“ESE VENERO, ESE MANANTIAL”: PRESENCIA DE LA BIBLIA EN LA CULTURA DE OCCIDENTE (I) Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los libros sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón. Me gusta desmoronar esas costras que han ido poniendo en los poemas bíblicos la rutina milenaria y la exégesis ortodoxa de los púlpitos para que las esencias divinas y eternas se muevan otra vez con libertad. Después de todo, digo otra vez que estoy en mi casa. El poeta al volver a la Biblia, no hace más que regresar a su antigua palabra, porque ¿qué es la Biblia más que una Gran Antología Poética hecha por el Viento y donde todo poeta legítimo se encuentra? […] LEÓN FELIPE, “Qué es la Biblia?”, en Ganarás la luz (1943)
El impacto de una “literatura sagrada” Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, escribió sobre la extraordinaria riqueza y diversidad de los documentos reunidos en la Biblia que hacen justicia al significado original de esta palabra, pues la Biblia es una auténtica biblioteca: ¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo las obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar que todo proviene del mismo autor. (“La literatura de mis días”, 1983).
En su caso, y como él mismo dio testimonio varias veces, llevaba la Biblia “en la sangre”. Prueba de ello son las múltiples alusiones a lo largo de su obra y los prólogos que escribió a las traducciones del libro de Job y del Cantar de los Cantares, de Fray Luis de León. Asimismo, sus poemas sobre el Eclesiastés y los Evangelios son magníficos; así, el dedicado a “Juan 1, 14” es ejemplar: “He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera; / no será nunca lo que quiero decir,/ no dejará de ser su reflejo. / Desde mi Eternidad caen estos signos”. Y en otro momento, resumió: “La Biblia, más que un libro, es una literatura”. La variedad de géneros y estilos, de temas y relatos, hacen de la Biblia un auténtico venero, un océano de posibilidades para ver desplegada la experiencia humana en todas sus variantes. Asomarse a su influencia en la cultura de Occidente, es una magnífica oportunidad para constatar la manera en que estos textos sagrados han contribuido a modelar el pensamiento, las creencias y las mentalidades, a tal grado, que resulta impensable imaginar el mundo, tal como se ha conocido hasta hoy, sin su presencia en todos los niveles de la existencia. Con ello no se quiere decir que el aprecio que tiene se refleje necesariamente en las estructuras sociales, políticas o educativas de los diversos países, sino más bien que el legado bíblico permea ampliamente su espectro cultural y rebasa, con mucho, los esfuerzos institucionales que se realizan para promover su lectura e interpretación. Hace algunas décadas, dos estudiosos evangélicos latinoamericanos indagaron este tema desde perspectivas diferentes: don Aristómeno Porras (más conocido por su seudónimo Luis D. Salem) lo hizo en un par de cuadernillos atinados y sensibles. Más tarde, Luis Rublúo Islas dedicó una columna periodística a dar cuenta de las aficiones bíblicas de un centenar de estadistas, escritores, músicos o artistas, y la lista es verdaderamente larga. (LC-O)
CONTRA CORRIENTE Karl Barth Instantes. Santander, Sal Terrae, 2005, p. 105. Vosotros servís al Señor, no a los hombres. EFESIOS 6.7
N
ada ha cambiado: el cristiano en su entorno —por más que éste sea supuestamente cristiano, quizá incluso muy conscientemente cristiano— siempre será un bicho raro y amenazado. El camino del cristiano, por solidario que éste pueda ser con el mundo, no puede en modo alguno ser el camino del mundo, y menos aún de un mundo supuestamente cristianizado. Tendrá que seguir, en lo grande y en lo pequeño, su propio camino desde el lugar que lo mueve, y por eso, en todo cuanto piensa, dice y defiende —abiertamente en unos casos, menos abiertamente en otros, pero siempre, en realidad— será un extraño que dará muchas ocasiones de escándalo. A unos les parecerá demasiado ascético, y a otros demasiado optimista o demasiado despreocupado; unas veces le tacharán de individualista, y otras de colectivista; unas veces de autoritario, y otras de librepensador; unas veces de burgués, y otras de anarquista... Rara vez se le podrá encuadrar en la mayoría que predomina en su entorno. En cualquier caso, nunca se dejará llevar por la corriente. Las grandes evidencias no tendrán nunca para él validez absoluta, aunque tampoco la tendrá la absoluta negación de las mismas, de manera que difícilmente se le podrá contar tampoco entre quienes aplauden a los revolucionarios de turno. Y no cultivará su libertad de pensamiento a escondidas, sino que la manifestará con sus obras y con una conducta libre que nunca será del agrado de la gente.