Letra núm. 570, 27 de mayo de 2018

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LA POLÍTICA (I) Roger Mehl NO ES EVIDENTE QUE SE PUEDA O DEBA elaborar una ética cristiana cuyo objeto sea la política. La historia de la cristiandad en Occidente ha hecho esta misión imposible o aparentemente inútil durante mucho tiempo. En efecto, en una sociedad no pluralista y oficialmente cristiana, el soberano (príncipe o magistrado) era naturalmente cristiano y debía practicar una política que estuviera en lo esencial de acuerdo con el evangelio y con las orientaciones de la Iglesia. Además, se admitía la existencia de dos campos distintos, el temporal y el espiritual. A esta dicotomía correspondían dos tipos de poderes distintos, el poder temporal, ejercido por el Estado, y el poder espiritual, ejercido por la Iglesia. Los dos poderes estarían ordenados a Dios, pero gozaban de una auténtica autonomía en sus mutuas relaciones. Sin duda, este esquema era teórico y nunca se aplicó con todo rigor. El príncipe o magistrado se consideraba como jefe temporal de la Iglesia o de las iglesias y se aprovechaba de este privilegio para intervenir en los asuntos de la Iglesia e incluso para defenderla, a sangre y fuego, frente a los herejes. Por otra parte, las autoridades eclesiásticas consideraban que, en ciertas circunstancias, podían amonestar al soberano o al menos aconsejarle. Con todo, sigue siendo cierto que el esquema de la separación entre lo temporal y lo espiritual constituía el telón de fondo de la vida social e impedía el nacimiento de una verdadera ética de la política. Ahora bien: la secularización de la vida pública, la constitución de una sociedad pluralista, el confinamiento de las iglesias a su tarea espiritual (la salvación de las almas), la total independencia del Estado en relación con toda autoridad clerical y la marginación de la religión, considerada

como asunto meramente privado, han modificado por completo la situación. Ya no hay una sociedad cristiana, y si el titular del poder político es cristiano, el hecho no pasa de ser una circunstancia individual, sin repercusiones políticas visibles. Se puede decir que en nuestras sociedades modernas a separación entre lo temporal y lo espiritual ha adquirido una rigidez que no había tenido en el pasado y que la autoridad política ya no se entiende a sí misma como “ministerio instituido por Dios”. Esta radicalización de la dicotomía entre lo espiritual y lo temporal plantea un problema al teólogo y le incita a elaborar una ética de lo político. Se ha visto singularmente impulsado, y hasta obligado, por los acontecimientos históricos de las últimas décadas: la constitución de poderes políticos que profesan abiertamente una ideología no sólo laica, sino conscientemente anticristiana, el totalitarismo resultante, la supresión sistemática de los adversarios y, lo que es todavía peor, la voluntad de arrancarles su espíritu de oposición sometiéndolos a tratamientos quimiopsiquiátricos, el racismo institucionalizado... Todos estos acontecimientos han producido en la conciencia cristiana un enorme sobresalto. Ésta ha comprendido que si la actual separación entre lo temporal y lo espiritual pudo ser fecunda en algún momento de la historia, es decir, salvar la libertad de la Iglesia y protegerla de las seducciones del poder, una separación tan radical se ha convertido para todos los hombres en fuente de esclavitud, y para el Estado, en ocasión de su demonización totalitaria. La teología ha entendido que no le basta enseñar la sumisión a las autoridades (aun cuando no pudiera ocultar este tema bíblico), sino que debe tratar de definir los límites razonables del poder político, sin por ello tratar a la Iglesia como un contrapoder.

LOS HOMBRES DEL MAESTRO (XIV) JUDAS ISCARIOTE Carlos de Villapadierna HABLAMOS AQUÍ DE LA FIGURA MÁS TRISTEMENTE CÉLEBRE Y MÁS universalmente conocida: Judas Iscariote. Aunque algunas veces se le llama “hijo de Simón” (Jn 6.17; 13.2, 26), el apelativo común es “Iscariote”. En el N. T. encontramos “Ikarioth” e “Iskariotes”, como sobrenombre de Judas, el que traicionó a Jesús y lo entregó a las autoridades judías. “Iskarioth” se halla en Mc 3.19; 14.10; Lc 6.16, y en algunos códices (Mt 10.4 C y Lc 22.47 D). “Iscariotes” aparece en Mt 10, 4; 26, 14; Lc 22, 3; Jn 6, 71; 12, 4; 13, 2, 26; 14, 22, y en algunos códices. Significativamente falta la vocal inicial «I» en el códice C (Mc 3, 19; Lc 6, 16; Jn 6, 71): de este modo “Skarioth” (Mt 10.4; 26.14; Mc 14, 10), “Skariotes” (Jn 12.4; 12.2, 26; 14.22). Según los cuatro evangelios, Jesús es entregado a las autoridades judías por uno de los Doce, llamado Judas (Mc 14.43; Mt 26.47; Lc 22.47; Jn 18.3). Hijo de Simón Iscariote (Jn 6, 71), se le nombra siempre en último lugar en la lista de los apóstoles (Mt 10.4; Mr 3.19; Lc 6.16) y siempre con la apostilla: “el que lo entregó” (Mt, Mc) o “el traidor” (Lc). En las listas de los apóstoles de Lc 6.14-16 y Hech 1.13, se menciona, en lugar de Tadeo, a un segundo Judas (Mc 3, 18; Mt 10, 2), a quien, por la añadidura de tou Jacobou (= hijo de Santiago) se le diferencia de Judas Iscariote (Cf. Jn 14.22). Los tres sinópticos narran sus relaciones con el Sanedrín (Mt 6.14-16; Mc 14.10-11; Lc 22.3-6): su intervención en la última Cena (Mt 26.25) y el beso en el huerto de Getsemaní (Mt 26.48-50; Mr 14.43-52; Lc 22.47-52). Solamente Mateo (27.3-10) cuenta el arrepentimiento y suicidio de Judas. En el evangelio de Juan se describe más amplia y minuciosamente la evolución psicológica, político-religiosa y relacional con Jesús: Después del discurso del “pan de vida” la ruptura es total (6.70s) = ”uno de vosotros es un diablo”: “lo decía por Judas, el de Simón Iscariote, porque éste, que era uno de los Doce, le iba a entregar”. A ello se añaden anomalías en la administración (12.4-6): “¿Por qué este perfume no se ha vendido en trescientos denarios para dar a los pobres?”. “No le importaban los pobres, sino porque era ladrón, y siendo el encargado de la bolsa, sustraía lo que en ella


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