Letra núm. 741, 31 de octubre 2021

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Un hombre que cambió su mundo: Lutero y la Reforma 1 NOVIEMBRE, 2017

Roberto Breña Profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.

Ilustraciones: Alberto Caudillo

A LD, en profundo agradecimiento

A La figura de Martín Lutero lleva cinco siglos como habitante de la cresta de la historiografía debido a su “Reforma”. En este ensayo Roberto Breña hace un recuento de las circunstancias que abonaron a la expansión de la revolución dirigida por este fraile agustino

caban de cumplirse 500 años del día considerado comúnmente como el punto de partida de la transformación religiosa que marcó al mundo occidental como muy pocos otros procesos históricos lo han hecho. Este proceso es conocido con una expresión bastante inofensiva: “la Reforma”. La jornada en cuestión es el 31 de octubre de 1517. Ese día, un fraile agustino, llamado originalmente Martin Luder, supuestamente clavó, en la iglesia del poblado de Wittenberg en el noreste del Sacro Imperio Romano Germánico, un documento con 95 tesis en contra de la venta de indulgencias por parte de la iglesia católica. Escribo “supuestamente” porque la historiografía actual cuestiona que dicha acción haya tenido lugar. De lo que no cabe dudar es que la difusión de un sermón que Lutero redactó en lengua alemana a principios de 1518 sobre las indulgencias fue el detonador de “la Reforma”. Una reforma que, en realidad, fue una revolución religiosa, teológica, social, política y económica que cambió la faz de Europa en muy poco tiempo y cuyas ramificaciones terminarían alcanzando a toda la cultura


occidental. Si Martín Lutero clavó o no las (cuestionadas pero célebres) 95 tesis en contra de las indulgencias es pues una cuestión secundaria. Lo fundamental es que su mundo inmediato y varias sociedades europeas de su tiempo (entre otras, la suiza, la danesa y la sueca) cambiaron radicalmente su fisonomía en unos cuantos años “a partir” de ellas. De hecho, en varios aspectos buena parte de Occidente sigue bajo la estela de “la Reforma” y, por lo tanto, bajo la estela de un fraile agustino que a la sazón tenía 34 años. En palabras de Thomas Kaufmann, Lutero “transformó la Iglesia occidental y, con ella, el mundo de un modo como pocas veces lo ha hecho otro hombre antes o después de él”.1 Como toda revolución, “la Reforma” tuvo antecedentes. No sólo porque la iglesia católica enfrentó, condenó y suprimió herejes desde el inicio mismo de su historia como institución, sino también por un precedente reformista que pervivía en la memoria de los contemporáneos de Lutero: la herejía de Juan Huss (13701415), quien fuera excomulgado, condenado y quemado en la hoguera por la iglesia católica (un destino que muy bien pudo haber sufrido Lutero). En forma explícita, el fraile agustino que se atrevió a levantar la voz en contra de las indulgencias se consideró a sí mismo un heredero de Huss y de su malograda reforma religiosa. Ahora bien, ¿qué eran las indulgencias? Básicamente, eran perdones que la Iglesia ofrecía a cambio de dinero. Su existencia se remonta al siglo XI; desde entonces las indulgencias no habían hecho más que ampliarse y sofisticarse. De compensar solamente algunos pecados, terminaron por ser otorgadas a los familiares de difuntos para que éstos pudieran acortar el paso por el purgatorio. Con un pago adicional podían recibir una absolución por adelantado y la condonación total de ciertas penas. Existían también las indulgencias plenarias, que sólo podían ser concedidas por los Papas. En fin, se trataba de un negocio redondo para la iglesia católica, a costa de ir en contra, como argumentaría Lutero, de una serie de principios en los que se basaba (o debía basarse, según él) el cristianismo.2 La gota que derramó el vaso fueron las indulgencias plenarias que Roma puso en circulación en el imperio con el objetivo de financiar la construcción de la Basílica de San Pedro. La reacción de Lutero parece inofensiva en un principio: discutir sus 95 tesis, redactadas originalmente en latín, con algunos teólogos y hombres de

letras. Su llamado a esta discusión en un ámbito muy restringido no tuvo consecuencia alguna: nadie se presentó al emplazamiento del fraile agustino. Es entonces cuando surge ese Lutero que tan bien retrata Lucien Febvre en su célebre libro Un destin: Martin Luther.3 Lutero era un hombre preparado (era doctor en teología) que poseía una energía, una tenacidad y una valentía poco comunes. Además, era un hombre que recurrió a todos los medios a su alcance para difundir su mensaje y sus convicciones; un mensaje lleno de “fogosidad”, de “impulsos nunca calculados”, de “intemperancia verbal” y de “temibles excesos del lenguaje”, en gran medida porque dicho mensaje provenía de un hombre que “no sabía interesarse más que en sí mismo, en su conciencia y en su salvación”. Es este el Lutero que surge en las primeras semanas de 1518. A partir de ese momento y hasta, por lo menos 1530, el fraile agustino que casi nadie conocía fuera de su natal Eisleben, en donde había visto la luz en 1483, y de Wittenberg (en cuya universidad hizo sus estudios de teología y en donde enseñó durante más de 30 años), se convirtió en una máquina de pensamiento, reflexión teológica y trabajo intemperante. Durante esa docena de años Lutero predicó una infinidad de sermones, tradujo el Nuevo Testamento al alemán y escribió cientos de panfletos, además de participar en varios debates religiosos que fueron célebres en todo el imperio. Al final de ese periodo el luteranismo desembocó en la llamada “Confesión de Augsburgo”. El 25 de junio de 1530 el pensador luterano más importante del primer protestantismo, Felipe Melanchton, presentó ante Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico desde 1519, un documento redactado por el propio Melanchton que, más que ningún otro, contribuyó “a consolidar el protestantismo y a enfrentarlo contra el catolicismo”.4 La mesa estaba puesta, por decirlo así, para lo que sería la sangrienta historia de Europa desde ese momento hasta la Paz de Westfalia, que pondría fin a la Guerra de los 30 Años (1618-1648). Aunque ha sido señalado infinidad de veces por estudiosos de la Reforma, cabe hacer aquí una afirmación tajante, pero no exenta de verdad: sin imprenta no hay Lutero o, mejor dicho, sin imprenta no hay luteranismo. Fue la imprenta la que le permitió dar a conocer su pensamiento, la que lo difundió, la que ganó para él


millones de adeptos, la que permitió que 430 ediciones (parciales o completas) de la llamada “Biblia de Lutero” fueran publicadas entre 1522 y 1546 y la que dio a conocer y difundió cientos de grabados antipapistas que tuvieron ante sus ojos millones de habitantes del Sacro Imperio. Sin estos elementos es prácticamente imposible explicar el éxito de “la Reforma”. Este éxito, vertiginoso desde donde se le mire, tuvo un caldo de cultivo que explica en gran medida esta vertiginosidad: la pésima reputación de la iglesia católica entre la población alemana de la época. El Cisma de Occidente (1378-1417), las tensiones entre los Papas y el movimiento conciliar, la corrupción de no pocos Papas y del Vaticano en general, el trato que tradicionalmente había recibido la iglesia alemana por parte de Roma, la amarga experiencia que había vivido el imperio con Huss y las referidas indulgencias contribuyeron a crear un ambiente antirromano que fue decisivo para la expansión y adopción del luteranismo. De hecho, el imperio mismo es un motivo más para explicarla, pues las tensiones políticas con el papado venían de muy lejos.5 El párrafo anterior nos ayuda a explicar también por qué Lutero es una figura tan importante en el nacimiento del nacionalismo alemán. “No hay nación más despreciada que la alemana. Italia nos llama bestias; Francia e Inglaterra se burlan de nosotros; todos los demás también”.6 Las expresiones antirromanas de Lutero eran siempre y al mismo tiempo expresiones pro germanas. Lo menos que se puede decir es que una buena parte de la población alemana de la época estaba harta de lo que consideraba abusos por parte del Papa (el “Anticristo” para Lutero). No en balde más de una vez el fraile agustino se llamó a sí mismo “Profeta de Alemania”. Es importante señalar que los postulados religiosos luteranos fueron determinantes para establecer un contacto directo con los habitantes del imperio. Me refiero en concreto a una de las facetas del luteranismo que es determinante para explicar la “modernidad” de “la Reforma” (más allá, sobra decirlo quizás, de las intenciones del propio Lutero): la desaparición de los sacerdotes como intermediarios entre Dios y los creyentes. Este individualismo protestante es un aspecto medular para explicar “la Reforma” no sólo desde una perspectiva religiosa, sino también para explicar el

decidido apoyo que recibió de las clases populares. Es cierto que este apoyo menguó en 1524-25 cuando Lutero adoptó una postura de notable virulencia en contra de los campesinos que se levantaron contra sus señores. Sin embargo y si bien no en la misma medida, el luteranismo siguió recibiendo apoyo popular en varias partes el imperio por mucho tiempo más, lo que contribuye a explicar que hoy en día en Alemania ambas religiones cristianas estén equilibradas: 32% de católicos y 32% de protestantes.7

Desde una perspectiva teológica, la base del luteranismo es lo que se llama la justificación por la sola fe. Se han derramado ríos de tinta sobre esta compleja cuestión (en parte porque presupone, con bastante razón desde mi punto de vista, una despreocupación de Lutero por las buenas obras, en la medida en que la gracia de Dios no es concedida a los individuos por los méritos de cada quien).8 Por lo mismo, prefiero transcribir sus propias palabras respecto a dicha justificación: Reflexioné noche y día hasta que vi la conexión entre la justicia de Dios y la afirmación que “el justo vivirá por la fe”. Entonces comprendí que la justicia de Dios es aquella por la cual Dios nos justifica en su gracia y pura misericordia. Desde entonces me sentí como renacido y como si hubiera entrado al paraíso por puertas abiertas de par en par. Toda la Sagrada Escritura adquirió un nuevo aspecto, y mientras antes la “justicia de Dios” me había llenado de odio, ahora se me tornó inefablemente dulce y


digna de amor. Este pasaje de Pablo se convirtió en mi entrada al cielo…9 Lutero era profundamente agustiniano en su visión del hombre como un ser caído, corrupto e indigno de la gracia divina, pero paulino hasta la médula en esta noción de la gracia y la misericordia divinas. De hecho, en palabras de Kaufmann, la dependencia absoluta del hombre respecto a ambas, expresada a través de la fe, “era la característica central de la comprensión [que Lutero] tenía de sí mismo”.10 Es realmente difícil hacer una valoración de Lutero y de “la Reforma” en pocas palabras, sobre todo porque estamos ante un hombre lleno de tensiones y ambigüedades. Hijo de un padre campesino, Lutero era completamente medieval en su manera de ver al mundo político.11 Solamente en una ocasión puso un pie fuera del imperio (cuando fue a Roma en el invierno de 1510) y mostró poco interés por Europa en general. Lutero, además, puede ser considerado antihumanista en más de un sentido (su enfrentamiento con Erasmo no fue ninguna casualidad), así como apologista de las autoridades constituidas y un crítico acérrimo de los campesinos cuando osaron levantarse contra sus amos. Por último y para no extenderme más, Lutero fue un decidido defensor de la familia en su sentido más tradicional y sostuvo posturas claramente antisemitas. Sin negar ninguno de los “cargos” anteriores, lo cierto es que el movimiento que Lutero encabezó desde 1517 hasta su muerte casi 30 años después, en 1546, tiene muy pocos parangones en la historia en lo que se refiere a sus consecuencias para el mundo moderno. La “reforma” de Martín Lutero significó, en primer lugar, la ruptura de la unidad cristiana que había definido a la Edad Media; además, fue el punto de partida de la “desclericalización” de la vida humana, arrebató al sacerdocio el lugar privilegiado que ocupaba en el mundo católico y “mundanizó” a la familia, al trabajo y al Estado. Para concluir, contribuyó significativamente al desarrollo de los Estados absolutistas y, a pesar del propio Lutero, desembocó en la tolerancia religiosa. Se olvida a menudo que, en más de un sentido, dichos Estados son los basamentos de la modernidad política de Occidente.

1

Martín Lutero (Vida, mundo, palabra), Trotta, Madrid, 2017, p. 16. 2 Lutero era muy crítico con lo que puede denominarse el “capitalismo” de su tiempo, sin embargo, no pocas de sus propuestas lo fomentaron de uno u otro modo: la abolición de los monasterios, la expropiación de los bienes eclesiásticos, la consideración de la pobreza como “pecado” y la exaltación del trabajo como imitación de Dios. No debemos olvidar, por lo demás, que la debilidad política del Sacro Imperio Romano Germánico no estaba en contradicción con un sector comerciante muy dinámico en varias ciudades y puertos del imperio. 3 Publicado por primera vez en francés en 1927, este libro sigue reeditándose en la actualidad. En español lo publicó el Fondo de Cultura Económica por primera vez en 1956, en su colección “Breviarios” (la traducción es de Tomás Segovia): Martín Lutero (Un destino). Las citas que aparecen en lo sucesivo son de la segunda reimpresión (1972). Las expresiones entrecomilladas que aparecen enseguida dentro del texto son de las páginas 13 y 274. 4 Roland H. Bainton, Lutero, Editorial Sudamericana, 1955, p. 365. Esta biografía es la traducción, a cargo de Raquel Lozada, de la que muy probablemente sea la biografía más leída sobre Lutero: Here I Stand (A Life of Martin Luther), publicada originalmente en 1950. No es de sorprender que hasta la fecha esta extraordinaria biografía siga siendo reeditada en inglés. 5 Aunque desde la Bula de Oro, de 1356, la elección el emperador recaía sobre siete príncipes electores alemanes, lo que, en principio, impedía la injerencia papal. 6 Palabras de Lutero referidas por Febvre, op. cit., p. 104. 7 Estas cifras, por supuesto, varían un poco dependiendo de la fuente consultada. 8 El influjo de Melanchton fue atenuando el peso apabullante de la gracia divina luterana y “restaurando” el papel (relativo, pero papel al fin) de las buenas obras. Esta transformación representó la restitución de una ética que la justificación por la sola fe, entendida en un sentido luterano estricto, parecía vaciar de sentido. 9 Citado en Bainton, op. cit., p. 67. Para Lutero las Sagradas Escrituras estaban por encima de todo (otra muestra de su “medievalismo”, un tema al que volveré enseguida) y de todos (incluyendo, por supuesto, al Papa, así como a los concilios). 10 Martín Lutero, p. 18. 11 En español existe una antología de algunos de los textos “más políticos” del teólogo Lutero: Escritos políticos, Tecnos, Madrid, 2001; esta edición cuenta con un magnífico estudio introductorio de Joaquín Abellán, quien también es el traductor.


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