Letra núm. 707, 28 de febrero de 2021

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DIOS TIENE COVID Bernardo Barranco

E

L

COVID-19

HA

TRASTOCADO

TODA

LA

CULTURA

contemporánea. La economía globalizada trastabilla y se presentan grandes cambios en la vida cotidiana debido a prolongados confinamientos. Existe la incertidumbre de que la vida social no volverá a ser como antes. Las Iglesias y las grandes religiones no escapan al tremendo estremecimiento civilizatorio de un virus que amenaza ser endémico. La humanidad deberá convivir con la acechanza del contagio durante lustros. Las Iglesias y templos vuelven a cerrar sus gruesas puertas de madera, adoptando medidas para la celebración de actividades religiosas desde diversas plataformas tecnológicas. En este diciembre se abre nuevamente un periodo excepcional, las confesiones religiosas se enfrentan a un reto sin precedente: ¿cómo permitir que los fieles vivan su fe a pesar de la suspensión del contacto grupal? La fuerza de las religiones está en su capacidad de convocatoria. Y el contacto humano es parte integral de los ritos religiosos. Una religión, sugiere la etimología religare, es lo que conecta a los miembros de una comunidad entre sí y a los hombres con Dios. Toda práctica religiosa es societal. El trastorno prolongado del covid-19 puede afectar en primer lugar a las estructuras eclesiásticas, en segunda línea a las prácticas religiosas y finalmente a la misma concepción de Dios. Los usos de una religión incluyen rituales, conmemoraciones, oficios, cultos, veneraciones a alguna deidad o símbolo; incluye sacrificios, fiestas, cortejos funerarios, enlaces matrimoniales, meditación y oración. Incluyen diversas manifestaciones artísticas, como la música, la danza y la poesía, así como estructuras e instituciones que administran lo religioso con normas, leyes y códigos. Más allá de las concentraciones humanas emplazadas por las ceremonias religiosas, el contacto físico en el culto se convierte en un incidente peligroso. Inimaginable, hasta hace poco, pensar en una plaza de San Pedro vacía, la Gran Mezquita de La

Meca despoblada en el Ramadán y una Basílica de Guadalupe desierta el 12 de diciembre. Quizá una de las imágenes más impactantes durante esta pandemia la encontramos en el largo trayecto que realizó el papa Francisco el 27 de marzo de 2020, ante una plaza de San Pedro desolada, gris y húmeda. Esa imagen icónica ensombreció el fervor de millones de creyentes. El Papa le habla al mundo con dramatismo desde el despoblado santuario más importante de la catolicidad. Su bendición Urbi et orbi del domingo de Pascua la dio en el contexto de la devastada Italia; ahí el Papa enfatizó: “Nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa… La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades”. Las catedrales, iglesias, mezquitas y sinagogas son testigos mudos, gigantescos monumentos de soledad. Las fortificaciones sagradas que representan una sociabilidad religiosa hoy son amenazas. Los palacios sagrados constituyen un territorio de peligro para la feligresía. Surge otra pregunta obligada: ¿los creyentes necesitan los suntuosos castillos de Dios para celebrar su fe? Muchas iglesias protestantes rescatan la noción del cristianismo primitivo de Iglesia-comunidad, de tipo profético, que vivían con intensidad su fe en pequeñas entidades diferenciándose del judaísmo tradicional. Otros regresan a la celebración de la Iglesia-familia,


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