabios lo han comprendido, y aun el Espíritu Santo lo consignó cuando dijo: Bueno le es al hombre acostumbrarse a llevar el yugo desde su mocedad”13. Informados de nuevo por el mismo espíritu pedagógico, los Colegios de
13 Del Prólogo de la Ratio.
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la Compañía restaurada volvieron a reunir en torno de sí, como en los Siglos precedentes, a la juventud estudiosa, y a producir frutos de sólida formación. Ya en 1827 el Emperador Francisco I de Austria permitía ajustar la enseñanza de los Colegios al método de la Ratio, con cuya dirección se levantó tan rápidamente el crédito del naciente Colegio de Tarnopol, que llegó a contar más de trescientos alumnos. El año de 1866 ascendía el número de colegios a 170, con unos 30.000 estudiantes. Y el General, Padre Pedro Beckx, respondía en 1855 al Ministro de Instrucción Pública de Austria que “no nos creemos (...) tan obligados a seguir servilmente la Ratio que no podamos admitir alguna modificación en las cuestiones que se refieren solamente al método de enseñanza; todo cuanto el verdadero progreso de las letras, todo lo que las circunstancias de tiempo parece que exigen, nuestra Ratio Studiorum puede admitirlo; porque no se parece a un cadáver, antes bien, a un organismo vivo, que encierra en sí el germen de todo ulterior desarrollo”14. Los primeros educadores Jesuitas de los Siglos XVI al XVIII habían sabido aprovechar la riqueza cultural de un floreciente humanismo y de las técnicas pedagógicas más avanzadas de su época, brillantemente representadas por el método educativo de la Universidad de París —modus parisiensis—. Entonces
14 Cit. por P. du Lac, Jésuites, págs. 215 s.
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tenía valor sobre todo para las disciplinas eclesiásticas; ahora empero para las literarias se debieron adoptar los métodos y programas oficiales impuestos por las varias naciones para las carreras científicas e industriales. Otras modificaciones aportarán los Generales sucesivos. Pero las lenguas clásicas continuaron como las disciplinas fundamentales en los colegios, aunque se dio más espacio y dedicación al estudio de la lengua materna, a la historia de la literatura patria y universal, a la geografía, a las ciencias naturales y a las matemáticas, incluso un poco más tarde a los estudios no clásicos, y a ciertas cuestiones modernas cuyo conocimiento era necesario. De manera que en los colegios de los Jesuitas comenzaron a sobresalir maestros eminentes y aprovechadísimos alumnos en la física, química, biología, fisiología, astronomía, geografía y otras materias enseñadas por los Jesuitas conforme a las normas y principios de la ciencia moderna. Objeciones contra La Ratio Los resultados de estos procedimientos se palparon en las encuestas que constantemente se hacían en los colegios y, en la posición preeminente que los Jesuitas ocuparon hasta la Revolución Francesa. Porque al llegar otros tiempos, se suplantó la formación humanística, y contra los métodos pedagógicos de la Compañía se levantaron acusaciones y luchas, dada la restricción en su enseñanza comparada con la nueva amplitud de los estudios
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y de la cultura en general, además de la reacción contra los premios y castigos. Se criticó a los Jesuitas el método de enseñanza como demasiado formal y demasiado mecánico, que en últimas suprimía la originalidad, la independencia de la voluntad y el amor a la verdad por sí misma. Incluso autores católicos sostuvieron que el sistema jesuítico no era favorable al desarrollo de las grandes individualidades, por lo menos entre los miembros de la Orden: pese a los innumerables talentos de primera categoría que ha producido, pese a que su actividad científica y literaria ha sido admirada aún por los enemigos de los Jesuitas, y pese finalmente al ejemplo de sana profundidad y seria preparación para la vida, que se basa en un conocimiento del hombre suficiente para promover un tipo humanístico siempre actual. Los promotores de las nuevas escuelas han hecho a los Educadores del Siglo XIX los mismos cargos que los Jesuitas habían hecho a los de los Siglos XV y XVI. Estos se habían opuesto vigorosamente, y con métodos nuevos, a la rutina de los predecesores con una pedagogía viviente y juvenil, con cuyos caracteres esenciales coinciden precisamente las nuevas escuelas. ¡Y pensar que —ignorando la historia de la Ratio— se llama tradicional, pasiva y de encogimiento una pedagogía diametralmente opuesta a esas concepciones! Es cierto —y así lo hemos reconocido muchas veces— que los descubrimientos y las investigaciones
psicológicas modernas señalan un serio avance sobre los datos sumarios de los Siglos pasados. Pero lejos de entorpecer la práctica de la Ratio, esta ciencia del niño responde a los más explícitos deseos de los educadores de la Compañía primitiva. Porque multiplica entre sus manos los recursos que han de aprovechar por imperativo de sus mismos principios pedagógicos: de lo cual son los primeros en congratularse. De hecho, estas objeciones no indicaban sino que la Ratio, limitada como todo lo humano, debía adaptarse —y lo hizo— a las exigencias nuevas de los nuevos tiempos. Mas la firmeza de los ideales del Siglo XV no se ha debilitado nunca. Ideales que no se basan exclusivamente en las competencias de las clases, o en el interés por un premio o en la, imposición o mitigación de los castigos. Eso no era lo esencial. Heroico ha sido el tesón de la Compañía por mantenerse fiel a su tradición humanística en medio de un ambiente hostil como el de hoy de parte de unos, y de glacial indiferencia de parte de otros. Terminemos con un breve comentario: Si, en cuatro siglos, el número de grandes hombres formados por un sistema educativo puede ser tomado como criterio de su mérito, este puede ser exhibido por la Compañía. Pues no fueron solo Religiosos de la Orden los que sobresalieron, lo cual para muchos sería de menor importancia, sino también Seglares eminentes en todas partes del mun-
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do y en los más variados campos de las ciencias, como —entre los más geniales—: los poetas Pedro Calderón de la Barca, Torcuato Tasso, Juan Bautista Poquelin, llamado Moliére, Carlos Goldoni; el trágico Pedro Corneille; los conocidos oradores sagrados Jacobo Benigno Bossuet y Luis Bourdaloue, jesuita este último; el novelista romántico Honoré D’Urfé; investigadores y sabios como Galileo Galilei, Jorge Luis Leclerc de Buffon. Ludovico Antonio Muratori; el filósofo, físico y geómetra Renato descartes; el filósofo político Carlos de Secondat, barón de Montesquieu; hombres de estado como el cardenal Richelieu; el polígrafo, filósofo racionalista, combativo político y crítico mordaz Francois Marie Arouet, llamado Voltaire; y, finalmente, para no hacernos interminables, dignatarios de la Iglesia como Benedicto XIV el papa “más ilustrado de todos”, y muchos más en el campo de la música, de la filosofía, de la medicina y demás ciencias de la salud, la economía y la política. Por otra parte, la actividad científica se ha encarnado en numerosos miembros de la Compañía de Jesús. Ahí tenemos en los viejos tiempos –para limitarnos por ahora a los Jesuitas-, cuando aún florecían los estudios gramaticales de la Ratio, muchos nombres superiores como los humanistas Manuel Alvarez, Horacio Tursellini, Francisco Pomey, el astrónomo juan Baitista Riccioli y tantos otros. La Gramática del primero llegó a ser casi universalmente usada como texto, a más de los comentaristas de los clásicos al estilo de La Cerda, Pontano, Jouven-
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cy, La Rue, Cyne, Abraham para los latinos y de Aponte y Arévalo para los helénicos. Junto con ellos, en los diversos campos de la cultura, antiguos y modernos, orientalistas y autores de obras de filología comparada como Hervás y Panduro, Beschi, Picci, Premare y Gabil; preceptistas y maestros de teoría literaria como Cipriano Suárez, Colonia y Judde, cuyos libros se han tomado en Europa como tipo de la “retórica del colegio y literatura jesuítica”; Aler quien, para facilitar la composición de versos latinos, ideó el primer Gradus ad Parnassum. Apenas ha habido, ramo de la literatura en que no se hayan ejercitado los Padres de la Compañía y a veces con fama universal. Todos ellos formados en la Ratio. De igual manera, frutos de esta “paideia”, florecieron en teología talentos tan inmensos como Laínez, Molina, Vásquez, de Lugo, Canisio, Belarmino, por no hablar sino de los alejados de nuestros días; y matemáticos y peritos en las ciencias naturales como el jesuita alemán Christopher Clavius —el “Euclides de la época”—, autor principal de la reforma del calendario de Gregorio XIII; sin olvidar a otros célebres astrónomos: Grimaldi, Schneider y Secchi; ni al renombrado polihistoriador Atanasio Kischer, ni a Boscovich, físico ilustre; Harduino, excelente crítico, que en muchos aspectos se adelanto a su época; y Petavio, el padre de la teología positiva, historia y dogma y sobresaliente cronólogo; los bolandistas, en tiempos más recientes, cuya
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obra monumental continúa elaborándose…. Y, para no omitir otro hecho de importancia, cuando en España el marqués de Villena concibió la idea en 1713 de crear la Real Academia de la Lengua, de los ocho literatos iniciales que prestaran su concurso y trabajaron en la elaboración del primer Diccionario de Autoridades, dos eran Jesuitas, los Padres Bartolomé Alcázar y José Casani; y el único léxico de terminología tpécnica que de antiguo teníamos eran los tres tomos del Jesuita Esteban Terreros y Pando, fallecido en 1782, que se titulas Diccionario Castellano en las Voces de Ciencias y Artes;
y sin correspondientes en las Tres Lenguas Francesa, Latina e Italiana, (1768-1793). El sistema jesuítico que había recogido la herencia del Humanismo universal, y cuyas dos cualidades predominantes eran la Unidad y la Variedad permaneció en todo su vigor en los Colegios y Universidades de la Orden hasta la supresión de la misma (1773), con pequeñas añadiduras parciales (160) y adaptaciones en los tiempos modernos. Por él se ha educado buena número de alumnos de la recién descubierta América hasta nuestros días. La Ratio Studiorum tenía razón.
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SANTAFÉ EN EL SIGLO XVII VISTA POR UN JESUITA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Sean las primeras palabras de este discurso la expresión más sincera de gratitud a la Academia Colom biana de Historia y a cada uno de sus eruditos miembros. La gentileza de todos en haberme escogido entre tantos valiosos talentos, me compro mete más con la Corporación y me obliga a esmerarme en el cultivo de la ciencia histórica; máxime cuando el sillón que me corresponde ocupar fue ennoblecido en estos últimos años por el Dr. Lucio Pabón Núñez, coterráneo y amigo, gran señor de las letras, varón de portentosa capa cidad mental, hombre recio y sólido en sus ideas, ciudadano benemérito de acrisolada pulcritud, honradez moral y espiritual sin tacha, cuya *
Discurso de posesión como Miembro de Número en la Academia Colombiana de Historia, 7 de abril de 1989. En Boletín de Historia y Antigüedades No. 765, abril-mayo-junio de 1989.
tempestuosa existencia se batió en el atormentado escenario de la po lítica nacional y en la cultura. Pabón Núñez ha sido una de las vidas más interesantes y uno de los más controvertidos parlamentarios de los últimos tiempos. Se distinguió por su acervo cultural humanísticocris tiano, por su castiza obra li teraria y su producción histórica que lo llevaron a las Academias de Historia y de la Lengua, en su más alta distinción. Nacido en Convención (N. de S.), hizo sus primeros estudios en la es cuela de Villa Caro, de donde pasó en Ocaña al Colegio que fue regentado por los Padres Jesuítas. Su infancia fue modesta y laboriosa y tuvo que enfrentarse a la vida muy temprano, pues murió su padre cuando ape nas el hijo con taba catorce años. El bachillerato lo término en San
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Bartolomé y estudió luego Ciencias Como político desempeñó los Mi Jurídicas y Económicas en la Univer nisterios de Educación, de Guerra, de sidad Javeriana. Gobierno, y ocupó en seis ocasiones una bien ganada curul en el Senado, Desde adolescente reveló un gusto cuatro en la Cámara, una en la Asam especial por las letras, por el perio blea de su Departamento, del cual fue dismo, la política y la historia. Como Gobernador, donde tuvo que superar periodista se prodigó, aguerrido y desveladas tribulaciones; cargos en combativo, tanto en la Provincia como fin de tremenda responsabilidad que en la Capital de la República. Dirigió despertaron vituperios y alabanzas en Ocaña “Juventud” y “Correo del e incomprensiones amargas que su Norte” y en Bogotá “Afirmación Con peró con valentía. La adversidad, la servadora “ y las páginas literarias de resignación y el honor hicieron más “El Siglo”, dirigido entonces por el Dr. aflorar en él aquella sentencia de la Laureano Gómez, quien lo distinguió Imitación de Cristo: “No eres más con su amistad. Colaboró además en porque te alaben, ni menos porque diversas publicaciones nacionales y te vituperen”. extranjeras, tales como en Madrid Cuadernos Hispanoamericanos,Ya, Como hombre de letras fue un in Agencia periodística Logos, y algu telectual prolífico. Dejó más de veinte nas más. obras de castizo lenguaje, ritmo nu meroso, fluidez estilística y sentido Pero no olvidó nunca a su patria estético propios de un prosista de los chica y a ese legendario rincón de más finos quilates. Apasionado por la los Hacaritamas. Como escritor filosofía perenne y las ideas políticas terrígena rescató los valores de su derivadas de la cultura occidental, olvidada provincia y de los Autores fue admirador como pocos de Don Ocañeros, que hizo revivir en edi Quijote, Sancho y otros personajes ción espléndida. Ocaña recordará cervantinos. La antítesis genial y tan siempre que un hijo suyo generoso humana de la idealidad frente a la escribió sobre ella páginas que res utilidad y al egoísmo, la ilusión y la petarán los siglos. realidad, la alegría y la tristeza, juego sublime de luces y de sombras —el Como profesor universitario con hidalgo y el escudero— fue el tema vencía la erudición sapiente de sus que escogió para su ingreso a la Aca enseñanzas en la cátedra bolivariana, demia Colombiana de la Lengua. Y, en Derecho Internacional Público, en pese a haber sido tema tan trillado, Sistemas Políticos Contemporáneos se aventuró a tratarlo —y aquí cito y en Sistemas Parlamentarios. Como un párrafo de Lucio para saborear parlamentario figuró Pabón Núñez su estilo—, se aventuró, digo, contra entre los oradores más seguros cuya viento y esperanza “porque, aunque voz se percibía vibradora mientras sea nuestro caletre más pobre que el combatía. Como diplomático repre de los críticos de antaño, don Qui sentó al país en Europa y en América jote es hoy más grande que cuando, del Sur con la dignidad y prestigio armado de punta en blanco, salió de que nunca lo abandonaron. la imaginación de Cervantes, más
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rico de toda la riqueza de experien cia y aven turas que ha adquirido en trescientos años de correrías por los campos ilimitados del espíritu humano”. Este ensayo magistral se centra en Sancho o la exaltación del pueblo español, y presenta un escudero revaluado, tal como su amo hubiera querido que fuera, con todas las vir tudes históricas: del pueblo hispano y ojalá sin sus defectos, por otra parte muy humanos. Y pensando en el hidalgo termina retratando, sin quererlo, su propio ideal de caudillo: “La lectura final del Quijote —dice Pabón Núñez— parece ser la de que el gran pueblo de España puede realizar las más difíciles y glorio sas empresas, si a su cabeza tiene un conductor que sepa aprovechar para el bien ese singular material de nobleza y valentía”. Como historiador la muerte abrió un vacío, porque él dejó originales estudios publicados sobre Los dos procesos contra don Antonio Nariño; Quevedo, político de la oposición; Bolívar, Alfarero de Repúblicas: Lo que pasa y lo que queda de un gobierno y muchos otros escritos más. Como gobernante, su devoción por la patria se puede resumir en aquellas palabras del Libertador, que Lucio recordaba a sus hijos: “La gloria consiste en ser grande y ser útil”. A su paso por el Ministerio de Edu cación quedaron escuelas primarias, normales, bibliotecas, ediciones de obras agotadas y de autores nuevos y recibieron un impulso definitivo la Biblioteca de Autores Colombianos,
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la Revista Bolívar, las Hojas de Cul tura Popular Colombiana, la Orques ta Sinfónica Nacional, sin olvidar el apoyo que prestó al Instituto Caro y Cuervo, a la Academia Colombiana y al fomento de la educación cam pesina y de la enseñanza industrial. Nosotros, en atención a ]a bre vedad, quisiéramos mencionar por último una faceta que ha pasado, quizás, inadvertida en las biogra fías de Lucio Pabón Núñez. Como alumno que fue de los Jesuítas se conservó siempre su constante y fiel amigo. Cariño y admiración que nunca abandonó y justificarán sin duda el tema que hemos escogido. Pabón Núñez se hubiera holgado en desarrollarlo él mismo mejor que nosotros: Santafé en el siglo XVII vista por un Jesuíta. Así pues, con la venia de todos, entramos en materia. Pedro de Mercado, Jesuíta rio bambeño (1620-1701) pasó la mayor parte de su vida en el Nuevo Reino. En 1647 lo encontramos en el cole gio de Popayán y, años más tarde, en Santafé; luego como párroco del real de minas de Santa Ana y Pur nio, doctrina entonces a cargo de la Compañía de Jesús; dos años más tarde en el Colegio de Honda como rector; más tarde en Tunja también de rector y maestro de novicios, y de nuevo en Honda y otra vez en Santafé, en el Colegio de las Nieves, de donde pasó de rector del Colegio Máximo, de la Universidad Javeriana (1684) y como viceprovincial. Larga carrera de actividad apostólica que coronó ya anciano, dedicándose a la dirección espiritual de los Jesuítas
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jóvenes y a componer numerosas obras de historia y ascética. Treinta y cuatro en total publicadas unas en Madrid, otras en Sevilla o en Valencia, la mayor parte en Cádiz y una en Amsterdam. Causa curiosidad entre nosotros que, pese a ser uno de los más fecun dos escritores de la época colonial, haya sido casi ignorado en su patria adoptiva. Solo en 1957 la Biblioteca de la Presidencia de la República publicó su Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús, hasta entonces inédita. Pues bien, este hombre que nunca estuvo en Europa y jamás, desde su venida, se ausentó de nuestro territorio, tiene en sus escritos una “visión casera” de cuanto fue testigo en la Santafé de su época. Estudiando las obras del Jesuíta trataremos de profundizar en la vida de entonces, atendiendo a infinidad de detalles que, a medida que escri be, van apareciendo donde quiera. Es verdad que buenos investiga dores, basados en diversas fuentes y ayudados de su propia fantasía, han intentado aso marse al modo de vivir —social, deportivo, cultural, religioso de esos tiempos—. Noso tros, nos fundaremos sobre todo en escritos del P. Mercado. Este comienza por describir la pequeña urbe diciendo que “está situada a las raíces de una larga cordillera que corre del Austro al Mediodía por dilatados espacios de tierras. Por la parte de enfrente tiene una amenísima llanura de leguas
que recrean la vista y alegran el ánima con su apacible verdor. Como dos leguas cerca de la ciudad pasa un rio de aguas muy sa ludables nombrado Bogotá, de donde toma la ciudad el apellido. De los montes se despeñan por los dos lados de la ciudad dos arroyos o riachuelos y con ser tales dan provisión bastante a la sed de los ciudadanos”. Y añade que Santafé “tiene el primer lugar y es la metrópoli entre todas las ciudades y pueblos que tiene el Nuevo Reino de Granada. Además, la fábrica de la ciudad es muy extendida, pero con tal propor ción se dilata, que la muchedumbre de las calles no confunde a quien las pasea porque están tan dere chas y tan bien compartidas con la correspondencia de la una cuadra a la otra que ocasiona gusto mirarlas. (Y) está en medio de la ciudad una plaza bien extendida por grande, y en frente de ella la iglesia catedral. ..”. Pero no es todo. Por los datos que conoce, “a esta ciudad pueblan dos mil y más casas y ya se ve que en ellas viven de asiento y de paso muchos más millares de personas. Todas sustentan sus vidas con car ne, pan y frutos que produce con abundancia este reino, y también gozan del vino, frutas secas y otros géneros que les vienen de España”. El Jesuíta, además, pondera en un pasaje, quizás porque allí funcionó el noviciado del cual fue rector y maestro, el ba rrio de las Nieves “que es mayor que muchas ciudades de este Reino”, sin dejar de mencionar el de Santa Bárbara y el de San Victorino.
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Además, “en las cimas de dos altí simos montes que en poca distancia se juntan en la misma cordillera (a los pies de los cuales está fundada Santafé) se miran dos tan devotas co mo hermosas iglesias..., la una con el apellido de Monserrate, la otra con el título de Guadalupe. Entrambas son frecuentemente visitadas de la devoción de los vecinos trepando el uno y otro cerro, unos a pie y a caballo otros”.
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que influye este clima” y que “son muy lúcidos, y tanto que algunas veces causan admiración así en la escolástica (filosofía) como en lo po sitivo”. Ni vamos tampoco a repetir —como se decía en esa época— que “es la ignorancia una universidad de tinieblas donde están graduados de necios todos los que no son enseña dos y no quieren aprender”.
Sino que, apartándonos un mo mento del ambiente inte lectual, He ahí, a grandes rasgos, el aspec nos acercaremos con Mercado a los to material de la metrópoli, al cual indios del pueblo común de Santafé. se debe añadir la graciosa arquitec Cuenta él, por ejemplo, cómo se les tura de las casas, la magnificencia y contrataba en la ciudad para el tra hermosura de los templos y los con bajo y cómo venía a veces de aldeas ventos de religiosos y de monjas, vecinas o lejanas, y qué resultado distribuídos por la ciudad. Residen dieron tales contratos. Oigamos al en ella el que está en lugar del Rey misionero: “Muchísimos eran los y una Real Audiencia con ministros, indios que había en este Reino y por oidores, alcaldes de corte, el cabildo, su gran multitud he oído decir que el arzobispo y prebendados; y porque les impusieron el nombre de moscas no fueran tan lúcidos si no fueran con que hasta ahora se llaman. Para doctos graduados, hay dos colegios servirse los españoles de Santafé de —San Bartolomé y el Rosario— y dos los pueblos comarcanos distantes de Academias en que los que han estu esta ciudaddos y tres días de camino, diado en dichos colegios se gradúan los emplazaban y señalaban tiempo, de doctores y maestros. “La una a de suerte que venían pueblos ente cargo de la religión de predicadores, y ros, y alquilados servían por espacio la otra al de la Compañía de Jesús”; de un mes, y antes que acabasen con además el hospital, el Tribunal de la sus tareas los de un pueblo entraban real hacienda, el de cuentas reales, los del otro. Como venían de asiento el de la Santa Cruzada, el de tributos por el uno o dos meses de alquiler y azogues, la casa real de moneda en con sus hijos y mujeres y les faltaban que se labra plata y oro...”. albergues donde pudiesen acogerse de día y dormir de noche, les enseñó Conocida la ciudad de atrora, la necesi dad una industria, y fue ahondemos un momento en el aspec escoger cerca de la ciudad un buen to humano. No vamos a comentar, en puesto donde formaban pueblo con relación con los estudios, que pese tal facilidad que acontecía hallar con al sacrificio y a la penuria y escasez su llegada el campo raso como hoy, de libros y bibliotecas y de medios y al otro día por la mañana tener el de investigación, en esta sociedad pueblo fundado; más qué maravilla criolla “son muy buenos los ingenios si las casas no eran de fundamento
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sino unas chozuelas levadizas cu biertas, con paja .. Algunos en lugar de sus propias mujeres traían a las ajenas o a las que por solteras no tenían dueño ..”. Y cuenta Mercado a otro pro pósito, cómo “los indios es taban ocupados en llevar a la ciudad de Santa Fé dos mil caballos de leña”. Ambiente desconsolador y la mentable que nos deja pensativos, para tornar por contraste a los criollos, santafereños, los cuales a decir de Flórez de Ocáriz, eran “bien apersonados, prestos, agradables, despejados, valientes, hábiles y sin dificultad para cual quiera aplicación de su asunto en todos, afables y so corridos con los pobres y forasteros, y reverentes del culto divino”. Estas afirmaciones del cronista nos llevan a pensar cómo sería la apariencia exterior de la juventud de entonces, sus modales cómo se rían de corteses, su espontaneidad. Porque el cronista con una pincelada magistral traza —por ejemplo— los rasgos del joven santafereño enamo rado: “El mujeriego, (es) hermoso, de buen donaire y distinción...”. Este esbozo nos lleva más cerca del jesuíta Mercado. Pues este convivió con ellos, fue testigo de muchos desmanes rebeldes y fue preceptor y educador. Para ellos precisamen te escribió el religioso un pequeño tratado de urbanidad, explicada no ya como simples normas y reglas de cortesía mundana, sino desde un punto de vista sobrenatural, porque —como afirma el Jesuíta— “Dios abomina de los santos descorteses”. Se titula Galateo espiritual, cortesano a lo virtuoso.
Ahí hallamos preceptos de sen tido común, que hacían falta como también en nuestros días, y si bien algunas curiosida des nos hacen ahora sonreír, conocerlos en detalle nos serviría para ponernos en con tacto con la juventud, para convivir algunos momentos con ellos; los conoceríamos un poco más de cerca. Advirtiendo antes que un conocido maestro citado por el autor “escri bió más de doscientos defectos de urbanidad, y de actos de inmodestia que podían notarse en un hombre”. Aquí nos entusiasmaría saber algo de esa crítica social. Mas el propio Mercado se apresura a responder nos: “Yo me holgara encontrar con este tratado de este insigne varón, para leerlo, y glosarlo a provecho de las almas...; pero ya que no he tenido esta dicha, me contento con compendiar al Galateo Español .., añadiendo las cosas que he juzgado convenientes”. Galateo, explicamos nosotros es el título con que el italiano Giovan ni della Casa publicó un tratado de costumbres, “especie de código de urbanidad, tal como esta se practicaba entre la buena sociedad del siglo XVI”, y se vino a convertir en sinónimo de tratado de buenos modales. Galateo es un personaje, especie de maestro de ceremonias de un obispo italiano. La obra se tradujo al castellano en 1585 y fue imitada por Lucas Gracián Dantis co, en su Galateo español: de lo que se debe hacer y guardar en común conversación para ser bien quisto y alavado de la gente”. Pues bien, el Galateo espiritual del P. Mercado hace lo mismo, señalan
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do modales “no solamente porque se usan”, sino dándole un enfoque cristiano, teniendo en cuenta el trasfondo religioso y profundamen te creyente de la ciudad. El Padre, pues, en treinta y tres capítulos desarrolla sus ideas. Pero explica antes qué entiende por urbanidad o cortesía. Es “la que se ocupa de las acciones exteriores con policía, con respecto a los otros y con mo destia”. Enseña, por ejemplo, cómo presentarse en público, cómo vestir, cómo tratar a las damas, cómo sa ludar con respecto a los mayores, cómo sentarse con elegancia, cómo manejar en la mesa el cuchillo, la jarra, la servilleta, las manos. Todo o confirma con casos curiosos, que hoy nos dan risa y suceden a diario en la sociedad santafereña. Imposible espigar tantos precep tos que nos darían un retrato real de los modales inurbanos de mucha gente de la época que no es del caso detallar ahora. De todos modos estas cosas no las enseña el autor porque sí, por simple conveniencia. El jesuíta lo adoba con razones es pirituales. Cualquier cristiano las debe practicar por cortesía, puesto que “Dios abomina de los santos descorteses”. Con esto hemos llegado a otro aspecto de la Santafé del siglo XVII: su religiosidad. “La devoción, escribe Flórez de Ocáriz, (la) frecuencia de sacramentos y solemnidad de las festividades eclesciásticas (es) osten sorio y (son) asistidos sus templos y casas de majestad y adorno, y sus convites espléndidos”. Tiene además “cinco ermitas, doscientas capillas y oratorios de casas particulares”.
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Esta última afirmación es un insinuante reflejo de la religiosidad santafereña. Eduardo Cárdenas, S.J., en su tesis sobre Pueblo y Religión en Colombia, afirma que “la vida social en la colonia se desarrolla a lo largo del año, de un ritmo de referencias cronológicas marcadas por la liturgia, y prácticamente solo por ella. El signo religioso impregna y marca de tal suerte el curso del año que —a excepción de ciertos días como el onomástico del rey (...)— la sociedad se seguía por las grandes festividades cristianas, más las oficiales de toda la Iglesia como la Navidad, La Semana Santa, San Juan Bautista y San Pedro, Corpus Christi, la “Pura y Limpia Concep ción”; otras propias de cada parro quia, que se llaman sencillamente las fiestas, con la celebración de los santos patronos. Esta cadencia esencialmente religiosa del año condiciona la dis posición de los calendarios o alma naques, de lo que nos queda aún el recuerdo, ya muy descolorido y tal vez de pura fórmula, de los nom bres del Santo de cada día (...). El almanaque (...) registra igualmente ciertas fechas convencionales de la historia profana: los neogranadinos pueden estar seguros de este modo, de que han pasado “3.972 años des de la construcción de los muros de Babilonia...”. Pues bien, Pedro de Mercado captó perfectamente las estructu ras universales de la religiosidad barroca, la concepción del mundo espiritual en la sociedad santafere ña, y las expresó en su fecundísima obra escrita. Treinta y tres pequeños
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libros y folletos impresos, de tema ascético, no fueron más que la res puesta a las inquietudes de esa so ciedad sobre el saber ser y el deber ser de aquel entonces. Por la historia del P. Mercado desfilan escenas variadísimas a las cuales podemos con la imaginación asistir, como las festividades reli giosas, desde solemnes procesiones formadas “de los personajes del cabildo eclesiástico, de los oidores de la Audiencia Real, de todas las religiones (de frailes) y de todo lo granado de este Nuevo Reino de Granada”, hasta llegar al tem plo “con el aparato que se pudo dar en la tierra”. Y otras solemnidades fuera de lo ordinario, como la llegada de unas reliquias de santos con desfiles interminables repartidos por andas ricamente adornadas con gran nú mero de joyas, “aunque hubo perso nas que les fuesen a la mano por el riesgo que había que se perdiesen algunas”, y festejos con certámenes poéticos “en que se provocaba a los ingenios a que hiciesen un piadoso desafío, procurando los unos vencer a los otros, tirando con los cañones de las plumas al blanco de los elogios de las reliquias de los santos”. No podían faltar los repiques de campanas ni los juegos de chirimías, tamboriles y clarines, luminarias de noche en los balcones y ruedas de pólvora en la plaza; y pendones de lascofradías de Santafé y sus contornos y los caciques con hachas encendidas en las manos; a los lados de las andas y por delante niños vestidos como ángeles con alas en los hombros y ramos en las manos y guirnaldas en la cabeza; igualmen te indios a caballo desfilando con
disfraces de leones, tigres y otras fieras que si suelen causar temor en la selva causan mucho gusto en las apariencias..., también tropas de indígenas danzando por las calles a su modo primitivo. “Anduvo la procesión por sola una salle que aquí llaman Real y nunca mejor que entonces le cumplió el epíteto de Real” por los adornos, por la multitud, y por la marcha de un real de soldados que a la sazón se habían alistado para el presidio de Carare y acompañaron una proce sión haciendo salvas con los tiros de sus arcabuces. Agreguemos los tablados, bien dispuestos para la representación un poco al estilo de los autos sacra mentales, o para simples diálogos edificantes, y armoniosos saraos con música de niños quienes “no contentos con mover a un excelente compás los pies, movían también los labios cantando como unos ángeles a los tiempos que les tenían señala dos”, fuera de varios niños más de familias españolas que durante la misa comenzaron un diestro baile al son de cítara y vihuela meneando muy a tiempo hachas encendidas en las manos y no con poco arte. En esta ocasión precisamente “dieron a entender los andamios que no podían sufrir sobre sí tan gran peso. Quebráronse las cuerdas con que estaban atados los palos y las tablas con que forzosamente tablas y palos y más de cien hombres que estaban sobre ellos cayeron sobre gran número de gente que estaba debajo de ellos, y cuando se pensaba que unos estarían heridos y otros casi para morir y aún algunos de
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ellos muertos, se halló que todos los caídos se levantaron sin lesión alguna y todo paró en risa festiva y en mayor devoción”. En otra oportunidad, cuando se comenzó a levantar la iglesia de las Nieves que, según Mercado; habrá “de conservarse en los siglos futu ros”, se puso la primera piedra a vista y concurso de todo lo noble y plebeyo de la ciudad, y de todo lo secular de alcaldes y regidores y la demás nobleza de Santafé. Todos echaban piedras y tierra en los cimientos y dineros de todas monedas. Se fundió ese día una campana de once arro bas y media de metal. Aquello fue un acontecimiento que se quedó grabado por mucho tiempo en los asistentes y sus hijos. Por otra parte, como eran acá frecuentes los temblores, en 1625 “se eligió San Francisco de Borja por patrono y abogado contra los temblores que hacían estremecer esta tierra (y los corazones) y la po nían en peligro de solar las casas y matar a sus moradores. Tomó este santo grande a su cargo el patroci nio como lo ha experimentado esta ciudad de Santa Fe en la cesación de sus terremotos”. En una de estas fiestas, “en nues tra iglesia parecían los concursos de confesiones y comuniones como si fuera el Jubileo del Año Santo, que así sabe Dios trabucar los corazones en honra suya y mucha gloria de los santos...”. No podemos pasar por alto, mez clando la tristeza a la alegría, otros acontecimientos que, en ocasiones, distraían la monotonía santafereña,
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como los funerales de personajes que conmovieron la ciudad. Citemos uno solo de los casos referidos por Mercado: el del catedrático, escritor y prefecto de estudios de la Jave riana, Jerónimo de Escobar, S.J., quien “en bajando de su cátedra (cuando enseñaba) se quedaba al poste (que llaman) para responder a las dificultades que sus discípulos le proponían... y soltaba las dudas que se le ofrecían... Al fin toda su vida la empleó en la cátedra de la enseñanza...”. A su muerte dieron todas las iglesias de Santafé mues tras del dolor que tenían, con el doble tris te de las campanas. El gentío era innumerable. No faltó quien diese orden de que le retratase un pin tor. ‘’Dilatose el entierro —escribe Mercado— para el día siguiente a su muerte, y bien temprano se llenó nuestra iglesia de tanta gente, que ni capilla ni tribunas tenían algún vacío, y aun la calle y los claustros de nuestra casa estaban llenos de gente”. Al oficio funeral precedió un gravísimo doble de campanas de la catedral. Cuando salió el ca dáver en hombros de lo más granado de personas graves de las religiones y caballeros de la ciudad se conmovió la muchedumbre y costaba mucho trabajo el romper por la gente y to dos conmovidos se empinaban para ver el cadaver, y algunos se enca ramaban sobre bancos y escaños. Colocaron la caja de cedro sobre la mesa grande vestida decentemente con paños y cojines de seda, rodeada con cincuenta luces. Acabados los oficios, fue grande la conmoción de lágrimas y alaridos y petición de reliquias.
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Lo demás que se siguió durante el entierro ya lo podemos imaginar en esos tiempos, sin que faltaran, como era natural, el claustro de doctores y maestros, discípulos suyos, con borla y museta, en la forma que en las universidades es costumbre en señal de sentimiento. Era el año de 1673. De lo externo lleguemos ahora más al alma de Santafé. Existían en lo religioso cofradías, asociaciones piadosas, triduos, novenarios, trisa gios, y tantas plegarias con que tam bién nuestras abuelas coronaban los quehaceres de cada día. Herencia es pañola cristiana, reconfortante, con soladora, para la cual se requerían ecologios o devocionarios y novenas que, en expresión de los místicos, es sabroso “pasto espiritual”. El jesuíta Mercado “por eso escribió sus libros de ascética y devoción”. Las del Padre son obras ante todo prácticas, penetradas de la espiri tualidad jesuítica: el sacerdote “trata de mover a la acción, señalando al lector concretamente lo que debe ha cer”, es decir, evitar el pecado y adquirir la virtud. La gracia del estilo, la convicción espiritual del misionero y su prosa fá cil dejan entrever la formación humanística de la Compañía de Jesús. Lástima no poder analizar ahora tan preciosas sutilezas del espíritu. Pero hojeando siquiera los títulos nos sorprende la necesidad religiosa de entonces frente a la fría indife rencia de hoy. Oigamos: “Método de obrar con espíritu”, “Diario sa grado, medio para tener buenas Pascuas, buenos días y buenas noches”, “Ocupaciones santas de la
cuaresma”, “Rosal ameno y devoto”, “Recetas de espíritu para enfermos del cuerpo”, “Palabras de la Virgen María, Nuestra Señora... “y otras más, sa biendo que el autor sabe esmaltar sus obras con numerosos e jemplos, unos sacados de los libros, otros de la experiencia personal, y gran parte de los documentos que los jesuítas conocemos como Cartas Anuas y como Varones ilustres de la Compañía. Abramos por curiosidad, uno de estos libros, de aquellos conserva dos en la sección de Libros raros y curiosos de la Biblioteca Nacional de Colombia, que según notas ma nuscritas al margen del título, los agentes de Carlos III hallaron en Santafé en el aposento de uno de los Padres cuando la expulsión. En el Cristiano virtuoso después de una agradable introduc ción, el autor pondera las excelencias del cristia no instruído y bueno, y señala los medios para serlo. Ceñido a la espi ritualidad ignaciana, presenta pri mero la doctrina para luego Hevarlo con docilidad a propósitos reales. Por ejemplo: “He de procurar conocer a las personas para ver si puedo fiar me de ellas y describirles mi secreto, porque no se puede hacer esto con todos”. El “Indice de los capítulos que se contienen en este libro’’, ma nifiesta tal riqueza psicológica y de sentido común que prácticamente retrata a los hombres y mujeres de la época, con sus defectos y un ideal de virtudes apetecibles. Y no podía faltar en la atención espiritual del misionero el alma femenina, uno o varios libros es peciales para ellas. El tratado IV precisamente se titula Dechado para
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mugeres sacado de la historia de Rut. Y añade con cierta gracia y conoci miento de la psicología del bello sexo, un sobrescrito que a la letra dice: “Más mugeres que hombres (h) ay en el mundo. Escrivo a las que son más. Más devotas son las mugeres, que los hombres, según lo más co mún. Escrivo para las más devotas, pues no (h) ay quien no abra, y lea las cartas que se escriven: No dexen de abrir, y leer este libro aquellas, a quien escribo. Las que no saben letra, aprendan a leer, o busquen quien les lea”. Mas no se contenta con picar la curiosidad de las hijas de Eva. Bueno es, añade en el prólogo que es una exhortación a su lectura, “bueno es que las mugeres tengan dechado material para no estar ociosas y ocuparse en sus costuras materia les. Mejor es que tengan dechado espiritual (... ). Por esta causa me he movido a componerles este Dechado. Todo el conjunto de las labores es tilan llamarlo Dechado; pero a cada cosa labrada no la llaman dechado sino labor. Pues yo sigo su estilo en este trabajo (... ) para que la miren y remiren...”. Hasta aquí los varones quedamos tranquilos. Pero no, pues el jesuíta agrega: “No porque esta inscripción o título se enderece a las mugeres, se den por no comprendidos los hombres, pues ellos pueden leer las labores que escrivo, y pueden sacar muéhas de ellas para provecho de almas (... ), aunque no es uso de los hombres labrar en el lienzo...”. Finalmente con cierto gracejo prosigue: “Con las que aquí princi palmente hablo, son las almas de
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las mugeres que no saben la lengua latina, y, por eso no les pondré textos en latín, y lo que pudiera escrivirles en este lenguage, se pondrá con di ferente letra”. Y termina el prólogo aconsejando a los padres que cuando tengan noticia de este libro, lo busquen, para que lo lean las hijas; el mismo encargo hace a los maridos, y a los confesores y predicadores. Al llegar a este punto no podemos olvidar a las mujeres del pueblo más sencillas, a las indiecitas piadosas y resignadas. Es Mercado quien refiere que “las indias más que los indios mostraban la devoción mayor que tenían al oír la divina palabra que se les platicaba, viniendo muchas a la iglesia muy de lejos, atropellando con su fervor muchas incomodidades que se les ofrecían, o de ocupaciones, o de malos maridos que las castigaban porque no los acompañaban en sus borracheras, o de aguaceros que las empapaban en agua, o de enferme dades que las molestaban...”. Tantas cosas nos quedan todavía por exponer acerca de la Santafé del Siglo XVII vista por el Padre Pedro de Mercado, que dilataría demasia do nuestra investigación, pero nos queda el campo abierto para otra oportunidad cuando podamos en parte analizar su historia, las fuentes en que se fundó, el criterio adoptado por su instinto moralizador, predo minante en las crónicas religiosas de la época, como lo hicieron Fray Pedro Simón y Alonso de Zamora. El propio Mercado confiesa: “Las cosas y sucesos que en ella escribo los he sacado fielmente (porque procuro ser verídico historiador) de los papeles
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que tenía guardados el archivo del Colegio Máximo de Santafé. Tam bién se ha valido mi pluma de otras noticias que me han dado personas dignas de crédito y juntamente de algunas cosas que yo he visto...”. Pero, como se ve, con esto nos saldría mos del tema sobre la vida ordinaria de Santafé en el Siglo XVII. Más a propósito vendría analizar el estilo, la variedad den tro de la uniformidad temática, la elegancia, la riqueza casti za de sus páginas dirigidas al gran público creyente, la claridad y precisión, los retrué canos y juegos de palabras, y la extraordinaria acogida y aceptación por parte de todos, tanto que de algunos pequeños tratados como el
titulado Destrucción del ídolo ¿que dirán?, publicado en Madrid, se hi cieron traducciones al latín y varias al italiano. Pero, como decimos, deja mos el campo abierto para otra opor tunidad en que podamos completar esta visión “casera” de Santafé. Así, pues, por elegante cortesía, al estilo de Galateo, termino tornando a agradecer a los generosos miem bros de la Academia Colombiana de Historia su equivocación bondadosa al elegirme como Numerario de esta docta Corporación, donde prometo trabajar con entusiasmo según la buena voluntad que me asiste, pese a la ruda esquivez de mis modestas fuerzas.
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IGNACIO DE LOYOLA Y FRANCISCO JAVIER, HOMBRES DE UNIVERSIDAD Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Francisco Javier (1506-1552), talento superior, hombre de letras, brillante Maestro en Artes y Doctor —con gran loa— por la Sorbona en París, no anhelaba de joven sino buscar en la carrera de las letras la gloria y el honor. En ellas emularía a sus mayores y a sus hermanos señalados en las armas. La carrera eclesiástica por otra parte, podría ofrecerle pingües beneficios en la catedral de Pamplona. Durante sus estudios en París se alojó como pensionista —once años— en el colegio de Santa Bárbara. Terminó el doctorado, e inició en seguida lecciones de filosofía en el Colegio Dormans-Beauvais. Mas sucedió que su compañero de * En Hoy en la Javeriana No. 968, 25 de julio de 1988.
aposento en Santa Bárbara fue, un tiempo, Iñígo (Ignacio) de Loyola, quien lo atrajo a su causa –la que él planeaba por la gloría de Dios–. Para ello lo indujo a reflexionar en aquellas palabras del evangelio: ¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si puede perder su alma? (Mc. 8,36)... El padre del maestro Francisco falleció cuando el hijo tenía nueve años, precisamente durante la turbulenta época en que Francia y España luchaban por la anexión del reino de Navarra. Poco más tarde (1529) murió su madre en 1533 una hermana, Magdalena. Además, las maniobras revolucionarias de los heterodoxos –luteranos y calvinistas– que frecuentaban la Universidad, los perversos ejemplos de algunos profesores y en especial los de muchos estudiantes, impre-
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sionaron profundamente su alma recia y recta. Una transformación radical se obraría en él, por influjo de Ignacio. Francisco, el ambicioso de grandeza humana, miró al principio con desdén al estudiante vasco, ex-soldado herido, gentil hombre y peregrino mendicante, más terminó por hacerse discípulo de éste, si bien no fue fácil: “La arcilla más difícil de modelar fue para mí la del maestro Francisco”, dirá más tarde el propio Fundador de la Compañía de Jesús. Ignacio de Loyola (1491-1556), después de aventuras palaciegas como “soldado desgarrado y vano”, de hazañas guerreras y heridas gloriosas, se decide a comenzar los estudios. Tiene entonces treinta y tres años. Es un caso de ejemplaridad pocas veces registrado en la historia. Este será tal vez, por su total consagración durante catorce años al estudio, el hecho más heroico de su vida. No sólo por el heroísmo que supone sentarse en los bancos de la escuela a esa edad, con muchachos de cabeza más despierta y veloces para entender; empezar a romper las primeras dificultades de la gramática latina en Barcelona; continuar hasta los cuarenta y siete en Alcalá, Salamanca, París, Bolonia y Venecia; y entregarse totalmente a la ciencia en previsión de un ideal soñado. Esta experiencia, sin embargo, le servirá para ordenar las Constituciones de su futura Compañía: “Porque, aunque convenga mucho a
la Compañía Profesa y Coadjutores della —escribe en 1547— ser muy bien fundados en estas Letras, cuanto al tiempo de estudiarlas y modo es mucho de advertir, y así exhortamos y encomendamos en el Señor Nuestro, que en ellas no estudien sin que primero sean graduados, o a lo menos competentemente doctos en la Theología Schclástica sabiendo las determinaciones de los Doctores y de la Santa Iglesia”. En el Concilio de Trento sobresalieron como teólogos pontificios, entre otros, los jesuitas Fabro Laínez y Salmerón con títulos académicos no más altos que los de Ignacio al abandonar la ciudad del Sena. Y el célebre maestro Domingo Soto, dominico, después de tres cursos filosóficos en la Universidad de Alcalá, buscará el título de Maestro en Artes en la de París. Más todavía acudirá por dos años, exactamente como Ignacio de Loyola, a las aulas teológicas de los dominicos, para completarlas con otros dos, lo mismo que Ignacio en Venecia, a su regreso en Alcalá. Esto no quiere decir que el de Loyola dominara el campo y la forma escolástica con la misma agilidad y maestría de un Domingo de Soto, de un Francisco Javier, de un Diego Laínez, de un Alfonso Salmerón y un Pedro Fabro. Como cabeza, empero, acaso los supera a todos, como lo revelan los Ejercicios espirituales, las Constituciones de su Orden y su obra histórica total. Ignacio es un auténtico superhombre, un admirador apasionado
IGNACIO DE LOYOLA Y FRANCISCO JAVIER, HOMBRES DE UNIVERSIDAD
de los estudios universitarios, uno de los genios más grandes de la edad moderna. Para cumplir con su misión histórica providencial como paladín de la verdadera Reforma y Restauración Católica, a la mayor gloria de Dios,
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necesitó Ignacio toda esa amplia base de estudios. Reflexionemos un instante, aprendamos, valoremos la enseñanza de estos dos grandes santos, hombres de Universidad: Ignacio de Loyola y Francisco Javier.
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GRATITUD Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Expresar gratitud es un tormento en el lenguaje de la poesía: porque es hondo, sutil, un sentimiento que se ha abrazado con la fantasía. El hombre ensaya, audaz, fijar su intento y encuentra que es nostalgia, es alegría; simbiosis de candor que huye al momento dejando al corazón como vigía. Gratitud en las almas es nobleza, es júbilo impregnado de tristeza, una emoción que ahuyenta suspicacias. Y en el lenguaje humano el hombre, altivo, tratando el modo de expresarla, vivo, halló tan solo la palabra: ¡Gracias!...
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1988. En Estampas Pueblerinas – Trescientos Sonetos Costumbristas, Bogotá, Publicaciones Universidad Central, 1990.
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EN MI JUBILEO DE COMPAÑÍA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
¡Gracias, Dios mío, gracias, por tantos años llenos! ¡Por las muchas mercedes que yo no merecía, por el cariño franco de estos hermanos buenos y la bondad sin límites de vuestra Compañía! ¡Un retazo de vida! ¡Son DIEZ LUSTROS terrenos que pasé a vuestro lado con la promesa mía: y, aunque ofendido os tenga mi ingratitud sin frenos, mis manos consagradas os tocan cada día!... Recuerdo... Fue de niño... La vida, azul y blanca... Pude escoger caminos... La puerta estaba franca... Y elegí libremente mi punto de partida... ¡Jamás me he arrepentido! ¡Que si posible fuera volver atrás el tiempo, Señor, yo lo volviera: para poder de nuevo consagraros la vida!
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29 de julio de 1985. En Hoy en la Javeriana No. 1.058, enero de 1993.
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EL MURAL Y LA LENGUA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Señores del Ministerio de Educación Nacional, señores rectores y alumnos de los Colegios de la capital. Hoy, al entrar en este recinto de la Academia Colombiana, dos espectáculos de animación y colorido me han llamado la atención profundamente: primero el panorama palpitante de la juventud femenina y masculina, representada con honor por los mejores alumnos de los Colegios de la Capital, con sus vistosos uniformes, la frescura de los años, le sonrisa en flor de las adolescentes, la estampa varonil, galante de los jóvenes, el interés intelectual de todos e idéntico idealismo; en segundo lugar, la historia pintoresca de los grandes personajes que han hecho inmortales la lengua y la literatura hispánicas. *
Discurso a los jóvenes de los Colegios de Bogotá con motivo del Día del Idioma, 1985.
Me refiero al fresco monumental de diez metros por cuatro que tenemos delante, obra maestra del artista santandereano Luis Alberto Acuña. Dos cuadros, dinámico el primero, estático el segundo, de vivos colores, afinidades múltiples y exquisita brillantez. Este último es una apoteosis de nuestra lengua. La encarnan buen número de personajes creados por la fantasía de los más destacados escritores del habla de Castilla a través de los tiempos. Observemos. En el centro un árbol gigantesco —imagen del Idioma— cuyo tronco se multiplica y dilata en ramas lozanas: acá, junto a los caballeros, uno que pareciera esqueje pero que es, en realidad, la planta primitiva desprendida del tronco materno —la herencia latina— con injertos de ibérico, celta, fenicio, griego y oleadas de
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savia arábiga. En el extremo opuesto, otro que insinúa exuberante vegetación tropical donde se perderá en la vorágine imposible de la selva. Luego, en el fondo, a la derecha del fresco, una comarca árida, seca, casi desértica, como es el corazón geográfico de la Península Ibérica, donde se eleva un castillo de piedra que simboliza a Castilla, así llamada por los numerosos castella que hace construir García, rey de León, allá por los años de 910 al 914. Este del mural, coronado de almenas, torres, atalayas, troneras y matacanes, debió de estar rodeado de fosos, a la usanza de los fuertes feudales, flanqueado por palenques y barbacanas, con rampas almenadas y un puente levadizo defendido por torres.
Castilla comparte con Aragón el predominio de España desde el año 1035, cuando hace ya setenta años se han escrito las primeras glosas en romanos y aún está vivo el Cid Campeador. En Castilla un nuevo tipo de lengua, radicalmente innovador, se está desarrollando. Basado en el intenso sentimiento nacionalista de los viejos castellanos, este lenguaje se expande con el poder de los condes soberanos, hasta cobijar a toda la Península. Espléndido homenaje al origen de la lengua este castillo de que hablamos, solitario, invulnerable y adusto como España, sus gentes y su historia. Algunos, sin embargo, sugieren que el del mural representa más bien el de las Siete Moradas
EL MURAL Y LA LENGUA
de Santa Teresa, cuya opinión no compartimos porque más adelante la literatura ascético-mística es representada en el monje de blanco cargado con la cruz, y el de la doctora de Ávila es un ‘castillo interior’. Sigamos con el mural. Frente al castillo, como si acabaran de salir para dirigirse al oeste, cuatro personajes de la hidalga caballería: el Cid en primer término, en el atuendo con que se presentó a las cortes de Burgos, con escudo, adarga y tizona, en actitud que recuerda que
Mío Cid con los vassallos —pensó de cabalgar, a todos esperando— la cabeça tornando va...
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Rodrigo Ruy Díaz de Bivar pasa la primera parte de su vida en la corte de Fernando I de Castilla. A la muerte de este comienza una agitadísima existencia de luchas, combates y guerras sucesivas contra moros y cristianos, hasta que en los últimos años defiende la ciudad de Valencia, que se enluta cuando él muere. Frente al Cid, en un segundo plano, el protagonista del célebre Amadís de Gaula, una de las novelas de caballería más antiguas y de mayor influjo de la Península y, a juicio de Cervantes, “el mejor de todos los (libros) que de este género se han compuesto”. Amadís viene en la disposición del hombre maduro, reflexivo, virtuoso, a quien cuando niño abandonaron sus padres en una
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arca sobre las olas, siendo recogido en el mar por el caballero Gandales y adoptado por hijo con el nombre de Doncel del Mar. Urganda la hechicera predice sus virtudes y proezas. En la corte de Languines se enamora de la princesa Oriana, mas Lisuarte se opone al matrimonio y Amadís sale a conquistar nombradía, en medio de descomunales aventuras y maravillosas empresas de éxitos variados con encantamientos fantásticos, en todo el mundo real e imaginario, hasta llegar a combatir con su hermano Galaor, hacer penitencia en una cueva y luchar en desigual combate con el Endriago en el Isla del Diablo. Tiene, pues, razón para cabalgar reposado, ya que es la encarnación del mundo caballeresco, valiente, enamorado de una mujer ideal, fiel sobre toda mesura, como corresponde a la profunda necesidad psíquica de la España del siglo XVI, y que llegó al clímax en 1492 con la reconquista de Granada después de siete centurias de combatir contra los moros. Y ahí tenemos otros dos caballeros inmortales, el uno egoísta, socarrón, sesudo y práctico en un jumento; idealista, obsesionado, jinete en Rocinante el otro, quien no distingue la realidad y la ilusión por desfacer entuertos y reparar todas las sinrazones e injusticias del mundo. Don Quijote de la Mancha, “manantial inagotable de honda filosofía y modelo del bien decir, exacta representación simbólica de la humanidad, libro el más real y más idealista, el más alegre y el más triste...”. “epopeya de escarnio y de ternura, que es como el Evangelio de la Risa”...
Regresando ahora al s. XV, identifiquemos a la doncella y la bestia; miremos la ingenua expresión de la inocente colegiala, tímida flor no deshojada, encendidas las mejillas, un clavel reventón en su pelo que luego se hace trenzas, entrecruzadas las manos y la mirada atónita, mientras la infame Celestina, corruptora, inveterada en maldades, la persuade malévolamente. Escena que parece repetirse a lo largo de los tiempos, y que Fernando de Rojas traza con mérito innegable por el realismo de los caracteres, la viveza de las escenas, el decir popular y docto, pintoresco, abundante, picaril y castizo. Pero mientras nosotros hablamos, dos chavales están tramando no sé qué picardías y no sé cuántas sátiras sociales de la España contemporánea, vale decir, de 1599: El Lazarillo de Tormes es un muchacho pobre que sirve a un pordiosero ciego, pero astuto y vicioso; este le enseña cómo sobrevivir a base de ingenio; y así pasa a buscarse la vida primero de acólito, luego al servicio de un hidalgo, después de un fraile, de un pintor y de otros, acumulando ingeniosas travesuras. Mientras Guzmán de Alfarache ha huido de su casa para viajar por España e Italia, se hace bufón y acaba por servir en galeras. Los dos muchachos representan la iniciación de la llamada novela picaresca española, de tanto influjo y realismo. En contraste con ellos vemos detrás al príncipe Segismundo pensativo, como si reflexionara que sueña el rico en su riqueza que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece
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su miseria y su pobreza; sueña el que a medrar empieza; sueña el que agravia y ofende. Y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende... Mas, la ruda experiencia de sus locuras en palacio, después de venir de la torre y al retornar y verse de nuevo encadenado a ella se pregunta, cruzando los brazos y llevándose una mano a la barba: Después de todo. ¿qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño y los sueños sueños son... Por eso se persuade que, en realidad, obrar bien es lo que importa: si fuere verdad, por serlo; si no, por ganar amigos para cuando despertemos… Lástima no poder demorarnos más, pues hemos de aliviar la cruz del penitente, con su capucha blanca, demacrado el rostro, los dedos “como raíces de árboles” y un rudo sayal, representación mística de la fecundísima literatura ascética de España. Pero allá, en el fondo, nos espera una estatua rígida. Sucede que don Juan Tenorio, después de cometer toda clase de crímenes, —él mismo que por donde quiera que fuí la razón atropellé, la virtud escarnecí,
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a la justicia burlé y a las mujeres vendí…— sucede, digo, que cierto día en una iglesia de Sevilla halla la efigie de piedra que adorna la tumba del Comendador, una de sus víctimas y padre de doña Inés, deshonrada por él. Tenorio insulta la estatua y por burla la invita a cenar con él. Esta acepta y acude, según lo convenido, a la cita; la escultura a su vez lo convida a otro sepulcro: Mañana iré a la capilla donde convidado soy, porque se admire y espante Sevilla de mi valor. Allí al estrecharle las manos la estatua siente el arrogante libertino el fuego del averno. Recuerda entonces las enseñanzas que de niño había olvidado: ¿Con que hay otra vida más y otro mundo que el de aquí? ¿Con que es verdad, ¡ay de mí!, lo que no creí jamás? ¡Fatal verdad que me hiela la sangre en el corazón! ¡Verdad, que mi perdición solamente me revela!... Pero ya es demasiado tarde y esa mano lo hace precipitar en los infiernos… –Esta es justicia de Dios; quien tal hace, que tal pague... Ahí está El burlador de Sevilla y convidado de piedra, de Tirso de Molina. Es el mismo protagonista que, con cierto disimulo, como un apuesto ga-
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lán de capa sevillana, negro cubilete y una mano sobre la espada vemos junto al fraile penitente: caballero de mirada suspicaz, bigotillo y barba repulidos, la camisa de puños de seda y cuello blanco, dedos estilizados, figura cortesana. Es el Tenorio inmortalizado por Zorrilla, el don Juan, hombre de mundo, mujeriego universal, de valor temerario, sin miedo a peligro alguno terrenal o divino que, sin embargo, confiesa:
...Mi alma perdida va cruzando el desierto de la vida cual hoja seca que arrebata el viento.
Don Juan Tenorio es el drama nacional por excelencia del pueblo español. El más popular y vibrante de cuantos han elegido este personaje por tema central de su argumento. Con razón el propio autor dice de sí mismo que si en el pueblo lo hallé, y en español lo escribí y su autor el pueblo fue ¿por qué me aplaudís a mí? La cortesía, empero, nos invita a abandonar a don Juan por atender a la doncella fina, rozagante, graciosa, del abanico de colores, alta peineta y clásica mantilla, la de garbo andaluz, poblada cabellera negra en contraste con esos guantes de gala, que aparece en primer término y es el símbolo del eterno femenino que recorre la literatura hispánica desde sus orígenes hasta nuestros días. A Estrella, la huérfana, el Fénix de los Ingenios eterniza en su admirable y conmovedor drama La Estrella de Sevilla, calificado por algunos críticos
como “apasionado y humanamente feroz”. Y aún queda esperándonos con su bastón de mando un personaje inflexible, discreto, de carácter indomable. Es un hombre de pueblo, sencillo, pero que siente el honor y, a su manera, venga una ofensa enfrentándose a un poderoso caballero. No importa, Él sabe que al rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios. El héroe de esta acción inmortalizada por don Pedro Calderón de la Barca es Pedro Crespo, E1 Alcalde de Zalema. Líricamente el tiempo nos invita a embarcarnos en las carabelas de Colón para llegar a este Nuevo Mundo. Y, como en obligada síntesis, encontramos lo primero la raza indígena de América, fuerte, sufrida, recia, orgullosa, encarnada en un caudillo araucano cantado por Ercilla en La Araucana. Caupolicán, vencido por Mendoza, tiene que morir en atroces suplicios sin que el indio exhale la menor queja... En este cuadro, sin embargo, Caupolicán todo músculos y vistosas plumas que coronan su cabello lacio, porta sobre sus hombros un gran madero como si llevase un fardo ligerísimo. José Santos Chocano, del Perú, pinta así la escena: Ya todos los caciques probaron el madero. –¿Quién falta? –Y la respuesta fue un arrogante: –¡Yo!
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–¡Yo!: –dijo; y, en la forma de una visión de Homero, del fondo de los bosques Caupolicán surgió.
Echose el tronco encima, con ademán ligero; y estremecerse pudo, pero doblarse no.
Bajo sus pies, tres días crujir hizo el sendero; y estuvo andando... andando... y andando se durmió.
Andando, así, dormido, vio en sueños al verdugo: el muerto sobre un tronco, su raza con el yugo, inútil todo esfuerzo y el mundo siempre igual.
Por eso, al tercer día de andar por valle y sierra, el tronco alzó en los aires y lo clavó en la tierra ¡como si el tronco fuese su mismo pedestal! Y ahora, tres jinetes en sendos alazanes: estampas arrancadas a la litetura de nuestra América. En el fondo Gonzalo de Oyón, la dama es Doña Bárbara y el gaucho argentino, Martín Fierro. Tres géneros, tres autores, tres naciones. Gonzalo de Oyón, hermoso poema de Julio Arboleda, que es el más bello ensayo épico de la poesía americana, desafortunadamente incompleto por haberse perdido parte de los manuscritos originales. El tema es un episodio de la conquista: la rivalidad entre dos hermanos, que personifican respectivamente el espíritu caballeresco, cristiano y español de unos, y el indisciplinado, anárquico y cruel de otros héroes de la magna
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aventura americana. En Doña Bárbara, rica, criminal, vengadora y luego avergonzada tras numerosos sucesos, retrata el novelista Rómulo Gallegos con pluma vigorosa y realista la vida de los Llanos de Venezuela en que aparecen vivas y sonoras las figuras en situaciones de intenso dramatismo. La protagonista —vengativa “devoradora de hombres”— encaja a la maravilla en una atmósfera similar a la de todos los de a caballo en la llanura. Martín Fierro, por su parte, vive feliz en el campo cuando es enganchado para servir contra los indios en la frontera del Chaco. La vida azarosa del campamento, las injusticias y el mal trato lo llevan de desdicha en desdicha que hacen estallar su indignación y lo fuerzan a desertar, privado de su familia y sus bienes, lo convierten en homicida en riñas de taberna, tiene que luchar con la policía, y escaparse a vivir con los salvajes. Y la pobre mi mujer ¡Dios sabe cuánto sufrió! Me dicen que se voló con no sé qué gavilán sin duda a buscar el pan que no podía darle yo... El gaucho retornará más tarde. Esta obra de José Hernández es, para muchos, el poema nacional de Argentina, el símbolo de la libertad perdida de las pampas libérrimas y la figura épica de una nación que comienza a prosperar. Sigamos. A la espalda del travieso aventurero y picarón Periquillo sarniento, que ha sido considerada
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hasta ahora como la primera novela de verdad escrita en hispanoamérica por el mejicano José Joaquín Fernández de Lizardi, vemos un paisa típico, con su sombrero de aguadeño de copa alta y cinta negra, camisa común, poncho a la espalda, cinturón de cuero, tapapinche que defiende los pantalones blanco de dril, zurriago y machete en el flanco derecho, el inconfundible carriel de piel de nutria, en los pies las quimbas o las albarcas de cuero rojizo y capellada de correas entrelazadas, mirada que no deja de ser maliciosa, un habladito capaz de engañar al propio Enemigo malo, una barajada en la derecha y la izquierda en el ala del sombrero, como diciendo: A sus órdenes, mi don. Es Peralta a quien Tomás Carrasquilla coloca A la diestra de Dios Padre. Continuemos todavía con las letras colombianas, esta vez simpatizando con ese par de enamorados, Efraín y María: La María de Isaacs, la novela más exquisita que en su tiempo produjera nuestro continente, y uno de los libros románticos más leídos de América. Y detrás de los helechos, el novelista ecuatoriano Juan León Mera presagia un drama entre salvajes con su indígena Cumandá, quien trata de esconderse, tímida, para buscar refugio detrás de un árbol. Con razón. Porque ella es protagonista de amores frustrados con Carlos, del cual no sabía que era su hermano. Un poco más arriba aparece Tabaré, el desventurado hijo de un jefe aborigen y de una española cautiva. Observemos cómo lleva desmayada en sus brazos una doncella española. Es un idilio delicado y trágico. Con cuánta angustia la transporta, tanto que
su pie descalzo, por guardar silencio esquiva la hoja seca. Es Blanca, hermana del Conquistador don Gonzalo de Orgaz, de la cual se ha enamorado porque le recuerda a su propia madre: Era así, como tú, la madre mía: blanca y hermosa, pero... ¡no eres tú! Epopeya sentimental del uruguayo Juan Zorrilla de San Martín. Canto a la desaparición de la raza charrúa y del mundo americano… Y, por último, allá en el fondo, casi invisible, el intelectual Arturo Cova quien ha huído de Bogotá, tiene que sufrir la ley de la selva, adaptarse a su voracidad para sobrevivir, naufragar en aquella naturaleza salvaje, domeñar raudales tronitosos, escalar las torrenteras, superar los rápidos turbulentos que baten “a lo lejos su espuma brava como un gallardete sobre el peñascal”, y presenciar horrorizado las terribles condiciones que padecen los caucheros del Amazonas, hasta perderse en La Vorágine enmarañada y ser devorado por la jungla.... ***** Nos hemos adentrado, sin quererlo, en el campo de la literatura en castellano. Pero no es todo. En el paraninfo de la Academia Colombiana donde estamos reunidos hacen de centinelas, a uno y otro lado de la rotonda, una serie de estatuas en sus austeros nichos. Ellas representan sendas literaturas, de diferentes épocas, naciones y lenguas, como un
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panorama por fuerza descolorido y fugaz del universo. A la derecha del auditorio, la figura en apariencia inexpresiva y estática del rey David, el del Antiguo Testamento, encarnación de la poesía del pueblo hebreo. Los Salmos, género iniciado por David, son composiciones destinadas al culto de Dios y, reunidos en un cancionero, constituyen hoy la más alta manifestación de poesía religiosa. El poder del Omnipotente frente a la miseria del hombre constituye la nota más común de estas oraciones en paralelismo oriental, plenas de humanísima contrición, de cantos de gloria al Creador reflejada en sus criaturas dispersas por el cosmos, de esperanzas mesiánicas y, a veces, de pesimismo conmovedor. Frente a David, al otro lado de la platea, nos encontramos con otro
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mundo y otra época muy cercanos de nosotros. Es el novelista ruso Fiódor Dostoievski, fallecido en 1881, quien es —como escritor— “subyugador y deshecho a un tiempo”. Entre muchas obras, la más conocida es Crimen y castigo, en que aparece como nunca su capacidad hipnótica para comunicar a los lectores la pasión del personaje. Al lado del novelista vemos la efigie del alemán Johann Wolfang von Goethe, espíritu universal que reúne la potencia del genio con un perfecto equilibrio de todas las facultades. Poeta de sensibilidad profunda, sabio erudito, abierto a todas las formas del arte y el pensamiento, su obra domina toda la literatura germana y ocupa un lugar señero en las letras del mundo. Pasemos de nuevo a la derecha. Homero, Platón y Sófocles, asombrosa trilogía que encarna la poesía,
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el pensamiento y la dramaturgia. Homero, en el S. IX a. de C., relata acontecimientos pretéritos, ya han pasado las guerras que los aqueos sostuvieron contra los pueblos asiánicos, uno de los cuales era el troyano. E1 mundo homérico es ideal y humano al propio tiempo, rodeado de un hondo sentido poético y de una reflexiva meditación sobre los mortales “que se alimentan de pan”, como canta el rapsodo. Es una epopeya de heroísmo, de imaginación y grandiosidad incomparables. Otro griego de extraordinaria elegancia en la prosa y en el diálogo artístico es el representado en la estatua siguiente, Platón, el filósofo, el pensador original, uno de los genios superiores que ha existido en la historia de la humanidad; y junto a él Sófocles, el dramaturgo perfecto, equilibrado, que presenta a los hombres “como debieran ser”, y en quien los contemporáneos hallaron la realización de su ideal literario de entonces y del futuro. Tornemos otra vez la mirada a los tres personajes que se hallan junto a Goethe. Son ellos Molière, el actor y dramaturgo francés, quien deseó que sus obras contribuyeran a la felicidad del hombre, combatiendo por eso, con insólita energía, los que “llamaba monederos falsos”, es decir, la hipocresía de la sociedad de la época. Junto a él, el poeta de Os Lusíadas, el inmenso poema de la expansión portuguesa en e1 mundo, cuya genuina originalidad consiste en la profunda vitalidad que el autor, Luis de Camoes, guerrero y navegante supo infundirle con su pluma. Y a su lado vemos al prolífico, dinámico, genial, William Shakespeare, cuya
obra ha sido leída y representada por tantas generaciones desde el S. XVI en casi todos los países del universo por la versatilidad de su genio, por su fantasía y verdad, por la finura de su penetración psicológica, la inspiración lírica y la emoción trágica de su talento. Las tres últimas esculturas a la derecha nos llevan de nuevo al mundo antiguo. Son tres clásicos latinos, maestros sin iguales de la palabra, un orador, un refinado bardo lírico y el épico cantor de Roma, de las labranzas y del campo. Marco Tulio Cicerón alcanzó la máxima perfección a que podía aspirar la prosa clásica de todos los países y épocas. Fue hombre de una curiosidad insaciable por todos los aspectos de la cultura en el más universal de los sentidos. Quinto Horacio Flaco, célebre por sus Sátiras y Epístolas, pero sobre todo por sus Odas, redactó estas últimas en la expresión más exquisita que logró jamás la lírica latina; mientras Virgilio, el Mantizano, en su Eneida mantiene la idea patriótica, la símbología histórica y una dimensión extraordinariamente humana, impregnadas de un sentido lírico-religioso y grandiosidad épica magistrales, admirados por los siglos. Uno precisamente de los más fervientes admiradores de Virgilio es —si dirigimos la mirada al lado izquierdo— el florentino Dante Alighieri. En La Divina Comedia relata un imaginario viaje suyo a los tres reinos de ultratumba: le acompaña Virgilio en su aventura por el infierno y el purgatorio, y Beatriz lo guía en su ascenso al paraíso hasta
EL MURAL Y LA LENGUA
contemplar la gloria perfectísima de la Santa Trinidad. La Divina Comedia es una grandiosa, apasionante y equilibrada síntesis del cristianismo, de la cultura clásica, de la poesía, la política y la teología. Es un poema de magnitud abrumadora. San Agustín, quien le acompaña en esta visión panorámica de la historia literaria de Occidente, ha sido uno de los espíritus más elevados que ha producido la raza humana. Escribió más de cien obras que abarcan todos los problemas de la fe católica y lo hacen un autor esencial en la historia del pensamiento. Y por último, en el centro de todos, coronación sublime de la palabra humana, sobre un trasfondo carmesí, el Verbo Encarnado, la Palabra de Dios, el que es el Camino, la Verdad y la Vida, a quien señalaron los profetas, presintieron los paganos y a quien los cristianos le decimos con el Apóstol: “Señor, ¿a quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!...”. ****
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Jóvenes: Hemos tenido, como en un filme de colores, una visión somera de las grandes figuras de la literatura, según aparecen en este fresco del maestro Acuña, y las de otros pueblos según la sugerencia de las estatuas que hacen de centinelas en este paraninfo. Mas la literatura castellana ha comenzado apenas. Ha tenido, es verdad, una primera edad de oro; la segunda está en las manos y en la inteligencia creadora de la juventud de España y de la América Hispana que continuará, no lo dudo, sus valores inmortales. Ahí tenéis, juventud de mi patria, una labor responsable y tenaz, que se inicia en los bancos del colegio. No dejéis apagar la antorcha que se os confía. Cultivad, con seriedad y con cariño, esa Lengua que es frágil en el infante que empieza a manejarla, se mantiene bizarra en los ancianos y en los campesinos, prospera en los maestros y en las persona cultas, se corrompe con influjos extranjeros, se empobrece en el vulgo, se despedaza en los ignaros de la calle, pero que seguirá esplendorosa en vuestros labios juveniles.
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DON BERNARDINO DE ALMANSA, PERSONALIDAD DISCUTIDA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
A los trescientos cincuenta y un año de su muerte, en esa larga perspec tiva cuando cronistas e historiadores se han dividido unos apasionados en su favor, otros un tanto negati vos, pero documentados, podemos nosotros considerar fríamente las actuaciones de don Bernardino de Almansa en los escasos dos años en que ocupó la silla arzobispal de Santafé (1631-1633). “Ejemplo de la justicia, pruden cia, fortaleza y santidad”, lo llama su fervoroso panegirista y amigo, don
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Discurso de posesión como Miembro Co rrespondiente en la Academia Colombia na de Historia, 6 de noviembre de 1984. En Boletín de Historia y Antigüedades No. 748, enero-febrero-marzo de 1985.
1 Epítome breve de la Vida y Mverte del Ilvstríssimo Dotor Don Bernardino de Almansa..., Madrid , Diego Días de la Correa, 1647, fol. 34 r.
Pedro de Salís y Valenzuela1. “Era de aspecto trigueño, muy severo, y algo inclinado a la justicia”, escribe el cronista Zamora2, y agrega: “Afa ble, y muy caritativo en su trato; de gran prudencia, y fortaleza de ánimo, quedando invincible su modestia en los mayores acometimientos de sus adversarios...”. El Dr. don Juan de Solórzano y Pereyra, del Consejo de Su Majestad, afirma por su par te que Almansa “es digno de toda buena memoria”3. Rodríguez Freile, en el Carnero, escrito a raíz de la muerte del Arzobispo, se limita con prudencia a decir que tuvo este “sus disgustos con el presidente y visita dor, y entiendo —agrega— que eran 2
M. Fr. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, Bogotá; Biblioteca Popúlar de Cultura Colombiana, t. II I, pág. 224.
3
Política Indiana, Madrid , 1776, III , 224.
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porque no le pareció bien lo malo. Otros dirán lo demás, que para mi intento esto bastaba”4. Basados en la anterior imagen, pulcra, severa y benigna al tiempo, nuestros historiadores nacionales han presentado al egregio eclesiásti co con rasgos positivamente favora bles. Para Groot, por ejemplo, fue un “prelado americano... tan ilustre por su nacimiento como por su ciencia, y más que todo por su virtud”5. Sin embargo, investigadores mo dernos de la talla de Antonio Astráin y Juan Manuel Pacheco, ambos de la Compañía de Jesús, a quienes sigue Mons. José Restrepo Posada, presentan un ángulo diferente de la discutida figura de don Bernardino. Pacheco, v. gr., afirma que era “sin ceramente piadoso, de costumbres austeras, celoso guardián del orden y la disciplina. Pero su falta de tacto, el demasiado celo por su autoridad y su carácter propenso a la cólera, habían de sembrar de espinas su camino”6. Y el propio General de los Jesuítas —P. Mucio Vitelleschi— re conocía —por razones que veremos adelante— que no podía negar “sino que este prelado nos afligió mucho y sin bastante causa...”7. 4
Juan Rodríguez Freire, El Carnero según el manuscrito de Yerbabuena, Bogotá, I.C.C., Biblioteca Colombiana XXI, 1984, pág. 271.
Más aún, en el Archivo General de Indias8 se conserva una carta del Visitador del Rey, de 6 de enero de 1632, en que comenta que don Bernardino “ha dado bastantes muestras de su altiva condición...” y, sobre el asunto del doctor Lesmes, “el dicho arzobispo me escribió un papel o dos, que están en mi poder, de sentimiento y con palabras inde centes y descorteses...”. Tal es el discutido personaje de quien vamos a tratar. Ensayaremos estudiar solo tres aspectos que pue den considerarse más llamativos: frente a los jesuítas, frente al Mar qués de Sofraga, y frente a ciertos problemas de entonces. Comenza remos por el segundo y el tercero, que nos darán la clave para enten der su actitud con los Padres de la Compañía. Nacido en Lima a seis del mes de julio de mil y quinientos y setenta y nueve9, se inclinó desde temprama edad al servicio de la Iglesia. Hizo los primeros estudios en su natal ciudad de los Reyes y “cierto es que sería en el Colegio de la Compañía de Jesús”10, al paso que los estudios mayores los cursó en la Universidad hasta graduarse de Bachiller en 8
Audiencia de Santafé, leg. 193.
5
José Manuel Groot , Historia Eclesiástica y Civil de Nueva Granada..., Bogotá, M. Rivas y Co., t. I, Segunda edición, 1889, pág. 277.
6
Juan Manuel Pacheco, S. J., Los Jesuí tas en Colombia, Bogotá, Ed. ‘San Juan Eudes’, t. I, 1959, pág. 408.
9 J. M. Pacheco, o. c., pág. 407, señala el 6 de junio de 1569, según la fe de bautismo que dice se encuentra en AGI, Santafé, leg. 245. Nosotros citamos la que trae el biógrafo Solís y Valenzuela, o. c., fol. 1vto., que es confirmada por el óleo existente en la sacristía de la catedral de Bogotá, donde se lee que al morir tenía 56 años, es decir, que había nacido en 1578.
7
ARSI , N. R. et Q., I Epíst. Gen ., fol. 139.
10 Solís, o. c., fol. 2 r.
DON BERNARDI NO DE ALMANSA, PERSONALIDAD DISCUTIDA
Cánones, y des pués Licenciado y Doctor. Floreció su juventud en la escuela del Santo arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo, de quien fue secretario en las visitas pastorales. En 1597 recibió la ordenación sacerdotal, y fue nombrado en se guida11 párroco de dos curatos de indios —Pachacamac y Guarrochiri (o Guadalchiri)—, con grande utili dad de sus naturales, cuyos edificios renovó12. Recibió luego el beneficio de la parroquia de San Sebastián de Lima, de donde ascendió en 1605 a la dignidad de Tesorero de la Cate dral de Cartagena de Indias, pues su buen nombre había llegado a la Corte de Felipe IV. En Cartagena, junto con el cargo al cual venía, le nombraron Consultor del Santo Oficio, Provisor y Vicario General del Obispo fray Juan de Ladrada, dominico. La razón era que el dicho eclesiástico mostraba mucha virtud además de ser excelente canonista. Su fama en este campo creció tanto que llegó a Roma con ocasión de la sentencia que dictó en una causa muy sonada y de muchos intere ses, en favor de la fundación de un Monasterio de Religiosas, de que tuvo principio el de Santa Clara de Cartagena. La sentencia la confirmó el Papa quien comentó de Almansa: “muy grande Provisor tiene el obispo de Cartagena”13.
11 El mismo explica en un memorial de agosto de 1603 para pedir una canonjía y exponer sus propios méritos , AGI, Santafé, leg. 245. 12 Zamora, o. c., pág. 212. 13 Zamora, o. c., pág. 212.
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Y “ya saliendo de mantillas [...], sacó las manos, y hizo de las suyas”, pues labró la catedral arruinada y saqueada por los piratas de sir Francis Drake14. Desempeñó Ber nardino su cargo con tal entusiasmo y justicia que, a decir de su obispo, con la llegada de Almansa obtuvo “grande alivio; y le amo mucho por su virtud y letras”15. Comenzaron entonces las ac tividades diplomáticas del futuro arzobispo: pues acontecía que las relaciones de Ladrada con los inqui sidores no eran muy amigables. Don José Toribio Medina en su historia de La Inquisición en Cartagena de Indias refiere casos que vendrían a cuento, mas por abreviar citaremos uno solo. Sucedió con don Juan de Mañozca, cuando este trató de humillar a Ladrada y a su Provi sor, “prohibiéndoles que usasen el oficio de ordinarios y que a ese título se presentasen al Tribunal, e inventando de intento asistencias a la catedral; no le podían [estos] perdonar semejante vejación, y no pararon hasta obtener del Consejo reparación del ultraje que recibieron ...”16. El caso fue que el obispo envió al Provisor a España para quejarse de las arbitrariedades del inquisidor; de paso Bernardino obtuvo para sí la merced del arcedianato de la catedral de Charcas (La Plata), a donde mar chó, en cuyo obispado fue también Provisor, Vicario General, Visitador
14 Solís, o. c., fol. 2 vto. 15 Carta del señor Ladrada al rey, 1 de julio de 1610, AGI, Santafé, leg. 228. 16 Bogotá, 2 ed., C. Valencia Ed., 1978, págs. 65-66; of. 77-78.
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y Comisario del Santo Oficio17. Más tarde logró otros cargos, pues era —en expresión de Solís— “piedra imán de todos los oficios”, porque “él llenaua los oficios, pero todos juntos no lo llenauan a él”18. Mas tampoco se detuvo ahí. Viajó un día a la Corte de Madrid a donde volaba su prestigio. Allí reedificó el convento de Jesús, María y José de Religio sas Descalzas de San Francisco. Y recibió numerosos honores, entre ellos el de Inquisidor de Logroño y poco después el de Toledo, hasta que llegó al Consejo de la Suprema Inquisición. Así las cosas, “cuando menos lo solicitaua”, le llegó (1630) el nom bramiento de Arzobispo de la Isla de Santo Domingo, Primado de las Indias Occidentales, siendo consa grado en Madrid por fray Juan Bravo, obispo de Urgento. Y ya cuando se disponía en Cádiz a hacer la nave gación hacia la isla antillana, recibió la cédula de su promoción a la sede arzobispal de Santafé de Bogotá por muerte de don Julián de Cortázar. Ya a punto de embarcarse, despa chó órdenes a Santo Domingo “para que lo que auía caído de sus rentas desde el fiat de Su Santidad [‘que eran ocho o diez mil ducados’19] , se repartiesse entre pobres, colegios y conventos de aquel arzobispado”20. De manera que “no uiene a ser Ca cique tributario de los ídolos de la 17 Zamora , o. c., pág. 213; Solís, o. c., fol. 2 vto - 3 r .
corte, sino mayordomo de los pobres de su Diócesi”21. Hízose, pues, a la mar, y con feliz navegación llegó al puerto de Cartagena de Indias, don de le recibieron con sumo regocijo, descansó unos días, y prosiguió el viaje por el río de la Magdalena hacia Santafé donde —si hemos de creer a Salís y Valenzuela— ya el demo nio había sembrado cizaña en dos poderosos ministros seglares, uno de los cuales “pecaua más de poco entendido que de mal teólogo”22. En efecto, el marqués de Sofraga, don Sancho Girón de Narváez, no va aparecer en esta historia “como una figura sombría y sin relieve”23. Porque “este caballero, según escribe Groot, era muy ostentoso, de genio fuerte y dominante, y des de que empezó a gobernar dejó conocer sus tendencias contra el clero, al cual pretendía dominar... Tocole al Santo y paciente [don Bernardino]...el li diar con este hombre tan imperioso y vano...”24. Este juicio, sin embargo, nos parece que habrá que matizarlo, pues la culpa no es de uno solo, y si don Sancho “era independiente y deseaba tener preemien cias”, el Arzobispo no lo era menos... Don Sancho había nacido en Ta lavera de la Reina, a orillas del Tajo. Al quedar vacante la presidencia del Nuevo Reino por muerte de don Juan de Borja, fue recomendado 21 Solís, o. c., fol. 10 r. 22 O. c., fol. 10 vto.
19 Solís, o. c., fol. 10 r.
23 J. M. Pacheco, S. J., El marqués de So fraga, en Revista Javeriana, XLI (1954) 36.
20 Zamora , o. c., pág. 213.
24 o. c., pág. 276.
18 O. c., fol. 3 r.
DON BERNARDI NO DE ALMANSA, PERSONALIDAD DISCUTIDA
para ese puesto por influencias de un tío suyo ante el rey. El 1° de febrero de 1630 entraba en Santafé el nuevo presidente, del hábito de Alcántara, con “su mujer e hijos, y muchas personas que le acompañaban y sirvientes”25. Las primeras relaciones con el arzobis po Cortázar no tuvieron roces ni estridencias. El nuevo dignatario se enfrentó de una vez al problema de las minas de plata de Santa Ana y Las Lajas , base de la economía y del movimiento comercial del Nuevo Reino. No fue fácil solucionarlo, y tuvo que contentarse con ordenar a los mineros que tratasen bien a los indios y les pagasen con equidad 26. Ese mismo año moría don Julián de Cortázar (25 de octubre, 1630), y en su reemplazo, como ya diji mos, se nombró a don Bernardino quien, desde Cartagena, comunicó al presi dente su próxima llegada. El marqués contestó felicitándolo, solo que en la carta omitía, igual que en otra que le dirigió a Hon da, el título de Ilustrísima. Sintió Almansa la desatención, pues él lo exigía como debido a su dignidad. Y eso se traslucía en la respuesta que dirigió a don Sancho. Venía, pues Almansa enfadado en su camino. El presidente no cedió, aferrado a la rígida etiqueta de entonces que hoy llamaríamos “ridículas vanidades del S. XVII”. Es que el tratamiento de señoría ilustrísima era el que se daba al Presidente del Consejo de Castilla, 25 J. Rodríguez Freire, El Carnero, pág. 269. 26 J. M. Pa c,he co, S. J., El marqués de Sofraga, pág. 37.
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a los obispos consagrados y a los grandes de España, y el marqués no tenía derecho a ello. Pero la oportu na intervención de dos jesuítas logró un acuerdo: una y otra autoridad se darían el título de Ilustrísima. Tal es la versión que tenemos en una carta del marqués27. Otra es la de Solís, el biógrafo de Almansa: “Llegó el Arçobispo a su Diócesi, con poca salud —dice— y mucha fatiga de tan penoso viaje... El marqués de Sofraga... embiole vna legacía con dos Padres de la Compañía de Jesús, de los más graues... La substancia de la legacía era esta: Que el Arço bispo hiziese al Presidente todas las sumissiones possibles. Item, que le auía de llamar Señoría Ilustríssima; y a su hijo señoría. Iten, que el día que fuesse recibido en su Iglesia, después de hecha oración en ella, auía de ir el Arçobispo a visitarle a su casa, antes de entrar en la suya ...”28. Y comenta el cronista: “Con este refresco fueron a Facatiuá [sic] los legados; y el Ariçobispo los oyó con más paciencia y modestia que me recía su atrevimiento...” Abreviando, él respondió que no haría tal. No satisfizo a don Sancho esa actitud, “y con réplicas echaron los legados tres idas y venidas a Facatiuá... (y) el Prelado estuuo tan constante en su respuesta, quanto ellos pesados en su réplica...”29. Así cuenta Solís. Prosigamos nosotros tratando de com prender
27 Carta del Marqués de Sofraga a la Real Audiencia, 20 de mayo,1633. Cit. por J. M. Pac heco, S. J., El marqués de Sofraga, pág. 38. 28 O. c., fol. 11 vto. 29 Ibid., fol. 12 r.
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ese “brote de regalismo que se ma nifestaba en que las autoridades eclesiásticas estuvieran al servicio del Gobierno”29bis. El largo viaje por el Magdalena había quebrantado la salud del Arzobispo, y con estos dis gustos se le agravaron las calenturas de la navegación. Tomó entonces la resolución de no aceptar el recibi miento solemne que le preparaba la capital. Pero esto hubiera causado enorme estupor si no hubiera sido porque don Francisco de Sosa, pai sano suyo, y don Antonio Rodríguez de San Isidro, Visitador de la Real Audiencia, vencieron la resistencia de Almansa. Pues fueron tales las súplicas—confiesa él mismo— que por fin “condescendí tan a riesgo de mi salud y vida como constó a vuestros oidores y a toda la ciudad”30. En el “lugar llamado Hontibón, que está dos leguas de Santafé”31 fue hospedado por los Padres de la Compañía de Jesús, cuya era aquella doctrina. Allí se presentó el marqués a darle la bienvenida y ambos se prodigaron mutuamente el tratamiento de ilustrísima. Esto refiere el de Sofraga en carta a la Audiencia el 20 de mayo de 163332. Solo que Salís afirma que Almansa “aunque sabía bien que no se le deu
29bis José Restrepo Posada, Arquidiócesis de Bogotá, Datos biográficos de sus Pre lados, t. I, 1564-1819, Bogotá, Academia Colombiana de Historia , 1961, pág. 67. 30 Carta del Sr. Almansa del 28 de marzo de 1633, AGI, Audiencia de Santafé, leg. 21.
ía, condescendió con [el] propósito, y le llamó señoría ilustríssima, y a su hijo señoría, con que por enton ces quedaron gustosos, aunque el Marqués reconoció...que [Almansa] era muy hombre...”33. La comitiva continuó el viaje. El recibimiento (11 de octubre de 1631) fue “tan ostentoso, como los suele hacer esta noble Ciudad. Entró en un cauallo blanco con aderezos y gualdrapa de terciopelo carmesí, y su cruzero con dos braços [la cruz patriarcal]...; recibiole su Iglesia con mucho regozijo y acordada música. Y después de auer cantado el Coro el Te Deum laudamus..., se fue el Ar çobispo... a las casas Ariçobispales, sin ir a la casa del Marqués de So fraga, como antes auía pretendido, y sin asistir a los regozijos que la Ciudad auía preparado de vn muy luzido alarde , y esquadrón formado de soldados de a pie, y de cauallo, cosa muy vistosa y entretenida... [No asistió debido a] la indisposición y falta de salud... Esta fue la causa de que todos los regozijos públicos cesassen por entonces , remitiéndolo para mejor ocasión...”34. Como se observa , Salís y Valen zuela difiere en parte de la narración del señor de Sofraga35, y omite un incidente que el marqués refiere en una carta de 12 de octubre de 1631: pues el arzobispo se desmontó al llegar a San Francisco, acompañado de los oidores. Estos no continuaron en la comitiva, porque Almansa se
31 Solís, o. c., fol. 12 r.
33 O. c., fol. 12 vto.
32 Cit. por J. M. Pacheco, S. J., El marqués de Sofraga, pág. 39.
35 En carta de 6 de febrero del 1632.
34 O. c., fols. 12 vt o, - 13 vto.
DON BERNARDI NO DE ALMANSA, PERSONALIDAD DISCUTIDA
hizo llevar bajo palio hasta la cate dral. El marqués se había opuesto, basado en una real Cédula que lo prohibía, y se había convenido en que únicamente entraría bajo palio el prelado sin el cortejo de la Real Audiencia; por esto no lo acompaña ron más “para no justificar con su presencia ese desacato a la reales órdenes”. Eran dos caracteres du ros, poco amigos de ceder, sujetos a etiquetas “estiradas” y nimiedades exquisitas. Llegó, pues, Almansa a su pala cio donde se vio obligado a guardar cama por varios días. Don Sancho Girón , en una carta confiesa: “le visité continuamente mientras duró la enfermedad, haciendo de mi par te casi todo lo que pudiera hacer con un legado particular del Sumo Pontífice”36. El prelado recuperó la salud. Y empezó a gobernar con insospecha da energía. Y fue lo primero publicar un drástico edicto (14 de enero de 1632)37 por el cual revocaba a todos los sacerdotes religiosos y seculares de su jurisdicción las licencias de confesar y predicar mientras no se sometieran a un especial examen de teología y derecho canónico. Hom bres tan eminentes como los Provin ciales de los franciscanos, agustinos, dominicos, jesuítas, doctores, teólo gos y profesores de Universidades como los de la recién fundada Aca demia Javeriana y muchos más, se
36 Cit. por J. M. Pacheco, S.J., El marqués de Sofraga, pg. 93, n. 5. 37 AGI, Audiencia de Santafé, le g. 227; cf. J.M. Pacheco, S.J., Ibid., pág. 39.
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sintieron naturalmente ofendidos por el des doro en que aparecían, equiparados en el “castigo” con los ignorantes, y pidieron revocación de tan excepcional edicto. El prelado, por falta sin duda de amplitud de miras y de comprensión, no quiso oír a nadie. La medida tenía en parte mucha razón en vista de buen número de doctrineros y confesores y predi cadores que carecían de suficiente ciencia teológica y canónica38. Mas el prelado se enajenó a su clero, al cual no quedó más remedio que abs tenerse, de predicar y confesar. Los fieles se inquietaron. Hubo personas que murieron pidiendo confesor, y no lo hubo. ¿Qué habría sucedido?, se preguntaban. El procurador de la ciudad re presentó su inquietud al arzobispo. Este no se intimidó. —¿Cuántos murieron sin confesión? ¿A qué clé rigo llamaron?, indagó Bernardino. Disculpase el procurador don Lope de Burneo diciendo que no se tra taba de acusar a nadie. No admitió excusas el arzobispo sino que a su vez le acusó de declarar en falso, y por ende mandó al fiscal pidiese el castigo de los calumniadores. Inti midado acudió Lope a la Real Audiencia. Los oidores ordenaron por un auto al prelado entregara el proceso iniciado contra el procu rador. Pero fue en vano. Indignada la Audiencia hizo comparecer ante ella al notario seglar que lo había
38 Carta del señor Almansa , 24 de octubre, 1632: cf. J. M. Pacheco, S.J., Ibid., pág. 40.
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dirigido y le exigió el proceso, pero este estaba en manos del prelado. El notario fue entonces encarcela do. Súpolo Almansa y ordenó darle libertad en el término de tres horas. Reuniose de nuevo el real acuerdo y exigió al Señor Almansa la entrega del proceso. Por fin este cedió, y el notario recobró la libertad. He ahí lo que refiere el de So fraga39. A Solís y Valenzuela se le olvidó relatar este incidente, por apresurarse a llegar cuanto antes a las ceremonias del palio, que suce dieron diez meses más tarde. Entretanto, captando el ambiente de tirantez y descontento que rei naba en la ciudad, el dominico fray Juan de Avalas se atrevió a hablar de esto en el púlpito, y el prelado lo excomulgó públicamente. La exco munión, en la época de Almansa, era una censura eclesiástica —la más grave de las penas medicina les— enderezada a corregir a los súbditos re beldes y contumaces, por la cual un cristiano era excluído de la comunión de los fieles y de la participación de los sacra mentos, quedando además privado de los bienes sobrenaturales y espirituales del fuero externo. La excomunión en manos de don Bernardino será manejada con prodigalidad. Para el caso de Avalas los religio sos nombraron un juez conservador que defendiera sus derechos contra el prelado. Mas don Sancho Girón intervino en persona, logró persuadir al arzo 39 En carta de 16 de marzo de 1632; cf. J. M. Pacheco, S. J., l bid., pág. 40.
bispo a que levantara la censura , y así se hizo40. Y sucedió más41. A la primera misa pontifical que cele bró el prelado después de su enfermedad acudió la Audiencia en corporación. Ya habían ocupado su asiento el presidente y los oidores cuando llegó el celebran te. Pasó este junto a ellos y apenas si se dignó saludarlos. Sintieron ellos la descortesía. Al terminar, se lo hicie ron saber, mas él se excusó diciendo que fue una inadvertencia... Pero el día de la Purificación de Nuestra Señora (dos de febrero) se presentó un disgusto mayor. Cuando estaban para llegar a la catedral el presidente y los oidores, el arzobispo comenzó los oficios sin esperar a nadie. Una de las ceremonias era la entrega de las velas. “Subió el marqués de Sofraga las gradas arriba del altar mayor —refiere el cronista colonial—, y con un desdén estraño, sin arrodi llarse, ni hazer amago dello, antes con gran azedia, no recibió la vela, sino que se la quitó o arrebató de la mano... bolviéndole descortésmente las espaldas, quedando el Arçobis po... casi como mudo de acción tan furiosa... [Más aún], llamó aquella noche [el marqués] a don Luan Vélez de Gueuara..., Alcalde mayor de la ciudad de Burgos, su comensal y paniaguado, y le mandó lleuar vn recaudo al Arçobispo, tan descom puesto, como se dexa entender de aquella boca, que era bolcán de fuego,... embiando juntamente a 40 Carta del marqués de Sofraga del 16 de marzo, 1632. Cf. J . M. Pacheco, S.J., El marqués de Sofraga, pág. 40. 41 Carta del Marqués de Sofraga, 6 de febrero , 1632; Cf. J. M.Pacheco, S. J., Ibid., pág . 41.
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su Mayordomo Montoya, para que estuuiesse de resguardo en la an tesala, oyendo si el cauallero hazía su legacía puntual...”. Hasta aquí el cronista. Pero él omite —por olvido sin duda— que el señor Almansa quedó tan enfadado del incidente de las velas que exigió al Visitador, don An tonio Rodríguez de San Isidro Man rique, levantarse una información, y añadía que el presidente lo había amenazado desde su sitial poniendo la mano en la barba como indicán dole que le daría su merecido42. El Visitador procuró esa misma noche aplacar al prelado y recon ciliarlo con el marqués, cosa que por fortuna se obtuvo, aun cuando Almansa escribió al rey diciéndole que lo hizo por evitar encuentros43. Mes y medio más tarde agriará más los ánimos un ruidoso choque: el Visitador, hasta ahora neutral, se halló complicado en un escándalo público. Al parecer mantenía rela ciones ilícitas con una labradora cincuentona de nombre María Ma teos. Es decir, en palabras de Solís, que “estaba amigado con una mu ger, que auía lleuado de los Reynos de Es paña, con título de criado; aunque lo significaua mal, porque las amigas de los ministros hazen vanagloria y autoridad de lo que es su mayor infamia”44. Almansa, en todo caso remitiole una nota secre ta (29 de marzo de 1632) en que le 42 Carta del señor Almansa, 24 de octubre, 1632; Cf. J . M. Pacheco, S.J., Ibid. 43 Carta del señor Almansa a la Audiencia, Pamplona, 28 de marzo, 1633; cf. J. M. Pacheco, S.J., Ibid. 44 Solís, o. c., fol. 19 r.
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llamaba la atención45. El Visitador reaccionó furiosamente, negando el cargo como mentiroso y falso, y mandó decir al arzobispo que “pro curase remediar los excesos de sus súbditos y los suyos y no se metiese con su merced..., porque estos eran atrevimientos y desvergüenzas que no se debían tener con ministros de su magestad...”, [añadiendo] que era mucha desvergüenza, ya “que no se podía esperar otra cosa de un doctrinero que había cargado leña en caballos para llevar a la ciudad de Lima...”46. Y no paró ahí. Cuenta Solís que el Visitador, “serían siete o ocho de la noche, se vistió la garnacha, y acompañado de pocos criados, se fue a la casa del Marqués de Sofra ga..., a juntar allí todo el Acuerdo, y dar un medio cómo desterrar el Arçobispo... Juntáronse en fin los Oydores, y aunque los más eran de la vanda del Marqués, y Visitador, en nada convinie ron, por la gran resistencia que a sus deprauados intentos hizieron el doctor Lesmes de Espinosa Sarauia y el Licenciado don luan de Padilla, bien afectos a la justicia... El [enfadado] Visitador procedió a molestar los criados, ministros y amigos del Arçobispo, prendió al Licenciado Antonio de Llanos, Abogado del Arçobispo [y a varios oidores], los desterró y secretó sus bienes y priuó de las plaças... Y al Secretario..., sospechando que auía reuelado al Arçobispo su vida y milagros, lo mandó prender y poner en la cárcel con prisiones , y después 45 Solís, o. c., fol. 19 r-vto., copia la carta. 46 Testimonio del escribano Gregorio García de Moros, ANB, Real Audiencia, Cundi namarca, t. XV, fols. 269-270.
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de muy largos meses de calamidades y trabajos lo remitió a España...”47. Salís termina el caso refiriendo que el Arzo bispo, acabada la visita a Santafé, emprendió viaje a Tunja. Existe, sin embargo, en el Archivo Nacional de Bogotá48 una serie de datos que completan los que arriba faltan y se aclaran posiciones. Allí el acusado es el señor Almansa por haber cobrado odio al Visitador e instruir un proceso contra éste; en él para atestiguar fueron llamados los enemigos que el prelado se había granjeado en su oficio. Se le acusaba además de haber exiliado (aunque por otros motivos) al oidor Lesmes, fuera de haberle remitido un papel injuriante. Por todo ello se pedía a la Audiencia que intimara a don Bernardino una real provisión de ruego y encargo en que se le ordena ra entregar el proceso seguido con tra la persona del Visitador para dar cuenta de ello a su majestad y para que el Arzobispo no procediera judicialmente como insinuaba. Los oidores aceptaron la solicitud de Rodríguez49, solo que el Visitador no pedía el exilio de Almansa como afirma Solís, pero sí hizo levantar información de la imputación que se le achacaba de vivir en mal estado con la Mateas, cargo del cual fue defendido50.
47 Solís, o. c., fols. 10 r-vto. 48 ANB, Libro del Real Acuerdo, Real Au diencia, Cundinamarca, XV, fols. 267 r - 269 r.
Pasado este incidente, vinieron otros, esta vez de nuevo con don San cho. Un bello día viendo inacabadas las torres de la catedral (llegaban “hasta la cornisa del primer cuerpo”) y el cementerio, don Bernardino, sin contar con el “juez competente”, hizo el propósito de terminar una y otro: porque los cimientos de aquellas “no correspondían a su elevación”, y había que “extender un poco el altozano para hermosear la fachada del edificio”(50bis), cosa que el Pre sidente trató de impedir. Pero aquí vienen dos versiones que vale la pena conocer: la del pro pio don Bernardino con su biógrafo Solís, y la del Marqués. El biógrafo comenta —con un estilo delicio samente descriptivo— que “como le vió el demonio tan fino operario [al arzobispo], valiose de su rufián para reñir otra pendencia, apenas estauan abiertos los cimientos y juntos los materiales para la obra. Apenas comiençan los oficiales a trabajar, quando el Presidente les embarga, y la ciudad por complazerle la contradize, sin otra causa más de dezir que la obra embaraçaua el passo del coche del Presidente; y perseuerando los oficiales en ella, por no auer razón para dexarla, con mucho escándalo de toda la ciudad el Marqués la mandó prender y poner en las cárceles, pero suplieron su falta los Prebendados de la Iglesia y el Clero... Y era para enternecer mil corazones ver al venerable Déan ceñido y fervoroso hazer oficio de Maestro, y a los demás Prebendados, señores y sacerdotes varios seruir
49 Ibid. 50 AGI, Audiencia de Santafé, leg. 21.
50bis José Manuel Groot , o. c., t . I, pág. 279.
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de peones; aquellos con sus paletas assentauan las piedras, y allanauan la mezcla, y estos lleuauan vnos la mezcla, otros la piedra, y el agua de la fuente que está en medio de la plaza mayor, puestos los cántaros al ombro, con gran regozijo suyo y lágrimas del pueblo: y todo lo oía Neró[n] y él de nada se dolía... Lo que hizo el Marqués, para dar exemplo de christiano al pueblo, fue poner se en cuerpo, y tomar el bastón de Capitán General, y mandar juntar la milicia, para dar vn assalto a los sacerdotes...”. Prosigue el cronista describiendo la escena y añade que los indios y muchachos juntaron piedras y pa los para defender a sus pastores; el prelado se quedó en casa para no tumultuar al pueblo, antes envió orden a los suyos para que cesa sen trabajos y tuvo que aplacar a los mozos que se proponían poner fuego a la casa del marqués. Este, por su parte, fue disuadido por los oidores para que no estorbase la obra; más aún, ese día se esfumó no encontrándosele ni en público ni en secreto; pero esa misma noche hizo llamar un escribano para hacer una información falsa contra el prelado, difamándolo ante el Consejo. Pero oigamos la descripción tan viva, amena y graciosa de Solis: se acusó al arzobispo de que “auía jun tado contra él [contra don Sancho] vn exército de clérigos con espadas, lan gas y alabardas, mosquetes, piedra y palos, y que en el alto o cimenterio de la iglesia estaua formado esqua drón, para acometerle cuando por allí passasse; cosa lo más agena a toda verdad, que imaginarse puede;
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pues los Sacerdotes no cuidauan sino de cernir cal y arena, amassar la mezcla y acarrear agua, piedras, ripio y otros materiales...; y no vuo ni se vieron alabardas, ni langas, ni menos mosquetes, sino agadas, pa las , espuertas y otros instrumentos de albañilería; verdad sea que los monazillos de la Iglesia, visto que se juntaua milicia y que auía soldados a la puerta del Marqués, subieron de su motivo y sin mandárselo nadie a la torre vna cantidad de guijarras, para darle al Marqués y sus solda dos vna o dos rociadas de aquella gragea, para defender a los t raba ja dores; no vuo allí otra diligencia alguna de guerra, y esta la hizieron los muchachos...”. Hasta aquí las palabras del cro nista quien además comenta que la información jurada de los secuaces del de Sofraga fue fruto del “furor y pasión” del gobernante, sin que hubiera quién dijera la verdad. Sea como fuere, el hecho es que “el Ar çobispo declaró por excomulgados al Alcalde ordinario y Al guaziles que le prendieron los oficiales que trabajauan en la obra”51. La versión, en cambio, del mar qués es diferente, y él la expone a la Audiencia en carta de 20 de mayo de 1633 que, si le creemos, parece lógica en líneas generales. Pues explica que como el altozano o cementerio a medio hacer ponía una nota de fealdad en la fachada de la catedral, el arzobispo resolvió por su cuenta construir un nuevo altozano e mampostería y, sin más, inició las
51 O. c., fols. 17 r-vto.
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obras. Era a fines de julio de 1632. A la ciudad no le gustó la idea, y “volviendo por sí y por su república y la policía de ella, ocurrió ante el gobernador para que la amparase”. El gobernante consultó al arqui tecto jesuíta Juan Bautista Coluccini para que viese cómo “por la parte en que la obra da con la calle real no se metiese tanto en la plaza que tapase el hueco de ella”. El Padre elaboró una planta o mapa que, según insinuación del marqués, fue presentada al arzobispo. Este se mostró inflexible52. Diseñó entonces Coluccini otra planta con que “con solo ochavar la esquina venía a ser menos el perjuicio y el cementerio quedaba más lucido”.
El arzobispo se enojó, excomulgó al alcalde y alguaciles comprometi dos, e hizo que el fiscal eclesiástico ordenara a todos los clérigos, so pena de excomunión, vinieran a trabajar. No faltó nadie. El alboroto no fue pequeño. Llegaron armados algunos —según el marqués— “con montantes y espadas desnudas y pa los”, con lo cual se fue amontonando la gente, y los curiosos miraban. La autoridad mandó despejar el campo. Al atardecer los clérigos-albañiles se retiraron dejando puesta una gran cruz que señalara el lindero. Esta fue respetada y ahí permaneció hasta que la Audiencia dio la orden de demoler la obra incoada, y todo el pleito pasó al Consejo de Indias. Así acabó el conflicto... aparentemente.
El arzobispo, “por estar con poca salud”, difirió la resolución. La obra entonces se suspendió temporal mente “por aquella parte adonde yo mandé a los oficiales que no traba jasen —escribía el marqués53— , y se iba continuando por los demás lados”. Pero un bello día comen zaron otra vez “a abrir la zanja del cimiento en la parte litigiosa..., y luego vino un alcalde ordinario y un regidor... y con clamor y sentimiento me pidieron que los amparase como gobernador... —afirma éste—, y ha biéndolo visto desde una ventana, mandé prender dos o tres indios que estaban en la dicha zanja...”.
Es curioso que el biógrafo de Almansa no refiera sino hasta la clavada de la cruz. En todo caso, de los sucesos referidos se levantó infor mación. Uno de los declarantes fue el jesuíta Coluccini. Este, entre otras cosas, afirmaba que la construcción de marras había desconsolado a la ciudad “por la fealdad que causaba el dicho edificio, por entrar todo en la plaza y tapar como tapaba la vista de la dicha calle real, que es la más principal de esta ciudad”54. Declaró también como testigo el presbítero Juan de Salazar y Castro, quien aseveró que los prebendados no lle vaban armas, ni palos, ni garrotes...
52 Declaración del P. Coluccini , AGI, San tafé, leg. 21; Cf. J. M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas en Colombia, I, pág. 411. 53 Carta del marqués de Sofraga a la Au diencia, Santafé, 20 de mayo de 1633; AGI, Santafé, le g. 21; J. M. Pacheco, S. J., El marqués..., pág. 43.
Cuando el arzobispo supo de esta información que se envió a Madrid, escribió también él al rey para de
54 Cit. por J. M. Pacheco, S.J., El mar qués..., pág. 44.
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fenderse porque “resistir sinrazones, amparar a los pobres, no sufrir vejaciones en daño y perjuicio de su iglesia, dignidad y oficio, era muy grande gloria suya”55. Y no contento con esto, proclamó un edicto en que declaraba incursos en censuras a cuantos recibieran informaciones contra él56. Se predicaba en Santafé por en tonces un jubileo concedido por Ur bano VIII. El rencoroso don Sancho no quiso ni acercarse a la catedral. Pero Almansa buscó cómo hacer las paces. “Sabiendo que salía el mar qués de su casa, salió el Arçobispo de la suya...; y en la silla de manos en que de ordinario le lleuauan, y en vna misma calle se hizo encon tradizo con el Presidente; hizo parar la silla, y salió de ella, y lo abraçó amorosamente, perdonándole las injurias... y en fino lo reduxo a que fuessen juntos a andar las estacio nes, y diessen buen exemplo a la plebe...; mas aunque el Marqués por entonces estuuo pacífico, fue —dice Solís— como Faraón, que se boluió a su antigua dureza...”57.
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atrajeron la aversión del Prelado”58, fuera de haberse resistido a rendirle cuentas del seminario, cuando éste se las exigió. Recordemos la excomunión del alcalde y alguaciles que intercep taron a unos albañiles de la cate dral. El de Sofraga consultó al P. Sebastián de Morillo, jesuíta. Este le respondió —según Solís— “que no auía que hacer caso de aquella excomunión, aunque el prelado la vuiesse reseruado a sí, que él abso luería al Alcalde y demás ministros, y [quedó] muy alegre de hallar tan gran Teólogo y tan a su gusto”. Además “el Marqués hizo llamar a Simón de Sosa, que era el Alcalde, y allí en su casa lo absoluió de la excomunión el dicho Padre Morillo...“59. Esto dice el cronista. Mas ¿por qué no creer nosotros al interesado? Morillo confiesa que solo se limitó a declarar que Sosa no había incurrido en excomunión60.
Y con esto hemos llegado a la tercera parte del presente trabajo, en que los jesuítas cometieron infor tunadamente imprudencias invero símiles, entre ellas la “de mostrarse favorables al Marqués, con lo cual se
El rompimiento amenazaba no poco estrépito. Porque, meses an tes, cuando había tenido lugar la imposición del palio a Almansa en Santafé, entre los festejos que le celebraron el día de la Inmacula da, había dispuesto el deán, con aproba ción de don Bernardino la representación de cuatro o cinco comedias aseglaradas en casa del
55 Carta del señor Alman sa a la Audien cia, Pamplona, 28 de marzo, 1633; AGI, Santafé, leg. 21.
58 Antonio Astrái n, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, t. V, Madrid, Razón y Fe , 1916, págs. 471-472.
56 Carta del señor Almansa, 24 de octubre, 1632; J . M. Pacheco, S. J., El marqués ..., pág. 44. 57 O. c., fol. 38 r.
59 Ibid., fol. 18 r. 60 Carta del P. Morillo, Tunja, 7 de febrero de 1633; AGI, Sant afé, leg. 246; J. M. Pacheco, S. J., Los Jesuítas... , pág. 413.
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prelado y en la catedral; incluso se mezclaron entremeses que, a juicio del visitador Rodríguez de San Isi dro, estaban “llenos de deshones tidad e indecencia tan grande que, generalmente causaron escán dalo y murmuración, juzgándolos por indignos de que se representasen en la presencia de prelado tan grande como un arzobispo”, máxime delante del Smo. Sacramento y en la catedral y con tal concurrencia de gente61. De esto calla Solís. Pero aconteció que el día de año nuevo de 1633 predicó el P. Sebastián de Morillo en la iglesia de San Ignacio un sermón en el cual aludió a tales entremeses, en términos moderados, aunque no dejó de reprender que se hubieran representado en el templo. Súpolo en Funza el señor Almansa que había salido de visita pastoral. El los había permitido. Encendiose en cólera. Al instante rechazó esa crítica , protestó contra la absolución del alcalde y acordándose de un asunto suce dido años atrás, imputó a Morillo el haber quebrantado los cánones vigentes cuando, años había, entró en la clausura de un convento de monjas. Esto era verdad, solo que lo había hecho acompañando al arzobispo Cortázar, “por su expreso y apretado mandato”, según consta en una carta del propio Morillo62. 61 Carta al rey, Santafé, agosto 16 de 1633, AGI, Santafé, leg. 246; J. M. Pacheco, S. J ., Los Jesuítas . . . , l, pág. 413. 62 Carta del P. Sebastián Morillo, Tun ja, 7 de febrero, 1633, AGI, Santafé , leg. 246. Astr áin, (Le.) cita numerosos do cumentos del Archivo de Indias en favor de Mor illo ; alude asimismo a una carta del P. Sánchez Morgáez al Presidente de la Audiencia, fechada —como la de
No importaba . El colérico arzobis po privó al religioso de las licencias de predicar y confesar. Y ordenó que se hicieran informaciones sobre otros delitos atroces e imaginarios, que suponía había cometido Morillo. Y, sin más, prosiguió tranquilamen te la visita pastoral. Era el P. Morillo —escribe Juan Manuel Pacheco, S. J.— uno de los religiosos más beneméritos con que contaba entonces la Compañía en el Nuevo Reino, por sus años y por sus cargos de gobierno. Algunos jesuítas consideraban el auto del prelado como un agravio a toda la Compañía, y sostenían que era menester elegir un juez conser vador que defendiera los derechos de la Orden. Otros en cambio juzgaban más prudente una conciliación con el arzobispo”63. No faltaron quienes acudieron a la Audiencia en demanda de favor. Esta apoyó resueltamente a la Compañía. Dos Padres viajaron a Fúquene a entrevistarse con don Bernardino, y él revocó la suspensión restituyendo las facultades a Morillo, con cuya merced los Padres dieron gracias al prelado. Mas en seguida repararon en ciertas cláusulas restrictivas del auto, pues las licencias se le conce dían “por ahora”, y no se revocaba el auto anterior antes se afirmaba don Bernardino en lo que había
Morillo— el 7 de febrero de 1633; y una carta del Presidente Rodríguez de San Isidro Manrique al rey, del 23 de agosto de ese año. 63 Los Jesuítas ..., pág . 414.
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hecho64. Devolvieron, pues, el auto al arzobispo y pensaron en un paso definitivo, tratando de nombrar juez conservador, para hacer ante él las informaciones. “Y en esto —es el comentario de Salís— pretendían que hazía fuerga el Argobispo, como si estuuieran en Francia, donde no se guarda el Concilio de Trento...”65.
y recogida que puedo, pues no digo aquí si no es lo forçoso y todo lo que aquel nuevo Mundo supo, y aquella Ciudad vio y experimentó; que no ha tantos siglos que no aurá muchos testigos viuos que contesten con ella, perdonen respetos y dependencias humanas, que la justicia ha de tener su lugar, Quod scripsi scripsi”68.
La idea de este juez la achaca ba el mencionado biógrafo, no sin candorosa malicia y no disimulado apasionamiento, al marqués y sus ministros, “ofreciéndoles —dice— que harían con los Oydores les hiziessen en todo muy buen passa je...“66, pues lo importante era “des acreditar al Arçobispo con el Rey y con su Consejo de Indias, y proueer autos de temporalidades, y sacarlo del Reyno, y en vn nauío remitirle a España, quedándose ellos viuiendo a su aluedrío, sin Dios, y sin ley”.
Continuemos con el arzobispo. El escribió a la Audiencia desde Pam plona un largo memorial de agravios contra el Presidente. La réplica de este fue habilísima. La prueba fue que meses después recibía Alman sa una real cédula y en ella una reprensión que vino a amargar su aparente triunfalismo. Pero suspen damos este pleito para tornar al P. Sebastián de Morillo, cuyo asunto parecía terminado.
Del destierro ciertamente se ha bló, mas reflexionando la Audiencia que, fuera de las censuras, hubiera sido un solemne disparate cayó en la cuenta de que los jueces civiles no eran competentes para levantar información contra el arzobispo67. Y así se suspendió el asunto. Solís y Valenzuela, sin embargo, simplifica los problemas en favor de su protagonista. Un poco más ade lante se justifica diciendo que “nadie se quexe desta relación, pues certifi co es la más modesta, más decente 64 Momorial del H. Cristóbal Muñoz..., AGI, Santafé, leg. 246.
El grupo extremista no había quedado contento con que al Padre se le hubieran devuelto las licencias con limitaciones, ni que se hubieran dejado de revocar el auto y el pro ceso. Por eso se resolvió a elegir un juez conservador. El nombramiento recayó en el franciscano fray Agustín de Vega, guardián del convento de Tunja. Dos frailes y dos jesuítas se diri gierón a Cucaita, donde se hallaba en ese momento el arzobispo, a comunicarle la noticia. Mas don Bernardino no era quién para de jarse imponer de nadie: uno de los franciscanos fue aprehendido por
65 O. c., fol. 22 vto.
67 Cf. J. M. Pacheco, S.J., El marqués..., págs. 92-93.
66 O. c., fol. 22 r.
68 O. c., fols. 25 r - vto.
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los clérigos de la comitiva arzobispal quienes le arrebataron los papeles que llevaba69. Hecho esto, Almansa prosiguió su visita pastoral, rumbo a Pamplona, muy tranquilo al parecer. Mas dio la coincidencia que en esta ciudad celebraban los fran ciscanos un pacífico capítulo de la provincia. En él, uno de los vocales era precisamente fray Agustín de Vega. El nuevo ministro provincial, que de allí salió elegido, llegase al arzobispo a pedirle su bendición, pero —son sus palabras— “aunque el recibimiento no fue cual pensé, juzgué no seríamos nosotros la cau sa de su enfado, y con muy buenas y humildes cortesías le ofrecí mi oficio y el de los definidores para servirle, del cual ofrecimiento no hizo caso, si bien de esto no me espanto si miro a la persona y no al oficio. Salieron los Padres definidores y yo me quedé con el uno por compañero, y en bre ves lances descubrió su enojo...”70. Poco después, en otra visita que le hice, “se metió [el arzobispo] en lo del juez conservador, y diciéndole yo cómo [él] se iba a Tunja a vivir y ser morador, con lo cual se embra veció con palabras, votos y acciones desentonadas, jurando por Dios que si el juez conservador, antes que se fuese, no hacía declaración de cómo no pudo ser electo en tal juez, y que todo lo actuado era írrito y de ningún valor, que había de enviar
69 Interrogtorio del H. Muñoz, AGI, Santafé, leg . 246. 70 Carta del fr. Gregorio Guiral, Pamplona, 7 de mayo de 1633; AGI, Santafé, leg. 246; J. M. Pacheco, S. J., Los Jesuitas, I, pág. 417.
treinta clérigos que lo prendiesen y se lo trajesen a su presencia, y que en el dicho había de hacer un casti go ejemplar, y que fuese sonado en Roma y en todos los reinos de Espa ña...”71. Hasta aquí el Provincial. En efecto, todo se llevó a cabo, según las amenazas, pues el 4 de mayo salía todo el pueblo “a ver las tropas de clérigos, monigotes y mulatos, llamados a campana tañida, que iban unos a pie y otros a caballo”, a ejecutar la dicha prisión, mientras el arzobispo los animaba desde las ventanas de su casa. A una legua de Pamplona, en una posada, hallaron al desprevenido fraile, quien fue obligado con violencia a subir a una mula y retornar a la ciudad, pese a la protesta de los religiosos acompa ñantes. En la cárcel logró Almansa doblegar al franciscano quien, por fin, en público documento declaró —y así lo comunicó Almansa al rey— “ser nulo su nombramiento de juez conservador, por no ser suficientes las causas que lo motivaron, y que ha remitido la causa a la Santa Sede”72. Esta es la historia que se obtiene de los documentos, si bien el cronista Solís y Valenzuela trata de darle un enfoque más benigno en favor del prelado: porque sostiene que el fran ciscano rompió con la obediencia a su provincial, y los ministros “le die ron a la mano gran cantidad de ripio de testigos, para que los examinasse contra el Prelado...”; hasta que, por
71 Ibid. 72 Carta del Sr. Almansa al rey, Monguí, 23 de agosto, 1633; AGI, Santafé, leg. 227;J.M. Pacheco, S.J., Los Jesuitas, I, pág. 418; A. Astráin, S. J., o. c., pág. 173.
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último (“reconociendo la malicia con que se procedía”73), cansado el Guardián de ocuparse en materia tan ciuil, y queriendo exonerarle della, subdelegó la comiisión [sic.] a el Dotor Mateo Cruzate, hermano de vn Padre de la Compañía...”74. No explica más, solo sí que “auiendo declarado ante su notario, que era nulo quanto auía actuado contra el Arçobispo y sus excomuniones, anocheció, y no amaneció en el Conuento, sino en el camino de la ciudad de Pamplona, para donde con toda priesa se partió en busca del Arçobispo, que actualmente la estaua visitando”; donde el buen religioso se postró ante él, le pidió perdón, fue recibido con todo cari ño, y declaró que los autos los hizo por vía de fuerza, y que los Padres de la Compañía no habían podido nombrarle como juez75. Pero esto nos lleva a otra com plicación aventurera. Pues, como insinuaba el citado cronista, en su reemplazo nombró el fraile al párroco de Mompós, doctor Mateo Cruzat, quien se hallaba en Santafé. Este, a pesar de estar “denunciado por excomunión, aceptó el nombra miento”, dice Zamora76. Su oficio era levantar información —no contra el prelado, sino sobre la virtud y buen proceder del P. Murillo—. Inició su trabajo en un aposento del colegio de la Compañía. Pero no bien empezó cuando fue acusado ante don Gaspar Arias Mal
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donado, provisor y vicario general, de estar levan tando “con grande secreto, encerrado en la misma Compañía, informaciones contra el señor arzobispo de cosas tocantes a su vida y costumbres”77. Citado ante el provisor (2 de marzo de 1633), se negó a dar mayores deta lles fuera de que investigaba sobre el buen nombre del P. Murillo. Se le encarceló entonces y se aseguró con grillos, no sin sentir cierto escrúpulo la autoridad por haberse quizás ex tralimitado. Por eso al día siguiente añadía el provisor otros cargos, que fueron negados por testigos de pro. Tres días después una asombrosa noticia despertó al provisor: Cruzat había desaparecido de la cárcel... Salido del asombro, mandó inmedia tamente fijar edictos que declaraban excomulgado al clérigo y prohibían prestarle ayuda so pena de excomu nión. ¿Qué había sucedido? En la prisión se halló un papel que decía: “Digo que me voy de la cárcel no porque tenga pena de al gún delito, que no lo tengo, sino por evitar la violencia y agravios que ya me habían empezado a hacer. Doctor Cruzat”. ¿Y los responsables? Las sos pechas recayeron en un joven que anduvo por ahí rondando los días anteriores. Apresado, negó rotunda mente su participación en la fuga. Con todo, lo retuvieron preso medio mes. Cuando salió le dieron la ciu
73 Zamora, o. c., pág. 218. 74 O. c., fol. 22 vto. 75 Ibid. , fo ls. 27 r - vto. 76 O. c., pág. 218.
77 AGI, Santafé, leg. 246; J.M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, pág. 415.
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dad por cárcel. Y como esto no dio resultado, se publicó en las iglesias un edicto que ordenaba, bajo exco munión, que en el término de seis días declarase el nombre de los res ponsables quien quiera lo supiese. Pero nadie. Hasta que un maestro de escuela compareció en el tribu nal eclesiástico y declaró que había oído decir que, una noche, entraron en la cárcel no menos de cincuenta teatinos (así llamaban a los jesuitas). Eso dizque se lo oyó al procurador. Citado éste, informó que una por diosera le había contado que había oído decir de un plan que dizque se tramaba para libertad a Cruzat. Y que unos colegiales del colegio de la Compañía dizque comentaban si los Padres habían sacado al preso, pero que otros no creían, porque en la calle se rumoraba que había sido el propio arzobispo. Con lo cual nada se sacó en limpio. Para abreviar, un mes después, el 3 de mayo, se presentó volunta riamente ante los jueces el propio Cruzat. Declaró por qué y cómo había aceptado el cargo de juez conservador, en fin, cuanto sabía —quedando defendido el nombre del P. Morillo—. Al interrogársele sobre la fuga, pidió se le excusase de responder, por las razones secretas que había manifestado al provisor, y solo dijo que todo este tiempo estuvo oculto en el colegio de la Compañía. Llamaron entonces a un negrito esclavo que fue quien acampanó a Cruzat el día de la escapada. Esa noche —declaró el muchacho— “ha bía visto entrar en la cárcel a nueve jesuítas con sus sotanas, manteos y sombreros, pero solo reconoció al P.
Coluccini y al profesor de los mino ristas”. Este era el misterio: pero de otro modo. No habían sido los padres sino unos estudiantes y hermanos coadjutores, en total ocho o nueve. Solo sí, que al salir de la cárcel, encon traron en la plaza a los PP. Coluccini y Dadey, que esperaban encomen dando a Dios el éxito de la aventura. Astráin, el historiador —basado en los expedientes— dice que fue solo un grupo de trabajadores los que rompieron una puerta de la cárcel eclesiástica...78, pero no todas como dramatiza Solís: Una noche, dice este, “(bien, sé yo que no quisieran que esto se escribiesse, mas fuera agrauiar a la verdad el cubrirlo con el silencio), una noche a deshora fueron onze padres y hermanos legos de la dicha Compañía, y derribaron las puertas de la cárcel...”79.Y se quedaron tan tranquilos, pues les pareció bien lo hecho. Con todo, pese a las opiniones más diversas, “que son de tornillo, que las vueluen donde quieren”, solo el Dotor Mateo Cruzate se halló [...] más temero so de Dios, porque apretado de la conciencia, se boluió de la celda o aposento donde estaba ospedado, y regalado, dexando descuidar a los padres, y se boluió a la cárcel [...] y arrepentido [...] le escriuió [al Ar çobispo] vn papel” [en que le pedía perdón y la absolución]80. 78 O. c., pág. 473. Cf. “Traslado de los au tos fechos en razón de la f uga del Dr. Mateo Cruzat, y quebrantamiento que para ello hicieron de la cárcel eclesiástica los Padres de la Compañía de Jesús”, AGI, Santaf é, leg. 246; J.M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, págs. 415-419; A. Astraín, S.J., o. c., pág. 473. 79 O. c., fols. 23 r - vto. 80 Ibid., fols. 23 vto. 24 r.
DON BERNARDI NO DE ALMANSA, PERSONALIDAD DISCUTIDA
Vistas las revelaciones anterio res, no podemos menos de citar al ponderado y grave hitoriador Juan Manuel Pacheco81 quien comenta que “el lector moderno no alcanza a comprender cómo pudieron llegar a este extremo los Jesuítas de San tafé. Con toda razón el P. General se sentía avergonzado y envió a los culpables una severa repren sión” Oigamos si no al P. General en este caso, porque ten drá también que intervenir más adelante: “... no sería malo que constase a los seglares del sentimiento que yo he tenido de lo que los Nuestros han hecho y la penitencia que les he enviado, para que ya que se han desedificado de nuestras faltas, se edifiquen con la penitencia que se da por ellas y del cuidado que se tiene de no permitir tales desór denes, y esto será mientras yo considero qué otra satisfacción será bien dar, y V. R. me avise de lo que ejecutare, pues quedo con no pequeña pena”82. Esto escribe el General de la Compañía al P. Beltasar Mas, recién nombrado provincial. Mas, aquí la curiosidad queda flotando, y nos lleva a preguntar cuáles fueron esas penitencias. No nos adelante mos, porque faltan todavía nuevos errores y nuevas complicaciones.
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“vn fuego andaua encendido, que causaua lástima el mirarlo; y más el ver que en los sermones [...] era la Catredal [sic] donde vengauan sus passiones, y ya los oyentes no yuan a otra cosa sino a oyr al padre Buytrago (que fue el que siempre en esto auduuo más libre) ofensas del Arçobispo; vnos por vana curiosidad y deseo de oyr agudezas, y otros por compadecerse y declarar luego [...] ante el Prouisor [...], y en las tribunas de la Compañía [...] auia puestos notarios que dauan fe y escriuian los sermones [...]”83. Este testimonio de Solís era ver dadero, tanto que apesadumbrado el General de la Compañía se quejaba de que para remediar los yerros pasados salía un jesuíta más, el P. Pedro Varaiz con otro yerro no menor, al ponerse a comentar en el púlpito las violencias que el prelado cometía contra los nuestros, y pro fería expresiones (que imaginamos pero cuyos términos no conocemos), tanto que el arzobispo lo excomulgó. Todo esto “me ha causado notable pena saber. Dios se lo perdone a V. R. el mal ejemplo y ofensión que ha ocasionado, y lo que ha desa creditado a la Compañía”84. Esa excomunión contra Varaiz y algu nos más que hablaron mal de don Bernardino fue rechazada por estos como “claramente injusta y nula”, y el padre continuó celebrando Misa en público85.
Pues antes de recibir la seria reprimenda de Roma, no se habían aquietado algunos jesuítas. El ca mino era ciertamente desacertado, solo que —como dice el cronista— 83 O. c., fols. 24 vto. - 25 r. 81 Los Jesuitas, I, pág. 417. 82 A. P. A. Santillán, 30 noviembre, 1634: ARSI, N. R. et Q., 1 Epist. Gen., fol. 138 s.
84 A. Pedro de Varaiz, 30 de noviembre, 1634. ARSI, N. R. et Q., 1 Epist. Gen., 130 vto.; J. M. Pacheco , S. J., Los Je suitas, I, pág. 419: 85 A. Astráin, o. c., pág. 473.
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No todos los padres, sin embargo, eran del mismo parecer. Los oidores Francisco de Sosa y Blas Robles de Salcedo86 aconsejaban hacer las paces. Y así se hizo; mejor, trataron de hacerlo. Pues sucedió que en esos días llegó de Pamplona el P. José de Tobalina, quien acababa de ser rector del colegio, y traía un escrito autorizado por don Bernardino, aunque sin su firma, con las con diciones de paz. Reuniose la plana mayor —deán y provisor, notarios, oidores, Padres de la Compañía— y convinieron en lo que escribirían al señor arzobispo. Pero fue al día siguiente cuando el provisor, por orden del prelado, excomulgaba al P. Varaiz, y casi en seguida se supo que Almansa había excomulgado también al vicerrector de Pamplona, P. Juan Gregario, aparentemente por algo relacionado con un testamento que habían dejado para el colegio87 “Ya lo pasado no tiene remedio”, es cribía el P. General. “...En el punto particular [...] del testamento de nuestro fundador, juzgo que nos hacía agravio, y que sin razón nos afligía aquella persona. Dios se lo haya perdonado”88. Como se ve, todo se complicaba. Y aun cuando algunos declaraban rotas las negociaciones de paz, otros esperaban todavía un arreglo. El jesuíta Juan Sánchez Morgáez afirmaba que la Compañía quería
86 AGI, Santafé, leg. 246.
las paces, y muy fijas; pero el señor arzobispo tenía “la condición tan violenta y el natural tan amigo de atropellar a todo género de gentes, [...] que el remedio único para en frentarle era que se persuadiese su señoría había brazos para defender la Compañía, así secular como ecle siástico . . .”89 . Por eso, los Padres propusieron ciertos requisitos, como que se llevara el pleito del juez con servador a la Real Audiencia, cuya declaración sería acatada por las dos partes y, caso de ser favorable a la Compañía, el prelado anularía los autos contra Morillo, Varaiz y Juan Gregario, después de lo cual habría —para emplear un término corriente de hoy— “borrón y cuenta nueva”. Pero ¿quién pondría condiciones de ninguna clase a Al mansa? La angustia de los Padres era inmensa, que hasta se les prohibió, por santa obediencia, tratar más el asunto. El pleito, sin embargo, se había llevado ya a la Real Audiencia cuyo fallo fue “que no obstante las letras, virtud, religión y buenas partes del P. Sebastián de Murillo [...], se debía declarar no haber lugar la creación del dicho juez conservador, hecha por el P. Rector del colegio de la Compañía de Jesús de esta cidad contra el arzobispo de este Nuevo Reino, en cuya consecuencia se debe despachar provisión de ruego y encargo para que el P. Fray Agustín de la Vega no prosiga y se abstenga
87 J.M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, pág. 419. 88 ARSI, N. R. et Q., 1, Epist. Gen.; J. M. Pacheco , S. J ;, Los Jesuítas, I, Ibid., n. 49.
89 Testimonio de a utos . Declaración del P. Juan Manu el; J . M. Pa checo, S. J., Los Jesuítas, 1, pág . 420.
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del conocimiento de la dicha causa, y para que el dicho arzobispo no pro ceda contra el P. Sebastián Murillo, en razón de lo que pretendió contra él el dicho arzobispo”90. Este fallo naturalmente no calmó los ánimos exaltados. La división se ahondó entre los que deseaban que se prosiguiera adelante llevando el pleito ante el Consejo de Indias en España, y los que se oponían. A estos últimos —según Solís— “los echaron del Colegio, repartiéndolos por diferentes casas de la Prouincia, embiando vnos a Cartagena, otros a Quito”93. Ganaron, pues, los que estaban resueltos a apelar a Madrid, aprovechando que el Provincial por viajar a Quito, había nombrado un viceprovincial, que era precisamente el P. Morillo. Los intransigentes nom braron al H. Cristóbal Muñoz para que viajara a Europa e informara al Consejo de Indias y defendiera la causa de la Compañía. Morillo quiso oponerse y prohibió al Herma no emprender el viaje. Pero éste se negó, alegando que no lo reconocía como superior94. La Audiencia, por su parte, estaba irritadísima con Almansa, y no se sabía “en qué había de parar un litigio tan sangriento y conducido con una ira tan impe tuosa. La solución no la dieron los hombres...”93.
90 Voto del licenciado Robles de Salcedo... sobre conservaduría, AGI, Santafé, leg. 25; J.M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, pág. 421. 91 O. c., fol. 22 vto. 92 J.M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, pág. 422. 93 A. Astráin, S. J., o. c., pág. 474.
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Una epidemia de tifo que —según dice Solís— “auía picado en Santa Fe”, no venía sola “sino acompañada con la del hambre, por haber faltado las llubias del cielo”94, y se extendió por muchas comarcas del Nuevo Reino, “que padecieron destrucción lastimosa en dos años que duró la pestilencia “, “contándose por miles los muertos”...95. “De los indios —co menta Zamora— fueron millones los que murieron, quedando asolados pueblos enteros y el contagio que los destruyó, con el título de la peste grande, conque hasta [h]oy se refieren sus calamidades”96. El Arzobispo vino de Pamplona a Tunja donde distribuyó numerosas limosnas y con él todos los religio sos “desabrocharon sus caritativas entrañas”. Escuchemos al cronista Solís quien afirma que en tal emer gencia, “los Padres de la Compañía de Jesús se mostraron soldados valientes contra esta inexorable fiera, socorriendo a sus expensas muchas necesi dades corporales y espirituales, con no pequeño riesgo de su vida, y muchos murieron tra bajando en la viña del Señor como buenos operarios”97. Pero, continuemos con Almansa. En Tunja él “tuvo noticia de que la milagrosa imagen de nuestra Señora de Chiquinquirá [...], se avía traído el año de 1588, y que con su pre sencia avía sossegado otro contagio.
94 A. Zamora, o. c., III, pág. 221. 95 A. Zamora, o. c., III, pág. 219. 96 Ibid., pág. 220. 97 O. c., fol. 28 vto.
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Certificado de la maravilla, determi nó con el Cavildo que se traxesse, para que a vista de aquel soberano prodigio huyessen los males, y los infestados ayres se templassen, y no causassen tantas muertes”98. Como en efecto sucedió. La imagen fue llevada también a Santafé. Almansa la acompañó hasta “la puente que llaman de Boyacá”99. Solo que él ya estaba sentenciado... Al regresar fatigado desde mucho antes por la visita pastoral, “por auer caminado por caminos ásperos y fragosos, como son los de Pamplona, San Iuán de los Llanos, y río del oro...100, sintió alguna destemplanza en la salud, y a sus Capellanes y criados les pare ció conueniente mudarlo a la villa de nuestra Señora de Leyva, tierra, de sano temple, de buenas aguas, y muy arbolada de naranjos...”101. Allí se agravó, y el 27 de septiembre de 1633, perdonando muy de su grado y voluntad a todos “los que le auían perseguido”102, entregaba el alma a Dios. “Con esta muerte, escribían los oidores a Felipe IV, gozan esta Au diencia y reino de paz y quietud”103. Sí, todos en paz, menos las personas sensatas que sintieron profunda mente las gravísimas imprudencias que por una y otra parte se habían cometido. El General de la Compañía
98 Ibid., fol. 30 f.; Zamora , o. c., III, pág. 223.
informado de este asunto se había afligido sobremanera, como arriba dijimos, y juzgó indispensable hacer una severa demostración para sa tisfacer en alguna forma los yerros inexcusables co metidos por los jesuítas más principales de Santafé. De una carta, fechada el 30 de noviembre de 1634, to mamos los apartes concernientes a la peniten cia que les impuso el General: “... A todos les dé V. R. —se dirige al Pro vincial— un buen capelo, afeándoles la gravedad de su falta y leyéndoles este capítulo de mi carta, aplicando en penitencia a los más culpados tres días de ayuno a pan y agua en tres semanas, y media docena de disciplinas secretas y a los demás, en proporción, la penitencia que pareciere convenir [...]. Y no sería malo que constase a los seglares del sentimiento que yo he tenido de lo que los Nuestros han hecho y la penitencia que les he enviado . . . ”104. He aquí unos aspectos de la his toria de don Bernardino, arzobispo de Santafé, personalidad discutida. Felizmente los tiempos han sido superados. Pero era necesario reconstruirlos a condición de ser nosotros comprensivos, y entender otras mentalidades, otras costum bres, otros valores prevalentes. Solo queremos —para terminar— traer a colación las palabras con que el General de la Orden finaliza una
99 Zamora, o. c., III , pág. 222. 100 Solís y Valenzuela, o. c., fol. 29 r. 101 Ibid., fol. 32 r. 102 Ibid., fol. 33 vto. 103 Cit. por A. Astráin , o. c., pág. 474.
104 ARSI, N. R. et Q., 1 Epist. Gen., fol. 138 s.; J. M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, págs. 423-424; A. Astráin, S.J., o. c., págs. 474-475.
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carta al deán de Santafé don Gaspar Arias Maldonado: “...Yo estoy con la pena que es justo, y procuraré que la falta que ha habido de nuestra parte se advierta seriamente, previniendo
105 ARSI , N. R. et Q., 1 Epist. Gen., fol. 131 vto.; J. M. Pacheco, S.J., Los Jesuítas, I, pág. 424.
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lo futuro y satisfaciendo lo pasado [...]. Yo no escribo a su ilustrísima porque me informan que es mue rto. Nuestro Señor le tenga en el cielo”105.
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ESCENAS PASADAS DE MODA Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Muchas escenas que en mis versos pinto cambiaron hace tiempos, no lo dudo. Hoy cualquiera, a la moda, anda peludo cual Minos, siglos ha, en su laberinto. Aquellos viejos de machete al cinto eran amables en su aspecto rudo. Hoy los mozos no acatan al saludo ni se despiden… Si, todo es distinto. Antes, arados; ahora son tractores; antes, el macho; ahora automotores; hoy Yumbo o yet; entonces era el guando. Por eso trazo, con sabor de historia, unas costumbres que, tal vez, sin gloria, la civilización está acabando…
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1977. En Estampas Pueblerinas – Trescientos Sonetos Costumbristas, Bogotá, Publicaciones Universidad Central, 1990.
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ES LA VIDA UN SONETO Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Es la vida un soneto. Con la infancia comienza la aventura palpitante: se abre el Libro de Ensueños… y, a distancia, se perfila un eterno interrogante. Segunda estrofa: Juventud… Fragancia… que perdura, ¡ay dolor!, un breve instante y, a veces, deja ingrata disonancia por la ausencia sin fin del consonante. Madurez… Senectud… El hombre inquieto empieza a preguntarse, en el terceto, ¿de dónde viene? ¿a dónde es la partida?... ¡Y ya no hay tiempo!... “Al viaje sin testigos, ¡rumbo a la eternidad!... ¡Adiós, amigos!...” Catorce versos … ¡Se acabó la vida!
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1975. En Estampas Pueblerinas – Trescientos Sonetos Costumbristas, Bogotá, Publicaciones Universidad Central, 1990.
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HUMANISMO GRIEGO EN EL MUNDO DE HOY Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Señores Académicos, Señoras y Señores: Hace hoy cuarenta años, por una feliz coincidencia, se posesionaba de su sillón académico el R.P. Félix Restrepo, S.J. Sus méritos singulares, la aristocracia de su inteligencia, la generosidad de su talento, la cordial pulcritud de su espíritu le señalaban dignamente como al humanista más indicado para ocupar el puesto vacante por la muerte del insigne Marco Fidel Suárez. Y el futuro Director, de característica hidalguía, manifestaba su reconocimiento con sinceridad y modestia ejemplares, por el altísimo honor que le dispensaba la Academia Colombiana. *
Discurso de recepción como Numerario de la Academia Colombiana, el 15 de octubre de 1973. En Boletín de la Academia Colombiana No. 100, Bogotá, 1973.
Hoy, guardada la inmensa distancia que media entre los dos, sin merecimientos personales y sin la competencia cimera del P. Félix, pero con la osadía que me permite el ser hermano suyo en el Sacerdocio de Cristo y en la misma vocación de religioso, y si es posible con modestia igual, como él agradezco la obligante benevolencia de la Academia Colombiana al elegirme para llenar el vacío que dejara en sus filas el ilustre Don Julián Motta Salas, al partir para la Eternidad. ***** Dotes eminentes distinguieron al doctor Motta Salas, como caballero cristiano, como integérrimo hombre de leyes, como juez y magistrado. Pero quisiera resaltar ahora su abnegada vocación de profesor de las llamadas lenguas muertas de Grecia y Roma, y su incansable —no siempre grata—
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labor de escribir libros y artículos de temas literarios. En esa línea, a faenas quijotescas, aparentemente estériles, dedicó muchas horas de su larga vida. Entregó en castellano a sus compatriotas fracciones del gran banquete de los Clásicos griegos: y así, con sentido pedagógico vertió al español, más que interpretó, Idilios y Epigramas de Teócrito, Las Siete Tragedias que se conservan de Sófocles, Odas de Anacreonte, la Anabasis completa, parte de los Diálogos platónicos; publicó una historia de las Letras Griegas y Latinas, y dejó inédito un Comentario en latín a algunas Odas de Horacio. Asimismo compuso tratados de El amor en los poetas latinos, y en Boccaccio, en Dante, en Petrarca; redactó sus impresiones personales sobre las poesías latinas de Don Miguel Antonio Caro, y escribió sobre la religiosidad en Sicilia y la Magna Grecia, y sobre Erasmo y Aretino. De la literatura española, en la cual campeaba como gran maestro, dio a la estampa estudios tan deliciosos como Alonso Quijano el Bueno —Don Quijote en Villaseñor—, Recuerdos del Ingenioso Hidalgo, además de una Vida de Cervantes y ensayos sobre Santa Teresa, Garcilaso, Amós de Escalante, Ricardo León y, naturalmente, Marco Fidel Suárez, Luis María Mora y otros artistas del lenguaje. Dinamismo literario que, en prosa digna de los siglos de oro, mantuvo hasta su lecho de enfermo. «Este es, pues, aquel hidalgo cervantista y humanista clásico —en palabras de López de Mesa—, con vocación tan nimia y tan señera, que otro ninguno veo que en ella le
supere hoy dentro de Colombia, ni aun le iguale sin pausas o desvíos...; traductor y perito en fablas de sabroso decir y procera alcurnia...». El solo enunciado de las obras de Motta Salas, añadimos nosotros, impresiona más que a nadie a quien tiene el honor y la buena fortuna de sucederle con magnífica voluntad, en el sillón académico enaltecido antes de él por un Presidente de la República —don Carlos Holguín—, por Hernando Holguín y Caro, y por Víctor Eduardo Caro, hijo del mayor humanista de América. Gracias, Señores Académicos, por tan noble compañía que es, a la vez, razón más que válida para justificar el tema que quisiere exponer ante vosotros. ***** Para muchas personas Humanismo Clásico es hoy algo así como un anacronismo equivocado, por decir lo menos. No lo discutiremos. Mas, si volver a tales antiguallas que fueron el alma de un Miguel Antonio Caro, de un Félix Restrepo, de un Eduardo Ospina, de un Alfonso Navia, de un Motta Salas, es equivocarse, norabuena equivoquémonos con ellos. Por fortuna, para el estudio de este mundo helénicorromano disponemos de una notable variedad de libros, documentos y obras de arte, cada uno de los cuales contiene material de extraordinaria riqueza humana que nos remonta hasta la aurora de «aquellos heroísmos muertos de que están empedrados los caminos de nuestra vida civilizada». Literatura extensa y magnífica, considerada sublime por muchas
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generaciones, punto de referencia del buen gusto, pauta de belleza, un lugar en tierra firme que ha resistido en las edades todos los cambios de la moda. De ahí el interés especial, casi diría, el «interés trágico» del estudio de las Letras Humanas por excelencia, vale decir, las de Grecia y Roma. Pero no queremos insistir ahora en el fenómeno humanístico. Vamos tan sólo a exponer hechos viejos, un fragmento de la antigüedad helénica, un retazo del siglo V antes del cristianismo, para fijarnos en tres facetas que más poderosamente han llamado la atención de los eruditos: la vida política de Atenas, su cultura intelectual, y aquella religiosidad que conmovió al apóstol Pablo en el Areópago. Os invito, pues, señoras y señores, a convivir unos instantes con el pueblo más inteligente que ha pasado por la tierra, a observar su vida, a aprender su pensamiento. Juntos haremos el recorrido de la ciudad, urgidos por el tiempo; juntos admiraremos las obras y los hombres, y haremos apacibles reflexiones juntos. ***** «Grecia es un país viejo y afortunado, un país al que ningún conquistador ha sometido; sus hijos se pasean felices al aire libre que la luz del sol ilumina, y el verdadero pan que comen es la sabiduría...». Así canta uno de los coros de Eurípides en la Medea. Es que la civilización comienza para los helenos cuando los hombres viven en una ciudad (polis) que, en sus orígenes, está limitada por las murallas que la cir-
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cundan. Dentro de esos mundos se sienten tranquilos, se prestan mutua ayuda, y los enemigos, al menos por un tiempo, no los pueden alcanzar. Dentro de la ciudad se acumula la propiedad privada, se descansa, se disfruta de paz, se hace cuanto a cada cual le plazca. Geográficamente la ciudad, que es un estado, ocupa un área muy pequeña, separada de ordinario de los vecinos por el mar o las montañas. Nuestra visita se va a limitar a la capital del Ática. En la colina rocosa del Pnix al otro lado de la Acrópolis, se reúnen periódicamente los ciudadanos. Por lo común acuden unos cinco mil. Allí, sin coerción alguna, manifiestan con hechos la isonomía de que disfruta la pública asamblea. Antes de consagrarse a las ocupaciones judiciales o a la rutinaria actividad política hacen un sacrifico a Atenea, la divinidad protectora de la ciudad-estado. Los varones mayores de dieciocho años expresan con franqueza sus ideas, pues no existe aquí, como en las democracias de hoy, el sistema representativo. Quien pueda hacerse oír de los sufragantes lo hará a su debido turno. Es una democracia directa en que los ciudadanos toman parte activa en el gobierno de todos, en que las decisiones del pueblo son la ley, en que la voz del mismo es la fuente de la constitución, en que todos declaran soberanamente y con orgullo la paz o la guerra, o hacen los tratados con el mundo. Pasemos a la necrópolis del Cerámico. Oigamos al más hábil estadista del siglo de oro cuya elocuencia electriza al pueblo por la
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dignidad, la serenidad, la manera majestuosa de presentar los argumentos. En la Oración fúnebre los soldados muertos en el primer año de la Guerra del Peloponeso ha explicado algunas de las razones porque aquellos perdieron la vida, y así continúa Pericles el olímpico: «...No está calcado nuestro gobierno en los de nuestros vecinos: al contrario, somos nosotros un ejemplo para ellos. Nuestra constitución se llama democracia porque está en las manos de los más, y no de unos pocos. Nuestras leyes aseguran justicia igual para todos en las disputas privadas; nuestra opinión pública acepta gustosa y glorifica el talento en todas sus manifestaciones, no por razones partidistas sino sólo por el hecho de su propia excelencia. Y en las relaciones sociales privadas otorgamos el mismo espíritu de libertad que a todos concedemos en la vida pública... Obedecemos a quienes nosotros mismos hemos colocado en posiciones de autoridad, y nos sujetamos a las leyes, en especial a las que protegen a los oprimidos, y a las no escritas que sería una afrenta quebrantar... Las puertas de nuestra ciudad están abiertas a todo el mundo…, que nuestra ciudad, aquí como en todas partes, es un ejemplo digno de admiración... Amamos la belleza, sin extravagancias, y amamos la sabiduría virilmente... Nuestros ciudadanos se ocupan lo mismo de los deberes públicos que de los particulares...; a quien se mantiene aislado no lo consideramos pacífico sino inútil... Se nos estima atrevidos en la acción, previa una reflexión cuidadosa: otros hombres son atrevidos
en su ignorancia, ya que la reflexión paralizaría sus iniciativas... En una palabra, digo que nuestra ciudad es en su conjunto la escuela de Grecia, y que sus habitantes, hombre por hombre, no ceden a nadie en independencia de espíritu, en fertilidad de realizaciones y en una inmensa confianza en sus fuerzas físicas y en la inteligencia... Además, los vestigios y monumentos que hemos dejado de nuestra supremacía son grandiosos. Las futuras generaciones se asombrarán de nosotros, como el presente está asombrado. No hemos menester de las alabanzas de Homero ni de nadie que pueda adularnos un instante, pero cuya apreciación de nuestras proezas se quede corta de lo que es la realidad. Porque nuestro espíritu aventurero nos ha empujado a penetrar en todos los mares y en todas las playas, y dondequiera hemos dejado, para castigo o beneficio, monumentos eternos de nuestro paso por la historia humana... Por esta ciudad lucharon y rindieron la vida aquellos héroes que no permitieron se perdiera tan noble tradición...». Hasta aquí el elogio de la democracia de Pericles. Así, pues, señoras y señores, sustituir el mandato de la ley por el capricho de un déspota; emplear los recursos de la constitución, no contra los criminales sino contra los adversarios políticos; trocar el libre juego democrático por la sujeción del talento a la voluntad del tirano; eliminar arteramente a aquellos seres que por la penetración de su inteligencia, la reciedumbre del carácter y la energía de sus decisiones
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puedan ser el imán de la nación; subordinar las fuentes de información a la censura de una policía secreta que acalle verdades inconvenientes, a fin de asegurar la fe en un mito de propaganda sistematizada; encadenar la expresión franca de los escritores y de los novelistas con trabajos forzados en estepas remotísimas de hielo; ¡todas esas tendencias no se han heredado del libre mundo helénico¡ Son vulgares reincidencias en el cenagal del pasado bárbaro, felizmente superado por la civilización grecorromana. Pero es claro, y así lo demuestra la historia de Atenas, que en una democracia de esta clase hay peligros reales de anarquía y de guerras civiles; de decisiones arbitrarias, como en el proceso ilegal contra los ocho estrategas vencidos en Arginusas; de vaivén y fluctuaciones, como las de Alcibíades durante la lucha con el Peloponeso; y, sobre todo, el peligro de las más sórdidas demagogias, como la de Cleonte, brutal y apasionada: pero, si bien miramos, son los mismos peligros de las democracias de nuestro tiempo, basados muchos de ellos en la perenne debilidad e inconstancia de la naturaleza humana, común a todos los pueblos... Es verdad que no es posible simplificar tanto el sistema de los atenienses como para pasar por alto el Areópago, el Senado, el Consejo de los Quinientos, los jurados, los tribunales y otros, cuyos miembros son a veces voluntarios, o por suerte, o elegidos directamente o por haber desempeñado ciertos oficios anteriores. Y podemos afirmar que, en su conjunto, esta democracia —la
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más perfecta producida jamás— es un éxito, gracias a la mesura de los individuos que evita los extremos y consagra sus esfuerzos sobriamente al provecho común, si bien los problemas de entonces son mucho más sencillos que cuantos afrontan hoy nuestras naciones; y en el ágora puede obtenerse la información necesaria para cumplir con los deberes de ciudadanos. Por tres decenios, elegido año tras año por el pueblo, la figura más prestigiosa de Atenas es Pericles, de familia de aristócratas, invulnerable a la adulación, genio fértil que maneja la asamblea del pueblo a su talante y la persuade a lo que él quiere: es decir, en la ciudad, al sistema democrático, y en el exterior, al imperialismo. Es así como logra el dominio comercial marítimo de gran parte del Egeo y se forma el primer gran imperio de la historia griega. Además, patriota y ambicioso, Pericles —como antes lo hiciera Efialtes— alienta grandiosos planes en favor de la cultura popular, y quiere hacer de Atenas una ciudad célebre: por eso derrocha sumas fabulosas para embellecerla, estimula el genio, da trabajo al pueblo, deja maravillas de arte que la posteridad le sigue agradeciendo eternamente, y crea módulos arquitectónicos perdurables que se han imitado en todas las edades desde la misma Roma y, por el Renacimiento, en toda Europa y en los Capitolios de muchos pueblos de nuestra América, hasta el imponente Santuario del Idioma español en la Academia Colombiana. Con razón se ha denominado este período el siglo de Pericles.
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Largo rato aún podríamos pasar admirando la visión política del siglo de oro, más antes de abandonarla conviene advertir que quizás la nota más saliente de esta democracia es haber aceptado durante treinta y un años la conducción severa y rígida de Pericles, y que hoy al reflexionar, pasadas veinticinco centurias, sobre los defectos y bondades de este sistema de gobierno, podemos concluir fríamente, sin amor y sin odio, que esas críticas a los griegos son idénticas a las que se hacen a las pujantes democracias de nuestros días. He ahí el resumen de la vida cívica del pueblo más culto de la historia. ***** Atenas, la de anchas calles —como canta Homero—, se ha convertido en el centro de la civilización griega, cuya agitada vida urbana es una de las expresiones políticas y culturales más grandes de todos los tiempos. Acerquémonos al ágora sin ser notados: aquí encontramos venidos de todas partes filósofos, hombres de letras, artistas, mercaderes y gente ordinaria. Heródoto de Halicarnaso retorna acá tras aventureros viajes por numerosos países del cercano oriente y el Ponto Euxino, y haber admirado las pirámides de Egipto y los Jardines Colgantes de Semíramis en Babilonia; y lee ante los atenienses ansiosos de saber, su gran historia de cómo surgió el imperio persa lleno de orgullo y cómo fue derrotado por las armas de los helenos, cómo aquellos siguen profesando inefable lealtad
a su rey, y cómo el absolutismo de los déspotas medos contrasta con el espíritu abierto y libre de los griegos. Entremos nosotros por la Vía de las Panateneas. A la derecha, el templo de los doce dioses, el de Teseo y el llamado Pórtico Pintado, con el célebre mural de la batalla de Maratón, en que aparecen Calímaco y Milcíades, Esquilo y el hermano de éste, y el perro que tan fieramente se portó en la pelea; de las murallas del recinto se ven suspendidos los escudos que los atenienses arrebataron a los espartanos. Pasando junto al Senado o centro de reunión de los ancianos, admiramos uno de los gimnasios donde los efebos consagran largos ratos al atletismo que forma cuerpos sanos y los dispone para el terrible combate en que los guerreros adquieren fama sempiterna. Subimos al Areópago. Por el costado oriental, al pie de la Acrópolis, llegamos al gigantesco teatro de Dionisio. Un silencio religioso, mezclado de temor, ha sobrecogido a los espectadores quienes, en la gradería circular de piedra contemplan el espectáculo imponente. Los griegos no representan la vida en el proscenio: la interpretan e interpretan el ideal nacional. Siempre el tema de todos es el hombre, esa criatura de corta vida que se alimenta de pan, como dice Homero, y que a través de leyendas mitológicas cargadas de fatalidad se ven actuar en el teatro, una de las formas más perfectas del arte, en que los actores semejan esculturas móviles sobre un fondo de ditirambos y coros. Y, volviendo
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al espectáculo, es el momento de revivir con la imaginación cuántas veces los helenos se han dolido de las desventuras de Edipo, de Electra o Filoctetes, o han quedado atónitos ante el nefasto destino de Orestes, de Agamenón y Clitemnestra, o se han conturbado con las tragedias de Eurípides que encarnan el dolor de la mujer a través de la historia —Medea, Hécuba, Andrómaca, Ifigenia, las Bacantes…— Dramas con que han llorado o reído los hombres de todas las edades y a los cuales en mucho tiempo nada igual crearon los mortales. Mas, el tiempo nos urge. Caminando esta vez por la Vía de la Academia, nos encontramos con los pensadores por excelencia, los filósofos. Por las galerías de columnas y pórticos cubiertos del ágora antigua o en casa de Céfalo y otros amigos, distinguimos ante todo a un personaje extraño, a quien llamaremos el crítico de la vida: voluntad enérgica, valor moral y físico a toda prueba, obstinado sentido del deber, Sócrates sabe soportar las incomodidades y despreciar el lujo lo mismo que esos jóvenes de la aristocracia que le acompañan, Platón, Alcibíades, Jenofonte, Apolodoro, Polemarco... Ha abandonado sus negocios particulares para consagrarse por la mayéutica, su método peculiar, a la búsqueda atormentada de la Justicia y de un camino recto para vivir. Él no se interesa mucho por la técnica. Su mirada va más allá. Tecnología será posiblemente lo más obvio, nunca lo más importante, que es el reino de las ideas. Para el ser humano nada tan vital como sus obras, las cuales se rigen por las
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ideas, incluyen valores más altos que la tierra, y son su único título de grandeza frente al universo. Toda una escuela de sofistas contemporáneos, dispersos en los grupos de gente, anda trastornando la cabeza de la juventud ateniense, enseñándole a obtener ganancias y a ignorar la justicia a manejar la industria y desentenderse de la honradez, a conquistar la ciencia y pisotear la dignidad humana, a dominar los medios y despreocuparse del fin, a sujetar el mundo y no saber qué hacer con él. No es esta la medicina para una ciudad enferma. He ahí lo que disgusta a Sócrates y le hace muchas veces afirmar que existe una cosa llamada Sabiduría, Virtud, Justicia, Santidad, leyes fijas de rectitud, inmutables y no volubles según las circunstancias del momento. Analicemos, siquiera de paso, señoras y señores, el mensaje de estos varones, para el mundo. Grecia no es rica ni se precia del poderío militar. Más opulento es Egipto. Más poderosa es Persia. Más pujantes son otras dinastías contemporáneas. Pero como civilización significa vida de la inteligencia, preparación del hombre hacia la plenitud de su ser, «mejoramiento de los hombres» —como quiere Sócrates—, Grecia busca un camino en la educación. Dramas y relatos e historias y cantos épicos y discursos y diálogos filosóficos no son meras diversiones para el pueblo: son también, por su contenido fértil, posesiones permanentes de la inteligencia de los mortales. Este es el descubrimiento de los helenos. Son civilizados porque piensan. Y así se lo
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enseñan a Roma. Esta sabe mucho de lo que Grecia no aprendió nunca, o lo adquiere tarde: domeñar por las armas tribus salvajes, administrar colonias de ultramar, construir caminos y puertos y puentes y acueductos, monopolizar el comercio del universo y hacer códigos de leyes, es civilización también. Pero, ¿después de esto? El humanismo griego tiene la respuesta: la obligación real del hombre no es adquirir más de lo necesario, sino enriquecer la única posesión indestructible, el alma, y disfrutar de ella. Por eso Grecia crea lo que Aristóteles denomina «una vida buena para el hombre»: produce seguridad, fundamenta la ley en constituciones como las de Dracón, Solón, Clístenes, Arístides, Efialtes y Pericles, da forma al arte en la literatura y escultura, a la ciencia, a la filosofía. Para casi todos los sabios atenienses la actividad intelectual es la única manera suprema de expresión humana y de la felicidad más pura. Platón, en su República, rechaza la idea de que las comodidades materiales, recomendables y buenas en sí, constituyan el objeto de la existencia. Es verdad, dice él, que se necesita una riqueza bien distribuída, la salud física, la tranquilidad, pero teniendo siempre presente que son medios nada más. Un estado en que los hombres no piensen sino en hacer dinero, en ganar influencias y obtener el poder para sí, para un bando o para la nación; en hacer nuevos, repartos del oro y de las ganancias en favor de unos pocos privilegiados; una república cuyo fin sea la prosperidad material prescindiendo del espíritu, bien puede ser la
más poderosa del orbe y derrochar, si quiere, distracciones, placeres, comodidades de toda clase, y repartir alimentos, vestido, maquinaria y tierras a cada ciudadano, mas no será nunca para los griegos una civilización: será lo que Platón denomina un «estado de cerdos», que comen, beben, se deleitan, se reproducen y duermen hasta que mueren... ¿Verdad que Platón, Aristóteles, los pensadores helénicos, tienen mucho que enseñarnos aún? Señoras y señores: Si leyéramos los humanistas griegos con cierta diligencia veríamos que apenas si existe un problema en discusión hoy día que no se haya ventilado hace ya dos mil cuatrocientos años. Pongamos por caso la igualdad económica que tanto se debate en todos los círculos. Faleas de Calcedonia propone en su tiempo una distribución equitativa de la riqueza entre los ciudadanos. Es verdad que se limita a la ocupación de tierras, con exclusión naturalmente de los esclavos. Y es lo bastante extremista para su época como para despertar en contra suya una serie de argumentos que se siguen empleando todavía. Faleas, entre otras cosas, piensa que al abolir las necesidades materiales se va a acabar el crimen y la delincuencia. Pero Aristóteles replica que los únicos incentivos del delito no son el hambre y el frío, puesto que los más grandes crímenes se han cometido en la abundancia más que en la indigencia. Y añade el Estagirita que deben equilibrarse no tanto los bienes materiales cuanto los deseos, las ambiciones, para lo cual se necesita la educación. Esto lo concede Faleas, y es todavía su-
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ficientemente moderno como para llegar a proponer que sea el estado quien suministre, por igual, dinero y educación. Mas responde Aristóteles que si tal educación es deficiente y mala, todo esfuerzo será inútil... ¡Qué hombres tan singulares estos griegos! ¡Pensadores de talla heroica que luchan por descubrir la verdad y encauzar los nuevos conocimientos, con temple de aventura, por direcciones insospechadas mediante análisis racionales y agudo sentido lógico! Pero nos hemos detenido bastante y falta mucho por recorrer en el solo aspecto cultural. De nuevo en el ágora, que es el centro administrativo de la ciudad, escenario del intercambio social e intelectual, lugar de ciertos juegos y festivales, observamos construcciones, templos, columnatas, pórticos, embellecido todo con esculturas en que los discípulos de Silanión, Polieuto, Escopas, Fidias, el argivo Policleto, Praxiteles y otros maestros dejaron la huella de su genio. Y, levantando la mirada, la Acrópolis donde la roca viva se transformó en el monumento más bello de los siglos, coronado, en la majestad del tiempo, ¡por el Paternón!... ¡Cuántas horas indecibles de emoción estética podríamos pasar, si el tiempo cruel no nos urgiera, contemplando el Partenón, «quizás el único edificio en la historia de la Arquitectura que es intelectualmente perfecto en la concepción y técnicamente perfecto en la ejecución»!... Mas una sana curiosidad nos invita ahora a mezclarnos con el pueblo común. Acompañadme, señoras y señores. Aquí no hallamos
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nada de industria, que para nuestro mundo desarrollado significa fábricas gigantescas, maquinaria poderosísima, milagros de la electrónica más sorprendente, trabajo especializado. De eso nada hallamos aquí. Todo se hace a mano, se emplean los utensilios más sencillos. Un hombre amasa la arcilla, otro da la figura al vaso, éste lo decora, aquél lo pone al fuego. Esa es toda la especialización que conocen. La mayoría de los artesanos trabaja, en pequeños talleres con pocos obreros. Esta gente no emplea de ordinario la tracción animal, si no es en la agricultura, ni la fuerza del viento. Aquí la producción se aumenta con la compra de esclavos y prisioneros de guerra... Veinte mil de esos infelices ilotas laboran en las minas de plata y en la capital. Técnica, pues, bastante pobre y muy incipiente al parecer. Pero es preciso afirmar, señoras y señores, que si los griegos «no pueden (por ejemplo) transmitir por televisión la Trilogía de Esquilo, en cambio sí son capaces de escribirla». La tecnología de Grecia era escasamente conocida hasta hace poco tiempo. Apenas si admirábamos y apreciábamos el dominio magnífico de aquellos en el laboreo del mármol, de la piedra común, de los metales, la arcilla, y se oían con complacencia las aparentemente ingenuas teorías de ciertas máquinas descritas por Herón de Alejandría. Y sin embargo varias de las especulaciones de aquella «edad heroica de la ciencia» han servido de base para inventos modernísimos: bombas de doble acción del matemático heleno se han empleado para los motores de combustión interna; en los así
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llamados de retropropulsión se han aprovechado turbinas que ya asoman en un principio científico del sabio de Alejandría; él redacta además tratados de Geodesia, de Entereometría, de Medidas Prácticas, y describe un hodómetro o medidor de caminos, que emplea un eje de reducción para indicar en un disco las revoluciones de las ruedas de un carro. Hace apenas setenta años se encontró en un barco griego del siglo I, sumergido frente al puerto de Anticitera, un curioso y complicado aparato, de cuidadosa elaboración, con placas de bronce en que aparecen inscripciones grabadas de términos astronómicos. Es en realidad un complejo computador mecánico que pone a los helenos a la vanguardia de la teoría y de la práctica, y cuya tradición pasó más tarde a los árabes, y por su medio a Europa, dando origen a los relojes medioevales. Y si la ciencia, las industrias, la técnica han crecido y avanzado en forma tan pasmosa en nuestros días, y por su parte la tecnología helénica se queda rudimentaria, recordemos con todo que invenciones de mucho valor logradas por los griegos se han perdido u olvidado con los siglos... Cristóbal Colón se aventura por el Atlántico basado en referencias de Aristóteles y Séneca. Las Matemáticas de Euclides, la Medicina de Galeno e Hipócrates, la Ingeniería de Arquímedes han sido ampliamente superadas: pero llama la atención el hecho de que para aventajar a Euclides, por ejemplo, haya necesitado la humanidad dos mil años de investigación y de progreso.
Seis centurias antes de nuestra era hacen los griegos descubrimientos astronómicos más profundos y sugestivos que en ninguna otra época hasta finales del siglo XVII después de Cristo, y eso lo alcanzan ellos por pura penetración intelectual, sin instrumentos de precisión y observación escrupulosa... Anaximandro sostiene que la tierra es un cuerpo flotante que se mueve en el espacio. Pitágoras, observando los eclipses de la luna, llega a la conclusión de que éstos se deben a que nuestro satélite ha entrado en la sombra de la tierra, la cual sombra a su vez no puede ser producida sino por un cuerpo esférico. Anaxágoras raciocina que la luz de la luna no es más que un reflejo de la del sol, y que el astro rey es un cuerpo radiante, lumínico, de enorme magnitud, inmensurable, en todo caso «¡muchas veces más grande que el Peloponeso!». Anaximandro concibe la idea, a base de raciocinio, de la evolución de las especies, la que el naturalista inglés Carlos Darwin comienza a elaborar hace apenas cien años. Así los griegos han saltado más de veinte centurias para colaborar con el mundo de hoy ¡aún en la técnica!... Perdonad, señoras y señores, estas digresiones pertinentes, y retornemos a la ciudad más populosa de la Grecia antigua, dentro de cuyas Grandes Murallas construidas por Pericles se alojan ciento cincuenta mil residentes. Observemos ante todo el movimiento de gente. Tratemos de mirar con ojos de los antiguos esa bella tierra clásica bañada hoy por la pátina de lo eterno,
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y Grecia entera se despertará para nosotros llena de interés y de frescura. Las provisiones alimenticias llegan en barco desde el norte por el salobre ponto. En las avenidas y plazas se exhiben las más variadas cerámicas —«trabajo de los alfareros»—, ánforas de oro, trípodes de bronce, textiles de las playas mediterráneas, perfumes orientales, tapices de Persia, púrpura de Fenicia, miniaturas, sandalias y un sinnúmero de objetos hermosos que los áticos acostumbran para los cotidianos quehaceres. Aquí es donde respiramos la grandeza de alma que los helenos dejan estampada en las obras de sus manos. ¡Qué imaginación creadora la de éstos mortales privilegiados que desde los tiempos en que casi nada existe los lleva a plasmar y dar forma a sus ideas aventurándose por regiones hasta entonces inexploradas! Y aún no hemos conocido la vida privada de ellos, el papel del niño y la mujer, ni hemos visitado a Olimpia, famosa, por sus Juegos en honor de Zeus, ni a Corinto que los consagra al dios del mar —«el de cerúlea cabellera»—, ni a Delfos en conmemoración del «dios de arco de plata», ni a la esclarecida Argos: en todas ellas presenciaríamos los más afamados espectáculos del mundo civilizado pues, como afirma el divinal Homero, «no hay gloria más ilustre para el varón (griego) en esta vida, que la de campear por las obras de sus pies o de sus manos». Tampoco nos hemos deleitado todavía con la elocuencia tan propia de esta democracia, pues en este pueblo todo depende de las decisiones de la
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asamblea popular y ésta se maneja con la palabra. Ojalá pudiéramos entretenernos más: Isócrates nos arrastraría con sus discursos lleno de majestad; Iseo, «con su habilidad para defender causas perdidas que sólo tenerlo por abogado casi despierta sospechas»; Andócides, con el vigor de su talento: Lisias, con la elegancia maliciosa de sus defensas; Licurgo, con su serenidad, e Hipérides con su logografía; pero sobre todo los rugidos de Esquines y de Demóstenes, uno contra otro, el uno por Filipo, el otro contra el despreciable invasor de la patria helénica. Escuchemos siquiera dos palabras del segundo: «No dejéis tampoco de reparar, atenienses —exclama colérico Demóstenes—, que si los griegos padecieron algún agravio de parte de vuestros mayores y de los lacedemonios, al fin y al cabo de sus propios hermanos, de hijos legítimos de Grecia lo padecieron: ¡que no es poca la diferencia! Vosotros cuando veis a un hijo legítimo y noble administrar mal las riquezas que heredó de sus padres, cierto, lo reputáis digno de reprensión y de castigo, pero de ningún modo os atrevéis por eso a denigrarlo con la nota de ladrón o mal heredado. Pero un esclavo, un bárbaro, un bastardo que metiese mano en fortuna ajena y comenzase a derrocharla y despilfarrarla a su capricho, ¡cielos, cuánta mayor indignación excitaría en vuestro pecho! De seguro que no habría nadie que no lo tuviese por digno de execración y de muerte. Y, sin embargo, para los ultrajes que nos hace el tirano no hay odio; no hay execración para Filipo, que no sólo no es griego, ni tiene que ver nada con los griegos; pero ni es bárbaro siquiera de los
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decentes, sino de la más ignominiosa ralea, vilísimo macedón, que ni para esclavo azacán le hubieran comprado nuestros mayores!...». El orador nos ha sorprendido con el apasionamiento empecinado que revela al patriota insobornable, cuya política tenaz es, a primera vista, un fracaso tras el cual seguirán la fuga, el destierro, el suicidio. Muchos consideran a Demóstenes demente por haber hecho tantos esfuerzos en vez de capitular ante el poderoso en los términos más favorables. Sin embargo, la única defensa real del ateniense, en la cual él cree hasta la muerte y que sus compatriotas sostienen aún en el desastre es, en líneas generales, que es mucho mejor combatir y ser derrotado que permitir por culpa propia que una gran civilización sea devorada y destruída por otra inferior. Así, cavilando en estas ideas maravillosas, hemos de abandonar el ágora para pasar a un tema diferente. ***** Hemos conocido hasta ahora, señoras y señores, la vida democrática y la actividad cultural de Atenas. Fáltanos exponer, con toda brevedad, la religiosidad de este pueblo privilegiado, que para los desacralizados tiempos que vivimos es difícil comprender. El drama, la tragedia, la poesía en parte, las competencias atléticas, las diversiones, la enfermedad, los sucesos cotidianos tienen que ver con lo sagrado, se cristalizan en un sentido emocional
de unión con lo divino. Los mortales no se sienten dueños de su porvenir en esta existencia incierta y breve. La religión helénica, esencialmente sana, es la fuerza dominante de ese viejo mundo que en la tierra se halla como en su casa en compañía de Dios... El ambiente mismo que respiran ellos les eleva el espíritu. Por todas partes aquella tierra ofrece espectáculos de belleza a sus ojos de artistas. «Tal vez no hay, tal vez no haya habido en el universo región más encantadora». Un firmamento puro y límpido, un clima moderado, tierras áridas lo mismo que fértiles praderas, bosques espesos, altos montes, rocas escarpadas de contornos definidos contra el cielo, ricas vetas de mármoles dormidas como titanes por voluntad de Zeus que arremolina las nubes, ciclópeas fortalezas, lánguidos ríos de corta vida, santuarios de adoración bañados en crepúsculos milenarios, y ¡ese mar!..., el mar transparente y azul, de anchurosas espaldas —como lo llama Homero—, que abraza con cariño todo ese mundo griego, formando golfos, estrechos, costas hospitalarias, ásperas islas que en el Egeo parecieran puntos de apoyo para pasar al Asia... Espléndida hermosura de la naturaleza que persuade a sus habitantes a poblar de divinidades los bosques, las fuentes, los ríos y el mar. Con todo, ese Olimpo de divinidades antropomórficas no satisface a la inteligencia penetrante de este pueblo. Tiene que haber algo más allá del Zeus creado por su fantasía, algo a que deben someterse los
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dioses del camino: y, para ese ser vago, inexplicable, origen de sí mismo, poder irresistible que en último término es quien dirige la suerte de los mortales y las acciones de los dioses, no encuentran otro nombre sino la Necesidad… Pero, no bastan las simples especulaciones de los filósofos para mover las masas humanas, para afirmar la conducta de los mortales en los momentos de la tentación o contener la demasía en el regocijo o sostener el ánimo en el dolor y aliviar las penas en las amarguras. La fatalidad no satisface. Es aquí donde los griegos nos dejan vacíos. Por prometedoras y excelentes que sean sus filosofías la religión de los helenos no tiene más fundamento que el Mito. Y este es esencialmente poético, es artificial, no relaciona al hombre con el universo en que vive sino con un mundo que no existe, que ha sido creado por la imaginación de los artistas. El Mito no enseña el arte de vivir. A esa religión le falta el espíritu de amor al prójimo, la libertad del esclavo, le falta conocer el fin de la sociedad y de la existencia humana, entender la dignidad de la mujer, respetar los derechos del niño, sospechar siquiera la fraternidad de naciones y razas —helenos y bárbaros—: que sólo enseñará hasta el heroísmo la luz del Evangelio. La Mitología helénica no deja de ser una entre los centenares que han aparecido en la historia del mundo, más graciosa, más bella, más embrujadora que las demás, saturadas de apasionantes leyendas, enriquecidas con las obras de arte más inspiradoras, pero vacía. Las normas de conducta de un pueblo,
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un código moral sin vacilaciones, sanciones efectivas para el delito, el sentido del cosmos y el lugar que en él ocupa el hombre, no pueden hallar un fundamento en la arena movediza del Mito, ¡y tienen que aferrarse al único Ser que es el Camino, la Verdad y la Vida, JESUCRISTO. El pueblo heleno, señoras y señores, tiene una misión providencial que cumplir, y la realiza con sabiduría. Debía verse en él cuánto es lo que puede, pero también cuánto es lo que no puede la naturaleza humana dejada a sus propias fuerzas. A pesar de haber sido el pueblo mejor dotado para la civilización, no pudo levantarse a las más altas esferas del espíritu; no conoció «al verdadero Dios», el que precisamente predica Pablo en el ágora al pueblo común, el mismo que llevará como Mensaje al Areópago, el mismo que una vez anunciado recibe con frialdad el mundo griego, pero que más tarde abrazará tenazmente con corazón de niño. ***** Señoras y señores: Creo que nuestra visita a Atenas –«la de violetas coronada», como canta Píndaro– ha sido fructuosa. Tocamos apenas ciertos aspectos del Humanismo griego; ensayamos exponer facetas positivas. El aspecto sombrío, pagano, de este pueblo, su mirada horizontal de la vida sin aspiración al cielo que nos enseña el Cristianismo, ha quedado en la penumbra, pues hoy lo que nos interesa más es su legado permanente, la cadena de meditación e interrogantes que despierta, el enjambre de relaciones
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con el pensamiento occidental que implícitamente pudieron surgir en nuestras almas. ***** Señores Académicos: No quisiera terminar sin repetiros la expresión de mi más franca gratitud por el honor que me habéis dispensado al recibirme como Numerario en esta docta Academia Colombiana, y manifestaros a la vez mi anhelo íntimo —de seguro compartido por vosotros— de que ese viejo Humanismo inspire vitalmente la formación de las futuras juventudes, de modo que la rica modernidad que han
adquirido en muchos campos de la técnica no los haga olvidar la recia tradición de sus mayores y aquella fuente de la cultura, la civilización en que han nacido, estructurada en miles de años de grandeza de pensamiento y aventura espiritual, civilización que en muchos siglos ha plasmado la manera de ser y de pensar de Europa y América, y que seguirá influyendo en ellas todavía, la cual daría a los jóvenes un estímulo creativo en relación con la vida de hoy, y una visión amplia que responda a muchas inquietudes de estos tiempos de progreso, de abierta rebeldía y, en algunas áreas, de ignorancia, caprichosamente solapada.
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UN POETA Y UN VIOLÍN Manuel Briceño Jáuregui, S.J.*
Era estilizado y débil como el alma de las cosas… El poeta era más recio, pero el alma más sonora… Ambos solían expresar a su manera las notas: Aquel, con palabras frágiles, este, con cuerdas armónicas. Era el uno para el otro, eran dos almas homófonas: Poeta, violín del alma!, Violín, bardo de las cosas! Los vi cogidos del brazo cual dos amigos que tornan: Dos que sus secretos íntimos se van a contar a solas… Un arco servía de intérprete en esa lucha amistosa: Él le inquiría el arcano de sus cuerdas vibradoras,
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Romance s/f. Fondo Manuel Briceño Jáuregui, S.J. - Archivo Histórico Javeriano “Juan Manuel Pacheco, S.J.”.
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queriendo arrancar su música, queriendo aspirar su aroma… Y el violín, amigo mudo, en su reserva orgullosa no respondió al corazón de sed atormentadora!... No hay amistad verdadera Si es uno de ellos de roca...! Dos amigos imposibles Que captan las mismas ondas… Aquel, caja de armonías este, estuche de memorias! Dos corazones que sienten como se sienten las cosas… Pero, ay! Que el uno es de sangre, Y el otro… solo de notas!
II PARTE ESCRITOS SOBRE EL PADRE BRICEÑO
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RESPUESTA AL DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL P. MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. COMO NUMERARIO DE LA ACADEMIA COLOMBIANA Horacio Bejarano Díaz*
Señores académicos: Nuestro nuevo colega de número, Padre Manuel Briceño Jáuregui, con palabra erudita y llena de emoción acaba de disertar sobre tres facetas de lo que constituyó el milagro griego: la vida política de Atenas, la cultura intelectual de aquel pueblo y la profunda religiosidad de sus gentes. Como en tres maravillosos cuadros de reconstrucción histórica y literaria, dignos de Gastón Boissier o de Fustel de Coulanges, ha desplegado ante nuestras mentes las excelencias de un pueblo que supo sentir, pensar, amar y crear belleza; que, partiendo de la investigación sobre el cosmos, descubrió la propia alma y se acercó al conocimiento de *
15 de octubre de 1973. En Boletín de la Academia Colombiana N° 100, Bogotá, 1973.
la divinidad; que puso las bases de la civilización y la cultura de occidente; que llegó tan lejos en lo que a organización política concierne; en cuyo territorio se meció la cuna de las bellas artes, con la creación de una literatura insuperable, de una arquitectura perenne y de una escultura que sigue sirviendo de pauta para lo que después ha producido el ingenio humano durante veinticinco y más siglos. Al oír la disertación del Padre Briceño Jáuregui, tan llena de propiedad, tan precisa en sus términos y tan clara en sus propósitos, la Academia Colombiana se convence una vez más del acierto que tuvo al elegirlo como su individuo numerario y sucesor de nadie menos que de Don Julián Motta Salas, maestro en los saberes humanísticos y dueño de un estilo de clásica solera, cuya vida, como hasta ahora la del Padre
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Briceño Jáuregui, trascurrió dedicada a la investigación y la docencia de las humanidades, de las que tan acertadamente escribió Marco Tulio Cicerón: «Tales estudios son el alimento de la juventud y el recreo de la ancianidad; sirven de ornato en la próspera fortuna y de consolador retiro en la desgracia; nos retienen con su halago dentro de las paredes domésticas y no nos estorban fuera; con esos libros esperamos el sueño de la noche; nos acompañan en nuestros viajes y en el retiro campesino son nuestros mejores amigos». Evocación gratísima a nuestro espíritu es la que se ha hecho del Padre Félix Restrepo, alma de esta Academia por muchos años y su segundo fundador. Su espíritu, que sigue viviendo en este edificio, obra de la inteligencia y del corazón de un hombre de letras doblado en gerente de grandes empresas, a buen seguro que se sentirá regocijado en estos instantes al presenciar cómo al cumplirse el cuadragésimo aniversario de su recepción como miembro de número, un su hermano en religión, que muy de cerca ha seguido sus huellas, escoge como tema de su discurso, al igual que él, la eterna Grecia. Las humanidades que fueron un afán del polifacético jesuíta cuando desempeñó la rectoría de la Universidad Javeriana, esas humanidades a que tanta importancia se les dio en la ratio studiorum y que tanto ayudaron en la formación de la Compañía y de los alumnos educados por ella, tienen hoy en la Corporación un auténtico representante. Precisamente, pocos días antes de que
Dios se lo llevase para no dejarlo ver tantos acaeceres que por estos mundos de Dios andan cobijados con el genérico nombre de signos de los tiempos, escribía el Padre Restrepo a propósito de la principal obra de nuestro colega, El genio griego: «El Padre Briceño domina el griego en una forma que sólo es frecuente entre los estudiosos de Inglaterra y Alemania. Creo que actualmente no habrá en Colombia, y probablemente en América hispana, quien lo supere en este sentido». Valioso juicio que significa el espaldarazo de un veterano y consagrado helenista para el scholar de Oxford que no le va en zaga. Ha entrado, pues, el Padre Briceño a nuestro Instituto por la puerta grande y con todos los derechos; sus méritos como historiador y crítico, amén de poeta original y traductor, de obra numerosa, lo consagran como erudito, como investigador y como hombre de letras: una decena de libros publicados lo atestiguan, jugosos estudios aparecidos en revistas de dentro y fuera del país 1o proclaman, centenares de alumnos de la Compañía y de varios; institutos de nivel universitario dicen de su sabiduría y método para trasmitirla. Quienes hemos tenido el privilegio de tratarlo más de cerca, sabemos que bajo su ingénita modestia se oculta el humanista que acunó su vocación a la sombra de aquellos viejos profesores, honra y prez de la Compañía de Jesús en Colombia, que formaron generaciones con un sólido saber en la especialidad que eligieron, al par que sacerdotes auténticos cuya vida honraba a la Iglesia; luego de recibir la licenciatura en Filosofía
RESPUESTA AL DISCURSO DEL P. MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. ...
y el bachillerato en Teología en las aulas académicas de la Javeriana, marcha a la vieja Universidad de Oxford, alma máter de la cultura clásica inglesa, para, después de cursar los estudios serios que en tal Institución se estilan, obtener los títulos de Bachelor y Master of Arts, para volver a Colombia y, millonario de tan profundo saber, dedicarse a la tarea docente e investigativa que ha ejercido con la mejor fortuna. Pocas hojas de vida tan lujosas y todavía más escasas las existencias dotadas de tan grande fecundidad. Nuestro académico, en su obra sobre cultura clásica, va siempre en la grata compañía de la historia, la arqueología y la interpretación de textos, no para ocuparse de los hechos sino de los hombres, en todo el significado humano de sus ideas, sentimientos y creencias, cuyas manifestaciones busca sagazmente a través del tejido lingüístico de la creación literaria. Como crítico no se queda en la superficie, sino que calando hondamente en lo profundo del contenido y la estructura, llega a la intención del autor, a su propósito de selección formal, a ese «ritmo misterioso» de que hablaba Azorín, que es como el hilo que va atravesando toda la obra literaria y que se hace presente por medio de los recursos expresivos del lenguaje. Como traductor no traiciona al original ni se traiciona a sí mismo. Conoce a cabalidad los idiomas originales que vierte al español, lo mismo que los recursos del verso castellano; posee la emoción personal para, capta r los matices de la ajena. Ello hace que el poema o pieza literaria escritos en lengua extraña sean vaciados en el
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propio molde sin perder el calor y el color con que fueron concebidos. Y si pasamos a ocuparnos del catedrático y del investigador, su erudición está lejos de la autosuficiencia, propia de los mediocres, y de la adustez, común en los simuladores de cultura. El método está a la altura de su capacidad de trabajo y en él puede entreverse la inteligencia organizada de quien ha dedicado su vida al quehacer espiritual. La claridad de la exposición es la adecuada a quien no ignora el «qué», el «por qué» y el «cómo» de su mensaje, que fluye de sus labios y de su pluma, sencilla y elegantemente,, con la difícil facilidad a que se refería con encomio el estilista soñador de la Montaña. Es el Padre Briceño como miembro de número de la Acade mia Colombiana y como humanista, un continuador de la tradición académica y de la dedicación a los estudios clásicos, que hasta hace pocos años fueron de tanta estima para la Compañía de Jesús, pues ya desde la época del mismo San Ignacio, cuando comienza a elaborarse la «ratio studiorum», se concede especial importancia a las humanidades no sólo como conocimiento sino como sistema de formación intelectual. Más tarde, la ratio acogerá gustosa y plenamente la herencia humanística. Esta es la razón por la cual la posteridad debe a la Compañía el haberle transmitido lo mejor del humanismo renacentista, decantado de cuanto tuvo de extremoso, refinado por el mejor conocimiento de los textos antiguos y despojado de las interpretaciones que tuvieron
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a bien darle quienes se sirvieron de él como instrumento de retorno a un neopaganismo con todas sus consecuencias. Fundadores de la Real Academia Española fueron los jesuítas Bartolomé Alcázar y José Cassani; y ocuparon en ella un sillón como numerarios el Padre Carlos de la Reguera y el inolvidable Padre Luis Coloma, maestro en el cuento, la leyenda y la novela, cuya pluma trazó con realismo inigualable los retratos de los actores de la Ilustración francesa y española. En América tal tradición se ha conservado en las Academias Colombiana, Venezolana y Ecuatoriana, con los nombres de Mario Valenzuela y Teódulo Vargas, de Eduardo Ospina y Félix Restrepo, de Aurelio Espinosa Pólit y Pedro Pablo Barnola. Cuanto al humanismo clásico, son glorias de la fundación ignaciana Lorenzo Hervás y Panduro, fundador de la lingüística comparada, Matías Casimiro Sarbiewsky y Jacobo Bolde, que en pleno siglo XVIII pulsaron con inspiración la lira latina; nuestro Rafael Landívar que cantó las cosas de América en versos dignos de Virgilio; y más cerca de nuestra época, los padres Ignacio Weitenauer, Florentino Ogara, José Celestino Andrade y Félix Restrepo, maestros de las lenguas clásicas que poseyeron como la propia. Pero, en este siglo de la ciencia y de la técnica, cuando el hombre, merced a ellas, comienza a dominar los espacios siderales; cuando las profesiones con más mercado no son precisamente las basadas en las humanidades sino en las ciencias matemáticas, naturales y físico-
químicas; ¿Para qué hablar de humanidades y humanismo, cuando el griego y el latín han pasado de moda y apenas si se enseñan en algunas universidades europeas, pues poco a poco han sido borrados del currículo de bachillerato de todos los países y aun en los seminarios se contentan con unos pocos rudimentos de latín, ya que no es necesario como antes para la carrera eclesiástica? Sería largo de contestar tal interrogatorio, que en muchos de los oyentes está bullendo. Contentémonos, en cambio, con profundizar un tanto en los términos humanidades y humanismo, para poder apreciar más cabalmente los méritos del Padre Manuel Briceño Jáuregui. El término humanidades encierra un concepto vital, así durante la antigüedad pagana como después del advenimiento de Cristo. Los siglos se han encargado de enriquecer y valorar el concepto, de tal manera que para hacer historia de la palabra precisaríanse varios abultados volúmenes. Significó en un principio la índole o condición del hombre, por la cual siente simpatía por sus semejantes, al caer en la cuenta de la identidad de la naturaleza; de aquí pasó a significar la benignidad y en tal sentido la usa Terencio en su célebre y conocido verso: «Homo sum : humani nihil a me alienum puto ... »; pasó luego a designar el comportamiento personal decente y fino y el don de gentes; se usó más tarde
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para nombrar aquellos conocimientos que tienden a perfeccionar las facultades humanas, aunque en sí no encierren utilidad práctica para la vida, como las disciplinas científicas, artísticas, históricas y literarias, cultivadas sólo por los espíritus selectos. A partir de este último significado va precisándose poco a poco el sentido del término, y entonces encontramos que como las humanidades, frecuentadas desde la más tierna edad por los jóvenes, les van despojando de sus toscas maneras, aparecen el vervo e_rudire y el sustantivo eruditio; como contribuyen a aguzar el ingenio, se les llama litterae politiores; como adornan a quienes las cultivan con las cualidades propias del hombre libre, reciben la denominación de litterae liberaliores; como despiertan el sentimiento de lo bello se les apellida Litterae pulchriores, y como proporcionan un instrumento para ponerse en comunicación con los grandes autores y enseñan el arte de interpretar el pensamiento mediante la palabra, el más humano de los dones humanos, se les denomina litterae humaniores. Así las humanidades llegan a tomar el sentido de educación e instrucción, por el poder que dichas disciplinas encierran para la formación del entendimiento y el gobierno de la voluntad. A su influjo traído a Roma por los pedagogos griegos, la ruda alma latina se heleniza; los clásicos y los artistas de Grecia realizaron la conquista de Roma cuando ya la Hélade no era más que una colonia latina; la cultura griega se fundió
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con la romana y la palabra «humanidades» tomó el sentido con que la usamos que según Arturo Cayuela es: «capacidad para comprender y sentir el complejo humano; desarrollo de las facultades más humanas del hombre por medio del contacto con las obras literarias que nos han dejado el retrato del hombre en su realidad idealizada; aptitud para influír en ese mismo hombre mediante la palabra, trasmitida a los demás en un estilo perfecto». Pero una vez aparecido el cristianismo, el término se ·carga con un nuevo contenido, ya que para el hombre regenerado por el agua y el Espíritu no bastan las humanidades como disciplina educativa; es necesario agregarles un nuevo elemento: la gracia, que sublima y completa, su maravilloso influjo en el alma humana. La Edad Media culmina con un concepto nuevo sobre las humanidades, ya que ella puede concretarse en una pasión heroica por la verdad, en un énfasis romano sobre la ley y una hambre insaciable de comunión con Dios. Al alma greco_romana ya cristianizada de occidente se suman el influjo teutón y celta que con su sentimiento y fantasía enriquecen el contenido humanístico: basta leer la Summa del de Aquino y la Comedia del Dante, para ver cómo el culto por la verdad, la bondad y la belleza se mueven en un doble plano: el divino y el terreno, en los cuales la creación teológica, filosófica o simplemente literaria conviven y perviven en maravillosa armonía. Pero es en el Renacimiento cuando se rinde un verdadero culto al humanismo y a las humanidades,
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ya que ser humanista es la mayor ambición de la época y el humanismo viene a ser concebido como una actitud del espíritu ante el hombre y el mundo. La cultura renacentista, que trastrueca los valores del medioevo, origina un nuevo modo de ser, de pensar y de sentir, porque tomando las humanidades como en las épocas de Grecia y de Roma con prescindencia absoluta o relativa de lo sobrenatural, colocó al hombre como fin de sí mismo; por ello San Ignacio en su sabia fórmula, planteó una vez más el fundamento del cristianismo: «el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante ésto salvar el ánima». De este modo se reafirmó el sentido cristiano de las humanidades, planteado hacía diez y seis siglos por San Pablo: «Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios». En el sentido que acabamos de apuntar se le puede aplicar a nuestro amigo y colega el calificativo de humanista: él posee plenamente por obra y gracia de sus estudios una de, las visiones más gratas al espíritu: la una, época trascendental del hombre eterno: esa en que florecieron las letras y las artes como nunca antes en los anales de la historia de la humanidad. Debido a tal circunstancia, las literaturas clásicas presentan la expresión de lo que en el hombre existe de eternamente interesante. Porque cuando se lee a Homero, a Sófocles, a Anacreonte, a Cicerón, a Virgilio o a Horacio en su lengua original, no es que queramos
soñar la vida, en épocas pretéritas, sino que la bebemos en sus fuentes más puras. Y a quienes dijeren que sólo lo actual es importante y que eso de recrearse en los antiguos es signo de retraso, les contestamos con el poeta Schiller: «Sin duda que el artísta es hijo de su siglo, pero no debe ser su discípulo ni su favorito. Recibirá su materia del tiempo presente, pero tomará la forma de un tiempo más noble, o más bien irá a buscarla fuera de la corriente de los tiempos en la unidad absoluta, inmutable de su propia esencia. Allí corre la fuente de la belleza, no infestada por la corrupción de las generaciones y de las edades que pasan lejos de ellas en negros torbellinos... El templo permanece sagrado aunque los dioses ·se, hayan ido. Cuando el género humano pierde la conciencia de su dignidad moral, el arte la conserva en mármoles llenos de sentido: la verdad persiste viviendo en la ilusión, y la copia sirve para restablecer el modelo... Vive con tu siglo, pero no seas hechura suya: trabaja para tus contemporáneos, pero haz lo que ellos necesiten, no lo que ellos alaben; no te aventures en la peligrosa compañía de lo real, antes de haberte asegurado en tu propio corazón un cerco de naturaleza ideal». Bienvenido, Padre Briceño, a ocupar el sillón que la Academia Colombiana le ha adjudicado como miembro de número. No le es difícil a usted llevar la responsabilidad que tal honor comporta. Abroquelado por su saber y sus virtudes, palpables en su obra literaria y en
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su vida, la honra que esta noche ha recibido no será sino un estímulo más para seguir el camino que se ha propuesto, en medio de un mundo asfixiado por el materialismo, en el que los únicos polos de la vida son la riqueza, el placer y el poder, cuyos únicos propósitos se mueven alrededor de la adquisición de destrezas y habilidades, no para
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ser más, con el fin de hacer más en provecho de la comunidad, sino en el propio de cada cual; en el que se confunde lastimosamente lo real con lo material, como si sólo los conocimientos positivos fueran reales y el mundo interior de nuestra alma no poseyese la misma realidad de las cosas percibidas por los sentidos.
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RESPUESTA AL DISCURSO DE POSESIÓN DEL R.P. MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. COMO NUMERARIO DE LA ACADEMIA COLOMBIANA DE HISTORIA Luis Duque Gómez*
He recibido el alto e inmerecido en cargo de dar la bienvenida a nues tra Academia, a quien tiene ya una brillante trayectoria en el campo de las letras nacionales y cuyos mé ritos intelectuales la han exaltado a posiciones tan honrosas como la Dirección de la benemérita Academia Colombiana de la Lengua, entidad que inicia, desde las postrimerías de la pasada centuria, la defensa constante del idioma castellano y el fomento de nuestras artes literarias. El Reverendo Padre Manuel Briceño Jáuregui, S.J., prolonga entre no sotros, en tiempos modernos, una lucida tradición humanística, en la
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Académico Numerario, Academia Colom biana de Historia, 7 de abril de 1989. En Boletín de Historia y Antigüedades No. 765, abril-mayo-junio de 1989.
que espigaron varios de los fundado res de la nacionalidad y algunos de nuestros mandatarios y cuyo pres tigio rebasó el límite de las fronteras patrias para alcanzar otras latitudes del mundo hispanoamericano. Formado en recias disciplinas eclesiásticas, que prepa raron su mente para el estudio y templaron su espíritu para ejercer con virtud ejemplarizante el sagrado ministe rio, su afán por conocer con mayor profundidad del destino del hombre, lo llevó a ahondar en la filosofía, la teología y las humanidades clásicas, en los propios claustros javerianos y en reconocidos centros universi tarios del exterior, y a oír la cátedra de autorizados maestros sobre todo aquello que ha enaltecido la exis tencia del hombre sobre la tierra y la huella de su portentosa inteli
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gencia, generadora de la cultura y de la ciencia. De regreso al país, después del año de 1957, el Padre Briceño se consagró por entero a los nobles menesteres de la docencia, en los distintos niveles de enseñanza y en especial en el de la educación supe rior, que se beneficia ahora de sus profundos conocimientos en estos apasionantes campos del saber: Las literaturas Orientales, La Edad Media L atina y la formación de las lenguas romances, La literatura española e hispanoamericana, La literatura grecolatina, La creatividad literaria, Interpretación de autores latinos y griegos, son, entre otros, los temas que inspiran su cotidiana ta rea pedagógica en establecimientos universitarios de la ciudad capital y sus inquietudes invéstigativas en centros tan afamados como nues tro Instituto Caro y Cuervo, que le han confiado su representación en congresos y simposios reunidos en Colombia y en el exterior para discutir e impulsar el avance en el conocimiento y promoción de los grandes temas del humanismo y en especial de la antigüedad clásica. Bien conocida y difundida es su profusa producción literaria, publi cada en numerosos opúsculos y en obras de denso contenido en materia de historia de la cultura de origen latino: El genio literario griego; Raíces clásicas de nuestra cultura; El impe rio Uterario romano; Nuestro mundo es descendiente espiritual de Grecia y Roma; La poesía en iberoamérica; Aristóteles, politeia, Nueva versión castellana, con notas; Ensayos
humanísticos; Rubén Darío, artífice del apíteto; Giorgos Seferis: setenta poemas, traducción del original grie go, introducción y notas; Estampas pueblerinas, ciento cincuenta sonetos costumbristas; Historia documen tada de la Universidad Javeriana; Miguel Antonio Caro y San Pedro Claver; Los Jesuítas en el Magdalena; Tres bimilenarios clásicos: Virgilio, Tíbulo, Propercio; Los Gladiado res de Roma. La sola y escueta enun ciación de estos títulos, algunos de los cuales están en preparación, indica ya los ponderados méritos investigativos de la obra del Padre Briceño Jáuregui y la trascendencia de su tarea de divulgación acerca del origen de las manifestaciones de la alta cultura en la América hispana. El tema que le ha servido para su lectura en esta noche, constituye una brillante síntesis de varios de los capítulos de la admirable obra escri ta por su hermano de comunidad, el jesuíta Pedro de Mercado con el título de Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús, una detallada crónica en la cual se recogen interesantes y curiosas descripciones del diario acontecer en los remotos tiempos coloniales del siglo XVII en las viejas ciudades de Santafé, Tunja, Cartagena, Pamplona y Popayán. El aspecto de su entorno, el colorido de las procesiones religiosas con ocasión de las grandes festividades y en especial el acendrado espíritu religioso de sus gentes, que inspira el Galateo espiritual del P. Mercado, todo ello lo comenta el Padre Briceño, en prosa limpia y en el estilo ameno y jovial que ha sabido imprimir a toda su obra histórica-literaria. Ya
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tendrá la Academia la oportunidad de escuchar nuevamente su palabra diserta —y así lo ha prometido él— sobre otros no menos interesantes aspectos del libro del famoso jesuí ta, como el formidable proceso de catequización bilingüe impulsados entre los pueblos indígenas de la Sabana por los padres Coluchini y Dadei y la tarea misional cumplida por su comunidad en tierras del Marañón, relato del Padre Mercado en el que se incluyen datos de sin gular importancia para el conoci miento de los usos y costumbres de las tribus aborígenes que poblaban estas vastas y selváticas comarcas que flanquean la montaña andina. La Academia recibe hoy al Padre Briceño Jáuregui ple na de entu siasmo, como lo hiciera cuando ingresaron a ella otros prestigiosos miembros de la Compañía de Jesús, los reverendos Padres Félix Restre po, Juan Manuel Pacheco y Jo sé Rafael Arboleda, autores también, como él, de enjundiosos estudios, que han significado una valiosa con tribución a la historiografía nacional. Su asistencia a esta Corporación prolonga la afortunada vinculación que siempre ha hermanado a las dos Academias, empeñadas de consuno en la defensa de nuestras más caras tradiciones, como son la lengua y la herencia cristiana y democrática de nuestras instituciones. Este recinto lo exornan justamente las efigies de los fundadores de la entidad, el Pre sidente José Manuel Marroquín y su Ministro de Instrucción Pública, don José Joaquín Casas, ambos entu siastas y galanos cultores del idioma.
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En el salón de sesiones ordinarias se destaca la figura de don José María Vergara y Vergara, fundador de la Academia de la Lengua y en este mismo ámbito se mantiene siempre fresco el recuerdo de lo mucho que hicieron por la Historia don Miguel Antonio Caro, don Marco Fidel Suárez y otros grandes maestros de la latinidad. Es que el quehacer cultural surgió como una entusiasta decisión de nuestros próceres polí ticos y militares, desde los albores mismos de los tiempos republicanos, cuando aún no se había extinguido el resplandor del fuego en los campos donde se libraban las grandes bata llas por la libertad de los países que formaron después la Gran Colombia. Era la herencia de la égida mutisia na. Primero fueron las inquietudes científicas de los congresos de 1823 y 1824, que legalizaron los contratos celebrados por Francisco Antonio Zea con destacados hombres de ciencia de la Europa de entonces para que viniesen a continuar el estudio de las características y de los recursos de nuestra naturaleza ambiente, y luego, en 1926, en la Vicepresidencia del General Santan der, el establecimiento de la primera Academia Nacional, cuya nómina inicial se integró con próceres civiles, militares y científicos de la naciente república, quienes al tiempo que hacían la historia empezaban a relatarla como testimonio para las generaciones venturas: José Félix de Restrepo, Vicente Azuero, Estanislao Vergara, José María del Castillo, José Manuel Restrepo, Pedro Gual, Joaquín Olmedo, Santiago Arroyo, José Fernández Madrid, Francisco Soto, Andrés Bello, entre otros.
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En la Gaceta de Colombia, en el Número 201, correspondiente al 21 de agosto de 1825, se publica el discurso con que el doctor José Felix de Restrepo inauguró el certamen general de filosofía presentado en los días 4 y 5 de julio de aquel año por 45 jóvenes del Colegio San Bartolomé, algunos de cuyos apartes bien vale la pena citar en esta noche, para recordar el profundo conocimiento y el interés que tenían los fundadores de la República en la difusión de la antigüedad clásica, de las letras y las artes, para signar con ellas el nacimiento de la nacionalidad: “Nada hay más importante al bien de la sociedad —afirmaba el integérrimo Magistrado— que el es tablecimiento de colegios y cuerpos literarios, donde se instruya la juven tud en el estudio de las ciencias, de las artes y de las bellas letras. Son los jóvenes la parte más preciosa del género humano y pueden comparar se a una planta tierna en que están encerradas las semillas del heroísmo y de la virtud, que fomentadas con el riego de la enseñanza, deben algún día producir frutos abundantes en beneficio de la religión y de la patria. “Todos los padres de familia que estiman a sus hijos con un amor sólido y juicioso, están persuadidos de que no pueden hacer mayor be neficio, que procurarles la perfección del espíritu con el estudio de las ciencias: ellos depositan gustosos estas tiernas prendas de su cariño en los colegios con el mismo designio con que el labrador encomienda el fértil grano a la tierra en la esperanza de abundantes frutos. La historia no ha olvidado manifestarnos los
cuidados y desvelos que todas las naciones civilizadas han tenido en instruir la juventud. Ellas estaban bien persuadidas que pa ra tener ciudadanos amantes de la equidad y la justicia, magistrados que vela sen por la seguridad de la patria, y soldados que la defendiesen, era preciso formarlos en el estudio de las letras. La sabiduría es la base y fundamento principal del gobierno de los estados. Si se trata de formar los pactos sociales de los pueblos, de arreglar su conducta, de fijar sus límites, de establecer la paz y declarar la guerra, de promover el comercio, de fomentar la agricultu ra, de decidir sobre la vida, honor e interés de los particulares, la sabi duría es consultada y su dictamen dirige todas las operaciones. En la cabaña humilde del pastor no es menos respetable su autoridad que en el supremo consejo de la nación. “Hasta la gloria militar, que pa rece no tener cosa alguna de común con las letras, está dependiente de sus preceptos. Las grandes empre sas no sólo necesitan el valor del corazón y la fuerza del brazo, sino también la eficiencia del raciocinio y la penetración del discurso; ni sería bastante para conseguirlas el saber pelear, si no se supiere discurrir. La gloria militar sin las letras, sería a manera de un parhelio o una exal tación muy brillante pero de corta duración. Sin la pluma de Homero el nombre de Aquiles tal vez no habría llegado hasta nosotros. La gloria militar de los romanos no habría excedido la duración de su imperio, si hubieran poseído las armas y no las letras.
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El mismo siglo que se gloría de haber tenido a Augusto, no celebra menos a Virgilio. Las conquistas de Alejandro no habrían pasado tal vez los límites de la Grecia si Aristóteles con sus observaciones no facilitara el curso de sus empresas: ni aquel monarca ambicioso habría destruído el floreciente imperio de los persas, si éstos hubieran sido más sabios que los griegos. El mismo Alejandro lloró al ver el sepulcro de Aquiles, considerándose infeliz en no encon trar otro Homero que celebrase sus acciones. Filipo, padre de Alejandro, se gloriaba más de haber dado a su hijo un maestro sabio que de haber conquistado la Grecia, y muchas veces se vio obligado a confesar que había sido mayor estorbo a sus victorias la elocuencia sola de De móstenes, que las armas de todos los atenienses. Scipión, Pompeyo y Julio César protegieron las ciencias como nece sarias a sus empresas militares. Scipión se sirvió de los talentos de Polivio para levantar las cartas del Mediterráneo. Pompeyo mantenía comercio literario con el célebre Posido nio, y más de una vez se le vio humillar a la puerta de aquel filósofo las faces consulares. César nos recuerda que debió más a su pluma que a su espada, y que en medio de los combates jamás olvidó el cuidado de las estrellas. Las repúblicas más poderosas del uni verso, Grecia y Roma, no llegaron al
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mayor grado de esplendor y gloria, sino cuando cultivaron las ciencias. “Tan cierto es que para lograr la protección de Marte, es preciso haber obtenido primero el favor de Miner va. En fin, sea que consultemos la historia de los siglos pasados o que volvamos la vista a los presentes, quedaremos convencidos de la ver dad de esta máxima importante: “La nación sabia está destinada a mandar, y la ignorante a obedecer”. Era este el pensamiento de los que empezaban a conce bir la es tructura de la nación colombiana, inspirados en la antigüedad clásica y en la historia del mundo cristiano, para que sus instituciones fuesen sólidas y duraderas, anteponiendo el valor de la ciencia, de las artes y de las letras, a las urgencias de los tiempos marciales que entonces se vivían. Así nació el movimiento académico neogranadino, como un mensaje de cultura, que todavía nos enorgullece y exalta. Bienvenido, Reverendo Padre Briceño al seno de la Academia Co lombiana de Historia, que mucho espera de sus dis ciplinas huma nísticas, de su profundo saber del mundo greco-romano y su influencia en las fuentes auténticas de nuestra cultura y nuestra tradición, y que admira y reco noce su acendrada vocación de servicio a las juventudes de la patria.
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SACERDOCIO EN EL SERVICIO DE LA CULTURA Rodolfo Eduardo De Roux, S.J.*
“Bien, siervo bueno y fiel! Has sido fiel en lo poco, te pondré por eso al frente de lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor!” (Parábola de los talentos-Evangelio de N.S. Jesucristo, según Mateo - 25,21-). Hermanos: Manuel Briceño ha entrado ya plenamente en nuestra Acción de gracias al Señor. La luz de la fe nos permite reconocer una bendición de Dios para nosotros, en esa vida que ha logrado ya su cumplimiento en Cristo. Aun sin ignorar sus limitaciones y su fragilidad. En Cristo y desde Cristo, Manuel es Palabra de Dios para nosotros.
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Homilía en sus honras fúnebres, Bogotá, 3 de noviembre de 1992. En Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica No. 44, Bogotá, 1992.
Sobre el sentido total de nuestra vida, sobre el valor de nuestro quehacer histórico. Palabra personal. No simple concepto. Encarnada en opciones y actitudes en comportamientos y trabajos concretos, en relaciones interpersonales situadas. Y por lo mismo, palabra que hablan al corazón. Esta palabra articulada hoy para nosotros en la vida toda de Manuel, y recogida por nosotros más en el corazón y en la memoria, que en la presencia física y sensorial de sus despojos, tiene un ámbito de escucha muy concreto. Resuena con fuerza peculiar en los claustros de la cultura académica, que siempre
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fueron los suyos. Y nos interpela de manera especial a quienes con él los compartimos. Sacerdote universitario, sacerdote académico, sacerdote filólogo y humanista, en lenguas y culturas clásicas. No ignoro, ni minusvaloro al Manuel de la gracia chispeante en sus coplas campesinas. Una flor imposible para un corazón ajeno a la entraña más elemental de nuestra tierra. Ni al Manuel educador de jóvenes jesuitas en el seguimiento de Cristo. Ni al amigo entrañable o al guía espiritual de tantos, para quienes su voz sacerdotal resonó en el reposo escondido de la intimidad familiar, de la amistad pastoral. Pero quiero poner el énfasis allí donde su vida se agudiza hasta la paradoja. Desde donde nos plantea su pregunta. Porque allí la vida de Manuel, en su peculiaridad concreta, se nos regala hoy como respuesta pertinente. Para quienes la dimensión divina de nuestra vida humana es sólo un sueño o una ideología: la figura, sacerdotal y académica, de Manuel Briceño puede parecer una incongruencia, o cuando más una sutil estrategia. Y sin embargo, allí se levanta él insobornable e indisimulable. Como una afirmación rotunda. En la coherencia de su Vida, de su decir y de su hacer, de su ser sacerdote y ser académico. Manuel es para nosotros confirmación personal, vivida, de una convicción cristiana. En Cristo, técnico o social, que pueda serle completamente ajeno. Su Evangelio tiene derecho de ciudadanía en todos los ámbitos del hombre y de sus culturas.
Desde esa pertinencia fundante de Cristo a todo lo humano, el sacerdote es palabra Suya. El corazón de esa palabra palpita al ritmo del anuncio evangélico, en la celebración litúrgica en el servicio pastoral de la comunidad creyente. Y desde allí se irriga a todos los ámbitos. Penetra por derecho propio en los predios de la Universidad y de la Academia. Donde se juega el destino cultural de una patria. Ciertamente, en corresponsabilidad cordial con sus demás hermanos, en fe y humanidad. La Iglesia de Cristo no es un mero ensamblaje mecánico de piezas separables. Es un organismo vivo, de tejidos continuos, aun en su respectiva diferenciación funcional. Y esa organicidad extiende de por sí entre los más diversos carismas y servicios. Manuel Briceño vivió, luchó, gozó y sufrió en ellas. Con peculiar convicción y plenitud. Por eso, él mismo es hoy una respuesta bien lograda. Su sacerdocio no fue una mera funcionalidad, que se agota en el cumplimiento de muy precisos y delimitados servicios eclesiales. Fue una manera de ser, de vivir y de obrar. En Cristo, para servicio de los hombres, desde su Iglesia. En la perspectiva de una responsabilidad, creadora de comunión fraterna. Como misión asumida de ser voz de Cristo en todos los ámbitos de lo humano. Tomando sobre sí la carga, tantas veces crucificadora, de ser luz y levadura de Cristo. Allí donde se ignora su presencia o donde Él mismo le retrae a una condición última, de sólo horizonte, para ceder los primeros planos a la autonomía
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legítima de otros intereses humanos. Por lo tanto, más con el testimonio humilde, y el servicio incansable, que con la proclamación directa o polémica vigorosa. Así fue Manuel Briceño sacerdote de Cristo. En el seguimiento de esa Palabra de Dios, que en el principio despertó al hombre del sopor de la materia bruta. Y al filo de los tiempos, hecha carne nuestra, creó una contigüidad paradójica del Indecible con los humildes signos de nuestra comunicación humana. Manuel recogió, día a día, ese poema de Dios en la secuencia bíblica de profetas, narradores y teólogos. Con sobriedad cristiana, desplegó su intensidad dramática en el juego mistérico de la liturgia. Yen esa Palabra de Dios, amó y cultivó nuestra palabra humana. Así fue Manuel Briceño amigo en el Señor de Ignacio de Loyola. Cultivando incansable la palabra en los predios austeros de nuestro humanismo clásico. Para él la savia cristiana había corrido demasiado tiempo por esas venas greco-latinas,
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como para no permanecer siempre en simbiosis con ellas. Para él nuestra amercinidad es una flor mestiza que no puede desvanecer su aroma mediterráneo sin marchitarse. Y en esa palabra del humanismo clásico. Manuel Briceño amó a Colombia y la sirvió. Con tesón y destreza, con sencillez y donosura. Así lo conocimos y lo amamos. Así queda en la memoria de nuestros corazones. Este es el sacerdote humanista, que hoy colocamos en ofrenda, junto a nuestro pan y nuestro vino, “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”. Para alabanza de Dios Padre, en Cristo. De quien lo recibimos como hermano, y copartícipe de una misma tarea. Para esperar, en el Espíritu, que él siga siendo bendición de Dios para nosotros. En nuestra memoria de él. En su intercesión ante el Padre por nosotros. Manuel, has sido siervo bueno y fiel! Entra en el gozo de tu Señor! Así sea!
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PADRE MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. Alberto Gutiérrez, S.J.*
Con sincero agradecimiento e innegable emoción he aceptado el honroso encargo de llevar la palabra ante la Asamblea de la Academia de Historia Eclesiástica para evocar la memoria de nuestro presidente, el Padre Manuel Briceño Jáuregui, S.J., a quien Dios, de manera inopinada e incomprensible para nosotros, llamó para sí en uno de los más luminosos instantes de su personalidad religiosa y humana. Y lo he aceptado por dos motivos principales: porque quiero ser vocero de la Compañía de Jesús en la acción de gracias a Dios por su vida ejemplar y a ustedes que de tantas y tan delicadas maneras se han manifestado en tan difícil trance para su familia y para quienes fuimos sus hermanos religiosos; y además, * En Boletín de la Academia Colombiana No. 178, Bogotá, 1992.
porque quiero comunicarles lo que siento por quien fue mi maestro, mi amigo y, en no pocos aspectos, mi mentor intelectual. No es difícil decir quién fue el Padre Manuel Briceño, y permítanme que me refiera con frecuencia a él como Manolo, pues así le dijimos siempre entre amigos y en la familiar intimidad de la casa religiosa; Manolo fue uno de esos jesuitas que son capaces de caracterizar un estilo de ser hijo de Ignacio de Loyola y de llenar una época con sus colosales realizaciones. Eso fue Manolo: un excelente religioso en la Compañía de Jesús y una vigorosa personalidad que supo acrisolar sus virtudes y potencialidades y ponerlas al servicio de la Iglesia, de la Patria y de todos los que pudieron acercarse a la sencilla luminosidad de su existencia.
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Permítanme que, con sencillez y agradecimiento, evoque la memoria de quien hoy debía estar presidiéndonos, pero que, por llamado providencial de Dios, asiste desde el cielo a nuestra asamblea con su bendición y con su fraternal apoyo. Mucho le debió Manuel Briceño a la formación de la Compañía de Jesús; pero si el fruto jesuítico fue tan maravilloso, ello se debió a su generoso ancestro norte santandereano y a su cristiana familia en la que florecieron pródigas las mejores virtudes y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. Manolo nació en Cúcuta, el 3 de junio de 1917. El cariño y veneración con que siempre recordaba a sus padres, don Juan Francisco Briceño (noble patricio tachirense) y doña Teresa Jáuregui (virtuosa dama, natural de Chinácota), demuestran tanto su profundo sentido de familia como su agradecimiento a Dios por el don de sus padres y de sus hermanos. La familia de Manolo, especialmente unida, fue, sin duda, un crisol maravilloso de virtudes humanas y cristianas que se constituyeron en la mejor herencia para los nueve hijos Briceño Jáuregui, cinco hombres y cuatro mujeres. De los varones, tres siguieron el camino del sacerdocio (uno en el clero diocesano y dos en la Compañía de Jesús) y una de las mujeres la vida religiosa entre las Terciarias Dominicas. Familia realmente privilegiada en la que el joven Manolo encontró el clima propicio para la formación
de sus cualidades humanas y para el surgimiento de una vocación a la que respondió generosamente dejándose llevar por su Señor, primero al Seminario Conciliar de Pamplona, y luego, al noviciado de la Compañía de Jesús en Santa Rosa de Viterbo, en el que ingresó el 29 de julio de 1935. Realizados sus estudios humanísticos, filosóficos y teológicos, se ordenó como sacerdote el 3 de diciembre de 1947. Esta fecha es fundamental en la vida del Padre Manuel Briceño, pues definió claramente su vida y su orientación apostólica. Reconozco que el sacerdocio de Manolo fue siempre una realidad esencial vivida en plenitud. Imposible separarlo de su apostolado y de cada una de sus realizaciones humanas; de sus actuaciones como ministro de la palabra y de los sacramentos, como maestro, como publicista, como poeta y como académico. Bellamente cantó su vocación al sacerdocio en la Compañía en un soneto antológico cuando, en 1985, celebró sus 50 años de vida en la Compañía de Jesús. ¡Gracias, Dios mío, gracias, por tantos años llenos! ¡Por las muchas mercedes que yo no merecía, por el cariño franco de estos hermanos buenos y la bondad sin límites de vuestra Compañía! ¡Un retazo de vida! ¡Son diez lustros terrenos que pasé a vuestro lado con la promesa mía:
PADRE MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J.
y, aunque ofendido os tenga mi ingratitud sin frenos, mis manos consagradas os tocan cada día!... Recuerdo... Fue de niño... La vida, azul y blanca… Pude escoger caminos... La puerta estaba franca... Y elegí libremente mi punto de partida... ¡Jamás me he arrepentido! ¡Que si posible fuera volver atrás el tiempo, Señor, yo lo volviera: ¡para poder de nuevo consagrados la vida! El apostolado de Manolo estuvo siempre orientado hacia la educación y hacia la difusión de sus investigaciones en el campo de la filología, la historia y las humanidades clásicas.
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por gozarse con los historiadores y poetas helénicos; con Virgilio, Horacio y Ovidio y, más tarde, con las inigualables homilías de Basilio, el Crisóstomo y los dos Gregarios, de San Agustín, Tertuliano y Jerónimo. Todo ello fue obra de Manolo, quien, formado en excelentes escuelas humanísticas, entregó lo mejor de sí para que sus discípulos, fieles a los ideales pedagógicos de Ignacio de Loyola y de la ratio studiorum, reconocieran, en la herencia grecolatina y cristiana, el más acabado monumento al hombre eterno y a la trascendencia de la cultura en sus más puras manifestaciones.
Hoy me produce un sentimiento de especial emoción y agradecimiento al recordarlo, novel scholar de Oxford, decidido a formarnos con la misma austeridad y disciplina con que lo habían formado sus tutores de la gran universidad británica. Todavía llevo grabados en mi espíritu aquellas descomunales polémicas entre nuestro maestro, severo y maduro, homérico en su helenismo y cesariano en su latinidad, y nosotros, más móviles y rebeldes, enamorados de Sófocles y de Cicerón: del primero, por su sentido trágico, y del segundo, por la sonoridad de su verbo y su cambiante posición política.
Manolo enseñó poética, lírica, dramática y oratoria. Era para nosotros, y así lo fue siempre para todos los que fueron sus discípulos, una especie de factotum, de saber universal, a quien identificamos con el humanista integral del Renacimiento, esa especie de doctor universal que, con la misma prestancia, nos introducía en el mundo de Demóstenes, Cicerón, Vásquez de Mella, Laureano Gómez y Jorge Eliécer Gaitán; en las sublimidades de Hornero, de Mío Cid, de Cervantes o de los grandes de la generación del 98; en las divinas elaciones místicas de Pablo, de Teresa, de Juan de la Cruz o de la Madre Josefa del Castillo, o en las profundidades humanas de los trágicos griegos, de Shakespeare o de los grandes de la dramaturgia de todos los tiempos.
Difícilmente volverá a repetirse aquel entusiasmo de maestro y discípulos por revivir los dramas de Esquilo, Sófocles y Eurípides,
Hoy lo digo con orgullo legítimo: nuestra generación asistió al nacimiento de “El genio literario griego”, “El imperio latino romano”, “Los
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gladiadores de Roma” y “Los juegos olímpicos en la antigüedad”. Quizás más de una línea de su vasta obra es fruto del intercambió del joven Master of Arts de Oxford con sus discípulos colombianos, a quienes el maestro sabía convocar para un trabajo solidario en pro de un humanismo que, tatuado en su alma, siempre quiso grabar en el espíritu de quienes eran, porque él así lo pretendió con generosidad sin límites, sus “compañeros de navegación” por los océanos del hombre. A ellos dedicó Manuel Briceño 40 años de su vida, cuatro largos decenios de consagración al magisterio, primero entre los escolares jesuitas y luego en la Universidad Javeriana y en El Rosario. Mucho podría añadir, en esta ocasión, de sus virtudes como maestro, como sacerdote, como intelectual y como humanista clásico. Afortunadamente, quienes han hablado de su vida y de su obra se han ocupado, con exactitud, de estos temas. Prefiero referirme a ciertos rasgos de su inolvidable personalidad, de esa que todos pudimos captar en el contacto diario o esporádico con él: son sus virtudes, quizás pequeñas virtudes, que tanto contribuyeron a hacerlo grande a los ojos agradecidos de sus hermanos jesuitas, de sus discípulos y de sus familiares y conciudadanos. Manolo fue un hombre de trabajo, serio y rítmico, incapaz de dejar para mañana lo que podía hacer hoy. Era un pintor de la palabra y cada libro suyo se yergue como un cuadro de esplendorosa luz y exactitud en los colores. Igual el “Desierto prodigio-
so” que las “Estampas pueblerinas”. Su estilo literario fue sinfónico en el sentido de armónico, melódico y rítmico. Aunque no era músico, como su hermano Juan José, sí era un artista de la palabra y se movía, con igual distinción, de la prosa al verso, en ambos con belleza, corrección y donosura. Fue un espíritu alegre y sonriente, con una espontaneidad fruto de su riqueza interior, y sin duda también, de su humanismo práctico y vital. Tenía la gracia del chiste oportuno y del retruécano inteligente. Por eso, charlar con él era agradable y siempre aleccionador. Fue un excelente colaborador y daba gusto poderle colaborar a él, porque, como jefe, tenía el don de saber pedir el servicio para bien de la obra común, sin exceso de argumentos, pero con claridad de metas. Gracias a ese don, el de la claridad de miras, Manolo pudo dirigir varias academias y varias cátedras al mismo tiempo, encontrando el momento para todas y consagrándose a cada una como si fuera su única obligación. Siempre supo tener oportunamente el discurso para cada ocasión, la conferencia para cada público y los versos chispeantes para cada fiesta. Me consta, por múltiples testimonios, que su presencia siempre era bienvenida y su intervención deseada. Para Manolo, lo importante no era la sabiduría del auditorio o la prestancia intelectual de sus interlocutores. Con igual seriedad encaraba
PADRE MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J.
una intervención ante académicos y universitarios en foros nacionales e internacionales que una conciencia pedagógica ante los niños de las escuelas de Santafé de Bogotá para motivarlos con respecto al uso correcto del idioma. Siempre era el mismo, siempre sencillo, “siempre maestro sin proponérselo”, como dijo de él atinadamente Germán Arciniegas. Se me ocurre que, cuando los que han honrado la memoria de Manolo han destacado sus dotes de humanista y de cultor de las letras griegas y latinas, lo que han hecho es demostrar su admiración por la manera como él supo aquilatar lo mejor de la formación de la Compañía, tanto en sus estudios regulares como en su etapa de especialización en el Campion Hall, el college de los jesuitas en la Universidad de Oxford. Fruto, tanto de su recia estructura intelectual como de su formación básica jesuítica y de su especialización en Inglaterra, fueron su capacidad de lectura, su afición por escribir y su personalidad de agudo investigador, cualidades todas que le merecieron el reconocimiento académico por parte de las más elevadas instituciones científicas de Colombia y del extranjero: la Academia Colombiana de la Lengua, el Instituto Caro y Cuervo, la Academia de Historia, la de Historia Eclesiástica, la Sociedad Mariológica y muchas más que lo llamaron a su seno como miembro de número, como correspondiente o como su directivo. Difícil labor hacer un recuento de los escritos del Padre Briceño, por-
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que, si bien existe una bibliografía de sus cerca de 30 libros publicados o en proceso de ser publicados, es un hecho que él colaboró en muchas otras obras de las cuales es coautor, y que la recopilación de sus conferencias y artículos en revistas nacionales y extranjeras ocuparían varios volúmenes más. En definitiva, una excelente labor de escritor y publicista que, no dudó en afirmar, es una de las más significativas y honrosas para Colombia en los últimos tiempos. Quiero terminar mi intervención con una faceta de Manolo en el campo de lo sublime que me emocionó siempre y que hoy, transpuesto el umbral de la eternidad, reluce para mí con caracteres de signo de una espiritualidad sin esguinces rayana en la mística: Manolo era un romántico y, como su Padre Ignacio, profesaba un amor profundo a María, Madre de su Dios y dama de sus pensamientos. Con cuánta piedad rezaba su rosario, acudía a la Sociedad Mariológica y peregrinaba por santuarios marianos de vereda, estilo Tobasía, o por grandes basílicas dedicadas a la Madre de Jesús, estilo Chiquinquirá. Bellas poesías nos quedan de Manolo a la Virgen de la gruta o a la Reina de Colombia. Sin duda nos lo podemos imaginar llevado al cielo por manos de María hasta el trono de Jesús. Manolo murió en Madrid y murió en su ley: en medio de un Congreso de Academias de la Lengua que conmemoraban el 5º Centenario
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de la Gramática de Nebrija. Murió sencillamente, como había vivido. Se fue sin despedirse, porque para él, personalidad tan recia como fraternal, nunca existió un adiós, sino siempre un hasta luego.
Queda la imagen de su sonrisa y de su laboriosa solicitud por todos nosostros. El Señor estará gozando con sus coplas de entrada al cielo y con su inolvidable gracejo de hombre optimista y siempre sonriente.
Manolo se fue y dejó un inmenso vacío y muchas cosas por hacer. No hace mucho nos llegó su citación para este Congreso anual de la Academia de Historia Eclesiástica en el que tantas esperanzas había puesto. Se fue con Dios. Muy cerca del Quijote, Manolo fue sin duda uno de esos quijotes que todavia quedan en Colombia; muy cerca del popular Sancho, el símbolo de ese pueblo al que tanto amaba.
Quizás como premonición nos queda el último terceto de su poesía "es la vida un soneto". Y ya no hay tiempo... al viaje sintestigos, rumbo a la eternidad... Adiós, amigos... Catorce versos... ¡Se acabó la vida!...
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SEMBLANZA DEL PADRE MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. David Mejía Velilla*
Manuel Briceño Jáuregui tenía la sencillez del Evangelio, por dentro y por fuera: la tenía por virtud, no sólo en su amable natural; y de tal manera alcanzó, en su formación intelectual continua, la sabia síntesis de las humanidades, vertida en un idioma rico y purísimo, todo ello fruto del cultivo constante de la inteligencia, en el estudio y en la consideración —o contemplación— de los objetos de su conocimiento, empezando por Dios, a Quien servía con todo eso humano y divino excelso que conformaba su mundo interior, y con su fidelísima vida sacerdotal: por ahí, por Dios, comenzaba su discurso vital, que seguía por las criaturas, realizaciones de aquella Verdad y de aquella Belleza increa-
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10 de diciembre de 1992. En Boletín de la Academia Colombiana No. 178, Bogotá, 1992.
das. Y así fue tan feliz siempre, tan santo y tan sabio siempre, a la vez que amigo muy querido y cordial, trabajador incansable, que sabía cuidar y ponderar los pequeños detalles que componen la vida de las personas sustancialmente importantes, como fue él, sucesor de Vergara y Vergara y de Caicedo y Rojas; de Caro y de Marroquín, de Carrasquilla y de Abadía Méndez, de José Joaquín Casas, de López de Mesa y de Félix Restrepo, su mejor maestro; y, por supuesto, por último lo fue de don Eduardo Guzmán Esponda. La dirección de la Academia Colombiana se discierne como en carrera de relevos que ocurriese en el monte Parnaso: y esa dirección obedece a un proceso o sucesión de generaciones académicas, de formidables cúspides al comienzo y al final de cada tramo: nuestros directores han sido todos muy caracterizados maestros del idioma y del arte de escribir bien, y
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de hablar con oportunidad: autores, todos ellos, de obras didácticas y literarias sazonadas y hermosas, y con sus ejecutorias académicas, en su época y en su circunstancia, han tallado y brillado y esculpido la historia gloriosa de la Academia Colombiana, gloria no siempre exenta sino tal vez conquistada con el dolor y el esfuerzo, con la lucha enamorada por servir a los valores del espíritu, entrañados en el idioma. El homenaje perenne —pienso yo— que en la Academia Colombiana hemos hecho a Manuel Briceño Jáuregui es haberlo destinado al sacrificio, cuando por unanimidad lo reelegimos para dirigir nuestros destinos en época, por lo demás, harto recia y áspera; y ha sido no tener prisa en reemplazarlo, a la espera de
la floración y de la cosecha que su abnegación y su martirio habrán de traer propicias a la cultura colombiana, tan maltratada en su noche oscura, en la noche triste del estado colombiano actual. Me ha correspondido el deber honrosísimo de representar a la Academia Colombiana en las palabras que por ella se debían pronunciar durante este justo homenaje que el Colegio Máximo y el Patronato Colombiano hacen a la memoria de nuestro caro Director, que murió cuando la presidía: ahora me quedo en silencio, unido a los sentimientos y afectos de todos mis colegas. Muchas gracias.
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PADRE MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI Y SUS IDEAS SOBRE EL TRABAJO CIENTÍFICO EN LAS HUMANIDADES Javier Ocampo López *
El desenvolvimiento histórico de las humanidades en Colombia está ligado muy directamente con el estudio de las culturas clásicas, desde finales del siglo xix, cuando la llamada “Generación Regeneradora o Clásica” buscó sus raíces culturales en las civilizaciones griega y romana, que conforman el tronco matriz de la Civilización Occidental Cristiana. Para los humanistas clásicos y, entre ellos, Rufino J. Cuervo, Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Marco Fidel Suárez y el humanista hispanoamericano Don Andrés Bello, entre otros, es en el estudio de la cultura, las lenguas clásicas, las instituciones, las vigencias y creencias de Occidente en donde debemos
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10 de diciembre de 1992. En Boletín de la Academia Colombiana No. 178, Bogotá, 1992.
buscar la razón de ser y el espíritu cultural de los hispanoamericanos. Los humanistas colombianos reflexionaron sobre el mundo clásico y el desarrollo de la cultura colombiana a la luz de sus orígenes hispánicos y grecolatinos. Esta concepción de la cultura comprometió en los años de la Regeneración, no sólo a historiadores, filólogos y literatos, sino a los políticos y estadistas, quienes proyectaron la imagen colombiana de “República de las Letras” y de la “Atenas Suramericana”. Para el mundo hispánico, Colombia es, el país en donde mejor se habla el español, se supravalora el espíritu hispánico, y en donde sus humanistas, literatos y filólogos buscan la génesis de su personalidad histórica y cultural en el espíritu griego, romano e hispánico.
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Para llegar a profundizar en las culturas griega y romana y llevar su mensaje a las nuevas generaciones colombianas, con una sólida formación humanística y científica, los humanistas clásicos plantearon los métodos de trabajo científico a través del análisis de textos. Según sus ideas y experiencias, es indispensable llegar a las fuentes primarias del pensamiento griego y romano para poder comprender la esencia de su cultura y su proyección histórica y testimonial en la cultura colombiana, y en general en la cultura hispanoamericana. Uno de los humanistas colombianos que más aportó a los métodos del trabajo científico en las humanidades fue el Padre Manuel Briceño Jáuregui, S. J. (1917-1992), autor de la obra El trabajo científico, con sus estudios metodológicos, científicos y educativos sobre el “Análisis de textos”. En la misma forma, es autor de importantes obras de análisis de textos, como Politeia (La Política) de Aristóteles, publicada por el Instituto Caro y Cuervo; El genio literario griego (tres tomos); Humanismo clásico; Humanismo griego en el mundo de hoy; Historia de una ciencia: la crítica literaria en la Escuela de Alejandría; Raíces clásicas de nuestra cultura; El imperio literario romano y otras. Sobre temas históricos y literarios, del Padre Manuel Briceño Jáuregui señalamos también los siguientes: Los juegos olímpicos en la antigüedad, Los gladiadores de Roma, Tres bimilenarios clásicos: Virgilio, Tibulo, Propercio, Cuarenta poemas latinos (homenaje a Don Andrés Bello), Samuel Bond, poesías latinas, La poesía en latín en Colombia, La poe-
sía en latín en Iberoamérica, Giorgos Seferis: setenta poemas (traducción del original griego, 1973), La angustia poética de Seferis, y numerosos artículos sobre diversos temas de las culturas griega y romana, tanto antiguas como contemporáneas. El Padre Manuel Briceño Jáuregui es considerado como uno de los grandes humanistas colombianos del siglo XX en Colombia e Hispanoamérica. Nació en Cúcuta el 3 de junio de 1917 y murió en Madrid el 28 de octubre de 1992, cuando participaba en la Reunión Internacional de Academias de la Lengua Española, en la conmemoración del Quinto Centenario de la Gramática castellana de Antonio de Nebrija. Se destacó como profundo filólogo clásico, gran traductor del griego y del latín, fecundo ensayista y metodólogo de la investigación científico-literaria. Profesor de literatura clásica greco-latina, cultura clásica, humanidades clásicas, creatividad literaria, literatura española e hispanoamericana y autor de numerosas obras, ensayos, ponencias y artículos sobre diversos temas humanísticos, literarios e históricos. El Padre Briceño Jáuregui realizó sus estudios eclesiásticos en la Compañía de Jesús y en la Universidad Javeriana. Sus estudios clásicos los hizo en la Universidad de Oxford (Gran Bretaña), en donde obtuvo el título de Master of Arts en la Especialización de Filología y Lingüística Clásica. Miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua y su Director desde el año 1989 hasta su muerte en 1992. Miembro de la Real Academia Española y de
MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI Y SUS IDEAS SOBRE EL TRABAJO CIENTÍFICO...
varias Academias de la Lengua en países hispanoamericanos. Presidente de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica, miembro de número de la Academia Colombiana de Historia y miembro de numerosas Academias de Historia de Colombia e Hispanoamérica. Fue Director Académico de la Biblioteca Central de la Universidad Javeriana y Director del Departamento de Filología Clásica del Instituto Caro y Cuervo. Cuando falleció en Madrid en plena actividad académica, era el Presidente del Colegio Máximo de las Academias. 1. El humanismo clásico en Colombia El humanismo clásico es esa fuerza espiritual y filosófica de los letrados que se interesan por el cultivo y conocimiento de las culturas clásicas, griega y romana, que son consideradas como las estructuras básicas de nuestra cultura hispanoamericana y colombiana. Son los investigadores del humanismo clásico, que buscan el renacimiento de las formas clásicas, el estilo griego y romano en la literatura y el arte, el estudio filológico profundo, y la corriente del pensamiento griego, latino e hispánico, para la reflexión sobre los orígenes y el desarrollo auténtico de la cultura colombiana en el panorama continental de Hispanoamérica. En Colombia se generalizó el concepto de las humanidades como la ciencia de los conocimientos literarios del pensamiento griego y romano. Los humanistas consi-
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deran que la cultura colombiana e hispanoamericana tiene sus raíces profundas en las culturas griega y romana. Estas culturas son el ejemplo en el mundo de la mayor creación espiritual y material. —La herencia de Grecia: Los griegos descubrieron el sentido filosófico de lo universal y las leyes que gobiernan la naturaleza humana. Con su pensamiento científico, la cultura griega dio las bases de la ciencia que conoció la cultura occidental cristiana que llegó a Hispanoamérica a través de España. Los griegos aplicaron su método racional a las artes prácticas del gobierno y de la guerra. En sus obras de arte buscaron la perfección en las formas y la armonía entre las partes; fueron su pasión la belleza y la perfección. Cultivaron todos los géneros literarios, la música, la danza y el canto. En todos los dominios del pensamiento y del arte, los griegos fueron los modelos y los maestros de los pueblos posteriores; ellos dieron las bases sobre las que reposa la cultura occidental cristiana que se proyectó a nuestros pueblos de Hispanoamérica. La herencia de Roma: Por su parte, los romanos entran al campo de las humanidades por el camino del Derecho romano. Este pueblo siguió la guía cultural de Grecia, la adaptó, asimiló, transformó y creó su propia cultura. Roma fundó, desarrolló y sistematizó la jurisprudencia del mundo; sus grandes estadistas y legisladores fueron maravillosos gobernantes; ellos tenían vigor, conciencia y sentido de la justicia.
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El Derecho romano —dice el Padre Briceño en su discurso de posesión como miembro correspondiente de la Academia Colombiana— ha tenido efectos de gran alcance en la historia del pensamiento, en la formación de nuestra civilización, y constituye los pilares céntricos de las leyes francesas, holandesa, italiana, española e iberoamericana, británica y norteamericana. El Derecho romano es el elemento básico en la formación de la civilización occidental. La influencia de Roma sobre la jurisprudencia y las teorías políticas aparece en el Derecho internacional moderno, cuyos fundamentos son establecidos por civilistas y teólogos morales. En una palabra —sostiene el Padre Briceño—, “es improbable que hoy nosotros hubiésemos construido el sistema actual sin la ayuda o estímulo de Roma, o sin basarnos en su sistema legal”1. En su obra Raíces clásicas de nuestra cultura, el Padre Briceño señala la relación de nuestro Mundo hispanoamericano con el espíritu clásico de Grecia y Roma. A través de sus ensayos, nos presenta aspectos diversos que reflejan el espíritu y la vida cotidiana de las culturas clásicas: el ensayo sobre Cayo Julio César, la Atlántida, el Partenón, el Canal de Corinto, los argonautas a bordo, los caminos de Roma, los boxeadores helenos y otros. Este humanismo clásico lo proyecta a personajes colombianos como Is1
Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, “Nuestro mundo es descendiente espiritual de Grecia y Roma”. Discurso de posesión como miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.
mael Enrique Arciniegas, traductor de Horacio; Nicolás Bayona Posada; José Joaquín Casas, poeta bucólico; Carlos Arturo Torres; el humanista y sacerdote Eduardo Ospina, S. J.; el nicaragüense Rubén Diario, y William Shakespeare: su talento narrativo en el “Julio César”. —Los humanistas clásicos de Colombia: Entre los ideólogos y ensayistas del humanismo clásico, son importantes los estudios del filólogo bogotano Rufino José Cuervo (1844-1911), conocido como uno de los más grandes lingüistas del mundo hispánico. Entre sus trabajos lingüísticos mencionamos los siguientes: Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, El castellano en América, Castellano popular y castellano literario, Disquisiciones sobre filología castellana, Analogía de la gramática latina y otros. Otro de los escritores clásicos colombianos fue el humanista Miguel Antonio Caro (1843-1909), quien ejerció el poder presidencial en Colombia entre los años 1892 y 1898. Caro se destacó en la investigación literaria, en la cátedra, la prensa y la tribuna pública. Recibió influencia latinista desde su hogar, y helenística a través de su maestro, Samuel Star Bond y de su coetáneo Rufino J. Cuervo. Se ha destacado su aporte en la Gramática de la lengua latina, sus traducciones de autores romanos, su producción latina en verso y prosa, y sus estudios sobre los clásicos. Tradujo a los poetas latinos más representativos y obras como Las Églogas, Las Geórgicas,
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La Eneida y otras. Otros estudios importantes de Caro son Sintaxis latina, Tratado del participio, Notas a la ortología y métrica de Bello y otros. Otros filólogos colombianos de la transición entre los siglos xix y xx fueron los escritores José Manuel Marroquín (1827-1908), autor del Tratado de ortografía, Retórica y poética, Estudios críticos, El Moro (novela) y diversos libros de fábulas, versos, cuadros de costumbres, comedias y otros. El estadista y escritor Marco Fidel Suárez (18551927), conocido por su profunda formación humanística y por sus estudios: Sueños de Luciano Pulgar, Ensayos sobre gramática castellana, Estudios gramaticales y otros. La generación clásica colombiana se interesó por el renacimiento de las formas clásicas y su proyección en el estilo greco-romano del país, como así lo manifiesta en su estructura arquitectónica neoclásica el Capitolio Nacional de Colombia, construido en la segunda mitad del siglo xix; y en la misma forma, los numerosos estudios y traducciones de los clásicos griegos y romanos. Esta generación consolidó el Movimiento de la regeneración, orientado por el político y estadista doctor Rafael Núñez, y en el conservatismo, por el humanista Miguel Antonio Caro. Su máxima expresión fue la Constitución política de 1886, de la cual surgió y se consolidó la República de Colombia. Los clásicos colombianos recibieron la influencia del escritor humanista Don Andrés Bello, quien luchó por la búsqueda de la autenticidad hispanoamericana a través de las letras.
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Otro escritor colombiano del humanismo clásico fue el Padre Félix Restrepo Mejía (1887-1965), Director de la Academia Colombiana de la Lengua, autor de numerosas obras sobre el pensamiento griego y latino, destacando las siguientes: La llave del griego, La cultura popular griega a través de la lengua castellana y Elementos populares griegos en la lengua castellana; asimismo, sus obras: El alma de las palabras, El castellano en los clásicos, Raíces griegas, El oro en el crisol, La ortografía en Américas y otras. El humanista nariñense Leopoldo López Álvarez (1891-1940), natural de Pasto, es, señalado como uno de los grandes traductores de las obras clásicas. Entre ellas las obras de Virgilio, La Eneida, Las Églogas y Las Geórgicas; las obras de Homero, La Iliada, La Odisea, Himnos y otras; las Siete tragedias de Esquilo; Las comedias de Aristófanes y otras, que fueron editadas en su propia tipografía “Atenas” de Pasto. Otros humanistas colombianos que han escrito obras sobre temas griegos y latinos son los siguientes: Manuel Mariano Del Campo Larraondo (1772-1860), autor de la obra Memoria sobre la importancia de la lengua latina, Rasgos morales, filosóficos, históricos y políticos y otros. Juan Crisóstomo García (1883-1967), natural del Socorro autor de las obras: Poesías latinas de Caro, Nociones de retórica, Nociones de literatura, Selección oratoria y otras. El escritor Manuel Antonio Bonilla (1872-1949), natural de La Victoria (Valle), autor de las obras: Orientaciones literarias, Castellano sintético, Don Antonio
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Gómez Restrepo y su obra literaria, La lengua patria, Caro y su obra, La palabra viva, Lecciones de gramática práctica; Apuntaciones sobre la historia de la literatura, Raza, patria y lengua y otras. El humanista neivano J ulián Motta Salas (1891-1972) se consagró como maestro de la literatura griega y latina; destacamos sus obras: Letras griegas y latinas, La enseñanza del latín, Cauto, Tibulo y Propercio, El amor en los poetas latinos, Errores y vicios del lenguaje, El arte poético de Horacio, Jenofonte y la Anábasis, Las siete tragedias y Edipo rey, entre otras obras. El escritor antioqueño Tomás Cadavid Restrepo (1892-1953), es autor de las obras: Raíces griegas y latinas, Vocabulario greco-latino, Tríptico bolivariano, El pueblo de Antioquía y otras. El humanista Luis Enrique Forero (1891- ), autor de las obras: Alma latina, Complemento de lengua castellana y Ofrenda a Bogotá, entre otras. El escritor, natural de Guaduas, César C. Guzmán (1840-1908), es autor de numerosas obras, entre ellas: Compendio de historia de Hispanoamérica, Historia general de América, Composición del lenguaje, Gramática abreviada, Composición y gramática práctica y otras. El escritor de Guaduas, Diego Rafael De Guzmán (1848-1920), académico, novelista y traductor, autor de las obras: El espíritu español en las letras colombianas, Selección literaria, De la novela: sus orígenes y desenvolvimiento y otras. El escritor Jaime Villegas G., autor del libro Dos años de latín. El Pbro. Héctor Horacio Hernández (1885), de
Olival (Santander), autor de la obra El latín enseñado como lengua viva y otras. El historiador Roberto Cortázar Toledo (1884-1969), natural de Pacho (Cundinamarca), autor de las obras Nuevo traductor latino, Pensamiento político de Santander y otras. El Padre Gregorio Arcila Robledo (1890-1959), autor de las obras Fábulas originales del griego y el latín (traducción), Idilios de Anacreonte (traducción), Odas de Horacio, intérprete griego y numerosas obras de historia eclesiástica. El humanista José Manuel Rivas Sacconi (1917-1991), autor de la obra El latín en Colombia: bosquejo histórico del humanismo colombiano; Los escritos latinos de Miguel Antonio Caro, Magisterio y compromiso hispanoamericano de Andrés Bello y otras2. La anterior descripción sintética de los humanistas con escritos sobre Grecia y Roma señala el interés de los colombianos por los estudios clásicos, principalmente desde la segunda mitad del siglo XIX. 2. El análisis de textos en el trabajo científico de las humanidades Teniendo en cuenta que el trabajo científico de las humanidades se realiza fundamentalmente sobre textos, el humanista Padre Manuel Briceño Jáuregui intervino con el tema “El análisis de un texto” en la obra El trabajo científico, que realizó conjuntamente con los escritores José del 2
JOSÉ MANUEL RIVAS SACCONI, El latín en Colombia. Bosquejo histórico del humanismo colombiano, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977.
MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI Y SUS IDEAS SOBRE EL TRABAJO CIENTÍFICO...
Rey Fajardo y Lyll Barceló Sifontes. Esta obra fue publicada en el año de 1988 en la Universidad Católica del Táchira, en San Cristóbal3. Una práctica sobre el análisis de textos la presenta el Padre Briceño en la traducción que hizo de la obra Politeia (La Política) de Aristóteles, que es la mejor sobre textos de la lengua griega. Esta obra tiene un estudio preliminar e introducciones para cada uno de los capítulos, realizadas por el Dr. Ignacio Restrepo Abondano, siguiendo las pautas de la ciencia política. Su edición fue hecha por el Instituto Caro y Cuervo, tomo LXXXIV de las publicaciones de dicha entidad de alta cultura humanística y filológica4. —La heurística: Las fuentes documentales o “expresión escrita” para el estudio de las humanidades clásicas son los documentos directos del personaje o de la época que se estudia. Para el caso de las humanidades clásicas, las obras de Aristóteles, Platón, Herodoto, Tucídides, Sócrates, Cicerón, Plutarco, Tito Livio, Cornelio Tácito y otros. Es lo que corresponde a la heurística o investigación crítica y publicación de las fuentes.
3 Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, El trabajo científico, San Cristóbal, Universidad Católica del Táchira, 1988. Escrito en colaboración con los escritores José del Rey Fajardo y Lyll Barceló Sifontes. 4 Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, Politeia (La Política) de Aristóteles de Estagira, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1989.
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El historiador Leopoldo Von Ranke (1795-1886) introdujo el método crítico-filológico para el estudio de las humanidades clásicas. Ranke postuló la máxima objetividad en la evaluación científica de las fuentes, por lo cual el humanista científico, para poder llegar a las fuentes primarias sobre las culturas griega y romana, necesita especializaciones particularísimas en problemas filológicos, paleográficos, epigráficos, arqueológicos, sigilográficos, históricos, etc. —Sujeto-pensamiento: En el análisis de textos es muy importante conocer el autor del texto o textos, o sea el sujeto que escribe la obra o el discurso, artículo, informe, etc. El sujeto o personaje que hizo la obra vive una realidad y unas circunstancias, de acuerdo con el tiempo en que le correspondió actuar. A través de la obra o “expresión”, el sujeto o autor notifica el pensamiento, expresa la emoción relativa a su personalidad y hace lo objetivante del objeto de estudio. En el pensamiento se manifiesta lo subjetivante, y en el objeto, lo objetivante; estos elementos del pensamiento y del objeto son percibidos y comprendidos por el destinatario: es el mensaje que transmite el sujeto a través de la obra o “expresión”. Para el análisis de textos, el Padre Manuel Briceño Jáuregui, en su obra El trabajo científico, señala que, para poder interpretar un texto, es necesario: “comprender el texto en todas sus dimensiones del lenguaje; analizarlo de acuerdo con su identidad, espacio, tiempo y autor; y finalmente, aplicarle las categorías
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más esenciales de la crítica a fin de interpretarlo y llegar a conclusiones personales”5. Un texto documental debe ser leído por completo; así se comprenderá el primer sentido del texto. En una segunda etapa se debe hacer la “crítica histórica” o análisis de las fuentes. Se debe tratar de establecer la estructura del texto, es decir, sintetizar sus ideas principales y las ideas secundarias, para descubrir el tema central o idea fundamental. El Padre Briceño, en su obra El trabajo científico, interpreta el primer documento de su obra, que es la “Oración en honor de los atenienses muertos en la guerra del Peloponeso”. Este documento se hizo con ocasión del elogio de los muertos en la guerra del Peloponeso. Pericles esboza un esquema de la constitución (politeia) de Atenas y de su vida social. Esta concepción se basa en la democracia, cuyas condiciones fundamentales son: libertad, creatividad participativa, responsabilidad total, propiedad, bien común, magnanimidad, austeridad y templanza, relaciones de amistad y magnanimidad con otras polis, decisión de defensa si es atacada y cultivo de un ideal de virtud capaz de garantizar tales ideales. —Análisis del texto: Una vez comprendido el texto o documento en forma integral, el humanista científico debe profundizar en el examen de su contenido: sujeto, fines, destinatario, tiempo, lugar, 5
Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, El trabajo científico, op. cit., pág. 6.
género literario, ideas principales, ideas secundarias, emociones del sujeto, realidad histórica y mensaje. El Padre Briceño Jáuregui dice que para el análisis del texto se debe conocer su naturaleza, teniendo en cuenta su identidad: ensayo, discurso, proclama, sermón, conferencia, polémica, informe científico, etc. Hay textos jurídicos, religiosos, económicos, fuentes narrativas, estadísticas, circunstanciales, etc. Otro aspecto para tener en cuenta es la búsqueda de su procedencia: autoridad pública civil, religiosa, militar, entidades privadas, textos personales y otros. La datación del texto es fundamental para conocer, entre otros datos, qué pensaba el autor o decretaba la institución que suscribía el documento en un momento dado. Es necesario conocer el vocabulario que se utilizaba en la época, las instituciones, las personas, los fenómenos sociales (revoluciones, levantamientos, huelgas, etc.) los fenómenos económicos, los fenómenos religiosos, las costumbres y modas, las alusiones a fenómenos naturales, catástrofes, las referencias a técnicas nuevas, los topónimos. En el análisis de textos es imprescindible conocer el autor del texto. Es necesario llegar al conocimiento de las ideas del autor a través de sus escritos. Asimismo, el lugar de redacción del texto y la cronología del texto: sujeto, tiempo y espacio. Es muy significativo que, en el análisis del texto, el Padre Briceño utiliza ejemplos de la historia y la cultura griegas; un caso es “La oración en honor de los atenienses muertos en
MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI Y SUS IDEAS SOBRE EL TRABAJO CIENTÍFICO...
la guerra del Peloponeso”, hecha por Pericles en Atenas en honor de los muertos en la guerra del Peloponeso; es uno de los documentos-tipos para el análisis de textos. —La crítica externa e interna de los documentos o textos: Para el conocimiento verídico de los textos o documentos, el Padre Briceño Jáuregui considera indispensable hacer el análisis crítico de los documentos: el examen del documento en sí mismo (si es falso o adulterado; o si por el contrario es auténtico e íntegro). Se entiende por auténtico el escrito que pertenece al autor y época a que se le atribuye; y por íntegro el que se conserve sin supresiones, adiciones o cambios. Todo documento es un testimonio: así, pues —dice el Padre Briceño—, hay que jerarquizar el valor que debe concedérsele para deducir después el crédito que nos merecerá el texto. El valor del testimonio, expresado en la declaración del testigo, depende de dos circunstancias: de su esencia, y de su veracidad6. —Crítica de la autenticidad. “La Politeia”: Un aspecto de la crítica externa de los documentos es la autenticidad. Para hacer el análisis crítico del documento, es indispensable conocer si el documento es auténtico o falso. Un testimonio puede ser auténtico pero no veraz, y viceversa. Y puede ser enteramente veraz, o sólo parcialmente. Una preocupación constante del Padre Manuel Briceño Jáuregui, en
6 Ibídem, pág. 39.
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la traducción de La Politeia de Aristóteles, en sus propias fuentes del griego, es la crítica de la autenticidad y valor como fuente de conocimiento para el estudio de la política en Grecia: la crítica de la autenticidad de los textos, que consiste sobre todo en el “análisis” de lo que dicen, hecho con vistas a registrar todas las ideas y todos los datos acerca de sus circunstancias. En ello, las notas del Padre Briceño Jáuregui en La Politeia y las introducciones a cada uno de los capítulos que hace el Dr. Ignacio Restrepo Abondano son un modelo en el “Análisis de textos”7. —Crítica etiológica: La crítica etiológica, con la hermenéutica e interpretación de la obra Politeia; del sujeto: Aristóteles; de su realidad histórica, pensamiento, objeto, emociones y mensaje a los destinatarios de su tiempo y a la posteridad, están presentados como un modelo de análisis de textos en esta grandiosa obra. Hay en ella un progreso espiritual, intelectual, afectivo y volitivo, del traductor y el intérprete político, en relación con la historia política de Grecia a través del pensamiento político de Aristóteles. La macrodinámica de la obra de Aristóteles la señala el Padre Briceño Jáuregui cuando relaciona sus ideas con nuestro presente contemporáneo. Así, expresa: “El genio sobrevuela los siglos, las instituciones y los múltiples ensayos en la dirección política de los hombres; ahí tenemos a Aristóteles con su visión clarísima,
7
Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI Politeia, op. cit., págs. 37-62.
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enseñándonos todavía lecciones de organización, de armonía y de paz”8. La crítica interna: La crítica interna está relacionada con la interpretación de los textos y la valorización definitiva que se tenga de ellos, de acuerdo con la veracidad del testimonio. La crítica interna lleva al conocimiento de las ideas contenidas en los textos y a la comprensión en el contexto o realidad histórica. Es la hermenéutica o interpretación de los textos o documentos y la avaloración en el gran tema que se está investigando9. La crítica interna lleva a la unidad coherente en las ideas del texto analizado y en su correlación con la realidad histórica. Es la que lleva a la culminación del “Análisis de textos”: la etiología o comprensión de las ideas y la síntesis interpretativa final, que lleva a la creación del humanista y a su propia interpretación, con sólidas bases en el análisis textual. En la metodología del “Análisis de textos” que utilizó el Padre Manuel Briceño Jáuregui en todas sus obras, y en especial en la Politeia de Aristóteles y en su obra Estudio históricocrítico de “El desierto prodigioso y prodigio del desierto” de don Pedro de Solís y Valenzuela, encontramos los caminos para la investigación científica en las humanidades, hoy conocidas como ciencias humanas.
8 Ibídem, pág. 51. 9
Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, El trabajo científico, op. cit., págs. 41-47.
—El desierto prodigioso: En el estudio crítico que hizo a la obra de Pedro de Solís y Valenzuela, El desierto prodigioso, el humanista Briceño Jáuregui aplicó el método de análisis de textos: el marco geográfico de la obra en las tierras de la antigua provincia de Tunja; el ámbito de Santafé de Bogotá en el siglo xvii, tanto social como cultural. Analiza la personalidad del autor, Pedro de Solías y Valenzuela: su vida familiar, su aspecto humano, sus obras y sus escritos. Analiza la dimensión humana de los personajes: don Fernando (Fernández de Valenzuela); don Pedro (Fernández de Valenzuela); don Andrés (Fray Andrés de San Nicolás y Vargas); Antonio (Acero de la Cruz), el artista; y Arsenio (Fray Domingo de Betanzos). El Padre Briceño estudia la novela colonial en el Nuevo Reino de Granada: su fantasía moderada, los personajes, teatro de operaciones, penetración psicológica elemental, historia de la novela, la prosa, corrección y elegancia, culteranismo y aspectos de la poesía en la novela. Complementa la obra de crítica literaria con los documentos históricos relacionados con los personajes de la novela: Pedro de Solís y Valenzuela, Fray Ignacio de Acero y Fray Cristóbal de Acero, hijos de Antonio Acero de la Cruz. Este estudio crítico, con la aplicación de la metodología del “Análisis de textos”, es uno de los más importantes que se han escrito en Colombia sobre una obra de la época colonial: por su análisis profundo, con la aplicación de un método riguroso de la Historia de las Ideas, y
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por la investigación histórica en los documentos directos, que son las fuentes primarias que dan mayor solidez a la obra de don Pedro de Solís y Valenzuela. —La Gramática de Nebrija: El último documento que analizó el Padre Briceño Jáuregui fue el estudio que hizo sobre la Gramática castellana de Antonio de Nebrija, en la ponencia que llevó a Alcalá de Henares en octubre de 1992, que tituló Tres siglos con Nebrija en la Nueva Granada10. Considera el Padre Briceño Jáuregui que Antonio de Nebrija, “el brillante fundador de la filología española, tuvo un influjo avasallador, durante casi tres siglos, en este rincón del Nuevo Mundo, que se llamó un tiempo Nueva Granada y hoy Colombia”. Nebrija fue el autor español más difundido en las Indias. No había misionero católico, o eclesiástico en general, o aun virreyes y profesionales que no llevaran, en sus baúles, bibliotecas enteras, en las cuales no podía faltar la Gramática castellana de Nebrija y su vocabulario latino. Su influencia la analiza el Padre Briceño en personajes diversos de la conquista, iniciando con el Licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, el Beneficiado Juan de Castellanos y otros humanistas. 10 Padre MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, Tres siglos can Nebrija en la Nueva Granada. Ponencia presentada en octubre de 1992 en la Reunión Internacional de Académicos de la Lengua Española, con motivo de la conmemoración del V Centenario de la Gramática de Antonio de Nebrija en Alcalá de Henares y Madrid (España). Su último trabajo de investigación literaria.
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El Padre Briceño estudió los catálogos de las bibliotecas del Nuevo Reino de Granada, y entre ellas, el de la Compañía de Jesús, cuando fue expulsada en 1767. En los catálogos de la Biblioteca Nacional aparecen el Arte de la lengua latina de Nebrija y el Thesaurus linguae latinae, obra manuscrita, la más antigua hecha en territorio colombiano, varias referencias sobre esta obra, que fue muy conocida en el Nuevo Reino de Granada. El Padre Manuel Briceño Jáuregui, en su último estudio, analizó la obra de don Andrés Bello y la influencia que recibió de la Gramática castellana, aun cuando “no cita a Nebrija expresamente”. El propósito de Bello es “la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes”. Esta ponencia sobre la influencia de Nebrija en la Nueva Granada, la última que hizo y expuso en la Reunión Internacional de Académicos de la Lengua Española, que en el año 1992 fue dedicada a la conmemoración del V Centenario de la Gramática de Antonio de Nebrija, refleja su interés por dar a conocer al mundo hispánico la influencia del primer filólogo español en Hispanoamérica y especialmente en Colombia. Algunas horas después de su exposición en Alcalá de Henares, el Padre Briceño Jáuregui murió en Madrid el 28 de octubre de 1992.
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—Reflexión final: El aporte del Padre Manuel Briceño Jáuregui al trabajo científico en las humanidades a través del método del “Análisis de textos”, es de gran significado: por su dimensión científica en la historia de las ideas; por su sentido práctico en la pedagogía para la formación metodológica y científica de los educandos, principalmente de los jóvenes universitarios, y por su trascendencia en la presentación del análisis crítico de las obras literarias. Ello nos señala la importancia de la obra del Padre Manuel Briceño Jáuregui para el estudio y difusión de las humanidades en Colombia. A través del método científico riguroso y del análisis de textos, este ilustre jesuita, Director de la Academia
Colombiana de la Lengua, nos legó su mensaje, que debemos llevar siempre presente para los estudios humanísticos: Es indispensable estudiar las humanidades con el rigor científico del “Análisis de textos”, que correlaciona la obra (expresión escrita) con su autor (sujeto): su pensamiento, su objeto, sus emociones, su realidad histórica y su mensaje al destinatario. La hermenéutica o interpretación debe surgir del análisis crítico, sistemático y etiológico, y no de la subjetividad creativa sin bases sólidas, que con frecuencia se acostumbra en la difusión de las humanidades.
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UN HUMANISTA CABAL Guillermo Ruiz Lara*
En esta junta pública que por primera vez se verifica en ausencia del Padre Manuel Briceño Jáuregui, la Academia Colombiana, que él presidió, se reúne en asocio de los familiares, hermanos de religión y amigos del ilustre jesuita desaparecido para tributarle el debido homenaje a su memoria. No nos hemos sobrepuesto aún del golpe inesperado que por designio inexorable pero divino privó a Colombia, a este santuario de la lengua materna, a muchas otras instituciones académicas, a la cultura nacional, a la Iglesia y a la Compartía de Jesús, de las luces y de la fecunda y prodigiosa actividad intelectual multivalente de este humanista por vocación, que cimentó
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Academia Colombiana de la Lengua, 23 de noviembre de 1992. En Boletín de la Academia Colombiana No. 178, Bogotá, 1992.
las disciplinas de su saber en los mejores sillares de la cultura clásica. No nos congrega tan sólo el estremecimiento de un duelo compartido, ni la sensación colectiva de orfandad de quienes contemplan junto al fuego del hogar el sillón vacío de quien fuera en cierto modo curador de muchas insolvencias y, además, director, compañero y amigo, cuyo espíritu, a pesar del zarpazo de la muerte, está latente en sus quehaceres. Estamos aquí como testigos supérstites para rendirle honor, tratando de darle mayor alcance a las manifestaciones y condolencias con la fidelidad a una obra que fue suya, y para hacer acopio de sus lecciones y ejemplos con el propósito de seguirlos, alentados con su compañía. Porque si nuestro director nos ha precedido, en la jornada de la vida, a la llamada inapelable del Padre, para hacer la última ofrenda
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y dar el paso que salva el cancel de la clausura eterna, en cierto modo lo sentimos aquí, rondando nervioso y a veces sosegado, afable siempre, ingenuo, sencillo, modesto y festivo, como era en vida cuando parecía haberse propuesto como norma de conducta el ocultamiento de su vasta sabiduría, para ponerse al alcance de cualquiera tras una apariencia de extrovertida jovialidad. Así lo sentimos aquí en esta aula magnífica en donde su voz tuvo tan frecuente resonancia, que, al parecer, encuentra eco indefinido en los sagrados muros como simbólica repercusión del que recogen con afecto los corazones amigos. Nos hemos reunido, pues, para recordar al ilustre jesuita cucuteño con el honor que en justicia corresponde a su memoria. Por extralimitada largueza de la Junta Directiva de la Academia, me corresponde el difícil compromiso de llevar la vocería con las palabras de orden, honor que acepto como mandato ineludible que apoyo, más que en otra cosa, en el vínculo común con el Instituto Caro y Cuervo, al que el Padre Briceño estuvo ligado como uno de sus más eminentes investigadores; y que asumo con cierta turbación, consciente de la magnitud del encargo, y porque debo ser sobrio y preciso, limitándome a presentar con sencillez una simple hoja cortada a aquel frágil arbusto que desde la antigüedad helénica prestó sus ramos para la coronación de las frentes augustas, y dejarla furtivamente como simbólica ofrenda sustitutiva de la que la República de Colombia y nosotros no tuvimos ocasión de colocar sobre la tumba del Director de la Academia.
Los letrados de esta y de otras naciones amigas tuvieron a Manuel Briceño como humanista cabal, porque en verdad lo fue desde sus mocedades con la sólida formación que estilaban los jesuitas como base segura para que descansara en ella la fundamentación de las ciencias eclesiásticas. Tuvo maestros de singular prestancia corno Eduardo Ospina y Félix Restrepo; y, porque respondía con aventajado rendimiento a una auténtica vocación intelectual, fue seleccionado para que perfeccionara su especialización en las literaturas clásicas de Grecia y de Roma en la Universidad de Oxford, en donde se doctoró en humanidades para luego proseguir, a lo largo de su vida, acendrando su saber y sus experiencias investigativas con el esforzado empeño del estudioso por vocación que nunca acaba de profundizar en sus conocimientos; pero sin alardes de suficiencia, ni con ansias de vanagloria, sino para valerse de su riqueza cultural en el servicio de la Iglesia y de la patria, refiriéndolo todo a “la mayor gloria de Dios”, como quería el capitán don Iñigo López de Loyola que lo hicieran siempre los individuos de su Mínima Compañía. Así llegó a hacerse al dominio de la lengua griega y, por ese medio, al de su literatura clásica, de tal manera que descolló con ventaja entre los helenistas del Continente, ocupando el primer puesto entre los de Colombia sin que nadie tuviera la osadía de disputárselo. Si se tienen en cuenta los cincuenta y siete años de vida religiosa en la Compañía de Ignacio, que con arreglo a su ratio atque institutio studiorum fue tan decididamente humanista en la formación de los suyos; y, ade-
UN HUMANISTA CABAL
más, que, en ese lapso en el cual se desarrolla el promedio de una existencia humana, el Padre Briceño destinó por lo menos medio siglo a la enseñanza de las humanidades, se comprende que haya alcanzado tan dilatada versación en ellas y que haya culminado su vida como el último humanista colombiano consagrado por el estudio y el cultivo de las letras clásicas. Dentro del turbión de la subcultura pragmática que parece atropellarnos con formidable y ciega pujanza, el Humanismo, por la inversión de los valores en la escala de la estima social, ha cedido en buena parte el campo en favor de disciplinas técnicas. Se le considera un saber ocioso e improductivo, un ornamento inútil y pasado de moda, como esas prendas apolilladas con las que todavía se cubren los que no tienen con qué presumir y que conservan el rancio perfume de las cosas viejas. Porque el humanismo es uno de esos términos cuyo empleo equívoco genera confusiones, sobre todo en la Babel contemporánea. No se trata de saber latines de misa y olla como los de los clérigos de los tiempos de escasez que hubimos, ni de perder el tiempo de esta vida acelerada y convulsa en la contemplación de una cultura sepultada por la civilización. Si los romanos creyeron encontrar en Grecia el modelo insuperable de literatura, es porque vieron en sus letras la expresión de la humanitas, es decir, de los valores que dignifican y enaltecen al ser humano, por lo cual merecen ser conocidas y cultivadas como ejemplares y como arquetipos de la antigüedad clásica. De esta suerte, en Roma floreció el primer
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Humanismo, de cuyas raíces procede la cultura latina que iluminó a Europa y a Occidente trascendiendo todas las culturas particulares. Desde entonces y con el aporte del cristianismo, que introdujo en la cosmovisión una concepción del orden universal referido al hombre, el Humanismo es una relación no sólo teórica, sino ética y estética del Hombre con el Universo: omnia vestra sunt: todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, según la enseñanza de San Pablo. Si se trastrueca esa relación de orden en sentido inverso, si el hombre abdica de su dignidad y se deja subyugar por los mitos de su tiempo, atribuyéndoles valor absoluto a los bienes y a las cosas, el humanismo desaparece, ‘sustituido por el materialismo. Veinte años permaneció Manuel Briceño —confinado, diríamos, en el habla de este mundo— en Santa Rosa de Viterbo como profesor de griego, latín y humanidades de sus hermanos jesuitas. De seguro, el aislamiento le valió para acrecentar y depurar sus conocimientos, abonando el terreno de su producción literaria, dada a conocer más tarde con la rica bibliografía que hoy nos sorprende y que ha merecido el elogio de los más exigentes críticos; pero del mismo modo le sirvió el almo reposo que cantara fray Luis para darse al trabajo intelectual como ejercitación permanente, en la que descansa el secreto de su fecundidad asombrosa. De otra parte, la obediencia le impuso el ejercicio de su ministerio sacerdotal en las aldeas y pueblos vecinos, circunstancia que le permitió acercarse con perspicaz agudeza de observador intuitivo a la gente ruda
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de la gleba, bajo cuya tosca ruana campesina también hay valores de autenticidad humana. Porque el Humanismo de buena ley, lejos de separar, aproxima. Los humanistas, por su saber y por la prestancia de su talento son, por regla general, seres de excepción, egregios en el cabal sentido del término, esto es, separados de la grey, como las cumbres que se yerguen inaccesibles. Sin embargo, si no quieren aparecer corno extravagantes, han de estar atentos a toda manifestación en la que se realice el ideal humano en cualquier campo. El sabio será humanista, si es capaz de escuchar y comprender, de amar y de hacerse oír y entender de los que no alcanzan a vislumbrar el nivel de las nevadas cimas. Y Briceño Jáuregui, por sobre su sapiencia vastísima, hizo prevalecer la modestia, lejos de toda simulación, con la sencillez del auténtico maestro que se abaja al plano de los que con vacilante paso inician la jornada de su destino. La muerte del Padre Briceño en Madrid, corazón de España, cuando representaba a esta corporación y al Instituto Caro y Cuervo en un congreso de académicos y filólogos con motivo de la celebración del Quinto Centenario del primer estudio científico de la lengua castellana, suscita profundas reflexiones. Cayó sobre el surco de su actividad personal e institucional, sicut bonus miles, como un buen soldado, en un encuentro histórico en el que su presencia le hacía ver a la hispanidad que no ha declinado aún el prestigio intelectual de Colombia que en la pasada centuria ganaron nuestros clásicos, porque él llevaba a ese certamen, con
la sencillez y la modestia de su continente habitual, la representación de esta corporación venerable, y la del Instituto que mantiene la lámpara votiva del culto al idioma como centinela de sus valores culturales. Por lo poco que se sabe, esa noche del 28 de octubre regresó el Padre de Salamanca a Madrid con sus colegas de las academias. Se preparaba para el día siguiente la clausura en Alcalá de Henares, la cuna de don Miguel de Cervantes Saavedra, y nuestro director estaba sensiblemente emocionado por el éxito del congreso y por la resonancia de sus conclusiones, sin sospechar que esa misma resonancia sería la de su muerte. Pocos días antes de su viaje estuvo en el Instituto Caro y Cuervo, gozoso por la proximidad de la partida y ligero de equipaje, como quería don Antonio Machado. Después he cavilado en esas prisas aguijoneadas por jubilosa impaciencia, casi infantil, como si fueran premonitorias urgencias de un llamado definitivo. Como Cervantes, Briceño Jáuregui iba a agotar su último aliento en el quehacer de su misión literaria. Don Miguel, en efecto, trabajó en sus obras hasta el filo de la muerte, como que –y huelga el recordarlo– cinco días antes de morir le escribió al Conde de Lemos la dedicatoria de su Persiles, en la que todavía podemos conmovernos al leer lo siguiente: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo de vivir. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos”.
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La muerte, en cierto modo, como último momento existencial, condensa y recapitula la trayectoria de cada vida, que ya no se va a poder apreciar sino desde la perspectiva de su muerte. La lírica española testimonia la esencia y la presencia de la muerte como presentimiento inexorable. Para dar un solo ejemplo, basta recordar un admirable soneto de Quevedo en el que previó el vencimiento de su carne y el advenimiento de la última hora negra y fría, que remata así en el segundo de los tercetos:
Llegue rodada, pues mi bien previene: hálleme agradecido, no asustado; mi vida acabe y mi vivir ordene.
El Padre Briceño cayó fulminado en esa anochecida de otoño, cuando el viento de Guadarrama sopla los primeros fríos del invierno que se acerca. Cayó en su sitio. Si la muerte es el vestíbulo de la inmortalidad, mejor escenario no pudo tener la suya. En la clausura del congreso filológico honraron su memoria con palabras sentidas don Manuel Alvar y el Príncipe de Asturias, y los académicos con la severa solemnidad de una conmoción compartida. A nosotros no nos fue dado volver a verlo en esta vida. Tras las sencillas liturgias exequiales, más pobres que austeras, unos pocos amigos y colegas y algunos jesuitas españoles llevaron los despojos de nuestro eminente compatriota para entregarlos a la tierra de Castilla. Así debió de ser según la tradición ignaciana.
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Los cuerpos de los hijos de Ignacio, como los de los árboles y los de los soldados van a la tierra en donde caigan. Cuando el Padre Ignacio se dispuso a desprenderse de este mundo, dicen sus biógrafos, llamó a los más próximos de los suyos, a Polanco, a Rivadeneira y al Maestro Laínez para hacerles la recomendación de los ascetas: “poned estos huesos en cualquier parte”. En los setenta y cinco años bien cumplidos, de los cuales cincuenta y siete fueron de vida religiosa, cuarenta y cinco de sacerdocio y cincuenta de magisterio, Briceño Jáuregui realizó en su vida y en su obra el Humanismo de alta calidad espiritual. Humanizado en su conducta, en su talante ingenuo, en su aparente frivolidad y en su modesta llaneza. Jamás se envaneció con los honores que le dieron preeminencia, en la certeza cristiana de su fugacidad y contingencia. Verduras de las eras, cuyo marchitamiento contrasta con la supervivencia del espíritu. Setenta y cinco años de vigilante actividad, como preparación lenta para el momento definitivo, el del atardecer del 28 de octubre, en el que todo se condensa y recapitula y en el que todo se clarifica a la luz del misterio de la muerte y de la inmortalidad. Como creyente y viviente, Briceño esperaba la glorificación inmortal, porque a quienes son fieles no se les arrebata la vida sino que se les transforma. Y con esa misma seguridad nosotros seguimos contando con su presencia como segura compañía, sobreponiendo al duelo la jubilosa sentencia de San Pablo: “¿Dónde está, pues, la victoria de la tumba?”.
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¿Qué más puede decirse? Acaso, con sentimiento de amor y de esperanza, podríamos sellar este acto recordatorio con aquella invocación con la cual Jorge Manrique puso punto a la hermosa elegía de sus coplas compuestas a la memoria de su padre, que bien nos sirven a propósito del Padre Manuel Briceño Jáuregui:
Dio el alma a quien se la dio —el cual la ponga en el cielo de su gloria—, que aunque la vida perdió, nos dejó harto consuelo su memoria.
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EL ÚLTIMO HUMANISTA Armando Gómez Latorre*
El tránsito de esta vida mortal a la eterna lo sorprendió en la España de su devoción. En Madrid, y ya septuagenario, ha rendido su última jornada quijotesca el más eminente de los humanistas colombianos de la actualidad. Media centuria de consagración al estudio, investigación y divulgación de los clásicos, así lo acreditan. Una treintena de libros sobre la densidad y variedad de temas y personajes grecolatinos, filología clásica y raíces y literaturas orientales y modernas, lo confirman. Sin exageración, la obra cualitativa y cuantitativa del padre Manuel Briceño Jáuregui nada desmerece ante la magnitud de un Cuervo, un Caro, un Carrasquilla, un López de Mesa, un Sanín Cano. Es más: fue
* En El Tiempo, 1º de noviembre de 1992, p. 4A.
un poeta festivo y sensitivo, cantor de la vida cotidiana de los pueblos y aldeas colombianos en sonetos de impecable factura y sabor tropical. En los últimos días lo observamos angustiado y preocupado. Su hogar espiritual e intelectual, la Academia Colombiana de la Lengua —de la cual era infatigable e incomparable director— cerraría sus puertas y silenciaría su mensaje ante la carencia absoluta de recursos económicos para su subsistencia y funcionamiento. Una cierta amargura le corría el alma cuando se marchó. Fue la última vez que lo vimos y nos abrazamos con el calor de la amistad: el 12 de octubre de 1992. Ese día el maestro Germán Arciniegas clausuraba la Academia Colombiana de Historia. Tenía y acariciaba enormes y optimistas propósitos. En primer
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término continuar con su peculiar tenacidad las investigaciones para otros libros en mientes. Salvar, a todo trance, la Academia. Trabajar, en lo posible en la revisión y perfeccionamiento para nuevas ediciones de sus portentosas obras La politeia de Aristóteles, El genio literario griego, El Imperio literario romano, y Tres bimilenarios clásicos: Virgilio, Tibulo
y Propercio. Siempre creía que el mejor propósito del escritor es el camino de la perfección. Y nunca se detuvo para lograrlo. El eminente jesuita cucuteño deja un inmenso vacío en la literatura clásica colombiana, muy difícil de recuperar hoy y de intuir mañana. Se fue en España pero en Colombia vivirá eternamente.
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MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S. J. José Francisco Socarrás*
Nos consterna la muerte del ilustre maestro y escritor Manuel Briceño Jáuregui, S.J. Viviremos añorándolo quienes nos ilustramos con su diálogo y la lectura de su obra excepcional. Su personalidad atraía la admiración de cuantos lo tratamos. Modesto y comunicativo. Jamás hacía gala de su sabiduría sino que la dejaba escapar sin proponérselo, interrogándose siempre acerca de la validez de sus conceptos por más evidentes que ellos fueran. En los cargos de mando se desempeñaba con la modestia y cordialidad que le eran características. Sus numerosos discípulos conservan de él inolvidables recuerdos. Igual nos ocurre a quienes lo acompañamos en las Academias Colombiana de la Lengua, de la cual fue director, y
* En El Tiempo, 18 de noviembre de 1992, p. 5A.
Colombiana de Historia. Cabe señalar que se destacó asimismo en la Presidencia del Colegio Máximo de las Academias y que nunca escuchamos de sus labios alusión a su obra publicada, la cual comprende casi medio centenar de libros y ensayos, y es una de las más importantes escritas en nuestra patria. Fallecido a los 74 años, el Padre Briceño nació en Cúcuta, cursó estudios en la Facultad de Humanidades, Colegio de Santa Rosa de Viterbo, Seminario de la Compañía de Jesús; estudió filosofía escolástica y literatura en la Universidad Javeriana (1940-1943), teología en la misma (1945-1948) y humanidades clásicas en Oxford University (Inglaterra 1950-1953). Me haría interminable si enumerara los títulos y distinciones de su brillante carrera. Tampoco detallaré su insigne labor profesoral en su establecimiento matriz, en el
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Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Al respecto me limitaré a citar algunas de sus obras que incluyen traducciones del griego, entre otras: El genio literario griego, Nuestro mundo es descendiente espiritual de Grecia y Roma, La angustia poética Seferís, Georgos Seferís: 70 poemas. El Padre Briceño escribió asimismo poesía como lo muestra Estampas pueblerinas: trescientos sonetos costumbristas. Todo lo anterior nos confirma que el Padre Briceño honró a Colombia y a la Compañía de Jesús, la institución religiosa más importante al servicio de nuestra patria. Conviene recordar que los primeros Jesuitas llegaron a Santafé en 1604 y fundaron el Colegio de San Bartolomé el 27 de septiembre de este año. La sede no ha cambiado, con la diferencia de que entonces ocupaba toda la manzana y que su entrada quedaba al frente del Palacio de San Carlos. La Iglesia de San Ignacio se construyó posteriormente. Los establecimientos educativos de la Compañía fueron extendiéndose por medio país, ya que ella fundó colegios en Barranquilla, Bucara-
manga, Cartagena, Honda, Mompós, Medellín, Ocaña, Pamplona, Pasto, Popayán, Santa Fe de Antioquia y Tunja. También dirigió su propio Seminario y los de la Curia de Bogotá y Popayán. La Universidad Javeriana se inició en 1623 y en ella se enseñaron humanidades, teología, cánones, derecho civil y medicina. Esta por primera vez en la Nueva Granada, obra del licenciado Rodrigo Henríquez de Andrade. La obra más importante de los Jesuitas fue la llevada a cabo por las Misiones para cristianizar las tribus indígenas. Las primeras Doctrinas se crearon en Chita Pauta, Támara, Pisba y Paya. Después vinieron las de los Llanos hasta la Orinoquia, donde algunos de ellos rindieron la vida a manos de los caribes. También atrajeron al cristianismo tribus del Huila, Tolima y los antiguos departamentos de Caldas y Cauca e hicieron excursiones a Urabá. Indiscutible que a la comunidad, fundada por San Ignacio, debe nuestro país la mejor tarea cultural llevada a cabo por religiosos. Haber pertenecido a ella es el honor más grande recibido por el Padre Briceño.
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MANUEL BRICEÑO JÁUREGUI, S.J. HUMANISTA INTEGRAL Ignacio Chávez Cuevas* Hombre de bien y de servicio, entendió la existencia como la oportunidad de servir al prójimo a través de las más excelsas manifestaciones de la cultura.
vida y no mero adorno del acontecer existencial. Más aún en un medio que se nutre del olvido y de la desidia por lo esencial del destino de los hombres y de los pueblos.
En el proceloso mundo en que nos va tocando vivir resulta ejemplarizante encontrar seres que como como el Padre Briceño sientan y ejerciten la cultura como la más alta y noble de las actividades humanas; que se entreguen de manera tan lúcida y desinteresada al servicio de la docencia, del estudio y de la investigación para enriquecer y ennoblecer la existencia de los miembros de una sociedad; que entienden que la cultura y todas las actividades que la conforman o que de ella se nutren son el fundamento, el sustento de la
Humanista y letrado, hombre de bien y de servicio, entendió la existencia como la oportunidad de servir al prójimo, pero en especial como la más acabada manera de servir a Dios, de patentizar un pensamiento filosófico y religioso que busca hacer de la condición humana una realidad digna, justa, amable en la que imperen el bien y la verdad.
* En El Tiempo, 15 de noviembre de1992 – Lecturas Dominicales, p. 10.
Cada una de las etapas de su transcurrir terrenal desde su ingreso a la Compañía de Jesús se tornó en una adquisición de progreso y enriquecimiento espirituales, así su doctorado en Oxford y su profundización en la investigación del griego, el latín y las humanidades;
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tal su pasión por la filosofía clásica, por la historia de América Hispana y por el saber popular folclórico. Así, igualmente, su interés por la continuidad, el progreso y el desarrollo de las diferentes corporaciones académicas a las que perteneció, en particular por la Academia Colombiana de la Lengua y por el Instituto Caro y Cuervo. Todo lo cual se tradujo en investigaciones y monografías recogidas en numerosos volúmenes que hacen de su obra de copiosa bibliografía, quizá una de las más fecundas de la historia nacional. Su inesperada ausencia priva a tantas instituciones y a la cultura nacional del concurso de su sabiduría y del vigor de sus facultades todavía frescas para rendir abundantes y promisorios frutos. Nos deja, en cambio, el valor de su ejemplo, la entereza de su saber, el acopio de sus virtudes cristianas y, por sobre todo, la discreción, la sencillez y la modestia que caracterizan a los mejores seres humanos, a los auténticos sabios y a los verdaderos y entrañables amigos.
Por designio inescrutable de la Providencia, rindió la última jornada en el desempeño de importante misión en la conmemoración del V Centenario del primer estudio científico de nuestra lengua materna, la gramática de Elio Antonio de Nebrija. Partió en el surco de sus actividades de filólogo y humanista, dándonos con su muerte el último y acaso el más alto ejemplo de entrega al deber y de fidelidad a la vocación intelectual. Justificada y hermosa existencia la de Manuel Briceño Jáuregui. Más hermosa aún y más valedera desde la perspectiva de su ausencia, desde el horizonte de la muerte, cuando el rigor y la fecundidad de su trabajo lo señalan como artífice y testimonio de buena parte de cuanto quedará en la historia cultural de un continente, de un país y de una tradición subyugados por valores aciagos, por concepciones fútiles y pasajeros, por desgarradoras realidades que niegan la paz, el pan y la palabra.
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DÍA DE DIFUNTOS Héctor Osuna (Lorenzo Madrigal)*
Manuel Briceño Jáuregui, S.J. Comprendo a la fuerza que la humanidad se va muriendo en la misma forma sencilla en que se renueva y que tan corriente es el uno como el otro extremo de nuestra vida natural. Pero estremece la muerte de los amigos —no se diga la propia, de la cual no se alcanza a comentar— y siempre marca como un reloj en la marcha. Creo que envejecemos en la medida en que vamos teniendo en el más allá tantos o más conocidos y amigos que “en esta apartada orilla”. Conocí a Manuel Briceño recién llegado de Oxford. Allá se había hecho Master of Arts y comenzaba entonces a desenvolver su sapiencia literaria clásica en lenguas de origen, que lo llevó a ser autor de numero-
* En El Espectador, 2 de noviembre de 1992, p. 2-A.
sos libros técnicos en la materia. Se dice que más de treinta. Hoy se le compara con Cuervo y Sanín Cano y no se exagera. Lo que sí no creo es que haya sido compositor musical, como lo afirma un ilustre colaborador de El Tiempo, a menos que se le confunda con su hermano, también notable, el padre Juan José. Vinculado el padre Manuel a la Universidad Javeriana, combinó una disciplinada vida de estudio con el espíritu más festivo que pueda conocerse. Tal vez por eso, quienes lo conocimos familiarmente llegamos a perderle un tanto el respeto al eminente scholar, pero por partida contraria lo quisimos más. De él también se aprendía el humor, que no dudo derivaba de la dramaturgia clásica, en la que no todo solía ser intensidad de emociones. El drama escueto, sin humor, es risible y sólo con humor es drama.
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No sé qué iría a hacer a España mi querido profesor, pero cualquier cosa lo pudo llevar allá, donde murió en servicio el pasado miércoles. Bien pudo ser el Quinto Centenario o algún mero neologismo. Quizás sus
libros. Me vapuleó la noticia radial. Se había ido impensadamente. Es de un arrojo inmenso lanzarse al abismo —y a la esperanza— de la muerte.
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ASÍ MURIÓ EL PADRE BRICEÑO Odón Betanzos Palacios*
Sr. Dr. Horacio Bejarano Secretario de la Academia Colombiana de la Lengua Apartado aéreo 13.922 Santa Fe de Bogotá, Colombia Mí querido amigo: Acabo de regresar de España en donde asistí a la Reunión Internacional de Academias. No quiero dejar pasar un solo día sin que te llegue y llegue a los colegas de la Colombiana mi pésame y mi dolor por la pérdida del Padre Briceño. Escribo y doy el pésame y todavía no me lo quiero creer. Pierde la Academia Colombiana un miembro de categoría; su Patria, un hijo amoroso; el *
Carta del Director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, al Secretario de la Academia Colombiana de la Lengua, Horacio Bejarano. Nueva York, 31 de octubre de 1992.
Catolicismo, un hombre entregado a su fe y perdemos todos a un amigo entrañable. Te comentaré detalles que podrán iluminar esos últimos días y momentos de su vida pues supongo que para ustedes, como para nosotros, será difícil de entender ese tránsito repentino del amigo que va de la vida a la muerte. Conviví con él en los dos días iniciales de Madrid y en los tres de Salamanca: con él trabajé en las reuniones, con él me senté a la hora de las comidas y en el autobús, con él pasee la mañana corta de Salamanca y con él estuve cuando la muerte lo llamaba… La noche del miércoles 28 de octubre regresamos a Madrid, desde Salamanca, por autobús. El día siguiente sería la clausura de la reunión en la Universidad de Alcalá de Henares. Llegamos al hotel (el
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Palace) como a las ocho de la noche y allí la aglomeración de los delegados para recoger las llevas de los cuartos. Subí al mío (682). No estaría en él más de dos minutos cuando oí ruido en el pasillo. Salí y allí estaba el Padre Briceño en el suelo y apoyado en la pared. Dos colegas de la Academia Venezolana (Seijas y Pastori) con sus esposas le ayudaban y abanicaban. Se incorporó otro delegado, el de la República Dominicana (Candelier) con la suya. Me incorporé al grupo; le abrí el cuello y camisa. Le pregunté si era diabético y al afirmar se le dio agua con azúcar. Ese sí, creo, fueron sus últimas palabras. Se incorporó el hijo del delegado dominicano, médico. Perdió el conocimiento. Se había llamado a la ambulancia que llegó rápidamente. Lo metimos, entre todos, en su cuarto que estaba junto al mío (683). Los tres médicos de la ambulancia y el hijo del colega dominicano estuvieron cerca de media hora con él. Era un paro cardiaco y no se atrevían a llevarlo al hospital. Intentaron dos veces y pararon de hacerlo. A la tercera lo lograron. No llegó vivo al hospital. Llamé a la residencia de los padres jesuitas que inmediatamente (el Padre Provincial de España y el Provincial de Castilla) se personaron en el hospital. No quise llamar esa noche (tomé el consejo de un grupo grande de los delegados) al Dr. León Rey teniendo en cuenta sus noventa años. La noticia la recibió, al día siguiente, por la mañana. Fue lo mismo que si le hubieran dado un mazazo.
La capilla ardiente estuvo en el residencia de los jesuitas en Madrid (Calle Maldonado, 1) y allí estuvimos todos los delegados de las academias el jueves por la noche. El entierro se efectuó el viernes a las once de la mañana. Nuevamente, repito, lo veíamos muerto y no lo podíamos creer. Estuve, el miércoles 27, en la última misa que celebró en su cuarto y estuvo también el delegado de la Chilena (Matus). Había estado yo solo en las misas celebradas anteriormente por el Padre (también en su cuarto) en Madrid y Salamanca. En el acto de clausura de la Reunión (Universidad de Alcalá de Henares) el Rector pidió un minuto de silencio por nuestro colega fallecido; le recordó Alvar en su intervención y le recordó el Príncipe de Asturias que clausuró el acto. Ahí tienes, querido amigo y ahí tienen colegas de la Colombiana, detalles que configuran su muerte. Las causas, creo, están en haber cargado una caja de libros que debieron darle cuando recogió su llave y que llevó, según parece, por el largo pasillo, carga que bien pudo haber pasado a cualquiera de los compañeros más jóvenes o a los empleados del hotel. Pero lo que está de Dios se cumple y no hay razones que desvíen su decisión de amor incluida la decisión en muerte. Abraza, por favor, a todos los colegas colombianos. Un abrazo muy grande para ti de tu antiguo amigo.
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