LA “DERECHA EVANGÉLICA” (I) Juan Stam ALC Noticias, 4 de mayo de 2016 En el discurso político de nuestro tiempo, “evangélico” y “derechista” se tratan como sinónimos intercambiables. En este contexto semántico, ser evangélico significa apoyar al gobierno golpista de Honduras y la oposición derechista de Venezuela y Brasil. En Estados Unidos, significa pertenecer al Partido Republicano, a lo mejor en sus sectores más reaccionarios. Encontrar un “evangélico demócrata” es más difícil que encontrar una aguja en un pajar. En esta situación, el término “evangélico” no tiene absolutamente nada que ver con su raíz: el Evangelio, las buenas nuevas del reino de Dios. De hecho, en su uso actual es un membrete que carece totalmente de significado teológico. Donald Trump puede jactarse, “I’m evangelical, and proud of it” (“Soy evangélico, con mucho orgullo”), sin la menor sospecha del significado del término. Alzó una Biblia y la declaró el libro más grande de todos los siglos, pero no pudo citar ningún versículo favorito, ni aun Juan 3:16. (Recientemente dijo que la frase “ojo por ojo” le parece un texto muy apropiado para nuestro tiempo, sin darse cuenta de que esa frase no justifica la venganza sino que la limita). Él no acostumbra arrepentirse, dijo, porque no comete actos malos de qué arrepentirse. Así es el evangelicalismo de Donald Trump y muchos otros “evangélicos”. De hecho, muy pocas de las personas e iglesias “evangélicas” lo son realmente. La gran mayoría son fundamentalistas, que es esencialmente lo contrario. Veamos un poco de historia.
El título “evangélico” tiene una historia larga y muy honrosa. Algunas iglesias nacidas de la Reforma optaron por llamarse “Iglesia Evangélica”. En el siglo XIX los evangélicos estadounidenses luchaban por la emancipación de los esclavos y el sufragio de la mujer. Después de la guerra civil el movimiento perdió fuerza y comenzó la lucha de los fundamentalistas contra los liberales (modernistas). Éstos últimos, en su intento de acomodar el evangelio al pensamiento moderno, negaban la deidad de Cristo y su resurrección, la inspiración bíblica y otras doctrinas históricas. Los fundamentalistas en cambio santificaron las tradiciones doctrinales como verdades absolutas más allá de todo cuestionamiento. Insistieron en la creación literal del mundo, la inspiración verbal (y después la inerrancia) de la Biblia, la deidad, resurrección y retorno de Jesús (y después, el premilenialismo y el rapto pretribulacionista). Faltó una teología de la iglesia, del Espíritu Santo, de la historia y la sociedad, entre otros renglones. Esa reduccionista teología fundamentalista iba acompañada de un código moral igualmente reduccionista: no fumar, no tomar, no bailar, no ir al cine. En los años cincuenta un grupo de teólogos y líderes, inspirados/as por los Reformadores del siglo XVI, decidieron romper con el fundamentalismo e iniciar un movimiento neo-evangélico que no sería ni liberal ni fundamentalista sino una nueva opción teológica. Intentaban ser menos dogmáticos, y más bien mucho más críticos, desde la ciencia exegética y la teología bíblica. Tomaban una actitud más abierta y objetiva, más honesta, hacia los demás teólogos/as y teologías (ver “Ética y estética del discurso teológico” en J. Stam, Haciendo teología en América Latina, Tomo I, pp.23-46). Se abrieron también a toda la problemática ética, incluso un incipiente compromiso con los pobres y con la justicia.
EL ALTAR EN DONDE SE ORA POR EL REGRESO (Fragmento) Rubem Alves, Padre Nuestro. Meditaciones
Y
allí, justamente en el lugar de la ausencia, en donde las cosas que moran en mi mundo dejaron sus señales de partida, construyo un altar. Mi deseo dice que la partida es triste, que debería haber un reencuentro. Quisiera poder encerrar todo en mi abrazo, puestas de sol, pinos solitarios, Navidades tristes, oratorias, rostros, como si yo fuera un gran padre, una gran madre… Me gustaría que mis palabras fueran mágicas y que nada en el universo se perdiera. Mis brazos son demasiado pequeños para una magia tan grande, y mi cuerpo se transforma entonces en ese lugar sagrado, altar, donde es pronunciado este nombre, símbolo de nuestra esperanza de una eterna juventud del universo. Entonces invoco tu nombre: Dios. No, no es la eterna caricia de la mano el gesto más tierno. Antes de la caricia tienen que estar estas palabras: “Te amo…”. Y es preciso que hayan sido oídas, aunque hayan sido palabras mudas. Porque amo, deseo repetir. Una sola vez no basta… Tu nombre es una declaración de amor al universo, mi bendición, mi gesto mágico… Aunque tú no existieras tu nombre estaría en mi boca… ¿Será que aquel que ama olvida el nombre de la amada porque ha partido, para jamás volver? ¿No sonarán sus poemas, en el dolor de la ausencia, todavía más bellos?