Letra 511, 12 de marzo de 2017

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EVA, M AD RE H UÉ RF AN A Margot Kässmann

E

va ha pasado a la historia como la gran seductora. Fue la mujer que escuchó a la serpiente y desobedeció a Dios. La mujer que persuadió a Adán para que comiera de la fruta prohibida. El redactor de esta historia, el segundo relato de la creación en la Biblia, quiere mostrar cómo los seres humanos, desde la creación más ordenada, trajimos el caos a nuestra vida. En este sentido, la historia se diferencia claramente del primer relato del Génesis, que cuenta cómo Dios, a partir del anterior caos, creó el orden del mundo, la luz y la oscuridad, la tierra y las aguas. ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Por qué existen la culpa, el sufrimiento y el esfuerzo? ¿Por qué la muerte? ¿Por qué no es la vida como la contemplamos en nuestros sueños? El segundo relato de la creación intenta dar respuesta a estas preguntas. Cuenta que, al principio, el hombre estaba completamente rodeado por los cuidados de Dios, con límites claros y deberes pautados. El mal no se presenta hasta que el hombre deja de obedecer a Dios. Una vez perdido el contacto directo con Dios, el paraíso es irrecuperable. La historia subsiguiente de Caín y Abel narra la expansión del mal. Está claro: el paraíso bíblico no es solo un lugar para la vida, sino que contiene ya todo lo que amenaza al hombre. Recordemos: la serpiente se presenta como el animal más astuto y entabla una fatal discusión con la mujer —o, como traduce Lutero literalmente del hebreo al alemán, con la Männin, es decir, la “varona”—. Exagera en forma de pregunta el mandamiento de Dios: “¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?”. Al hacerlo, brinda a la mujer la oportunidad de aclarar las cosas y de corregirla. Pero ella exagera aún más y a la prohibición de comer añade una amenaza: «¡No! Podemos comer de todos los árboles del jardín. Solamente del árbol que está en medio

del jardín nos ha prohibido Dios comer o tocarlo, bajo pena de muerte” (3.2-3). La serpiente acentúa la rivalidad de Dios, la mujer sucumbe al atractivo de lo prohibido. El hombre no es el personaje decisivo, simplemente participa. Aquí queda explicado lo que hasta hoy conocemos y percibimos como puramente humano: el ser humano tiene el instinto de cruzar los límites. La imagen judeocristiana del ser humano es muy realista, es consciente desde el principio de la capacidad de seducción y de la propensión a sobrepasar los límites. La historia de Adán y Eva es excelente en su representación, y hasta hoy en día podemos comprenderla. El caro bocado a la fruta prohibida los obliga a ambos a cubrir su desnudez con una hoja de higuera: el hombre que quería tenerlo todo, que quería ser como Dios, se esconde bajo los arbustos, se asusta al verse desnudo. La cercanía confiada de Dios se convierte en temor de Dios. Cuando Dios pide cuentas a los hombres, estos adoptan una actitud muy confiada y humana: siempre le echan la culpa a otro. El hombre dice: “Fue la mujer”. La mujer dice: “La serpiente es culpable”. El origen del “mal” no puede explicarse, y echarse la culpa unos a otros siempre lleva a la confusión. Sigue entonces la expulsión del paraíso, acompañada por tres sanciones de Dios: la serpiente se arrastrará sobre el vientre; la mujer sufrirá en la preñez, parirá hijos con dolor y será «dominada por el marido»; finalmente, el hombre trabajará con fatiga mientras viva, y «comerá el pan con el sudor de su frente». Así, pues, traspasar los límites acarrea duras consecuencias. El paraíso no puede seguir siendo el espacio de vida para los seres humanos. Puesto que en este momento son ya conocedores del bien y del mal, a los hombres ya sólo les falta ser como Dios en otro aspecto, comer del árbol de la vida para ser inmortales. Pero Dios los expulsa del paraíso y coloca unos querubines que con sus espadas llameantes impiden el acceso al mismo.

GIULIA GONZAGA (1513-1566), DETRÁS DE LA REFORMA ITALIANA (I) Simonetta Carr www.ibrnj.org/giulia-gonzaga-detras-de-la-reforma-italiana/ Si pudiéramos viajar en el tiempo y remontarnos a la Nápoles de 1536, un domingo por la mañana, ya tarde, durante la Cuaresma, podríamos observar frente a la iglesia de San Giovanni Maggiore, a dos personas inmersas en una seria conversación: una joven noble italiana llamada Giulia Gonzaga y a un caballero español, Juan de Valdés. Su discusión, que prosiguió durante el resto de aquel día en la cercana residencia de Giulia, transformó la vida de aquella joven y, más tarde, se transcribió de memoria por Valdés (con ayuda de Giulia) como principal contenido de su célebre obra El alfabeto cristiano. El predicador de aquel día había sido Bernardino Ochino, un monje capuchino de Siena, que había ganado fama por toda Italia por sus apasionados sermones. Delgado y casi consumido, pronunció palabras poderosas con una voz suave. Alguien lo definió como un moderno Savonarola. A pesar de ello, mientras Savonarola predicaba sobre todo contra los males de su tiempo, Ochino se centraba más a menudo en cuestiones teológicas, llegando muy cerca de la doctrina de la justificación por medio de la fe solamente de Lutero. Con todo, Ochino evitaba cuidadosamente cualquier declaración peligrosa. La doctrina estaba presente, pero solo de forma implícita, tan sutil que el emperador Carlos V, declarado enemigo de la teología de Lutero, que se había detenido ese día en Nápoles de camino de regreso de una victoriosa expedición tunecina, escuchó su sermón con “gran deleite espiritual”. De hecho, a pesar de su reciente decreto (emitido justo allí, en Nápoles) que prohibía bajo pena de muerte cualquier conversación o práctica con los herejes luteranos, o quienes fueran sospechosos de serlo, comentó que la predicación de Ochino había sido tan conmovedora que podría haber hecho llorar a las piedras. No era la primera vez que Giulia escuchaba predicar a Ochino. En realidad, buscaba cualquier oportunidad de asistir a sus sermones que, inicialmente, le habían proporcionado gran paz. Sin embargo, últimamente, empezaban a tener el efecto opuesto, lanzándola a un torbellino de perplejidades y tormento que la hacían vagar de los pensamientos celestiales a los terrenales. “Normalmente me siento tan insatisfecha conmigo misma y con todo lo que hay en este mundo” —le comentó aquel día a Valdés—, y tan apática que, si pudiera usted ver mi corazón, estoy segura de que sentiría compasión, por lo lleno de confusión, perplejidades e inquietudes que se encuentra”.


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Letra 511, 12 de marzo de 2017 by Iglesia Presbiteriana Ammi-Shadday - Issuu