SANTÍSIMA TRINIDAD (Mateo 28,16-20): En aquel tiempo,
los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».
Santo del día: La Santísima Trinidad, solemnidad; Visitación de la Virgen; Petronila; Amelia; Wilmar; Lupicinio; Camila Bautista.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Cl. Omar Delgado, SSP
UNIDOS EN EL AMOR PERSONAL DE DIOS
En la celebración de la solemnidad de la Santísima Trinidad estamos ante el gran misterio del amor de Dios con nosotros. La relación de Dios no tiene ningún significado si no pone de relieve la creación con la que Él manifiesta su vida divina. Nuestra primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio, nos sitúa ante una revelación del Dios único que quiere congregar a un pueblo elegido. Estamos ante una proclamación firme: solo tenemos un Dios. El Dios que se desprende de la lectura no es una mera serie de cuestiones que podemos hacer de lo que nos muestra cómo Dios establece y mantiene una unidad en el amor a todos los hombres. Dios liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto y estableció una alianza para mantener su presencia y darles el don de la gracia. Dios no se aleja del hombre, sino que siempre está presente en todos los momentos de la vida humana. Pero la plena revelación de Dios se concreta en la imagen salvadora de Jesús como enviado de Dios. Dios trata de unirse lo más posible a toda la creación. En la persona humana de Jesús está la figura central de la unidad y amor del Dios revelado como unidad de las Tres Personas. El gran filósofo Sören Kierkegaard nos hace una ilustración de este inalcanzable misterio de Dios:
«Imaginemos que un rey se enamora de una humilde muchacha... Su decisión es fácil de realizar, porque todos los funcionarios estatales temen su cólera y no se atreven a decir nada, los Estados vecinos tiemblan ante su poder y no dejan de enviar legados con parabienes para el enlace; ningún cortesano servil de esos que se arrastran por el polvo intenta herirle, para no poner en peligro la propia cabeza... De pronto surge en el alma del rey una preocupación... En solitario, dentro de su corazón, da vueltas a su inquietud: ¿llegaría a ser feliz la muchacha? ¿Lograría confianza para no acordarse jamás de lo que el rey quería olvidar: que él era el rey, y que ella había sido una humilde muchacha? Porque... si ella se encerrara en el ensimismamiento de una pena oculta... ¿dónde quedaría la gloria del amor? En tal caso, seguro que habría sido más feliz permaneciendo en su refugio, amando a alguien semejante, resignada en su humilde choza, pero tranquila en su amor, confiada mañana y tarde... ¿Qué debía hacer el rey, entonces? Podría haberse mostrado a la humilde muchacha en todo su esplendor; podría haber elevado el sol de su magnificencia sobre su choza, hacerlo resplandecer sobre la zona por donde él apareciera y llevarla a olvidarse de sí misma en rendi-