El rol del profesor en la escuela católica
Fide Arica, octubre 2013
EL ROL DEL PROFESOR EN LA ESCUELA CATÓLICA MISIÓN Y COMPROMISO “Un mapa del mundo que no incluye la tierra de Utopía es un mapa que no merece ser siquiera mirado” (Oscar Wilde) 1.
Con esta cita del escritor irlandés, comienzo una reflexión que no pretende dar respuestas a la pregunta sobre el rol del profesor en la escuela católica, mucho menos un recetario sobre su rol y misión. Mi única pretensión es instalar preguntas, que espero ustedes nos ayuden a responder, y me incluyo como católico y ciudadano. Les invito a mirar aspectos de la realidad, que nos interpelan, pero sin dejar de ver la tierra de Utopía, pues quizás las respuestas que el mundo nos exige y espera se articulen desde aquello que Ernest Bloch llamaba “sueños diurnos”. ¿Cuál es el plus católico? Cualquiera sea la respuesta, exige ver más allá de los números, los consensos, los logros pasados y presentes. El Papa Francisco nos ha recordado una verdad que, en ocasiones, el amor al éxito y la gloria nos lleva a olvidar: la Iglesia, y ustedes no lo son menos, es mucho más que una institución piadosa, humanamente bien conducida y administrada. Dicho esto, volvamos la vista a la tierra de Utopía para ver el mundo que se abre ante nuestros pies.
Premisas Cuando Chile era un país que se declaraba católico en su amplia mayoría, hubo un hombre que se atrevió a meter el dedo en la llaga de aquella religiosa sociedad, para preguntar hasta dónde ese catolicismo declarado era luego coherente con las opciones y acciones de quienes lo profesaban. La pregunta hizo mella, no sólo por lo 1
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Citado en: CONTARDO, O., “Volver a los 17”, Ed. Planeta, Chile, 2013, p. 190.
P. Humberto Palma Orellana
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insultante que parecía a la luz de aquella -aparentemente- incuestionable piedad ciudadana, sino además porque esa suerte de duda cartesiana dejaba al descubierto realidades que a nadie le gusta ver, y menos pensar. Aquel hombre agudo y atrevido era Alberto Hurtado Cruchaga, un jesuita que de pertenecer a la nobleza criolla pasó a ser sospechoso de sedición, para terminar finalmente -y por esas ironías de la vidavenerado en los altares por la misma piadosa población cuya conciencia Alberto deseaba estremecer. A Dios gracias, su pregunta ¿es Chile un país católico? no ha corrido la misma suerte, es decir, sigue tan viva, patente y desafiante como antes, poniendo en duda la coherencia de la fe católica en los diversos espacios sociales. Y uno de esos espacios, quizás el mejor, es la Educación. Cuando el debate se ha instalado en la conciencia ciudadana, la pregunta llega hasta la puerta misma de los colegios de Iglesia bajo la forma “¿A quienes educamos, y para qué educamos?”. ¿Cuál es el rol del profesor del profesor de escuela católica, cuál su misión y compromiso específico con nuestra sociedad, el mundo y la Iglesia? Es cierto que Chile ya no es el mismo. De ello no sólo hablan los cambios políticos y económicos, sino también los culturales y sociales2. En este nuevo escenario, los católicos no debemos, ni podemos, desconocer la pregunta de Alberto, sino hacernos cargo de ella, para dialogar con un mundo que espera razones más que silencios, argumentos antes que posiciones dogmáticas (Cf. 1Ped 3, 15). Soslayar el cuestionamiento es arriesgarnos a que la sospecha de Alberto se convierta en una confirmación que termine explotando en el rostro católico del país, y entonces seríamos nosotros quienes ocuparíamos los altares, pero no para ser venerados por el pueblo, sino para el olvido sepulcral de una fe vivida puertas adentro. Antes de continuar en el intento de profundizar las preguntas que atraviesan esta exposición, algunas premisas básicas: a) Morin: “Interrogar nuestra condición humana supone, entonces, interrogar primero nuestra situación en el mundo3”. Parafraseando al autor, decimos: Interrogar nuestra condición docente, supone interrogar nuestra situación en el mundo, el contexto. 2
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Cf. LAGOS, R., LADERRETCHE, O., “El Chile que se viene. Ideas, miradas, perspectivas y sueños para el 2030”, Ed. Catalonia, Santiago de Chile, 2011; POLITZAR, P., “Chile: ¿de qué estamos hablando? Retratos de una transformación asombrosa”, Ed. Sudamericana, Santiago de Chile, 2006.
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En: LÓPEZ DE MATURANA, S., “Los buenos profesores”, Ed. Universidad de La Serena, Chile, 2010 (2ª), p. 122.
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Esto significa que no hay posibilidad de educar sin hacernos cargo de los dolores y preguntas del mundo, de los cambios y desafíos que nos impone la cultura. De lo contrario, podría ocurrirnos que vivamos la pesadilla del rico Epulón: gozar de un magnífico banquete pedagógico, hartarnos de conocimientos, ideas y teorías, mientras allá afuera vive una población que deba conformarse con las migajas de la educación. Recuerdo aquí un dato que nos ha asombrado en estas últimas semanas: 44% de los chilenos no comprende lo que lee, ¡y esto referido a textos básicos! ¿Cuál es nuestra condición pedagógica en ese mundo? b) Creemos en un Dios encarnado. Dios no se ha hecho hombre para desentenderse del mundo4. Y nosotros no nos hemos hecho profesores para desentendernos del territorio educativo. Ser profesor no es una trabajo, sin desconocer la dimensión técnica, burocrática o contractual que esta vocación conlleva. Ser profesor es una condición, que afecta nuestra humanidad. De modo semejante al Verbo encarnado, que asume la condición humana, para ser Dios y hombre verdadero, nosotros asumimos la condición docente, para ser hombres y pedagogos verdaderos, semejantes en todo a los hombres, excepto en nuestra relación con los demás: existimos porque hay alguien que necesita aprender a crecer. Y así como Jesús recorrió su territorio, también nosotros habremos de aventurarnos por el territorio educativo, idea que desarrollaremos más adelante. c) El anuncio del Evangelio exige una doble fidelidad: a Dios y a los hombres. Jesús fue enfático en declarar que la plenitud de los mandamientos se alcanza en el amor a Dios y a los hermanos; que la ley está al servicio de los hombres, y no al revés. En nuestro caso, esto significa que el quehacer pedagógico, alimentado de conocimiento y experiencia, está en función de los alumnos, y no al revés, como lamentablemente suele ocurrir. Cuando los alumnos fracasan en su aprendizaje, generalmente la culpa es de ellos, decimos, pues nosotros estamos bien: nuestra metodología, planificaciones, estrategias, todo. Es el alumno quien debe ajustarse, acomodarse, someterse, a mí. ¿Dónde queda, entonces, nuestra capacidad para reflexionar, cuestionar, preguntar, lo que estamos haciendo? ¿No hay aquí algo de
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Cf. NOEMI J., “Credibilidad del cristianismo. La fe en el horizonte de la modernidad”, Ed. Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile, 2012.
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fariseísmo pedagógico? Los fariseos cumplían con todas las formas, pero poco les importaba lo que realmente ocurriese con las personas, habían cerrado su corazón, no veían al hermano que tenían en frente. Esto mismo le sucede al profesor cuando antepone su conocimiento, experiencia, seguridad o técnica por encima de las personas de sus alumnos. La educación tiene una cara que no puede ser olvidada: la subjetividad de las personas. d) La unidad de fe y vida sólo es posible desde la diversidad. El concepto de comunidad educativa tiende a confundir la unidad con la uniformidad. Entonces ponemos el acento en el orden, disciplina, resultados, doctrina, autoridad, técnicas, roles y burocracia. Creemos que la comunidad educativa ideal es aquella donde todo funciona bien, donde no hay problemas. Pero en realidad, esa es una comunidad muerta. La comunidad viva es aquella donde la unidad es comunión buscada a partir de la diversidad: de sus miembros, procesos, visiones. Entonces ponemos el acento en las personas, la discusión y diálogo, en el camino más que en la meta, en el liderazgo centrado en las personas, en la sinergia más que en las reuniones formales, en el tiempo histórico más que en el calendario escolar, en la complejidad más que en la facilidad, en la vida más que en la burocracia. e) Nuestra credibilidad ante la sociedad chilena se sostiene en la medida en que nos hacemos cargo de sus preguntas. Como muy bien lo expresa el teólogo y profesor chileno, don Juan Noemi Callejas: “...la credibilidad (...) sólo tiene sentido cuando acoge preguntas y no se encoge en fórmulas estereotipadas que son incapaces de fungir como respuestas”5.
Continuamos, ahora, con una línea argumentativa que desafía tanto a la institucionalidad, entiéndase directivos y sostenedores, como a personas, pensando en cada uno de sus docentes, en tanto que miembros de un colegio católico.
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Ib., pp.56-57.
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¿A quién estamos educando? Recordarán ustedes que hace no mucho otro jesuita, Felipe Berríos, ponía en duda la catolicidad de los colegios de Iglesia, y nuevamente allí donde duele, es decir, en su coherencia y fidelidad al Evangelio y a la profesión de fe de sus miembros. Una vez más fuimos testigos de la incomodidad que provocan estos cuestionamientos en determinados sectores sociales, recurriendo -como respuesta- a las más delirantes descalificaciones con el objeto de silenciar dichas voces. Pues bien, cuando la polémica más dura y mediática parece ir ya a la baja, deseo recordar y exponer las conclusiones más relevantes, al menos en lo que al mundo católico nos cabe, de una investigación realizada por Infocap y Mide UC, y publicada por la Revista mexicana de investigación educativa 6, bajo el título “Elección escolar y selección estudiantil en el sistema escolar chileno. ¿Quién elige a quién?: el caso de la educación católica”. En sus conclusiones, el Informe habla por sí sólo: a) La selección por capacidad de pago, presencia de valores sociales, así como por habilidades cognitivas del estudiante, se aplica en todos los tipos de escuelas: municipales, particulares subvencionadas y particulares pagadas. Sin embargo, es en la educación particular donde la selección se aplica de manera más extendida. b) La educación escolar católica, por sí misma y comparada con la no católica, es más selectiva de sus estudiantes por los atributos señalados anteriormente en los dos tipos de provisión particular. c) Las escuelas de mayor calidad, en cada tipo de provisión educativa, son las católicas: coincidentemente son las que más seleccionan a sus estudiantes. d) Finalmente, en todos los tipos de provisión educativa cuando prestigio y valores son esgrimidos como razones de la elección de la escuela, nos encontramos ante la situación que esas escuelas “elegidas”, son las más selectivas de sus estudiantes de acuerdo a las características sociales familiares, los ingresos, y las habilidades del alumno. Podemos señalar que los espacios prestigiosos y que protegen cosmovisiones valóricas son resguardados por la práctica de la selección de estudiantes y no tanto por la elección de los padres, ya que es en este tipo de 6
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Vol. 17, núm. 55, octubre-diciembre, 2012, pp. 1267-1295.
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escuelas -de grupos socioeconómicos medio y altos -, donde radica la decisión final de la pertenencia. Como decía, el Informe habla por sí solo, pero estimo pertinente continuar y mantener el debate, pues no estoy dispuesto a que los católicos nos sentemos a esperar el día en que nuestra fe sea venerada en los altares del piadoso y sepulcral olvido. Frente a la pregunta ¿A quiénes estamos educando?, el estudio muestra que los católicos estamos educando principalmente a quienes profesan nuestra fe y comparten los mismos valores. Esto no tiene en sí mismo nada de malo si lo pensamos desde el punto de vista del derecho que tiene una institución educativa a ofrecer y resguardar un proyecto educativo que, estima, es aporte para el país, sobre todo en la sociedad plural en la que nos movemos hoy. El problema es que los mecanismos de selección dejan ver que este derecho institucional vulnera otro derecho tan legítimo como aquél, y también garantizado por la actual legislación educacional: el de los padres a elegir el colegio que desean para sus hijos. Lo que sucede en la práctica es que la selección de las instituciones prima y pesa por sobre la elección de los padres. Y ésta es la primera de las incongruencias éticas que exigen discernimiento, juicio y acción por parte del mundo católico, pues como lo señala el mismo citado Informe, no estamos ante una mera interpretación de principios morales derivados del Evangelio, sino ante la transgresión de un derecho reconocido por el canon 793 del Código de Derecho Canónico. La situación se agrava por la exclusión de católicos que, deseando esta formación religiosa para sus hijos, no logran acceder a ella; o bien, ante el deseo de pertenecer a una determinada institución educacional tampoco logran el ingreso. Al analizar y buscar explicaciones a este fenómeno, el Informe prueba que los motivos de selección de alumnos apuntan a dos razones fundamentales: alto rendimiento en pruebas estandarizadas que miden calidad, como Simce; y exclusividad social. En otras palabras, las instituciones católicas estarían educando a las clases más acomodadas, pero no sólo a ellas sino también a los sectores medios, siempre y cuando tengan el potencial intelectual y cuenten con las redes de apoyo familiar que les permitan destacar académicamente, y así posicionar bien a las instituciones que les acogen en sus aulas. Esta es la segunda incongruencia a la que hemos de responder los católicos.
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De una u otra forma, y en distintos escenarios, la sociedad no está enrostrando estos duros cuestionamientos, y es un deber moral hacernos cargo de ellos, partiendo por lo más básico que es no escamotear la pregunta, ni restar importancia a estas escandalosas incongruencias. En segundo término, es de suma importancia que las instituciones educacionales católicas transparenten sus motivos ante la ciudadanía. Como dice el Evangelio, es la verdad la que nos libera y valida para defender, sin ninguna vergüenza, nuestros ideales y proyectos educativos, pero sobre todo, nos valida para hacernos una honesta auto-evaluación de cara a dos preguntas. La primera: ¿Hasta dónde los buenos resultados académicos obtenidos por los alumnos en pruebas estandarizadas son fruto de la gestión educacional de esas comunidades, y no de intencionados y macabros mecanismos de selección? La segunda pregunta: ¿Estamos en condiciones de demostrar con hechos que las motivaciones para educar no tienen que ver fundamentalmente con la exclusividad social o el exitismo académico; tenemos otras motivaciones más de peso y, sobre todo, evangélicas?
Responder a la primera de las preguntas supone tomarnos en serio eso que llamamos “valor agregado”, el plus de lo católico. Es nuestra tarea mostrar y demostrar que los niños y jóvenes educados en instituciones católicas logran un plus académico que no lo alcanzarían en otro tipo de instituciones, y por lo mismo los buenos resultados no obedecen en exclusiva a un proceso de selección, sino ante todo a la buena gestión educacional, al liderazgo educativo, a los procesos vividos al interior de las aulas, al compromiso de sus alumnos y apoderados. ¿Estamos en condiciones de identificar y declarar cuál es ese supuesto plus católico?, ¿pero ante todo demostrarlo con hechos concretos y datos estadísticos, más que con declaraciones de principios?
Responder a lo segundo implica dos acciones en tándem. La primera es exponer claramente a la sociedad que nos cuestiona, cuáles son aquellas otras motivaciones que nos convocan a la misión de educar a las juventudes, por ejemplo: promoción humana, justicia social, formación de líderes, reforma de las estructuras sociales, humanización de las instituciones, opción preferencial por los pobres, atención a los procesos culturales, entre tantos otros. Todos estos motivos pueden parecernos loables, y nadie les discute en cuanto guardan directa relación con el bien común del país. Sin embargo, no es suficiente con que los proyectos educativos católicos declaren estos motivos en su misión y visión. Las instituciones educativas de
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Iglesia debiesen darse al encargo auto-impuesto de verificar, y esta es la segunda acción, hasta dónde y en qué medida lo declarado en sus principios se cumple en la realidad. Y para ello no hay más camino que preguntarnos y responder con análisis estadístico el impacto que está teniendo la formación católica en la sociedad chilena, para mirar si es cierto o no que las instituciones de educación responden a otros fines diversos de la exclusividad social y los buenos resultados académicos, como demuestra el Informe ya citado. Ya en el año 1943, el Padre Alberto Hurtado hacía notar un grave problema en la formación que recibían los alumnos de los colegios católicos: “Son pocos los colegios donde hay preocupación por dar a los alumnos una formación espiritual: la mayor parte aspiran al resultado de los exámenes”7. Y agrega: “El sentido social en la formación es deficiente. Las juventud que se educa en los colegios no adquiere, de ordinario, en el colegio un sentido social cristiano: no toma conciencia de su responsabilidad social, se interesa poco por las obras en pro de la clase obrera (salvo algunos colegios); y tiene poca preocupación por actuar en su vida post-escolar en forma socialmente útil. Su actitud inconscientemente es egoísta: sus exámenes y sus diversiones”8 . ¿Cuánto hemos avanzado desde esos días de San Alberto hasta hoy? No es sano seguir viviendo de supuestos, ni tampoco con miedo ante los cuestionamiento de la sociedad. Esto no le hace bien a la Iglesia ni al país. Si es verdad que estamos haciendo el bien, entonces que esa verdad salga a la luz. Y, por el contrario, si la verdad es que hemos perdido el norte del servicio a Dios en los hermanos, entonces es tiempo de escuchar la voz de Dios. Lo peor que podría estar ocurriéndonos es que mientras creemos y defendemos las razones por las cuales educamos, no veamos la contradicción instalada entre nuestras prácticas y el Evangelio. No seamos ingenuos, existen teorías, modelos y paradigmas educativos que, disfrazados de herramientas de promoción humana, terminan consagrando las desigualdades sociales, y la Iglesia en sus discursos no ha estado ajena a ello. La pregunta ‘¿A quiénes, y para qué educamos los católicos?’ sigue en pie, tanto como los cuestionamientos sociales hacia nuestras instituciones. Podemos hacer silencio, como si nada de esto ocurriese, o podemos también seguir el ejemplo de los primeros escritores cristianos. Autores como Justino, Ireneo, Clemente Alejandrino,
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“INFORME DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA EN CHILE”; citado en: “Una verdadera educación. Escritos sobre educación y psicología del Padre Alberto Hurtado”, Ed. Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 279.
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Ib., p.280.
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Tertuliano o Hipólito no escondieron la cabeza bajo tierra cuando la sociedad grecorromana les acusó de ser perniciosos para la convivencia ciudadana, de practicar rituales inmorales y de no contribuir en nada al bien de la nación. No escondieron la cabeza, no buscaron alianzas con el poder temporal, ni huyeron a refugiarse en sus trincheras, tampoco desconocieron las preguntas ni los desafíos que tenían por delante, sino que se dieron el trabajo de responder una a una las acusaciones de legos y letrados, del ciudadano común y de la autoridad. La pregunta es si hoy tenemos o no el piso moral para responder a las acusaciones que pesan sobre la educación católica: exclusividad social y selección de alumnos para fines de ranking académico. Ese piso es la coherencia entre lo que declaramos hacer y lo que efectivamente terminamos haciendo. Si tenemos la coherencia, sigamos el ejemplo de los padres apologetas, pero si no, entonces trabajemos para construirla. La educación católica, lo mismo que la fe, no se defiende mediante excomuniones, sino con inteligencia, trabajo, compromiso y pasión. Estoy convencido de que la educación católica ha sido -y es- un enorme aporte al país, habría que ser ciegos para desconocerlo. Pero estoy igualmente convencido de que hay preguntas que las instituciones educativas de Iglesia deben enfrentar. El futuro de sus proyectos educativos depende, en buena parte, de la honestidad con que respondamos a las preguntas planteadas aquí, pero falta algo más, y eso tiene que ver con nuestra capacidad para configurar y validar, en los actuales y futuros escenarios socio-culturales y políticos, un modelo educativo de alta calidad, desde un punto de vista técnico, pero también de alta civilidad, desde un punto de vista evangélico, de tal modo que sea alternativa válida, porque valorada, a la educación del país. Pienso que por estas veredas argumentativas transita la posibilidad que tenemos de aprobar bien la más dura y exigente de las mediciones externas a la que hoy nos somete el país, la prueba de calidad, justicia, equidad e integración. Ahora bien, lo anterior se relaciona directamente con trabajar para establecer la diferencia sustantiva entre educar y escolarizar. Es aquí donde “lo católico” puede marcar el plus de la diferencia y, por lo mismo, ser propuesta válida y valorada en el currículum nacional. Si logramos educar en vez de escolarizar, entonces estaremos dando, o devolviendo, el sentido a un proceso que es antropológico antes que técnico, y por lo mismo importa a la Iglesia en su misión evangelizadora.
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Educar no es lo mismo que escolarizar Aunque pareciese una obviedad que la escuela en vez de educar lo que hace hoy es escolarizar, en la práctica no lo es, es decir, no tenemos plena consciencia de ello. Y al no ser conscientes, nos sumamos sin más a la escolarización. ¿Qué diferencias existen entre educar y escolarizar? Llamamos educar a aquella acción centrada en instalar preguntas y hacer ver misterios, más que en reproducir respuestas a preguntas estandarizadas y estereotipadas. Y por escolarizar entendemos justamente ese proceso contrario a educar: someter la creatividad e inteligencia de un niño o joven a modelos, esquemas, paradigmas y programaciones curriculares, todas ellas ensayadas en laboratorios pedagógicos, para hacernos pensar y creer que el universo educativo es dicotómico: o blanco o negro, verdadero o falso, correcto o incorrecto. De hecho, es común encontrarnos con directivos, profesores y alumnos estresados por un modelo escolar que se esfuerza en someterles a estándares de aprendizaje, mapas de aprendizaje, objetivos, estándares de calidad, niveles de logros, puntuaciones y rankings. Muy pronto, la Agencia aseguradora de la calidad someterá a los colegios a una nueva categorización estandarizada, según indicadores que les ubicarán en alto, medio, medio-bajo e insuficiente. Los profesores, exigidos por sus directivos, y no podría ser de otra manera cuando cierne sobre ellos la amenaza de cerrar colegios o cargar con el estigma de “colegio malo”, transmitirán una vez más la presión a sus alumnos 9.
El escollo de las mediciones La verdad es que en un sistema así, bien poco importan las preguntas de los alumnos, los espacios para la indagación y el error como instancia inequívoca para el aprendizaje metacognitivo, la sinergia y el trabajo colaborativo, el reconocimiento de inteligencias múltiples y las actividades de libre elección. Lo que realmente importa es que el alumno responda correctamente las preguntas formuladas. Si ello ocurre, ese alumno está en un nivel avanzado y el profesor es, al menos, competente. 9
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Cf. SALINAS, J. L., “La indebida presión del Simce”, en: Revista YA, El Mercurio, Nº 1554, 2013.
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Sin dudas, la evaluación es necesaria para saber cómo lo estamos haciendo. Pero cuando la educación se convierte en un continuo medir, estandarizar y categorizar, entonces deja de ser educación y se convierte en escolarización. Es lo que está ocurriendo con la escuela en general en nuestro país. Las mediciones son válidas y valiosas cuando sabemos qué hacer y cómo trabajar con la información que nos aportan, pero cuando se abusa de ellas, cuando no tenemos tiempo para aprender a trabajarlas como instrumentos que aporten riqueza al crecimiento y desarrollo de una cultura escolar, especialmente al liderazgo pedagógico, entonces se convierten en escollos que entorpecen el desarrollo cognitivo de un niño y, en consecuencia, nos lleva a insistir en esa típica clasificación de (niños) inteligentes o tontos.
Al parecer, y considerando las nuevas políticas y tendencias en Educación, la escuela seguirá prefiriendo escolarizar antes que educar. No sabemos hasta cuándo, pero mientras ello siga ocurriendo, la calidad del aprendizaje se perpetúa como un mero y bello deseo, incluso ideológico. Uno de los grandes impulsores de un cambio que recupere la escuela en su misión de educar ha sido el profesor Carlos Calvo Muñoz10. Para él, la cultura escolar no debiese centrarse en la armonía, como muchos desean, sino en la contradicción y el conflicto. Cuando optamos por la armonía esclerotizamos la educación porque nos situamos desde el deber ser, y no desde la singularidad y particularidad de las personas y situaciones que se dan cita en el proceso. De esta manera corremos el riesgo de confundir la realidad con eso que para nosotros es la realidad. La educación idealizada en el deber ser no se hace cargo de los alumnos que tiene enfrente, sino de las metas cuantitativas que debe alcanzar. Hemos puesto una fe ciega en los tecnicismos y en la administración educativa, a tal punto que llegamos a confundir la cultura escolar con la burocracia que la acompaña. Para la Superintendencia de educación, una escuela excelente sería aquella en donde hay armonía y todo funciona bien: bajos índices de deserción y repitencia, certificados e informes al día, horas de clases realizadas y firmadas, registro de notas al días, libros de entradas y salidas de alumnos, ficha de accidentes escolares 10
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Cf. CALVO, C., “Del mapa escolar al territorio educativo. Disoñando la escuela desde la educación”, La Serena-Chile, Ed. Universidad de La Serena (4ª), 2012.
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al día, contenidos registrados en los libros de clases, y un gran etcétera. Nos da la impresión que eso es la escuela, que cuando tenemos todo ordenado, entonces la conocemos bien. La escuela es mucho más que todo ello. La escuela es un ente vivo, imposible de ser reducido a todas estas objetivizaciones. Una escuela viva es aquella en donde prima la complejidad, que no es sinónimo de dificultades, sino de una realidad que se hace cada día y cada vez a partir de la conjunción de subjetividades, de sinergias, y no de programas en ejecución.
El tiempo educativo
Por otro lado, insistirá Calvo 11, la educación no está sujeta al tiempo del calendario escolar, no es lineal. Muy por el contrario, es un devenir complejo, con avances y retrocesos, con sus contradicciones. Se lleva a cabo en espacios múltiples y diversos. Por lo mismo, la educación no es cronológica, sino histórica. Entendemos por cronología un proceso secuencial, y la escolarización lo es. Cumplimos con planes y programas de estudio acotados a niveles y edades, a semestres o trimestres. En esos tiempos secuenciales desarrollamos una planificación propia, que se inscribe a su vez en otra, institucional, y a su vez ésta en una regional, la que también responde al calendario anual. Es la institucionalidad la que nos dice cuándo comienza el tiempo de aprender y cuándo el de descansar. Incluso se nos dice en qué espacios deben desarrollarse tales y cuáles actividades. Y cuando rompemos esos espacios, debemos cumplir con un procedimiento administrativo: debemos pedir autorización para usar otros espacios. Esta dicotomía provoca que el tiempo y espacio escolar sea vivido por profesores y alumnos como un verdadero infierno, pesado y horrible, como la pesadilla del dios Kronos engullendo a sus hijos. Los días en la escuela son eso: una máquina que nos engulle en la supuesta acción de educarnos. Pareciese que estamos ante un canje: a cambio de aprender debes dejarte engullir, debes aceptar desaparecer.
La educación, en cambio, es histórica. Esto significa que permea todos los tiempos y espacios. Acontece en el tiempo, pero es un “tiempo duración”, como el tiempo en Bergson, extático, es gracia pura (kairós). La educación nos da alcance en el 11
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Cf. Op. cit., p. 163.
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aula, cierto, pero también en la calle, en el barrio, en la casa, mientras estamos en vigilia, pero igualmente cuando dormimos o descansamos. Nunca cesamos de aprender y de ser educados. A diferencia de la escolarización, que sólo avanza “a pasos”, día a día y semana a semana, desde marzo a diciembre, la educación avanza y no sólo a pasos, sino también a saltos. A veces damos pequeños pasos en relación a contenidos, pero grandes saltos en relación a los horizontes cognitivos que se abren, a la comprensión que logramos. Y esa comprensión, dado que es histórica, permea en totalidad, esto es, nos afecta en lo conocido y aprendido hacia atrás y hacia el futuro. Parafraseando a Einstein, podemos concluir que la educación afecta el tiempo escolar, lo modifica, y al modificarlo, curva el universo de lo aprendido, posibilitando también que atravesemos por agujeros negros, a través de antimateria que nos conduce hasta los contornos de ese universo, para ser atraídos otra vez al centro gracias a la interacción de otros cuerpos y mentes involucrados en el mismo proceso.
Proceso educativo v/s escolar De modo muy semejante a lo que ocurre con el tiempo educativo, los procesos educativos son complejos, esto es, no obedecen a una intencionalidad unívoca, medible ni cuantificable. Se trata de dinámicas sujetas a factores casuales, axiológicos, libres, proxémicos. El hecho de que a veces planifiquemos una clase, y todo marche más menos según esa planificación, mientras que otras veces todo resulte según una mera casualidad que deriva en causalidad, como por ejemplo la pregunta inocente de un alumno, es prueba de ello. Pero nosotros insistimos en planificarlo todo, como si eso fuese el ideal de una clase. De esta forma, hacemos de un proceso que es rico en su complejidad una simplificación que falsea el aprendizaje. Hacemos de él lo que Calvo llama “un mapa”. El mapa nos señala el territorio que hemos de recorrer, por dónde transitar, pero no es el territorio. Nuestra insistencia en la técnica pedagógica nos ha llevado a confundir el mapa con el territorio. De hecho, parece que tememos el territorio: nos espanta transitar por senderos inciertos, novedosos, por senderos donde los saberes acumulados no nos sirven de mucho, sino más bien la intuición. Recuerdo muy bien a una profesora obsesionada con los puntajes PSU en Historia. Ella transitaba con el mapa de los Ensayos en la mano. Y aunque en clases gozaba contándote la Historia como un cuento, logrando así que sus alumnos gozaran viviendo (recreando) los acontecimientos narrados, al momento de evaluar lo único que le importaba era que el alumno supiese el mapa de memoria. Con ello se producía un
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fenómeno bastante extraño, o quizás no mucho en nuestras aulas: amor y pánico. Amor a la experiencia de aprender inmersos en una suerte de tele-transportación, en donde podías ver, comprender y vivir lo narrado, al tiempo que te sentías observador activo de esa narración, casi como un dios que tenía el poder de intervenir esos procesos a través del conocimiento. Y pánico al tener que traducir esa experiencia inenarrable a una estructura cartográfica, cuyo modelo parecía a uno esos de esos rompecabezas de paisaje de 2.000 piezas. El temor a equivocarte en el armado y ensamblaje de las piezas, acotado además a un tiempo escolar, convertía la experiencia en una verdadera pesadilla. Lo que ocurría es que la profesora, junto con sus alumnos transitaba el territorio de la Historia, pero al momento de la autonomía en el aprendizaje les obligaba a caminar con un mapa, mientras ella, ubicada en algún punto remoto del territorio, les apremiaba en la marcha.
El proceso escolar, y a diferencia del educativo, no admite la incertidumbre, ni el azar, menos la contradicción. Y muchas veces los proceso educativos son contradictorios, porque por ejemplo para aprender debemos desaprender; o para crecer en la fe a veces es preciso respetar el momento del ateísmo. ¿Cuántos niños no aprenden más de sus compañeros que del profesor? Y esto es una contradicción en el proceso, pero se la disfraza de un evento planificado. Los procesos escolares nos estereotipan, y terminamos cumpliendo roles, de las formas y modos en que el sistema escolar nos indica que se deben cumplir. Cuando desempeñamos roles terminamos aburriéndonos, cansándonos. La rutina agota. He conocido de alumnos sometidos por generaciones a las mismas evaluaciones, a las mismas guías y trabajos, que por lo demás se los traspasan de unos a otros. Así, los profesores hacen como que enseñan, y los alumnos hacen como que les siguen y aprenden. Pero en realidad simulan, responden a estereotipos, donde la única novedad es la forma en que engañan al profesor. De hecho, alardean gozosamente de ello.
Al interior de la escuela se dan tanto procesos escolares como educativos. Los primeros ponen el acento en las formas simplificadas de la realidad educativa, en los mapas, haciendo de esos mapas el deber ser. A diferencia de los procesos escolares, los educativos asumen la complejidad, esto es, se orientan por el mapa, pero avanzan a través del territorio, ingresan en el bosque para modificar el mapa. El proceso escolar, en cambio, pretende modificar el territorio a partir del mapa. Y esto lo hace a través del
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aparato burocrático, informes de resultados, análisis, presión para conquistar estándares, mediciones de calidad, amenazas y agrupaciones por categorías.
La existencia de estos dos procesos origina una tensión dialéctica entre unidad y diversidad. La unidad no se pretende a partir del reconocimiento y aceptación de la diversidad, sino de la uniformidad. La diversidad resulta molesta a la escuela. Esto nos ayuda a entender que las verdaderas comunidades educativas son aquellas en donde la unidad se alcanza desde la diversidad, en el respeto de la singularidad y objetividad de las circunstancias particulares.
Hasta ahora hemos pensado dos conceptos claves en nuestro desempeño pedagógico: educar y escolarizar. Aunque el lenguaje suele confundirlos, y también la escuela los confunde, no es lo mismo educar que escolarizar. Y no es lo mismo por los acentos, opciones y visiones que se dan en uno y otro. La diferencia es tan abismal como el territorio respecto del mapa que lo representa. La escuela actual sigue adelante en un plan de escolarizar, con el acento puesto en las mediciones, en procesos uniformes y en tiempos lineales. Nosotros estamos desafiados a trabajar para que la escuela se reencuentre con su vocación educadora, y ello implica hacernos cargo de la singularidad.
Pensando justamente en esta singularidad de contexto, y en su misión docentecatólica, al menos como aquí la hemos venido soñando, proyectando, deseo ahora llevarlos a otro territorio, o más bien a una capa más profunda del mismo: al contexto dado por el momento que atraviesa la Educación chilena, para preguntarnos allí, nuevamente, por lo específico de nuestro rol y misión. Por razones de tiempo, revisaremos aquello que, me parece, más desafiante desde del punto de vista de los cuestionamientos sociales a la educación católica, en su coherencia evangélica y pertinencia cultural.
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Cambio de rumbo
En su reciente publicación “Cambio de rumbo. Una nueva vía chilena a la educación”, Mario Waissbluth pasa revista a una seguidilla de fenómenos acaecidos desde el 2006 a la fecha, y que por cierto llaman la atención12: a) interpelación parlamentaria al Ministro Martin Zilic; b) acusación constitucional con destitución a la Ministra Yasna Provoste; c) una estudiante lanza un jarro de agua a la Ministra Mónica Jiménez; d) colapso de la gestión de los ministros Joaquín Lavín y Felipe Bulnes; e) renuncia de Teodoro Ribera, ministro de Justicia, por cuestionamientos ligados a educación; f) formalización judicial de tres rectores y del encargado de la Comisión de Acreditación; g) acusación constitucional con destitución al Ministro Harald Beyer; h) tres manifestaciones estudiantiles masivas; i) sumemos a ello que entre el ’90 y el 2013, hemos tenido 15 ministros de Educación.
Sin lugar a dudas, esto algo nos dice, y es de creyentes prestar oídos, discernir y responder desde la fe, sobre todo en una sociedad empoderada, donde las polarizaciones parecen, a ratos, reeditarse con renovados acentos. “La olla comenzó a hervir, y el vapor no vuelve a la olla por mero mandato legislativo. La polarización trae más polarización, esta adquiere vida propia y muchos comienzan a ver al otro con cara de maligno enemigo. Los malos contra los buenos, no hay personas con quienes conversar”13.
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Cf. WAISSBLUTH M., “Cambio de rumbo. Una ueva vía chilena a la educación”, Ed. Debate, Santiago de Chile, pp.15 ss.
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Ib., p.19.
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Pero aún hay algo más. No obstante el gasto público en Educación ha aumentado sostenidamente cerca de 3.8 veces desde los ’90 al 201114, vivimos en un país donde el 44% de la población es analfabeta funcional 15. Y esto no pareciese escandalizar, ni emocionar a nadie. Tiempo atrás, escribía un columnista en la prensa: si no superamos tal realidad, seguiremos siendo un país exportador de cobre, palitos y fruta seca, pero lejos de alcanzar eso que se llama “desarrollo”, aunque ya ostentemos este título. Hace pocos días, la carta de un ciudadano español reventó las redes sociales. Su nombre: Benjamín Serra Bosch16, de Valencia. En ella denunciaba: “Tengo dos carreras y un Master, y limpio baños”. Esto es a causa de la crisis española, cierto. Pero de alguna forma refleja también un tema que subyace a la educación en Chile. ¿Hasta qué punto el mérito es valorado y reconocido en una sociedad tan desigual y competitiva como la nuestra? ¿Qué posibilidades reales tiene un vecino cualquiera, con altos méritos en su carrera académica, de convertirse en gerente general de una importante empresa de capitales chilenos? Con esto quiero decir que podemos mejorar nuestra educación, pero eso no significa necesariamente que seremos una sociedad más justa e integrada. El caso de Benjamín Serra es común en Chile. Los profesores somos el más claro ejemplo de ello: después de 10 años de trabajo, la diferencia salarial es de dos o cuatro veces menor que en carreras como odontología, derecho o ingeniería industrial. La pregunta es, entonces, ¿qué país queremos?
Respecto de los objetivos de la Educación, como nos lo recuerda el mismo Waissbluth, hasta ahora nos hemos centrado en cobertura escolar y calidad. Como
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Cf. Ib., p. 23.
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Cf. Entrevista a Sonia Montecino, en El Mostrador. [En línea] <http://www.elmostrador.cl/cultura/ 2013/09/27/premio-nacional-de-humanidades-acusa-a-la-derecha-y-concertacion-de-consolidar-eloscurantismo-cultural/> [Consulta: octubre 2013].
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Cf. Texto completo en: <http://m.elmostrador.cl/mundo/2013/09/30/la-carta-del-espanol-querevento-las-redes-sociales-tengo-dos-carreras-y-un-master-y-limpios-banos/> [Consulta: 05 de octubre de 2013].
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país17 , la primera la hemos trabajado muy bien, aunque ahora deberemos volver la mirada a pre-escolar. La segunda, calidad, pareciese ser el caballo de batalla de todos los candidatos a la presidencia, políticos y líderes educacionales, sin considerar, además, que sobre ella prima la mirada tecnocráctica, que pone el acento en las mediciones y el control, pero también una mirada ideológica, que tiende a hacernos pensar que mientras alcancemos una educación de calidad, el cómo se llegue a ella no es relevante18. Pero ¿qué pasa con los otros fines de la Educación, como equidad e inclusión? La Educación que queremos y soñamos no puede seguir siendo el privilegio de unos pocos. Trabajar por la equidad significa pensar en modelos educativos distintos, ya no más el de comando control, que genera prácticas aberrantes, como que los colegios deban competir para ser los mejores, y en esa competencia ganan los más fuertes, no tienen cabida los alumnos “tontos”. La educación no es la misma para todos, pues a los “inteligentes” se les exige y se les enseña bien, para que les vaya bien en la prueba; y en cambio, el resto debe conformarse con lo que hay, o lo que sobra. Nos gustaría dedicarles tiempo, pero el tiempo apremia, y las pruebas no esperan. Trabajar por la equidad significa, también, alcanzar los acuerdos políticos necesarios, para terminar con este modelo, que convierte la educación en escolarización.
Por otra parte, inclusión en el aula es lo que necesitamos para construir un país verdaderamente desarrollado, y una sociedad respetuosamente plural. Nuestro desarrollo es involucionado y sanguinario, porque es sólo económico, y económico neoliberal. Así, jamás seremos una nación verdaderamente moderna, pues seguiremos educando para los ghettos y la segregación, para el exitismo y las influencias sociales. No se trata de financiar colegios para pobres con dineros de ricos, sino de trabajar por la integración social en el aula, donde lo único que importe sea el respeto a la dignidad personal. He conocido colegios así, y sé que, comenzando desde la enseñanza básica, es posible una cultura escolar en donde convivan personas de diversa condición socioeconómica, porque sus directivos y profesores han puesto el valor precisamente 17
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Cf. Digo “como país”, cuando realmente debiese decir “como pueblo”. A propósito invito a la lectura de los contundentes argumentos mostrados por Fernández y Sanhueza; en: “¿Educación para qué? ¿Para que los rotos se insolenten? [En línea] <http://ciperchile.cl/2013/10/09/%E2%80%9C %C2%BFeducacion-para-que-%C2%BFpara-que-los-rotos-se-insolenten%E2%80%9D/> [Consulta: Octubre 2013]. Cf. ATRIA, F., “La mala educación”, Ed. Catalonia, Santiago de Chile, 2012, pp. 71-74.
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en las personas, y no en sus chequeras. El desarrollo cultural del país, fundamentado en la dignidad inherente a la persona, en el reconocimiento fraterno de la igualdad ante Dios y los hombres, y en la libertad responsable, comienza en la familia y se consolida en el aula. Finalmente, y en relación a los modelos educativos, es urgente abrir los ojos, para ver eso que no nos agrada ver. Las comunidades educativas católicas han de asumir aquí un rol profético. Esto implica tres tareas urgentes, llevadas adelante con calma, pero sin pausa: 1) Ver la experiencia internacional, ver lo que está ocurriendo, por ejemplo, con Estados Unidos, fruto de la aplicación del mismo modelo que manejamos nosotros, de “comando control”, con acento en las metas, mediciones, control, rendición, incentivos perversos (premios a quienes se ubican mejor en el ranking) y castigo (amenaza de cierre de colegios); ver lo que estamos haciendo mal. 2) Denunciar el estrés al que están siendo sometidos directivos, profesores, alumnos y apoderados. La escuela ha dejado de ser una experiencia humanizadora; denunciar las ideologías subyacentes a los modelos, que impiden ver las evidencias, o que pretenden que los hechos se ajusten a las ideologías, cuando debiese ser al revés; denunciar la paranoia tecnocrática y burocráctica; denunciar también las malas prácticas de colegas que vegetan en el sistema, año tras año, impidiendo toda iniciativa de mejora; denunciar la descalificación que padecen otros, su postergación económica y social. 3) Llamar a la conversión, esto es, al diálogo, a la búsqueda de consensos, al sentido común, a la renuncia a todo aquello que nos lleva a extraviar el rumbo: el mercado, competencia, desconfianza, control desmedido, burocracia, tecnicismos.
Hasta aquí lo fundamental de esta exposición. Cerramos con algunas propuestas, a modo de síntesis, para los profesores de colegios de Iglesia: ¿cuál es su misión?, ¿por dónde marcar y trabajar las diferencias cualitativas?
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P R O P U E S TA S 1. Educar para el test de la vida, no para una vida de test. Es decisión nuestra si queremos continuar por la vía del comando-control, poniendo el acento en las metas, los resultados, burocracia y tecnicismos. Decisión nuestra también si deseamos seguir adelante con la presión ejercida sobre profesores y alumnos, para estar en los primeros lugares de todos los rankings: los mejores 10, los mejores 100 o los mejores 50. Y digo opción, porque debemos despertar, y entender que el nuestro no es “el” modelo revelado por Dios, sino justamente un modelo, y que, por lo mismo, existen otros en el mundo, incluso más pertinentes para el futuro que enfrentarán nuestros estudiantes. Opción nuestra si queremos seguir reprobando en el Simce del compromiso social, y sin líderes católicos. Sé que más de alguien se preguntará ¿qué podemos hacer, cuando “el sistema” nos obliga a preocuparnos por los resultados? Es verdad, pero nadie nos obliga a seguir confundiendo calidad, formación integral, humana, personal, espiritual, y todo que eso que dicen muchos proyectos educativos, con puntajes nacionales, o el primer lugar en un Simce. La importancia que tienen las cosas la asignamos nosotros. Sabemos muy bien que la palabra genera realidad. Entonces, cuando una comunidad educativa publicita sus resultados académicos en la prensa, o cuando esos alumnos que obtienen buenos resultados son distinguidos y venerados ante toda la comunidad como una suerte de héroes patrios, por sobre otros logros, ¿qué estamos diciendo a los más pequeños? Les decimos que lo realmente importante para nosotros es justamente eso, el resultado académico, que la excelencia académica es ser un puntaje nacional. Nos sumamos a la ceguera mercantil en la que está todo el país. He conocido comunidades educativas que, sin dejar de trabajar fuerte en lo académico, ponen el acento en valores evangélicos o derivados del Evangelio: servicio social, solidaridad, perseverancia, justicia, compromiso con sus culturas, entre tantos otros. En esas comunidades, estudiar harto es compromiso con los más pobres, es prepararse para servirles mejor. En esas comunidades, el alumno
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destacado, y el premio más codiciado, no es la excelencia académica, sino aquel que encarna dichos valores. ¿Qué pasaría si todos los colegios católicos dejasen de publicitar sus resultados académicos, y en cambio aplaudieran más la acción social de sus alumnos y exalumnos? ¿No se alcanzaría el mismo efecto que se sigue cuando una sociedad de consumidores deja de interesarse por un producto, cuando ya no hay demanda? El producto sigue estando, pero baja de precio. Si no exaltásemos tanto los resultados, y valorásemos más bien otros aspectos de la formación, la realidad que tenemos hoy de seguro cambiaría. Pero no. Pareciera que sigue siendo altamente tentador mostrarle al vecino que, este año, y en tal medición, le pusiste “la pata encima”. Les propongo, aunque sea como tierra utópica y sueño diurno, plantearse la posibilidad de un Simce de acción social, y un ranking de compromiso con la justicia y equidad del país. Las nuevas generaciones se lo agradecerían. 2. Meternos en el territorio educativo. El tecnicismo y la burocracia escolar es lo que termina matando la educación. Nos llenamos de políticas, programas, mandatos y declaraciones de principios elaborados a partir del deber ser, y no desde la posibilidad. Y entonces confundimos el mapa escolar con el territorio educativo. Trabajamos por ajustar la realidad al mapa (nuestras planificaciones, programaciones, calendarios, teorías...). Y cuando ello no se logra, pensamos que es la realidad la equivocada, pero nosotros estamos siempre bien. Nos afanamos por doblegar la realidad, mediante gritos, castigos, terapias tradicionales y alternativas. Los buenos profesores, y he conocidos hartos, ponen todo su conocimiento, experiencia y programaciones al servicio del territorio educativo, y se meten en el territorio. Esos profesores conocen a sus alumnos, les tratan como personas, no les gritan, respetan sus ritmos. Y los alumnos aprenden de verdad. Todos hemos sabido, supongo, de cursos en donde unos profesores dicen tener muchos problemas, tanto que les resulta imposible hacer clases; mientras que otros, declaran realizar sus clases sin ninguna dificultad, hasta con mucho y mejor provecho que en otros cursos. ¿De quién es el problemas, entonces? ¿No cabe, al menos, cuestionar el mapa antes de responsabilizar al territorio. Por algo dicen que “todo cojo culpa al empedrado”. Por estos días, entre tanto debate educativo, he venido escuchando que la migración de alumnos hacia los colegios particulares subvencionados tiene que ver
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con que los apoderados buscan instituciones en donde haya disciplina, claridad de proyectos, garantías mínimas para un proceso de aprendizaje mediado. Todo eso bien, pero me pregunto ¿a qué precio humano? ¿Cuántos de nuestros ex-alumnos se sienten orgullosos de haber recibido nuestra formación; cuántos recuerdan el colegio con afecto verdadero, más allá de la preparación académica recibida? Pienso que este es un buen indicador: el retorno de nuestros ex-alumnos, y el orgullo que ellos sienten de sus colegios, el sentido de pertenencia, la camiseta calada hasta la médula de sus huesos. ¿Cuántos colegios del país pueden gloriarse de esto? Les invito a construir comunidades educativas inmersas en el territorio, plenamente encarnadas. Este es uno de los plus, uno de los sellos católicos, quizás el más desafiante y potente para los tiempos que corren. Que sus alumnos no los amen porque les han preparado bien, en términos académicos, sino porque ustedes les han llevado a un territorio donde han aprendido a crecer como personas, y sin ustedes jamás hubiese sido lo mismo. Y en ese territorio han descubierto a Dios y a sus hermanos, mientras aprendían artes, ciencias, lenguaje, matemática, filosofía, historia. En ese territorio, soñaron, desarmaron y armaron el mundo, el mismo que hoy habitan, con la misma ilusión y convicción de ayer. Este es el valor agregado, este es el plus católico: un prisma, que se convierte en modo de existir en el mundo. 3. Hacernos cargo de los objetivos pendientes en educación: calidad desde los desafíos del mundo futuro; equidad e inclusión. Asumimos toda la discusión y los acuerdos respecto de la calidad, pero nuestro plus debe estar puesto en formar ciudadanos de calidad, según aquello de “buenos cristianos, buenos ciudadanos” (Carta a Diogneto). Esto quiere decir vincular la formación con los desafíos del mundo futuro, que no se agotan en los desafíos de los mercados futuros. Los desafíos futuros desbordan con creces la empresa, la industria y el marketing. Los mayores desafíos son de orden ético y espiritual: el respeto y cuidado de las personas, el sentido de la vida humana, respeto y cuidado por el medioambiente, economías sustentables, colaboración, inteligencia social, entre otros. Como ven, la calidad tiene dimensiones en donde lo católico puede y debe dar muy buenos frutos, si queremos.
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La equidad, que todos los alumnos reciban la misma calidad de educación, que puedan aprender lo mismo, más que con la falta de recursos para proveer los medios necesarios, se encuentra con el gran obstáculo de los incentivos perversos: los alumnos vulnerables, en sentido social y en sentido cognitivo, me restan puntos al Simce, y por eso los excluyo. Y la inclusión, en cuanto objetivo educacional, tiene que ver con la composición social de la escuela, que será a su vez expresión del país que queremos, de la Iglesia que queremos. Equidad e inclusión es la piedra en el zapato de la educación católica: molesta y dura, cortante. No desaparece aunque nos pongamos dos o más pares de calcetines. La piedra en el zapato sale de allí cuando nos detenemos, nos descalzamos y la tomamos para arrojarla fuera. Arrojar fuera la inequidad y la exclusión es lo propio de un colegio católico, porque nos impide el avance hacia Dios y hacia el hermano. Si ya lo están haciendo, les felicito y animo a continuar en lo mismo. Este es el plus de profesores católicos en una sociedad altamente desigual y segregada. Y si no, estamos muy a tiempo de parar y sacarnos los zapatos. La tarea es enorme, pues no se reduce a la sala de clases. Comienza en las familias, continúa en las aulas y se consolida en la vida adulta. Pero dónde está el plus católico, qué influencia real hemos logrado, cuando el 44% de los chilenos no entiende lo que lee; cuando el 1% más rico tiene un ingreso per cápita cuarenta veces superior al del 80% de la población19; y cuando la educación católica aparece como la más selectiva entre las selectivas. Insisto en que –lo católico– tiene que ver con hacernos cargo de estos cuestionamientos, y asumirlos como objetivos de la educación, con evidencias dentro y fuera de la escuela. Si las evidencias no se recogen fuera de la escuela, entonces Felipe Berríos tiene razón cuando dice que estamos educando a la juventud en un sucedáneo de la fe. 4. Dos interpelaciones a la conciencia e inteligencia. Para un creyente en Dios, el diálogo fe y razón es permanente, es actitud de vida que reclama discernimiento de
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Cf. LÓPEZ, R., FIGUEROA, E., “La parte del león: nuevas estimaciones sobre la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile”, Documentos de Trabajo, FEN, SDT 379, U. de Chile, 2013.
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toda realidad humana a la luz del Evangelio. En atención a ello, ofrezco a ustedes dos textos que pueden iluminar dicho discernimiento. a. Carta de Diane Ravitch. Estados Unidos ha venido experimentando un retroceso en las mediciones internacionales. Las políticas aplicadas, que han llevado a esta situación, fueron descritas y denunciadas en 2011 por Diane Ravitch, subsecretaria de Educación en los gobiernos de Bush padre y Clinton. La carta 20 de Ravitch no merece mayores comentarios, pues habla por sí sola. “En esta nueva era, la reforma educativa se ha caracterizado por la rendición de cuentas, los test con fuertes consecuencias, la toma de decisiones basada únicamente en datos cuantitativos, escuelas charter, privatización, desregulación, pago por mérito, y la competencia por alumnos entre las escuelas. Todo lo que no se puede medir no cuenta. Es irónico que un presidente conservador republicano haya sido el responsable de la mayor expansión del control federal en la historia de la educación estadounidense. Fue igualmente irónico que los demócratas adoptaran las reformas de mercado y otras iniciativas que tradicionalmente habían sido favorecidas por los republicanos. Me he dado cuenta con consternación de que los test estandarizados se han convertido en la preocupación central de las escuelas, y que ya no son sólo medición, sino un fin en sí mismo. He concluido que la rendición de cuentas, tal como está estipulada en la ley federal, ha logrado elevar el nivel de embrutecimiento de las escuelas, mientras los Estados y los distritos escolares se esfuerzan por alcanzar metas poco realistas. He visto muchas noticias en la prensa acerca de un maestro o director que fue despedido por entregar las respuestas a los estudiantes antes de distribuirles las pruebas. En algunos caso, el engaño es sistemático, no idiosincrático. El Dallas Morning News analizó las puntuaciones en todo el estado de Texas de la prueba TASK –que es determinante en la
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Cf. RAVITCH, D., “The Death and life of the Great American School System: How Testing and Choice Are Undermining Education”, Basic Books, Nueva York, 2011. Cita de párrafos contenidos en WAISSBLUTH, M., op.cit., pp. 62-63.
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remuneración de los maestros y en la reputación de las escuelas– y encontró evidencia de que decenas de miles de estudiantes hicieron trampa cada año, sin ser detectados o castigados. Una escuela puede delicadamente eliminar a los estudiantes de más bajo rendimiento y aún así ser capaz de presumir que la mayoría o la totalidad de sus estudiantes son afroamericanos, hispanos o de bajos ingresos. Los investigadores educativos llaman a esto “descremar”. Es una forma muy efectiva para que una escuela genere resultados elevados en las pruebas estandarizadas, independientemente de la calidad de su programa. Las escuelas selectivas pueden mejorar sus resultados asesorando a los estudiantes disruptivos para transferirse a otra escuela, o reporbar a estudiantes de bajo rednimiento, que luego terminan por irse. No sólo las escuelas selectivas lucen mejor si excluyen a los rezagados, sino que las escuelas públicas tradicionalmente lucen peor, ya por ley deben aceptar a aquellos que no fueron admitidos o fueron expulsados de las escuelas selectivas. Otra manera en que una escuela puede mejorar sus resultados es la disminución de la participación de sus estudiantes en las pruebas estatales. Estos estudiantes son alentados a quedarse en casa el día de la gran prueba, o pueden ser suspendidos justo el día antes de la prueba. A veces estos estudiantes terminan inadecuadamente enviados a las escuelas de educación especial”. ¿Le parece conocido el caso? No más comentarios. b. Carta Pastoral de los Obispos: “Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile”. En septiembre del 2012, el Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile publicaba una Carta Pastoral que, indudablemente, sacaba una que otra chispa en sectores habituados más bien a una moral conservadora y sexista. Esta vez, el documento se hace cargo de desafíos sociales que exigen discernimiento y acción. El capítulo tercero señala algunos hechos que generan malestar en la población, y entre ellos me parece necesario considerar los siguientes, por su vínculo con la educación:
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1) Deficiencias en el rol del Estado. Ante un desarrollo fuertemente orientado por el mercado, “el Estado ha quedado con las manos atadas para la prosecución del bien común y sobre todo para la defensa de los más débiles”, –denuncian los Obispos–. El principio de subsidiariedad ha sido mal entendido, desarticulando la correcta relación entre lo privado y lo público. En todas las esferas de la vida se ha privilegiado excesivamente lo privado sobre lo público. “En un país marcado por profundas desigualdades resulta extremadamente injusto poner al mercado como centro de asignación de todos los recursos, porque de partida participamos en ese mercado con desigualdades flagrantes. El barrio en que vivimos, el colegio y la universidad en que estudiamos, la redes sociales que tenemos, el apellido que heredamos, distorsionan radicalmente lo que en teoría debería ser un escenario donde todos tengamos las mismas oportunidades. La partida desigual y la competencia descontrolada no hacen sino ampliar la brecha cuando se llega a la meta. El resultado final es que nos encontramos en un país marcado por la inequidad”. 2) El lucro desregulado. “En este contexto social, el “lucro” desregulado, que adquiere connotaciones de usura, aparece como la raíz misma de la iniquidad, de la voracidad, del abuso, de la corrupción y en cierto modo del desgobierno. No es extraño que esta concepción marque profundamente la educación, uno de los ámbitos de nuestra sociedad donde se manifiesta más claramente la inequidad. La amplia cobertura alcanzada por nuestro país en este campo ha puesto sobre el tapete las diferencias infranqueables en calidad. Por eso mismo, la educación es el ámbito donde el \"lucro\" es rechazado con mayor vehemencia. No podemos, sin embargo, tranquilizar la conciencia centrándonos sólo en el lucro o echándole la culpa de los males a la calidad de los profesores, que ciertamente tiene que mejorar. La más elemental honradez y justicia nos obliga a ir más a fondo en el análisis hasta llegar a la raíz del problema. Preocupa que en nuestras universidades la formación de las élites esté centrada en su aporte a la productividad y en la eficiencia económica, y no en el sentido ético y en la preocupación por la calidad de la existencia
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humana. En la actual cultura se hace indispensable repensar al ser humano y su destino para que él pueda desempeñar su papel como sujeto de la historia y como destinatario del progreso, dando espacio al sentido más profundo de la vida humana”. 3) Llamado a los colegios. “Invitamos a las comunidades educativas a proponer programas que piensen el contenido de esta Carta y fomenten la cultura de desarrollo integral, solidario y humano que hemos descrito”.
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CONCLUSIÓN
¿Cuál es el rol del profesor en la escuela católica, y cuál su misión? No existe receta alguna que valga para responder la pregunta, pero tampoco excusas para seguir sin hacernos cargo de los cuestionamientos venidos del mundo y la sociedad chilena.
Caminar en discernimiento constante respecto de cuál es nuestra misión, implica mirar “desde la utopía de la fe” la complejidad que se abre antes nuestros ojos, para adentrarnos en el terreno educativo, y renunciar así a las simplificaciones que nos ofrecen los mapas. A fin de cuentas, nuestro rol y misión tiene que ver con marcar las diferencias entre educar y escolarizar, asumiendo en ello la voz profética que el mundo espera de nosotros. De esta forma podemos devolver a la educación el sentido que, por ahora, la misma escuela, con sus tecnicismos y burocracia, parece haberle arrebatado. Ese sentido tiene que ver con acoger la invitación que nos han hechos nuestros Pastores, para que frente a la pregunta ¿A quién educamos, y para qué educamos?, podamos descubrir más eco en el Evangelio que en el mercado. A nosotros la tarea de seguir trabajando para instalar más preguntas, para seguir “soñando despiertos” hasta que la tierra de Utopía esté más presente en todos los mapas del mundo educativo.
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