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MARZO/ABRIL
IMACP • Nueva época
INSTITUTO MUNICIPAL DE ARTE Y CULTURA DE PUEBLA
Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido su uso para fines distintos a los establecidos en el programa.
Directorio H. Ayuntamiento de Puebla
Claudia Rivera Vivanco presidenta municipal
Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla
Miguel Ángel Andrade director general
Donají Tejeda subdirectora de difusión artística
Enrique Pimentel Paola E. Haiat edición
César Susano diseño y maquetación
Portada e ilustraciones: David Espinosa “El Dee”
Índice Presentación Teléfono fijo Entre familia Julio César Sánchez
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Mutaciones Pablo Íñigo Argüelles
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Poesía
Hurgar la herida Karen Rojas
Minificción
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Puzzle
Fabiola Morales Crónica
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Libro/libre Sergio Pitol
Banana Yoshimoto Yamita
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uevos tiempos exigen cambios y nuevas perspectivas y transformaciones. El Ayuntamiento de Puebla, a través del Instituto Municipal de Arte y Cultura (imacp), emprende nuevamente una aventura editorial con la publicación de La gaceta. La presidenta Claudia Rivera Vivanco ha marcado una consigna esencial para esta nueva administración: que el ciudadano sea el centro de las políticas públicas. Por tanto, el imacp abre sus espacios al compartir la agenda cultural del municipio y ofrecer sus páginas para fomentar el diálogo entre las expresiones artísticas de la ciudad.
Presentación En esta nueva época La gaceta recobra su vocación original: compartir contenidos sobre la ciudad y el municipio de Puebla. Será, como en su comienzo, un espacio para el arte, la historia, la crónica y la literatura, es decir, una permanente indagación sobre aquello que construye y conforma la poblanidad. Parafraseando a José Ortega y Gasset, no lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos, nos reúne como ciudad. Este primer número se propone ser un territorio donde los poblanos se reencuentren con su literatura y se reconozcan en sus palabras, palabras que son puentes, que son alas, que son barcos para surcar el tiempo de las tranformaciones. Miguel Ángel Andrade
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Hurgar la herida. Tantear con los ojos cerrados los te-
KAREN
jidos impares, los bordes inflamados por el tiempo. Rodear con la yema de los dedos los surcos que arden. La hendidura entre los márgenes tensos. Las grietas que incendian la carne. Pulsar la herida. Tentar la capa seca y granulada de la sangre. Cerrar los ojos y al tacto sentirla caliente como si algo se hubiera quedado atrapado allí dentro como un clavo, una aguja, una esquirla de acero inoxidable. Cubrir la herida. No limpiarla o esconderla. Cubrirla. Tapar con un trapo luido la cavidad húmeda. La fisura babeante. La oquedad intoxicada por la náusea o la falta de aire, como la asfixia que provoca un puño cerrado en la garganta o un coágulo que no termina de tragarse. Nombrar la herida. Rozar su amenaza inevitable: El peligro abrasivo de la muerte, su aliento insípido y seco. Esa fractura que raspa los huesos desesperadamente mientras uno duerme, y deja su beso prematuro y violento
Hurgar la herida ROJAS KAUFMANN
Fotografía: Karla Leyva
entre los labios: La señal de alarma que anuncia la huida, la defensa o el ataque. Golpear la herida. Cogerla con el puño cerrado y azotarla hasta tumbarle los dientes una vez, otra vez, y otra vez hasta que los muñones sangren. Hasta que el dolor anestesie los pulmones convertidos en andrajos y el ritmo cardiaco sea un matadero rebosante de cadáveres despedazados por carniceros, y el miedo observe replegado, escondido, cómo los lobos entran a hurtadillas para comerse los restos de la carne. Negar la herida. Vagar por ahí todo el día con el hueco del estómago vacío y la falta de hambre. Recorrer las arterias gástricas como quien atraviesa a ciegas y descalza una casa abandonada entre lotes baldíos o parques infantiles oxidados por la luz de la tarde. Aceptar la herida. ¿Aceptarla? Simular la risa toda la noche hasta quedarse dormido o hasta que una bandada de buitres graznen, batan sus alas agudas y zarpen sus garras sucias sobre la carne. 3
Teléfono fijo
Aquella tarde, aburrida de estar en su cuarto, Laura recibe al teléfono fijo la llamada de su amiga Ruth. Después del saludo y de confesar que ambas se hallan con la misma actitud de desgano, Ruth le recuerda, para levantarle el ánimo, la travesura que hicieron juntas semanas anteriores. Con ello el tono de la conversación se muestra más entretenido y con mayor fluidez. Después de varios minutos de plática, la madre de Laura toca a su alcoba anunciándole una visita y la joven dibuja un gesto de fastidio por la irrupción. Ella se incorpora de la cama pero sin despegarse ni un minuto del teléfono. Laura escucha a su amiga por el auricular. Una adolescente abre la puerta y un miedo inmediato paraliza cada uno de sus músculos al estar frente Ruth. —Laura, te extrañé. Vengo a visitarte porque no tengo teléfono en casa.
Entre familia
—¿Qué estás haciendo, mamá? —Quemo laurel y esparzo sal alrededor de la casa, hija. —¿Para qué? —Para ahuyentar a los espíritus. —¡Mami! ¡Por qué estoy desapareciendo!
JULIO CÉSAR SÁNCHEZ CHILACA
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Puzzle FABIOLA MORALES GASCA
Te sientes abatida y sobre el sofá dejas caer tu decrépito cuerpo. Intentas respirar, pero no puedes. Tu última hija ayer se ha casado y tu marido hoy deja la casa, te mostró el boleto de avión y ya ha pedido el taxi que lo llevará al aeropuerto. Sabes que es nulo lo que harás a partir de ahora. La vida se cae en pedazos, no puedes hacer nada para reconstruirla. Ahora él con maleta en puerta también es un puzzle para armar. Una nerviosa voz te dice que te apures a limpiar la sangre y colocar su cercenado cuerpo en la maleta antes de que se la lleve el taxi.
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CIUDAD DE PUEBLA 13 - 17 DE MARZO
PRESENTACIONES DE LIBROS • CUENTACUENTOS CHARLAS • LECTURAS • CONCIERTOS
La palabra libro está muy cerca de la palabra libre. Sólo la letra final las distancia. No sé si ambos vocablos vienen del latín liber (libro), pero lo cierto es que se complementan perfectamente; el libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia, libres también de los demonios, del tedio, de la trivialidad, de la pequeñez. El libro afirma la libertad, establece la individualidad, al mismo tiempo que fortalece a la sociedad y exalta la imaginación.
Sergio Pitol
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PA B L O Í Ñ I G O A R G Ü E L L E S
Somos lo único que se interpone entre el sol y el suelo, por eso me gustan las sombras, porque son la prueba irrefutable de que existimos, la única evidencia de que habitamos cierto lugar a cierta hora del día. Podríamos dudar, en los momentos más críticos, de si somos reales o incluso de si estamos soñando o teniendo una visión. Pero ahí está nuestra sombra, con vida propia, restregándonos la realidad en la cara.
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I
II
Los viajes familiares comenzaban cuando papá salía de trabajar los viernes. A las dos, por muy tarde, estábamos embarcados en un viaje en coche, usual pero siempre imprevisto, en el que la carretera iba desde un mar de neblina hasta llanos tropicales con ceibas que vaticinaban el avistamiento inminente del mar azul intenso al fondo de la carretera. Llegábamos a Veracruz con los últimos rayos de la tarde y, mientras papá y mamá estacionaban el coche, yo y mis hermanos corríamos liberados al mar para mojarnos los pies y aventarnos arena. Yo me quedaba un rato admirando la sombra prolongada que el sol hacía conmigo a esa última hora de la tarde. Me sentía un gigante, caminando sobre el primer centímetro de continente, pensando en mis clases de geografía de cuarto año. Solo, ahí, en la playa, recuerdo haber visto mi sombra entera, alargada, la única prueba fehaciente de que lo que estaba viviendo no era una recreación caprichosa de mi mente infantil.
Un día me metí al María, un edificio hermoso de los años cuarenta a espaldas de la Catedral que siempre me había intrigado. Había pasado frente a él desde niño pero nunca había habido ninguna razón para estar en su interior. No tenía absolutamente nada que hacer. Había estado con unos amigos de Oaxaca tomando cerveza en La Terminal y cuando nos despedimos era muy temprano como para ir a casa. Caminé unas calles, y cuando pasé frente al inmenso pórtico del María, decidí que sería buen momento para entrar a él. Tan sólo entrar al vestíbulo sentí el olor a tiempo, ese dejo inexplicable de polvo y piedra helada que algunos viejos edificios todavía mantienen. Entonces subí las escaleras de ónix hacia el hall en donde se encuentran los elevadores. Me topé con un señor de mediana edad y vestimenta antigua, un traje gris entallado con un pañuelo en la solapa, bigote recortado y un sombrero gris. En sus manos tenía un portafolio
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también antiguo, de piel caoba, caminaba apresurado y yo por un momento obstaculicé su paso torpemente. Pedí el elevador activando el botón desgastado y, cuando abrió, un viejo elevadorista me preguntó a qué piso quería ir. Al último, dije. Pero ahí no hay nadie ahorita, me dijo con mal genio. Yo le respondí que tenía una cita con al-
me hacía sentir que caminaba en una especie de vacío. Lo que siempre creí. El edificio María no guarda misterio alguno más que el de sus inquilinos inexistentes que habían desocupado los despachos con el paso de los años, mismos que, como sus rótulos lo dicen en las puertas de vidrio opaco, fueron un día utilizados
guien para rentar uno de los despachos. Sin más, cerró la puerta e hizo lo propio para que el mecanismo de poleas que había subido a tantas personas desde hace sesenta años, se activara. Salí a un pasillo lúgubre y silencioso cuya única fuente de luz provenía de la ventana cuadriculada de las escaleras a mi izquierda. Una luz muy tenue, tan tenue que proyectaba sombras muy difusas, casi imperceptibles al ojo, lo que
por abogados, dentistas, contadores y detectives privados. La luz no entra ahí jamás, al menos no en ese piso. La ciudad con su necio crecimiento y la búsqueda caprichosa de la modernidad, alejó a los inquilinos de edificios como el María e hizo que se fueran a hacer otros centros a la periferia. Caminé más sobre el pasillo y entré a donde, según mi sentido geográfico, se encontraban los despachos que daban 10
a la calle. Ahí encontré la puerta que leía “Díaz-Lemini Abogados” abierta, como si alguien hubiese olvidado cerrarla en medio de un apocalipsis. Mi curiosidad y la cerveza que abundaba en mis venas hicieron que la empujara y entré a un despacho común y corriente en el que había una máquina de escribir empolvada que habría pertenecido, pensé, a la secretaria de alguno de los abogados. Pronto me quedaría en completa oscuridad, pues la tarde moría afuera. Escuché a lo lejos la maquinaria del elevador que seguía subiendo personas a los pisos inferiores. Atravesé la pequeña recepción y abrí la puerta de lo que supuse habría sido la oficina principal. Me encontré con una pieza con dos ventanas que daban hacia la 2 Sur. Al asomarme pude ver la cúpula de la capilla del Ochavo y la linternilla de una de las torres. Eso era todo. Había entrado, había conocido el María por dentro y decidí salir con la emoción y el ansia que uno siente en el estómago cuando da cuenta que ha estado haciendo algo prohibido. Pero antes de salir, sobre el único mueble que había dentro de la oficina, un escritorio viejo, había un portarretratos con una foto pequeña en blanco y negro. Era una familia de tres. El padre, joven con un bigote delgado como el resto de su cuerpo, pelo ligero en el pecho, cargando una criatura. Junto, la madre, guapa con un traje de baño que delataba que la foto habría sido tomada durante la década de los cincuenta. Al fondo de la fotografía, distinguí dos objetos largos y oscuros que creí
eran troncos inmensos tirados en la arena. La luz ya no era suficiente, me estaba quedando a oscuras, entonces acerqué mis ojos a la foto y confirmé que eran sus sombras alargadas y hechas por el último sol de alguna tarde de hace mucho tiempo. Abandoné el despacho y para no confrontar al elevadorista, bajé por las escaleras y salí a la calle. III La curiosidad es inexplicable. ¿Por qué hacemos lo que hacemos?, ¿por qué leemos cartas que no nos pertenecen?, ¿por qué entramos a lugares en los que no deberíamos de estar? Incluso nuestro espacio es mucho más ajeno de lo que creemos. Esa noche, después de salir del María caminé una hora más sin rumbo, a través de calles que empezaban a quedar desoladas y negocios que cerraban sus cortinas. Conté, a mi paso, una veintena de edificios en completo abandono que rezaban en alguna parte de sus fachadas nombres de negocios extintos y personas que seguramente murieron hace mucho. El centro está repleto de lugares que ya no son lugares, lugares que hemos perdido. Las sombras de nadie no se proyectan más en los interiores. Pensé en la playa de mi infancia, que ya tampoco existe. Alguien la compró para hacer una plaza comercial gigante, la rellenaron de concreto. Con la arena, las sombras alargadas de mis hermanos y la mía, quedaron sepultadas. 11
Me dan tanta pena. Pero ya no existen. O tal vez sigan viviendo en algún espacio infinitamente triste. Esas chicas que en otros tiempos fui yo. La nostalgia, la sombra de las cosas comunes que forman parte de la vida de cada uno... Por muy ricas o pobres que sean, por la noche se acuestan y sueñan. Quiza sea ésta una de las funciones de nuestro corazón:
Hacer que el ser del futuro enseñe algo al ser del pasado.
Banana Yoshimoto Yamita
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10 MAR - 07 JUL 2019 Miércoles a lunes de 10 a 19 horas Galería de Arte del Palacio Municipal Juan de Palafox y Mendoza 12, Centro ENTRADA LIBRE
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