Libro Museo Pedro de Osma

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MUSEO PEDRO DE OSMA


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7 PRESENTACIÓN. FELIPE DE OSMA BERCKEMEYER 9 PRESENTACIÓN. SOCIÉTÉ GÉNÉRALE 10 INTRODUCCIÓN. UNA COLECCIÓN. UN PALACIO. UN MUSEO. 13 EL MUSEO. JEREMÍAS GAMBOA 16 UN PALACIO EN BARRANCO. 1906 19 UN ARTE ANÓNIMO Y ESPLÉNDIDO. SIGLOS XVI AL XVIII 23 UN VISIONARIO COLECCIONABA. 1801-1967 29 UN MUSEO PARA UNA CIUDAD EN TINIEBLAS. 1967-1988 33 UN MUSEO ABRE SUS PUERTAS. 1988-2014 36 LA COLECCIÓN. JAIME MARIAZZA CON CONTRIBUCIONES DE ANNICK BENAVIDES Y MAYA STANFIELD-MAZZI

38 INTRODUCCIÓN A LA COLECCIÓN 40 VESTÍBULO 46 MANIERISMO 60 ADVOCACIONES MARIANAS 78 ÁNGELES Y ARCÁNGELES 90 CORREDOR DE SANTOS Y SANTAS 102 ESCULTURAS 114 ALEGORÍAS 130 SAN FERNANDO RECIBE LAS LLAVES DE LA CIUDAD DE SEVILLA 132 DEFENSA DE LA EUCARISTÍA CON SANTA ROSA 134 EXALTACIÓN DE LA EUCARISTÍA 142 CUSCO SIGLO XVII 156 CUSCO SIGLO XVIII 174 PLATERÍA Y TEXTILES 192 DALMÁTICA 194 FRONTALES 196 MANTO VIRGEN 198 PAÑUELO MEZQUITA 200 RETRATOS Y MUEBLERÍA 212 PIEDRA DE HUAMANGA 226 GALERÍA TEMPORAL DEL MUSEO PEDRO DE OSMA 230 FUNDACIÓN PEDRO Y ANGÉLICA DE OSMA GILDEMEISTER

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Desde el momento en que se dio a conocer el testamento de los hermanos Angélica y Pedro de Osma Gildemeister, sus herederos recibimos el honroso mandato de dar cumplimiento a sus voluntades. Así, la conservación, exhibición y difusión del acervo cultural de la colección Pedro de Osma, fue uno de sus deseos. En esta nueva edición, hemos querido enfatizar aquellas obras emblemáticas de la colección que configuran un importante testimonio de la historia del arte peruano producida durante el periodo virreinal. Ellas sintetizan la variedad de expresiones artísticas de nuestros antecesores. El Perú posee una identidad construida con base en tradiciones que provienen de una mutua fecundidad entre dos culturas brillantes, cada una en su propio tiempo y espacio, haciendo que la historia no escrita haya sido decisiva en la interpretación de lo ocurrido y cuya herencia cultural hoy nos enorgullece. Este compendio invita al espectador a comprender que no se trató tan solo de la conquista de un pueblo sobre otro, como ha sucedido a lo largo de toda la historia de la humanidad, sino que, en nuestro caso, también se dio un proceso de interculturalidad. En este, no estuvieron ajenos algunos defectos como el orgullo, la vanidad, la codicia y la ambición de poder. En ese sentido, las expresiones artísticas que se forjaron en nuestro país durante los siglos XVI, XVII y XVIII reflejan la esencia de nuestra identidad cultural: el mestizaje, la interculturalidad. Las diferentes expresiones artísticas de la colección –dentro de la originalidad propia de cada una de ellas- son tributarias de un proceso de evangelización iniciado por la Iglesia Católica. Esta institución santa y profana a la vez, nos recuerda no solo nuestra herencia celestial, sino también la precariedad material de nuestro paso terrenal. Las obras que conservamos y mostramos con orgullo en el Museo Pedro de Osma son un excelente vehículo de trasmisión estética. A través de sus formas, colores y materiales, expresan una temática sublimada por la genialidad de la mano creadora de quienes fueron bendecidos por Dios para plasmar en ellas todo su talento creativo. Expresamos nuestra gratitud a todos los que contribuyeron de una forma u otra a la realización de esta nueva edición y en especial a Société Générale que con su generoso aporte hicieron posible esta publicación. Felipe de Osma Berckemeyer Presidente Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister


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El Grupo Société Générale tiene el honor y orgullo de auspiciar este hermoso libro que refleja el esfuerzo editorial del Museo Pedro de Osma, dentro del cual se luce una síntesis artística del periodo Virreinal que hoy representa una de las más finas colecciones de arte colonial en Latino América. Con la firma del Rey de España Carlos V el 20 de noviembre de 1542, se declaró anexado el territorio peruano al Virreinato. Unos años después se manifiesta la influencia del renacimiento por el pintor italiano Bernardo Bitti y luego el barroco por el pintor sevillano Miguel Güelles, sobre el arte creado entonces en el Perú. La gama extensa de artes plásticas que forma la colección del Museo Pedro de Osma, representa la riqueza intercultural que hoy se manifiesta claramente en el Perú. Quisiera expresar la gratitud de Société Générale así como la mía a título personal, por la oportunidad de participar conjuntamente con la Fundación Pedro y Angélica de Osma en la creación de este magnífico libro, objeto ejemplar de la riqueza cultural peruana.

William Birkbeck Director Principal SGPBS Société Générale Group


UNA COLECCIÓN. UN PALACIO. UN MUSEO.

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UN ARTE ESPECÍFICO EN LA HISTORIA DE UN PAÍS. El Museo Pedro de Osma es un recinto que alberga el esfuerzo de diferentes hombres y mujeres a lo largo de la historia del Perú: el de quienes, durante el virreinato, labraron sus objetos de arte buscando un sentido trascendente a sus vidas; el de quienes edificaron sus instalaciones bajo ideas de progreso y esperanza en la República a inicios del siglo XX; el del hombre visionario que realizó la febril tarea de rescatar estas obras de arte durante décadas; y el de quienes, en años agitados y convulsos de la historia peruana más reciente, cuidaron, conservaron y restauraron ese legado a fin de presentarlo al gran público bajo los mejores estándares de calidad. El Museo Pedro de Osma es, por todo eso, un espacio de excepción que no solo ofrece una de las colecciones más valiosas del arte peruano sino que se presenta a sí mismo como un cofre de calidad y de historia. Es la casa de un hombre obsesionado por el arte y la identidad que es ahora la residencia de todos, el crisol donde muchos tiempos se anudan bellamente para hablarnos de nuestra condición mestiza y universal.


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El recuerdo de todos quienes conocieron a don Pedro de Osma Gildemeister –el hombre a quien se debe la colección de este museo– coinciden en una imagen única e imborrable: la de un señor sociable y encantador que a partir de fines de los años cuarenta del siglo pasado recibía invitados en su palacete del distrito de Barranco para mostrarles las maravillas de una colección que había acopiado de manera minuciosa durante décadas. Dicen quienes tuvieron ocasión de compartir aquellas veladas con él, que acudían a aquellas citas con la idea de que iban a la “casa de don Pedro” y que, durante casi dos décadas, de Osma Gildemeister jamás abandonó esa costumbre. Muchas personas en Lima se fueron enterando, de boca en boca, que dentro de aquel pequeño palacio apostado al lado de la alameda festonada de ficus que conectaba Barranco con Chorrillos, se alojaban muchas de las más impresionantes joyas del arte peruano. Y que el hombre que vivía en ella –acompañado siempre de su hermana Angélica, herederos ambos de una familia con negocios prósperos en minería y agricultura– se había convertido en uno de los coleccionistas más representativos del Perú. Lo que quizás nadie sospechaba es que algunos años después de su muerte, su residencia y los objetos que adquirió formarían parte del museo privado de arte virreinal peruano más importante del país.


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UN PALACIO EN BARRANCO 1906

La colección del Museo Pedro de Osma está todavía íntimamente ligada a la “Casa de don Pedro.” Pedro de Osma Gildemeister –“Don Pedro,” el coleccionista– tenía apenas cinco años cuando, en 1906, su padre, el notario y político Pedro de Osma y Pardo, mandó edificar este palacio, de gusto francés, al ingeniero civil y arquitecto Santiago Basurco, quien tenía un sólido prestigio en la ciudad por sus estudios en Francia y por ser quien diseñó, en 1903, el pabellón de Medicina de San Fernando de la Universidad de San Marcos. Pedro de Osma y Pardo era un personaje de enorme prestigio en el Perú –fundador del diario La Prensa y cabeza visible del partido político demócrata. Con los años sería diputado, y también alcalde de Barranco y alcalde de la ciudad de Lima. Cuando mandó a construir su residencia vacacional en Barranco, la familia vivía en una casa muy elegante en el centro de Lima. A comienzos del siglo XX, Barranco era un sitio de verano dominado por ranchos espaciados y pequeñas casitas de playa que empezaban a establecer un tejido urbano aun tenue tras los eventos que asolaron la zona durante la guerra del Pacífico, el conflicto armado que enfrentó a Perú y Chile de 1879 a 1883. Tras los años de la reconstrucción nacional, se trataba de una arquitectura prestigiosa que señalaba el poder de una clase dirigente aún de pie tras el descalabro de la guerra. En el entorno urbano del Barranco actual, la residencia de los de Osma ha quedado como testimonio de un tiempo que ya casi no queda en pie. Hoy se puede leer las instalaciones del Museo de Osma como una magnífica muestra de un periodo preciso de la historia peruana que el historiador Jorge Basadre llamó “La República Aristocrática” y que señaló el modo en que –a inicios del siglo XX– el país fue regido políticamente por gobiernos asociados a un sector dedicado a la agroexportación, la minería y las finanzas. A decir del historiador Luis Enrique Tord, se trata de una época que aun recoge el espíritu de la reconstrucción nacional, en que se estaba forjando “un nacionalismo nacido por la guerra con Chile y un esfuerzo por reconstruir la nación quebrada.” La casa, en ese sentido, podía entenderse como una declaración de esperanza y fe en el futuro destinado a levantar la moral de los peruanos tras el impacto de la derrota en la guerra. “Yo creo que una arquitectura así tenía que tener un propósito que no es prosaico” dice Wiley Ludeña, arquitecto y urbanista. “Construir eso en un terreno desprovisto de arquitectura urbana tiene la intención de prefigurar el perfil, la escala de una ciudad futura para la nación. Esa es su importancia: inventar una ciudad nueva. Lo que ocurrió después es que el poder de los de Osma fue tan fuerte que nadie alcanzó después la magnificencia de este momento.”

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“La construcción de ese palacete fue sin duda excepcional”, señala José García Bryce, arquitecto y especialista en Historia de la arquitectura. “Parece algo único y extraño. Este tipo de arquitectura, inspirado en el renacimiento francés, es típico del siglo XIX pero no muy frecuente en el Perú.” “Se trataba de un petit palais de estilo versallesco en medio de la nada”, señala Wiley Ludeña. “Esta edificación es algo que se escapa de la tipología de viviendas de Lima,” explica Martuccelli. “No es ni la casona con patio del centro de Lima ni los ranchos más o menos clásicos de los balnearios del sur, Miraflores, Barranco y Chorrillos. Es más bien algo ecléctico. A comienzos del siglo XX debió de ser una pieza solitaria y extraordinaria dentro de ese caminito rural.” El visitante de esta casa debería imaginarse el impacto que causó cuando fue edificada más de cien años atrás. Incluso hoy, la mansión de Osma resulta un espectáculo sorprendente. Aún se conservan de ella los dos cuerpos principales del palacio original –ambos abiertos al público–: el de la casa principal y el de aquel que correspondía al comedor. Al visitarlo, nos encontramos dentro de una edificación de ladrillo y yeso, conocido como quincha, y bajo una distribución que obedece más a una tradición de origen barroco, de vestíbulos pequeños y corredores de circulación angostos. Por fuera, elementos palaciegos y techos de mansarda de inspiración totalmente europea. En el interior destacaban los vitrales art nouveau, los techos de metal y las arañas de cristal que aún penden de sus más de diez salones. Entre ambos cuerpos, colocados entre las palmeras y los geranios de los jardines, encontramos esculturas originales de mármol. El modelo de Basurco generó un impacto sobre la arquitectura de la época. Su trabajo, por ejemplo, influyó mucho en el arquitecto Rafael Marquina, con quien trabajó de manera conjunta en la construcción del colegio Guadalupe. Marquina tendría un papel importante en la construcción de varios de los inmuebles señeros de la ciudad de Lima. Es también evidente que el modelo del inmueble de Osma inspiró varios de los palacetes que aparecieron en la avenida Leguía –luego Arequipa– durante los años de bonanza de las décadas de los veinte y treinta. Fue en esta casa donde los de Osma pasaron veranos tranquilos a inicios del siglo XX y adonde se desplazaron definitivamente tras el terremoto que asoló Lima en 1940. Para entonces don Pedro de Osma y Pardo había fallecido, de modo que quienes se instalaron en el inmueble fueron sus hijos Pedro y Angélica de Osma Gildemeister. Pedro ya había empezado a coleccionar obras virreinales.


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UN ARTE ANÓNIMO Y ESPLÉNDIDO SIGLOS XVI AL XVIII Existe todavía un halo de misterio sobre muchas de las piezas virreinales que albergaba Pedro de Osma en su casa. ¿Quiénes fueron realmente los ejecutores de todas estas imágenes piadosas y a la vez mestizas que, con los años, adquirieron carta de residencia como parte del arte barroco que produjo Occidente? Durante años, los expertos y conocedores se han enfrentado al mismo obstáculo. Y al mismo problema se enfrentó Pedro de Osma cuando empezó a formar su colección. “Lo más difícil para él fue conseguir obras firmadas,” afirma el crítico de arte y experto en arte colonial Luis Eduardo Wuffarden, “aunque en este arte este tipo de trabajos no son necesariamente los más importantes.” Se sabe que en un inicio fueron maestros italianos y españoles que llegaron con las órdenes religiosas a evangelizar y a enseñar a los indios a pintar y a decorar iglesias y monasterios o a elaborar objetos para el culto –destacan claramente Bernardo Bitti y también Mateo Pérez de Alessio en los tempranos años del siglo XVI– pero luego, conforme las expresiones pictóricas y escultóricas se fueron fusionando con elementos locales y por ello adquirieron de manera progresiva un carácter específico, sus ejecutores –asociados en talleres de artistas y después en obrajes en los que trabajaban a un ritmo febril conforme crecía el mercado de coleccionistas en las ciudades más importantes del Virreinato– empezaron a no firmar las obras o a desaparecer tras las huellas de lo que realizaron. “Lo mejor del arte virreinal, lo más interesante, es anónimo.” Con estas palabras el historiador del arte colonial Ricardo Estabridis resume una de las características más representativas del arte que se produjo en esta parte del continente desde la llegada de los españoles hasta los procesos de independencia y fundación de la República peruana. Según Mujica, no hay que olvidar que hasta el siglo XVIII no existía la diferenciación entre artista y artesano, y quizás por eso gran parte del arte virrenal ha permanecido anónimo. “Hay que tomar en cuenta que los objetos eran de culto. No importa quién los hacía sino qué es lo que querían decir. Muchas veces el pintor andino estaba más interesado por asuntos como la iconofanía, ese fenómeno por el cual el icono adquiere vida sobrenatural: el milagro de la imagen.” Las piezas que alberga el Museo Pedro de Osma trazan un recorrido estético que va de la primera absorción de los modelos europeos a la consecución de una expresión original e intransferible. El camino hacia el encuentro de esa expresión específica fue gradual, y tardó cerca de dos siglos. Primero a través de grabados que llegaron de Europa, y luego mediante la visión de obras de arte traídas de España por ciertas autoridades religiosas, los artistas de Lima y Cusco empezaron a crear un lenguaje propio hasta alcanzar hallazgos importantes. “Lo significativo es cómo las propuestas de Occidente reciben el impacto del sentimiento, de la emoción, de la manera de ver de los mestizos”, declara Luis Enrique Tord. El historiador del arte Ramón Mujica subraya esta hipótesis: “Yo diría que ya no interesan tanto las copias de los grabados europeos que llegaron a América como las modificaciones que hicieron de estos los artífices andinos


al copiar esos modelos visuales. Es fascinante comprobar aún hoy cómo subvirtieron el modelo que llegó de Europa sin que los criollos o los españoles notaran necesariamente ello. Curiosamente, el momento híbrido más valioso no se dio en el siglo XVI –cuando llegan Bitti y Medoro y traen la contramaniera– ni en el XVII. En esos primeros años había calidad pero no necesariamente originalidad.” Las primeras grandes obras del periodo virreinal –realizadas por Diego Quispe Tito y Basilio de Santa Cruz Pumacallao, artistas que forman parte de la colección de Pedro de Osma– muestran factura notable e impresionantes rasgos miméticos, sobre todo del arte flamenco. “Ambos artistas llegaron a un altísimo nivel de emulación del arte europeo,” dice Wuffarden, “pero el paso siguiente era llegar a una expresión cabalmente original.” Según casi todos los historiadores, es luego de Quispe Tito –sobre finales del siglo XVII– que se empieza a generar el periodo de esplendor de la pintura virreinal. Según el historiador Luis Wuffarden, el primer tercio del siglo XVIII: “es cuando se producen todas esas imágenes fantásticas de piedad, con detalles de dorado tan fino y todos esos adornos de flores.” Dentro de la colección de Osma, “estamos hablando de los arcabuceros,” dice Mujica, “de las vírgenes pintadas con penachos de plumas, de Santiago Mataindios, de las series de los incas y de las del Corpus Christi. Y fíjate que quizás el origen de esa imaginería andina no sean los grabados europeos sino las fiestas públicas. Hay documentos que muestran ángeles arcabuceros por las calles. Quizás llegamos a un punto en el que cierta iconografía dejó de depender totalmente de los grabados.” Lo que sí es seguro es que, probablemente debido a la distancia que separaba al Virreinato del Perú de España –en comparación con el caso del Virreinato de la Nueva España (hoy México)– los artífices del arte andino tuvieron que crear respuestas inéditas que los condujeron a desarrollar un lenguaje que es considerado actualmente como una variación completamente original del barroco Occidental. El paso del tiempo le ha dado la razón a muchos de los historiadores del arte colonial que siguieron los pasos pioneros de los estudios de los bolivianos Teresa Gisbert y José de Mesa. En los últimos años, varios de los principales museos del mundo han desarrollado muestras panorámicas que han considerado el arte virreinal peruano como una de sus fuentes originales. “Hace algún tiempo le pregunté a un curador del Museo del Prado cuándo harían una exhibición de arte virreinal y me dijo que nunca porque eso no era arte”, recuerda Ramón Mujica. “Hace solo algunos años se realizó la exposición Pintura de los reinos: Identidades compartidas con un ensayo de fondo que ha marcado una nueva orientación en el entendimiento del arte virreinal de los Américas. Ya no se lo ve como un arte dependiente de Europa sino condicionado por el nuevo contexto social y político americano y en donde se dan modificaciones muy importantes que permiten estudiarlo como un arte original y distinto.”

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UN VISIONARIO COLECCIONABA 1801-1967

Es difícil precisar de qué manera Pedro de Osma Gildemeister empezó su labor de coleccionista. Su pasión por el arte virreinal está quizás relacionada con las obras que lo rodeaban de niño. Cuando Pedro de Osma Gildemeister creció, las obras virreinales y europeas de los siglos XVI al XVIII eran ya parte del espíritu y la identidad de su familia. Gaspar Antonio de Osma, quien inició el linaje de los de Osma en el Perú, llegó al virreinato a inicios del siglo XIX para ocupar un cargo público dentro de la administración colonial española. Su mujer, María Josefa Ramírez de Arellano y Baquíjano, trajo consigo una imagen denominada “El Cristo de la Valvanera,” una figura tallada que dio inicio a un culto privado familiar. Lo que es cierto es que la adquisición de obras de arte para la mansión de Osma en Barranco ocurrió a la par que la de otros importantes coleccionistas peruanos –como el limeño Miguel Mujica o el trujillano Rafael Larco Hoyle– y que se dio en un marco de enormes transformaciones sociales y culturales. Intelectuales sostenían fértiles polémicas con José Carlos Mariátegui o Víctor Raúl Haya de la Torre en torno a la noción de país y al papel de lo hispano y lo indio en la configuración de nuestra identidad. Bajo ese clima de debate y de urgencia por articular una imagen de nación, y de alguna manera compelida por la irrupción del “indigenismo” en el ambiente cultural de Lima, Pedro de Osma empezó a comprar pinturas, objetos de platería, esculturas y tallas que habían sido realizados durante los años, ahora controversiales, del Virreinato Peruano. Ramón Mujica opina que el fenómeno de coleccionar arte virreinal “es un asunto que tiene que ver con la peruanidad. Por lo general los coleccionistas son criollos, descendientes de españoles que se dan cuenta de que en el arte virreinal había elementos propios que los diferenciaban a ellos de lo europeo; descubren intuitivamente valores estéticos americanos y empiezan a entender estos objetos como obras de arte; encuentran en ellos valores estéticos y artísticos e inician una revaloración que no había ocurrido en todo el siglo XIX. Hay una búsqueda de identidad”. Luis Enrique Tord señala que no debe descartarse que, en el caso de Pedro de Osma, una sensibilidad fortalecida por la relación que tenía el coleccionista con conocedores de la historia del país como Raúl Porras Barnechea, amigo comprobado de la familia, o José Luis de la Riva Agüero, intelectual peruano que estaba emparentado con la familia de Osma Gildemeister. Jaime Mariazza explica: “Pedro de Osma era un hombre que tenía gusto y la educación suficiente para comprar con acierto muchas de las piezas que el museo conserva”. Y los adquiría durante un momento en que los objetos del arte virreinales no eran apreciados en el mercado, y por lo tanto no valían tanto como hoy. Pedro de Osma adquirió cuadros de artistas reconocibles como Bernardo Bitti, Luis de Riaño, Diego Quispe Tito o Espinoza de los Monteros, y también muchas obras maestras anónimas del siglo XVIII cusqueño, cuando el barroco andino había alcanzado su

Fundadores (de izquierda a derecha): Fernando de Osma Elías, Felipe de Osma y Porras, Pedro de Osma Gildemeister y Felipe de Osma Elías.


esplendor. Es casi seguro que, con el acto de acopiar estas piezas, de Osma no solo las salvó de la dispersión y el olvido, sino que les dio el valor que empezó a cambiar la visión que la sociedad entera había tenido del arte de todos esos años, asociados durante mucho tiempo al oscurantismo y la imposición. Muchos de esos objetos preciosos, emboscados bajo un sinfín de elementos que atiborraban la casona de Barranco, fueron vistos por centenares de personas en los paseos que Pedro de Osma ofrecía a sus invitados. Todos quienes lo recuerdan, señalan que el anfitrión se mostraba siempre sociable y encantador. Manuel Ugarte Eléspuru ha recordado esos paseos por escrito: “Las visitas estaban sometidas siempre al mismo ritual: a las seis de la tarde cerrábase el portón y no se abría para nadie. Un saludo cordial del anfitrión y luego el grupo, no más de quince o veinte, eran guiados por el anfitrión que explicaba el contenido y la importancia de cada pieza con autorizada opinión de conocedor. Primero, a través de los salones de la señorial residencia; luego, por los bellos jardines de corte versallesco, para después introducirlos en túnel bajo tierra que llevaba a otra residencia aledaña donde servía un cocktail y nos halagaba con la cordialidad de su amena conversación. A las ocho en punto despedía a los visitantes prodigando esa su cordialidad que hizo siempre tan grato su trato.” Durante el recorrido había apenas espacios para descansar la vista. “No cabía un alfiler, tenías que caminar de costado,” cuenta Silvia Stern, responsable de la colección de arte virreinal Barbosa-Stern y asidua concurrente a esas apasionadas veladas, Stern de niña, miraba apasionada las pinturas, los objetos de plata y las tallas que trepaban por todas las paredes. “Nunca me he paseado en un museo más entretenido que el suyo” afirma Ana María de Ayulo, una chiquilla de apenas veinte años que por aquellos años salía con el sobrino del coleccionista y que luego sería su esposo, Fernando de Osma y Elías, futuro encargado de la Fundación. “Tenía unas vírgenes modernas con una puertecitas de las que siempre salía con algo nuevo, una virgencita más pequeña o un carnerito: eran cosas modernas que él también compraba para divertir a sus visitantes.” Pedro de Osma coleccionó arte hasta su muerte, a la edad de 66 años. Con su ejemplo, contribuyó inmensamente a la formación de otros coleccionistas. Para Silvia Stern y para su hijo Aldo Barbosa –encargados de la segunda colección de arte virreinal más importante del país luego de la de Osma– no cabe duda de que fue un pionero del coleccionismo, además de una persona generosa que les abrió completamente las puertas de su casa y de su colección para ayudarlos a formarse como profesionales. “Para nosotros la prioridad será siempre la colección”, dice Barbosa. “No podemos dejar pasar una obra que está en peligro. Y la colección privada en el Perú ha tenido el gran mérito de impedir que todo esto se vaya afuera. Nos interesa que en unos años el coleccionismo sea una palabra bien vista, y esos esfuerzos los inició Pedro de Osma.”

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Salรณn de baile, pabellรณn principal, mediados del siglo XX.


Pedro de Osma mostrando su colecciรณn a visitantes, 1960s. 30 / 31



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UN MUSEO PARA UNA CIUDAD EN TINIEBLAS 1967-1988

Pedro y Angélica de Osma Gildemeister fueron los dos únicos hijos de Pedro de Osma y Pardo. Pedro de Osma falleció el 18 de setiembre de 1967 y Angélica lo hizo el mismo día, trece años después. Ninguno tuvo descendencia. En sus últimos días, el coleccionista había indicado que deseaba la formación de una Fundación para administrar su patrimonio y hasta había planteado una línea de sucesión en la administración de sus bienes; siempre con la mira puesta en convertir su legado en un museo que sirviese a toda la sociedad peruana. Su muerte ocurrió en un momento álgido, a solo un año de que el general Juan Velasco Alvarado interrumpiera el régimen democrático peruano bajo un golpe de Estado que instituyó el llamado Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, el mismo que propugnó la superación completa de ese pasado colonial que la colección representaba. Como consecuencia, durante la década de los setenta la casa se mantuvo cerrada. Fueron años de cierta oscuridad, en los que se sucedieron medidas económicas como la reforma agraria y se dieron una serie de cambios sociales y políticos que transformaron el país. Cuando Angélica de Osma murió, la residencia continuaba cerrada y el patrimonio corría peligro de deteriorarse. La historia hubiera sido muy diferente si no hubiera entrado la figura de Felipe de Osma y Porras, primo de los de Osma Gildemeister, quien asumió como propia la tarea de realizar el museo. En días en que el país recuperaba la democracia tras trece años de dictadura, y la sociedad se sacudía de años agobiantes y llenos de restricciones, un hombre en la tercera edad empezaba la tarea de rescatar un importante espacio cultural. El reto de la conservación y cuidado de la enorme colección que se encontraba en la casona de Barranco pudo resultar abrumadora para un personaje como Felipe, hombre dedicado a la ingeniería agrónoma que para aquellas fechas ya había pasado los ochenta años, pero su compromiso con el legado de su primo fue tal que logró motivar a su entorno más cercano en la nueva cruzada. Fue el primer presidente de las dos Fundaciones –la de Pedro y la de Angélica– que luego se unieron. Felipe de Osma y Porras convocó el apoyo de sus hijos y personal especialmente contratado que tardaron cerca de un año en limpiar todo el inmueble. “Había roedores, pulgas y arañas en todos los rincones del recinto. Los vidrios de colores estaban deshechos, las lámparas de murano hechas trizas y descolgadas, las alfombras malogradas…” dice Ana María Ayulo de Osma. La inmensa labor de Felipe de Osma fue continuada por sus dos hijos, Felipe y Fernando de Osma y Elías. Felipe de

Araña del comedor siglo XIX.


Osma y Elías, como presidente de la Fundación, contrató al prestigioso historiador de arte colonial Francisco Stastny para que realizara la labor de clasificación, conservación y posible restauración del legado del coleccionista. Fue Stastny mismo quien realizó la depuración de un ingente material que ya había sido inventariado por diversos especialistas –entre ellos el propio Jaime Mariazza y Ricardo Estabridis– y quien determinó la autenticidad y también la falsedad de algunas de las piezas. Francisco Stastny armó un equipo profesional para restaurar bajo criterios científicos el patrimonio artístico. La primera persona que contrató fue Álvaro Sandoval, un trujillano llegado a Lima a trabajar en la iglesia de San Francisco y que se incorporó a las labores de restauración de tallas en el año de 1981. Más tarde, en 1984, se le unirían Liliana Canessa para supervisar el trabajo de conservación de las pinturas de la casa, y luego Brunella Scavia, que se encargaría de administrar los depósitos de la colección. Juntos formaron un grupo de gente –entre quienes se contarían Rosana Kuon, Alicia Yagui, Suri Mercado y Emperatriz Rodríguez– que terminaría redefiniendo el campo de la restauración en el país. Stastny “tenía claro que trabajábamos juntos en un sueño que era el museo de arte virreinal para la ciudad de Lima” recuerda Brunella Scavia. Bajo esa idea unieron esfuerzos. Utilizaron métodos más rigurosos para explorar los lienzos y definir la mejor manera de intervenirlos, y ese tipo de trabajo ayudó a aclarar muchas visiones sobre el arte de la época. El Museo Pedro de Osma abrió sus puertas al público en julio de 1988, uno de los años más difíciles de la historia peruana: bajo una situación económica muy delicada y atentados senderistas que sumían a la ciudad en las tinieblas y en el miedo. Era paradójico lo que estaba ocurriendo, dada la connotación que una colección de esas características y en un inmueble así generaba en el Perú de aquellos años, pero nada de eso le importó al equipo que estaba comprometido en su rescate. “Estábamos orgullosos y felices”, recuerda Canessa. “Nos sentíamos hasta parte de la familia porque sentíamos que íbamos a perdurar. Nadie que haya estado aquí te va a poder decir que don Pedro de Osma no le cambió la vida. Recuerdo todos los salones prendidos, tan iluminados,” evoca con ilusión Canessa. “Era como decir: Aquí estamos, a pesar de todo.”

Araña de la Sala Piedra de Huamanga, siglo XIX. 34 / 35



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UN MUSEO ABRE SUS PUERTAS 1988-2014 A partir de 1988, bajo la dirección del historiador del arte Pedro Gjurinovic, las personas interesadas en arte virreinal que deseaban visitar el Museo Pedro de Osma, debían reservar una cita a puertas cerradas; algo inherente en la Lima de esos años, lastrada de apagones, atentados y violencia terrorista que obligaron a la mayoría de ciudadanos de la capital a enrejar sus casas. En ese clima erizado, y bajo un clima altamente polarizado, el Museo mantuvo un perfil casi secreto. Las notas de los medios de prensa de la época brindan información de lo que la casa de Barranco ofrecía a sus visitantes: un recorrido organizado bajo un criterio temático a través de salones pintados de diferentes colores –verde suave, marfil, palo rosa, azul– y que se iniciaba en la capilla en la cual el famoso altar familiar lucía en todo su esplendor. El énfasis de la exposición a lo largo de los dos pabellones abiertos al público estaba puesto todavía en mostrar el carácter devoto de los objetos y la arquitectura interior de la casa, con la intención de mantener el espíritu de aquella residencia en la que vivieron los hermanos de Osma Gildemeister. Se trataba de una idea que, a su modo, había propuesto el propio Francisco Stastny. Los años noventa fueron años de persistencia. Lo que se consolidó en esa década fue el taller de restauración, que se instaló en un área especial de trabajo de casi 500 metros cuadrados y bajo las condiciones ideales para seguir realizando la labor de conservación y restauración de arte virreinal tanto de la Colección del museo como de otras instituciones –religiosas, sobre todo– que poseían piezas de enorme valor. Así, en los talleres del Pedro de Osma se restauró una de las imágenes más emblemáticas del siglo XVIII peruano: la escultura El arquero de la muerte de Baltazar Gavilán. De la misma manera, restauradores del Museo intervinieron, en 1991, el famoso lienzo del Señor de los Milagros de la iglesia de las Nazarenas, la imagen más venerada del país. El 1 de junio de 1996 el Museo Pedro de Osma pudo por fin abrir las puertas de sus instalaciones de manera continua. Aquel día fue el primero de trabajo oficial de la guía turística Blanca Silva. Silva recuerda ese día perfectamente porque el museo estrenó su Galería Temporal, una construcción de cerca de 190 metros cuadrados con un sistema de iluminación y climatización de altos estándares que albergó una muestra espléndida de maestros latinoamericanos. Desde entonces la sala ha mostrado al público importantes manifestaciones de arte contemporáneo, con una periodicidad que ha alcanzado el ritmo mensual. A esa sala se han sumado otras instalaciones como: la sala de platería y una tienda. En el año 2009, los historiadores Jaime Mariazza y Ricardo Estabridis plantearon un nuevo guión museográfico y una renovada museografía, respectivamente, con el fin de dotarlo de un carácter más coherente y total. Lo que ahora experimenta un visitante del museo es un recorrido cronológico –va de la llegada de los maestros manieristas hasta la gran explosión cusqueña del siglo XVIII– que ofrece una visión amplia del arte virreinal a la vez que se detiene en determinadas


estaciones temáticas con el fin de acercarse a las obsesiones o motivos recurrentes del espíritu de esa época. El recorrido se cierra con la visita a una magnífica sala de platería que muestra diversos utensilios y monedas de la época virreinal y que tiene como figura central al Cristo de la Valvanera, aquella imagen que la esposa del primer de Osma trajo en sus manos cuando la familia llegó al Perú. El crecimiento económico y el fortalecimiento de la democracia colocó al Perú en un puesto de gran expectativa para el cambio de siglo: con los años nuestro país se ha ido consolidando no solo como destino turístico sino cultural, y Lima se muestra como una de las ciudades más interesantes, cosmopolitas y atractivas de Sudamérica. El distrito de Barranco ha ido diversificando su oferta cultural a través de espacios dedicados al arte, galerías de prestigio, centros culturales y museos dedicados a las artes visuales, como el Museo de Arte Contemporáneo MAC y el Museo de Mario Testino MATE. Dentro de toda esa urdimbre destaca, como pionero y depósito del mayor legado histórico del distrito, el Museo Pedro de Osma. El público que visita sus instalaciones se ha ido incrementado exponencialmente en los últimos años. El Museo de Osma siempre ha recibido a estudiantes y profesores de centros educativos especializados y actualmente ofrece visitas especiales para alumnos de colegios. Un nuevo guión para niños y adolescentes, en el que se enfatiza la historia del arte virreinal como un proceso de mestizaje cultural, ayuda a que los alumnos valoren su aspecto sincrético y absolutamente inventivo. En las mañanas es usual ver dentro del museo grupos de estudiantes observando cuadros y objetos y después, en los jardines, realizando actividades lúdicas dentro del plan realizado por el equipo del área educativa del Museo de Osma, coordinado por Clara María Rodríguez desde el 2012. “Todavía persiste una lectura oblicua del arte virreinal, que lo restringe al nivel de subproducto de una gesta evangelizadora y que nosotros creemos preciso cambiar,” señaló Patricia Pinilla, quien dirigió el museo del 2007 al 2014. “Quedarse con esa mirada herida no nos permite asimilar correctamente el inmenso aporte del mestizaje en la construcción del arte peruano. Es necesario enfatizar el aspecto creativo del mestizaje que se dio en el arte virreinal y revalorar sus vínculos. Sólo así podremos forjar una identidad colectiva y elevar la autoestima.” El Museo continuará aportando en la creación de la identidad peruana y seguirá siendo el recinto de una forma de percibirnos como el resultado de muchos esfuerzos de hombres y mujeres distintos unidos por un territorio.

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LA CO LEC CIÓN

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LA COLECCIÓN

La afición a las obras del patrimonio virreinal peruano por parte de don Pedro de Osma Gildemeister fue el origen de la actual colección del Museo Pedro de Osma. Durante su vida, él coleccionó objetos artísticos de los siglos XVI al XVIII, tales como pinturas, esculturas, retablos, piezas de plata, así como tallas en piedra de Huamanga, muebles y objetos diversos procedentes de áreas de antigua tradición plástica andina –especialmente del sur peruano. En primera instancia, estas piezas artísticas fueron colocadas, sin pretensiones de museo, en los salones de su casa a fin de ser apreciadas por sus invitados. La actual sede expositiva y espacio museístico es un edificio de diez ambientes y dos corredores que se proyecta hacia otro pabellón posterior rodeado de jardines, el cual fue usado anteriormente como comedor de verano. La variedad decorativa de estos espacios privados atrajo a un sinfín de curiosos e interesados en el arte colonial. La mayoría de los bienes exhibidos hoy, bajo un criterio renovado, se remonta a los primeros años del museo. En 1973, tuve mi primer contacto con el museo. En aquel año, todavía se mantenía la costumbre de don Pedro de Osma de recibir y guiar a turistas e interesados en el tema virreinal. Recuerdo que recorrí cada sala con el asombro del novato que por primera vez toma contacto con ese tipo de arte (algunas de las imágenes me parecieron, con el tiempo, misteriosas y atractivas). La magnitud y la cantidad, así como la calidad y la variedad de objetos dejaron en mi memoria una profunda inquietud. Al empezar la década del ochenta del siglo pasado, volví a entrar en contacto con el museo. Dirigida ahora por la fundación que llevaba el nombre de su antiguo propietario -al que se unió el de su hermana, doña Angélica de Osma- la colección se había puesto en manos de jóvenes y entusiastas profesionales en el campo de la conservación y restauración con el propósito de realizar un trabajo de clasificación y puesta en valor de sus fondos. Mi función en ese proyecto consistió en continuar la catalogación de cada pieza de la colección iniciada años atrás. Lo hicimos a través de fichas especialmente diseñadas para ese propósito; de modo que en un breve lapso contamos con un archivo documental y uno fotográfico, en el que quedaron registrados los procesos de conservación empleados, la historia de cada pieza, sus autores, fechas y muchos otros datos. Estos constituyen un paso preliminar para la investigación histórica.

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Mi tercer encuentro con el museo se produjo el año 2008. Era necesario ejecutar un nuevo y más moderno planteamiento museográfico que reemplazara al que ya existía; este, creíamos, no presentaba una secuencia lógica en el guión, por ende, no era tan propicio para la educación. Como el guión original de 1988 había sido transformado a través del tiempo mediante la adición de piezas que no guardaban entre ellas relación temporal ni estilística, fui convocado por la dirección del museo para proponer un nuevo esquema museográfico que mostrara al visitante una secuencia ordenada de la producción del arte virreinal. Nuestra propuesta fue organizar la colección por ejes temáticos. A través de los cambios formales y conceptuales de las piezas, una línea de tiempo conduciría al espectador desde lo más antiguo hacia lo más moderno, todo ello debidamente señalado en textos de sala. Las autoridades del museo acogieron esta idea con entusiasmo: el nuevo discurso museográfico fue formulado. Este se inicia en una sala dedicada al arte del siglo XVI, dominado por la influencia italiana del manierismo. La segunda sala nos muestra las advocaciones marianas virreinales; mientras la tercera se ha reservado para las imágenes de los arcángeles y ángeles del seiscientos y setecientos. En la siguiente, se visualiza un conjunto de esculturas que muestra lo mejor de la producción limeña, cusqueña y popular; en la sala adyacente, una serie de pinturas, esculturas y muebles que muestra escenas alegóricas tomadas del arte europeo. Las obras cusqueñas del siglo XVII y las del arte cusqueño y sur peruano del siglo XVIII ocupan dos salas más. Asimismo, dos corredores, uno dedicado a pinturas de santos y otro a lienzos de santas, completan el horizonte temático del edificio principal. En la sección posterior -otrora comedor de verano- se ofrece una sala de ingreso dedicada a los antepasados de la familia de Osma. Al lado, una sala de retratos de reyes españoles nos conduce a un pequeño ambiente donde se ubica un grupo de tallas en piedras de Huamanga, así como obras artísticas de los siglos XVIII y XIX. El recorrido se cierra con la visita a una magnífica sala de platería que muestra diversos utensilios y monedas de la época virreinal. Así pues, tres encuentros en el tiempo con propósitos diferentes parecen un buen argumento para señalar la riqueza de esta colección de arte, así como la posibilidad que ofrece para indagar profundamente en la antigüedad virreinal, un tipo de estudio que espera todavía una oportunidad.


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VESTÍ BULO


VESTÍBULO

El vestíbulo del Museo Pedro de Osma es un lugar de acogida para el visitante pues ofrece una primera vista de la arquitectura del edificio, de algunas obras, pinturas y tallas escultóricas virreinales; a la vez, es el punto de inicio del recorrido. Situadas frente a la puerta de ingreso, una Santa Marina (Fig. 1) y un San Antonio Abad (Fig. 2) son pinturas de origen cusqueño que anticipan el tipo de obra exhibidas en el museo. Ambas son magníficos ejemplos de la influencia que ejerció el pintor español Francisco de Zurbarán sobre los maestros americanos desde 1630 hacia adelante. La primera responde a los modelos de las santas vírgenes –también llamadas latinas- que Zurbarán pintó en serie, tanto para los monasterios españoles como para los virreinatos del Perú y Nueva España. Estas se convirtieron no solo en modelos arquetípicos de la santidad del Barroco –repetidos incesantemente en el arte de los siglos XVII y XVIII, sino que constituyeron también ideales y ejemplos de vida y de oración según las recomendaciones del Concilio de Trento (1545-1563). Aunque las leyendas hagiográficas circularon desde la Edad Media (con una buena dosis de imaginación en los hechos que narraban y un fuerte énfasis en milagros y martirios), es en el siglo XVI cuando estos rasgos fueron propuestos por la Iglesia Católica como soporte visual de su política ideológica, tanto para las luchas religiosas que mantuvo en el quinientos como medida de prevención para evitar la aparición de grupos heréticos en el futuro. Así, una imagen como la de Santa Marina aparece con un número de atributos –objetos del mundo real– que se relacionan simbólicamente con su fábula y en los que se encierra el carácter didáctico de su discurso. Guiado muchas veces por su vocación de imaginero, el pintor colonial unió el nombre de un santo con los atributos de otro, trasgrediendo así las normas establecidas por las ordenanzas que vigilaban de cerca el proceso creativo de las imágenes, a fin de evitar malas interpretaciones de carácter doctrinal. Este es el caso de nuestra santa: luce los elementos distintivos de una divinidad penitente y no exactamente los de Marina; cuyo mito, además, está unido al de otras santas; y no ofrece, por tanto, una fórmula iconográfica definida.

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Fig. 1. Santa Marina. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 191 cm x 110.7 cm.


Otro cuadro que llama la atención es la representación de San Antonio Abad, fundador del movimiento eremítico, habitante de los desiertos de Egipto en los primeros años del cristianismo (ca. Siglos III y IV ad). Los datos sobre su vida transmitidos por San Atanasio, su primer biógrafo, mencionan enfáticamente las tentaciones a las cuales fue sometido por el diablo durante su vida de anacoreta; lo que ha llevado a concluir que, en ese momento, el demonio aparece como forma concreta por primera vez en la historia. Sus hechos legendarios son relacionados con diversos animales, debido al cariño que sentía hacia ellos; por esa razón, su mito señala que el santo curó unos cochinillos que padecían ceguera cuya madre no se separaría nunca de él y lo protegería contra las alimañas. Por tradiciones religiosas del Cercano Oriente, el cerdo había sido concebido como un animal impuro; de manera que se hizo costumbre representar al santo dominando la impureza; esto en alusión a la defensa que hizo de las virtudes cristianas frente a las insinuaciones demoníacas. Por tanto, fue receta común que un cerdo figurase a sus pies en actitud de sumisión y, de ese modo, pasó a la iconografía de la Edad Moderna. El cuadro que nos ocupa es una creación cusqueña del siglo XVIII realizada de forma similar a un conocido modelo de Francisco de Zurbarán.

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Fig. 2. San Antonio Abad. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 168.4 cm x 113.4 cm.


MANIE RISMO

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MANIERISMO

El arte italiano desarrollado entre 1520 y 1600 se le denomina manierista, debido a la particularidad expresiva de cada artista, basada en modelos críticos a la validez del ideal de belleza del Alto Renacimiento. Los patrones estéticos y las reglas de composición fueron transformados mediante la alteración de las normas, medidas y proporciones que hasta ese momento habían regido la producción plástica. Esta tendencia, así como el Renacimiento que la antecede en el tiempo, mostraron la vanguardia del arte y la cultura italianos; dicho de otra forma, constituyeron lo más adelantado del pensamiento y del espíritu europeos. Las repercusiones de mayor alcance ocurrieron en Flandes y España. En el primero, se manifestó mediante una curiosa adopción de los ensayos italianos de perspectiva lineal y aérea; ello de una manera intuitiva y en un marco decorativo tardo gótico. En el caso de España, el Renacimiento en pintura está formado por un horizonte donde los modelos del cuatrocientos italiano aparecen simultáneamente con los del quinientos y coincide con el desarrollo de las propuestas manieristas más radicales en Florencia y Roma. El punto inicial de estos cambios -como ya se sabe- fueron las pinturas que Miguel Ángel hizo en la bóveda de la Capilla Sextina (1508-1512). Se acentuó después de la muerte de Rafael, ocurrida en 1520, etapa en la que factores extra artísticos como los descubrimientos geográficos, la comprobación de la redondez de la tierra, el cisma creado por Lutero y su doctrina protestante o el saqueo de Roma de 1527 contribuyeron a desestabilizar el orden imperante y a crear un clima de crisis que se reflejó en las artes a través de los cambios citados. De este modo, en Flandes, los cambios de raigambre italiana fueron lentamente incorporados al lenguaje de los pintores. Los arquetipos italianos se convirtieron en paradigmas en la segunda mitad del siglo XVI. En España, por otro lado, en la misma centuria, las transformaciones que llevaron del Gótico al Renacimiento estuvieron marcadas por la amplia difusión de los cánones manieristas; los cuales afectaron a casi la totalidad de los talleres en los centros más importantes: primero, del sur mediterráneo; luego, en el norte de la península. El arte europeo en América que llegó a partir de 1575, con la finalidad de contribuir a la campaña de evangelización o simplemente en busca de fortuna, tuvo un carácter que podemos calificar de manierista, en la acepción general del término, por el empleo de colores iridiscentes y acuosos, así como por el modelado de sus figuras. El primero de los pintores en traer esta novedad plástica al virreinato del Perú fue Bernardo Bitti, sacerdote jesuita que pintó para los templos de su orden en Lima y Cusco, así como en otros del sur andino. Llegó a Lima en 1575 y es la figura fundacional del arte colonial peruano, que se encontraba en una fase de experimentación de modelos hispanos flamencos y adaptación de modas arcaizantes.

Fig. 3. Virgen del Cetro. Bernardo Bitti. Cusco, siglo XVI, segunda mitad. Óleo sobre lienzo. 108 cm x 69 cm. 54 / 55



Asimismo, tenemos a Mateo Pérez de Alessio, quien trabajó para los estamentos políticos y religiosos más altos del gobierno virreinal desde 1588. Este pintor aportó una modalidad de estilo calificada como preciosista por la seguridad y sensualidad de la línea, así como por la expresión de sus figuras sagradas. De acuerdo a los registros documentales, se sabe que trabajó mucho para Lima. Sin embargo, actualmente se conservan pocas obras de su autoría. Por otro lado, se tiene registrado en 1600 la llegada de Angelino Medoro, quien dejó alguna obra en Quito y ciudades de Colombia antes de trabajar en Lima. Medoro vivió en esta ciudad hasta 1622, año de su retorno a Europa. Los discípulos que estos pintores europeos formaron (Fray Pedro Bedón, Luis de Riaño, Pedro Pablo Morón, Francisco Bejarano, entre muchos otros) difundieron los principios de la pintura manierista tardía en el norte y sur de Los Andes; además contribuyeron a consolidar la presencia de ciertos modelos plásticos devocionales cuya vigencia se mantuvo a lo largo del periodo virreinal. Nos referimos, sobre todo, a las imágenes de la Virgen con el Niño, a la Virgen de la Leche o a diversas imágenes de la Inmaculada, que se convirtieron en íconos representativos de la piedad popular. Imágenes como esas encontramos en la sala inicial del Museo Pedro de Osma. Relacionadas directamente con Bitti, tenemos tres imágenes. La primera es la Virgen del Cetro (Fig. 3). Sin lugar a dudas, esta pintura puede fecharse a finales del siglo XVI y es la expresión más clara del modelo bitesco. Se observa la mano del artista en los pliegues angulosos de ambas figuras, en los colores iridiscentes, en el canon alargado de la Virgen, en los rasgos delicados y suaves de su rostro y del Niño, así como en el escote a la florentina de la túnica que ella viste. Advertimos que se ha puesto énfasis en representar la corona y el cetro en primer plano; por ello, compiten, sin proporción, con las figuras de María y el Niño, rasgo que uno puede atribuir a la formación manierista de su autor. La denominación Virgen del Cetro no corresponde a ninguna advocación mariana en América colonial. Parece provenir de un canto encomiástico de origen litúrgico, que pondera sus virtudes y la reconoce como reina del cielo. De modo tal que el cetro, convertido en un símbolo de la monarquía celestial, se convierte –al igual que la corona que luce sobre la cabeza– en un atributo iconográfico que define la naturaleza de María. Constituye un ejemplo único de esta iconografía mariana atribuido al pintor Bernardo Bitti, quien no volvió a repetirlo en ninguna de sus obras posteriores.

Fig. 4. Virgen con Niño. Bernardo Bitti. Siglo XVI, último tercio. Óleo sobre lienzo. 46.5 cm x 37.4 cm. 56 / 57



La segunda imagen de Bitti es la Virgen con Niño (Fig. 4), una obra que refleja el interés del autor por lograr texturas veraces y finamente acabadas en el tul y en el manto azul que cubre la cabeza de la madre de Cristo. El tercer Bitti de la colección Pedro de Osma es el Cristo de la Caña (Fig. 5). Otra Virgen con Niño (Fig. 6), asociada a Fray Pedro Bedón, nos recuerda que este fraile y pintor quiteño siguió estudios en la Universidad San Marcos y fue un entusiasta seguidor de Bitti, en cuyo taller se formó como pintor. No obstante, el modelo de la Virgen con el Niño que nos ocupa se acerca a las propuestas de Alessio -a quien posiblemente conoció durante su estancia en esta ciudad. La hibridación producida en su estilo se da por la fuerte personalidad de los dos pintores italianos referentes. Este es el primer caso conocido que se convertirá en una suerte de práctica cotidiana entre los pintores del virreinato peruano, repetido durante el siglo XIX en los centros andinos de producción plástica. Un cuadro como la Virgen de la Leche (Fig. 7) responde a un modelo compuesto por Mateo Pérez de Alessio, a quien se le atribuye un tema similar en un cuadro que hoy se guarda en una colección privada de Lima y que tuvo una enorme repercusión como arquetipo emblemático del simbolismo de María. La versión del Museo Pedro de Osma, que data de fines del siglo XVI, sigue en todos los detalles al cuadro mencionado, cuyo autor, dueño de un pincel de gran calidad y animado por la pintura italiana, debe ser buscado entre la gran cantidad de artistas locales que a finales del quinientos llenaban los obradores de Lima y Cusco.

Fig. 5. Cristo de la Caña. Bernardo Bitti. Cusco, siglo XVI, segunda mitad. Óleo sobre lienzo. 46.7 cm x 48.2 cm. 58 / 59



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Fig. 6. Virgen con Niño. Fray Pedro Bedón. Lima, siglo XVI. Óleo sobre madera. 54.1 cm x 42.2 cm.

Fig. 7. Virgen de la Leche. Círculo de Mateo Pérez de Alessio. Siglo XVI, último tercio. Óleo sobre madera. 44 cm x 33 cm.


La Anunciación (Fig. 8), firmada por Luis de Riaño con fecha de 1632, es un claro ejemplo de cómo el arte italiano prolongó su vigencia hasta mediados del siglo XVII. Luis de Riaño -limeño de origen, pero afincado en la ciudad de Cusco- se formó en el taller de Angelino Medoro y una vez completada su formación de pintor, desarrolló su carrera en diversos centros andinos, firmando algunas de sus obras. En estas expone la influencia del manierismo italiano y de los grabados flamencos, especialmente las escenas de interior, detalles que aparecen en la pintura mencionada.

Fig. 8. Anunciación. Luis de Riaño. Cusco, siglo XVII. Óleo sobre lienzo. 180 cm x 135 cm. 62 / 63



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ADVOCA CIONES MARIA NAS


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ADVOCACIONES MARIANAS

Ninguna imagen del repertorio cristiano ha congregado una multitud de seguidores como la Virgen María. Probablemente su leyenda es la que ha contribuido a ese culto, gracias a conocidas escenas emotivas, dolorosas y familiares que la piedad popular ha hecho suya debido a su cercanía con la experiencia humana. El paso de los años solo ha reforzado su papel de redentora y protectora entre fieles de los cinco continentes. El arte de las catacumbas nos ha ofrecido la primera de sus imágenes bajo la forma de una mujer con un niño que ha sido identificada por muchos estudiosos como la primera representación de la Virgen de la Leche, figura que cumple la función simbólica de alimento espiritual para el hombre. Desde el siglo II de nuestra era, diversos pueblos y regiones de Europa occidental que se han situado bajo su protección la han representado a través de la investidura de ciertos atributos, signos y símbolos que -además de ser propios de cada lugar- aluden también a cantos encomiásticos desarrollados en la liturgia para su celebración. En el siglo XVI, procedente de los países católicos de Europa, llegó a América un grupo de advocaciones marianas bajo la forma de imágenes de altar. Estas fueron promovidas por las órdenes religiosas encargadas de la función evangelizadora. En el primer grupo, podemos mencionar las efigies de la Virgen de la Candelaria de Tenerife y la Almudena, procedentes de las islas Canarias y del área de Madrid, respectivamente, cuyos antecedentes fueron piezas escultóricas de origen medieval de las que se hicieron reproducciones pintadas para facilitar su transporte hacia el Nuevo Mundo. De la mano de dominicos y franciscanos, llegaron las vírgenes del Rosario y de la Inmaculada. De igual manera, los mercedarios trajeron su figura titular y los jesuitas favorecieron el culto a la Virgen de Loreto. Algunas de estas imágenes sufrieron transformaciones iconográficas: a la Virgen del Rosario, por ejemplo, se le agregó penachos de plumas y coloridas vestimentas, así como jarrones con flores en su altar. Este tipo de intervenciones fue labor de los imagineros de ciudades como Pomata, que consiguieron exportar el prototipo creado para ser una forma de representación constante y repetida en toda el área andina, en el siglo XVIII.

Fig. 9. Virgen de la Almudena. Basilio Santa Cruz Pumacallao. Cusco, siglo XVII, segunda mitad. Óleo sobre lienzo. 219.4 cm x 151.2 cm. 68 / 69



Como resultado de la interpretación particular que de las historias sagradas hicieron los pobladores andinos, quienes añadieron sus leyendas locales sobre milagros y apariciones, el virreinato peruano presenció el nacimiento de otras advocaciones en su propio suelo. Así, la Virgen de Cocharcas fue el centro de un fervoroso y extendido culto; su iglesia se convirtió en lugar de peregrinación. Las versiones pintadas que se hicieron de ella narran las peripecias del indio devoto Sebastián Quimichi, que, en 1598, tras una larga peregrinación, mandó tallar una réplica de la Virgen de Copacabana, en Bolivia, para llevarla al santuario de su ciudad natal, Cocharcas. Con el tiempo, la iconografía de la imagen se independizó de la Candelaria; tal es así que en el siglo XVIII ya había alcanzado su propio lenguaje simbólico. Su santuario es comparable a los dedicados a la Virgen de Luján en Argentina o a la de Guadalupe en México. La colección de lienzos con imágenes marianas pertenecientes al Museo Pedro de Osma es -tal vez- la más rica y amplia de cuantas existen. Son magníficos lienzos de los siglos XVII y XVIII, de origen cusqueño, que muestran una variada tipología. Sobresalen, entre otros cuadros, el de la Virgen de la Almudena (Fig. 9), una de las pocas imágenes de la Virgen negra representada durante la colonia. Tenemos también los lienzos que muestran a la Virgen de Belén (Fig. 10), una Inmaculada Concepción (Fig. 11) -atribuida al taller de Lázaro Pardo Lagos- y una Virgen de la Candelaria de Tenerife (Fig. 12) –que luce como rasgo iconográfico distintivo su tradicional delantal de plumas de colores y la vela encendida– y la Virgen del Rosario de Pomata (Fig. 13).

Fig. 10. Virgen de Belén. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 162.7 cm x 107.6 cm. 70 / 71



Fig. 11. Inmaculada Concepciรณn. Taller de Lรกzaro Pardo Lagos. Cusco, siglo XVII. ร leo sobre lienzo. 177.4 cm x 118.4 cm.

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Fig. 12. Virgen de la Candelaria de Tenerife. Anรณnimo. Cusco, siglo XVII. ร leo sobre lienzo. 157.6 cm x 116 cm


La madurez y el desarrollo de la pintura cusqueña en el siglo XVIII tienen relación no solo con los aspectos técnicos de las obras o con la organización gremial de los talleres sino también con el grado de consolidación que adquirieron ciertos temas iconográficos. Estos modelos devocionales se repitieron durante esa centuria y la siguiente; de alguna manera permanecen hasta el presente como prototipos plásticos en los que se manifiesta el culto popular. La Virgen del Rosario de Pomata es el modelo creado en la ciudad de Pomata por la dinámica del culto local a María y es la más popular advocación en los diversos centros artísticos de los virreinatos americanos. La recargada ornamentación, de gusto andino, constituye hoy un ejemplo de sincretismo. La imagen de Nuestra Señora del Rosario de Pomata fue venerada en la zona del lago Titicaca y a comienzos del setecientos alcanzó su forma representativa plena debido a los atributos iconográficos de gusto andino añadidos por la piedad de sus devotos. Si bien se le conoce desde el siglo XVI –cuando la zona era una doctrina de los frailes dominicos–, no sería hasta los primeros años del siglo XVIII que la efigie y su riqueza decorativa fueron exportadas a la ciudad de Cusco y de allí al resto del virreinato. Así, es posible observarla en este cuadro del Museo Pedro de Osma, que sigue el mismo patrón empleado por el pintor Pablo Chilli Tupa en su obra de 1723: una estructura triangular en la que ella sostiene al Niño y también un rosario en la mano derecha. Ambas figuras lucen vestimentas ricamente ornamentadas en oro: el Niño sostiene el orbe y bendice; María, además, tiene sartas de perlas abrochadas con florones sobre el manto y puños de encaje. Del centro de sus respectivas coronas emergen –como rasgo distintivo de su iconografía– plumas de colores. La Virgen se halla de pie sobre una media luna, mientras que por detrás de su cabeza se irradia un conjunto de rayos de luz con cabezas de querubines. En este caso, se observa una orla de flores como marco de la composición. A veces se suele agregar medios retratos de santos dominicos en las esquinas inferiores.

Fig. 13. Virgen del Rosario de Pomata. Anónimo. Cusco, siglo XVIII, segundo tercio. Óleo sobre lienzo. 199.5 cm x 126.9 cm 74 / 75



Fig. 14. Dormiciรณn de la Virgen. Anรณnimo. Lima, siglo XVII, segunda mitad. ร leo sobre cobre. 39 cm x 48.9 cm. 76 / 77


Fig. 15. Glorificaciรณn de la Virgen. Antonio Vilca. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 37.7 cm x 28.8 cm.


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Otras escenas de María se encuentran en trabajos como la pintura Dormición de la Virgen (Fig. 14), en la cual la Virgen aparece rodeada de los Apóstoles en el momento del tránsito de su vida terrenal a la celestial. Esta última obra data de la primera mitad del siglo XVII; es posiblemente limeña, aunque de raigambre italiana; y tiene efectos de luz y sombra del mejor gusto naturalista. También encontramos a la Glorificación de la Virgen (Fig. 15), pequeño cuadro atribuido al pintor cusqueño Antonio Vilca, que muestra a la Virgen de medio cuerpo entre elementos decorativos propios del siglo XVIII, cuyo esquema formal proviene de una fuente grabada. Una iconografía muy única, la Virgen de los Sastres (Fig. 16), representa la Virgen en composición triangular, de pie sobre pedestal y de frente al espectador, vestida en túnica y manto rojo floreados con sartas de perlas y flores, mangas y cuello de encaje. En su mano derecha sostiene aguja e hilo y con la izquierda carga al Niño Jesús, también vestido de rojo florado, con cuello, mangas y basta de encaje. En parte inferior vemos arcángeles sedentes, representados en el acto de coser casullas que llevan en las faldas. En ángulo inferior izquierdo vemos una canasta con husos de costura. En la misma sala, hallamos un pequeño Altar de la Virgen de Copacabana (Fig. 17), de madera y pasta policromada y dorada que muestra a la Virgen de Copacabana del siglo XVIII, tal como se la venera en su templo a orillas del lago Titicaca.

Fig. 16. Virgen de los Sastres. Anónimo. Cusco, siglo XVIII, primer tercio. Óleo sobre lienzo. 146 cm x 102.5 cm.


Fig. 17. Altar de la Virgen de Copacabana. Anรณnimo. Bolivia, siglo XVII. Tallado sobre madera y pasta. 59 cm x 34.5 cm x 14 cm. 80 / 81



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ÁNGE LES Y ARCÁN GELES


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ÁNGELES Y ARCÁNGELES

De acuerdo a la mitología cristiana, los ángeles y arcángeles son miembros de la corte celestial. Los primeros se encargan del cuidado de los hombres; los segundos, de servir como mensajeros de Dios, cuyas órdenes cumplen obedientemente. Los arcángeles poseen un carácter polarizado que la fe popular y los místicos medievales acentuaron, contraponiendo a su esencia celestial la fuerza de carácter que sus respectivas misiones –la expulsión de Adán y Eva del Paraíso o la lucha contra las fuerzas demoníacas– les exigieron. Otros pasajes bíblicos resaltan igualmente estos rasgos. Los Concilios de Roma, en el año 745, y de Aquisgrán, en el año 788, reconocieron a las figuras de Miguel, Gabriel y Rafael como los únicos arcángeles del credo cristiano; en tal virtud, fueron incorporados al repertorio de imágenes sagradas de la Iglesia e individualizados por sus nombres, sus leyendas y atributos iconográficos respectivos. Su representación plástica estuvo normada por las disposiciones del Concilio de Trento; pero, en curiosa contradicción con estas, fueron retratados frecuentemente al lado de arcángeles como Uriel, Zadkiel, Jehudiel y otros de diversos nombres que provenían de escritos apócrifos. Se difundieron tanto en pintura como en láminas grabadas en el norte de Europa desde el siglo XVI en adelante. Podemos apreciar las similitudes entre un grabado de los Siete Arcángeles de Palermo con una pintura andina del mismo título en el Museo Pedro de Osma (Fig. 19 y 20). Su formalización en el arte, particularmente en América, fue un medio de conciliación entre los preceptos canónicos y las leyendas espurias que permitieron a la Iglesia ampliar su vocabulario evangelizador. Tal fenómeno quedó claramente demostrado en las series de arcángeles que se pintaron en el virreinato peruano, donde fueron asimilados por distintos sectores de la población como imágenes de culto. El sincretismo originado por la mezcla de la tradición de antiguas imágenes aladas o aves guerreras de tiempos prehispánicos con las figuras heredadas del arte europeo produjo la imagen del Arcángel Arcabucero (Fig. 18), considerado una invención iconográfica propia de los andes del sur peruano. Durante la conquista y las décadas después, se identificó el sonido del trueno –Illapa– con el del arcabuz español, lo que dio lugar a la forma definitiva del arcángel virreinal que conocemos hoy. Los pintores coloniales los imaginaron eternamente jóvenes, asexuados, vestidos, ya sea con largas túnicas o a veces con uniforme militar, modelos sugeridos por los tratados de armas del siglo XVII en cuyas ilustraciones se encuentran los símiles formales de estos personajes.

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Fig. 18. Arcรกngel Arcabucero. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 171.8 cm x 95.7 cm.


Fig. 20. Los Siete Arcángeles de Palermo. Anónimo. Cusco, siglo XVII. Óleo sobre lienzo. 95 cm x 128.2 cm.

Fig. 19. Grabado Siete Arcángeles de Palermo. Hieronymus Wierix (1548-1624). Fuente del grabado: Navarrete Prieto, Benito (1998). La Pintura Andaluza del Siglo XVII y sus Fuentes Grabadas. Madrid, Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico.

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Fig. 21. Arcรกngel Miguel. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII, primer tercio. ร leo sobre lienzo. 167 cm x 109.6 cm. 90 / 91


Fig. 22. Arcรกngel Miguel. Anรณnimo. Cusco, siglo XVII. ร leo sobre lienzo. 39 cm x 27 cm.


Fig. 23. Arcรกngel Rafael. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII, primer tercio. ร leo sobre lienzo. 187 cm x 120 cm. 92 / 93


Los arcángeles y la Virgen María, así como los temas trinitarios, fueron espacios sincréticos de actuación de ideas donde antiguas formas de culto se mezclaron con el credo llegado de Europa. Esto dotó a las figuras de nuevas formas o apariencias, sin que se desactivaran sus códigos de significación; ello las mantuvo vigentes para la población andina durante el periodo virreinal. Es así que las historias sagradas tienen en el Arcángel Miguel (Fig. 21 y 22) a un soldado muchas veces vestido al estilo romano que combate eternamente contra las fuerzas del mal; además su iconografía se define en el rol guerrero que se le atribuye. Gabriel, en cambio, aparece, tanto en retratos individuales sosteniendo el lirio como en las escenas de la revelación a María. El Arcángel Rafael (Fig. 23) suele estar asociado a un pescado, en alusión a la leyenda de Tobías que curó la ceguera de su padre con las escamas de ese animal. De este modo, el primero es llamado “aquel que es como Dios”; el segundo, la “fuerza de Dios”; mientras el tercero representa la “medicina de Dios”, títulos que sin duda aluden a los distintos aspectos de una sola figura. Los ángeles y arcángeles del Museo Pedro de Osma lucen esas características y obedecen a prototipos cusqueños de los siglos XVII y XVIII. Algunos lienzos provienen también de los talleres que existían alrededor del lago Titicaca y han sido tratados según las pautas de color y ornamentación de la pintura alto peruana. Son obras llenas de fuerza expresiva, brillante colorido y magnífico tratamiento del color. Por ello, se consideran entre las mejores creaciones de este tipo en la pintura virreinal peruana.


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CORRE DOR DE SANTOS Y SANTAS


CORREDOR DE SANTOS Y SANTAS

Como trasunto del rol en el Viejo Mundo, los santos y santas cumplieron un papel importante en el pensamiento del hombre en el virreinato del Perú. A partir del siglo XVI, se difundieron, lejos de Europa, los hechos portentosos que se les adjudicaron. Llegaron con los expedicionarios y los frailes; se acentuaron con las prédicas catequizadoras; finalmente, se convirtieron en arquetipos de vida piadosa. Así como en la antigüedad griega y romana, los dioses y los héroes encarnaron el ideal más alto y ofrecieron una serie de valores que determinaron formas de conducta y de pensamiento, la llegada del cristianismo propició la aparición de hombres y mujeres cuya defensa de la fe los convirtió en los nuevos héroes. Mártires, anacoretas, fundadores de órdenes religiosas y doctores de la Iglesia fueron algunos tipos de santidad y de inteligencia que desarrollaron ciertas personas preclaras. Ellos dieron perfil y sustento a un credo monoteísta de carácter universalista que se reforzó por una abundante literatura hagiográfica. Respecto al virreinato peruano, el ambiente de religiosidad popular vivido en Lima desde su fundación fue propicio para la aparición de beatos, iluminados, santos y diversas prácticas religiosas. En aquel contexto, irrumpe Santa Rosa de Lima, la santa de mayor popularidad en toda la colonia, canonizada a los pocos años de su muerte, cuya vida ha sido abordada de forma artística -tanto en pintura como en talla en madera o en piedra de Huamanga. El museo exhibe tres lienzos de gran valor didáctico de esta santa peruana: el primero la muestra junto al Niño Jesús, escena similar a un pasaje perteneciente a la vida de Santa Catalina de Alejandría, adaptada a las leyendas de la santa limeña relacionadas con las apariciones del Niño (Fig. 24); el segundo constituye un pequeño retrato de Santa Rosa acompañada de sus símbolos iconográficos tradicionales (Fig. 25); y el tercero es un pequeño lienzo y a la vez sorprendente, pues muestra a la santa limeña junto a Cristo jugando a los dados (Fig. 26), escena tomada de la literatura mística y que tuvo poca repercusión en el conjunto de temas de nuestra santa tratados por los pintores virreinales. Otras santas que se exhiben en este corredor se relacionan formalmente con las Vírgenes latinas, tratadas a la manera de Francisco de Zurbarán, que tanto éxito tuvieron como ejemplos de virtudes cristianas y como modelos de devoción.

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Fig. 24. Santa Rosa de Lima con el Niño Jesús. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 85.9 cm x 62.5 cm.


Fig. 25. Santa Rosa de Lima con el Niño Jesús. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 58 cm x 42.6 cm. 98 / 99


Fig. 26. Jesús y Santa Rosa juegan a los dados. Anónimo. Lima, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 72 cm x 60.4 cm.


La imagen de Santiago Matamoros (Fig. 27) fue conocida en Perú desde el siglo XVII y permaneció en el ochocientos, bien como símbolo de fe o identificado como uno de los libertadores en el dinamismo de una batalla. Entre los demás santos, destaca la imagen de San Eloy (Fig. 28), patrón de los orfebres. Otros santos que apreciamos aquí, como San Isidro Labrador (Fig. 29) o San Juan de Dios con Donantes (Fig. 30), corresponden a advocaciones de desarrollo tardío; es decir, cuando, a fines del siglo XVIII, ciertas imágenes pasaron a ser identificadas como agentes protectores del trabajo en el campo y de los animales. Es así que tales imágenes prevalecieron en el arte popular, desde el periodo final del virreinato y durante el siglo XIX. Si bien es cierto que la escena de San Isidro orando mientras los ángeles aran la tierra y otros pasajes de su leyenda se conocieron desde el siglo XVII, fue desde fines del siglo siguiente en adelante cuando adquirieron un verdadero significado popular con el crecimiento de su culto en el área andina. De otros santos podemos afirmar lo mismo; por ejemplo, San Juan Bautista, quien aparece casi siempre acompañado de ovejas en el imaginario del arte del siglo XIX.

Fig. 27. Santiago Matamoros. Anónimo. Cusco, siglo XVII último tercio. Óleo sobre lienzo. 165.5 cm x 131 cm. 100 / 101



Fig. 28. San Eloy. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 121 cm x 70.1 cm.

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Fig. 29. San Isidro Labrador. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 108.2 cm x 83.6 cm.



Fig. 30. San Juan de Dios con Donantes. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 95.5 cm x 70.7 cm. 104 / 105



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ESCUL TURAS


ESCULTURAS

La escultura es uno de los grandes campos de acción del arte virreinal. Permite reconocer la intensa influencia que ejerció en nuestra tradición la estética barroca sevillana, cuyos modelos arquetípicos de fe y devoción popular fueron emulados y reelaborados por los artífices americanos. Las esculturas del Museo Pedro de Osma componen un conjunto de imágenes de excelente tratamiento técnico, en el que se aprecia toda la técnica del arte de aquellos años. Se trata de figuras en madera dorada y policromada que se relacionan con sus pares españolas. No solo por la mímesis del natural; sino por la calidad de su ejecución y su cercanía a los modelos de devoción, así como piedad popular que talleres sevillanos y vallisoletanos produjeron desde finales del siglo XVI hasta comienzos del siglo XVIII. Obradores como el de Juan Martínez Montañés o el de Gregorio Fernández podrían haber sido el origen de aquellas esculturas que representan a San José (Fig. 31), San Juan Evangelista (Fig. 32), San Joaquín (Fig. 33) y Santa Ana (Fig. 34). Sus ejecutores pudieron ser seguidores limeños que conocían las formas hispanas y la iconografía escultórica de la primera mitad del siglo XVII. La colección cuenta también con un número valioso de cabezas de santos degollados, como la Cabeza de San Juan Bautista (Fig. 35), tipología que señala la vertiente dramática y escatológica del Barroco español, cuyo origen se encuentra en los acuerdos del Concilio de Trento. Entre sus disposiciones la Iglesia recomendó la impresión sensorial del observador para fijar en su mente la ejemplaridad de la vida y muerte de los santos. Una escultura de la Escuela Limeña, San Cristóbal (Fig. 36), representa al santo patrono de los viajeros en el momento de atravesar las aguas con el Niño Jesús sobre la espalda y llevando en la mano la palma que le servía de báculo. Con el correr de los tiempos se han perdido ambos símbolos en esta imagen. Otras esculturas, como el grupo de Adán y Eva (Fig. 37) o un San Antonio Abad (Fig. 38) de cuerpo entero, se encuentran técnica y formalmente relacionadas con centros sur andinos de producción escultórica. Mientras los primeros personajes están hechos de madera y pasta; los segundos han sido ejecutados en maguey y tela encolada. En ellos se aprecia una creciente esquematización de la suavidad de formas, rasgos del arte popular cusqueño en el siglo XVIII.

Fig. 31. San José. Juan Martínez Montañés. Lima, siglo XVIII. Talla en madera. 97 cm x 52 cm. 108 / 109



Fig. 32. San Juan Evangelista. Anónimo. Lima, siglo XVII segunda mitad. Talla en madera. 46 cm x 116.3 cm.

Fig. 33. San Joaquín. Anónimo. Lima, siglo XVII, segunda mitad. Talla en madera. 177 cm x 66 cm. Fig. 34. Santa Ana. Anónimo. Lima, siglo XVII, segunda mitad. Talla en madera. 113.7 cm x 64.5 cm.

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Fig. 35. Cabeza de San Juan Bautista. Círculo de Baltazar Gavilán. Lima, siglo XVIII. Talla en madera. 29.7 cm x 23.7 cm.

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Fig. 36. San Cristรณbal. Anรณnimo. Lima, siglo XVIII. Talla en madera. 102 cm x 49 cm.


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Fig. 37. Eva. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. Maguey, pasta, tallado y modelado. 73 cm x 26 cm. Adรกn. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. Maguey, pasta, tallado y modelado. 62 cm x 27 cm.

Fig. 38. San Antonio Abad. Anรณnimo. Lima, siglo XVIII. Madera, pasta, talla, tela encolada. 131 cm x 58.5 cm.


Una escultura de esta sección llama particularmente la atención: un Cristo Resucitado (Fig. 39), cuya calidad es difícil de hallar entre las pocas imágenes de este tipo que se hicieron durante el virreinato. Se trata de una obra de tamaño ligeramente menor del natural -que presenta la imagen de un cuerpo, el cual descansa su peso en la pierna derecha mientras flexiona la izquierda. La torsión de la cadera derecha y del torso, así como el volumen anguloso del manto que cubre la parte media del cuerpo, responden a planteamientos anti clásicos; además, contrastan con el tamaño de los hombros y la delicadeza de los rasgos del rostro. Todos estos detalles nos hacen pensar en el arte italiano practicado en Lima durante la primera mitad del siglo XVII, cuando los modelos pintados o esculpidos acusaban la fuerte influencia que los manieristas ejercieron en el ámbito local. Esculturas parecidas en lo referente al manierismo –que forman parte de grupos de la Sagrada Familia– se encuentran en las iglesias jesuita y franciscana de Lima. El desarrollo de nuestra escultura se halla ligada a nombres populares en la historia del arte hispánico, por ejemplo, Martínez Montañés, Gregorio Fernández, Juan de Mesa o Pedro de Mena. Además, se sabe que algunos trabajaron en Lima cumpliendo encargos de casas religiosas. Los monasterios limeños más importantes y ricos –como el de la Inmaculada Concepción o el de la Encarnación– solían contratar directamente a los maestros españoles, que a su vez exportaban sus trabajos de forma directa al mercado virreinal peruano. Desde finales del siglo XVI, el influjo flamenco cedió su lugar a la moda española, cuya vertiente sevillana fue decisiva en la conformación del gusto escultórico de los principales centros artísticos del virreinato. La técnica de la talla y la decoración dorada de la madera permanecieron invariables durante el periodo virreinal. Su práctica no solo se refiere a figuras de bulto o relieves, sino también a retablos, púlpitos, ambones, tabernáculos, sagrarios y techos. La técnica decorativa consistía en la aplicación de una capa de yeso y cola sobre el volumen esculpido; luego se colocaba una capa de tierra roja –llamada también bol arménico– destinada a convertirse en un fondo flexible que permitía bruñir la superficie dorada con una piedra de ágata a fin de obtener un oro brillante, muy liso y con reflejos rojos por transparencia. Una posterior capa de pintura y un esgrafiado de motivos ornamentales, conseguidos con una plantilla, completaban la decoración de la madera tallada. Este procedimiento, llamado “estofado”, fue conocido en América del Sur desde el siglo XVI y se mantuvo hasta el siglo XIX como un rasgo distintivo de todo tipo de tallas. El material preferido fue la madera clásica; sin embargo, en los talleres andinos se usó un tipo de madera blanda proveniente de una planta local llamada maguey, cuyo tronco era cortado, amarrado y reforzado con yeso y tela encolada antes de recibir un tratamiento a base de color y pan de oro semejante al que se realizaba si se trabajaba con cedro, nogal o pino. La escena de la tentación, Adán y Eva, es hecha de Maguey. Del mismo modo, se realizaron imágenes con tela encolada, en las que únicamente las manos y las cabezas eran talladas en madera policromada y encarnada.

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Fig. 39. Cristo Resucitado. Baltazar Gavilรกn. Lima, siglo XVIII. Talla en madera. 110 cm x 45.5 cm x 40.5 cm.


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ALEGO RÍAS


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ALEGORÍAS

La alegoría es el producto de un lenguaje asociativo e indirecto. En las culturas simbólicas del Renacimiento y el Barroco abordaba un concepto abstracto a partir de su representación gráfica mediante el uso de atributos iconográficos, figuras humanas, animales o plantas, cuyos significados eran de fácil interpretación. El concepto que daba pie al juego alegórico era casi siempre un conocimiento o una idealización vinculados a una escala de valores morales y éticos que normaban la vida en sociedad. Así, la justicia, el amor o la muerte se simbolizaron tradicionalmente a través de una balanza, un conjunto de flechas o una guadaña. Desde la antigua Grecia, esta manera de transmisión de pensamientos fue frecuente en el arte occidental; pero se enriqueció mucho más con los contenidos cristianos de la retórica evangelizadora. Estos se manifestaron al inicio como metáforas; luego como formas más complejas, en las cuales ideas como la virtud, el vicio y el pecado adquirieron su representación plástica definitiva en los programas iconográficos medievales. Como una continuidad del oficio europeo, el arte virreinal peruano recibió la práctica de comunicar ciertos pensamientos a través de signos y símbolos. A partir de las historias bíblicas y de los conceptos difundidos por la emblemática desde el siglo XVI, sus contenidos conformaban el saber general de la época. De esta manera, junto a otras formas literarias, el emblema pasó a ser un medio de rápida difusión de conceptos iconográficos, a la vez que se convirtió en un modelo por sí mismo. Algunos documentos de época informan que su práctica (asociada al ámbito de estudio jesuita) ya se realizaba en Lima desde comienzos del siglo XVII. El Museo Pedro de Osma ha reunido un significativo número de obras que poseen estas características. Las alusiones eucarísticas son frecuentes en la figura de la Custodia (Fig. 40), destinada a mostrar el cuerpo de Cristo (la hostia) al interior del sol. Los rayos solares que simbolizan al Padre Eterno irradian luz sobre el universo. Otro tema eucarístico es el conocido como Lagar Místico (Fig. 41), en el cual Cristo aparece procesando las uvas para convertirlas en vino como metáfora de su propia sangre derramada en los momentos de su pasión y muerte. Este tema aparece en una talla en piedra de Huamanga, al lado de otra similar que muestra a la Virgen Inmaculada (Fig. 42) rodeada de los símbolos de sus letanías: tanto invocaciones a María como cantos a sus virtudes.

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Fig. 40. Custodia. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 63.3 cm x 43 cm.


Fig. 41. Lagar Místico. Anónimo. Sur andina, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 40.2 cm x 27.3 cm x 6.9 cm. 124 / 125


Fig. 42. Virgen Inmaculada. Anรณnimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 40.3 cm x 29.6 cm x 3.5 cm.


La cruz tiene una larga tradición de uso como instrumento de muerte para las personas que desafiaban la legalidad de las autoridades romanas. Después de la muerte de Cristo, sus seguidores la convirtieron en un signo de vida eterna y esperanza. En ciertas composiciones contra reformistas, suele aparecer junto a otros signos que refieren las dignidades, jerarquías y despojos humanos en la tierra y que se colocan siempre a sus pies para señalar una posición de sometimiento frente a la fe cristiana. Otras imágenes, sin embargo, se pueden asociar a ella. En Exaltación de la Cruz (Fig. 43), un pelícano –animal que ha sido comparado de antiguo con Cristo y considerado como un símbolo de la transustanciación de éste– se hiere en el pecho para alimentar a sus crías con su propia sangre. Otras formas alegóricas que hallamos en el repertorio de la pintura virreinal peruana son composiciones cuyo aspecto discursivo permite una doble lectura, en función del propósito eminentemente didáctico que el lenguaje pictórico perseguía. Así, un tema como Adán y Eva (Fig. 44), en el momento en que él recibe la manzana, puede ser un recordatorio del Génesis o una manera de representar el pecado. Una de las nociones que formó parte de la retórica fundacional del cristianismo fue concebirlo como el único medio a través del cual se conseguiría la salvación prometida; ya que solo la Iglesia de Cristo, luego de surcar mares peligrosos, llevaría a su feligresía a puerto seguro. De esta idea proviene el símbolo del ancla, que desde los comienzos del arte cristiano se perfiló como uno de los conceptos de mayor importancia en el discurso evangelizador. Concretar esta idea en términos plásticos llevó a los artistas medievales a la concepción de una barca de pescar, en alusión a San Pedro. Luego, en el Renacimiento, ésta fue sustituida por una nave donde se levantaba, en el mástil mayor, la figura de Cristo crucificado sobre un fondo de velas desplegadas. Cristo era acompañado por las virtudes y María, mientras los arcángeles y los santos conducían el timón en atención a la dirección que señalaba Jesús. Desde el Concilio de Trento, la iconografía de la Nave de la Iglesia se convirtió en una referencia obligatoria para explicar el triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos.

Fig. 43. Exaltación de la Cruz. Taller de Lázaro Pardo Lagos. Cusco, siglo XVII, segunda mitad. Óleo sobre lienzo. 191.1 cm x 148.1 cm. 126 / 127



Fig. 44. Adรกn y Eva. Anรณnimo. Cusco, siglo XVII. ร leo sobre lienzo. 145 cm x 102.2 cm. 128 / 129



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En el cuadro de la Nave de la Iglesia (Fig. 45), vemos la Iglesia representada como una nave cuyo mástil se forma con la figura de Cristo crucificado. Esta, además, es atacada por los infieles a la vez que defendida por santos y hombres píos, todo a través de patrones estructurales difundidos por el grabado, ya sea flamenco, italiano o francés. Las imágenes grabadas, cada una con pequeñas variantes, sirvieron para la creación de lienzos coloniales. Estos divulgaron, con propósito didáctico, la alegoría planteada por una nave cuyos navegantes luchan contra los falsos profetas y las fuerzas del mal. Así se observa en este cuadro del Museo Pedro de Osma, en el que Cristo y la Virgen dirigen la nave desde el cielo y la acercan al puerto de Constantinopla; los santos y devotos se hallan en medio de una batalla contra los opositores al catolicismo; mientras el Papa parece pronunciar un encendido discurso. La composición sintetiza un concepto frecuente en el arte europeo del siglo XVII, el cual alcanzó también a los virreinatos españoles en América. Páginas 126 / 127 Fig. 45. Nave de la Iglesia. Anónimo. Cusco, siglo XVII. Óleo sobre lienzo. 294.6 cm x 496.8 cm. (Página 128 detalle)


Fig. 46. San Fernando recibe las llaves de la ciudad de Sevilla. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 150 cm x 203 cm.

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En esta pintura vemos una figura central, el caballero, mirando hacia el cielo, en diálogo con una pequeña Virgen visible a través de una abertura en las nubes. Bajo el caballero, a la izquierda inferior, aparece un hombre lujosamente vestido de rodillas. Él ofrece las llaves de una ciudad, visible en el fondo, al caballero central. Esta pintura andina imita la iconografía desarrollada en España de representar la rendición del rey musulmán Axataf que gobernaba la ciudad de Sevilla al rey cristiano Fernando III en 1248. La interpretación de San Fernando recibe las llaves de la ciudad de Sevilla (Fig. 46), que muestra la conquista de la ciudad de Sevilla por un cristiano, puede permanecer en el marco de la ilustración histórica o más bien entenderse –si atendemos la relación del rey victorioso en oposición al infiel vencido– como representación del triunfo del credo cristiano sobre herejes. El potencial de iconografía de rendiciones para comunicar una analogía discursiva -una correspondencia entre las ciudades sitiadas, enemigos heréticos y la intervención divina- afecta a la lectura de nuestra pintura de la rendición de Sevilla. Este cuadro de la Escuela Cusqueña se esfuerza por hacer referencia a la ciudad capital del Imperio Inca, Cusco, mientras que todavía mantiene su connotación de la reconquista en España. Esto se logra a través de una correspondencia en las apariciones divinas en ambas ciudades, ya que la Virgen apareció en Sevilla para garantizar la victoria de Fernando III, y en Cusco para rescatar a los españoles sitiados por el ejército Inca. También, los avíos de Axataf sirven como símbolos intencionales de su doble personalidad -rey moro e Inca. Por sus pies se encuentra un escudo con un emblema solar estampado en el centro, y una espada cuya empuñadura recuerda la cara de un pájaro grande -tal vez un cóndor. El sol y el cóndor eran entidades importantes en el sistema de gobierno Inca, y el sol estaba vinculado especialmente con la autoridad del Sapa Inca. Por otra parte, las dos ciudades son comparables: Sevilla era la capital cultural de Al-Andaluz, y la fortaleza militar que resistió la embestida más larga de Fernando III; Cusco era la capital del Imperio Inca y fue testigo de la rebelión indígena más fuerte contra los españoles en el virreinato. Esta pintura intenta relacionar simbólicamente la ocupación española en Cusco, un asunto de gran riesgo para los españoles, con sus triunfos en la reconquista adulado de Sevilla. Esta analogía, de la victoria española en Sevilla con el de Cusco, confirma que: “Ideológicamente, la lucha contra el Islam ofreció un lenguaje descriptivo que permitió a las empresas de mal estado en las Américas llegar a tener una significación escatológica”. 1 La pintura es, por supuesto, una fantasía caballeresca propagada en la región andina. No describe adecuadamente el mundo colonial, un mundo en el que la ocupación española en el Cusco era un asunto arduo, prolongado, y por poco ganado y donde la invasión española en tierras indígenas fue un proceso que nunca fue totalmente completado, y estuvo lejos de ser incontestado. Annick Benavides


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En la Defensa de la Eucaristía (Fig. 47), una batalla épica se presenta lúcidamente: el rey de España defiende al más tendencioso de los sacramentos católicos, la eucaristía, contra el ataque de un rey turco. En esta pintura se manifiesta, en cierta medida, una realidad política en el mundo mediterráneo: los reyes Habsburgo y Borbones realizaron campañas militares en territorios de Turquía, mientras que los piratas turcos atacaban la costa Ibérica. Sin embargo, la iconografía es, en su esencia, un discurso de la Contrarreforma. La custodia en el centro de la composición resguarda la eucaristía. El hecho de que la custodia sirva como objeto de disputa entre las dos partes transmite acertadamente la división que este sacramento provocó en el mundo barroco. De esa manera, se puede entender que el rey español defendiera el sacramento contra todos los enemigos que cuestionan la presencia real de Cristo en la eucaristía. Para la creación de pinturas alusivas a la defensa de la eucaristía, los artistas andinos se inspiraron en grabados europeos –especialmente en imágenes de protestantes y turcos; lo cual no significó que no alteraran esos modelos de forma significativa. En primer lugar, los artistas andinos dignificaron el personaje del turco, a través de su vertimiento de lujo y su relevancia jerárquica. En segundo lugar, ubicaron los personajes europeos en la pintura de acuerdo a las jerarquías indígenas, como Hanan/Hurin (simetría bilateral), organizaciones similares a los evidentes en el diseño colonial de los keros Inkarri-Collari. El reconocimiento de las correspondencias formales entre pinturas de temática alusivas a la defensa de la eucaristía y diseños kero rompe las barreras que suelen segmentar el estudio del arte virreinal; además sugiere que los artesanos coloniales de distintas procedencias estaban en sincronía. Diccionarios coloniales describen tinku [tinkuy] y sus permutaciones lingüísticas, tanto en quechua como en aymara, como un lugar de unión donde dos fuerzas opuestas, pero complementarias, se han unido para formar algo nuevo y poderoso. La iconografía andina de la defensa así representa el triunfo cristiano como una festiva unión tinku2. Las pinturas de Defensa de la Eucaristía también rinden homenaje al tema “Moros vs Cristianos”: actuaciones festivas de batallas que ocurrieron en el Perú virreinal entre fracciones complementarias. Moros vs Cristianos se promulgó con la esperanza de promover la cohesión social y el bienestar comunitario. Estas obras sirven como un testimonio visual del deseo colonial de lograr convivencia y tinku a través de bailes coreografiados donde se protagonizaba el carácter Moro/Turco. Por lo tanto, las imágenes difundidas participaron en la re-imaginación colonial del turco, presentándolo como un complemento digno y necesario para el catolicismo. Annick Benavides

Fig. 47. Defensa de la Eucaristía con Santa Rosa. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 99.4 cm x 69.7 cm.


En la Exaltación de la Eucaristía (Fig. 48) observamos a un monarca español y un Papa, ambos de rodillas con las manos juntas, adorando a la custodia que se encuentra colocada en posición central. Aquí los eclesiásticos y los monarcas católicos se presentan como fuerzas complementarias que permiten el triunfo de la eucaristía. Esta iconografía fue probablemente difundida en las Américas a través de grabados de la “Adoración de la Eucaristía” de Rubens, un tapiz diseñado para la pared del altar en la Iglesia de las Descalzas Reales en Madrid; también se asocia con las pinturas de la Corte de Madrid del siglo XVI y XVII, que representan a los reyes Habsburgo en adoración a un símbolo de Dios o la eucaristía, con sus manos juntas y de rodillas.3 En estas pinturas, mientras que el rey parece estar de rodillas en adoración de Dios, a menudo los artistas insertan sutiles referencias a las victorias militares de los Habsburgo contra los arrianos, musulmanes y protestantes; de esta manera, se conmemora el triunfo de los monarcas católicos sobre los herejes. De particular relevancia en esta Exaltación de la Eucaristía es la custodia -claramente de fabricación andina. Sigue el formato de custodia portátil, desarrollado en Cusco en el siglo XVII. El diseño tiene un símbolo circular de resplandor solar, colocado encima del tallo y la base. La configuración andina para los rayos del resplandor solar a menudo consistía en una malla elaborada de formas sinuosas parecidas a las letras C o S.4 Fabricar custodias con remate del resplandor solar no era popular en Europa antes de la época barroca; los ejemplos más antiguos probablemente fueron hechos a mano en las Américas.5 El remate del resplandor solar se asemeja a las imágenes del Inti que se propagaban en el Perú virreinal. Los artistas andinos utilizaron el signo del resplandor solar para representar a un Inti o Dios Sol. Martín de Murúa, en Historia del Origen y Genealogía Real de los Reyes del Piru, retrata a un hombre andino adorando un icono Inti, colocado por encima de un altar en el templo de adoración Coricancha (c. 1590, “Coricancha”, folio 64v, Colección Privada de Sean Galvin). La forma del ícono, un círculo con rayos de sol, corresponde a una tradición visual importada del viejo continente de representar al Inti; su diseño también se asemeja al símbolo circular en las custodias andinas. Por tanto, es posible que estas pinturas sirvieran para preservar la concepción de Inti en el mundo colonial. Annick Benavides

Fig. 48. Exaltación de la Eucaristía. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 164.3 cm x 113.3 cm. 138 / 139



Fig. 49. Niño Jesús triunfante. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 92.3 cm x 68.6 cm.

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Fig. 50. Exaltación de la Eucaristía con la Santísima Trinidad. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 167 cm x 125.4 cm.



Fig. 51. Premoniciรณn de la Pasiรณn. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 29 cm x 34.5 cm.

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Fig. 52. Cruz de la Pasiรณn con Santos. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre madera. 33 cm x 20.7 cm.


Fig. 53. Virgen de la Merced con San Pedro Nolasco. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 50 cm x 39.3 cm. 144 / 145



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CUSCO SIGLO XVII

Si bien la pintura cusqueña recibió su aliento fundacional de los pintores italianos que llegaron al virreinato peruano en el último cuarto del siglo XVI, fue con la influencia del arte de Flandes y de España que concretó sus modelos paradigmáticos y consolidó su madurez formal, ornamental y expresiva. La pintura cusqueña del siglo XVII tuvo en las preponderantes figuras de Diego Quispe Tito y Basilio de Santa Cruz Pumacallao a sus mejores exponentes. Ambos pintores, además de sus discípulos y seguidores, fueron influidos por diferentes ascendientes –la modalidad flamenca el primero y el gusto por lo español el segundo– y llenaron la mayor parte del siglo con sus composiciones, imponiendo elementos que casi monopolizaron la producción local. El trabajo de ambos muestra las corrientes estéticas favoritas de los mecenas cusqueños. El trabajo de Basilio de Santa Cruz Pumacallao adquirió un estilo propio en el último cuarto del siglo XVII, época del pleno Barroco. Su pintura está caracterizada por una composición dinámica, muy decorativa y de grandes dimensiones, características presentes en San Lorenzo (Fig. 54). En las vestiduras de San Lorenzo, se han agregado detalles ornamentales en pan de oro de factura moderna. Santa Cruz Pumacallao no solo se inspiró en grabados flamencos, sino también en el trabajo de pintores españoles como Murillo y Valdés Leal. Él los conoció a través de las obras y grabados que llevó al Cusco el Obispo Mollinedo y Angulo, quien desde su llegada a la ciudad en 1773 insufló de un nuevo impulso los proyectos de reconstrucción de la ciudad iniciados desde el terremoto de 1650. Los talleres locales, como el de Santa Cruz Pumacallao, pintor favorito del obispo, desplegaron una enérgica labor: decoraron con lienzos los conventos, monasterios, iglesias y capillas que eran reconstruidos por iniciativa de Mollinedo. De esta manera, la moda barroca de raigambre hispana llegó a ser adoptada por una gran parte de los pintores cusqueños, quienes la siguieron practicando hasta fechas posteriores al fin de la etapa virreinal. El uso de grabados flamencos, por parte de Diego Quispe Tito, añadió un elemento nuevo al arte cusqueño del siglo diecisiete: el empleo del paisaje, ya sea campestre o boscoso, como un elemento iconográfico al que se supeditan las figuras que narran escenas del Nuevo Testamento. El paisaje de Quispe Tito se puede apreciar en Retorno de Egipto (Fig. 55). Proporcionó, además, un componente romántico de naturaleza arcádica -que remite a la idea de un mundo paralelo, eternamente armónico donde la condición humana no existe. Las primeras obras de Quispe Tito están relacionadas formalmente con la obra de Gregorio Gamarra, pintor potosino y seguidor de Bernardo Bitti, a quien pareció emular en los inicios de su carrera mediante una fuerte tendencia a seguir las formas heredadas del manierismo italiano.

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Fig. 54. San Lorenzo. Basilio Santa Cruz Pumacallao. Cusco, siglo XVII, último tercio. Óleo sobre lienzo. 143 cm x 94.5 cm.


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Fig. 55. Retorno de Egipto. Diego Quispe Tito. Cusco, 1680. Óleo sobre lienzo. 63.7 cm x 145.4 cm.


Fig. 56. Santo Ermitaño. Anónimo. Cusco, siglo XVII. Óleo sobre lienzo. 113.2 cm x 153.5 cm.

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Fig. 57. Sagrada Familia. Diego Quispe Tito, Cusco, siglo XVII, segunda mitad. Ă“leo sobre lienzo. 83.5 cm x 141.6 cm.


Durante esa época, los procedimientos técnicos que se usaron fueron igualmente innovadores. Los pintores emplearon una mezcla del antiguo temple al huevo –de apariencia opaca– y de la pintura diluida en aceite -de origen renacentista europeo que generaba una transparencia brillante. A esto se le llamó técnica mixta; el cual constituyó un recurso frecuente sobre telas de algodón, lino o yute durante los siglos XVII y XVIII. La presencia en esta sala de un cuadro que presenta la imagen de un Santo Ermitaño (Fig. 56) indica un tipo iconográfico bastante escaso en las colecciones de arte virreinal. Los santos ermitaños o anacoretas son aquellos santos cuyas biografías se concentran en su huida a la soledad del desierto o de los bosques en busca de silencio y oración. Las leyendas de los primeros anacoretas proceden del siglo IV d.C.; los cuales se originan en una sociedad en crisis religiosa y política. El santo ermitaño presentado en la colección sigue el tratamiento del paisaje y la profunda espiritualidad marcada por el taller de Quispe Tito. En la sección de pintura cusqueña del siglo XVII del Museo Pedro de Osma, encontramos obras de los grandes pintores de ese período. El Retorno de Egipto (Fig. 55), variante de la conocida composición de Rubens difundida por Pontius, así como una Sagrada Familia (Fig. 57), revelan los rasgos distintivos del arte cusqueño desarrollados en el taller de Quispe Tito: el paisaje y el preciosismo cromático de los rostros. Otra obra importante es San Juan Evangelista (Fig. 58), relacionado con el taller de Juan Espinoza de los Monteros, otro de los grandes maestros cusqueños, cuya modalidad de trabajo facilitó la hibridación de las tendencias tanto flamenca como española.

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Fig. 58. San Juan Evangelista. Taller de Juan Espinoza de los Monteros. Lima, siglo XVII, Ăşltimo tercio. Ă“leo sobre lienzo. 158 cm x 82 cm.


Fig. 59. La Piedad. Anรณnimo. Siglo XVII, segunda mitad. ร leo sobre lienzo. 100 cm x 116 cm.

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Fig. 60. Inmaculada Concepciรณn. Anรณnimo. Cusco, siglo XVII, segundo tercio. ร leo sobre cobre. 25.9 cm x 20.4 cm.


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CUSCO SIGLO XVIII


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CUSCO SIGLO XVIII

Nunca como en el siglo XVIII, los talleres de producción artística de Cusco alcanzaron tan alto grado de desarrollo técnico y estético. El trabajo de los obradores de la ciudad fue tan dinámico que permitió la exportación de sus modelos a otras regiones americanas; con ello, se dinamizó a tal punto el mercado de la época –incluida el área de Lima– que casi lo monopolizó. Las obras llegaron a las zonas urbanas más importantes de los virreinatos de Nueva España, Nueva Granada y la Plata; de esta manera, se constituyó un elemento distintivo en el panorama ecléctico de la cultura del setecientos en la América española. La pintura devocional cusqueña alcanzó sus niveles más altos gracias a la habilidad de maestros como Marcos Zapata, Basilio Pacheco o Mauricio García. En la mayor parte de sus cuadros, se evidencia la creciente preferencia de la clientela local por la presencia del dorado como rasgo de culto y decoración. En ese sentido, el oro ya poseía una carga simbólica muy fuerte desde tiempos prehispánicos en toda la región; lo que no difería mucho del significado que la tradición cristiana le había otorgado a la luz dorada como forma retórica de representación de ciertas figuras celestiales. Además de los pintores individualizados por sus firmas y sus obras o identificados gracias a una posterior investigación documental, existen otros que han producido una enorme cantidad de cuadros anónimos o de algunos de los que solo conocemos sus nombres pero ninguna mención en los documentos. Tal es el caso de un realizador que firmó como Don Blas tres lienzos de tema religioso que se encuentran en distintos lugares de Perú: su trabajo ejemplifica al pintor popular cuya obra es una hibridación de modelos del arte culto que recorre periódicamente los distintos mercados coloniales. Entre los lienzos que se incluyen en esta sección, se cuentan una Cena de la Sagrada Familia (Fig. 61), que presenta a Jesús Niño, María y San José ocupados en actividades cotidianas, modalidad que la pintura de Cusco tomó y transformó de los ejemplos grabados llegados de Flandes. Entre las imágenes de mayor devoción en la ciudad, tenemos la del Señor de los Temblores (Fig. 62), patrón tutelar del Cusco desde el terremoto de 1650, cuyos rasgos, propios de un crucifijo tallado, fueron desde entonces copiados en pintura a lo largo y ancho de todo el territorio virreinal hasta el siglo XIX. Se le invoca contra los desastres naturales; actualmente es uno de los referentes de la fe y de la devoción cusqueña en particular y del sur peruano en general.

Fig. 61. Cena de la Sagrada Familia. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 122 cm x 88.4 cm. 164 / 165



Fig. 62. Señor de los Temblores. Anónimo. Cusco, siglo XVIII, primer tercio. Óleo sobre lienzo. 118.4 cm x 83.2 cm.

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Fig. 63. Virgen Niña Hilando. Anónimo. Cusco, siglo XVIII, segundo tercio. Óleo sobre lienzo. 112.5 cm x 80.5 cm.


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Vestir a las imágenes con ropas andinas es otra de las constantes en el arte virreinal, tanto en escultura como en pintura. Algunas, como la del Niño Jesús vestido como un pequeño Inca, fueron prohibidas por las autoridades eclesiásticas y políticas, debido a los peligros doctrinales que aquella identificación representaba. Sin embargo, figuras como la de María interpretada como una niña india ocupada en trabajar el huso y la lana, Virgen niña hilando (Fig. 63), se convirtieron en composiciones difundidas y contaron con el favor de los mecenas que las solicitaron a los maestros pintores para sus respectivos ritos de culto particular. El desarrollo de la pintura religiosa no impidió la manifestación, desde los inicios del siglo XVIII, de una fórmula decorativa basada en signos y formas geométricas provenientes del antiguo imperio de los incas, cuya reconstitución era profetizada por mitos como el del Inkarri. Esta nueva estética se generalizó hacia 1750 en pinturas, textiles, orfebrería, trabajos en madera, mates y otros; conformó un horizonte cultural paralelo al oficial que propició la nostalgia del antiguo imperio; y animó el levantamiento insurgente de varios grupos rebeldes que serían antecedentes de la gran revolución liderada por José Gabriel Condorcanqui en 1780. Así, el tema de los incas, del indio y de sus elementos culturales fueron de innegable importancia en la iconografía del siglo XVIII y aparecieron en una buena cantidad de lienzos, ya sea como un énfasis de la identidad india o bien como una vía de conciliación política propuesta desde los ámbitos oficiales. En estos temas, hallamos tres cuadros importantes de la colección del Museo Pedro de Osma. El primero es el matrimonio de la ñusta en Unión de la descendencia imperial Inca con la familia Loyola y Borja (Fig. 64), el de la sucesión incaica en Genealogía de los Incas (Fig. 65) y el de la Procesión del Corpus Christi (Fig. 66); todos guardan una estrecha relación con un tipo de pensamiento y hechos políticos que contribuyeron a desestabilizar al sistema virreinal. Frente a este clima de malestar político, las instituciones virreinales elaboraron mensajes de conciliación que, desde el ámbito de la pintura, determinaron la aparición de una nueva iconografía. Tal es el caso del tema de la Unión de la descendencia imperial Inca con la familia Loyola y Borja, también conocido como El matrimonio de la ñusta, tomado por la orden jesuita a partir de un suceso del siglo XVI y expuesto en imágenes dos siglos más tarde. Al narrar el matrimonio de la ñusta Beatriz, sobrina del último inca Huaina Cápac y heredera del imperio incaico, con Martín de Loyola, sobrino del santo jesuita Ignacio de Loyola, la composición intenta ser un argumento convincente de la legitimidad de las autoridades españolas en el Perú. A su vez, la hija de los cónyuges, Lorenza, aparece casándose con Don Juan de Borja, sobrino de otro santo jesuita, San Francisco de Borja. De este modo, los descendientes de los santos más representativos de la Contrarreforma española quedaban emparentados con la dinastía imperial cusqueña.

Fig. 64. Unión de la Descendencia Imperial Inca con la familia Loyola y Borja. Anónimo. Cusco, 1718. Óleo sobre lienzo. 175.2 cm x 168.3 cm.


El retrato del inca fue uno de los más frecuentes en la escena artística del siglo XVIII y vemos un ejemplo de esta iconografía en Genealogía de los Incas. En la parte superior, el dios cristiano presidía la composición junto al escudo de España y al de los Incas. En los extremos de la tela, se veían las figuras de Manco Cápac y Mama Huaco. Diversos estudiosos han interpretado esta serie como una propuesta de conciliación en medio de una escena política dinamizada por sectores inconformes. El Inca se trató de una figura que –tanto en lo privado como en lo público– se convirtió en un referente para los grupos cuyo discurso proponía no solo el reemplazo de las autoridades locales nombradas por el rey de España sino también el rompimiento de cualquier lazo de dependencia con la corona española. Apareció sobre papel, grabado y pintado en acuarela, representado sobre los muros de diversos edificios y finalmente también sobre lienzos. El modelo de estos últimos fue tomado de una composición atribuida al sacerdote oratoriano Alonso de la Cueva, quien en 1725 dio a conocer un grupo de medio retratos de los incas y los reyes españoles en ordenada sucesión cronológica y acompañados de textos biográficos. Esta composición, novedosa en el conjunto de la iconografía practicada en la pintura virreinal, se difundió en gran parte del territorio colonial. Su formato horizontal tuvo una variante vertical, en la que la Trinidad Celestial era reemplazada por la figura de Cristo y dos de los primeros conquistadores. Los ejemplos conocidos actualmente de la versión horizontal se relacionan formalmente con el grabado de Alonso de la Cueva –al que siguen en todos sus detalles– y se encuentran en colecciones de la iglesia de Cusco a Lima, pasando por Ayacucho. En lo que respecta a la composición vertical, existe un lienzo –también inspirado en el grabado de De la Cueva– en una colección privada. El aspecto discursivo de una tercera versión de estos medio retratos presentados en la misma tela y de acuerdo a una sucesión en el tiempo, sugiere una ruptura total con lo español pues privilegia únicamente el tema indio. Los incas en Genealogía de los Incas aparecen en las mismas posturas y actitudes que en el grabado de De la Cueva: el escudo indio preside la composición y repite las figuras del primer Inca y la colla Huaco en los extremos superiores. Así es como lo vemos en la sala del Cusco del siglo XVIII del Museo Pedro de Osma. Se expone allí como una imagen de la corriente ideológica que propició la independencia del Perú.

Fig. 65. Genealogía de los Incas. Anónimo, Cusco, siglo XVIII, segunda mitad. Óleo sobre lienzo. 105.6 cm x 103 cm. 170 / 171



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Fig. 66. Procesiรณn del Corpus Christi. Anรณnimo, Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 86.4 cm x 200.2 cm.


En la Procesión del Corpus Christi aparecen las principales parroquias del Cusco con sus imágenes en la Plaza de Armas de Cusco. Observamos la participación de todos los sectores del pueblo en esta gran celebración barroca. Observamos en el sector central del cuadro dos caciques vestidos en una versión colonial del regalía de los Incas. Dado a la presencia de estas figuras, el cuadro debió ser realizado antes de la revolución de Túpac Amaru II (en 1780) ya que del contrario se habría estado incumpliendo una de las disposiciones dadas a causa de este levantamiento, en que se prohibió a los indios vestir en los trajes Incas durante actos públicos. En los años finales del setecientos, la pintura cusqueña tiende a un tratamiento mimético del espacio; a la vez se esquematizan volúmenes y formas mediante el uso de colores brillantes. Estos lienzos solían aplicarse como decoración sobre muebles –ya sea arcones o armarios– o sobre instrumentos musicales. De su función ornamental deriva su carácter lúdico, cortesano o generalmente pastoral. Este último proyecto de los pintores andinos tuvo una enorme repercusión en las clases urbanas más altas de la sociedad virreinal; su práctica se mantuvo vigente durante una buena parte del siglo XIX, cuando estuvo unida a prototipos populares. Además de pinturas, los maestros cusqueños produjeron: esculturas, diversas tallas en madera –mobiliario, cancelas, púlpitos, tabernáculos, techos y retablos–, orfebrería, platería y figuras en pasta de yeso con las que se satisfizo la demanda comercial de objetos de uso sagrado y otros de naturaleza profana. Las rutas comerciales de estas obras –en particular de las tallas– incluyeron Lima, las regiones de Puno y Arequipa, así como la audiencia de Charcas en el norte argentino y la ciudad de Buenos Aires. Precisamente, un pequeño retablo que se exhibe en la colección del Museo proviene del sur peruano Altar de Cristo Crucificado (Fig. 67) y Cristo Crucificado (Fig. 68). El preciosismo de su talla corresponde a la producción de pequeños altares, llenos de riqueza ornamental y propia del siglo XVIII; los cuales resumen los rasgos distintivos del barroco tardío en esta parte de América.

Fig. 67. Altar de Cristo Crucificado. Anónimo, Lima, siglo XVIII. Talla de madera, ensamblado. 350 cm x 245 cm. 174 / 175



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Fig. 68. Cristo Crucificado. Anรณnimo. Escuela Flandes, siglo XVI. Marfil tallado. 60 cm x 46.5 cm.


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PLATERÍA Y TEXTILES

La riqueza minera del Perú durante la colonia estuvo constituida principalmente por la explotación de yacimientos de oro y plata. Estos materiales simbólicos estuvieron vinculados a los cultos del sol y de la luna, desde la época prehispánica. De acuerdo a los cronistas de los siglos XVI y XVII, la abundancia de estos materiales fue enorme; lo que creó una leyenda que atrajo, desde fechas muy tempranas, el interés de buscadores de metales preciosos y aventureros. A mediados del siglo XVI, en un cerro cónico de la antigua región del Alto Perú –actual Bolivia– a 4,000 metros de altura, se halló uno de los yacimientos de plata más ricos de la región. Junto a este, en 1545, se fundó la ciudad de Potosí. Esta ciudad fue la ciudad más poblada de América a comienzos del seiscientos. Sobre la base de la actividad minera, se creó una activa red económica que se convirtió en gran fuente de ingresos para las arcas del estado virreinal. De forma paralela, Huancavelica contó con una mina principal llamada Santa Bárbara y otras secundarias que proporcionaron grandes cantidades de mercurio o azogue. Este material hizo más fácil la obtención de plata. Asimismo, en la ciudad de Pasco, fue hallado un sitio argentífero de tal magnitud que –a finales del siglo XVII– determinó la creación de su propia Casa de Moneda. Esta mina, que se mantuvo activa durante la mayor parte del setecientos, fue factor importante en la economía virreinal, tras la disminución de la producción de Potosí, ocurrida en las décadas iniciales de ese siglo. La plata fue usada para la acuñación de monedas. Para ello, debido a que es un metal blando, era unida a metales más fuertes –como el cobre– a fin de evitar su desgaste natural. La plata también fue empleada para la creación de objetos de uso religioso y profano. Así, a nosotros ha llegado una platería de uso sacro y ritual, además de otra que define prototipos civiles y domésticos. En el primer caso, la Iglesia requirió elementos escenográficos para sus ceremonias litúrgicas –tanto en sus procesiones como en el culto cotidiano– así como adornos de servicio del altar. Continuando la tradición sevillana, se creó una multitud de objetos para diversos propósitos rituales: Custodia (Fig. 69), incensarios, cálices y platillos, coronas de santos y de Cristo, tiaras pontificias, mitras, navetas, copones, atriles, Cruz de Plata (Fig. 70), un Pelícano Eucarístico (Fig. 71), un Relicario de Santo (Fig. 72), aureolas, puertas del Tabernáculo (Fig. 73), candeleros y candelabros.

Fig. 69. Custodia. Anónimo. Lima, siglo XVIII. Plata, vaciado. 54.5 cm x 26 cm x 24 cm. 182 / 183



Fig. 70. Cruz de Plata. Anรณnimo. Cusco, siglo XVII. Plata, fundido y labrado. 65.9 cm x 33.9 cm x 17.7 cm.

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Fig. 71. Pelícano Eucarístico. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Madera y plata. 62 cm x 60 cm x 28 cm.


Fig. 72. Relicario de Santo. Anรณnimo. Cusco, siglo XVII. Madera y plata. 24.4 cm x 13.2 cm x 9.9 cm.

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Fig. 73. Puerta de Tabernรกculo. M. de Ochoa. Andina, 1749. Plata, laminado y martillado. 71.3 cm x 47 cm x 2 cm.



Fig. 74. Sahumador (Ciervo). Anรณnimo. Lima, siglo XIX. Plata, filigrana y vaciado. 16.5 cm x 15 cm x 13 cm. Fig. 75. Sahumador (Toro). Anรณnimo. Plata, filigrana. 17 cm x 13.6 cm x 18.3 cm.

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En el segundo grupo, hallamos objetos utilitarios de tipo doméstico, así como religiosos de uso personal: sahumadores (Fig. 74 y 75) de diversas formas animales y antropomorfas, pebeteros, candelabros, canastas (Fig. 76) y crucifijos. Entre los de uso doméstico habían pava-hornillo, teteras, cafeteras, lecheras, chocolateras, bombillas, yerberas, jarras, tazones, lavatorios, soperas, pailas, fuentes, copas, bacinicas, azucareras, máscaras, tupus (Fig. 77 y 78), bastones de mando, frascos, yesqueros, cofres, distintos servicios de mesa y cubertería, además de adornos de salón y dormitorio. También apreciamos mates (Fig. 79) cubiertos con plata dorada, máscaras en plata laminada y láminas de plata repujada (Figs. 80-83). Por último, el Museo Pedro de Osma también expone herramientas de montaje de caballo hechos en plata: estribos, espuelas, fuetes, riendas y arneses para el caballo. En la sala de platería también se exhibe varias obras de la familia de Osma Ayulo, como una canasta de filigrana, una montura de caballo de paso hecho de cuero y plata, objetos de apero y el Cristo de Valvanera (página 175). El referido Cristo se ha mantenido por generaciones en custodia de los descendientes de María Josefa Ramírez de Arellano y Baquíjano. La custodia de la pieza pasó inicialmente a una de las hijas de María Josefa y luego a la familia Pardo. El Cristo regresa a la familia de Osma por parte de Ana María Ayulo Pardo de Osma. Su hijo, Diego de Osma Ayulo, es el actual custodio de la pieza.

Fig. 76. Canasta. Anónimo. Lima, siglo XIX. Plata, filigrana. 24.7 cm x 19.2 cm.


Fig. 77. Tupu. Anรณnimo. Sierra Sur, siglo XIX. Plata mixta. 31.3 cm x 11.4 cm. Fig. 78. Tupu. Anรณnimo. Sierra Sur, siglo XIX. Plata, vaciado. 31.8 cm x 15.1 cm.

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En la sala de platería se exponen pinturas miniaturas con adornos repujados de plata. Encontramos detalles de plata repujado aplicados a un marco de carey que luce la efigie de Nuestra Señora de los Reyes (Fig. 84) y que fue firmada por el pintor sevillano Francisco Varela en 1644 y también en una Virgen de la Merced (Fig. 85), exhibido dentro de un marco de plata repujado. Además de los que provienen del patrimonio del museo, se exhibe un grupo de magníficas piezas de don Vittorio Azzaritti, así como la importante colección de numismática de oro formada en vida por don Guillermo Wiese de Osma. Dentro de la colección Azzaritti, destacan excelentes ejemplos de platería de uso profano en fuetes, bacinicas, bastones de mando, tupus, vasos y jarras. Por su parte, el conjunto de monedas de oro de don Guillermo Wiese de Osma, muestra el delicado oficio de los orfebres de los siglos XVIII y XIX. Procedentes de tres propietarios distintos, en la sala de platería del Museo Pedro de Osma, es posible apreciar ejemplos de todos estos objetos litúrgicos y domésticos y a la vez ejemplos excelentes de indumentaria litúrgica de la época colonial.

Fig. 79. Mate. Anónimo. Legenaria y plata. 14.1 cm x 10.5 cm x 10 cm.


Fig. 80. Lรกmina de Plata. Anรณnimo. Lima, siglo XVIII. Plata, fundido, repujado. 26.2 cm x 31.8 cm.

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Fig. 81. Lรกmina de Plata. Anรณnimo. Lima, siglo XVIII. Plata, fundido, repujado. 27.4 cm x 32.7 cm.


Fig. 82. Lámina con Músico. Anónimo. Lima, siglo XIX. Plata, fundido. 16.4 cm x 12.1 cm.

Fig. 83. Lámina con Ñusta. Anónimo. Lima, siglo XIX. Plata, fundido. 15 cm x 11.1 cm.


Fig. 84. Nuestra Señora de los Reyes. Francisco Varela. España, siglo XVII. Óleo sobre cobre. 23.5 cm x 16.4 cm.

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Fig. 85. Virgen de la Merced. Anรณnimo. Puno, siglo XVIII. ร leo sobre cobre. 24.5 cm x 18.7 cm.


Fig. 86. Dalmรกtica para Misas de Difuntos. Anรณnimo. Sevilla, entre finales siglo XVI y primera mitad del siglo XVII. Textil. 130.5 cm x 154 cm.

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Esta Dalmática (Fig. 86) es un excelente ejemplo del bordado sevillano de fines del siglo XVI y principios del XVII. Es probable que haya sido importada a Lima como parte de un terno eclesiástico, un juego de ornamentos y vestimentas que se usaban para la liturgia católica.6 Un terno, generalmente, incluía una casulla para el cura y dos dalmáticas para el diácono y subdiácono, además de otros ornamentos para el servicio de la misa. Esta dalmática, con su trasfondo negro e imaginería de calaveras y tibias cruzadas, se hubiera usado con sus piezas correspondientes para misas de difuntos.7 La industria del bordado para fines eclesiásticos florecía en Sevilla durante los siglos XVI y XVII.8 Consistía principalmente en el bordado de aplicación. Los artesanos bordaban los motivos en una tela base, como lienzo; luego recortaban los motivos y los aplicaban a telas finas como seda y terciopelo. En este ejemplo, los motivos decorativos y las imágenes de calaveras y tibias fueron bordados en lienzo y después aplicados a terciopelo rojo. Luego las piezas de terciopelo rojo fueron aplicadas al terciopelo negro que forma el cuerpo de la dalmática. Estos paneles de terciopelo, con diseños grutescos que rodean una imagen central, correspondían al bordado sevillano “al romano,” llamado así por ser inspirado en el ornamento italiano manierista.9 En cada panel se ve una variedad de técnicas de bordado, compuestas fundamentalmente de hilos de plata o, más bien, hilos de seda envueltos en láminas de plata. En el marco redondo de la calavera, vemos un diseño tipo cestería que se conocía como “setillos y empedrados”. 10 Los bordadores usaron una técnica llamada “oro matizado” 11 para crear la ilusión de profundidad en las calaveras y añadir colores a las plantas. Allí hilos paralelos de plata están cruzados por hilos de color de seda, creando un efecto transparente. Cada panel está enmarcado por una cinta con diseños en relieve, en este caso con el diseño “de almendrilla.” Estas cintas, que consisten en hilos de plata bordados encima de hilos gruesos de cotense o esparto, se conocían como “retorchas”.12 Se conoce que piezas como ésta fueron importadas de Sevilla a Perú. Uno de los más célebres bordadores sevillanos, Pedro de Mesa, mandó bordados a Perú a principios del siglo XVII, entre ellos un terno con insignias de la Inmaculada Concepción. 13 Estas obras posiblemente sirvieron como ejemplo para los bordadores que trabajaban en Perú. Los motivos también se podían trasladar a otros medios artísticos. Esta pieza, o una similar, habría servido de inspiración para dos frontales del altar sur andino, tejidos con lana de camélido para servir igualmente en misas para difuntos. 14 Imágenes de calaveras con tibias, envueltas en diseños “romanos” aparecen en cada frontal. Estos frontales muestran la importancia que podían tener piezas como esta dalmática en la formación de la cultura visual colonial. Maya Stanfield-Mazzi


Fig. 87. Frontal del Altar. Anónimo. España o Perú. Alrededor de 1700. 98 cm x 169 cm.

Aunque actualmente no se cuelgan textiles elaborados delante de los altares, durante la época colonial, el frontal de altar o antipendio era una parte importante del adorno del altar para la misa. Este tenía el largo del altar; se fijaba a la parte alta del mismo; y caía hasta el piso, cubriendo el espacio vacío debajo de la mesa y sirviendo como trasfondo para los oficiantes de la misa. Mientras en el siglo XVIII eran comunes los frontales repujados de plata o pintados en lienzo, telas finas importadas destacaban por su calidad. Aunque eran delicados, los frontales de tela se debían cambiar según el calendario litúrgico, marcando visualmente el año sagrado. El misal romano de Pio V había establecido los colores apropiados para distintas festividades. Por ejemplo, el rojo servía para fiestas de la cruz y de mártires.15 Este par de frontales, de terciopelo rojo con aplicaciones de bordados, fueron elaborados al estilo español. Pero es difícil saber si fueron creados en España para importación o en Perú. De hecho los materiales -el terciopelo de seda e hilos del mismo material- fueron importados de España o Italia.16 Mientras los hilos de plata, que se elaboraban torciendo láminas delgadas en hilos de seda, pueden haber sido trabajados en el Perú. Y de hecho ya había bordadores que trabajaban al estilo español, especialmente en Lima.

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Fig. 88. Frontal del Altar. Anónimo. España o Perú. Alrededor de 1700. 96.4 cm x 170.7 cm.

Cada frontal presenta un medallón al medio con una figura bordada en seda de colores, encima de un trasfondo de raso. El medallón está enmarcado por motivos decorativos y un baldaquín, cuyas cortinas están abiertas para relevar la imagen principal. Estos motivos son logrados en relieve: hilos de plata bordados en bases acolchonadas que luego eran aplicadas al terciopelo. Los cuatro bordes de cada frontal están ribeteados con diseños similares; en cada esquina hay un jarrón con plantas que se abre hacia adentro. Un frontal presenta al medio la figura de un obispo, vestido de rojo y portando un báculo pastoral (Fig. 87). En el otro aparece una imagen de San Juan de Dios, vestido de azul y portando una calavera y un crucifijo. Este santo portugués (1495–1550) fue fundador de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (Fig. 88).17 Como la orden estuvo activa en el Perú, manejando los primeros hospitales, podríamos sugerir que este par de frontales fue creado para adornar una de las iglesias de esta orden. Por otro lado, San Juan de Dios fue canonizado en 1690; entonces, es probable que los frontales tengan fecha posterior a ese evento. Maya Stanfield-Mazzi


Este Manto para escultura de la Virgen María (Fig. 89) es un ejemplo temprano del típico bordado de recorte que se usa hasta hoy en la confección de vestimentas para imágenes religiosas.18 Desde el primer siglo de la época colonial, era común vestir las esculturas de la Virgen María en mantos ricos. Donantes -normalmente alféreces o mayordomos que costeaban varios aspectos de una fiestadonaban mantos para los distintos días festivos de las Vírgenes, a fin de que salgan nuevamente vestidas en procesión. A veces estos mantos venían acompañados de pecheras, conocidas como escapularios, que les hacían juego en color y diseño.19 Durante la época colonial no se sabía siempre quién había donado cada manto; aunque las iglesias guardaban en los camarínes a las Vírgenes con sus joyas.20 Después se empezó a poner inscripciones en los mantos, registrando los nombres de los donantes. Aquí tenemos un ejemplo temprano de esa práctica, con el nombre del donante -Mateo de Guzmán- y el año de la donación, 1793. El nombre aparece en la parte de atrás del manto, que hubiera sido visible cuando la imagen pasaba por el público en procesión. El trasfondo del manto se confeccionó con dos piezas de terciopelo azul, un color tradicional de la Virgen. El borde tiene una franja de flecos elaborados en hilo dorado. Encima de esto hay dos bordes adicionales, uno delgado de líneas ondulantes y otro de plantas sinuosas con tallos delgados, característicos de finales del siglo XVIII. Las hojas y los pétalos de flores fueron motivos hechos a base de recortes de cartón, que están envueltos en hilo dorado y luego cosidos al terciopelo. También se ven lentejuelas doradas y piedras brillantes, comúnmente usadas en el bordado de fines del siglo XVIII. En los extremos, hay dos jarrones llenos de flores y el campo del manto está cubierto de flores pequeñas parecidas a estrellas, emblemáticas de la Virgen Inmaculada.21 En el mundo católico se había celebrado la fiesta de la Inmaculada Concepción como día solemne desde 1708. Muchas iglesias peruanas, especialmente las que custodiaba la orden franciscana, tenían imágenes escultóricas de la Inmaculada. Es probable que este manto haya sido creado para vestir a una Virgen de esa advocación, para su día festivo del 8 de diciembre de 1793. Maya Stanfield-Mazzi

Fig. 89. Manto para escultura de la Virgen María. Anónimo. Inscripción: Mateo de Guzmán, Año 1793. Perú, 1793. 126.7 cm x 210.5 cm.

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El Pañuelo Mezquita (Fig. 90) muestra una típica mezquita turca, con dos minaretes que terminan en media luna a cada lado de la cúpula central, también coronada con media luna. La mezquita dorada está rodeada por un cerco y diseños florales en las esquinas. El textil se usó como un estandarte -probablemente habría sido utilizado por un personaje turco en mascaradas andinas, bailes, o actuaciones festivas de la batalla Moros vs Cristianos. Actuaciones de Moros vs Cristianos, originalmente importadas de Iberia, fueron adoptadas por los amerindios. Estas implican un conflicto armado entre dos facciones de hombres, unos vestidos de moros y los otros de cristianos. Milena Cáceres, estudiosa de actuaciones de Moros vs Cristianos contemporáneas, argumenta que el lenguaje de algunos posiblemente se remonta al siglo XVI.22 Por otro lado, la palabra tinku es un término quechua y aymara que ahora se utiliza a menudo para describir rituales de baile y batallas a nivel comunitario.23 Las danzas tinku tienen lugar entre grupos claramente definidos, a una hora determinada, y por un tiempo limitado. Las danzas tinku son promulgadas con el fin de definir los límites de los ayllus y alimentar a los lugares de la tierra y sagrados de los andinos con vitalidad.24 Tienen origen prehispánico en actuaciones de carácter marcial. Performances andinas de Moros vs Cristianos constituyen una de las manifestaciones coloniales más tempranas de esta estrategia festivo-batalla de tinku. Así, la hostilidad entre moros y cristianos en estas actuaciones, que sigue siendo celebrada, no debe ser comprendida como una fuerza negativa o destructiva. La Danza del Turco, probablemente un derivado de Moros vs Cristianos, es un elemento principal de las festividades religiosas en diversas ciudades de los Andes del Sur. Esta danza se celebra, según Manuel Retamozo, con el fin de dar gracias por la cosecha y reconocer el triunfo del cristianismo.25 Los turcos bailan, enfrentándose a cada paso semicircular con sus armas. Llevan sombreros börk y estandartes, capas ricamente adornadas, pañuelos de múltiples colores atados en sus codos y máscaras. Las crónicas coloniales describen al personaje del turco disfrazado de manera similar en mascaradas.26 El uso de trajes festivos de turcos por los amerindios demuestra que las actuaciones caballerescas y de personajes europeos no son exclusividad de los españoles. Más aún, los amerindios impugnaron la asociación peyorativa entre indios y turcos a través de sus actuaciones. Su insistencia en que el personaje turco en actuaciones peruanas virreinales permanezca digno, efectivamente, ennoblece al hereje. Es decir, ya no era representado como el monstruoso “otro” al catolicismo. Annick Benavides Fig. 90. Pañuelo Mezquita. Anónimo. Siglo XIX. Tela con hilos metálicos. 48 cm x 45.3 cm.


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RETRA TOS Y MUEBLE RÍA


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RETRATOS Y MUEBLERÍA

No era común que el pintor colonial conociera al modelo del retrato que pintaba. Basta comparar las fechas de deceso de cualquiera de los retratados con las fechas de la ejecución de estas pinturas. Como resultado de este desencuentro, repetido una y otra vez en el tiempo, para la mayor parte de los pintores la reproducción del natural se limitó a la captación de la forma y no tuvo en cuenta la necesidad de lograr texturas veraces de la piel o de los cabellos de los modelos. Los pintores practicaban su oficio al servicio de la producción de imágenes religiosas y no como vía de estudio analítico de la naturaleza ni como ejercicio intelectual. Para obtener una muestra del entorno, los mecenas debieron adaptarse a estas condiciones. Para recrear el pasado fue usual valerse de referencias orales y también recurrir a fuentes gráficas que –a modo de estampas grabadas– contribuyeron a difundir el uso de determinadas imágenes. Si se consideran este tipo de procedimientos, se deduce que el pintor colonial, lo mismo que su contemporáneo europeo, dependió de imágenes preexistentes que reelaboró a voluntad; pero, a diferencia de aquel, no tuvo la costumbre de copiar directamente del natural. En nuestra pintura no existe el paisaje como género autónomo ni dibujos que revelen procesos creativos o de interpretación del modelo vivo. El estudio naturalista y la representación de sus texturas fueron programáticamente excluidas en favor de la uniformidad de apariencia. De esta percepción visual del modelo parece derivar la manera en la que casi siempre se ha trabajado cuerpos y rostros. En estos últimos, la carnación suele carecer de la textura adecuada. Se presenta simplemente como una mancha de color atenuada por un claroscuro que define la incidencia de la luz bajo la que se encuentra; no llega a ser moldeada por ella. En oposición, el pintor buscó dar a su obra un grado de expresividad mediante el adecuado tratamiento de ojos y boca –con los que consiguió insinuar el carácter y personalidad del individuo– a la vez desplegó toda su habilidad en la simulación preciosista y minuciosa de escudos heráldicos, joyas, telas bordadas, superficies doradas y cuanto detalle ornamental podemos imaginar. En el manejo de la figura corporal, la pose del retratado fue un prototipo repetido incesantemente como recurso protocolar. Ello se encuentra en relación directa con el papel documental e institucional dado al retrato.

Fig. 91. Retrato del Rey Carlos III de España. Anónimo. Cusco, siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 127 cm x 102 cm. 208 / 209



La sala de retratos del Museo Pedro de Osma muestra un grupo de efigies de reyes españoles ejecutados por pintores locales de diversas épocas del setecientos. El más atractivo, sin duda, es el de Carlos III de España (Fig. 91): el grabado que ha captado sus rasgos y los detalles decorativos de la parafernalia que lo acompaña pertenecen a Luys Bonnardel, quien desde Cádiz difundió la imagen de un joven rey creada por Piazzeta. El de Carlos IV (Fig. 92) es una magnífica realización de dibujo y color, que procede también de una fuente grabada, inédita hasta el presente. Otros retratos nos presentan a reyes y reinas españoles de factura popular que proceden de talleres andinos. También contamos con el Retrato de Fernando Rey de Castilla (Fig. 93). Los retratos actuaban como sustitutos del rey ausente; eran auténticas representaciones de su ser o esencia; y recibieron el mismo tratamiento protocolar que se otorgaba a los de carne y hueso. Como dice la historiadora Alejandra Osorio: “…la materialidad del rey solo podía ser imaginada como la de Dios o Jesucristo. A pesar de esto, el poder y la autoridad del Rey fueron muy reales y concretos para sus vasallos, para quienes el Rey español fue una figura de autoridad análoga a la figura de Dios: podía ver sin ser visto”. Desde este punto de vista, el retrato del rey fue “necesario e irremplazable como cabeza de la comunidad que gobernaba” (Xavier Gil-Pujol) y era, asimismo, “condición de gobierno de las indias” (Alejandra Osorio).

Fig. 92. Retrato del Rey Carlos IV. Anónimo. Cusco, siglo XVIII, último tercio. Óleo sobre lienzo. 136.5 cm x 94.8 cm. 210 / 211



Fig. 93. Retrato de Fernando Rey de Castilla. Anรณnimo. Cusco, siglo XVIII. ร leo sobre lienzo. 134.2 cm x 82.2 cm. 212 / 213


La sala de los retratos también deslumbra mueblería virreinal de uso civil, decorados en la técnica de enconchado. El enconchado es la incrustación decorativa de madre perla u otros materiales como carey o ébano en la madera. Se basa en la popularidad de los muebles Namban fabricados en Japón durante el tardío siglo dieciséis y temprano diecisiete.27 Esta influencia oriental, en combinación con la influencia mudéjar, es evidente en el excepcional gavetero (Fig. 94). Esta obra opulenta está compuesta de 3 piezas desmontables, cada una quebrada en cinco caras divididas por columnas salomónicas y contiene dos imágenes religiosas pintadas al óleo en las hornacinas. Como bien describe María Campos Carlés de Peña, el mueble luce una “expresividad inédita dada por el meticuloso uso de materiales como la conchaperla, el carey, la pintura al óleo y los herrajes imperceptibles...”28 Otro mueble enconchado que servía fines domésticos es el bargueño (Fig. 95).


Fig. 94. Gavetero. Anรณnimo. Filipinas, siglo XVIII. Madera tallada, ensamblado. 220 cm x 175 cm x 62.6 cm. 214 / 215


Fig. 95. Bargueño. Anónimo. Filipinas, siglo XVIII. Madera tallada, ensamblado. 41.3 cm x 62 cm x 34.8 cm.


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PIEDRA DE HUA MANGA


PIEDRA DE HUAMANGA

Como se sabe, la tradición occidental solo ha llamado artes cultas o artes mayores a la pintura, la escultura y la arquitectura, ya que han sintetizado las aspiraciones intelectuales y la cultura de una época así como el gusto oficial. Esta jerarquización de las artes –de origen europeo– se consolidó en la Edad Moderna y continúa vigente en nuestros días –aunque con menos fuerza– como un esquema clasificatorio de la producción plástica. Cualquier otra expresión artística todavía es considerada simplemente como objeto suntuario o artesanal. Pese a que en el virreinato del Perú no se contó con tratados de arte que prueben la validez de ese esquema, el tratamiento que los investigadores y estudiosos realizaron de las artes coloniales corrobora una concepción similar a la europea, al menos entre los primeros historiadores que se ocuparon de estos temas. Los dibujos de Huamán Poma de Ayala, los de Martín de Murúa o las acuarelas que mandó pintar el obispo Baltazar Compañón, por ejemplo, son obras que no están consideradas en ninguna de las corrientes artísticas que desde 1575 en adelante definieron formal y conceptualmente pinturas, esculturas y edificios religiosos y civiles. Se les estudia desde una perspectiva histórica o bien antropológica, al igual que otros oficios considerados tradicionalmente como menores. Sin embargo, en los últimos 20 años se ha tendido puentes mediante exposiciones y estudios que explican que los sectores culto y popular pertenecen a un mismo espíritu de época y que deben ser estudiados en conjunto para conocer mejor su contexto. Este es el caso de las figuras talladas en piedra de Huamanga, región rebautizada posteriormente con el nombre de Ayacucho. Allí se encuentran las canteras de un tipo de alabastro usado desde el siglo XVII para tallar figuras devocionales en pequeño formato, a veces policromadas y otras en el color natural del material. Las imágenes talladas en piedra de Huamanga contaron, desde temprano, con la preferencia de distintos sectores sociales; además pasaron a integrar un amplio horizonte visual compuesto por efigies de santos, santas, advocaciones marianas y de Cristo, así como escenas de la Pasión y cuanto tema iconográfico se conoce de la colonia. Fue un recurso común referirse a una fuente previa, generalmente un grabado flamenco del siglo XVI, para emular patrones de composición. Al producirse el cambio hacia la República, su temática derivó en figuras alegóricas, en las que se puso de manifiesto un discurso americanista y triunfal. Entre las obras religiosas de la colección del Museo Pedro de Osma, destaca un conjunto historiado con escenas de la vida de la Virgen (Fig. 96-99), trabajos del siglo XVIII que conservan restos de su policromía original. La escultura de San Francisco de Asís (Fig. 102) penitente también es otra destacada: el santo sostiene una calavera en mano izquierda y mira hacia el cielo. La expresión de su rostro es un discurso profundamente dramático cuyo correlato se encuentra en la curvatura del cuerpo inclinado hacia atrás y que enfatiza la comunicación del santo con Dios.

Fig. 96. Nacimiento de la Virgen. Anónimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 30.5 cm x 25.2 cm x 6 cm. 218 / 219



Fig. 97. Educaciรณn de la Virgen. Anรณnimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 30 cm x 25 cm x 6.2 cm.

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Fig. 98. Presentaciรณn de la Virgen. Anรณnimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 30.1 cm x 25 cm x 5.6 cm.


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Fig. 99. Sagrada Familia con Santa Teresa de Ávila. Anónimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 31.1 cm x 23.5 cm x 5.3 cm.

Fig. 100. Coronación de la Virgen con la Santísima Trinidad. Anónimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 26.2 cm x 16.9 cm x 7.9 cm.


Fig. 101. El Buen Pastor. Anรณnimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 28.7 cm x 10.9 cm x 8 cm.

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Fig. 102. San Francisco de Asís. Anónimo. Ayacucho, siglo XVIII. Talla en piedra de Huamanga. 20.3 cm x 10.1 cm x 5.5 cm.


1

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17

2

González Holguín, Vocabulario de la Lengua General de todo el Perú

Para otra imagen colonial de estesanto, véase Andrea Lepage, “Saint

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19

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10

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13

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16

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BIBLIO GRAFÍA

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GALERÍA TEMPORAL

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En la GalerĂ­a Temporal del Museo Pedro de Osma se han presentado numerosas exposiciones de artistas contemporĂĄneos, tanto nacionales como internacionales. Con este espacio el Museo busca promover artistas peruanos de la nueva generaciĂłn y artistas consagrados con reconocimiento internacional.


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FUNDACIÓN PEDRO Y ANGÉLICA DE OSMA GILDE MEISTER


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Las actividades culturales del Museo Pedro de Osma se enmarcan en la línea de acciones de la Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister. Esta es una institución sin fines de lucro creada por voluntad testamentaria de los hermanos Pedro y Angélica de Osma Gildemeister, quienes destinaron sus bienes con dos objetivos: preservar y promover -a través del Museo- el patrimonio virreinal y realizar obras sociales para niños y ancianos. Desde la muerte de ambos, la Fundación es administrada por distintos miembros de la familia de Osma. A través de recursos propios y de donaciones de terceros, la Fundación ha brindado ayuda a poblaciones en situación de vulnerabilidad social bajo principios humanos y cristianos. La Fundación realiza obras propias a través de tres proyectos muy importantes. Primero, hay un centro de atención residencial para niños declarados por el Poder Judicial en estado de abandono, tanto físico como moral, llamado “Hogar Angélica de Osma”, ubicado en Ñaña-Chaclacayo. Asimismo, funciona la guardería “Belén de Osma”, en el Cercado de Lima, el cual es un centro para niños con Síndrome de Down en edad preescolar. Finalmente el tercer proyecto ubicado en Barranco, es otro centro de cuidado infantil llamado “Pedro de Osma y Pardo” que vela por los niños de escasos recursos económicos de ese distrito y de Chorrillos. El actual administrador de la Fundación, Óscar de Osma Berckemeyer, afirma: “Estamos en una posición que nos obliga a destinar parte de nuestro tiempo a ayudar a los más necesitados. Pedro y Angélica de Osma Gildemeister generaron el patrimonio y sentaron las bases; pero somos nosotros –los que llegamos después– quienes nos hemos abocado a gestionar ese patrimonio. Nos tocó la responsabilidad.” La Fundación también colabora intensamente con otras instituciones, como la: “Asociación Internacional Mensajeros de la Paz” y la “Congregación de Hermanitas de los Ancianos Desamparados”. Como parte de esta red, la Fundación aporta asilos en Lima, Callao, así como en Chaclacayo, Piura, Ayacucho, Arequipa, Huancavelica, Cusco, Chiclayo y Trujillo. Además, la Fundación ayuda económicamente a otras 25 instituciones: · Instituto Mundo Libre · Comedor San Vicente de Paúl · I.E.I. María Madre de los Niños · Parroquia San Pedro de Chorrillos · Parroquia Virgen de la Familia · Ciudad de los Niños - Padre Iluminato · Congregación Hijas de María Auxiliadora · Comedor San Antonio de Padua · Comedor San Francisco de Asís Piura · Solidaridad en Marcha · Asociación Proguardería Infantil de Barranco · Centro Ann Sullivan · Fundación Niños del Arco Iris Cusco

· Hogar Temporal San Luis Chorrillos · Refectorio Infantil San Francisco de Asís · Asociación Runayay · Asociación Aprendo Contigo · Parroquia San Francisco de Huánuco · Asociación la Verdadera Vida en Dios · Hogar San Camilo · Comedor San Martín de Porres · Hogar Niño Jesús de Praga · Hogar Clínica San Juan de Dios · Asociación Helen Keller · Da un Chance


JUNTA DE ADMINISTRACIÓN DE LA FUNDACIÓN PEDRO Y ANGÉLICA DE OSMA GILDEMEISTER PRESIDENTE

FELIPE JUAN LUIS DE OSMA BERCKEMEYER

VICEPRESIDENTE

ANA MARÍA DE OSMA AYULO

SECRETARIO

OSCAR JAVIER DE OSMA BERCKEMEYER TESORERO

DIEGO PEDRO DE OSMA AYULO VOCAL

EDUARDO HOCHSCHILD BEECK

VOCAL

JORGE HERNÁN CHRISTOPHERSON PETIT VOCAL

WALTER NUÑEZ ANTO


Esta publicación ha sido posible gracias a la Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister y Société Générale. Edición ANNICK BENAVIDES Asistente de edición KARINA PALOMINO Concepto gráfico y diseño DANIELA SVAGELJ - IDEO COMUNICADORES Redacción de textos JAVIER MEJÍA Retoque de fotos SOLANGE ADUM Impresión GRÁFICA BIBLOS S.A. Calle Morococha 152, Surquillo Créditos Fotográficos JAVIER FERRAND: páginas 14, 45, 56, 57, 59, 72, 73, 77, 85, 97, 107, 108, 109, 110, 120, 121, 123, 130, 147, 148, 171, 172, 183, 185, 187, 190, 211, 219. DANIEL GIANNONI: páginas 68, 83, 98, 105, 106, 119, 125, 132, 135, 150, 151, 153, 162, 179, 180, 188, 189, 192, 194, 195, 197, 198, 208, 221. MAYU MOHANNA: páginas 43, 51, 53, 55, 65, 67, 69, 71, 74, 86, 87, 88, 93, 94, 95, 99, 101, 111, 126, 136, 137, 138, 139, 141, 154, 155, 161, 163, 164, 167, 168, 181, 182, 184, 186, 191, 205, 207, 210, 215, 216, 217, 218, 220. MUSUK NOLTE: carátula y páginas 1, 2, 4, 6, 8, 10, 12, 18, 21, 28, 31, 32, 35, 36, 40, 46, 48, 60, 78, 80, 90, 102, 113, 114, 116, 128, 142, 144, 156, 158, 174, 176, 200, 202, 212, 223, 224, 228, 236. ARCHIVOS MUSEO PEDRO DE OSMA: páginas 22, 25, 26. BRENDA BRAVO: páginas 230, 232. EMILY ÁLVAREZ: página 226. RONALD HARRISON: página 62.

ISBN: 978-612-46844-0-1 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2014-16760 © Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister Primera edición: diciembre 2014 Editado por la Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister Jirón Montero Rosas 119, Barranco Telf. +511 467-0063 comunicacion@fundacionosma.org Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro podrá ser reproducida sin la autorización de la Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister.


Av. Pedro de Osma 421 Barranco, Lima - PerĂş www.museopedrodeosma.org

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