La parte núm. 3 (“Dios, hazme saber que mi vida tiene un fin”) inicia con una conmovedora plegaria del barítono, en Re-menor (región tonal de relativa menor de Fa-mayor), que nos llevará a una ferviente fuga en Re-mayor (“Las almas de los justos están en manos del Señor”), con la que concluye esa sección. La parte núm. 5 (“Tenéis tristeza, pero yo os consolaré”), en Sol-mayor (supertónica de Fa-mayor), cautiva con su angelical solo de soprano, que traza una tersa línea melódica sobre un “tapete” coral-orquestal en el que el coro participa en el más puro estilo de las tragedias griegas […]. El corazón de Un réquiem alemán lo constituye la parte núm. 4 (“Cuán amables son tus moradas…”), escrita en la tonalidad de Mi-bemol-mayor que, en el contexto de Fa-mayor, pertenece a “otro mundo” armónico: Las moradas divinas son ese otro mundo al que se hace referencia. Encuentro en Un réquiem alemán una propuesta contraria a la tradicional dramatización de la intercesión en favor de las almas de quienes han dejado esta vida, pero partidaria del enfrentamiento y discusión con la muerte, una discusión en la que la trompeta no recibe el encargo de anunciar el juicio final, sino de anunciar la redención última del hombre (recordamos aquí, análogamente, el uso que Beethoven (1770-1827) hace de la célebre señal de la trompeta en su ópera Fidelio), una redención fundada en la gracia divina que confirma la convicción de la inmortalidad del espíritu y de la victoria sobre la cesación de la existencia en el tiempo y en el espacio (en su “Ensayo sobre la historia”, Bertrand Russell escribe: “sólo lo muerto existe plenamente”). En su discurrir, Brahms evalúa el tránsito del creyente por esta vida hacia la otra vida (“el origen de la religión está en la dicotomía del hombre entre su apariencia real y presente, y su esencia irreal nopresente”, escribe el filósofo Ernst Bloch) y
lo presenta con una plasticidad y pictoricidad, hasta ahora inigualadas, en la musicalización de los textos bíblicos. Estos textos son ora suaves, ora duros; líricos y épicos, estáticos y dinámicos, proféticos y corroborantes, sencillos y profundos, presentes y escatológicos. Brahms escribe una música gestual que sugiere una íntima correspondencia con la palabra y que cuando ésta ya no da para más, la complementa extendiendo su sentido. En el siglo XIII, el teólogo católico Tomás de Aquino escribió lo siguiente: “El hombre no tiene un fin último natural ni un fin último sobrenatural; él tiene sólo un único fin último: el futuro prometido por Dios”. Otro teólogo, Paul Tillich, siete siglos más tarde agrega: “La esperanza es la voz del ser esencial del hombre”. Me parece que el poderoso réquiem brahmsiano sobrepasa, con mucho, las reflexiones de Tomás de Aquino y de Tillich, pues dispone del recurso de la comunicación musical, que va más allá de la comunicación verbal. […]. Los ojos del alma brahmsiana han oído la esencia de la esperanza y nos la presenta con una argumentación teológico-musical plausible y seductora, compartiente e inducente, rebosante de aliento y convicción. En Un réquiem alemán Brahms se volvió exegeta de la esperanza. Concluyo citando la plegaria davídica que Brahms seleccionó para la tercera parte de su réquiem, en la versión de la Biblia de Jerusalén: “Hazme saber, Yahvéh, mi fin,/ y cuál es la medida de mis días, / para que sepa yo cuán frágil soy. / Oh sí, te bastan palmos para contar mis días, / mi existencia cual nada es ante ti;/ sólo un soplo, todo hombre que se yergue,/ nada más una sombra el humano que pasa,/ sólo un soplo las riquezas que amontona, sin saber quién las recogerá./ Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar?/ En ti está mi esperanza” (Salmo 39:5-8). Guanajuato, Gto., 10 de septiembre de 1997
NADA SE PERDERÁ Karl Barth I ns t a nt e s . Sa nt an d er , Sa l T er r ae , 20 05 , p . 13 6 . Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo. II CORINTIOS 5.10
E
l castigo de los “de fuera” me interesa mucho menos que el mío, el que me aguarda a mí. Y éste consistirá, seguramente, en que entonces quedará patente el contraste: por un lado, la realidad de la salvación y la vida; por otro, el poco uso que de ella hemos hecho, lo vergonzosamente exigua que ha sido nuestra gratitud. A este respecto, siempre resulta de lo más saludable pensar primeramente en uno mismo, y desde ahí juzgar la trascendencia de que a esta humanidad y cristiandad absolutamente ingrata se le regale la compasión de Dios: ¡el gran «pese a todo» de Dios! Pues éste será el juicio: el «pese a todo» del Dios misericordioso. Ahí estaremos nosotros con nuestro océano de ingratitud, y Dios dirá: “¡Yo te he amado!”. Y todos tendremos que avergonzarnos entonces. Esta pena será verdaderamente eterna: tener que avergonzarnos así; pero avergonzarnos ante la sobreabundancia de la gracia de Dios. Esto significa que a nosotros los primeros, a nosotros y a los ateos y a todos, se nos abrirán los ojos para ver cuántos motivos tenemos para estar agradecidos. La contemplación de la compasión de Dios será nuestra tarea absolutamente inacabable por los siglos de los siglos. Todavía no he mirado detrás del velo, pero no puedo dejar de pensar que allí estará todo lo que una vez fue —incluso la historia de la teología, que quizá sea uno de los rincones más tenebrosos que tengan que iluminarse, e incluso la historia natural, con todos esos bosques hundidos y todos esos animales que vivieron en otro tiempo—. Nada se perderá, absolutamente nada. He Qi, Martha y María