Letra 527, 16 de julio de 2017

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LA MUJER CANANEA: MADRE DE UNA HIJA ENFERM A (I)

Margot Kässmann SE TRATA DE UNA ESCENA LLENA DE TENSIÓN: EL evangelio de Mateo (15.21ss) cuenta cómo una mujer desconocida, sin nombre, le pide a Jesús que cure a su hija enferma. Jesús paseaba por la región de Tiro y ella corrió a su encuentro gritando. A los discípulos les avergonzaba y le pidieron que atendiera a la mujer. Jesús rechaza a la desconocida ásperamente: él ha sido enviado solamente a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Es evidente que no quiere tener nada que ver con una extranjera. Pero ella se postra ante él y no se retira cuando Jesús, mostrándose verdaderamente hiriente, le dice: “No está bien quitar el pan a los hijos para dárselo a los perritos”. ¡Qué rechazo tan duro! De buenas a primeras, no parece responder en absoluto a la imagen que tenemos de Jesús: un hombre pacífico y atento. La reacción lógica de una mujer a la que tratan de ese modo sería romper a llorar. Es presentada como un perro que pide limosna. ¡Una grave ofensa! ¿De dónde saca fuerzas la mujer cananea para no romper a llorar, para no retirarse dolida e indignada, y seguir pidiendo, luchando, argumentando? Pienso que se trata de la preocupación por su hija. Si hay alguna posibilidad de hacer algo por el propio hijo, no hay nada que una madre no intente. La mujer cananea no sabe exactamente quién es Jesús. Pero confía ciegamente en que pueda hacer algo por su hija. Por eso no se rinde, sino que insiste de nuevo. Recoge la imagen ofensiva que emplea Jesús y responde: “Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños”. Una respuesta como esa merece respeto. La mujer no pierde su dignidad. Si Jesús la desacredita, ella admite la ofensa con la cabeza bien alta y reclama su propio derecho. Quien hoy lee este relato sigue sintiendo el giro radical en la comunicación entre este hombre y esta

mujer. Si al principio sólo aparece la pedigüeña, la gritona, la extraña arrodillada que ponía nerviosos a los discípulos, esta respuesta nos da la sensación de que, reaccionando a esta humillación, la mujer mira ahora a Jesús directamente a los ojos. Se atreve a dar este paso, porque no está pidiendo nada para ella. Pide para su hija. Jesús tiene que percibir ese cambio. Le dice: “Mujer, ¡qué fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos”, y la hija sanó. Es evidente que el mismo Jesús aprendió algo de ese encuentro. Ya hace años describí a la mujer cananea como “maestra” de Jesús, lo que me supuso algunas críticas: “Jesús no tenía que aprender”. No obstante, pienso que, puesto que Jesús era verdadero hombre, es natural que sus horizontes y perspectivas vitales se renovasen y ampliasen constantemente. A partir de ese momento, Jesús lo ve claro: no se trata ya sólo de Israel sino de propagar la buena nueva de Dios para todo el mundo. Si pensamos en el papel de la mujer en esta escena, vemos lo siguiente: la madre de un hijo enfermo acarrea una carga especial. Sufre con el niño, y con tal de verlo a él sano, a menudo preferiría ser ella quien afrontara los dolores. Duele mucho ver al propio hijo tan debilitado. Y para cuidar a un hijo enfermo o impedido, hay que ser especialmente fuerte. Es mucho más agotador que cuidar de un hijo sano. El sufrimiento penetra hasta lo más profundo del corazón de la madre… Una situación vital así puede aislarte. La paciencia de los demás para con los enfermos suele agotarse rápidamente. Mientras los otros crecen y prosperan, el tuyo no se desarrolla, sigue pálido y débil, enfermizo, tal vez sufre constantes achaques de salud. Eso le da a cualquier madre una punzada en el corazón. Y en ello hay muchas veces una falta de aceptación, una sublevación contra el hecho de que el propio hijo no esté sano. La enfermedad, la preocupación, la envidia y el agotamiento hacen más difíciles y menos imparciales las conversaciones con otras madres.

A 500 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN DE LUTERO UNA INTERPRETACIÓN DESDE LA DESCOLONIZACIÓN EPISTEMOLÓGICA Enrique Dussel La Jornada, 14 de julio de 2017 EN 2014 FUI INVITADO A LA UNIVERSIDAD DE HEIDELBERG A UNA REUNIÓN DEL grupo inicial de profesores universitarios luteranos que preparaban los festejos del 500 aniversario de la presentación de las 95 tesis de Lutero en Wittenberg. Había unos 40 profesores alemanes, algunos norteamericanos y brasileños (ya que en Brasil hay una comunidad importante de la Iglesia luterana). El argumento que expuse en ese encuentro deseo resumirlo en esta corta contribución. Europa, en la así llamada Edad Media, era una cultura aislada, periférica y subdesarrollada sitiada por el Imperio otomano, por la civilización islámica que no siendo feudal sino urbana y mercantil se extendía desde el Atlántico con Marruecos, atravesando los reinos de Túnez, el sultanato fatimita de El Cairo (y al sur conectando con los reinos sud-saharianos en África), el califato de Bagdad (en manos del Imperio otomano), hacia Irán, Afganistán, los mongoles en el norte de la India, los sultanatos del sudeste asiático en torno a Malaka, y llegando al Pacífico por la isla de Mindanao en Filipinas. Además, por sus caravanas, unían Bagdad con Constantinopla en el occidente, al norte con la Kiev eslava, con El Cairo al sur, con Kabul y la India hacia el oriente, y por los desiertos al norte del Himalaya llegan hasta la China. Es decir, el mundo arabo-musulmán tenía un horizonte continental universal desde el Atlántico al Pacífico, y Europa era una pequeña península provinciana occidental secundaria (desde el siglo VII hasta fines del siglo XV) con unos 70 millones de habitantes (la mitad de sólo China). El norte de Europa (germánica, tierra de Lutero) debía conectarse a las altas civilizaciones del continente Euroasiático a través del sur, es decir gracias a Italia (con sus grandes puertos tales como Venecia, Génova, Nápoles, Amalfi, etcétera), cuyas naves llegaban a las costas occidentales del Mediterráneo y de allí el Medio Oriente, accediendo a la civilización mercantil por excelencia: el mundo musulmán ya descrito. Es decir, el norte de Europa feudal debía inevitablemente estar unida a la Roma italiana para no quedarse aislada del sistema económico, político y cultural euroasiático. El Mediterráneo (pequeño mar periférico en comparación con el Índico y el Pacífico, que eran llamados el ‘‘Mar de los árabes’’ y el ‘‘Mar de China’’) era el camino obligado hacia el centro de todo el sistema: que estaba situado entre la China y la India (la región más desarrollada en grandes descubrimientos matemáticos, astronómicos, tecnológicos, económicos, políticos, etcétera). ¡Europa dormía la siesta feudal! Por el ‘‘descubrimiento del Atlántico’’ y la ‘‘invasión de América’’ en 1492, efectuada por Europa (por España al occidente, y Portugal al sur y hacia el oriente), hubo una revolución geopolítica, y el centro del nuevo sistema-mundo será ahora el Atlántico norte (sólo en este


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